Diario de un negro en fuga
DIARIO DE UN NEGRO EN FUGA
VELERO
El «Viajero sin Puerto» corta el agua que refleja las estrellas. Está todo pintado de rojo y lleva una linterna que lanza alrededor una luz amarilla como la luz de la luna que apareció en este momento, saliendo de una nube. Gritan de otro velero que atraviesa la bahía:
—¿Quién va ahí?
—¡Buen viaje! ¡Buen viaje!
Es ancho el camino del mar. Las aguas pasan murmurando. Un pez salta en la luz de la linterna. Mestre Manuel va al timón. El Gordo va sin comprender. Antonio Balduino va tumbado en el velero mirando el espectáculo del mar. De la bodega llega un aroma de abacaxis maduros.
Pasa un viento suave y una estrella clara brilla en el cielo. En la cabeza negra de Antonio Balduino aparece una samba que golpea en sus rodillas con palmaditas acompasadas. Ahora va silbando y pronto encontrará nuevamente su carcajada perdida. La samba va saliendo y habla como mujer, como vagabundo, como negro libre, en las estrellas del cielo, en el amplio camino del mar.
Pregunta:
—«¿Adónde va este camino, María?»
Y dice:
«Las estrellas de tus ojos están en el cielo…
El son de tu risa está en el mar…
Tú vas en la linterna del velero…»
Esto decía la samba. Decía más: que el negro Antonio Balduino amaba sólo dos cosas, la vida vagabunda y a María. Lo de vida vagabunda quería decir libertad, en su lengua. Y María quería decir mulata.
¿A dónde irá este camino? Para Mestre Manuel, que es un viejo marinero, no tiene misterios.
—Aquí —advierte— es donde el mar ama al río…
Acabó la barra. Entran en el río Paraguaçú. En las márgenes, los viejos caserones, ruinas de riquezas pasadas, tienen sombras descomunales, como fantasmas. Y dice el Gordo:
—Como mula de cura.
Este rumor de agua es el amor del mar y el río. Y el ruido que viene de allá atrás debe ser de alguna amante del cura, que murió y se convirtió en mula sin cabeza y anda vagando por esos bosques oscuros que cubrieron los túmulos de los negros esclavos.
El velero avanza suavemente en el agua mansa del río. Mestre Manuel, al timón, fuma su pipa. Aquel camino no tiene secretos para él. Antonio Balduino acabó de cantar su samba, que el Gordo se sabe ya de coro. Para él es la samba más bonita que compuso Antonio Balduino, pues habla como una mujer, como un vagabundo, como las estrellas. Y le pide:
—No vendas esa samba. Baldo.
El negro ríe. El velero va por el río corriendo:
—No hay quien le alcance —dice Mestre Manuel acariciando al barco como si acariciara una mujer.
Llega un viento que alza las velas y refresca a los hombres. De la bodega sube un aroma de abacaxis maduros.
* * *
Mestre Manuel hace ya años que tiene este velero. Antonio Balduino era aún niño y fue entonces cuando conoció al «Viajero sin Puerto», pero Mestre Manuel lleva ya años viajando con su velero por los puertos de Reconcavo, llevando frutas, trayendo ladrillos y tejas para las construcciones de la ciudad nueva.
Aparenta treinta años. Nadie le echaría los cincuenta que lleva a cuestas. Todo él es del mismo color, bronce oscuro, y es difícil decir si Mestre Manuel es negro o mulato. Es un marinero color de bronce, eso sí, un marinero que apenas habla, y a quien respetan en toda la zona de los muelles de Bahía, de la Feira de Auga dos Meninos, de las tabernas del muelle, de las tabernas de todos los muelles de todos los pequeños puertos por donde pasa su velero. El Gordo corta su silencio con una pregunta:
—¿Ha salvado usted a algún ahogado, Mestre?
Mestre Manuel deja su pipa, estira las piernas.
—Un día de temporal, en la boca de la barra, un velero volcó. El viento apagó las luces. Fue un día terrible, parecía el día del Juicio Final…
El Gordo mira alrededor asegurándose de que la noche que los lleva es clara y amiga.
—Yo venía navegando también esa noche, aguantando el temporal. Mi linterna también se había apagado y nadie veía a un palmo de los ojos…
A Antonio Balduino le gusta la vida de los maestres de velero. Sonríe. Pero Mestre Manuel está serio. Dio una chupada a la pipa:
—Veíamos las luces de Bahía. Parecía allí mismo, cerquita, pero estaba cada vez más lejos. Nunca dábamos arribada. Aquella noche andaba bravo el mar. Se había peleado con el río.
Puso una cara seria:
—Mala cosa cuando el mar está enfadado con el río… Da en tempestad…
—¿Y el velero?
Mestre Manuel parecía haberse olvidado del velero:
—Llevaba una familia que volvía de las fiestas de Cachoeira. Tenía prisa por llegar y no esperaron al día siguiente. Los periódicos hablaron del caso…
Se llevó otra vez la pipa a los labios:
—Tenían prisa, y acabaron en el mar… Sólo salvamos los cuerpos. Y así y todo, hubo dos que nunca aparecieron…
El «Viajero sin Puerto» va rápido, escorado levemente, contorneando el río lleno de curvas, abriéndose de repente en amplias bocas, cerrándose luego en estrechos canales.
—Recuerdo que el agua hacía gluglú junto al velero volcado.
Mestre Manuel imitaba el agua:
—…gluglú… Parecía como si estuviera tragándose algo…
—¿No gritó una mujer por su novio? ¿No gritaron pidiendo ayuda al ángel de la guarda de los ahogados? —preguntó el Gordo tembloroso.
—Todo estaba muerto cuando llegamos…
—Ni el ángel de la guarda se libró —rió Antonio Balduino.
—Los ahogados no tienen ángel de la guarda… La Madre-del-agua se lo lleva todo…
El Gordo se había inventado el detalle de la novia y del ángel, pero aseguró que lo había leído en los periódicos.
—Pero si aún no habías nacido…
—Pues sería otra vez…
El Gordo piensa que es una estrella nueva y grande la que brilla un poco atrás. Grita con la alegría del descubrimiento:
—Mirad qué estrella más nueva y más bonita… Es mía, es mía… —Tiene miedo de que alguien se la robe, se la quite, a él, que la descubrió.
Los otros miran. Mestre Manuel se burla:
—De estrella, nada. Aquello es el «Paquebote Volador» que se nos acerca… Estaba en Itaparica cuando pasamos. Viene ahí para hacer carreras, quiere tentarnos, a ver tú, como te portas —Mestre Manuel está hablando ahora con el «Viajero sin Puerto» y lo acaricia.
Mira a los compañeros:
—Corre el barco ese. Guma es bueno al timón… Pero a éste no hay quien le gane. Ya veréis…
El Gordo está triste porque perdió su estrella. Antonio Balduino pregunta:
—¿Cómo sabe que es el «Paquebote Volador», Manuel?
—Por la luz…
Pero la luz es igual a la luz de todas las linternas de todos los pataches, y si Antonio Balduino no piensa como el Gordo que es una estrella nueva es porque se mueve constantemente. Pero duda que sea el «Paquebote Volador». Puede ser cualquier otro de los rápidos veleros del puerto. Se queda esperando. El Gordo mira al cielo para ver si descubre otra estrella que sustituya a la que perdió. Pero las que brillan ya son todas conocidas y todas tienen dueño. El velero se aproxima. Mestre Manuel va lentamente, esperando.
Es el «Paquebote Volador». Guma grita:
—¿Echamos una carrera, Manuel?
—¿Cara a dónde vas?
—A Maragogipe…
—Yo voy para Cachoeira, pero pasaremos por Maragogipe… ¿Va uno de plata…?
—Va.
Antonio Balduino apuesta también. Guma se agarra al timón.
—Vamos.
Los veleros van enteramente escorados, y el «Paquebote Volador» gana distancia. Balduino advierte:
—Ojo, que tengo quince mil en juego, Manuel.
El maestre sonríe:
—¡Déjalo que corra…!
Grita hacia el fondo:
—¡María Clara!
La mujer, que duerme y sueña, despierta y aparece. Mestre Manuel hace la presentación:
—La patrona…
La sorpresa fue tan grande que no dijeron nada. Ella se queda también callada, y aunque fuera fea resultaría hermosa así, en pie en el velero, con la falda movida por el viento, los cabellos flotando. Un olor a mar se mezcla con el aroma de los abacaxís. Su nuca, sus labios —piensa Antonio Balduino— deben oler a mar, a agua salada. Y siente un deseo repentino. El Gordo piensa que ella es un ángel de la guarda y quiere rezarle una oración. Pero no es nada de esto. Es la mujer de Mestre Manuel. Éste le dice:
—Ando en carreras con Guma. Canta una canción…
La canción ayuda al viento y ayuda al mar. Son secretos que sólo sabe un viejo marinero, secretos que se aprenden en la convivencia con el mar.
—Voy a cantar la samba que cantaba el rapaz…
Todos están penetrados de ella. Nadie sabe si ella es bella o fea, pero todos la aman en este momento. Ella es la música que domina al mar. Está de pie, y su cabellera vuela abandonada al viento. Canta:
—«¿A dónde va ese camino, María…?»
El «Viajero sin Puerto» corre sobre el agua. Ya se ve de nuevo el «Paquebote Volador», que es un punto luminoso en la noche.
—«Las estrellas de tus ojos están en el cielo…»
Aquello blanco es la vela del «Paquebote Volador», que está más cerca.
—«El rumor de tu risa esta en el mar…
¿Adónde irán en esta loca carrera? ¿No darán contra un arrecife de piedras negras y acabarán durmiendo en el fondo del mar?
Mestre Manuel sigue al timón, con los ojos cerrados. Antonio Balduino se estremece gozando a la mujer que canta. Para el Gordo, es un ángel, y le reza.
—»Estás en la linterna del velero…
Pasan junto a la linterna del «Paquebote Volador». Guma echa una bolsa de monedas al «Viajero sin Puerto». Quince mil reis. Mestre Manuel mete cinco en el bolsillo y grita:
—Buen viaje, Guma… Buen viaje…
—Buen viaje… —la voz viene de atrás.
Antonio Balduino coge los diez mil que ha ganado:
—Cómprele un vestido, Manuel. Fue ella quien ganó…
—»Es largo el camino del mar, María…»
Antonio Balduino piensa dónde andará el blanco calvo que apareció aquel día en la macumba de Jubiabá. ¿Dónde estará, dónde estará el hombre que para Antonio Balduino es Pedro Malazarte, el aventurero? Que no olvide este viaje en el velero cuando escriba su historia, la historia del negro Balduino, valiente y pendenciero, que ama la libertad y el mar.
* * *
Mestre Manuel entregó el timón a Antonio Balduino ahora que el río es ancho y se fue con la mujer al fondo del velero. Están ocultos, tras la cámara. Pero se oye el rumor de sus cuerpos amándose. Llegan gemidos en voz baja, súplicas y besos. Llega una ola alta que cubre a los amantes. Ellos se ríen entre besos. Estarán mojados, ahora, y aún será más grato el amor.
Antonio Balduino imagina qué ocurriría si el velero fuera contra las rocas del río. Morirían todos, y los gritos y besos se extinguirían en el mar. El Gordo, que perdió una estrella y un ángel esta noche, dice:
—No debería haber hecho eso Mestre Manuel…
UN OLOR SUAVE A TABACO
¡Olor suave a tabaco! ¡Olor suave a tabaco! Invade las gruesas narices del Gordo, que se entumece. El velero estuvo en el puerto sólo los días de las ferias de las ciudades vecinas: Cachoeira y Sao Félix. Después partió para otros puertos pequeños: Maragogipe, Santo Amaro, Nazaré das Farinhas, Itaparica, llevando a Manuel y a la mujer que canta por la noche y huele a mar. Abrió las velas y partió en una mañana melancólica. Valía como una despedida.
Antonio Balduino y el Gordo se quedan en la ciudad vieja de Cachoeira, midiendo la amplitud de las calles en un forzado vagabundaje. Sentían la ciudad por el olor. Era aquel olor de tabaco que venía de la frontera ciudad de Sao Félix, de las fábricas blancas que ocupaban manzanas enteras y que eran gruesas como sus amos. Olor que atontaba, que hacía pensar en cosas distantes, que obligaba al Gordo a contar largas historias inventadas o repetidas. En las fábricas de cigarros no había trabajo. Sólo había allí mujeres pálidas y macilentas, mujeres de ojos grandes que fabricaban los puros caros de los banquetes ministeriales. Los hombres no tienen gracia, sus manos son demasiado grandes para aquel trabajo tan pesado y difícil.
En la tarde lluviosa del día de llegada, atravesaron en canoa el río Paraguaçu, que separaba a las dos ciudades. Al fondo, el puente enorme. El Gordo iba contando una historia, pues el Gordo había nacido para poeta y si supiera leer y escribir podría ganarse la vida escribiendo aleluyas e historias en verso. Pero el Gordo nunca había ido a la escuela y se contentaba con narrar con su voz sonora los casos, las viejas leyendas que había aprendido en la ciudad y las historias que inventaba cuando bebía. Si no fuera por su manía de meter ángeles en todas las historias, aún sería mejor. Pero el Gordo era muy religioso.
La canoa esquivaba las piedras. El río estaba seco, y hombres de calzones arremangados y torso desnudo pescaban su comida. El Gordo iba contando:
—Entonces Pedro Malazarte, que era un bicho que se las sabía todas, le dijo al hombre: —Es un rebaño enorme de cerdos, hay más de quinientos… ¡Qué quinientos! ¡Sabe Dios cuántos…! Hay más de mil… dos mil… tres mil… Hay tamos que hasta perdí la cuenta… —El hombre del caldero sólo veía los rabos enterrados en la arena. Era una inmensidad de rabos negros que movía el viento. Todo se movía, como si hubiera cerdos vivos de verdad enterrados en la arena. Y Pedro Malazarte fue diciendo: —Esos cerdos son mágicos… Cuando cagan sale dinero. Todo billetes de cinco mil reis… Cuando van creciendo salen billetes de diez; y hasta de más los echan cuando van viejos. Y lo cambio todo eso por su caldero…
—¿Y no desconfió el hombre? —interrumpió el de la lancha.
—Nada. El hombre estaba loco y sólo veía los cerdos. Fue pues y cambió el caldero por el rebaño. Pedro Malazarte avisó: —Déjelos enterrados hasta mañana. Mañana salen y empiezan a cagar billetes.— Y el hombre se quedó esperando que aparecieran los cerdos. Pasó la tarde, pasó la noche, pasó otro día y hasta hoy. El hombre está allá esperando… Si queréis ir a verle…
El remero reía. Antonio Balduino quería oír otra vez la aventura del caldero. Le gustaban las historias de Pedro Malazarte, pícaro que sabía engañar a los demás y vivía a lo grande. Lo imaginaba vivo, corriendo mundo, sabiendo cosas de todos los países, pues hasta había ido al cielo Pedro Malazarte a llevar dinero para el marido de la viuda rica que estaba pasando miseria en un hotel del paraíso. Y tenía casi la seguridad de que aquel blanco que apareció por la macumba de Jubiabá era Pedro Malazarte disfrazado. Aquel hombre había corrido también todo el mundo y lo había visto todo. ¿No iba a ser Pedro Malazarte?
—Para mí que aquel hombre calvorota que estuvo en la macumba del padre Jubiabá era Pedro Malazarte…
—¿Quién?— el Gordo no se acordaba.
—Aquel día que Oxalá se metió en María dos Reis…
—¡Ah, ya! Pero no era, no. Aquel blanco era un andarríos que escribía aventuras y versos. Yo sé su historia… Se escapó un día con un caballo alazán de la hacienda de su padre, que era criador de caballos, y corrió por todo el mundo con su caballo alazán escribiendo historias de los hombres más valientes que conoció y de las mujeres más malvadas que vio…
—Escribirá mi historia en versos…
—¿La tuya?
—El hombre más valiente que vio fue el negro Antonio Balduino. Yo soy macho contra cualquiera… El mismo me lo dijo…
El Gordo se quedó admirando a su amigo Antonio Balduino, que llevaba dos puñales bajo la chaqueta, uno a cada lado. La canoa varó en el fango de la orilla.
* * *
De las fábricas llega este olor que atonta. Los hombres que pescaban están recogiéndose y se llevan los peces para la magra comida. De las fábricas sale al mismo tiempo un pitido fino, prolongado. Es el fin de la jornada. Antonio Balduino fue a buscar mujer, una mulata a quien amar, entre las operarlas de las fábricas. Y se quedó en la esquina, riendo las historias del Gordo, esperando el paso de las mujeres.
Pero salían tristes y cansadas. Atontadas por aquel olor dulce de tabaco, que ya las ha impregnado, que está en sus manos, en sus vestidos, en sus cuerpos, en sus sexos. Salen sin alegría y son muchas; es una legión de mujeres que parecen todas enfermas. Algunas fuman puros carísimos. Casi todas mastican tabaco. Un hombre rubio habla con una mulatita que aún no perdió el color en las fábricas. Ella ríe y él murmura:
—Te mejoro las condiciones…
Antonio Balduino le dice al Gordo:
—Aquella es la única que vale algo… Pero ya está con el gerente…
Las mujeres pasan silenciosas como si estuvieran borrachas por el olor a tabaco; entran por las calles estrechas y se meten por los callejones sin luz de la ciudad. Van tristes, hablando en voz baja, aún con miedo de las multas por las charlas en la fábrica. Pasa una, encinta, con el vientre saliente. Se le acerca un hombre con unos peces en la mano y le da un beso. Ahora siguen del brazo, y ella cuenta que le han puesto una multa porque paró en un momento en que la barriga le pesaba y dolía. De repente dice:
—Y los días que voy a perder cuando tenga el chiquillo… ¡Cuántos días…!
Su voz es trágica y angustiada. El hombre bajó la cabeza y apretó las manos. Antonio Balduino oyó y escupió.
El Gordo tiembla. Pasan las mujeres de las fábricas de cigarros. Se ven los enormes carteles. Y en una taberna, un anuncio «Los mejores puros del mundo… Para banquetes, comidas, cenas.» Van tan tristes que nadie diría que vuelven al hogar, con el marido, los hijos. El Gordo dice:
—Parece un entierro.
La mulatita guapa se va con el alemán. La mujer encinta llora en el brazo del marido.
* * *
En el hotel de Cachoeira, que es cómodo e incluso suntuoso, mozos alemanes beben whisky y piden comidas especiales. De Bahía llegan mujeres para dormir con esos mozos rubios y simpáticos. Son los hijos de los dueños de aquellas fábricas de donde salían las obreras. Mientras beben, hablan de la salvación de Alemania por el hitlerismo en la próxima guerra mundial, en la que ellos vencerán. Y cuando el alcohol se les sube a la cabeza cantan himnos guerreros. Una chiquilla interrumpe la cena y dice:
—Una limosna. Mi madre se está muriendo…
* * *
Pero la luna llena, que salió de entre los cerros, está ya sobre el río. Los alemanes no la ven. A la orilla del río, los maridos de las obreras cantan mientras las mujeres presentan sus hijos a la luna.
«Bendición bonita luna.
Toma el pequeñito para ti
y ayúdame a criarlo…»
A la caída de la tarde lluviosa el lanchero se acercó a Balduino y el Gordo:
—Y vosotros, camaradas ¿no vais a comer?
—Sí, ya iremos…
—Si queréis venir a casa… Es comida de pobre… Sólo hay pescado, pero se come; y os lo ofrezco de todo corazón…
Se volvió hacia el Gordo:
—Tú cuentas unos casos, para que los oiga mi vieja. Está al llegar de la fábrica… Tengo cinco pequeñas y dos chiquillos…
Sonríe esperando la respuesta. Entran por un callejón que va a dar en una calle enfangada que recuerda a Antonio Balduino el Morro do Capa Negro.
Dentro de las casas brilla la luz de los candiles. Ante las puertas juegan los chiquillos haciendo muñecas y bueyes con el barro negro.
—Aquí es —dice el lanchero.
Las paredes están sucias de humo. Un cuadro con el Señor de Bonfim, una guitarra colgada. Un niño duerme tendido en una cama de tablas. Tendrá tres meses cuanto más. Se despertó con el beso del hombre y le tendió sus manilas riéndose con la boquita negra. Otro que apenas anda se agarra a las faldas de la madre. Ya está otra vez encinta mientras los otros aún juegan a hacer muñecos de barro allá afuera.
El lanchero hace las presentaciones:
—Dos amigos. Este —apunta al Gordo— sabe contar historias formidables… Ya verás…
La mujer masca tabaco. Tiene los labios descoloridos y la cara amarilla de quien sufre la enfermedad. Coge los peces que le da el hombre y los entra en la cocina. Oyen su voz llamando a los hijos.
Antonio Balduino coge la guitarra. El Gordo pregunta:
—¿Es difícil la vida aquí?
—Es difícil el trabajo… Aquí sólo tienen trabajo las mujeres. Los hombres, a pescar o sacando unos cobres con la lancha.
—¿Y ganan mucho ellas?
—¡Qué va! Y luego hay las multas, las faltas por cosas de los chiquillos, las enfermedades. Y luego se hacen viejas, se acaban. Se pasa mal aquí, hermano…
—Es triste…
—¿Triste? —el hombre ríe—. Hay gente que pasa un hambre de perro… Cuando una mujer sale de una fábrica no encuentra empleo en otra. Ellos tienen sus arreglos… Y no todos los días se encuentran peces, no…
Un muchacho negro está en la puerta, silencioso. Aprueba con la cabeza. El Gordo se siente culpable por haber iniciado aquella conversación triste.
—Pero Dios va dando…
—Enfermedades, es lo que da. Mi mujer tiene ahí esa estampa, pero yo ya no creo en nada… Pasé demasiada hambre. Una noche no tenía ni comida para el más pequeño, que era aquélla —y señala a una mulatita de cinco años—. Dios se olvidó de los pobres…
Apareció la mujer en la puerta y escupió un salivazo:
—No digas herejías, hombre. Dios te castigará…
Habla el muchacho de la puerta:
—Realmente yo tampoco creo. Sólo de boca afuera. El alemán más joven anda encima de Mariinha… Dice que le va a subir el sueldo…
El Gordo reza en voz baja. Pide a Dios que no permita que el alemán desgracie a Mariinha, y que haga que no falte la comida en la mesa del barquero. Antonio Balduino sabe que el Gordo está rezando y piensa que es inútil. Dice:
—Puede ser herejía. Pero si por mí fuera, no iba a quedar un blanco… Los mataba a todos. Y sin pena…
El pescado está en la mesa.
El muchacho negro desapareció y meses después fue condenado a treinta años por matar al alemán que dejó a Mariinha con un hijo y sin empleo. La comida es poca para tantas bocas, y los pequeños piden más. La luz bermeja del candil da unas sombras enormes.
El Gordo contó la historia del caldero de Pedro Malaxarte, y los chiquillos se durmieron. Uno llevaba aún apretado en su manila el muñeco de barro, con un brazo roto. Y en su sueño el muñeco negro de barro era una muñeca rubia de porcelana, que decía «mamá» y cerraba los ojos para dormir. Salieron a dar una vuelta por la orilla del río. Los hombres cantan a la luz de la luna. Por la amurada andan dos mujeres de vestidos remendados. El río pasa y desaparece bajo el puente.
El Gordo canta la «Cantiga do Vilela» que Antonio Balduino acompaña a la guitarra. Los hombres están todos atentos a la lucha del bandido Vilela con el «alférez negrero». Es un cantar heroico. El alférez fue un héroe; Vilela lo fue aún más:
«El alférez era valiente
y por valiente se ahorcó.
Más valiente que Vilela
que murió, fue santo y se salvó…»
—Es bonito —dice uno.
—Nunca oí que un bandido acabara santo —dice una mujercita flaca.
—Muchos bandidos hay que merecerían ser santos —explica un hombre que sigue el ritmo con los dedos en la baranda del muelle—. ¿Sabéis de alguno que haya robado a un pobre? Los bandidos son pobres como nosotros… A mí me gustan los bandidos…
—¡Que el diablo me lleve! ¿Es que no viste lo que hicieron con el coronel Anastasio…? Le dejaron sin orejas… sin nariz… hasta sus partes le arrancaron… Quedó como un bicho. Dios me perdone…
Ríen recordando cómo quedó el hombre. Pero el que sigue el ritmo en la baranda del muelle, dice:
—¿Pero tú no te acuerdas de lo que hizo el Anastasio con las hijas de Simao…? Eran cuatro y no dejó ni una… A todas las tumbó. Y el viejo se volvió loco. Y si tuviera más, más le hubiera desgraciado el Anastasio… Pero aún hay bandidos que vengan a la gente…
Se volvió hacia el Gordo:
—Canta otra, camarada…
Pero fue Antonio Balduino quien se puso a cantar sambas y modinhas, que pusieron tristes a las mujeres. Las campanas de la iglesia dieron las nueve.
—¿Vamos a bailar a casa de Fabricio? —invita un negro fuerte.
Van en grupo. Otros se dirigen hacia sus casas o se quedan todavía en el muro, contemplando el río, la luna, el puente. Es su cine.
* * *
Fabricio recibe a los recién llegados con un vaso de aguardiente:
—¿Quién quiere matar el hambre?
Todos quieren, y el vaso pasa de mano en mano. Un vaso grande, que Fabricio llena muy concienzudamente.
El barquero presenta a Antonio Balduino y al Gordo:
—Dos amigos…
—Que vayan entrando… La casa es de los amigos —y distribuye grandes abrazos.
Fueron entrando. Un mulato de bigotito tocaba el acordeón. Las parejas volteaban por la sala. Antonio Balduino sintió el olor característico. Hasta allí, en aquel barrio distante, dominaba el olor dulzón de tabaco. Rondaban las parejas, el hombre del acordeón se levantaba y se inclinaba al terminar la pieza. Se animaba tocando y bailaba mientras le daba al instrumento rozando a las parejas que pasaban al alcance de su mano.
Cuando cesó la música, el lanchero gritó:
—Este toca la guitarra como un santo… Y este gordo es un sabio contando historias…
Antonio Balduino le dijo al Gordo:
—No sé por qué, pero me parece que voy a encontrar mujer aquí…
Se fue adentro a beber aguardiente con el amo de la casa, y cuando volvió, ante la insistencia de las negras, se puso a tocar sus mejores sambas, y el Gordo las cantó. El del acordeón estaba dolido, pero no decía nada. Cuando Antonio Balduino acabó, le dijo:
—¿Vamos a echar un trago, amigo? Tocas bien, la verdad…
—Araño el guitarrón… Nada más… Tú, tú sí que eres un as…
Le señaló a unas mujeres:
—Aquella está bien… Mira, ahí está mi mulata. Tiene una amiga… ¿Por qué no bailas con ella?
El hombre volvió a tocar el acordeón. Ahora bailaban todos. Los pies batían el suelo, la gente se movía, ombligo contra ombligo, las cabezas rozándose, todos borrachos, unos de aguardiente, otros de música. Se oía el batir de manos con que algunos seguían el ritmo. Los cuerpos se unían por la cintura y luego se soltaban, giraban solos, y volvían a encontrarse, vientre contra vientre, sexo con sexo.
—¡Ah, mi amor!
Continuaba el ritmo. Los de los instrumentos mezclados con los bailarines. La sala parecía sacudida, cabeza abajo, de lado. De repente volvía a su posición normal. Luego ya no, y era como si todos anduvieran danzando por el techo. Los candiles aún parecían girar más veloces. Danzaban las sombras en los muros, sombras gigantescas, espantosas. Había desaparecido el suelo. Los pies ya no lo notaban. Sólo se sentían los cuerpos al rozarse y de cada uno surgía una chispa de deseo. Las mujeres parecían desarticuladas, blandas, quebraban el cuerpo sacudido por el ritmo, las caderas parecían aumentar, las nalgas se movían solas, como si tuvieran vida propia, vida aparte del cuerpo. Bailaban los hombres, las mujeres, las sombras, las llamas de los candiles. Había desaparecido la sala, había desaparecido la luz; ya no se veía nada. Sólo quedaba el batir de las pahuas, el olor dulzón de tabaco, y los ombligos que se encontraban. Desapareció también el deseo. Desapareció todo. Ahora todo era pura danza.
* * *
Antonio Balduino escribió un nombre en la arena del río: Regina. La mujer que estaba a su lado, tumbada de cansancio de amor, sonrió satisfecha y besó al negro. Pero vino una ola pequeña y borró su nombre, que había sido escrito con la punta del puñal. Antonio Balduino soltó su carcajada y todo se estremeció. La mujer se puso a llorar.
LA MANO
El campo de tabaco se extendía por el morro y parecía no tener fin. Primero era aquella planicie que luego subía por el morro y se convertía después en un campo verde inacabable, de plantas bajas de amplia hoja.
El viento balanceaba las hojas y si no fuera por el saquillo protector extendería las semillas de tabaco en una plantación inútil.
Las dos mujeres que avanzaban curvadas, cogiendo las hojas con gesto cansado, levantaron el cuerpo y se agitaron. Habían sido las últimas en dejar el trabajo, y una de ellas era vieja y arrugada, mientras la otra, que fumaba un cigarro de cincuenta reis, era un mujerón, grande y fuerte. Los hombres ya iban adelante y parecían todos jorobados. Llevaban montañas de hojas que colgaban de la fachada de sus casas, resguardadas del fuerte sol y de la lluvia. Las hojas que ya estaban secas dejaban su lugar a las hojas recién llegadas, que formaban una cortina ante las casas de los trabajadores.
Había cuatro casas en bloque, formando un cuadro en el centro del cual se reunían los hombres para conversar y tocar la guitarra. La mujer vieja entró en una de las casas donde el compañero cuidaba de las habichuelas que hervían al fuego. La muchacha se quedó charlando un momento con los hombres que estaban en el «terreiro», como ellos llamaban al patio que formaban las casas.
El Gordo hablaba, añorando a su abuela:
—Se quedó sólita, con Dios, la pobre… ¿Quién le dará ahora de comer?
—Déjala, que no morirá de hambre…
—No decía eso… —el Gordo perdía el hilo.
—Yo digo…
La mujer puso las manos en las caderas para oír más cómoda:
—¿Qué le pasa?
—¿No sabes? Está vieja, acabada… Sólo come cuando se le da a la boca…
La mujer se echó a reír. Los hombres empezaron a decir pillerías:
—Me parece que lo que tu tienes es una mulatita… Eso de andarle dándole la comida a la boca… ¿Es guapa?
—Juro que es mi abuela… Lo juro… Y no tiene dientes. Está medio lisiada.
Los otros hombres iban llegando. Antonio Balduino se tumbó en el patio, con el vientre desnudo en alto.
—Estoy cansado…
—¿No es verdad que es mi abuela? ¿Que no come si no se lo doy a la boca? —le preguntó el Gordo.
Los hombres reían. La joven cortó:
—Oye, Gordo, ¿no será que tu moza es tan vieja que le llamas abuela?
Se oyeron carcajadas que aumentaron la confusión del Gordo:
—Lo juro… Lo juro… —besaba sus dedos en cruz.
—Dile que venga, Gordo. Yo le daré la comidita a la boca. Me caso con ella…
—Es mi abuela; lo juro…
—Es igual… Vieja también sirve…
Antonio Balduino alzó la mano:
—Estoy pensando —y se tocaba la cabeza— que todos vosotros sois un hatajo de burros… El Gordo tiene una abuela, es verdad… Y, además, tiene un ángel de la guarda… El Gordo tiene cosas que nadie tiene… El Gordo es bueno, y vosotros no lo comprendéis…
El Gordo se desconcertó. Los hombres callaron y la moza miraba ahora sorprendida.
—El Gordo es bueno, pero vosotros sois un hatajo de burros… El Gordo…
Se quedó mirando las plantaciones de tabaco que se perdían en la lejanía.
Ricardo murmuró:
—Hasta vieja me sirve…
La moza, ames de entrar en casa, le dijo al Gordo:
—Reza por mí. Rezarás, ¿verdad? Reza al ángel para que Antonio junte dinero y podamos irnos al cacao —miró las hojas de tabaco—. Allá se hace dinero…
Ricardo dijo:
—Está mal el trabajo este año. La zafra es grande y Zequinha no quiere más gente. No sé ni cómo os cogió a vosotros…
—Andábamos casi muertos de hambre por Cachoeira… Por eso vinimos…
—Para ganar unos céntimos…
Un burro entró en el patio. Antonio Balduino se dirigió al viejo que llegaba de la casa, comiendo:
—Saluda a tu padre, viejo, que anda buscándote…
—¿Y tú no le pides la bendición a tu abuelo? Mira que conocía a tu madre…
Se echaron a reír. Antonio Balduino bajó la voz:
—Déjese, que la sinhá Totonha…
—Métete con ella y verás… Antonio, métete… Ella no da palos al viento…
—Lo que yo sé es que llevo dos meses sin mujer y estoy seco…
El viejo se echó a reír. Ricardo miró con rabia:
—¡Tú te ríes porque estás casado…! Tienes mujer… Será un pendejo, pero es una mujer… Y yo hace un año que no veo una yegua en la cama…
—No, hombre. No me río de eso. Cuando vine por esta tierra a coger tabaco ya era así. No había mujeres. Las pasé negras. Hasta que cogí a Celeste, que vivía ahí, casi una niña… Hoy es un trasto, pero entonces tentaba a cualquiera… Los negros le andaban dando vueltas como los buitres a la carroña… Pero todos tenían miedo del viejo Joao, que era feroz. Había dicho que negro que se acercara a su hija era negro muerto. Pero yo llevaba dos años sin mujer. Me dije que morir era una tontada, que la gente sólo muere cuando le llega la hora. Una noche andaba un poquito cargado y llamé a Celeste para charlar un poquito. El viejo estaba en casa limpiando el revólver. Aún habló conmigo, sonriendo… Yo no tenía miedo, pero entonces sí lo tuve. Pero ya venía Celeste y no pude más. Allí mismo, entre unas matas, la tumbé.
Los hombres escuchaban con los ojos bajos. Antonio Balduino hacía dibujos en el suelo con el puñal. Ricardo palmeaba impaciente. El viejo siguió:
—Hacía dos años que estaba sin mujer… Ella quedó con todo el vestido roto… Yo salí monte arriba, esperando que el viejo viniera tras de mí, a matarme.
—¿Y luego?
—Bueno… Al día siguiente cogí valor y fui a hablarle al viejo. Estaba limpiando el revólver y cuando me vio empujó a la chica al lado. Yo sabía que me mataba, pero quería volver con Celeste… Me puse a hablar. Le dije que quería casarme con la chica, que era un hombre bueno y trabajador. El viejo se mordió los labios y pensé que me había llagado la hora. Pero no hizo nada, sólo dijo: «Tenía que ocurrir… Aquí la tienes. Un hombre precisa de mujer. Llévatela, pero cásate con ella.» Me quedé sin creer lo que oía. El viejo dijo aún: «Me ha gustado que vinieras así, como un hombre.» Después llamó a Celeste y le dijo que se viniera conmigo. Se quedó limpiando el revólver. Pero cuando salimos, le caían las lágrimas…
Los hombres se quedaron callados. El viento balanceaba los colgajos de tabaco; las hojas largas parecían sexos extraños de mujer. Ricardo tragó saliva y dijo:
—No sé cómo podemos trabajar así, sin mujeres… Aquí sólo hay esas dos casadas…
—¿Y la hija de sinhá Laura?
—Me casaba con ella, si me quisiera… —dijo Ricardo.
Antonio Balduino hincó el puñal en el suelo. Un negro alto dijo:
—Un día le meto mano a los pechos, quiera o no quiera.
—¡Pero si apenas tiene doce años! —se espantó el Gordo.
* * *
Los montes, atrás, cubiertos de neblina. La vía pasaba lejos. De vez en cuando pitaba un tren con mujeres que decían adiós por las ventanillas. Por la carretera pasaban hombres que llevaban sacos de fruta a las ferias, burros cargados, bueyes para vender en la Feira de Santana. Otros cargaban sacos enormes con sus manos encallecidas, o arrastraban los burros y los bueyes. Pasaban boyadas enormes; los hombres cantaban tristemente:
—¡Ohoooooooo bueyyyy!
Y las manos se bajaban al suelo, manos grandes y encallecidas que cogían las hojas de tabaco. Las manos se bajaban y se alzaban con un cierto ritmo siempre igual. Parecían gentes rezando. Y aquel trabajo daba un horrible dolor de riñones, un dolor penetrante y prolongado que quedaba dentro por la noche, insistente. Zequinha pasaba mirando a los obreros, dando órdenes, abroncando. Se juntaban montes de hojas de tabaco, y cuando llegaba la tarde las manos de los hombres habían ganado unas monedas que no veían porque ya debían al patrón cantidades desconocidas.
Con las manos encallecidas decían su adiós a los trenes que pasaban.
* * *
En la casa de adobes vivían cuatro: Ricardo el negro, Filomeno, Antonio Balduino y el Gordo. Filomeno sólo hablaba de tiros y de muertes, eso cuando hablaba, porque generalmente estaba callado, escuchando. Ricardo dormía sobre unas tablas, y encima, clavado, tenía el retrato de una actriz de cine, toda desnuda, apenas con un taparrabos cubriéndole el sexo. Había clavado el retrato en la pared con mucho cuidado. Se lo había dado el hijo del patrón, hacía tres años, cuando vino a la hacienda. Y colocaba el candil de tal manera que la luz daba encima de la actriz, que parecía desnuda como una tentación. El Gordo tenía un santo encima de su camastro. Lo había comprado por quinientos reis en la fiesta de Bonfim. Antonio Balduino ponía al pie de sus tablas el amuleto que le había dado Jubiabá y los puñales que llevaba al cinto. El negro Filomeno no tenía nada.
Llegaban al patio después de comer, y no tenían ni cine, ni teatro, ni cabarets. Tocaban la guitarra y cantaban. Las manos desolladas de los negros sacaban de las cuerdas sonidos que llenaban de alegría y de tristeza a los campesinos de las plantaciones de tabaco. Cantaban canciones tristes, sambas alegres, y Roberto era especial en las canciones de desafío. Sus manos corrían por las cuerdas de la guitarra y ya no eran aquellas manos callosas del azadón y de la tierra. Eran manos de artista, rápidas y seguras, que llevaban al corazón de los hombres historias de amores y de lucha. Las manos que antes daban al mango de la herramienta, daban ahora la alegría a aquella tierra sin mujeres. Las guitarras punteaban en la noche, y aquel era su cine, su teatro, su cabaret. Las manos rápidas corrían por las cuerdas y la música se difundía entre las plantas de tabaco que, a la luz de la luna, presentaban aspectos extraños.
* * *
Cuando bajaba el silencio sobre todo, cuando no se oía más que el son de las guitarras y los hombres ya estaban tendidos en sus camastros, apagado el candil, Ricardo miraba el retrato de la actriz con su taparrabos cubriéndole el sexo. La miraba fijamente porque ella se movía. Pero ahora está vestida y ya no están en las plantaciones de tabaco. Están en una gran ciudad, en una ciudad que Ricardo nunca vio, ciudad iluminada, llena de automóviles y de avenidas, mayor que Cachoeira y Sao Félix reunidas. Debe de ser Bahía, tal vez Río de Janeiro. Pasan mujeres rubias, mujeres morenas y todas sonríen a Ricardo, que va elegante, vestido con traje nuevo, zapatos marrón como los que vio en una tienda de Feira de Santana. Las mujeres ríen y todas lo desean, pero él está con la actriz que conoció en un teatro y que se cuelga de su brazo rozándole el pecho con los senos. Ahora van a cenar a un restorán elegante, de mujeres escotadas, y beben vinos caros. Él ya la besó varias veces y la mujer sin duda lo ama, pues consiente que él le acaricie los senos y le levante, por debajo de la mesa, el vestido de seda. Pero ahora ella está de nuevo en la estampa, con el taparrabos sobre el sexo, porque su camastro cruje y Antonio Balduino se movió en su cama de tablas al otro lado del cuarto. Ricardo espera rabioso a que todo quede de nuevo en calma. Se sube la sábana destrozada hasta el mentón. Vuelve con la mujer al restorán. Luego toma un automóvil y se van a un cuarto donde hay cama y perfumes. Él la desnuda lentamente, gozando de sus encantos uno a uno. Poco le importa ahora que el camastro rechine y que Antonio Balduino se mueva. No, no es su mano callosa la que está sobre su sexo. Es el sexo de la actriz, que ya no lleva el vestido de seda y que ama a Ricardo, obrero de las plantaciones de tabaco. Despierte quien quiera, porque él no hace nada malo: está amando a una bella mujer, de senos duros y vientre redondo. Su mano es la mujer.
La actriz volvió al cuadro, con el sexo tapado con el taparrabos. En la carretera brilla la luz de una bombilla que ilumina las plantaciones de tabaco. Ricardo deja caer la cabeza sobre las tablas del camastro y se duerme.
* * *
Un domingo, Ricardo dijo que iba a pescar al río. Había comprado un cartucho y esperaba matar con él muchos peces. Invitó a los tres. Sólo el Gordo se decidió a ir. Durante todo el camino fueron hablando. A la orilla del río se quitó la camisa. El Gordo se tumbó en el ribazo. Allá atrás se extendían las plantaciones de tabaco. Pasó un tren. Ricardo preparó el cartucho y encendió la mecha. Sonreía. Alargó la mano, pero antes de que pudiera tirar el cartucho, le estalló llevándosele las manos y los brazos y encharcando el río de sangre. Ricardo miró los muñones de sus dos brazos y era como si se hubiera suicidado.
EL VELATORIO
Arminda, la hija de sinhá Laura, que al terminar el trabajo corría por los campos su niñez de doce años, ya no corre y trabaja con el rostro angustiado. Y hasta una vez le pidió permiso a Zequinha para irse a casa. Y es que desde hace una semana sinhá Laura está tendida en la cama, hinchada, con una enfermedad desconocida. Antes Arminda era alegre y se bañaba en el río, nadando como un pez, excitando a los hombres con el espectáculo de su cuerpo joven. Ahora trabaja, porque si no trabajara se moriría de hambre.
El martes ni siquiera al trabajo fue. Totonha, que venía de la casa de la enferma, avisó:
—La vieja estiró la pata…
Los hombres pararon el trabajo por un minuto. Uno dijo:
—Ya era vieja…
—Estaba hinchada como un buey… Daba miedo…
—¡Qué enfermedad más rara!
—Para mí que fue un espíritu ruin…
Zequinha se acercó. Los hombres se inclinaron de nuevo sobre las hojas de tabaco. Totonha habló con él y después avisó:
—Me voy con la chiquilla. Me quedaré de noche con ella…
El negro Filomeno cuchicheó hacia Antonio Balduino:
—¡Quién fuera ella! Solo con la chica iba a ser la juerga…
El Gordo bebió un trago de aguardiente porque le daban mucho miedo los muertos. A la hora de la comida se quedaron recordando historias de muertos conocidos, contando casos de enfermedades y muertes. El negro Filomeno no hablaba. Un plan le rondaba en la cabeza. Pensaba en Arminda, en la frescura de su carne joven.
Las luces parecían andar. Las luces vacilantes se acercaban a la casa de adobes. No se veía gente. Sólo aquellas luces rojizas que brujuleaban y cambiaban de lugar como un alma en pena. En la puerta, Totonha recibía a las visitas que venían a velar a la muerta. Y distribuía abrazos y recibía pésames como si fuera pariente de la sinhá Laura. Tenía los ojos húmedos y contaba los sufrimientos de la difunta.
—Pobrecilla. Gritaba tanto… también fue mala suerte esta enfermedad…
—Fue algún espíritu, seguro…
—Empezó a hinchar, se quedó con la barriga así…
—Ahora descansó…
La mujer se santiguó. El negro Filomeno preguntó.
—¿Y Arminda?
—Está allá dentro, llorando… Pobrecita, se quedó sin nadie en el mundo.
Ofreció una ronda de aguardiente y todos bebieron.
En el cuarto se alineaban los invitados en dos bancos. Algunos hombres y mujeres, de pie, descalzos y con las cabezas descubiertas, velaban a la muerta. Al otro lado de la sala, en una silla vieja, Arminda lloraba con su llanto sin lágrimas, intercalando sollozos. Se tapaba los ojos con un pañuelo rojo. Los recién llegados se acercaron y le dieron la mano sin que ella se moviera. No decían palabra.
Y en medio de la sala, tendido en una mesa que servía normalmente a un tiempo de mesa y cama, estaba el cadáver, hinchado, como si fuera a estallar. Una manta de algodón, de grandes flores amarillas y verdes, cubría el cuerpo dejando fuera el rostro arrugado con la boca torcida y los pies enormes y achatados de dedos abiertos. Los hombres miraban el rostro de la muerta y las mujeres se santiguaban al entrar. Había una vela junto a la cabeza de la difunta y la luz caía sobre el rostro yerto, aún torcido en una expresión de sufrimiento. Y aquellos ojos parados parecían mirar fijamente a los hombres y a las mujeres que estaban ahora sentados en los bancos y cuchicheaban. Una botella de aguardiente pasaba de mano en mano. Bebían a gollete en grandes tragos. Dos hombres salieron afuera a fumar un pitillo. Zequinha le pasó la mano a Arminda por la cabeza. Y entonces empezaron las oraciones, dirigidas por el Gordo:
«Señor, recibe a esta alma.»
Los presentes respondían a coro:
«Recemos por ella…»
La botella de aguardiente pasaba por el corro. Bebían a gollete. La vela brillaba sobre el rostro de la muerta, que cada vez se hinchaba más. El coro formaba como un lamento:
«Recemos por ella…»
Antonio Balduino levantó los ojos y miró a Arminda. Ella lloraba al otro lado de la sala, pero el rostro hinchado de la muerta le impedía verla bien.
También el negro Filomeno miraba para la huérfana. Antonio Balduino bien ve que los ojos del negro están posados en los senos de Arminda que suben y bajan con los sollozos. Y Antonio Balduino siente que la ira se apodera de él:
—Negro miserable. Ni siquiera respeta a los muertos…
Pero también él mira los senos que se mueven por bajo del vestido. De repente, el negro Filomeno desvía la mirada y la pasea por las gentes que están en la sala. ¿De qué tendrá miedo el negro Filomeno?, piensa Antonio Balduino. Y mira casi risueño el escote del vestido de Arminda. La luz de la bujía le cae en el comienzo de los senos. Y quiere entrar… Sí, la luz del candil quiere entrar por los senos de Arminda como una mano. Antonio Balduino sigue la escena con ojos brillantes. Al fin parece que la luz consiguió entrar por el escote. Ahora le está acariciando los senos, que suben y bajan. Antonio Balduino sonríe y casi murmura:
—Al fin lo consiguió…
Pero también él ahora retira la mirada y se estremece. ¿No ha clavado la muerta en él los ojos con expresión de odio? Antonio Balduino mira al suelo, sus manos gruesas, pero siente que la mirada rabiosa de la muerta lo acompaña. Piensa:
«¿Por qué este diablo de vieja no se cuida de Filomeno, que quiere tumbarle la chiquilla?»
Recuerda que también él tiene malas intenciones, y huye de la mirada de la vieja. Mira para el Gordo, cuya boca se abre y cierra cantando los rezos de difuntos.
Quiere imaginarse una mosca entrando en la boca del Gordo. Pero la muerta está mirando para él y Filomeno sigue con los ojos clavados en los senos de Arminda.
—Diablo de vieja, que aún anda vigilando a la hija… ¡Pero si está muerta…!
—¿Qué? —dice el vecino.
—No dije nada…
El Gordo está cantando. Antonio Balduino repite con todo el mundo:
«Recemos por ella…»
Aquella mosca va a acabar entrándole por la boca al Gordo. Ya estaba a punto y el Gordo cerró la boca. Ya vuelve. Se posó en la nariz. Está esperando que el Gordo abra otra vez la boca. Ahora. Pero la mosca alzó el vuelo y fue a posarse en Arminda, al otro lado. El negro Filomeno se movió en la silla. Antonio Balduino se queda imaginando cómo serán los senos de Arminda fuera del vestido. Forman como una bola bajo la ropa. La mosca está posada en uno de ellos, en el izquierdo exactamente. Ella no lleva sostén. Se ve bien claro. Sus senos serán duros… ¿Por qué llora?, piensa Antonio Balduino… Tiene los ojos grandes, grandes pestañas. Con el sollozo se agitó su pecho y casi se le salta del vestido. Escapó la mosca. Se posó en la cara de la muerta. ¡Qué hinchada está! Casi no cabe en la mesa. Tiene la cara enorme, la piel verdosa y los ojos desencajados. ¿Pero por qué mira a Antonio Balduino? ¿Es que está haciendo algo malo? Ni siquiera mira a Arminda. El negro Filomeno sí que no le quita el ojo de encima. Entonces, ¿por qué la muerta no le deja en paz? ¿Por qué no mira hacia otro lado? ¡Qué hinchada está! La mosca se le posó en la nariz. ¿Serán gotas de sudor lo que brilla en el rostro de la muerta? Naturalmente, quiere que le recen. Antonio Balduino, en vez de rezar con los otros está espiándole la hija. Y el negro hace coro:
«Recemos por ella…»
Fue curioso. Lo dijo tan alto que asustó a Filomeno, que repitió tarde y mal:
«Recemos por ella…»
Lo hicieron mal. El Gordo ya andaba rezando otra cosa. Pasa la botella de aguardiente. Antonio Balduino toma un trago grande e intenta de nuevo mirar a Arminda. Pero la muerta está atenta y ahora sus ojos se abren tanto que cuando Balduino mira ya sólo ve la mitad del rostro de Arminda. Ve bien, muy bien incluso, los ojos de la muerta, que lo miran con odio. ¿Será que adivinó que él va a pedirle agua a Arminda sólo para que ella vaya con él al cuarto y allí poder agarrarla? Los muertos lo saben todo. Seguro que lo notó y ya no le quita ojo de encima. Antonio Balduino ve el rostro horrible de la vieja. Nadie tiene un rostro como aquel. El rostro de Arminda es agradable. Incluso cuando llora, como ahora, su rostro parece risueño. El rostro de la muerta está verde y lleno de gotas de sudor. Pegajoso. Antonio Balduino se frota las manos queriendo librarse de la visión. Mira al techo. Pero nota que los ojos de la muerta están fijos en él. Se quedó durante mucho rato con la vista clavada en las vigas y en las tejas negras. Luego bajó los ojos y miró los senos de Arminda. Sonrió satisfecho: engañó a la muerta. Pero fue peor, mucho peor: ella se quedó con la boca torcida de rabia y desencajó aún más los ojos. Tiene una mosca posada en la boca. Parece una colilla, negra, de saliva. Antonio Balduino intenta acompañar las oraciones. Y cuando piensa que la muerta ya no le mira, abre la boca para pedirle agua a Arminda. Pero allí están los ojos de la muerta, bien puestos encima de los suyos, con aire de desafío. Reza de nuevo. Bebe aguardiente. ¿Cuántas veces habrá puesto ya sus labios en el cuello de la botella? Se acaba ya. ¿Cuántas habrá aún por abrir? Un velatorio pide mucho aguardiente… Y ahora que la muerta no mira, Antonio Balduino se levanta lentamente, da la vuelta a la mesa donde está el cadáver, toca en el hombro a Arminda:
—Dame un sorbo de agua.
Ella se levanta. Van al patio. Allá, al fondo, hay una tina de agua y un cazo. Arminda se inclinó para llenar el cazo y por el escote del vestido Antonio Balduino le ve los senos. Entonces coge por los brazos a la chiquilla y le da la vuelta hasta que queda frente a él, mirándolo espantada. Pero él no ve nada, a no ser aquella boca y aquellos senos que están ante él. Va a cerrar el brazo y su boca se lanza hacia la boca de Arminda, que aún no comprende, cuando los ojos de la muerta llegan y se colocan entre los dos. La vieja Laura dejó su sitio encima de la mesa y se metió entre ellos. Cuida de la hija. Los muertos lo saben todo, y ella sabía lo que Antonio Balduino quería hacer. Está allí, entre los dos, mirando al negro. Antonio Balduino suelta a Arminda, se lleva las manos a los ojos. Tira el cazo con el agua y vuelve a la sala como un ciego. La muerta aún se hinchó más sobre la mesa.
El negro Filomeno ríe como quien comprendió la idea de Antonio Balduino al pedir agua. Va a hacer lo mismo. Seguro. Qué animal —piensa Balduino—, cree que va a llevársela. Cuando llegue allá a cogerla, se encontrará con los ojos de la muerta clavados en él. La muerta lo sabe todo. Lo adivina todo… Pero los ojos de la muerta no acompañan ahora a Filomeno. ¿Va a permitir que ese negro inmundo toque el cuerpo de Arminda? Se levantó y pidió agua a Arminda, y la muerta no hizo nada. Antonio Balduino murmura para el rostro impasible:
—¡Venga! ¿No ves lo que está pasando? ¿Es que no lo ves? ¿No ves lo que va a hacer ese negrazo?
Pero la muerta no hace caso de la advertencia. Parece que hasta se ríe. Se oye un ruido allá dentro. Arminda vuelve a la sala y llora con un llanto distinto. El vestido está arrugado en el lugar de los senos. El negro Filomeno entra sonriente. Antonio Balduino se retuerce las manos de rabia. Se levanta y le dice al Gordo en voz alta:
—¿No dices que es una chiquilla de doce años? ¿Porqué la muerta no hace algo, entonces?
Zequinha dice:
—Está borracho…
Alguien le cierra los ojos a la muerta.
FUGA
En el cinturón, bajo la chaqueta, Antonio Balduino lleva dos puñales.
Zequinha se tiró sobre él con la hoz en la mano. Se agarraron y rodaron por el barro duro del camino. Zequinha cayó y la hoz voló lejos. Cuando se levantó y se lanzó de nuevo contra Antonio Balduino vio el puñal en la mano del negro. Se detuvo, indeciso. Quedó calculando el golpe. Después se echó hacia delante. Antonio dio un paso atrás, su mano se abrió y cayó el puñal. Zequinha rió con los ojos, y, rápido como un gato, se inclinó para coger el arma de su enemigo. Y cuando se inclinaba Antonio Balduino sacó del cinto el otro puñal y lo clavó en la espalda de Zequinha. Antonio Balduino lleva siempre dos puñales al cinto… Y su carcajada asusta a los hombres más que la lucha, la puñalada y la sangre.
Era de noche y el negro se echó al monte.
Se abre camino por la maleza. Corre entre los árboles que se cierran. Hace tres horas que corre así, como un perro perseguido por chiquillos malvados. En el silencio del bosque se oyen los grillos. Corre sin rumbo, corre perdido, con los pies doloridos, evitando los caminos, rasgándose en los marojos de espino. Sus calzones están desgarrados. Ni siquiera notó cuándo se le rasgaron. Y el bosque sin fin se extiende ante él. No ve nada en la oscuridad. Ahora se para. Oye ruido de marojos quebrados. ¿Quién viene? ¿Lo persiguen ya? Se queda atento, la mano en la navaja, única arma que le queda. Está detrás de un árbol y es difícil que le vean. Sonríe pensando que el perseguidor que pase primero dormirá para siempre. Tiene la navaja abierta en la mano, y rápido como una visión pasa uno de los habitantes del bosque. ¿Qué bicho habrá sido? Antonio Balduino no lo reconoció, aunque se ríe del miedo que tuvo. Sigue la caminata, abriéndose camino con las manos. Le chorrea la sangre por la cara. El bosque es implacable para los que lo violan. Un espino rompió el rostro del negro Antonio Balduino. Pero no vio nada. No siente nada. Sólo sabe que dejó a un hombre tumbado entre las plantas de tabaco. Y en la espalda de este hombre estaba un puñal que era suyo, que había sido manejado por su mano. Antonio Balduino no siente remordimientos. Zequinha tuvo la culpa: fue él quien buscó la pelea. Lo andaba buscando. Aquello tenía que ocurrir. Y si no viniera con la hoz en la mano, tampoco él hubiera sacado el puñal.
Un poco más adelante el bosque se va haciendo menos espeso. El negro ve a través de las ramas las estrellas brillantes. El cielo está claro. Corren harapos de nubes blancas. Si tuviera allí una mulata, Antonio Balduino diría que sus dientes parecían las nubes blancas del cielo. Se para y admira el cielo de la noche estrellada. Se sienta. Está en un claro y no se acuerda ya de la pelea. Si estuviera allí María dos Reis… Pero María dos Reis se fue con su familia a Sao Luiz do Maranhao. Fue por el mar, en un navío negro lleno de luces. Si estuviera allí se amarían en el silencio del bosque. El negro mira las estrellas. Quién sabe si María estará también mirando las estrellas. Las mismas estrellas. Las estrellas están en todas partes. ¿Serán las mismas? —piensa Antonio Balduino—. María dos Reis estará viendo esta estrella, y también Lindinalva. Cuando piensa en Lindinalva, se exaspera. ¿Por qué piensa en ella? Es blanca, tiene pecas, y ni siquiera se fija en un negro como él. Es mejor pensar en Zequinha, tendido en el barro, con un puñal clavado, en vez de pensar en Lindinalva, que odia al negro. Si ella supiera que él andaba huido por el bosque sin duda se lo diría a los guardias. María en cambio lo escondería. Pero Lindinalva no. Antonio Balduino abre los labios gruesos en una sonrisa porque Lindinalva no sabe nada y no podrá denunciarlo. Se queda irritado contra las estrellas que le hacen pensar en Lindinalva. Viriato el Enano les tenía rabia a las estrellas. Una vez se lo dijo. ¿Cuándo? Antonio Balduino no se acuerda. Viriato sólo hablaba de su tristeza de estar solo. Y un día entró por el camino del mar como aquel otro viejo que fue sacado del agua una noche, cuando los hombres del muelle cargaban un barco sueco. ¿Habrá encontrado Viriato su casa? El Gordo dice que quien se mata va al infierno. Pero el Gordo es un infeliz que no sabe lo que dice. Amonio Balduino quisiera tener al Gordo con él. El Gordo no sabe nada tampoco. No sabe que mató a Zequinha de una puñalada en la espalda. Hacía ya quince días que el Gordo se había ido. Volvió con su abuela, a Bahía, para darle la comida a la boca. El Gordo es muy bueno, es incapaz de darle una puñalada a nadie. Nunca fue hombre de peleas. Antonio Balduino recuerda perfectamente los días de su infancia, mendigando por Bahía. El Gordo sabía pedir como nadie. Pero no servía para pelear. Felipe el Guapo se reía de él. Era guapo, Felipe. Cuando murió, aplastado por el auto, el día de su cumpleaños, todos lloraron. Su entierro fue como entierro de rico. Las mujeres de Rua de Baixo le llevaron flores. La francesa vieja lloraba. Era la madre de Felipe. Le pusieron un traje nuevo y corbata. Felipe estaría contento. Le gustaba llevar corbata… Antonio Balduino se peleó una vez por él. Sonríe al recordarlo. Una buena paliza le dio al Sin Dientes. También el Sin Dientes se le echó encima con un cuchillo, y él no sacó ningún arma. Con Zequinha sacó el puñal. Ahora está seguro de que no le gustaba Zequinha ya desde el primer día. Y si no lo llega a apuñalar, el otro le clava la navaja. Seguro. El negro Filomeno también le tenía ganas a Zequinha. Y todo por Arminda. ¿Por qué se lió Zequinha con ella? Ellos llegaron antes. La noche del velorio, Antonio Balduino se la hubiera llevado, pero la muerte le tenía clavados los ojos. Aquellos ojos hinchados. ¿No le amasó Filomeno los pechos también? Entonces, ¿por qué Zequinha se metió para llevarse a la chiquilla? Era una chiquilla de doce años. El Gordo decía que aún no era mujer, que hacer aquello era una maldad. Pero Zequinha lo hizo, y bien merecida tenía la puñalada… La verdad es que si no lo hubiera hecho él, lo habría hecho el negro Filomeno, o él mismo. Sí. No fue por eso. Si le clavó la navaja fue porque andaba tras de él hacía ya tiempo. Ella era una chiquilla de doce años… Pero si él mató al capataz fue porque se quedó con ella cuando el negro la quería en su camastro. Tenía doce años, pero ya era mujer… ¿O no lo sería? ¿Y si el Gordo tuviera razón? ¿Y si fuera una chiquilla, y todo aquello resultara una maldad? Zequinha no lo haría más porque estaba tendido en el barro con una navaja en la espalda. ¿De qué le valió? Ahora el negro Filomeno la tendrá en su casa. Seguro. Esa es la ley de las plantaciones. Son raras las mujeres, y cuando una se queda sin hombre encuentra en seguida otro que se la lleva a casa. A no ser que ella prefiera ir a los burdeles de Cachoeira, de Sao Félix, de Feira de Santana. Eso sí que sería una maldad. Porque es una chiquilla de doce años, y todos la querrán. Después envejecerá, y se emborrachará, no se lavará el pelo, se marchitarán sus senos, tendrá enfermedades, tendrá cuarenta años el día que cumpla quince. A lo mejor se envenena. Otras se tiran al río en la noche oscura… Era mejor que se quedara con Zequinha, cogiendo tabaco en los campos. Pero Zequinha está muerto… Antonio Balduino oye voces por el bosque. Se acerca para oírlas mejor. Es un ruido indistinto. ¿Serán hombres por la carretera? Pero la carretera está lejos. Está al otro lado. Aquello es sólo un sendero. Antonio Balduino se aproxima. Ahora oye. Los hombres están cerca, separados de él sólo por unos matorrales. Son de la hacienda. Están en corro, fumando en el sendero. Andan tras del negro Amonio Balduino que mató al capataz. Y no saben que el negro está allí, junto a ellos, casi riendo. Pero se estremece cuando oye a los hombres decir que está cercado, que está en la jaula, como un perro rabioso. Y que o se entrega o muere de hambre. Los grillos le irritan con su ruido. En casa de Zequinha habrá velatorio. Y el negro Filomeno —piensa Antonio Balduino—, el negro Filomeno estará ahí armado de revólver o en el velatorio mirando a Arminda, dispuesto a llevársela a casa. Si pudiera apuñalar también a Filomeno… Pero le tienen rodeado como a un perro rabioso. Está acorralado y empieza a sentir hambre y sed…
* * *
Le duelen los pies, de la caminata. Podría haberse limitado a pegarle una paliza a Zequinha. ¿Acaso él no era Baldo el negro, boxeador? ¿No había vencido a tantos en Bahía…? Sí, podría haber derribado a Zequinha a puñetazos. Pero se había tirado sobre él con una hoz. Un hombre de verdad no pelea con una hoz, y la traición se paga con traición… Por eso sacó el puñal y lo dejó caer, para clavárselo al otro en la espalda. Y quién salió ganando con todo eso fue Filomeno que ahora debe de estar en el velatorio, mirando a Arminda… Mataría a Filomeno si pudiera ir hasta la casa de Zequinha. Estará el cadáver tendido en el jergón con la herida a la espalda. Filomeno se quedó el puñal, seguro. Y ahora se llevará a Arminda a casa. Tendría que haber matado a Filomeno. Ahora le tienen acorralado, cercado por todos los lados. Si no fuera por la sed… Pero tiene seca la garganta. No le importan los pies doloridos, el rostro que sangra, rasgado por los espinos, la ropa hecha pedazos. Sólo le importa la garganta, que arde de sed. Le gustaría también comer algo. Aquel bosque no tiene nada. No hay frutas silvestres. Es la época de las guayabas, pero los guayabos no tienen ni un fruto. Pasa una serpiente silbando. Los grillos hacen un ruido insoportable. Ahora ya no ve las estrellas porque el bosque se va haciendo más cerrado. Y aumenta la sed. Fuma. Por suerte llevaba tabaco y fósforos en el bolsillo. ¿Qué hora será? Medianoche tal vez, o quizá más. El pitillo le hace olvidar la sed y el hambre. ¿Desde cuándo fuma? Ni se acuerda. Ya fumaba en el Morro do Capa Negro. Le sacudieron más de una vez por fumar. ¿Qué diría su tía Luisa si lo viera ahora? Le pegaba, pero lo quería. Se volvió loca, la pobre, de tanto cargar con las latas de los pastelillos para venderlos en el Terreiro. La gente se reunía a charlar en el morro a la puerta de su casa. Un día vino aquel hombre de Ilheus y les contó historias de bandidos generosos. Y hoy Antonio Balduino estaba acorralado como si fuera también un bandido célebre. Si el hombre de Ilheus lo viera, seguro que también lo admiraría y uniría su historia a aquellas que contaba por las noches. También le gustaría tener una historia. Pensaba que aquel hombre calvo que apareció en la macumba de Jubiabá escribiría un día su historia en aleluyas. El Gordo dijo que la vida del hombre calvo era escribir las historias de los hombres más valientes que conocía, y que por eso iba de un rincón del mundo al otro montado en un caballo alazán. Antonio Balduino merecía una historia en verso. Sí, estaba seguro. Tal vez el hombre de Ilheus cuente un día su historia y hombres y chiquillos de otros morros lo admirarán y querrán ser como él. ¡Ah! Si sale de esta trampa donde le rodean hombres armados de rifles y pistolas, seguro que le van a cantar en aleluyas. ¿Cuántos serán los que le persiguen? Si han venido todos los de la hacienda serán más de treinta. Pero rodos no vinieron, seguro. El negro Filomeno no vino. Se quedó allá con Arminda, diciendo mentiras, prometiendo cosas. Conoce al negro ese… Negro que casi no habla es negro ruin… Coge la navaja. Con aquel arma se tiraría sobre Filomeno si lo viera ahora. También dirían esto en sus historias. Con sólo una navaja atacó y mató a un bandido que llevaba un rifle… Tira la colilla. Diablo, tiene la garganta seca, le arde el estómago, y siente un violento dolor en el rostro. Se pasa la mano y se toca las heridas del espino. Ahora que ya no corre la sangre, le duele con rabia. Es un corte grande que le cruza todo el rostro. También le sangran las manos y los pies. Le tortura la sed. Los hombres que le rodean… Los grillos hacen ruido… Ve de nuevo las estrellas por un claro. Si al menos tuviera agua… Si lloviera… Pero no hay nubes negras. Sólo jirones de nubes blancas que el viento arrastra. Y la luna que salió, una luna blanca, bonita como nunca. ¡Quién estuviera en los muelles de Bahía, con su guitarra, con aquella mujer que cantaba con voz masculina, cantando un vals, una cosa bien vieja que hablara de amor…! Después se revolcarían por la arena con los cuerpos rabiosos… ¡Ah! Qué bueno era aquello… Aquella estrella parece la luz de la «Linterna de los Ahogados». Bebería un trago, oiría la música del viejo ciego que canta al violín. Hablaría con Joaquim y con el Gordo. Tal vez hasta Jubiabá le apareciera, y él le pediría la bendición. Tampoco padre Jubiabá sabe que está acorralado en el bosque. No sabe que mató a Zequinha. Pero Jubiabá comprendería y le pasaría la mano por el pelo y después hablaría en nagô. No, él no le diría que se cerró el ojo de piedad, que sólo quedó el ojo de las maldades… ¿Por qué iba a decírselo? Antonio Balduino aún tiene abierto el ojo de la piedad. Mató a Zequinha, lo mató. Pero fue porque andaba con la chiquilla de doce años… Una chiquilla. No era una mujer hecha… Que se lo pregunten al Gordo… Una chiquilla, tan chiquilla que la madre incluso muerta no le quitaba el ojo de encima… Que se lo pregunten al Gordo si quieren… Pero es inútil mentirle a padre Jubiabá. Él lo sabe todo, porque es pai-de-santo y tiene fuerza con Oxalá… Lo sabe todo, como la vieja muerta… No, él lo mató porque quería a Arminda para él solo… Tenía doce años, pero era ya mujer… El Gordo no sabe de esto… ¿Cómo va a creer al Gordo? El Gordo no sabe nada de mujeres, sólo entiende de rezos… Y además, el Gordo es muy bueno, no tiene ojo de maldad. Padre Jubiabá tiene que hacerle un hechizo para que muera Filomeno… El negro Filomeno es malo. También él tiene cerrado el ojo de la piedad… Un hechizo para que muera, un hechizo fuerte con pelo de sobaco de mujer y plumas de buitre… ¿Por qué será que padre Jubiabá mueve la cabeza? ¡Ah! Le está diciendo en nagô que también Antonio Balduino tiene cerrado el ojo de piedad… Lo dice, sí… Antonio Balduino saca la navaja con la garganta seca de sed. Si Jubiabá lo repite, le matará también. Y después se la clavará en su pescuezo. Se matará. Sí. En el cielo azul ve al viejo negro. No es la luna, no. Es Jubiabá. Está repitiéndolo. Y Antonio Balduino se precipita navaja en mano y casi cae sobre sus perseguidores, que están charlando en la carretera. Jubiabá desapareció. Balduino tiene sed. Y vuelve corriendo al bosque, donde ya no hay luna, donde no se ve la luna ni las estrellas, no se ve el muelle de Bahía con la «Linterna de los Ahogados». Se tumba en el suelo, tiende las manos hacia el lado donde está la carretera:
—Mañana les demuestro que yo no huyo… Soy un hombre…
Le duele el rostro. Pero cuando cierra los ojos se queda dormido. Y no tiene sueños.
* * *
Le despiertan los pájaros que cantan. Mira alrededor y no comprende cómo se encuentra allí y no en un camastro en la plantación. Pero la sed que le oprime la garganta, y el tajo que le duele en el rostro, le recuerdan lo que pasó la víspera. Está acorralado en el bosque y mató a un hombre. Y tiene sed. Una sed de locura. Se le ha hinchado el rostro durante la noche. Se pasa la mano por el corte.
—Un espino venenoso…
Se queda en cuclillas, pensando qué va a hacer. Tal vez hayan dejado poca gente en el cerco durante el día… Le duele la cara. Tiene sed. Sale paso a paso, lentamente, evitando los espinos y cuidando de no hacer ruido. Ahora, con la claridad del día, se orienta mejor. La carretera queda a la derecha. Pero va hacia el sendero, donde habrá menos gente. Si no fuera por la sed, no le importaría. No tiene hambre ahora. Pero le duele el estómago. Puede soportarlo, sin embargo. La sed sí que es mala. Es como si le apretaran la garganta con una cuerda. No; tiene que pasar sin que le vean. No aguanta más la sed. Lo gracioso es que nadie quería a Zequinha y a él sí le querían todos. Pero el patrón debió mandar que le rodeen. Lo habrá despedido del trabajo por criminal… Como haya gente en el sendero va a haber pelea… Morirá, pero se llevará a alguno por delante.
—Uno va conmigo…
Ríe tan alto que parece alegre. Está alegre, sí, porque decidió acabar con aquello y va a luchar por la vida. Lo que más le gusta es pelear. Sólo ahora se da cuenta. Nació para pelearse, para matar y morir un día con un tiro en el cuerpo, de un navajazo tal vez. Los que vuelvan contarán que murió como un hombre de verdad, navaja en mano. Y quién sabe si no contarán a sus hijos y a los amigos que Antonio Balduino, que fue mendigo, boxeador, compositor de sambas, vagabundo, mató a un hombre por una chiquilla y murió haciendo frente a veinte, pero defendiéndose como un macho. ¿Quién sabe?
Da con un poco de agua. Bebe a grandes sorbos y se lava la herida de la cara.
* * *
¡Agua ¡Agua! Nunca había reparado en lo sabrosa que es el agua. Mejor que la cerveza, mejor que el vino, mejor incluso que la cachaba. Que lo rodeen ahora, que le dejen acorralado como un perro. ¡Qué le importa! Tiene agua para beber y lavarse la herida de la cara, que le duele y se le está hinchando. Se tumba a orillas del cenagal y descansa confiado y feliz, sonriente. Durante la noche, con la oscuridad, no había visto los charcos. Son varios. Agua cenagosa, sucia, pero qué deliciosa es. Pasa mucho tiempo tumbado, reflexionando. ¿Adónde ir? Podrá entrar por el sertón, parar en una hacienda. Anda tanto asesino por ahí… Si lo persiguen entrará en una banda de cangaceiros y vivirá aquella vida libre de bandido que siempre admiró tanto. Lo peor es que ahora tiene hambre. Tal vez encuentre algunas frutas como ha encontrado agua. Sale por el bosque examinando los árboles. No encuentra nada. Pero quizá encuentre un animal. Lo matará y se lo comerá. Tiene fósforos, hará una hoguera. No, no hará una hoguera porque eso llamaría la atención de los que están en la carretera rodeándole. Va a ver si quedan muchos. Se toca la cara con la mano. Cada vez le duele más. Se pone feo esto. Seguro que era un espino venenoso.
Padre Jubiabá sabe de remedios milagrosos para heridas así. Son hojas, hojas del bosque. Por ahí debe de haber hojas de esas. Mira al suelo. ¿Cuáles serán las buenas? Sólo lo sabe padre Jubiabá, que lo sabe todo… Llega cerca del bosque que lo separa de la senda. Mira. Allá están los hombres. Están todos. Ninguno fue a trabajar… Por lo visto, el patrón está dispuesto a acabar con el negro Balduino. Dio descanso a los trabajadores. Ellos comen carne seca y conversan. Antonio Balduino se vuelve, lentamente. De nuevo lleva la navaja al cinto. Va pensativo, pero de repente ríe:
—Conmigo, van dados…
Lo peor es que no encuentra que comer. Y de noche va a quedarse solo. Nunca tuvo miedo a estar solo. Pero hoy no quiere. Se queda pensando tonterías, viendo muertos conocidos, viendo a padre Jubiabá, los lugares por donde anduvo, y viendo a Lindinalva. Si no viese a Lindinalva, no tendría nada. Se queda también pensando en Arminda, que debe de estar ya amigada con el negro Filomeno. Pero el negro no tiene la culpa. Si no se la queda él, lo hará otro cualquiera. No hay mujeres en las plantaciones de tabaco. Por eso Ricardo se movía tanto en su camastro por las noches. ¿Cómo se las arreglará ahora que no tiene manos? Vive en Cachoeira, pidiendo limosna. ¿Tendrá mujer? Quién sabe si no tendrá una que cuide de él… Bien la merecía, que era un mulato bueno, camarada para todo… Y si estuviera en la hacienda, ¿andaría ahora cercando a Antonio Balduino? Tiene una niebla ante los ojos. Eso es hambre, ya lo oyó decir otras veces. Y sale desesperado en busca de comida…
Cuando llegó la noche fumó el último cigarrillo. Casi no veía nada, con la niebla ante sus ojos. El rostro hinchado le duele hasta enloquecer.
* * *
Anda junto a los charcos como un borracho, vacilante. Está en ayunas desde el desayuno de la víspera pues ni siquiera había comido cuando empezó la pelea. Anda vacilante y van con él muchos conocidos. ¿Dónde vio a aquel negro que grita:
—¿Dónde está Baldo, el que tumba a los blancos?
Grita y se ríe. ¿Dónde lo vio? Ahora recuerda. Fue en aquel combate de boxeo con un alemán. Sonríe. Ya una vez aquel hombre dijo eso, y sin embargo venció al blanco y lo dejó tendido en la lona. Podrá atravesar el cerco y recobrar su libertad. ¿Pero por qué el Gordo está rezando las oraciones de difuntos? Él no murió todavía… ¿Por qué responden, pues,
«Recemos por él»?
¿Por qué responden? ¿No ven que eso no le gusta al negro Antonio Balduino, que tiene hambre y lleva en el rostro un tajo terrible donde se posan los mosquitos? Continúan. Antonio Balduino se tumbó junto a un charco. Bebió. Después se quedó mirando al cortejo que le acompaña. Tiende las manos. Está pidiendo que se aparten, que le dejen morir en paz.
—¡Largaos! ¡Fuera de aquí!
Pero no se van. La vieja Laura, madre de Arminda, llega en este momento. Viene con los ojos hinchados, el cuerpo hinchado, la lengua fuera. Se quedó riéndose de él:
—¡Vete al infierno! ¡Vete al infierno!
Se levanta. Con ella se van todos. Hasta el Gordo, que era tan amigo suyo. Jubiabá dice que tiene cerrado el ojo de la piedad. Es verdad, sí, es verdad. Pero que lo dejen en paz, que va a morir y quiere morir como un hombre; pero así no puede, no puede…
Rezan las oraciones de difuntos… Antonio Balduino tropieza en una raíz y cae.
* * *
Se deja quedar, tendido. Y cuando se levanta, lleva una resolución en la mirada.
La carretera está a su derecha. Marcha hacia allá con paso firme. Va erguido, como si no tuviera hambre, como si no llevara dos días sin ver vivos, viendo sólo fantasmas, y lleva la navaja en la mano:
—Me llevo a uno por delante…
Pero su aparición súbita en la carretera deja a los hombres estupefactos. Él aún tiene fuerzas para derribar a uno, al que está más cerca. Y atraviesa el grupo con la navaja en la mano.
Desaparece en la oscuridad. Se oyen tiros al azar.
EL VAGÓN
—Ya estaba criando bichos…
El viejo curaba la cara de Antonio Balduino, que se había hinchado con el tajo y aparecía deforme y roja como una manzana. Colocó encima de la herida un emplasto de hierbas y tierra. Lo mismo hubiera hecho Jubiabá.
—Agradecido, viejo…
—Esto se cierra en un momento. Son hojas santas.
El negro había llegado hasta allí, extenuado tras la carrera por el bosque que bordeaba la carretera, huyendo de las plantaciones de tabaco. El viejo vivía en una choza inmunda, perdida en la espesura, con un pequeño campo de mandioca ante la chabola. Le dio comida, le dio cama, le cuidó la herida y después le explicó que Zequinha no había muerto. Que se libró por un pelo, pero que el patrón había mandado gente tras él para darle una zurra que sirviera de ejemplo.
Antonio Balduino se echó a reír:
—Pues van dados… Muy duro soy para ellos…
Bebió un trago de agua:
—Ahora seguiré mundo adelante… Si un día puedo, se lo pagaré, viejo…
—¿Mundo adelante? ¿Para qué? No se te secará la herida, hombre de Dios… Puede irritarse. Quédate acostado aquí… Nadie desconfía. Soy hombre callado…
Antonio Balduino se quedó tres días esperando que cerrara el corte de la cara. Comía de la carne del viejo, bebía su agua, durmió en su jergón.
* * *
Se despide del viejo:
—Ha sido bueno…
Tira hacia el ferrocarril. Cuando llegue a Feira de Santana buscará un camión que le lleve hasta Bahía. Y va feliz por la aventura que tuvo, por la lucha, por el cerco que salvó. Es invencible… Es el hombre más valiente de aquellas tierras. Allá en el cielo están las estrellas, testigos de cómo luchó. Y si los hombres que le perseguían no se hubieran quedado abobados de su valor al verlo aparecer entre la maleza, habría muerto, pero se hubiera llevado por delante a uno, y ahora estaría allá, en las estrellas, en el cielo azul. Brillaría allá con su navaja en la mano… Lo verían María dos Reis, la mujer de voz de hombre, Lindinalva, el Gordo, que siempre quiso tener una estrella… Engañaría a Mestre Manuel, que creería que era la luz de un velero y querría andar a las carreras con el «Viajero sin Puerto»… Oiría a María Clara cantando sus sambas. Todo esto hubiera ocurrido si aquellos hombres no se hubieran quedado atontados cuando él saltó a la carretera, navaja en mano y un tajo en el rostro. Caerían sobre él y se llevaría a uno por delante. Tal vez lo acribillaran a balazos… Pero los que mueren luchando y se llevan a uno por delante se convienen en estrellas del cielo y tienen también sus historias en verso y la gente canta sus hazañas… Él sería una estrella roja con una navaja en la mano. Jubiabá siempre dijo que los hombres valientes se convienen en estrellas… Y el negro Antonio Balduino suelta una carcajada que acalla a los grillos y asusta a los animales en sus madrigueras. Un olor a hojas se extiende por la noche silenciosa. Pasa un viento que anuncia lluvia. Las hojas se doblan y exhalan su perfume. Más adelante, junto a la carretera, hay algo negro y una luz que brilla. Se oyen voces de hombres que discuten. Es un tren que se ha parado. Lleva a Feira de Santana a los pasajeros del barco que llegó hoy de Bahía con escala en Cachoeira. Los hombres miran una rueda. Antonio Balduino da la vuelta al tren y se acerca a un vagón de carga. Si la puerta estuviera abierta podría ir en tren. Empuja la puerta con toda su fuerza y ve que cede. Está abierta, sí. Salta como saltan los animales, rápido y sutil. Cierra la puerta por dentro y sólo entonces nota que asustó a unos bultos que se esconden al fondo del vagón entre los fardos de tabaco:
—¡Eh, gente…! Que soy de paz… Tampoco a mí me gusta pagar billete…
Y se echa a reír.
* * *
La mujer estaba encinta. Aún no se le notaba mucho, pero lo estaba. Uno de los dos hombres era viejo y llevaba un bastón. Fumaba casi durmiendo. En la oscuridad del vagón, cuando la luz del cigarro lo iluminaba, el bastón parecía una serpiente lista para el asalto. El otro llevaba calzones de soldado y una chaqueta vieja de lana. No llevaba barba, pero sí un bigote ralo y cuando conversaba se pasaba constantemente la mano por el mostacho imaginario. «Un chiquillo», pensó Antonio Balduino.
El tren estaba parado; por eso estaban en silencio. Hubo una avería cualquiera, cosa normal en aquellos trenes. Hacía media hora que se mantenían en silencio esperando que el tren se pusiera de nuevo en marcha. Podrían oír sus voces desde fuera y el jefe de tren la iba a tomar con aquellos viajeros clandestinos. El viejo abrió los ojos y le dijo a Antonio Balduino:
—Cierra el pico, negro, si es que quieres viajar… Si no, nos dejará ahí, en la carretera…
Y señaló con los ojos a la mujer encinta. Antonio Balduino se quedó pensando si sería su padre o su marido. La edad era de padre, pero bien podía ser marido. ¡Y aquella mujer andando a pie hasta la Feira de Santana! A lo mejor antes de llegar allá… Y el negro sonrió. El muchacho con calzones de soldado lo observaba. Y se retorcía el bigote. No parecía muy conforme con la aparición de Antonio Balduino. Fue entonces cuando oyeron voces de gente que se acercaba. Era el jefe de tren, que explicaba a los viajeros de primera la causa del retraso:
—Una avería… Pronto salimos…
—¡Pero llevamos aquí una hora…!
—Son cosas que pasan…
—¡Pero esto es el colmo…!
Luego se oyó el pito, fino, prolongado y doloroso, anunciando la partida. Hasta encerrado en el vagón, con las puertas cerradas, Antonio Balduino esbozó un adiós.
—¿Deja un amor? —preguntó el viejo.
—Dejo culebras —se rió el negro.
Pero bajó la cabeza y habló sin mirar a nadie:
—Pero sí… una chiquita… apenas una niña…
—¿Guapa? —preguntó el muchacho retorciéndose el bigote.
—Cosa fina, rapaz… Hasta parecía de esas de las ciudades…
—¿Y la dejaste?
—Era de otro… Y él no murió…
—Yo sé de uno que robó una mujer… —contó el viejo.
—Yo sé de uno que le pegó a otro un tajo por culpa de una chicuela… Después se pasó dos días escondido en el bosque… —Antonio Balduino contaba su propia historia.
—¿Asustado?
—Cierra el pico, buen mozo… Que no sabes nada de nada. Estaba rodeado. Le buscaban. Si quieres saber si es hombre o no, ven aquí…
—Entonces… ¿fue usted? —y el muchacho lo miró con más respeto.
La mujer guardaba silencio. Pero cuando gimió, el viejo dijo:
—El hombre aquel dijo que esto era el colmo ¡E iba en primera! Conque nosotros, aquí escondidos…
—Yo le di dos mil reis al chico de las maletas para que me metiera aquí —gimió la mujer.
—Cuando yo era soldado, iba en primera, y gratis —dijo el muchacho.
—¿En primera? —Antonio Balduino no parecía muy convencido.
—En primera, sí señor… ¿No sabe que el soldado tiene pase? Claro, vive usted en este rincón del mundo y ni se entera… No sabe nada de nada…
—No soy de aquí, mocoso… Estoy de paso… Sólo para divertirme… Nací en Bahía. ¿Has oído hablar de un boxeador llamado Baldo el negro? Pues ese es un servidor…
—¡Ah! ¿Usted? Yo le vi en la pelea con Chico Moela…
—Una buena paliza, ¿no? —sonrió el negro.
—Fue brava; fue. Yo no pagué entrada… Los soldados tienen pase…
—¿Por qué dejaste entonces el uniforme?
—Me licenciaron… Y luego…
—¿Qué pasó? —el viejo abrió los ojos.
—Un cabo… Sólo porque llevaba un galón… Cabo y mierda es lo mismo… Pero él se lo tenía muy creído…
—La tomó contigo —el viejo apoyaba el brazo en el bastón.
—Eso fue… La mulata me andaba buscando… Él estaba encaprichado por ella… Yo no salía del calabozo… Todo para que él pudiera andar con la chica… Vaya a ver cómo le dejé la cara…
—Oye pequeño, me has caído bien. ¿Qué años tienes?
—Diecinueve…
—Aún no viste nada de la vida… Yo ya estoy cansado de ella —se quejó el viejo.
—¿Cansado? ¿De qué? —preguntó Antonio Balduino.
—Yo ya hice de todo, corrí por todas partes. Aquí todos conocen a Augusto da Cerca… Tuve una pelea, me buscaron, anduve huido. ¿Y qué es lo que gané? La enfermedad… Sólo esto…
El exsoldado ofreció cigarros. Antonio Balduino encendió uno. A la luz del fósforo se vio el rostro de la mujer que miraba al cielo por la rendija de la puerta. Tenía el aire cansado de quien ya vivió mucho. El viejo seguía hablando:
—Tenía yo mucho ganado. Lo llevaba a Feira de Santana… Un montón de ganado… Y tenía campos de tabaco antes de que llegaran los alemanes… Tuve tierras… Viví mucho, amigos…
Se detuvo. Pareció como si se durmiera. Al cabo de un rato volvió a hablar con voz apagada:
—Tenía familia… No lo parece, ¿verdad? Pues tuve dos hijas que iban al colegio… Eran muy majas… Me lo quitaron todo, todo… Un blanco le echó un hechizo a una y cargó con ella, no sé para dónde… La otra vive ahí, en Cachoeira, como una loca, con el pelo cortado, en la vida. Esa al menos sé dónde está. Pero ¿y la otra?
La mujer desvió los ojos de la puerta:
—¿Tiene usted algo contra las mujeres de la vida?
—Son unas perdidas… Todo es llevar el pelo cortado y la cara con polvos…
—No sabe usted lo que es su vida… No sabe nada de nada. ¿Qué es lo que sabe usted?
El viejo se calló, desconcertado. Entonces habló el muchacho:
—Yo anduve con una que era de la vida también… Lo hacía hasta media noche, luego volvía a casa y yo iba y me quedaba allí hasta la mañana… Era bueno…
—¿Qué hablas tú, desgraciado?
—Bueno, yo…
—Hablan como idiotas… No saben nada de nada —siguió la mujer, con rabia—. Hablan por hablar… Yo, que estoy aquí, si no la palmé de hambre fue porque Dios no quiso.
Antonio Balduino se quedó asombrado de que estuviera encinta. Pero no preguntó nada.
El viejo abrió los ojos:
—Yo no dije nada… Dios me perdone. Al fin y al cabo, si no fuera por mi hija, ¿de qué iba a vivir yo? Ella me sostiene. Y me respeta mucho, eso sí… Cuando voy allá, no recibe hombres… Si no se hubiera cortado el pelo…
La mujer se echó a reír. Antonio Balduino habló:
—Es mala la vida del pobre… Ser pobre es como ser esclavo…
El exsoldado siguió:
—Conocí un cabo que decía lo mismo…
—¿El que se te llevó a la chica?
—No. Era otro. Y Romao no se la llevó… A ella sólo le gustaba yo.
—Pero iba con el otro… —se rió Balduino.
—No la conoció usted… Era bonita de verdad… No había otra…
Paró el tren en una estación. Se quedó de nuevo el vagón en silencio. Por el lado de fuera pasaba gente. Alguien dijo: «Adiós, adiós.» Y otra persona: «Recuerdos a Josefina.» Más cerca cuchicheaban:
—Me olvidarás…
Era una voz doliente de mujer. Un hombre protestaba que no, que no la olvidaría:
—No me escribirás…
Un beso y un pitido de la máquina cortando las despedidas. Ahora el ruido de las ruedas en los raíles. El exsoldado explicó:
—La máquina va diciendo: «Voy-con-Dios; voy-con-el-Diablo». Miren si no es igual…
—Igual…
—Fue mi madre quien me lo dijo cuando yo era un crío… Otra máquina, una grande que tiraba de un montón de vagones, lo hacía distinto; decía: «Café-con-leche; pan-con-manteca». ¿Igualito, no?
Se quedó recordando:
—¿Tiene usted madre? —le preguntó la mujer.
—Voy a verla… Ella se quedó llorando cuando me fui. Ya saben cómo son las mujeres. La vieja piensa que aún soy un chiquillo… —y se retorcía el bigote casi inexistente.
—Todas son igual —dijo la mujer—. ¿Vio usted —y se volvió a Amonio Balduino— aquella que estaba en la estación pidiéndole a su hombre que le escribiera?
—Oí que hablaban…
—Pues no volverá a verle el pelo. Yo también… —y se calló.
—¿Qué? —el viejo abrió los ojos.
—Nada… Bobadas… —empezó a silbar una canción.
—Es la vida… —el viejo escupió con rabia—. Uno nace para sufrir…
—La vida es buena, viejo… Usted habla porque ya va de retiro… —el exsoldado se echó a reír.
—La vida es buena para quien tiene cuartos —afirmó la mujer.
—¿Entonces tú tienes madre? —preguntó Antonio Balduino volviéndose hacia el soldado—. Yo no vi nunca a la mía. Tenía una tía que se volvió loca… Y el Gordo tiene abuela…
—¿Quién es ese Gordo?
—Un tipo que tú no conoces. Un buen muchacho…
—¿Bueno? —se burló el viejo—. No hay nadie bueno… ¿Quién es bueno en este mundo de mierda…?
—El Gordo es bueno…
Pero el viejo parecía dormir de nuevo. Fue la mujer quien respondió:
—Hay gente buena, sí… Pero el pobre es siempre desgraciado. De nacimiento. La pobreza hace mala a la gente…
El tren va rápido. El muchacho se tendió en el vagón. Mira el rostro de la mujer. Está muy envejecida, y le abulta el vientre.
Pero incluso así, Antonio Balduino nota la sonrisa en sus labios. Ella mira por la rendija de la puerta:
—Es la pobreza, ¿sabe?… Por eso yo no le echo la culpa. Aunque me dejó así, con este barrigón…
—¿Su marido? —preguntó queriendo ser cortés el muchacho.
—Soy una mujer de la vida… Nunca estuve casada…
—Creí…
—¿Qué iba a hacer él? No tenía dinero… ¿Cómo iba a criar al niño? Se marchó de noche, como un ladrón… Dejó todo en casa. Ni se llevó sus cosas… Y yo sé que me quería…
—¿Se fue? ¿Se fue cuando vio que usted iba a tener el crío?
—Se fue… Yo había dejado la calle y vivía con él. No iba con nadie. Me quedaba en casa, lavando. Parecíamos un matrimonio… Él era bueno… muy bueno… Podía estar en un altar.
—Lo que pasa es que usted estaba loca por él…
—Lo que digo es verdad… Era un santo… Un día le dije muy alegre que iba a tener un hijo… Él se quedó como pasmado, mirando al cielo. Después se echó a reír y me besó… Todo era tan bonito…
—Yo tengo novia en mi tierra —dijo el exsoldado—. Nos vamos a casar un día de estos. Es muy bonita…
Quien lo viera ahora diría que estaba muerto. Con los ojos cerrados, la boca sonriente, el bello rostro redondo feliz como el de un muerto. La mujer movió la cabeza con un gesto de duda. Había vivido mucho sin duda, porque su rostro, aún joven, tenía un aire cansado. Y ahora tiene pena del muchacho. Es tan joven, vivió tan poco, es tan hermoso. Se va a casar… Pero Amonio Balduino preguntó:
—¿Y qué pasó luego?
Ella sigue:
—Él era pobre… Vivíamos mal, en un agujero… El dinero de él y lo que yo ganaba lavando ropa, no nos llegaba… Fue por eso…
La mujer tiene pena del muchacho, que ha levantado la cabeza y escucha ansioso.
—Llegó una noche. Yo ni le vi… Dejó todas sus cosas. Se marchó para no ver como el pequeño pasaba hambre…
—¿Y ahora?
—Dicen que anda por Feira de Santana, trabajando… Voy junto a él…
El soldado está triste. Ahora piensa en el dinero que necesitará para mantener a la mujer cuando se case, y luego a los hijos:
—Es tan bonita… Y yo trabajaré… No me asusta el trabajo.
La mujer lo anima:
—Haces bien…
Pero el muchacho empieza a dudar. Y los otros se dan cuenta. Antonio Balduino le dice a la mujer:
—Seré el padrino de su hijo…
—Le hice una toquilla… Una vieja me dio unos pañales. Es lo que tiene; no tiene más. Ya nace sufriendo…
El muchacho habló:
—Mejor es no casarse… Pero es tan bonita…
Llegan a la estación de Sao Gonçalo. Bajan algunos pasajeros. La ciudad duerme entre jardines. El ruido del tren despertó a un niño en una casa próxima. Se oye el llanto. La mujer sonríe feliz.
—Ya verá como le gusta tener un hijo —le dice Balduino—. ¡Pero le va a dar cada noche…! Ya verá cuando empiece a llorar…
—Me gustaría que fuera un niño…
El viejo se despierta con el pitido del tren que se pone en marcha:
—Hay gente buena, sí. La verdad es que estaba mintiendo. Mi hija es buena. Mi hija María. Zefa, no. Zefa es mala. Nunca me volvió a escribir… ¿Habrá muerto? Pero es mala. María es buena y me da dinero… Sólo que se enfada cuando bebo… Pero bebo por Zefa, que no sé dónde está… María es buena…
Y el viejo descansa de nuevo la cabeza y vuelve a dormir. El exsoldado se dirige a la mujer:
—Ya chochea… ¿Entonces usted quiere un niño? Yo también quiero un niño cuando me case… Dicen que hay hombres que sufren los dolores cuando la mujer está pariendo…
De nuevo se le veía feliz y miraba a la mujer sin ningún deseo. Su corazón está puro y piensa con una ternura inmensa en María das Dores, que está esperándolo en Lapa. Sonríe porque piensa en su sorpresa al verlo. Qué pena que no le haya crecido bastante el bigote… Es tan pequeño aún… Seguro que así, de sopetón, no lo reconoce…
—A lo mejor ya no me reconoce…
—¿Quién? —pregunta Antonio Balduino.
—Nada. Estoy pensando…
Se despertó el viejo. Tiembla de frío. Vuelve el viento que anuncia temporal. Envuelve al tren, que se balancea.
—Este condenado armatoste va a acabar volcando con todos dentro —dice Antonio Balduino.
—Los pobres tenemos que sufrir… Unos nacen para gozar. Esos son los ricos. Otros para sufrir: son los pobres. Y pasa así desde el principio del mundo.
Ahora es el exsoldado quien duerme feliz. Ronca sordamente. No oye el viento que pasa silbando.
—Va a haber lluvia fuerte… —el viejo se arrastró hasta la puerta y miró hacia afuera.
—Vengo de un lugar donde uno las pasaba negras. Ganaba allá unos céntimos al día…
—¿En las plantaciones de tabaco?
—Allí mismo, viejo…
—Tú no sabes lo que es, negro… Yo soy viejo aquí… Y llevo vista cada cosa… ¿Sabes lo que pasa? —hay un brillo extraño en sus ojos y se apoya en el bastón para levantarse—. El pobre es tan desgraciado que cuando la mierda vale cuartos el pobre va estreñido…
Antonio Balduino suelta una carcajada. El viejo no logra equilibrarse y cae sobre los fardos de tabaco. La mujer acude a ayudarle:
—¿Se hizo daño?
El soldado ronca. La mujer está cerca de Antonio Balduino y le dice en voz baja:
—No lo dije para que no se pusiera triste —y señala al muchacho— pero la verdad es que no sé siquiera por qué Romualdo me dejó plantada. Quizá fue por la pobreza… Al menos eso creo yo… Una mujer de allá me dijo que él se había marchado con otra, una tal Dulce… ¿Será verdad? —su voz se altera—. No lo creo… No me iba a dejar así…
El soldado duerme, feliz como un muerto.
—Así… con un hijo en la barriga… ¿Por qué se habrá ido?
Antonio Balduino rasca un fósforo y a su luz ve que la mujer llora, con los hombros agitados por el llanto. El negro se queda confuso, intenta decir algo, y murmura:
—No se preocupe… ya verá como es niño…
AVISO AL PÚBLICO
EL PRÓXIMO JUEVES 18
A las 8 A las 8
GRAN CIRCO INTERNACIONAL
ÉXITO INCONMENSURABLE EN TODAS LAS
CAPITALES DE EUROPA Y EN BAHÍA
Al distinguido público de Feira de Santana
Jueves, 18 A las 8 de la tarde
El genial payaso Bolao - ¡¡Reír!! ¡¡Reír!! ¡¡Reír!!
El mico borracho - El oso luchador - El león africano
La célebre trapecista Fifí - El hombre-culebra
Jujú y su caballo
El devorador de fuego - El gran equilibrista Robert y
LA INCOMPARABLE ROSENDA ROSEDA
SE NOS PRESENTA ORGULLOSA
EN FORMIDABLE TORMENTA EMOCIONAL
ALCANZANDO EL PUERTO ÁUREO DE SU
CARRERA EN LAS TABLAS
El campeón MUNDIAL de lucha libre,
boxeo y lucha capoeira
BALDO, EL GIGANTE NEGRO
que desafía a cualquier hombre de Feira de Santana a
un combate durante la rápida pero brillante permanencia del
Circo en esta heroica ciudad
5 CONTOS de premio al vencedor 5 CONTOS
EL PRÓXIMO JUEVES 18 PRECIOS POPULARES
Todos AL GRAN CIRCO INTERNACIONAL
CIRCO
El encuentro con Luigi fue enteramente casual. Antonio Balduino había pasado el resto de la noche vagando por la ciudad. El exsoldado había tomado el camino de Lapa; el viejo tenía donde quedarse y la mujer fue en busca de una amiga. Por la mañana Antonio Balduino trató de encontrar un camión que lo llevara gratis a Bahía. Se acercó a uno que estaba cargando y como quien no quiere la cosa le dijo al chófer:
—¿Va a Bahía, amigo?
—Voy — respondió el chófer, que era un mulato delgado y sonriente—. ¿Quiere mandar algo?
—El algo es este negro —y se señaló el pecho, sonriendo.
—¡Uyyy! ¡Buena está Bahía ahora, con las fiestas, muchacho!
Antonio Balduino se sentó junto al chófer, aceptó el pitillo:
—Me ha cogido la murria. Hace casi un año que me vine de allá.
El chófer se puso a cantar:
«Bahía es buena tierra,
ella allá y yo aquí…»
—No diga: Bahía es buena tierra siempre. Me muero por volver…
—¿Quieres ir en el camión? Saldré después de comer…
—Pero no tengo un céntimo…
—Las mujeres son caras, ¿no? —rió él chófer.
—¿Quién sabe? —y Balduino le guiñó un ojo.
—Es igual… Estoy sin ayudante… Puedes ir en su lugar…
—De acuerdo…
—Y si hay que hacer algo, me ayudas…
—¿A qué hora es la salida?
—Después de comer… Una hora u hora y media…
—Hasta entonces, pues…
—¿Adónde vas?
—A ver a unos amigos…
—Dentro de una hora, aquí…
—Seguro…
Antonio Balduino estuvo dando vueltas por la ciudad. No tenía ningún amigo a quien visitar, pero no quería que el chófer se enterara de que no iba a comer. Ya comería en Bahía, con el Gordo, con Joaquim o incluso con Jubiabá. Iba pensando en esto cuando se paró a liar un pitillo y oyó unas voces de repente:
—¡Per la Madonna! Es Baldo…
Se volvió. Frente a él estaba Luigi con un traje muy sobado, casi andrajoso:
—Luigi…
Luigi le dio un abrazo, se volvió a su alrededor y dijo alegre:
—Magnífico…
—¿Pero que haces aquí, Luigi?
—Malos vientos, muchacho… Malos vientos…
—¿Qué diablos tiene que ver el viento con esto?
—Cuando dejaste el boxeo. Baldo, ya nunca las cosas me fueron bien…
Miraba al negro con tristeza:
—Una carrera tan buena como llevabas… Una pena… Te largaste así, de repente, sin decir adonde ibas…
—Me dolió aquella paliza…
—Bobadas, hombre, bobadas… ¿Qué boxeador no recibe una vez? Además estabas borracho como una cuba…
—¿Pero qué diablos haces aquí, Luigi? ¿Tienes algún boxeador nuevo?
—¿Boxeador? Nunca habrá otro como tú…
Antonio Balduino sonrió satisfecho y le dio a Luigi un amistoso puñetazo en pleno pecho.
—Nunca más… Ahora voy con un circo…
—¿Circo?
—Un negocio desgraciado… No vale la pena ni hablar…
Entraron en una taberna. Luigi pidió un café. Antonio Balduino dijo:
—Pide unos pitillos. No tengo ni para tabaco, Luigi…
Sabía que con Luigi podía hablar francamente. Recordó algo y dijo:
—Tú fuiste el único que no apareciste cuando estaba cercado en el bosque, casi muerto…
—¿Pero qué fue? No sabía nada… Cuéntame…
—Nada… Tenía hambre y estaba casi muerto. Vi a todo el mundo, ¿sabes, Luigi? Vi a todo el mundo. Venían a darme la tabarra cantando cosas de difuntos… Sólo tú no viniste…
Luigi aún no había entendido la cosa a derechas. Amonio Balduino le relató la pelea con Zequinha, la fuga por el bosque, las visiones. Habló sombrío, sin detalles, por que tenía unas ganas locas de saber qué era aquello del circo:
—¿Qué negocio es ese?
Luigi movió la cabeza tristemente:
—De negocio, nada… Cuando te fuiste quedé sin trabajo…
—Sin blanca…
—Exacto. Fue entonces cuando apareció por allá un circo: el Gran Circo Internacional. De un compatriota llamado Giuseppe. Hizo dinero en Bahía, pero estaba muy atrapado, debiendo lo que no tenía. Yo reuní unos cuartos como pude, y entré como socio. Un socio desgraciado. Anduvimos por todos los agujeros… ¡Per la Madonna! El circo no da nada… Tiene unos gastos enormes. Dinero no entra.
Luigi, braceando, empezó a dar detalles. Antonio Balduino le interrumpió:
—¡Pues estás apañado…!
Pero Luigi siguió hablando:
—Pero tengo una idea que es capaz de cambiar las cosas… Te necesito…
—¿A mí? Pero si nunca fui artista de circo…
—Tampoco eras boxeador, y yo te convertí en un campeón…
Sonrieron ambos recordando tiempos pasados. Y cuando se levantaron de la mesa del café, Antonio Balduino estaba contratado por el Gran Circo Internacional como luchador. El negro fue a ver al chófer y le avisó:
—Ya no voy a Bahía, amigo…
—¿Mujeres, eh? —y el negro le guiñó el ojo.
El contrato verbal que había concertado con Luigi afirmaba que le darían casa, comida y dinero, cuando hubiera dinero. Pero el negro Antonio Balduino no lo necesitaba.
El cartel aún estaba tendido en el suelo. Se leía en grandes letras azules:
GRAN CIRCO INTERNACIONAL
Y al lado del cartel dormía Giuseppe como un cerdo. Luigi advirtió:
—Está borracho. Siempre está igual…
Lo empujó con el pie. El otro murmuró unas palabras incoherentes.
—Silencio… Ha llegado el instante del salto mortal. La menor distracción puede costar la vida del artista… Una sola palabra y el gran trapecista perderá… la… vida…
Unos hombres abrían agujeros en el suelo. Otros montaban el andamiaje. Trabajaban todos: artistas, empleados, ayudantes de pista. Luigi se llevó a Balduino a su barraca. Y lo primero que vio el negro fue su actitud de boxeador, tal como había salido en un diario de Bahía.
Luigi se tumbó en la cama (que no pasaba de ser un diván que entraba también en escena en el número del hombre-serpiente) y continuó explicándole a Antonio Balduino:
—Cinco contos para quien gane… Ya verás como no aparece nadie…
—Pero tiene que haber lucha, si no la gente acabará por cansarse…
—¿Pero quién dice que no va a haberla? Contrataremos a un tipo cualquiera por veinte mil reis. Ya lo encontraremos. Tú le das una paliza y en paz…
—¿Y si aparece uno dispuesto a pelear?
—No aparecerá nadie. Ya verás.
—¿Y si aparece?
Luigi señaló con el dedo el retrato clavado en la pared:
—¿Pero es que ya no te ves capaz…?
Antonio Balduino asintió con la cabeza. Pasó la mano por el retrato y soltó un silbido. Luigi comentó:
—¿No lo echas de menos? ¿Estás envejeciendo?
—Entonces no tenía yo este tajo en la cara…
—Eso impresionará aún más…
Llamaron a la puerta. Luigi abrió. Era una mujer menuda, que venía a reclamar su salario de mes y medio:
—Si no, no trabajo… No cuente mañana conmigo…
—Mañana te pago, mujer…
—Sí, mañana. Siempre igual… «Mañana te pago.» Hace meses que no oigo otra cosa… Estoy harta. No cuente mañana conmigo…
—Pero mañana te pago. En serio. No imaginas lo que va a ocurrir… —se volvió hacia Balduino—: Esta es Fifí, la trapecista.
La mujer miró al negro.
Fifí, este es el célebre Baldo… Ya habrás oído hablar de él…
La mujer nunca había oído su nombre, pero asintió con la cabeza. Luigi hablaba de prisa para impresionar a la mujer:
—Pues es el mejor boxeador del Brasil. En Río no había nadie que le aguantara un asalto. Llegó hoy de Bahía. Lo mandé llamar. Está contratado. Cogió un auto y aquí lo tienes…
La mujer desconfiaba:
—¿Y con qué dinero contrató a este fenómeno? Todo esto me huele a falso… Me parece que vi a este negro guiando un camión por aquí… Mira chico, si dejaste el camión pensando que aquí ibas a ganar cuartos, estás apañado… Aquí no hay una perra para nadie…
Apartó de un empujón al negro y se dirigió a la puerta. Pero Antonio Balduino fue más rápido y la cogió del brazo, con rabia:
—Para ahí, mujer. ¿Quién dice que no soy boxeador? ¿Ves ahí ese, en la pared? Pues soy yo: un servidor…
La mujer miró y se convenció:
—Bueno, si es así… ¿Pero por qué ha venido a meterse en este berenjenal? Aquí no hay un céntimo…
—Vine para hacerle un favor a un amigo —dio una palmada en el hombro a Luigi—. Un amigo de verdad…
—¡Ah! Si fue por eso…
—Y mañana vamos a tener dinero a cubos…
La mujer se deshacía en disculpas:
—Hay un camionero que es igualito… Igualito…
Desde la puerta se volvió una vez más, sonriente. Antonio Balduino se volvió a Luigi:
—Aquello de Río era puro cuento, amigo…
Luigi se puso a redactar el anuncio para el día siguiente. Balduino leía por encima del hombro:
—Ponme el nombre en letras bien grandes… Así de grandes…
Y abría los brazos mostrando el tamaño.
* * *
Giuseppe, cuando se reponía de sus borracheras, era hombre activo y resuelto. Parecía que iba a salvarlo todo, a resolver la situación calamitosa del circo, a pagar los salarios de los artistas y de los domadores. Pero su actividad se limitaba a los gestos, a las palabras, que usaba con largueza:
—¡Vamos a ver! ¡Esto no marcha! ¡Esa jaula tenía que estar ya en pie! ¡Peste de gente! ¡Pero vamos! ¿Es que no acabaréis nunca? Sin mí no hay nada que marche. Tengo que cuidarme de todo.
Y cuando un artista reclamaba:
—Es que sólo saben pedir dinero… Y el arte ¿no vale nada? En mi tiempo la gente trabajaba por amor al arte, por los aplausos, por las flores. Flores ¿oyen? Flores… Las chicas nos tiraban flores. Pañuelos bordados… Yo podría tener una colección si quisiera… Pero eso no va conmigo. Entonces sólo se pensaba en el arte. Un trapecista era un trapecista…
Se volvía a Fifí:
—Una trapecista era una trapecista…
La trapecista le miraba rabiosa. Él continuaba:
—¿Y hoy? ¡Pues ya lo vemos! Una trapecista como tú, que apenas se aguanta allá arriba, pues viene pidiendo dinero, venga a hablar de dinero. No habla de otra cosa; como si los aplausos no valieran nada.
—Yo no como aplausos…
—Pero es la gloria… No sólo de pan vive el hombre… Fue Cristo quien lo dijo…
—Cristo no era trapecista…
—Hoy… En mi tiempo no… Palmas, flores, pañuelos… Todo esto tenía valor… Tú quieres dinero, ¿eh? Pues bien, mañana lo tendrás… Os pagaré a todos… A todos…
Pero siempre acababa pidiendo:
—Ya sabes. Fifí, como estamos… Atrapados hasta el cuello. ¿Qué es lo que voy a hacer yo? Soy un artista viejo. Recorrí toda Europa… Tengo mis álbumes allá, en la barraca… Ahora estoy así, y me conformo… ¿Crees que tengo dinero? Sólo tengo deudas. Tengan paciencia. Ten paciencia. Fifí. Tú eres una buena chica…
—Pero Giuseppe: no tengo ni un trapo que ponerme. El maillot verde da vergüenza ya. No puedo aparecer más con él…
—El primer dinero que hagamos será para comprarte otro. Te lo juro…
Y se iba a otro lado a dar órdenes inútiles, a protestar contra todo, a mirar lo que hacía Luigi, a meter las narices en todo, para acabar al fin en una taberna, contando a los desconocidos, que le pagaban el aguardiente, sus glorias de trapecista.
Aquella noche, cuando volvía vacilante a la barraca después de haber marcado con carbón la cabeza de varios chiquillos para que entraran gratis al espectáculo, vio a Antonio Balduino que parecía estar mirando las estrellas mientras no quitaba ojo de la barraca de Rosenda Roseda, la bailarina negra, el número de mayor éxito del Gran Circo Internacional. A la luz de la vela había visto que la negra empezaba a desnudarse y mostraba una piel de terciopelo. El negro cantaba una de sus sambas de mayor éxito:
«Mi mulata es de terciopelo…
Cuando la acaricio me hace estremecer…»
Cuando vio que Giuseppe venía, hizo como si estuviera mirando las estrellas. ¿Cuál sería Lucas da Feira? Una vez le habían mostrado la estrella en que se había transformado Zumbi dos Palmares. Pero ahora no la veía. No brillaba aquí. Sólo brillaba en Bahía en las noches de macumba, cuando los negros festejan a Oxossi, el dios de la caza. El se cuida de los negros, brilla cuando están alegres, se apaga cuando están tristes. ¿Sería el Gordo quien le contó aquella historia? No. Fue Jubiabá, una noche, en el muelle. Si hubiera sido el Gordo habría ángeles en la historia. Jubiabá sí que sabía cosas de Zumbi dos Palmares y de otros negros grandes y valientes. Aún puede dar otra ojeada por la ventana de la barraca de Rosenda Roseda, porque Giuseppe viene balanceándose de tal modo que tardará en llegar Pero la chica ha desaparecido. Apagó la luz. Si no hubiera sido por Giuseppe –¡Condenado borracho!— la habría visto desnuda. Qué mujer… No habría dinero, pero mientras ella estuviera en el circo, Antonio Balduino estaría también… Qué negra más bonita… Aquello iba a ser un éxito en la «Linterna de los Ahogados». Se iban a quedar todos con la boca abierta…
Llegó Giuseppe. Cuando quiso saludar al negro perdió el equilibrio.
—Estoy cansado… Hay un trabajo aquí que mata a cualquiera… No paro en todo el día…
—Ya se ve…
Siguió adelante. Tardó casi media hora en entrar en la barraca.
—Es capaz de pegarle fuego al carretón cuando quiera encender la vela —pensó Antonio Balduino.
Se acercó. Pero ya Giuseppe encendía la vela y ahora estaba sentado al pie de una mesita de patas cojas. Encima había unos libros espléndidamente encuadernados, pero estropeados por el tiempo. La curiosidad se apodera del negro, que espía como un ladrón. ¿Qué habrá en aquellos libros que Giuseppe acaricia con tanto amor? Está haciendo lo mismo que hace el negro con los muslos de las mulatas. Pasa la mano levemente, con cuidado, lujuriosamente. Pero Giuseppe se volvió y Antonio Balduino le vio los ojos. Hay gente que cuando bebe se queda así de triste. Otros se ponen alegres, y cantan, ríen… Pero hay también los que se quedan tristes y les da por llorar. Giuseppe es de estos. Antonio Balduino no puede resistir más y entra en el carromato de Giuseppe, triste de tanto beber.
* * *
Fue en Italia, en primavera. Aquel de los bigotes que estaba allí, en el álbum, era su padre. Toda su familia trabajaba en los circos. En la fotografía más vieja, amarilla ya del tiempo, aparece su abuelo, de uniforme. No era general, no… Era el dueño de un circo: el Gran Circo Internacional… Pero entonces era un circo de verdad… Sólo de leones tenía más de treinta. Veintidós elefantes… tigres… Toda clase de animales…
—He bebido un poco, pero no te miento…
Antonio Balduino le cree.
Los bigotes de su padre eran un espectáculo. Él era muy niño y aún se acuerda. Cuando el viejo subía al trapecio parecía que el circo se venía abajo de tantos aplausos. El delirio. También los saltos que daba de trapecio a trapecio, el salto mortal, tres vueltas sin agarrarse… Los corazones se paraban. Su madre andaba por el alambre. Vestía de azul y parecía un hada… Avanzaba con su sombrilla japonesa, equilibrándose. Él venía de una familia de gentes de circo. Cuando el padre murió, lo heredó todo. Sólo de leones tenía no sé cuántos. Y caballos amaestrados. Pagaba una fortuna a los artistas. Los más famosos de Europa…
—Y todos cobraban el sábado. Nunca me atrasé.
Un día, el rey, el rey en persona, fue a su circo. ¡Qué día aquel! Antonio Balduino no se lo creería, seguro, porque lo veía así, borracho y mal vestido, pero el rey le aplaudió… No sólo el rey. Toda la familia real, que estaba en un palco de lujo. Fue en Roma, en primavera. Cuando él apareció en el redondel… ¡ay, Dios mío! Nunca se vio cosa igual…
—Pensé que no acababan los aplausos…
Allí en el álbum estaba su retrato. Vestido de casaca, sí. Así entraba en la arena. Después iba quitándose la ropa poco a poco. La capa, la chaquetilla. Se quedaba sólo con un maillot como en esta otra foto. Y era hermoso. No como hoy, que parece un esqueleto. Pero en aquel tiempo le iban detrás todas las mujeres. Hubo una condesa… Rubia. Llena de joyas. Concertaron una cita.
—¿Le tocó los pechos? —el negro se animaba.
—Un caballero no cuenta esas cosas.
El rey estaba allí, en su palco de lujo. Toda la familia real. Él dio el doble salto mortal y —aunque parezca mentira— el rey no pudo contenerse, se levantó y empezó a aplaudir. ¡Qué noche aquella! También Risoleta estaba hermosa como nunca. Y cuando saltó con él, fue un éxito. Ella vendía el retrato de los dos a los espectadores, aquel retrato que estaba en la página central del álbum y en el que se veía una mujer en actitud de quien agradece los aplausos, con la mano sostenida por un hombre vestido con una especie de traje de baño. Mirando atentamente se veía que el hombre era Giuseppe.
—¡Vaya mujer! —dijo Balduino.
—Era mi mujer…
Vendía aquel retrato a los espectadores y no había quien lo rechazara. ¿No era acaso primavera y ella tan bella como las más bellas flores primaverales? Era una flor de primavera, y todos los romanos querían un recuerdo de la estación que se iba. Se quedaban con su retrato. En la otra fotografía aparecía sobre un caballo con una pierna alzada. Aquel caballo se llamaba Júpiter, y valía un dineral. Se quedó con él un acreedor de Dinamarca, cuando el circo andaba por allá. Aquel retrato de Risoleta sobre el caballo se lo hicieron pocos días antes de que la mujer cayera. Andaba tan bonita aquella primavera, tan joven, que nadie diría que iba a ocurrir aquel estúpido accidente. Giuseppe nunca hubiera pensado que aquello pudiera ocurrir. Y ella cayó. Había tanta gente aquella noche en el circo, que parecía un mar. Todos hablaban de I Diavoli, que era su nombre artístico. Cuando Risoleta aparecía en la calle las mujeres separaban para verla. Imitaban sus vestidos, pues ella sabía ser elegante. No era bonita sólo en el circo, saltando en el trapecio. Los hombres andaban locos por ella. I Diavoli eran el éxito de aquella florida primavera de Roma. «Este retrato es de ella. Va vestida con el traje de actuar…»
Giuseppe mira el retrato. Va hacia la cama y trae una botella de aguardiente.
—De San Amaro, ¿eh? ¿De la buena? —ríe Balduino.
Giuseppe bebe de más. No aparta los ojos del retrato. Balduino nota que los ojos de la mujer del retrato parecen dominados por un presentimiento. Giuseppe sabía perfectamente que a ella no le gustaba aquella vida del circo, que deseaba vivir en sociedad, bien vestida, elegante, haciendo furor entre los hombres. ¿Pero quién iba a suponer que caería aquella noche? No se había roto ningún espejo… Habían entrado en la arena, se vieron sacudidos por la ovación del público. Ella saludó sonriendo. Subieron. Al principio todo fue bien. Pero no en el salto mortal… Nunca había ocurrido aquello. El trapecio no se movió lo suficiente… Ella no alcanzó las piernas de Giuseppe para agarrarse. Quedó sólo un montón de carne sanguinolenta en el suelo. No quedó tan horrible el cuerpo de John, el domador, cuando aquel león se lanzó sobre él y lo destrozó a zarpazos. Risoleta era un montón de carne sin rostro, sin brazos, sin nada. Él no sabe cómo no cayó también, cómo tuvo fuerzas para bajar. Fuera seguía siendo primavera y pasaban parejas de enamorados. Después el payaso dijo que él lo había hecho a propósito porque sabía que ella tenía un amante. Llegaron a iniciar una investigación, que no llevó a ningún resultado… Desde aquel día empezó la decadencia del Gran Circo Internacional.
—Como una novela —afirmó Balduino—. Podría escribirla alguien… Se lo diré al Gordo.
—¿Pero cree usted que realmente ella tenía un amante…? Eso dijeron. Me enseñaron cartas que había entre las cosas de Risoleta… Pero era mentira ¿no cree? La gente del circo es mala… ¡Cómo iba a tener un amante! Tenían envidia de sus éxitos. Eso es lo que pasaba. Lo que me da más rabia es pensar que ella pudiera tener un amante. Por eso bebo. Había las cartas, claro, ¡pero ella era tan buena! Aquella vida realmente no le gustaba. Pero no era mujer para andar con un amante. Pero había las cartas, que hablaban de citas… Me gustaría que no hubiera muerto, para preguntarle y que me dijera que todo aquello era mentira, que era envidia. ¿No crees?
¿Se va a poner a llorar? Se aprieta la cabeza entre las manos y cierra los ojos. Ahora es Antonio Balduino quien coge la botella de aguardiente y bebe un trago enorme. Allá fuera hace también una noche de primavera.
* * *
—¿Y el payaso qué es?
—Correfaldas: eso es…
—Mira a la negra en la ventana.
—Con su cara de manzana…
El payaso va montado en un burro. Al fondo de la ciudad, el circo la domina. Lleno de banderas, con dos grandes carteles en la puerta. De noche tocará allí la música y pasarán las negras vendiendo dulces. En la ciudad sólo se habla del circo, de los artistas, de la negra que baila casi desnuda, y especialmente del negro Baldo, que desafía a los hombres de Feira de Santana. Los hombres charlan y comentan. Luigi esperó al lunes para estrenar. El lunes hay feria de ganado y llegan hombres de todos los pueblos de alrededor a vender los bueyes. El payaso anda por el Largo da Feira:
—¿Hoy hay espectáculo?
—Hay; sí señor…
Los niños que llegaron de las haciendas a vender requesón y panes de azúcar, miran con envidia a los chiquillos de la ciudad que acompañan al payaso y entrarán gratis en el circo. Un campesino le dice al otro:
—Esto del circo me vuelve loco…
—Yo conocí a un chiquillo que trabajaba. Uno llamado Europeu, que era de la banda…
—Dicen que el payaso es bueno…
—¡Vaya si lo es!
—Me voy a quedar aquí a hacer noche. Así podré ir a la función…
—Dicen que ya no quedan entradas… Está todo vendido…
Los chiquillos acechan por donde les será más fácil colarse. El payaso continúa su glorioso paseo por entre los campesinos. De las tiendas salen los dependientes a mirar. En medio de la feria, el payaso se paró y pidió silencio:
—¡Respetable público! Baldo, campeón mundial de lucha libre, lucha capoeira y boxeo, ha venido de Río expresamente (y acentuaba el «expresamente») para trabajar en el Gran Circo Internacional, con una paga de tres contos por mes, casa, comida y ropa lavada…
—¡Ahí va! ¡Vaya ganga! —exclama un campesino.
—… y se complace en retar a cualquier hombre de esta ciudad heroica que quiera pelear con él en el circo, esta noche o cualquier otra durante nuestra estancia en la ciudad. Si hay alguien que venza a Baldo, el circo dará al héroe cinco contos de reis. ¡Cinco contos de reis! —repetía gritando—. Y Baldo, por su cuenta, apuesta otro conto a que nadie le gana. ¿Hay alguien que quiera aprovechar esta oportunidad? He de comunicar al respetable que ya dos hombres se han presentado en el escritorio del circo para desafiar al gran campeón Baldo, y éste ha aceptado el reto. Quien quiera luchar puede presentarse en el circo esta noche. La pelea terminará con la muerte de uno de los luchadores. Con la muerte.
Y como si no estuviera cansado del discurso, continuó su paseata por la ciudad, montado en su jumento, el burro tropezando de tiempo en tiempo y él haciendo como que caía, agarrándose al rabo del animal, haciendo reír a toda la ciudad y largando su discurso en cuanto veía un grupo de gente reunida.
Toda la ciudad comentaba aquel combate a muerte. Y ya se sabía que un chófer, un empleado de comercio y un gigantesco campesino estaban dispuestos a aceptar el reto de Baldo, el gigante negro, y a disputar los cinco contos. La ciudad anocheció nerviosa.
* * *
Cuando entró el campesino, un muchacho que andaba por el gallinero empezó a gritar:
—José: de la pareja de gorilas que encargó, ya ha llegado el macho —y señaló al campesino.
Todo el mundo se echó a reír. El campesino puso mala cara pero acabó también riendo. Era un gigante aquel campesino de alpargatas y cayado. Se reía porque pensaba en los cinco contos que iba a ganar peleando con aquel Baldo. En sus campos él derribaba árboles con un par de hachazos y cargaba troncos enormes a lo largo de enormes distancias. Y cuando se sentó tenía una sonrisa victoriosa, aunque era de natural modesto y desconfiado.
Entraban negros cargados de sillas para la gente que iba a los palcos. El circo estaba abarrotado. No quedaban sillas y los espectadores tenían que llevarlas de sus casas.
—Por eso vine a gallinero. Es más barato y no hay que cargar con nada. Sólo con el cuerpo…
—Ahí va el juez…
Entró el negro, colocó las sillas en el palco, fue a buscar más y luego se acomodó. Llamaban a un individuo que pasaba hacia su localidad:
—¡En! ¡Chico Peixeiro! Conque de palco, ¿eh? ¡Quién te ha visto y quién te ve…!
Fuera brillaban las luces de colores. El cartel del circo —Gran Circo Internacional— brillaba en rojo, azul y amarillo, con las lámparas luciendo intermitentemente. Negras de enagua y collares vendían pipocas, acarajés, mingau y muguzá. Toda la calle estaba iluminada por la luz del circo. Los chiquillos rondaban en busca de un coladero. Un hombre vendía jugo de caña y un negro se apresuraba a acabar con su sorbete para entrar también él. Y reía con grandes carcajadas gozando de antemano con las gracias del payaso. El pueblo se apretujaba en la cola de general, donde Luigi se frotaba las manos de contento. Y las viejas de la ciudad andaban espantadas con aquel movimiento que venía a quebrar la calma pacata de una ciudad que se acuesta a las nueve. Y es que el circo lo había revolucionado todo. El circo era la novedad, el viaje, las fieras de otras tierras, y la aventura. Los negros inventaban historias sobre los artistas.
Llega la música. Ahora dobla la esquina de la Rua Direita y ya se oye la marcha carnavalesca. En el circo todos se levantan. Los que están en los bancos más altos de general espían por encima del telón. Los chiquillos que están a la puerta del circo corren y acompañan a la «Euterpe 7 de Septiembre», ya que viene garbosa, marcial, vestida de verde y azul. Don Rodrigo, el de la farmacia, es un as con la flauta. El clarinete arranca sones que quedan vibrando en el aire y van a dar con la cabeza de Antonio Balduino, que sale de la barraca para oír la música. ¡Bonita banda! ¡Vaya trajes! Aquel que está allá, de espaldas, es el maestro. Antonio Balduino piensa que con gusto cambiaría su puesto de luchador por el del hombre flaco que se vuelve de espaldas y dirige la «Euterpe 7 de Septiembre». Bonito de verdad, piensa el negro. ¡Cómo lo miran todas las mulatas! Toda la gente. Es el héroe de la ciudad, una gloria de Feira de Santana. Y también el flautista. Todos lo conocen y todos lo saludan. El juez se quita el sombrero cortésmente y los del Banco, cuando quieren ir de juerga, invitan al flautista y le pagan la bebida y lo tratan de igual a igual, contentos de que él lleve la flauta. Pero Giuseppe arranca a Antonio Balduino de la contemplación de la flauta. El negro vuelve al carretón llevándose en el alma su deseo de dirigir una banda. La «Euterpe 7 de Septiembre» se acerca al circo. Va imponente, rodeada de gente, consciente de su prestigio. En la puerta del Gran Circo Internacional el maestro da unas órdenes y todos se detienen. En la general, en las sillas de los palcos, en las barracas de los artistas, todos escuchan los redobles que la Euterpe ejecuta a la puerta del circo. Y todos piensan que es una maravilla aquella banda de Feira de Santana, la mejor, sin duda, de todo el Estado. Acabado el redoble, entran en el circo y se instalan sobre la puerta, en un tablado dispuesto especialmente para ellos. Ahora que llegó la música, los espectadores piden a gritos que empiece de una vez el espectáculo.
—¡Payasos! ¡Que sigan los payasos!
Grita la chiquillería, gritan los hombres y hasta el juez consulta el reloj y le dice a su mujer:
—Ya pasan cinco minutos de la hora. La puntualidad es una gran virtud.
Pero la consorte no se impresiona, pues está ya harta de las frases de su marido. En el palco vecino, un grupo de empleados de comercio, que aquel día habían cerrado, comenta la pelea.
—¿Tú crees que será verdaderamente a muerte?
—¡Qué va! No les dejará la policía…
—Pero dicen que este Baldo es un bárbaro. Agripino le vio pelear en Bahía contra un alemán. Dice que es un toro.
Empieza un pateo en la general. La gente del gallinero no tiene educación —piensan los dependientes de comercio—. ¿Dónde se ha visto que un espectáculo empiece puntual? La gente del gallinero no tiene educación. Pero si patean no es por falta de principios. Eso no lo saben los dependientes de comercio. Si patean y reclaman es porque así se divierten más. Una función de circo sin pita en el gallinero, sin gritos, sin pateos, sin reclamaciones, no vale nada. Aquello es lo mejor del circo. Quedarse con la garganta ronca de tanto gritar, con los pies doloridos de tanto batir en las tablas del gallinero. Una negra protesta:
—Oye tú: vete a sobar a la madre que te parió…
Hay un comienzo de gresca en el lado izquierdo. Eso es lo que pasa por sobar a una casada. Un hombre cayó del gallinero. Pero pronto se levanta y vuelve a su lugar entre un abucheo tremendo. En el redondel aparece Luigi vestido con la casaca de Giuseppe, que anda con una borrachera increíble. Se hace de repente el silencio en el circo:
—¡Respetable público! El Gran Circo Internacional agradece su presencia y espera que todos los artistas merezcan sus aplausos gentiles y benévolos.
Luigi forzaba su italiano. Así impresionaba más. Los ayudantes de pista entraron a la carrera, extendieron una alfombra vieja y agujereada que atravesaba el redondel de lado a lado y entonces, entre el delirio del respetable, hizo su presentación la compañía. Primero entró Jujú, que llevaba de las riendas al caballo «Huracán», con sus arreos relucientes. Después entró Fifí, la trapecista, y redoblaron los aplausos. Vestía un maillot de paño verde, y mostraba los muslos a los ávidos ojos de los negros, de los empleados de comercio y del juez. Saludó levantando un poquito su capa. El circo está a punto de reventar de tanto aplauso. El payaso Bolao entra haciendo piruetas:
—¡Güeñas noches pa toooooos…!
Carcajadas. Lleva un bombacho azul con estrellas amarillas y una luna roja en el trasero.
—Voy vestido de cielo con todas las estrellas. El vestido me lo dio un hada. ¡Sí, un hada!
¡Qué gracia tiene el payaso! El hombre-serpiente parece realmente una culebra con aquella ropa pegada al cuerpo, llena de cosas que brillan. La ropa se ciñe a su cuerpo asexuado, y parece una chiquilla, un chiquillo. Los hombres le abuchean. Pero se alzan otros gritos pidiendo silencio. El devorador de fuego tiene una enorme pelambrera rubia. El gran equilibrista Robert encanta a las mujeres con su casaca sobada. Por el nombre es francés, y también por el pelo, bien alisado, pegado a la cabeza, abierto con raya al medio: un encanto. Tira besos con las manos, besos que van a caer en los senos de las muchachas románticas. Suspira una solterona. «¡Qué guapo es!», murmura alguien en la general. La burla pasa inadvertida porque todos están ya pendientes del oso y del macaco. El león está en la jaula, al fondo, y ruge feroz. Lúgubre y feroz. Una mujer explica a otra que no le gusta ir al circo porque tiene miedo de que el león se escape. El león la pone nerviosa. Jujú va para vieja, tiene el rostro arrugado, con unos pliegues que no llega a encubrir del todo la pintura, pero aún tiene buen tipo. Rosenda Roseda aparece vestida de bahiana:
—Buenas noches a todos…
Corre en torno del redondel, saltando, alzando el borde de la falda, que voltea y hasta parece la lona del circo. Los hombres se olvidan de Jujú, de Fifí, del gran equilibrista Robert, del oso, del león, y hasta del payaso, para ver sólo a la negra Rosenda Roseda vestida de bahiana, agitando las ancas con aparatosas sacudidas. Los ojos brillan de lujuria. Los dependientes de comercio estiran el cuerpo fuera del palco. Al juez se le escapan los ojos. Su mujer dice que es una inmoralidad. Los negros están en general roncos de tanto gritar. Rosenda conquistó al público. El único que no aparece es Baldo, que sigue allá dentro, conteniendo a Giuseppe, que está borracho pero quiere también salir a saludar al público. Reclaman la presencia del negro:
—¡Que salga el boxeador! ¡Que salga el boxeador!
—¿Es que se está escondiendo?
Luigi explica que Baldo, el gigante negro, el gran luchador, campeón mundial de boxeo, lucha libre y capoeira, está precalentándose y sólo aparecerá en el mismo momento del combate que va a sostener con los campeones de esta heroica ciudad. Se retira la compañía y empieza el espectáculo con Jujú y su caballo. El caballo «Huracán» galopa por la arena. Jujú lleva un látigo en la mano y viste un maillot que le marca los enormes pechos. Salta en el caballo. Va en pie encima de las ancas del animal. Para ella es como si fuera en automóvil. Da un salto encima de «Huracán». Aplausos. Hace otras piruetas y se retira entre una ovación.
—Yo vi cosas mejores —dice un hombre a quien todos miran y respetan porque ha viajado. Cuenta que estuvo en Bahía y en Río.
—¡Menuda porquería!
Los hombres tienen ganas de aplaudir pero se aguantan. Aunque después pierden el miedo y aplauden con todas sus fuerzas. Y es que después de tocar una samba, aparece el payaso dando volteretas.
Discute con Luigi, coge la maleta abierta (por la que aparecen unos calzoncillos), coge su garrote y quiere retirarse. Hace luego unos juegos de manos. Luigi le pregunta:
—¿Has ido a la escuela, Bolao?
—¡Caray si fui! ¡Diez años pasé en la Jumentalidad…! Allí me diplomé de burro, ¿oyes? —el público ríe que se parte.
—Entonces, dime: ¿en cuántos días hizo Dios el mundo?
—Lo sé, lo sé…
—Pues entonces dilo…
—Lo sé, pero no lo digo. No me da la gana.
—¡Que no lo sabes, hombre, que no lo sabes!
—¿Que no lo sé? ¿Quién dice que no lo sé? ¿Quién se atreve a decir tal cosa? ¡Venga, que salga! ¡Verá que paliza va a llevarse…!
Y así, con estas cosas, el payaso hizo feliz a aquella gente en la noche de circo. Los empleados de comercio reían a carcajadas. Reía el juez, reían estrepitosamente los negros de general. Sólo el hombre viajado y culto encontraba que todo aquello era una porquería, y que por lo que había pagado podían darle algo mejor. Dinero tirado. Pero es que aquel hombre había perdido la pureza años atrás, en las grandes ciudades donde había estudiado antes de que muriera su padre y tuviera que agarrar el metro y medir piezas de tela en casa de Abdula.
Bailó el macaco. El oso bebió una botella de cerveza. El hombre-serpiente parecía asexuado y se retorcía como una culebra. Hasta ponía nervioso. Metía la cabeza entre los pies, retorcía el cuerpo a un lado, se metía los pies en la boca, se tumbaba encima de un cajón pequeño, sostenido sólo con su vientre de mujer, las piernas a la espalda, la cabeza también. Trabajaba con entusiasmo, pero irritaba a los hombres porque no tenía el sexo definido y ellos permanecían angustiados sin saber si tenían que amarlo, pensando en él como en mujer, o si debían de aplaudirle como se aplaude a un macho. Sólo en los ojos del hombre viajado y culto brillaba una luz extraña y criminal. El hombre-serpiente agradeció los aplausos con su rostro de ángel, lanzó besos como Robert, el gran trapecista, se curvó como Fifí, la trapecista célebre. Las mujeres recogieron los besos, los hombres los saludos. Sólo el hombre culto y viajado dejó su lugar porque el espectáculo para él se había acabado. Se llevó su miseria en el corazón y en los ojos, y aquella noche no pudo dormir.
El gran equilibrista Robert no trabaja esta noche. Las mujeres se entristecen. En compensación, allí está Rosenda Roseda, la incomparable.
LA INCOMPARABLE ROSENDA ROSEDA
SE NOS PRESENTA ORGULLOSA,
EN FORMIDABLE TORMENTA EMOCIONAL
ALCANZANDO EL PUERTO ÁUREO DE SU
CARRERA EN LAS TABLAS
La tormenta emocional es una machicha emocionante. ¿Será que va desnuda bajo sus ropas de bahiana? Eso parece, porque enseña las piernas hasta medio muslo y no aparece ropa alguna. Sobre los pechos lleva collares multicolores. Hace grandes XX con las piernas. La mujer del juez encuentra que aquello decididamente es una inmoralidad y que la policía no debería permitirlo. El juez no está de acuerdo, cita la Constitución y el Código y le dice a su mujer que lo que le pasa es que no está civilizada y que él no quiere perder el tiempo discutiendo. Lo que quiere es ver los muslos de Rosenda Roseda, la incomparable… Pero ahora todos tienen algo mejor que mirar. Menea las ancas… Desapareció por completo y sólo le quedan las ancas. Sus nalgas llenan el circo, desde el techo hasta el redondel. Baila Rosenda Roseda. Danza mística de macumba, sensual como danza religiosa, feroz como danza de la selva. Muestra su cuerpo todo, pero su cuerpo es un secreto para los hombres, porque apenas aparece, la falda lo cubre, lo esconde. Los hombres están furiosos, clavan la vista, pero es inútil. La danza es demasiado rápida, demasiado religiosa, y ellos están dominados por la danza. No los blancos, sin embargo, que siguen con los ojos clavados en los muslos, en las nalgas, en el sexo de Rosenda Roseda. Pero los negros sí. Ellos se sienten penetrados por el movimiento, la cadencia ritmada y religiosa de macumba, machicha brava, y piensan que la bailarina ha sido poseída por un santo. Ella alcanza el áureo puerto de su carrera cuando descansa las nalgas en las piernas y recibe la manifestación estruendosa del entusiasmo de los asistentes, que se ponen en pie y no oyen el pasodoble que la banda empieza a ejecutar. Y ella danza de nuevo su «tragedia emocional», machicha emocionante, danza religiosa de los negros, macumba, dioses de la caza, y de las viruelas, la saya revolando, los senos saltando bajo los collares para los ojos del juez. Las piernas y las nalgas de los negros danzan en la general, que amenaza con venirse abajo. Alcanzó el áureo puerto de su carrera en las tablas. El juez se alzó para aplaudir. Como él rey con Giuseppe. Rosenda saca flores de debajo de la falda, capullos de rosa que lanza a la calva cabeza del juez. Una idea de Luigi. Es un momento de emoción. Alcanza el áureo puerto de su carrera en los tablados circenses. Y cuando el espectáculo acabe, vendrá un negro de alpargatas y cogerá una de aquellas flores que conservan el perfume del sexo de Rosenda Roseda y se la llevará junto al corazón a las plantaciones de tabaco.
Entra de nuevo el payaso, y de nuevo los hombres ríen y se calman. Después aparece Luigi, que anuncia:
—¡Respetable público! Baldo, el gigante negro, a quien ya conocéis al menos de nombre, desafía a cualquier hombre de esta ciudad a un combate a muerte. La Empresa da cinco contos como premio al vencedor, y Baldo, por su parte, apuesta un conto más por su victoria.
Hay un susurro en la multitud. Luigi sale y entra con el negro Antonio Balduino, que lleva sobre el cuerpo musculoso una piel de tigre que es pequeña para él y traba sus movimientos. Cruza los brazos sobre el pecho y mira a los espectadores con aire de reto. Sabe que Rosenda le está mirando y quiere que aparezca un hombre para luchar de verdad. Ella vendió retratos y fue a contar sus níqueles a la barraca. Después, le dijo, iría a ver la lucha. Pero no aparece ningún hombre dispuesto a pelear con él. Luigi explica al respetable público que los dos hombres que se habían presentado en el escritorio de la Empresa diciendo que iban a luchar no aparecen ahora por ninguna parte. Y si no aparece nadie. Baldo luchará con el oso. Pero cuando apenas ha acabado de hablar, el campesino que parecía un gorila se levantó y caminó medio curvado hacia la arena:
—¿Es verdad ese cuento del premio?
—Verdad verdadera —dice Luigi espantado.
El campesino se quitó las alpargatas, la camisa, y se quedó sólo con los calzones. Luigi miró para Antonio Balduino. El negro sonrió diciendo que estaba bien. Trajeron un colchón al medio del redondel, y Antonio Balduino se quitó la piel de tigre y se quedó sólo con el taparrabos. El tajo de su rostro brillaba a la luz de las lámparas. Los hombres aplaudían al campesino. Luigi se dirigió de nuevo al público pidiendo un hombre que entendiera de boxeo para ser segundo juez.
Apareció uno de los empleados de comercio. Conversó con Luigi combinando las condiciones. El italiano explicó al público:
—La lucha sólo terminará con la muerte o con la rendición de uno de los luchadores.
Hizo las presentaciones:
—Baldo, el gigante negro, campeón mundial de boxeo, lucha libre y capoeira. El retador.
Preguntó algo al campesino:
—Totonho da Rosinha, que aceptó el reto.
Antonio Balduino se acercó a dar la mano al adversario, pero éste pensó que era ya el comienzo de la lucha y quiso trabarse con el negro. Luigi le dio unas explicaciones y la cosa siguió por los buenos cauces. Se quedaron los dos sobre el colchón mirándose fijamente.
Rosenda Roseda miraba al negro Antonio Balduino. No había cinco contos, no había un salario, allí estaba el cuerpo caliente de Rosenda, la incomparable. Y Balduino se sintió casi feliz. Si consiguiera ser el jefe de la Euterpe sería feliz por completo. El empleado de comercio empezó a contar:
—Uno… dos… tres…
El campesino se echó sobre Balduino, que retrocedió dando una vuelta por el colchón. La multitud abucheó al negro. Rosenda le sacó la lengua al respetable. Pero de repente Baldo se paró, se volvió bruscamente y acertó con un puñetazo brutal en el rostro de Totonho. Pero como si nada. El campesino ni siquiera pareció sentirlo. Se lanzó de nuevo sobre el negro y tendió los brazos.
—Aquí por lo visto vale la capoeira —se dijo Baldo.
Se lanzó sobre el campesino y le dio varios puñetazos en el rostro. Pero Totonho prendió con sus piernas las espaldas de Baldo y lo tumbó. Quedó encima. Entonces se dio cuenta Balduino de que el campesino era pan comido. No sabía luchar a puñetazos. Sólo era fuerza bruta. Logró alzarse y descargó varios directos sobre el campesino, que no sabía cubrirse. Corrieron así, dando vueltas al colchón hasta que cogió a Antonio Balduino por la cintura y lo levantó. Luego lo lanzó al suelo con todas sus fuerzas. El negro se estrelló contra la arena. Se levantó con rabia. Hasta entonces aquello había sido un juego, pero ahora se había acabado. Lanzó un golpe de capoeira sobre el campesino, lo agarró por el brazo y se lo retorció brutalmente. El adversario estaba inmovilizado por sus piernas, y Baldo le retorcía el brazo cada vez más. La multitud aplaudía. El campesino soltó un grito y desistió de la lucha y de los cinco contos. Salió entre abucheos, agarrándose el brazo, que parecía roto. Antonio Balduino saludó y se retiró entre aplausos.
—¡Menudo tío el negro ese!
Al entrar preguntó a Rosenda:
—¿Te gustó?
Ella tenía los ojos húmedos de entusiasmo.
Un ayudante de pista apareció con un cartel donde se leía:
DESCANSO
Los hombres salieron a beberse un vaso de agua de azúcar. La banda ejecutó pasodobles y marchas.
* * *
Robert era un sargento. Antonio Balduino el otro. El gran equilibrista estaba elegantísimo con su guerrera de sargento francés. Pero a Antonio Balduino le quedaba pequeña. Era de un tragasables que trabajó en el circo cinco años atrás. Ceñía al negro hasta ahogarlo y el sable parecía ridículo de tan pequeño. Pero si sólo fuera eso, menos mal. Lo peor es que Fifí quería recibir sus pagas atrasadas antes de empezar la segunda parte, en la que habían de representar la célebre «Pantomima de los tres sargentos». Luigi aún no había hecho las cuentas de los gastos del circo y no quería pagar hasta el día siguiente. Fifí no estaba de acuerdo:
—O paga ahora mismo o no entro en escena…
Era el tercer sargento y estaba hermosa con su uniforme masculino. Roja de rabia, alargaba el dedo, amenazando. Y con el uniforme de sargento, gritando, berreando, acabó por provocar un ataque de risa en Luigi:
—Vaya, hombre. Se ha tomado en serio el uniforme. ¡Ni que fuera un sargento de verdad!
—¡Que no salgo! ¿Me oye?
Llegó Giuseppe, borracho, desde allá dentro, hablando de arte, de palmas y llorando. Luigi le pidió a Fifí que esperara, que pasaría cuentas y le pagaba aquella misma noche. Que no retrasara más el comienzo de la segunda parte. Que escuchara: el público ya empezaba a meter el pie, impaciente. Luigi se tiraba de sus ralos cabellos, desesperado. Rosenda Roseda se conmovió:
—No seas aguafiestas, mujer. Tan bien que iba hoy todo…
Fifí sabía de esto. Y no quería ser aguafiestas. Sí, el espectáculo había ido sobre ruedas. Había mucha gente en la platea. Todos estaban satisfechos y ella también. Pero junto al seno llevaba la carta de la directora del colegio. Tenía que ser fuerte, resistir, pelear. Hacía dos meses que no pagaba el colegio de su hija. Si no pasaba dentro de diez días, la directora le mandaría la chiquilla. Y ella no quería a la niña en el circo. Eso no. Tenía que ser fuerte, tenía que ser fuerte. Pero no puede mirar los ojos suplicantes de Luigi. Luigi siempre se había portado bien con ella, la había ayudado incluso. Pero si no exigiera, al otro día aparecerían los gastos del circo, gastos forzosos, y la chiquilla se quedaría sin escuela, vendría al circo, y adiós todos sus sueños, sus planes sostenidos durante cuatro largos años de sacrificios para pagar el colegio de Elvira. Cuando nació su hija acababa de leer «Elvira, la muerta virgen». Ahora no tenía dinero para novelas. Todo lo mandaba a la directora del colegio y ni así llegaba. Ya estaba en las últimas. Si no era fuerte, si no resistía, se derrumbarían todos sus sueños, sostenidos con tamo sacrificio.
* * *
La ciudad era pequeña, más pequeña aún que Feira de Santana. En esos lugares es barato tener casa con un jardincito. El puesto de profesora de primera enseñanza es difícil de conseguir. En el jardín cultivaría flores, claveles, que eran su pasión, y allí tendría un banco para leer sus viejas novelas de cubiertas amarillas. La escuela funcionaría en su propia casa. Elvira examinaría a los chiquillos y ella le ayudaría en los trabajos domésticos, haría la comida, arreglaría la casa, prepararía las flores, claveles rojos, para la mesa de la profesora. Sería una abuela para los niños que aprenderían con Elvira las primeras letras. Conocería a toda la gente de la ciudad. Nadie sabría que antes había sido artista de circo, cantante en teatros ambulantes de variedades, ramera cuando las cosas venían mal dadas. El pelo blanco le daría un aire maternal de señora buena y pobre. Sería una vejez feliz. Haría encajes –¿se acuerda todavía?— para los vestidos de las chiquillas más pequeñas. Todos la querrían, y especialmente Elvira. Cuando la vejez descendiera sobre ella totalmente, Elvira se sentaría a su lado y le acariciaría el pelo como ella hacía con los niños. La casa tendría un jardín delante, con claveles rojos. Pero para eso era preciso ser fuerte, pasar por mala, por aguafiestas.
Y roja de vergüenza mostró la carta de la directora, desveló su secreto. Luigi quedó conmovido, le puso la mano en el hombro, y le prometió:
—Seguro, Fifí. Después de la representación quedará todo pagado. Aunque me quede sin cuartos para la comida del león.
El público silbaba y abucheaba a los mozos de pista, consultaba el reloj. Empezó la pantomima. Hacía una hora que Antonio Balduino estaba con Rosenda Roseda. El negro sabía bien su papel y no era amigo de andarse con rodeos, pero a la hora de besarla sonreía, guiñaba el ojo, mientras Rosenda aparentaba no interesarse por el juego. Pero cuando llegó la hora, el negro cuchicheó al oído de la bailarina, mientras le daba un beso:
—En la boca sí que es bueno…
La pantomima tuvo mucho éxito.
* * *
Giuseppe debe de estar en su carromato mirando su álbum de fotos. Robert había ido al cabaret local a buscar una mujer gratis a base de su pelo alisado. Fifí escribía una carta a la directora del colegio pidiéndole disculpas por el retraso y enviando el dinero de dos meses. A la luz de la vela que aparecía en la barraca distante, Antonio Balduino veía a Luigi haciendo cuentas. El pobre hombre estaba atrapado con aquel circo. Por más éxito que tuviera, las cosas andaban ya tan mal que no había quien lo salvara.
¿Por qué tardará tanto Rosenda en cambiarse de ropa? Él la espera recostado en la puerta del circo, el cartel con las luces apagadas encima de su cabeza. El león ruge. Debe de tener hambre. El león está en los huesos. El oso aún es feliz, porque bebe, las noches de función, una botella de cerveza. Ya anduvo pensando Luigi en sustituir la cerveza, pero el oso se dio cuenta y se negaba a beber. El número fue un fracaso. Antonio Balduino lo pasó en grande cuando Rosenda le contaba esta historia. Tarda en vestirse. Rosenda Roseda, qué raro nombre… Y se llama Rosenda de verdad, seguramente. Lo de Roseda fue un invento de Luigi.
Mulata espabilada aquella. Muy capaz de liarse con cualquiera. Hablaba raro. Contaba casos de los morros de Río, del morro de Favela, morro de Salgueiro, describía las fiestas de los clubs de por allá, el «Ameno Jasmineiro», el «Caprichosas de Estopa», el «Lirio de Amor». Tenía una manera elegante de mover las ancas cuando caminaba, muy carioca. La verdad es que a Antonio Balduino le gusta la negra. Está llena de vanidad, de tonterías, hurtándose siempre en el momento en que Antonio Balduino cree tenerla en mano, pero le gusta mucho. ¿Habrá acabado ya de vestirse? ¿Por qué apagó la luz y abre la cortina que sirve de puerta? Apareció en la claridad de la luna:
—Te estaba esperando…
—¿A mí? ¡Diablo! ¡Quién lo iba a decir!
Salieron paseando. Él contaba sus aventuras por ese mundo adelante; ella escuchaba atenta. Él se entusiasma cuando cuenta la fuga por el bosque, cuando rompió el cerco, con los hombres espantados ante su aparición navaja en mano. Ella se le acerca. Sus senos tocan el brazo del negro.
—Bonita noche —dice él.
—Cuántas estrellas…
—Cuando un negro valiente muere, se convierte en estrella del cielo…
—Yo aún acabaré bailando en un teatro grande de verdad… Como los de Río…
—¿Para qué?
—Me gusta bailar. Cuando era niña coleccionaba cromos de artistas. Papá era portugués y tenía una tienda…
El pelo de Rosenda Roseda está alisado a hierro. Liso como pelo de blanca. Más liso quizá.
«Esta negra está llena de bobadas», piensa Antonio Balduino.
Pero como siente sus senos en el brazo, le dice que danzando no tiene igual…
—¿No viste? La gente parecía alelada… Y cuánto aplauso…
Ella se acerca más. Él asiente:
—Me gusta una machicha bien bailada…
—Yo quería trabajar en el teatro… Un hombre que vivía cerca de casa conocía a un portero del Teatro Recreo, pero papá no quiso. Quería que me casara con un cajero que tenía. Un tío asqueroso.
—¿Y qué pasó? ¿No…?
—¡Ni hablar! Pero hombre… si no me gustaba. Un portu…
Se quedó como quien quiere decir algo. Antonio Balduino preguntó:
—¿Qué?
—Después vino Emanuel. Papá decía que era un vagabundo, sin un mendrugo que llevarse a la boca. Y lo era. Un pobretón. Como tú, desgraciado… Se encaprichó por mí. Fuimos a bailar al Ameno. Y aquello acabó en desgracia. El viejo se puso como loco, por culpa de aquel tipejo que estaba loco por mí. Dijo que yo era un pendón y me echó a la calle.
—¿Y qué hiciste?
—Primero me fui al morro con Emanuel. Pero cuando la agarraba le gustaba zumbarme. Una vez, bueno; pero a la segunda lo eché fuera. Después las pasé negras. Trabajé de cocinera, de camarera, de niñera. Fue un payaso de un circo de Río, quien me metió en esta vida. Me amigué con él. Un día faltó una artista, una española que bailaba con castañuelas, y yo lo hice en su lugar. Si estuvieras allá verías qué éxito. Pero me cansé del payaso y pasé a otro circo. Y acabé en este. Y eso es todo…
Antonio Balduino sólo supo responder.
—Sí, claro…
—Pero un día bailaré en un teatro de verdad.
—Seguro, negra. En Europa a los blancos les gustan las negras, hay una que los vuelve locos. Una me contó…
—Sí, ya me dijeron…
—Pues esta negra aún va a dar mucho que hablar…
Antonio Balduino sonríe:
—Eres como la luna.
—¿Por qué?
—Parece que estás cerca, pero estás lejos.
—Estoy cerca de ti…
El negro la cogió por la cintura. Pero ella echó a correr hacia la barraca.
* * *
Ahora está en el cabaret triste de la ciudad. Hoy hay más gente, a causa de la función de circo. Si no, todos se habrían ido a dormir a las nueve, cuando sonaran las campanadas de la iglesia. Robert está en una mesa, muy elegante, mirando a una mujer que baila. Antonio Balduino se sienta. Robert le pregunta:
—¿Qué? ¿También a cazar una gratis?
—No. Sólo a beber un trago…
Hay pocas mujeres, y casi todas viejas. Incluso aquella a quien Robert acecha es una vieja pintarrajeada. Están por las mesas y sonríen a los hombres.
—¿Por qué no llamas una a nuestra mesa?
—Aún no.
Pero allá en el rincón está la virgen. ¿Por qué se le habrá metido a Antonio Balduino en la cabeza aquella idea? Ha bebido esta noche, pero no recuerda haberse emborrachado nunca con dos copas de aguardiente. ¿Por qué entonces piensa que la mujer de cabello y rostro pálido es virgen? Está en un rincón, sin mirar a nadie, lejana, aislada del cabaret, de los clientes, de la copa que tiene delante. Si el Gordo estuviera allí, Antonio Balduino le pediría que inventara una historia de muchacha abandonada, sin ángel de la guarda ni nadie en el mundo. Y si fuese Jubiabá quien estuviera allí, le pediría al pai-de-santo que hiciera un hechizo contra el hombre que está explotando a la virgen, que la obliga a venir al cabaret y a beber aquellas bebidas. Antonio Balduino mira para Robert que le guiña el ojo a la vieja. Puede que no sea virgen… ¿pero quién negará que es virgen, con sólo verla, y que un hombre la explota? Está en el cabaret, aunque en un rincón, pero sus ojos miran sin ver nada, perdidos más allá de la ventana. Pensará en sus hermanos, que se han quedado solos, en la madre enferma. El padre murió. ¿Estará aquí porque murió su padre?
Vino esta noche a vender su virginidad para comprar medicinas. La madre está enferma, casi muriendo, y no tiene para pagar al médico, para medicinas. Antonio Balduino siente ganas de ir hasta ella y ofrecerle dinero. La verdad es que no tiene un níquel, pero se lo quitará a Luigi. Un empleado de comercio la sacó a bailar. Es un tango. Va a vender su virginidad a quien más le pague. A quien le dé más dinero, pero, ¿qué entenderá ella de dinero? Es capaz de no sacar nada, y su madre morirá.
Todo es inútil. Su madre no se salvará, los hermanitos morirán también. Tienen todos el vientre hinchado y el rostro pálido. Vendrá un hombre –¿por qué no Robert, el equilibrista?— y la explotará, venderá su cuerpo virgen y joven en la feria. Se la venderá a los campesinos, a los chóferes, a todos los hombres. Y ella se enamorará del flautista. Robert le pegará y ella morirá un día, tuberculosa como su madre. Y no tendrá una hija que se prostituya para buscar dinero con que comprar remedios. ¿Se irá con el empleado de comercio? No, el negro Antonio Balduino no lo permitirá. Le robará a Luigi el dinero de la comida del león. Pero no dejará que ella pierda su virginidad. Se levanta y pone la mano en el hombro del muchacho:
—¡Déjala!
—Meta las narices en sus cosas…
La mujer mira con ojos distantes.
—Es virgen. ¿No lo ves? Su madre va a morir. Vino aquí a buscar cuartos para medicinas…
El muchacho empuja al negro con la mano. Antonio Balduino, de tan borracho, cae encima de una mesa. Llora como un niño. El muchacho sale del cabaret con la chica, que desde fuera dice:
—Lleva una cogorza que hasta me toma por virgen…
¿Por qué se ríe el muchacho? Ella también quiere reírse de la borrachera del negro, pero no puede. Tiene un nudo en la garganta. Una angustia repentina se apodera de ella, y, sin explicaciones, abandona al hombre que aún se ríe sin comprender. Y se va sola a su cuarto, donde dormirá un sueño de virgen del que no despenará jamás porque ha tomado cianuro.
En el cabaret, Antonio Balduino, cada vez más borracho, canta entre aplausos y baila con la vieja de Robert el equilibrista. Hay un principio de barullo con el dueño del cabaret, porque ellos no tienen con qué pagar las bebidas. Al volver al circo entra en el carromato de Rosenda Roseda. Precisamente para eso ha bebido tanto.
* * *
Luigi se pasa la vida lápiz en mano haciendo cuentas. Si el león ruge en su jaula no es por ferocidad, pues es tan manso como el caballo «Huracán».
Ruge de hambre, porque ni dinero hay para su comida. Es inútil que Luigi se mate a hacer cuentas. Hace dos días que Giuseppe no bebe, porque no tiene un céntimo y ya nadie le fía un trago. Para Giuseppe es triste la vida sin aguardiente. El aguardiente le lleva al pasado, atrae junto a él las figuras que amó y que ya murieron. Sin bebida tendrá que pensar, quiera o no, en las dificultades del circo, en la falta de dinero, que vuelve a los artistas brutales y perezosos. Nunca volvió a llenarse el circo como la noche del estreno. Fueron malos los días de Feira de Santana. En dos funciones exhibió el circo todos sus números, y en dos funciones toda la gente de Feira de Santana vio el circo. Sólo el lunes siguiente hubo gente; algunos campesinos que se quedaron tras la feria. Pero pocos, sin embargo, porque no había lucha y lo que a ellos les gustaba era la lucha. No volvió a aparecer otro adversario para Antonio Balduino. Inútil fue que la empresa aumentara hasta diez contos el premio al vencedor, y que Baldo, el boxeador, apostara dos contos más por su victoria. La fama del negro corrió por aquella tierra y nadie quería pasar por la vergüenza de recibir una paliza en público. Ahora Antonio Balduino trepaba por la cuerda en los espectáculos poco frecuentados del circo, luchaba con el oso y se dejaba vencer con la mayor facilidad, y acabó acompañando a Rosenda Roseda a la guitarra. Poco le importaba a él que hubiera o no dinero.
Estaba Rosenda. No pensaba en otra cosa. Las noches pasadas con Rosenda le pagaban de sobras el tener que soportar las borracheras de Giuseppe, el silencio de Robert, las quejas de Bolao, que se pasaba la vida protestando.
«Burro de mí, que dejé los estudios cuando ya iba en segundo, y hasta había sacado notas en los exámenes, a no ser en Derecho Civil, que me suspendieron porque el profesor me tenía manía desde que una vez le abucheamos en clase.» El padre de Bolao era rico por lo visto, todos decían que estaba lleno de cuartos. El viejo gastaba como hombre rico: vivía en una casa de alquiler caro, piano para la hija, profesores de francés y de inglés, proyectos de viaje a Europa. Era cardíaco, pero de eso nadie hablaba. Nadie lo sabía; ni él. Murió de repente cuando cruzaba una calle. Cuando fueron a ver sólo tenía deudas. Bolao acabó en el circo, usando el apodo que le habían puesto en el colegio, vestido de azul con estrellas amarillas y una luna bermeja en el trasero.
Repetía su historia diariamente para acabar diciendo siempre:
—Podía haber acabado la carrera. Me metía en política, que siempre se me dio, y hoy hasta sería diputado.
Fifí murmuraba que la suerte es Dios quien la da. Antonio Balduino escapaba a la barraca de Rosenda donde se olvidaba de Bolao, de Fifí, que quería tener una vejez feliz, de Luigi, que se pasaba el día echando cuentas, y de Robert, que no decía nada ni reclamaba el salario.
* * *
Para que el circo pudiera llegar a Santo Amaro tuvieron que vender el caballo «Huracán» y parte de las tablas de la gradería. Luigi seguía haciendo cuentas. Nadie quería comprar el león, y el león comía mucho. Una noche desapareció Robert, quién sabe adonde. Luigi pensó que quizá le hubiera robado algún dinero del escaso que tenía el italiano guardado en su barraca para los gastos del día siguiente. Pero Robert no se había llevado nada. Seguro que marchó en el navío que salió aquella noche para Bahía. Apareció un hombre para luchar con Balduino; fue vencido en el primer asalto y gracias a este combate el circo se pudo poner en marcha hacia Cachoeira, pasando nuevamente por Feira de Santana en dos camiones. Cuando pasó por primera vez ocupaban siete y aún así por arte de Luigi que apretaba todo para que cupiera en tan pocos vehículos. Ahora iban en dos camiones y había sitio de sobra. Giuseppe recordaba que cuando fueron a Francia llevaban una verdadera flota, dos barcos por mar y treinta y cuatro camiones enormes por tierra con todo el personal. Giuseppe bebió e hizo todo aquel viaje pensando en los grandes días del Gran Circo Internacional. Luigi ponía toda su esperanza en Cachoeira y en Sao Félix. Son dos ciudades vecinas, y en Sao Félix hay fábricas de cigarros. Tal vez hasta pueda alzar el circo en Sao Félix. Pero le interrumpe Fifí que le pregunta cómo va a pagar este mes el colegio de la hija. Luigi se encoge de hombros:
—No sé ni cómo vamos a comer…
Bolao cuenta una vez más su vida al hombre-serpiente. El hombre-serpiente le escucha indiferente. En el otro camión, Balduino y Rosenda Roseda ríen a carcajadas. Antonio Balduino coge la guitarra y canta una samba que empieza:
«La vida es buena, mulata…»
Fifí piensa que no. Bolao también. Giuseppe llora. Luigi se irrita. Sólo el hombre-serpiente va indiferente.
* * *
Armaron el circo en Sao Félix. El circo es diversión de gente pobre y Sao Félix es una ciudad obrera. Apareció un hombre para luchar con Antonio Balduino. Era un negro que había sido marinero. La lucha fue anunciada a bombo y platillo. Luigi se frotaba las manos de contento y ya no le irritaban las sambas de Antonio Balduino. El payaso recorrió la ciudad; los hombres comentaban, las mujeres reían. Por la noche, la estrella frente al circo estaba iluminada. Vino la banda con los chiquillos detrás; las mulatas vendían munguzá en la puerta. Las gentes importantes llevaron sillas, y llegó mucha gente de Cachoeira. Primero entró Fifí (como la compañía estaba reducida, sin el caballo «Huracán» y sin Robert, Luigi no hizo las presentaciones) que paseó por el alambre. Después el payaso divirtió a los espectadores. Salió Rosenda Roseda y bailó. Esta vez no la acompañó Antonio Balduino a la guitarra porque aquella noche Balduino era Baldo, el gigante negro. Jujú presentó el macaco y el oso. Allá arriba estaban los trapecios. Fifí haría otro número para llenar el espectáculo. Llegó la hora y los mozos de pista prepararon los trapecios que quedaron balanceándose en el aire. Todos miraban hacia arriba. Fifí apareció vestida con su maillot verde, saludó al público y subió. Estaba probando el trapecio cuando entró en el picadero una figura vestida con un ropón sobado de lana y andando a trompicones como un borracho. Era Giuseppe. Luigi se precipitó tras él, pero como la multitud aplaudía pensando que sería posiblemente otro payaso, lo dejó corriendo por el redondel y gritando a los espectadores:
—¡Se va a caer! ¡Se va a caer!
El público reía a carcajadas. Y aún se rió más cuando dijo:
—Voy a salvarla a la pobrecita…
Nadie consiguió agarrarlo. Subió por la cuerda con una agilidad que nadie hubiera sospechado en él, y saltó al trapecio. Fifí, desde el otro lado, miraba asombrada, sin saber qué hacer. Los espectadores no se daban cuenta de nada. Luigi y dos mozos de pista subían por la escala hacia el trapecio. Giuseppe dejó que se acercaran y cuando los sintió bien cerca saltó del trapecio, dio el más bello salto mortal de toda su carrera y buscó con las manos el otro trapecio. Cayó en la arena con sus manos angustiadas crispadas en busca del trapecio, crispadas como si dijera adiós. Se desmayaron algunas mujeres, otras corrían hacia la puerta, algunos se acercaron al cuerpo caído. Las manos parecían decir adiós.