Bahía de Todos os Santos y del Pai-de-Santo Jubiabá

BAHÍA DE TODOS OS SANTOS
Y DEL PAI-DE-SANTO JUBIABÁ

BOXEO

La multitud se alzó como una sola persona. Y no se rompió el silencio. El juez continuó la cuenta:

—Seis…

Pero antes de que contara siete, el rubio se levantó con esfuerzo, apoyándose en un brazo y logró ponerse en pie juntando todas sus fuerzas. Entonces la multitud se sentó de nuevo y empezó a gritar. El negro embistió con furia, y los boxeadores se trabaron en medio del tablado. La multitud gritaba:

—¡Duro con él! ¡Tíralo ya!

El Largo da Sé estaba abarrotado. Los espectadores se apretujaban en los bancos, sudorosos, con los ojos clavados en el ring donde el negro Antonio Balduino luchaba contra el alemán Ergin. Pocas lámparas iluminaban el escenario del combate. Soldados, estibadores, estudiantes, obreros, hombres apenas cubiertos por camisa y calzones, seguían ansiosos la lucha. Negros, blancos y mulatos animaban fervorosamente al negro Antonio Balduino que ya había dado en tierra con su adversario dos veces.

Aquella vez el blanco pareció que no se iba a levantar. Pero antes de que el árbitro contara siete se alzó del suelo y volvió a la lucha. Entre la concurrencia hubo palabras de admiración. Alguien murmuró:

—Es duro este alemán. Puro macho…

Sin embargo siguieron animando al fornido negrazo, campeón bahiano del peso pesado. Gritaban ahora sin parar, deseosos de que la lucha tuviera un fin, y que este fin fuera la caída de Ergin tendido por el suelo…

Un hombrecito magro, de cara chupada, mordía un puro apagado. Un negro rechoncho ritmaba sus gritos con palmadas en las rodillas:

—¡Da-le fuer-te! ¡Da-le fuer-te…!

Y se movían inquietos, con gritos que se oían en la Plaza de Castro Alves.

Pero ocurrió que al siguiente asalto cayó el blanco con rabia sobre el negro y lo llevó hasta las cuerdas. La multitud no se impresionó demasiado, a la espera de la reacción del negro. Balduino quiso castigar en la cara ensangrentada del alemán. Sin embargo, el alemán no le dio tiempo y le lanzó varios puñetazos al rostro, dejándole un ojo negro y con trazas de sangre. El alemán pareció crecerse de repente y acorraló al negro, que ahora recibía una rociada de golpes en el pecho, en la cara, en el vientre. Balduino se refugió en las cuerdas y quedó allí, pasivo, sin reaccionar. Parecía preocupado sólo por no caer, y se apoyaba como podía en las cuerdas. Ante él, el alemán parecía un diablo martilleándole la cara. La nariz de Balduino chorreaba sangre; tenía el ojo derecho cerrado y un rasguño sanguinolento bajo la oreja. Veía confusamente al blanco ante él, poderoso, y a lo lejos los gritos del público. La gente empezaba a tomarlo a broma. Vio a su héroe a punto de caer y gritaba:

—¡Dale ya, negro! ¡Dale!

Eso al principio. Al cabo de un rato la multitud fue quedándose silenciosa, abatida, viendo como el negro recibía. Y cuando volvió a gritar, la mofa fue creciendo:

—¡Negro marica! ¡Mujer con calzones! ¡Dale, rubio! ¡Cárgatelo!

Estaban rabiosos ante la paliza que el negro recibía. Habían pagado tres mil reis para ver como el negro bahiano tumbaba a aquel alemán que se decía «campeón de la Europa central», y ahora estaban viendo como el negro recibía un palizón. No estaban satisfechos, se movían inquietos y animaban con sus gritos ora al blanco, ora al negro. Y respiraron aliviados cuando la campana sonó dando fin al asalto.

Antonio Balduino se dirigió a su rincón apoyado en las cuerdas. El flaco que mordía el puro inútil, soltó un escupitajo y le gritó:

—¡A ver! ¿Dónde está el negro Balduino que se cargaba a los blancos?

Antonio Balduino le oyó. Echó un trago de la botella de aguardiente que el Gordo le ofrecía y se volvió hacia el público buscando al dueño de aquel vozarrón. Sonó otra vez, metálica, la voz:

—¿Dónde está el negro que tumbaba a los blancos?

Una parte del público coreó la pregunta del hombre del puro:

—¿Dónde está?

Los gritos le dolieron a Balduino como una bofetada. No sentía los golpes del blanco, pero le dolían las censuras de su hinchada. Le dijo al Gordo:

—Cuando salga de aquí voy a sacudirle una buena a ese individuo. Se la guardo…

Y cuando sonó la campana indicando el comienzo del asalto, el negro se lanzó sobre el alemán. Le sacudió un directo a la boca y luego otro al vientre. La multitud reconocía de nuevo a su campeón:

—¡Dale, Balduino! ¡Bravo, Baldo! ¡Tíralo…!

El negro volvió a ritmar palmadas en las rodillas. El flaco sonreía.

El negro seguía golpeando, lleno de rabia.

Fue entonces cuando el alemán se echó sobre él intentando sacudirle de nuevo en el ojo dolorido. El negro esquivó con un esguince rápido y como un muelle que se distendiera, proyectó el brazo contra la mandíbula de Ergin. El campeón de la Europa central describió una curva con el cuerpo y cayó con todo su peso sobre las tablas.

La multitud, ronca, aplaudía a coro:

BAL-DOBAL-DOBAL-DO

El juez contaba:

—Seis… siete… ocho…

Antonio Balduino miraba satisfecho al blanco tendido a sus pies.

Luego paseó la mirada por la concurrencia que le aclamaba y buscó al hombre que le había preguntado dónde estaba el que se cargaba a los blancos. No lo encontró y le sonrió al Gordo. El juez seguía contando:

—Nueve… diez…

Alzó el brazo de Balduino. La multitud gritaba desaforada, y el negro sólo oía la voz metálica del hombre del cigarro:

—¡Bien, negro! ¡Aún tumbas blancos…!

Algunos salieron por el portón amplio y rechinante. La mayoría se lanzó, sin embargo, hacia el cuadrado de luz, hacia el tablado, y levantó en hombros al negro Balduino. Un estibador y un estudiante lo agarraron por una pierna, y dos mulatos por la otra. Lo llevaron así hasta el mingitorio público de la plaza, que era donde los boxeadores se cambiaban de ropa.

Antonio Balduino se puso su traje azul, bebió un trago de aguardiente, recibió los cien mil reis que se había ganado, y dijo a sus admiradores:

—No era gran cosa ese blanco… No hay blanco que le aguante un par de tortas a este negro Balduino… Aquí hay un macho… De verdad…

Sonrió, dobló los billetes y los metió en el bolsillo de los calzones. Luego se dirigió a la pensión de Zara donde vivía Zefa, la mulatilla de dientes mellados que había llegado del Marañón.

INFANCIA REMOTA

Antonio Balduino se quedó en la punta del morro viendo la hilera de luces allá abajo, en la ciudad. Sonidos de guitarra se arrastraban apenas aparecida la luna. Tonadas doloridas. La taberna de Lourenço Español se llenaba de hombres que iban allá a charlar un rato o a leer el diario que el tabernero compraba para los parroquianos del aguardiente.

Antonio Balduino vivía metido en una camisola llena de barro, corriendo por las calles y por los caminos cenagosos del morro, brincando con los otros chiquillos de su edad.

A pesar de sus ocho años, Antonio Balduino gobernaba las cuadrillas de chiquillos que vagabundeaban por el Morro do Capa Negro y los cerros inmediatos. Sin embargo, llegada la noche, no había juego que le arrancara de la contemplación de las luces que se encendían en la ciudad, tan próxima y al tiempo tan remota. Se sentaba al borde de aquel barranco a la hora del crepúsculo y esperaba con ansiedad de amante a que las luces se encendieran. Había una especie de voluptuosidad en aquella espera, como de hombre que aguarda a una mujer. Antonio Balduino se quedaba con los ojos clavados cara a la ciudad, esperando. Su corazón latía con más fuerza cuando las sombras de la noche invadían el caserío, cubrían las calles, la ladera, y hacían subir de la ciudad un rumor extraño de gente que se acoge al hogar, de hombres que comentan los negocios del día y el crimen de la noche pasada.

Antonio Balduino, que había ido a la ciudad muy pocas veces y siempre con prisa, arrastrado por la tía, sentía a aquella hora toda la vida de la ciudad. De allá abajo venía un rumor. Se quedaba oyendo los sones confusos, aquella onda de ruidos que subía por las laderas y barrancos del morro. Sentía en sus nervios la vibración de todos aquellos ruidos, aquellos ecos de vida y de lucha. Se quedaba imaginándose hombre hecho, viviendo la vida apresurada de los hombres, luchando en la lucha cotidiana. Sus ojitos menudos brillaban, y más de una vez sintió un ansia incontenible de largarse por las laderas para ir a ver de cerca el espectáculo de la ciudad a aquellas horas cenicientas. Bien sabía que perdería la cena y que a la vuelta le esperaría una zurra. Pero no era eso lo que le impedía ir a ver de cerca el barullo de la ciudad que se recogía del trabajo. Lo que Balduino no quería perderse eran las luces que se encendían, revelación para él siempre nueva y hermosa.

Y la ciudad se va envolviendo lentamente en tinieblas.

Antonio Balduino ya no ve nada. Llegaba un viento frío con la oscuridad. No lo sentía. Gozaba voluptuosamente de los ruidos, del barullo creciente. Distinguía las risas, los gritos, las voces de los borrachos, las charlas de política, la voz arrastrada de los ciegos pidiendo una limosna por amor de Dios, el rechinar de los tranvías sobrecargados. Gozaba mansamente, con placer, la vida de la ciudad.

Un día sintió una emoción enorme que le dejó estremecido, de pie, temblando de gozo: distinguió un llanto de mujer y voces que la consolaban. Aquello subía como un tropel por él adentro y lo arrastraba en un vértigo placentero. Llanto… Alguien, una mujer lloraba en la ciudad oscurecida. Antonio Balduino escuchó los sollozos hasta que su rumor se extinguió con el ruido de un tranvía que pasaba arañando los raíles. Antonio Balduino se quedó aún con la respiración en suspenso por ver si conseguía oír algo más aún. Pero sin duda se habían llevado a la mujer lejos de la calle, pues no logró oír nada. Aquel día no quiso cenar y no corrió de noche por las calles con los compañeros. La tía había dicho:

—Ese pequeño vio algo… No sé qué diablos le pasa…

Días buenos, también, aquellos en que sentía la campanilla de las ambulancias resonando allá abajo. También allá había sufrimiento, y Antonio Balduino, niño de ocho años, gozaba de aquellos ecos —retazos de sufrimiento— como el hombre goza de una mujer.

Pero las luces que se encendían lo purificaban todo. Antonio Balduino se abismaba en la contemplación de las filas de luces, hundía los ojos en la claridad y sentía ansias de ser grato a los otros negritos que poblaban el Morro do Capa Negro. Si alguien se aproximara a él en aquel instante, lo acariciaría sin duda, no lo recibiría con los pellizcos de costumbre, no diría las palabrotas que tan niño había aprendido. Pasaría sin duda la mano sobre las greñas de su compañero y recostaría el pecho en el pecho del amigo. Y tal vez sonriera. Pero los mocosos andaban corriendo por el morro y no se acordaban de Antonio Balduino. Y él se quedaba contemplando las luces. Distinguía bultos que pasaban. Mujeres y hombres tal vez. Por detrás, en el morro, sonaban guitarras, conversaban los negros. La vieja Luisa gritaba:

—¡Baldo! ¡Ven a cenar! ¡Pero esta criatura…!

Su tía Luisa había sido para él a un tiempo padre y madre. De su padre, Balduino sólo sabía que se llamó Valentín, que fue matón a sueldo de Antonio Conselheiro, que amaba a todas las negras que encontraba al paso, que bebía mucho, que bebía constantemente y que murió bajo un tranvía, borracho perdido. Cosas que oía cuando la tía hablaba con los vecinos sobre su difunto hermano. Siempre acababa igual:

—Era todo un hombre. Un negro como no hay otro.

Antonio Balduino oía callado y hacía del padre un héroe. Seguro que él había vivido la vida de la ciudad en aquella hora en que las luces se encienden. A veces intentaba reconstruir la vida de su padre a base de los retazos de aventuras que oía contar a la vieja Luisa. La imaginación se perdía pronto en actos de valor heroico. Se quedaba mirando el fuego, imaginando cómo sería su padre. Todo lo que oía contar, lo más increíble y rocambolesco, le servía para disparar su imaginación y pensar qué más había hecho su padre. Cuando él y los otros negros del morro iban a jugar en pandilla y le preguntaban qué quería ser, él, que aún no había ido nunca al cine, no quería ser Eddie Polo, ni Elmo, ni Maciste.

—Quiero ser mi padre…

Y los otros insistían:

—¿Pero qué fue lo que hizo tu padre?

—Un montón de cosas…

—Seguro que no alzó un auto con un brazo solo como Maciste»…

—¿Que no? Un camión… un camión alzó… Y cargado.

—¿Y quién lo vio?

—Mi tía lo vio… pregúntaselo. Y si no te lo crees, peor para ti…

Varias veces anduvo a golpes con los otros en defensa de la memoria heroica de su padre, de aquel padre que no había conocido. Realmente luchaba por el padre que imaginaba, aquel padre que amaría si lo hubiera llegado a conocer.

De su madre, Antonio Balduino nada sabía.

Andaba suelto por el morro, y aún no amaba ni odiaba. Era puro como un animal y tenía por única ley sus instintos. Bajaba por las laderas del morro a tumba abierta, montaba caballos de rabo de escoba, era de pocas palabras pero de amplias sonrisas.

Muy pronto se convirtió en el jefe de los otros rapaces del morro, incluso de algunos que eran bastante más grandes que él. Era ingenioso y valiente como nadie. Su mano era certera con los guijarros, su puntería increíble, y sus ojos lanzaban chispas en las pedreas. Jugaban en cuadrilla.

Él era siempre el jefe. Y muchas veces se olvidaba de que era un juego y pegaba en serio. Sabía todas las palabrotas.

Ayudaba a la vieja Luisa a hacer las papas de harina y los frijoles y los pastelillos que ella vendía por la noche en el Terreiro. Llevaba la sartén, traía los ingredientes, lo único que no sabía hacer era rallar el coco. Los otros chiquillos se burlaban al principio llamándole cocinera, pero las burlas se acabaron el día en que Balduino descalabró a Zebedeu de una pedrada. La tía, aquel día, le atizó de firme, y él no pudo comprender la razón de aquella zurra. Pero sabía perdonar rápidamente las palizas de la tía. Pocas veces podía agarrarlo, pues era agilísimo y se escurría de las manos de la tía como un pez, hurtándose a los cintarazos. Aquello le resultaba incluso divertido, un ejercicio del que salía riendo muchas veces, vencedor a pesar de todo, satisfecho de haber hurtado el cuerpo a los zurriagazos. La vieja Luisa decía a pesar de todo:

—Este es el hombre de la casa…

La vieja era cariñosa y charlatana. Los vecinos venían a hablar con ella, a pasar el rato oyendo las historias que contaba, historias maravillosas, cuentos de hadas y casos de esclavitud. A veces contaba o leía historias en verso.

Tenía una que empezaba así:

Lectores: qué caso horrible

os voy ahora a empezar a contar,

hasta las carnes me tiemblan

cuando empiezo a recordar.

Yo nunca pensé en el mundo

que existiera un ser inmundo

capaz de la matar.

Era la historia de una maldita muchacha, caso que los diarios habían relatado con títulos enormes en primera plana, y un poeta popular, autor de historias y de sambas, lo rimó para vender las copias a 200 reis en el mercado.

Antonio Balduino se quedaba encantado. Pedía a la vieja que lo contara otra vez y lloraba y pateaba si no le hacían caso. Le gustaba también oír a los hombres cuando contaban casos de Antonio Silvino y de Lucas da Feira. Aquellas noches no iba a Jugar por el morro. Una vez le preguntaron:

—Cuando seas mayor, ¿qué vas a ser?

Y respondió rápido:

—Chulo, como mi padre…

No imaginaba carrera más hermosa ni más noble, carrera que exigiera más virtudes, saber aguantar, sacudir y tener valor.

—Tú lo que tienes que hacer es ir a la escuela —le decían.

Y él se preguntaba para qué. Nunca había oído decir que para andar sacudiendo estacazos se necesitara saber de letras. Sabían leer los doctores, y los doctores eran gente blanda. Él conocía al doctor Olimpio, médico sin clientela que subía de vez en cuando al morro en busca de clientes que no existían, y el doctor Olimpio era un tipo flaco, desgalichado, que no aguantaba ni una torta bien dada.

Tampoco su tía sabía leer y todos la respetaban en el morro, nadie se metía con ella ni le buscaban gresca. ¿Quién era el bravo que se atrevía a meterse con la vieja Luisa cuando le daba el dolor de cabeza? Esos dolores de cabeza de la vieja asustaban a Balduino. De vez en cuando la tía se ponía como loca, salía dando gritos, los vecinos acudían, pero ella los echaba fuera diciendo que allí no había ningún diablo y que se fueran al infierno.

Un día Antonio Balduino oyó a dos vecinas que hablaban de los ataques de la tía Luisa.

Una vieja negra decía:

—Esos dolores le vienen de llevar las latas calientes por las noches al Terreiro. Le van quemando la cabeza…

—¡Qué va a ser eso, doña Rosa…! Lo que pasa es que se le meten los espíritus ¿no se da cuenta? Espíritus de los que andan perdidos sin saber que ya murieron. Andan de un lado a otro buscando un cuerpo donde meterse. Espíritus de condenados, que Dios me perdone…

Las otras asentían. Antonio Balduino quedó con grandes dudas, dominado por el miedo. Temía a las almas del otro mundo, pero no comprendía por qué se iban a meter en la cabeza de la tía.

Cuando esto ocurría, venía Jubiabá. Antonio Balduino iba a buscarlo. Llegaba a la puerta de la chabola y llamaba con los nudillos. De dentro llegaba una voz preguntando quién era.

—Tía Luisa está mala. Dice que vaya, que le ha dado el ataque…

Y salía corriendo. Tenía un miedo loco a Jubiabá. Se escondía tras la puerta y se quedaba acechando por la rendija mientras el hechicero llegaba, con las greñas canas, el cuerpo encorvado y seco apoyado en un bastón, lentamente. Los hombres se paraban a saludarlo.

—¡Buenos días, padre Jubiabá!

—Que Nuestro Señor os dé un buen día…

Iba pasando y bendiciendo. Hasta el español de la taberna bajaba la cabeza y recogía la bendición. Los chiquillos desaparecían de la calle en cuanto veían la figura centenaria del hechicero. Decían en voz baja:

—¡Ahí viene Jubiabá…!

Y salían a la carrera para esconderse en las casas.

Jubiabá llevaba siempre un ramo de hojas que el viento sacudía mientras el viejo iba pronunciando palabras en nagô. Llegaba calle arriba hablando solo, bendiciendo, arrastrando los calzones de lana sobre los que la camisa bordada ondeaba como una bandera. Cuando Jubiabá entraba para rezarle a la vieja Luisa, Antonio Balduino salía a la carrera. Pero sabía que el dolor de cabeza de la vieja iba a pasarle.

Antonio Balduino sabía lo que podía esperar de Jubiabá: lo respetaba, pero con un respeto distinto del que tenía por el padre Silvino, por su tía Luisa, por Lourenço, el español de la taberna, por Ze Camarao e incluso por las figuras legendarias de Virgulino Lampiao y Eddie Polo. Jubiabá pasaba encogido por los callejones del morro. Los hombres le escuchaban con respeto. Recibía el saludo de todos y de vez en cuando paraban automóviles de lujo a la puerta de su chabola. Un día un chiquillo le dijo a Balduino que Jubiabá era como el hombre-lobo. Otro decía que tenía al diablo metido en una botella.

De la casa de Jubiabá llegaban algunas noches sones extraños de extraña música. Antonio Balduino se revolvía en la estera, inquieto; parecía como si aquella música lo llamara. Batuque, sones de danza, voces distintas y misteriosas. Luisa seguro que estaba allá con su saya roja y la enagua amplia. Antonio Balduino aquellas noches no dormía. En su infancia, saludable y libre, Jubiabá era el misterio.

* * *

Eran sabrosas las noches del Morro do Capa Negro. En estas noches el negrito Antonio Balduino aprendió muchas cosas, y sobre todo muchas historias. Historias que hombres y mujeres contaban reunidos a la puerta de las chabolas en las largas charlas de las noches de luna. Los domingos, cuando no había macumba ni danzas en casa de Jubiabá, muchos se reunían en el portal de la vieja Luisa, que como era día santo no iba a vender pastelillos. En las puertas de las otras chabolas conversaban otros grupos, tocaban la guitarra, cantaban, bebían un sorbo de aguardiente, que siempre había para los vecinos, pero ninguno de estos corros era tan limpio como el que se juntaba ante la casa de la vieja Luisa. Hasta Jubiabá aparecía por allá algunos días y también contaba viejos casos pasados hacía ya muchos años, y mezclaba en su relato palabras en nagô, daba consejos, filosofaba. Era el patriarca de aquel grupo de negros y mulatos del Morro do Capa Negro, gentes que vivían en chabolas de barro y cañas, cubiertas de lata. Cuando Jubiabá hablaba, callaban todos y escuchaban atentamente, asintiendo con la cabeza, en un respeto mudo. En estas noches de charla, Antonio Balduino abandonaba a sus compañeros de juego y se sentaba a escuchar. Daba la vida por una historia, y aún mejor si esa historia era en verso.

Por eso le gustaban tanto las de Ze Camarao, un pendenciero que vivía sin trabajar y que ya estaba fichado por la policía como ratero. Ze Camarao tenía para Balduino dos grandes virtudes: era valiente y cantaba al son de la guitarra historias de bandidos célebres. También tocaba cosas tristes, valses y canciones, en las fiestas de las chabolas del Morro do Capa Negro y en todas las otras fiestas pobres de la ciudad, donde era un elemento indispensable. Ze Camarao era un mulato alto y huesudo, siempre balanceando el cuerpo. Había criado fama desde que desarmó a dos marineros con unos golpes de lucha capoeira. Había muchos que no gustaban de él, que lo miraban con malos ojos, pero Ze Camarao pasaba horas y horas enseñando a los chiquillos del morro las llaves de capoeira, los trucos de la lucha, con paciencia infinita. Rodaba por el suelo con los chiquillos, les enseñaba cómo se daba el golpe de través, cómo se arrancaba un cuchillo de la mano de un hombre. Los pequeños lo adoraban, era su ídolo. A Antonio Balduino le gustaba andar con él, oír al badulaque historias de su vida. Era el mejor alumno de capoeira y ahora quería aprender a tocar el guitarrón.

—Usted me enseñará. ¿Eh, Ze Camarao?

—Ya llegará, no te preocupes… ya llegará.

Les llevaba recados a las amigas de Ze Camarao, y lo defendía cuando hablaban mal de él.

—Es mi amigo. ¿Por qué no van a decírselo a sus narices? Tienen miedo; eso es lo que pasa…

Ze Camarao era de los habituales en las charlas del portón de la vieja Luisa. Llegaba balanceando el cuerpo con su andar desarbolado y se quedaba en cuclillas liando un pitillo barato. Oía los casos que contaban, las historias, las discusiones, sin hablar. Pero cuando alguien contaba un caso que impresionaba a los oyentes, Ze Camarao dejaba el pitillo tras la oreja y empezaba a contar:

—Bueno, bueno… Eso no es nada comparado con lo que me pasó una vez…

Y venía una aventura, una historia llena de detalles para que nadie dudara de su veracidad. Y cuando veía en los ojos de alguno de los asistentes una señal de duda, no se alteraba:

—Si no lo cree, hermano, vaya y pregúnteselo a Ze Fortunato, que estaba conmigo…

Siempre había alguien que había estado con él. Siempre un testigo que no lo dejaría mentir. Y por lo visto, Ze Camarao andaba metido en todos los barullos de la ciudad. Si hablaban de un crimen, él interrumpía:

—Yo andaba por allí…

Y contaba su versión, en la que siempre se reservaba un papel destacado. Pero cuando era preciso, peleaba de verdad. Que lo dijera Lourenço, el de la taberna, que llevaba dos chirlos en la cara de dos navajazos que le propinó. ¿Pues no se le había ocurrido a aquel miserable echarlo de su ventorro? Las muchachas que oían las historias clavaban los ojos en él. Les atraía su fama de peleón y vagabundo, su nombre de valentón, la imaginación con que contaba historias comparando unas cosas con otras, la sonrisa, los ojos, la boca de rojos labios, y les gustaba especialmente oírle cantar acompañándose con el guitarrón, con su voz espesa y grave.

En medio de la charla, cuando alguien acababa de contar un caso y todos se quedaban silenciosos, siempre había una muchacha que insistía:

—Cántanos algo, Ze…

—Ahora no; estamos de charla todos aquí —se hacía de rogar.

—No importa, Ze, cántanos algo.

—Pero me dejé la guitarra en casa…

—Es igual… Baldo la irá a buscar…

Antonio Balduino emprendía la carrera rumbo a la chabola donde Ze Camarao vivía. Pero éste seguía haciéndose el modesto:

—Hoy no tengo la voz en forma… Vamos a dejarlo para otro día…

Pero insistían todos:

—Canta, Ze Camarao… Cántanos algo…

—Está bien. Voy a cantar sólo una cosa… Pero cantaba muchas: tiranas, cocos, sambas, cantares melancólicos, canciones tristes que hacían llorar, y canciones de aventura que hacían las delicias de Balduino:

Adiós, Saco do Limao,

aldea donde nací.

Voy preso para Bahía,

llevo saudades de ti…

Era la historia del bandido Lucas da Feira, uno de los cangaceiros, héroes predilectos de Antonio Balduino:

Entusiasmado acabé

con mucha pompa y riqueza

pero en mi rancho tenía

bote de rapé y princesa.

Fui preso para Bahía

porque dicen que robé

pero bajé de caballo

y los guardias iban a pie.

Hacían comentarios en voz baja:

—Era un condenado ese Lucas…

—Dicen que tenía una puntería tremenda…

—Dicen que en el fondo era bueno…

—¿Bueno?

—Sólo robaba a los ricos… Y luego repartía el dinero entre los pobres…

A un pobre nunca robé

pues no había qué robar

pero ricos hacendados

ninguno dejé escapar…

—¿No te decía yo?

—Un tío bragado; eso era…

Mulatas de buen cabello

cabritas de buen color

criollitas deliciosas

ninguna se me escapó…

Aquí Ze Camarao pasaba sus ojos dulces por el grupo de muchachas y sonreía con su mejor sonrisa. Ellas le admiraban como si fuera el mismísimo Lucas da Feira. Los hombres reían a carcajadas. Después venía la fidelidad del cangaceiro a su palabra, y su heroísmo fanfarrón:

No digo quién es mi socio

pues no conviene charlar,

que si hoy me veo perdido

otros podrán escapar…

Las gentes de aquella tierra

a pesar de su majeza

me llamaban capitán.

Capitán soy con grandeza.

Pero había un momento en que la voz de Ze Camarao sonaba más llena y sus ojos más dulces. Era cuando cantaba la letra U:

U es una letra vocal

A, E, I, O también;

Adiós Caldeiro da Feira

y a ti, mi chula, también…

Miraba para su preferida y en aquel momento era Lucas da Feira, el cangaceiro, el bandido, el asesino, que sin embargo era capaz de amar apasionadamente…

Terminaba entre aplausos:

Maté muchachos y viejos,

maté a hombres y niños.

Pero me ha llegado el día;

Ya se cumplió mi destino.

Luego venía una samba. Canción saudosa cantada con la voz más triste de Ze Camarao:

Me voy de esta tierra

porque sus mujeres son malvadas…

Me voy de esta tierra

con la saudade sobre mí…

Las mujeres se emocionaban:

—¡Es tan hermosa…!

—¡Dan ganas de llorar…!

Una mujer deforme, encinta de varios meses, contaba a otra sobriamente su historia:

—Cuando yo era bonita siempre lo tenía en casa. Me llenaba de regalos. Hasta se quería casar con cura y todo…

—¿Hasta con cura y todo?

—Sí, hija mía, sí… Cuando un hombre quiere engañar a una es peor que el diablo… Me prometió un montón de cosas. Y yo, imbécil, se lo creí todo… Después pasó lo que pasó… y aquí me tienes, con el barrigón… Tuve que ponerme a trabajar, perdí el color. Y ahora él se me ha largado con una mala cabra vagabunda que se pasaba el día regañándole los dientes…

—¿Y por qué no le haces un hechizo a ver si vuelve?

—¿Para qué? Es el destino… El destino lo da Dios…

—Pues mira: yo que tú le hacía un hechizo, al menos para que la bicha que se lo llevó agarrara cualquier cosa… Hay que ver… Una cabra se te lleva al hombre y te quedas como si nada… Había de ser yo… Buen hechizo se llevaba, te lo juro. La lepra le iba a dar. Ya verías como volvía… Y con padre Jubiabá que los echa tan bien…

—¿Para qué? El destino viene de ahí —y señala al cielo—. La gente viene al mundo y tiene que cumplirlo… Este que está aquí dentro —y mostraba la barriga enorme— tiene el suyo dispuesto…

La vieja Luisa apoyaba:

—Tienes razón, hija mía. Eso es lo que pasa…

Se generalizaba la charla:

—Pues oye ¿conoces a Gracinha, una morena del Guindaste dos Padres?

Una mujer la conocía:

—¿No es una desdentada, fea como un demonio?

—La misma… Pues mira: con aquella cara y se llevó al hombre de la Ricarda; ya ves, de la Ricarda: un mujerón… Hechizo fuerte que le dio Jubiabá…

—Los hechizos se los daría ella en la cama —rió el mulato.

—Dicen que también Balbino murió de uno. Eso dice la gente…

—¡Qué va! Aquel murió de puro ruin que era… ¡Cómo una serpiente!

Un negro gordo y viejo que se estaba rascando la planta del pie con cuchillo, contó en voz baja:

—¿Sabéis lo que le hizo al viejo Zequiel? Pues es como para morirse… El viejo era un buen hombre… Como no había otro… Lo conocí mucho trabajando de cantero. Un buen hombre… No había otro… Pero un día tropezó con Balbino… El muy canalla se le fue haciendo el amigo sólo para llevársele la hija. Os acordáis de Rosa… Yo me acuerdo como si la tuviera ahí… Era la moza más linda que vi con estos ojos que ha de llevarse la tierra… Pues Balbino la cameló: venga a hablarle de boda…

Interrumpió la mujer encinta:

—Igualito que Roque conmigo…

—Llegaron hasta poner el día… Pero una noche en que el viejo Zequiel estaba trabajando… En los muelles trabajaba… Tenía que cargar un barco… Balbino con aquello de que era el novio se metió casa adentro, se llevó a Rosa para ver el ajuar que estaba guardado en el cuarto del viejo. La tiró en la cama y ella dijo que gritaba y que no quería. El Balbino entonces empezó a pegarle hasta que la dejó llena de sangre que ni asesinada. Y aún tuvo la poca vergüenza de abrir la maleta del viejo y llevarse el dinero que tenía guardado: una miseria de cincuenta mil reis, para la boda. Cuando el viejo llegó se volvió loco. Pero el Balbino, que de hombre sólo tenía la lengua, se metió donde pudo, de miedo al viejo, hasta que un día con otros dos agarraron a Zequiel en un sitio oscuro y le dieron de palos hasta que le dejaron por muerto… Pues ni a la cárcel fue… Dicen que tenía muchas agarraderas…

—Sí, a mí me contaron que un día lo agarró un guardia y lo llevó al cuartelillo, y ¿sabes lo que le pasó?, pues que lo soltaron, y el guardia acabó a la sombra…

—Dicen que andaba de soplón de la policía, que les decía dónde hacían los negros el candomblé, para que lo cerraran.

Nadie había reparado en la llegada de Jubiabá. El macumbero habló:

—Pero murió de mala muerte… Los hombres bajaron la cabeza. Bien sabían que nada podían con Jubiabá, que era «padre-de-santo».

—Murió de muerte fea. Ruin. Con él se cerró el ojo de la piedad. Cuando murió, se abrió de nuevo. Y repitió:

—Se cerró el ojo de la piedad. Quedó sólo el ruin…

Entonces un negro fornido se acercó a Jubiabá:

—¿Y cómo fue, padre Jubiabá?

—Nadie debe cerrar el ojo de la piedad. Es malo cerrar el ojo de la piedad… No trae nada bueno…

Lo dijo en nagô, y cuando Jubiabá hablaba en nagô, los negros temblaban:

—Oiú ànun fó ti ika, li ôkú.

De pronto el negro se arrojó a los pies de Jubiabá y empezó a gritar:

—Yo cerré el ojo de la piedad, amigos… Un día cerré el ojo de la piedad…

Jubiabá miró al negro con los ojos semicerrados. Los otros, hombres y mujeres, se apartaron.

—Fue un día allá en el sertao, una tierra seca… No llovía. Morían los bueyes, morían los hombres, todo moría. La gente huyó. Había un montón de gente, pero todos se fueron quedando por los caminos. Quedamos sólo yo y Joao Janjao. Un día él cargó conmigo a cuestas, porque yo ya no podía con mis piernas… Él tenía el ojo de la piedad bien abierto; andábamos con la garganta seca. Un sol horrible. La gente medio muerta… Un día robamos en una casa una calabaza de agua para poder seguir. Joao Janjao la llevaba, y sólo bebíamos un sorbo al día. Iba yo muerto de sed. Fue entonces cuando encontramos un blanco medio muerto de sed también. Joao Janjao quiso darle agua pero yo no le dejé. Había muy poca, sólo para Joao y para mí, lo juro… Y él quería dársela al blanco… Tenía el ojo de la piedad abierto Joao Janjao, bien abierto… Pero el mío lo había secado la sed. Sólo quedó la ruindad… Él quiso darle agua, y yo me eché encima de él… Y rabioso lo maté. Y me había llevado todo un día a cuestas…

El negro se quedó mirando para la negrura de la noche. En el cielo brillaban las estrellas sin fin. Jubiabá se había quedado con los ojos cerrados.

—Me había llevado a cuestas todo el día… Tenía el ojo de la piedad abierto… Quiero sacármelo de aquí, de la frente, pero no se va, no puedo, está ahí, mirándome, mirándome siempre…

Se pasó la mano por los ojos como queriendo apartar la visión. Pero no lo consiguió y siguió mirando fijamente ante él.

—Me llevó todo un día a cuestas…

Jubiabá repitió con voz monótona:

—Es ruin cerrar el ojo de la piedad. Trae desgracias…

Entonces el hombre se levantó y se fue del morro llevándose su historia.

* * *

Antonio Balduino oía y aprendía. Aquella era su aula provechosa, única escuela que él y los otros chiquillos del morro poseían. Así se educaban y escogían carreras. Carreras extrañas aquellas de los hijos del morro. Y carreras que no exigían mucha lección: chulo, ratero, matón, guardaespaldas, descuidero. Había también otra carrera: la esclavitud de las fábricas, del campo, de los oficios proletarios.

Antonio Balduino oía y aprendía.

* * *

Un día llegó un viajero y fue a alojarse en casa de doña María, una mulata gorda que se estaba haciendo rica a costa de los clientes de Jubiabá. El hombre venía a consultar al macumbeiro para que le curara una dolor antiguo y martirizante que tenía en la pierna derecha. Los médicos habían desistido ya hacía mucho. Hablaban con nombres complicados y daban remedios caros. Y el hombre cada vez iba peor, la pierna dolorida y él sin poder trabajar.

Entonces decidió hacer el viaje para consultar al pai-de-santo Jubiabá que curaba todo en su macumba de Morro do Capa Negro.

El hombre venía de Ilheus, la ciudad rica del cacao, y estuvo a punto de destronar a Ze Camarao del lugar de honor que ocupaba a los ojos de Antonio Balduino.

Y es que el hombre, curado radicalmente en dos sesiones en casa de Jubiabá, se acercó un domingo al corro de la vieja Luisa. Todos lo trataban con gran deferencia, pues decían que era hombre de dinero, que se había enriquecido en el Sur y que le dio a Jubiabá un montón de dinero por sus servicios. Vestía buenas ropas y hasta le llevaron una carta que llegó para la señora Ricarda a fin de que se la leyera. Pero dijo:

—No sé leer, señora…

Era de un hermano de ella que se moría de hambre en el Amazonas. El hombre de Ilheus dio cien mil reis.

Así, todos se quedaron callados cuando se acercó al grupo de la puerta de Luisa.

—Póngase a gusto, señor Jeremías —y Luisa le ofreció una silla con la paja agujereada.

—Muchísimas gracias, señora.

Y como siguieran en silencio:

—¿De qué estaban hablando?

—La verdad es —respondió Luis Sapateiro— que estábamos hablando de lo rica que es su tierra, del dineral que un hombre puede ganar allá…

El hombre inclinó la cabeza y sólo entonces se dieron cuenta de que tenía el pelo casi completamente blanco y el rostro lleno de arrugas.

—No tanto, no tanto… Se trabaja mucho y la ganancia es poca.

—Pero usted es hombre de posibles…

—¡Qué va! Tengo un palmo de tierra. Y hace muchos años que estoy por allá. Tres veces me hirieron. Nadie está libre de una traición.

—¿Es valiente la gente allá? —pero nadie oyó a Antonio Balduino.

—Pues aquí hay muchos que quieren irse con usted cuando vuelva a su tierra.

—¿Son valientes los hombres allá? —insistió Antonio Balduino.

El hombre le pasó la mano por las greñas al negrito y siguió hablando:

—Es una tierra brava… Tierra de pistolas y de muerte…

Antonio Balduino estaba con los ojos clavados en el hombre, esperando que le contara más cosas de aquella tierra.

—Allá se mata por una apuesta… Apuestan de qué lado va a caer uno: a la derecha o a la izquierda. Cogen el dinero… y tiran sólo para ver quién gana la apuesta…

Miró hacia los otros para ver el efecto que producía. Bajó la cabeza y continuó:

—Había un negro allá que era un demonio… José Estique… Negro valiente como él solo. Todo el valor del mundo lo llevaba dentro… Una peste con figura de hombre.

—¿Un jaque?

—No, porque era hacendero rico… Ze Estique tenía un montón de tierras que no se acaban nunca. Todas de cacao… Pero aún tenía más muertos en la conciencia que plantas de cacao.

—¿Nunca fue a la cárcel?

El hombre medio cerró los ojos:

—¿A la cárcel? —sonrió—. ¿Un rico…?

Su sonrisa era un comento sarcástico. Los otros lo miraron admirados. Pero luego comprendieron y siguieron escuchando en silencio al hombre de Ilheus.

—¿Saben lo que hacía? Entraba en Itabunas montado, y cuando pasaba por allí un tío ricacho le decía: «Abre la alforja que voy a mear dentro…» Y todos la abrían… Ze Estique tenía buena puntería. Una vez entró en Itabunas y vio una moza blanca, hija del intendente. ¿Saben lo que hizo? Pues va y dice «¡Eh tú, chica, ven aquí, aguanta esto que voy a mear…!» Y se desabrochó la bragueta y le decía que se lo aguantara…

—¿Y lo hizo? —Ze Camarao reía a carcajadas.

—Pues vaya… ¡Y maña que se dio la moza…!

Todos los hombres reían ahora y simpatizaban con Ze Estique. Y las muchachas bajaban el rostro avergonzadas.

—Mató, robó, desgració a un montón de chicas. Era valiente como un loco.

—¿Murió ya?

—Lo mató un gringo flaco de allá…

—¿Cómo fue?

—Un gringo apareció a trabajar en el cacao. Podaba las rozas. Hasta llegar él nadie lo hacía. Ganó dinero, compró unas tierras… luego se marchó para casarse, y volvió con una blanca tan blanca que hasta parecía una muñeca de esas de porcelana… Las tierras del blanco estaban junto a las de Ze Estique. Un día Estique pasó y vio a la gringa tendiendo ropa. Entonces fue y le dijo a Nicolau…

—¿Quién era Nicolau?

—El gringo… Pues fue y le dijo: «Deja esa muñeca ahí, que esta noche vengo por ella.» El gringo cogió miedo y fue a contárselo a un vecino. El vecino le dijo que o se la dejaba o moría, porque Ze Estique no era hombre para andarse con dos palabras. Si dijo que iba a buscarla, iba. Lo único que podía hacer era largarse, pero ¿Adónde? El gringo volvió que no se aguantaba. No quería dar aquella mujer tan linda que había ido a buscar a su tierra. Pero Ze Estique lo mataría y encima se le quedaría con la mujer…

—¿Y qué hizo?

Los asistentes no podían contenerse. Sólo Ze Camarao sonreía como si conociera una historia aún más impresionante que la del hombre de Ilheus.

—Pues por la noche, Ze Estique fue… Saltó del caballo y en vez de encontrarse con la mujer se dio de morros con el gringo, tras de un árbol, con un hacha así… Le abrió la cabeza de medio a medio… Una muerte terrible…

Una mujer dijo:

—Bien merecida se la tenía… Bien hecho…

Otra se santiguó amedrentada. Y el hombre de Ilheus siguió contando historias y más historias de muertes y tiros de su tierra heroica. En cuanto se fue, curado ya, Antonio Balduino sintió una tristeza como quien se separa de su enamorada.

Y es que en las charlas del Morro do Capa Negro, Antonio Balduino oía y aprendía. Y antes de tener diez años se juró que un día había de circular su nombre en las historias, y que sus aventuras serían relatadas y oídas con admiración por otros hombres, en otros morros.

* * *

La vida en el Morro do Capa Negro era difícil y dura. Aquellos hombres trabajaban fuerte, algunos en el muelle, cargando y descargando barcos o llevando maletas de viajeros, otros en fábricas distantes y oficios pobres: zapatero, sastre, barbero. Las negras vendían arroz con leche, acarajá, frutas y pastelillos en las calles tortuosas de la ciudad, las negras lavaban, hacían de cocineras en casas ricas de los barrios elegantes. Muchos de los chiquillos trabajaban también. Hacían de limpiabotas, llevaban recados, vendían periódicos. Algunos iban a las casas ricas, de criados. Los más se pasaban el día por el morro, de peleas, correrías, jugando. Estos eran los más niños. Ya sabían desde muy pronto cuál sería su destino: crecerían e irían a los muelles, donde acabarían curvados bajo el peso de los sacos de cacao, o se ganarían la vida en las fábricas enormes. Y no protestaban porque desde hacía muchos años venía siendo siempre así: los chiquillos de las calles bonitas y arboladas serían médicos, abogados, ingenieros, comerciantes, hombres ricos. Ellos serían sus criados. Para eso existía el morro y los moradores del morro, cosa que el negro Antonio Balduino aprendió desde muy niño en el ejemplo diario de los mayores. Al igual que las casas ricas tenían la tradición del tío, padre o abuelo ingeniero célebre, orador de éxito, político sagaz, en el morro, donde vivía tanto negro, tanto mulato, había la tradición de esclavitud bajo el señor blanco y rico. Y esa era la única tradición. Porque la de la libertad en los bosques de África ya la habían olvidado y eran raros los que la recordaban, y esos raros eran o exterminados o perseguidos. En el morro sólo Jubiabá la conservaba, pero esto aún no lo sabía Antonio Balduino. Raros eran los hombres libres del morro: Jubiabá, Ze Camarao. Pero ambos eran perseguidos, uno por macumbeiro, por seguir apegado a sus ritos ancestrales, otro por vagabundo y maleante. Antonio Balduino aprendió mucho en las historias heroicas que se contaban en el morro, y olvidó la tradición de servir. Resolvió ser del número de los libres, de los que después tendrían historias con su nombre y servirían de ejemplo a los hombres negros, blancos y mulatos que se esclavizaban sin remedio. Fue en el Morro do Capa Negro donde Balduino resolvió luchar. Todo lo que luego hizo fue debido a las historias que oyó en las noches de luna a la puerta de su tía. Aquellas historias, aquellos cantares, habían sido compuestos para mostrar a los hombres el ejemplo de libertad de los alzados. Pero los hombres no lo comprendían o ya estaban demasiado esclavizados. Sin embargo, algunos oían y entendían. Y Antonio Balduino fue de los que entendieron.

* * *

Había una mujer llamada Augusta das Rendas que vivía en el morro, casi al lado de la vieja Luisa. La llamaban de las rendas, de los encajes, porque se pasaba el día haciéndolos y luego vendía su trabajo los sábados, por la ciudad. Cuando pensaban que estaba mirando una cosa determinada, ella estaba con los ojos perdidos en el cielo, en algo invisible. Era de las asiduas en la macumba de Jubiabá, y aunque no era negra gozaba de gran prestigio ante el pai-de-santo. A Antonio Balduino le daba a veces alguna moneda, y éste se la gastaba en dulces o la guardaba para comprarse un paquete de cigarrillos en sociedad con Zebedeu.

Inventaron historias sobre la vida de Augusta, que había aparecido un día en el morro sin decir de dónde venía ni adonde iba. Se quedó allí. Nadie sabía nada de su vida. Pero como tenía aquel mirar perdido y la risa triste, imaginaban cosas sobre ella, historias de desgracias amorosas, de tristes aventuras. Ella misma, cuando le preguntaban algo sobre su vida, decía solamente:

—Mi vida es una novela… Habría mucho que escribir.

Cuando vendía encajes (y contaba los metros por un sistema muy rudimentario: juntando el encaje y la mano derecha bajo el mentón y extendiendo el brazo izquierdo), se equivocaba muchas veces:

—Uno… dos… tres… —se quedaba cortada y como sorprendida–¡Veinte! ¿qué…? ¿Quién dijo veinte? Yo aún estoy en tres…

Miraba para la parroquiana y le explicaba:

—El condenado me hace equivocar. No puede imaginárselo, señora… Yo voy contando, contando, y él empieza a contarme al oído, muy de prisa, hasta que me asusta. Cuando yo aún estoy en tres, él ya está en veinte… No puedo con él…

Y suplicaba:

—¡Vete ya! Quiero vender mis encajes. ¡Vete ya, que me haces equivocar!

—¿Pero quién es él, Augusta?

—Quién es, ahí está… ¿Quién va a ser? Es ese malvado que vive acompañándome. Ni después de muerto me deja tranquila. Siempre persiguiéndome…

Otras veces el espíritu resolvía divertirse y trababa las piernas de Augusta. Entonces ella se paraba en medio de la calle y con una paciencia inmensa empezaba a desatar las cuerdas que le había atado en torno a las piernas.

—¿Pero, qué está haciendo, sinhá Augusta? —preguntaban.

—¿No lo veis? Estoy quitándome las cuerdas que aquel desgraciado me puso en las piernas para que no pueda andar ni ir a vender los encajes… Quiere que me muera de hambre…

Y seguía arrancando trabas invisibles. Pero cuando le preguntaban algo sobre quién había sido aquel espíritu, Augusta no soltaba palabra. Se quedaba mirando a lo lejos y sonreía con su sonrisa triste. Y las mujeres decían:

—Augusta está mal porque sufrió mucho… Vida triste la suya…

—¿Pero qué fue lo que tuvo?

—Calla… Cada cual sabe su vida.

* * *

Fue Augusta das Rendas quien vio primero al hombre-lobo que apareció en el morro. Era una noche sin luna. La oscuridad dominaba los callejones enfangados y sólo raros candiles brillaban en las casas. Noche tenebrosa, noche para ladrones y asesinos. Augusta iba por la ladera cuando oyó entre los árboles un aullido estremecedor. Miró y vio los ojos de fuego del hombre-lobo. No creía en historias de hombres-lobo, pero entonces lo vio con sus propios ojos. Tiró el cesto de los encajes y salió a la carrera hacia la casa de Luisa. Contó la novedad con grandes gestos de espanto, la voz aún vacilante, los ojos esta vez desorbitados, las piernas temblorosas de la carrera.

—Bebe un trago de agua —ofreció Luisa.

—Es bueno para el susto… Agradecida…

Antonio Balduino oyó y se lanzó a difundir la noticia. Al cabo de un rato todo el morro sabía que andaba por allá un hombre-lobo, y a la noche siguiente lo vieron tres personas más: una cocinera que volvía del trabajo, Ricardo el de las zuecas, y Ze Camarao, que le clavó una puñalada al bicho, que salió dando un aullido a refugiarse en la espesura. En las noches siguientes los otros moradores del morro fueron viendo al monstruo, que reía y escapaba. El miedo se apoderó del morro. Se cerraban temprano las puertas. Las gentes ya no salían de noche. Ze Camarao propuso dar una batida para coger a la bestia, pero muy pocos tuvieron valor para secundarte. Sólo el negrito Antonio Balduino se entusiasmó con la propuesta y escogió las piedras más puntiagudas para su tirador. Seguían llegando noticias del hombre-lobo. Luisa vio su sombra un día que volvía más tarde de lo habitual; Pedro tuvo que echar a correr, con el monstruo tras él. El morro vivía inquieto y sólo se hablaba del hombre-lobo. Hasta un periodista apareció por allí haciendo fotos. Por la tarde salió la noticia diciendo que no había tal hombre-lobo, que era una invención de la gente del Morro do Capa Negro. Lourenço, el tabernero, compró un diario, pero nadie creyó lo que decía, pues todos habían visto al hombre-lobo y hombres-lobo habían existido siempre. Los niños comentaban el caso en los descansos de sus correrías.

—Mamá dice que el hombre-lobo es siempre un niño malo, que luego se vuelve lobo…

—Sí, le crecen las uñas, luego se va volviendo lobo en una noche de luna llena.

Antonio Balduino se entusiasmó:

—¿Vamos a volvernos hombres-lobo?

—¡Vuélvete tú, si quieres ir al infierno…!

—Tú eres un bobo; un idiota rematado…

—¿Pues por qué no te vuelves tú, di?

—Pues a que me vuelvo… ¿Cómo se hace?

Había un chiquillo que sabía cómo era y lo describió:

—Déjate crecer las uñas, el pelo, no te laves más, sal por las noches cuando haya luna, haz cosas malas, y cuando salga la luna llena ponte de cuatro patas…

—Cuando estés de cuatro patas, llámame, que quiero verte…

—¡Vamos anda…! A que te doy… De cuatro patas que se ponga tu madre…

El otro se levantó. Antonio Balduino se fue a él diciendo:

—A mí nadie me habla así…

—Hablo como me da la gana —y le soltó un puñetazo.

Rodaron por el suelo. Los otros los animaban. El pequeño era más fuerte que Antonio Balduino, pero éste era buen alumno de Ze Camarao y lo derribó. La pelea acabó cuando Lourenço el de la taberna los separó:

—A ver, hombre. Ni que fueran salvajes. ¿Es que no tienen educación?

El chiquillo se apartó a un rincón, y Antonio Balduino con las ropas rasgadas siguió preguntando al enterado cómo se transformaba uno en hombre-lobo.

—¿Y hay que andar a cuatro patas?

—Sí, para acostumbrarse…

—¿Y después?

—Después se cambia poco a poco… El cuerpo se va llenando de pelos, empiezas a dar saltos como un caballo, a arañar la tierra con las uñas. Llega un día, y ya eres hombre-lobo. Sales corriendo, asustando a la gente…

Antonio Balduino se volvió al que antes había peleado con él:

—Cuando sea hombre-lobo al primero que voy a zamparme es a ti…

Se fue. Pero a medio camino se volvió a preguntar:

—Y luego, para volverse persona otra vez ¿qué hay que hacer?

—¡Ah, eso no lo sé!

Por la tarde, el chiquillo que antes se había pegado con él, se le acercó y dijo:

—Oye, Baldo, a quien debías sacudir es a Joaquim, que anda diciendo que eres un paquete en el fútbol…

—¿Eso dice?

—Te lo juro.

—¿Por Dios?

—Por Dios.

—Pues me las va a pagar.

El otro le dio la mitad de un cigarrillo e hizo así las paces con Balduino.

Antonio Balduino seguía intentando convertirse en hombre-lobo. Le hizo mil perrerías a tía Luisa y sólo sacó dos buenas zurras; se dejó crecer las uñas y se negó a cortarse la pelambrera. En las noches de luna se iba al fondo de la casa, se ponía de cuatro patas e iba así de un lado a otro. Pero no se transformaba. Poco a poco se iba desanimando y ya empezaba a estar un poco harto de las preguntas de los otros chiquillos, que siempre andaban tras él diciéndole que a ver cuándo aparecía ya de hombre-lobo. Pensó que, sin duda, lo que hacía no era suficiente, y resolvió hacer una maldad muy grande. Se pasó varios días maquinándola hasta que un día vio a Joana, una negrita mimada, jugando con las muñecas. Tenía muchas, hechas de paño, que le traía Eleuterio, blancas y negras, bautizadas con nombres de personas. Con ellas hacía bautizos y casamientos y eran días de fiesta para la chiquillería del morro.

Aún se acordaban de la fiesta que dio Joana cuando bautizó a Iracema, una muñeca de porcelana que su padrino le regaló el día de su santo. Amonio Balduino se acercó con su plan ya formado. Y se llegó a la niña con voz amiga y dulce:

—¿Qué es eso, Joana?

—Mi muñeca tiene novio…

—Es bonita… ¿Quién es el novio?

El novio era un muñeco de marionetas con patas tuertas.

—¿Quieres ser el padrino?

Antonio Balduino lo que quería era hacer añicos el muñeco. Pero Joana empezó a hacer pucheros:

—No me pegues, que se lo digo a mi mamá… Vete ya… Vete…

Antonio Balduino endulzó la voz, sonrió, bajó los ojos.

—Déjame Joana… Déjame que lo rompa…

—No quiero —y apretó el muñeco contra el pecho.

Antonio Balduino se asustó como un ladrón sorprendido con las manos en la masa.

¿Cómo habría adivinado sus intenciones? Sintió miedo y quiso retroceder. Pero Joana sollozaba otra vez, las lágrimas estaban a punto de saltarle de los ojos y él no resistió. Como ciego, como alucinado, se echó sobre los muñecos y aplastó cuantos pudo. Joana se quedó allí mismo, parada, llorando sin gritos. Le caían las lágrimas, resbalaban por las mejillas, se le metían en la boca. Antonio Balduino se la quedó mirando, parado también, sorprendido de que Joana pareciera mucho más bonita llorando. De repente la pequeña miró los muñecos despedazados y empezó a llorar a gritos» desesperada. Antonio Balduino, que antes sentía remordimientos y la encontraba bonita, empezó a gozar de aquellas lágrimas. Podía haber huido y tal vez si se escondiera a tiempo podría evitar la zurra, porque la vieja Luisa, pasada la rabia, era incapaz de pegarle. Pero se quedó allí, quieto, gozando de aquel llanto sincero. Sólo salió de allí a rastras. Desde la puerta de Joana hasta la cocina fue una continua paliza. Pero no intentó hurtar el cuerpo a los pescozones. Aún tenía ante sus ojos la figura de Joana, las lágrimas cayendo, entrándole por la boca. Después quedó amarrado a las patas de la mesa, y al poco tiempo el gozo se le fue acabando. Entonces, como no tenía otra cosa en qué entretenerse, se dedicó a matar hormigas. Un vecino dijo:

—Es de la piel del diablo… Ese acaba matando a alguien…

* * *

No se transformó en hombre-lobo. Pero tuvo que luchar con uno de los chicuelos y descalabrar a otro para recuperar su prestigio entre los pequeños del barrio. Prestigio que había quedado muy en entredicho al no, lograr aquella transformación asombrosa. También desapareció el otro hombre-lobo cuando Jubiabá hizo un conjuro fuerte, en plena luna llena, en la cima del morro, acompañado de casi todos los habitantes. Rezó con un ramo de hojas, ordenó al monstruo que se fuera, después lanzó el ramo en la dirección en que el hombre-lobo había sido visto, y el monstruo se volvió por donde había venido y dejó en paz a los moradores del Morro do Capa Negro. Nunca más volvió el hombre-lobo. Pero aún hoy se habla de él en las charlas del barrio.

Jubiabá, que nadie sabía cuántos años llevaba encima, y que vivía en el Morro do Capa Negro mucho antes de que hubiera allá otros habitantes, explicó la historia del hombre-lobo:

—Ya apareció muchas veces. Ya lo largué un montón de veces. Pero vuelve y volverá mientras no pague los crímenes que cometió aquí abajo. Y volverá muchas veces todavía.

—¿Quién es, padre Jubiabá?

—¡Ah! ¿No lo sabe? Pues era un señor blanco, dueño de una hacienda. Eso fue en tiempos pasados, en los tiempos de la esclavitud del negro. La hacienda la tenía aquí donde vivimos ahora. Aquí. ¿No saben por qué este morro se llama Morro do Capa Negro? ¿No lo saben? Pues es porque este morro era la hacienda del señor. Y él era un hombre malo. Le gustaba que los negros y las negras tuvieran hijos, para así tener él más esclavos… Y cuando un negro no hacía hijos, él lo mandaba capar… Capó mucho negro el de la hacienda… Blanco ruin… Por eso se llama Morro do Capa Negro y tiene un hombre-lobo. El hombre-lobo es el blanco. No murió, no. Era demasiado malo y una noche se volvió hombre-lobo y salió por el mundo asustando a la gente. Ahora anda buscando el sitio donde estaba su casa, que era aquí, en el morro. Y aún quiere seguir capando negros…

—¡Dios nos ayude…!

—El que va a acabar capado va a ser él —Ze Camarao se echó a reír.

—Los negros que capó eran abuelos nuestros, bisabuelos… Y nos anda buscando porque cree que aún somos sus esclavos…

—Pero los negros ya no somos esclavos…

—Sí, aún somos esclavos los negros —interrumpió el flaco que trabajaba en los muelles—. Todos los pobres somos aún esclavos. Aún no se acabó la esclavitud…

Los negros, los mulatos, los blancos, bajaron la cabeza. Sólo Antonio Balduino se quedó mirando al frente: él no iba a ser esclavo.

* * *

No era muy popular en el morro el negrito Antonio Balduino. No es que fuera peor que los demás. Hacía lo mismo que los demás, jugaba como ellos al fútbol con su pelota de vejiga de buey, iba a espiar a las negras que meaban en el arenal detrás de la Baixa dos Sapateiros, robaba fruta en el mercado, fumaba cigarrillos baratos, decía palabrotas. Pero no era esa la razón de que le tuvieran cierta inquina. Se la tenían porque era él quien pensaba todas las ruindades que los chiquillos hacían en el morro, de su cabeza salían todas las ideas raras, las travesuras inconfesables.

¿No fue a él a quien se le ocurrió que todos los chiquillos del barrio fueran a la fiesta del Bonfim? Salieron hacia las tres de la tarde y eran las tres de la mañana y aún no habían vuelto. Las madres iban y venían afligidas de casa en casa; algunas lloraban. Los padres salieron en su busca. Para los chiquillos la aventura fue admirable: recorrieron toda la ciudad, gozaron de la fiesta hasta el fin, jugaron hasta cansarse, y sólo se acordaron de volver cuando ya no se aguantaban de sueño. Habían robado dulces a las negras vendedoras, palparon muchos traseros de mozas, también tuvieron tiempo para pelearse entre ellos. Cuando volvieron, ya día claro, iban amedrentados con la certeza de la zurra. Y decían a los padres:

—Fue Balduino quien me llevó…

Pero este día la vieja Luisa no le pegó. Le acarició la pelambrera y le dijo:

—Ellos fueron porque quisieron ¿no es verdad, hijo?

También Jubiabá quería a Antonio Balduino. Hablaba con él como si fuera un hombre. Y el negrito iba haciéndose amigo del santón.

Lo respetaba porque sabía todo y solucionaba todas las cuestiones entre los hombres del morro, y curaba todas las enfermedades y hacía hechizos fuertes y era libre, y no tenía patrón ni horario de trabajo.

Una vez, en plena noche, los gritos de socorro espantaron la paz del morro. Se abrieron las casas y hombres y mujeres salieron a la calle con los ojos medio cerrados de sueño. Era en casa de Leopoldo. Pero los gritos habían acabado ya, y sólo se oían gemidos muy leves. Corrieron allá. La puerta de tablas de cajón estaba abierta, la cerradura reventada, y dentro agonizaba Leopoldo con dos cuchilladas en el pecho. La sangre formaba un charco alrededor. Leopoldo se irguió y después cayó para no levantarse más. De la boca abierta le salió un borbotón de sangre y alguien le puso en la mano una vela encendida. Hablaban en voz baja. Una mujer empezó a rezar la oración de los moribundos. Al poco rato la casa estaba llena de gente.

* * *

Era la primera vez que alguien entraba en casa de Leopoldo. Él no quería a nadie allá. Hombre de pocas relaciones, no tenía intimidad con nadie y desde que se había establecido en el morro no había recibido ninguna visita. Sólo una vez fue a casa de Jubiabá y pasó allá muchas horas. Pero nadie supo lo que le dijo al pai-de-santo. Trabajaba de carpintero y bebía mucho. Cuando se emborrachaba en la tasca de Lourenço, se quedaba aún más taciturno y a veces, sin motivo, la emprendía a puñetazos con el mostrador. Antonio Balduino le tenía miedo. Y con más miedo quedó cuando lo vio muerto con dos cuchilladas en el pecho. Nunca se supo quién fue el asesino, pero cierto día, un año después, Balduino estaba corriendo por la ladera cuando un hombre cubierto de andrajos y con el sombrero agujereado y cara de loco, se acercó y le preguntó:

—Oye, pequeño, ¿vive aquí un tal Leopoldo? Un negro alto, serio…

—Sí, ya sé… pero no vive ya, señor…

—¿Se cambió de barrio?

—No. Murió.

—¿Murió? ¿De qué?

—De unas cuchilladas…

—¿Asesinado?

—Asesinado, sí señor…

Miró al hombre:

—¿Era pariente suyo?

—¿Quién sabe? Oye, dime: ¿cuál es el camino de la ciudad?

—¿No quiere ir allá arriba para saber más cosas? Mi tía puede decirle… Le llevaré a la casa donde vivió Leopoldo… Ahora vive allí Zeca…

El hombre sacó quinientos reis de sus rotos calzones y se los dio a Balduino.

—Mira, pequeño, si no estuviera muerto moriría hoy…

Y echó ladera abajo sin esperar respuesta. Antonio Balduino bajó corriendo tras el hombre:

—¿No quiere saber el camino de la ciudad?

Pero el otro ni siquiera miró atrás. Antonio Balduino no habló de ese encuentro con nadie, tanto miedo tuvo. Y en sueños la imagen del hombre del sombrero agujereado le persiguió durante mucho tiempo. Parecía que viniera de muy lejos y estaba cansado. Antonio Balduino pensó que aquel hombre tenía cerrado el ojo de la piedad.

* * *

Uno, dos, tres años pasaron en aquella vida del morro. Los habitantes eran los mismos, la vida la misma. Nada cambiaba, sólo los dolores de la vieja Luisa aumentaban. Ahora le daban casi a diario, en cuanto la vieja volvía de la venta nocturna de los pastelillos y del arroz dulce. La negra se ponía a gritar, echaba afuera a los vecinos, venía Jubiabá y cada vez tardaba más en curar los dolores de Luisa. La vieja andaba rara; llegaba de la calle furiosa, gritando, rezongando por todo, pegaba terribles palizas a Balduino por nada que hiciera, y después, cuando le pasaba el dolor, abrazaba al pequeño, le mataba los bichos de las greñas, lloraba en voz baja, pedía perdón. Antonio Balduino no entendía nada de lo que pasaba. Su tía le parecía incomprensible, con aquellos ataques de furia y de cariño. Y en los juegos, de vez en cuando, se quedaba parado pensando en su tía, en los dolores que la estaban matando. Sentía que pronto la iba a perder y eso dejaba oprimido su pequeño corazón, tan lleno de amor y no de odio.

* * *

La tarde había sido sombría, llena de nubes negras. Con la noche llegó un ventarrón pesado que apretaba a los hombres por el pescuezo y silbaba en los callejones. Cuando las luces se encendieron, el viento dominó la ciudad, corrió con los chiquillos por las laderas, visitó a las mujeres del Beco de María Paz, levantó nubes de polvo, invadió casas y rompió macetas. Cuando las luces se encendieron cayó una lluvia violenta, un temporal como no se recordaba otro desde hacía mucho. Se apagaban los candiles, no se oían voces en las casas. El morro parecía un mundo cerrado y vacío. Luisa se estaba preparando para salir. Antonio Balduino mataba hormigas en un rincón. La tía le pidió:

—Balduino, échame una mano.

Él la ayudó a colocar las latas encima de la tabla y Luisa se la colocó en la cabeza. Pasó la mano por el rostro de Antonio Balduino y se dirigió hacia la puerta. Sin embargo, antes de descorrer el cerrojo, tiró la tabla y las latas por el suelo con un gesto rabioso, y gritó:

—No voy más.

Antonio Balduino se quedó mudo de espanto.

—¡No! ¡No voy más! ¡Que vaya quien quiera!

—¿Qué pasa, tía?

Los dulces se aplastaron en el suelo. Luisa pareció quedarse más tranquila y en vez de responder empezó a contar una historia extraña de una mujer que tenía tres hijos, uno carpintero, otro cantero, el tercero estibador. Después la mujer se metió monja y Luisa empezó a contar la historia de los hijos. Pero la historia no tenía pies ni cabeza. A pesar de todo, Antonio Balduino soltó una carcajada. Fue cuando el carpintero le preguntó al diablo:

—¿Dónde están sus cuernos, señor?

Y el diablo le contestó:

—Se los presté a tu padre…

Cuando Luisa estaba en lo mejor de la confusa historia vio los pastelillos por el suelo, y se puso a canturrear:

No voy mas…

nunca más…

nunca más…

Antonio Balduino cogió miedo de nuevo y le preguntó si le dolía la cabeza. Ella le miró con ojos tan extraños que Antonio Balduino salió corriendo a esconderse detrás de la mesa.

—¿Quién es usted? ¿Es que quiere robarme los pasteles? Ven aquí, ruin, desvergonzado, que te voy a enseñar…

Echó a correr tras Balduino, que salió a la calle y no paró hasta la casa de Jubiabá. La puerta sólo estaba entornada y él la abrió de un empujón y se metió dentro. Jubiabá estaba leyendo un viejo libro cuando él entró.

—¿Qué pasa, Baldo?

—Padre Jubiabá… Padre Jubiabá…

No podía hablar. Respiró fuerte y se echó a llorar.

—Pero ¿qué te pasa, hijo mío?

—Tía Luisa. Le ha dado el ataque…

El temporal zumbaba fuera. La lluvia caía en ráfagas intensas. Pero Balduino no oía nada, sólo oía la voz de su tía preguntándole quién era, y sus ojos extraños, ojos que él no había visto jamás en nadie… Y los dos, Jubiabá y el chiquillo, fueron corriendo bajo el temporal; la lluvia cayendo, el viento zumbando. Iban silenciosos.

Cuando llegaron, la casa ya estaba llena de vecinos. Una mujer decía a sinhá Augusta das Rendas:

—Eso le pasa por cargar las latas en la cabeza… Una mujer, amiga mía, también se volvió loca por lo mismo… por andar con las latas calientes en la cabeza…

Antonio Balduino empezó a llorar de nuevo. Augusta no estaba de acuerdo con la vecina:

—¡Qué va, comadre! Lo que pasa es que se le ha metido dentro el espíritu. Ya verá como Jubiabá se lo saca en un momento…

Luisa cantaba a gritos, soltaba carcajadas y hablaba con Ze Camarao, que asentía a todo lo que la vieja decía. Jubiabá se acercó a Luisa y empezó a echarle unos responsos. Se llevaron a Antonio Balduino a casa de Augusta, pero él no durmió aquella noche, y en medio del temporal, entre el zumbido del viento y de la lluvia, oía los gritos y las carcajadas de su tía. Y sollozaba.

* * *

Al día siguiente vino una camioneta del manicomio. Dos hombres agarraron a la vieja y se la llevaron. Antonio Balduino se agarró a su tía. No quería dejar que se la llevaran. Quería explicarles:

—No es nada, no… Sólo es dolor de cabeza. Luego se le pasa. Padre Jubiabá la cura… No la lleven…

Luisa canturreaba, indiferente a todo.

Balduino mordió en la mano al enfermero y sólo la soltó cuando lo arrastraron a la fuerza hasta la casa de Augusta das Rendas. Todos fueron muy buenos con él aquel día. Ze Camarao estuvo hablando con él mucho rato, contándole cosas de la lucha capoeira y del guitarrón. Lourenço el de la taberna le dio caramelos; sinhá Augusta decía «pobrecito, pobrecito». Vino también Jubiabá, que le puso un amuleto en el pescuezo:

—Esto es para que seas fuerte y valiente… Soy amigo tuyo. Baldo, ya lo sabes…

* * *

Se quedó unos días en casa de Augusta. Pero una mañana ella le puso sus mejores ropas y lo llevó de la mano. Él preguntó adonde iban:

—Ahora irás a una casa muy bonita. Vivirás con el comendador Pereira. Él cuidará de ti…

Antonio Balduino no dijo nada, pero inmediatamente pensó que se escaparía. Cuando ya andaban lejos de la ladera tropezaron con Jubiabá. Antonio Balduino le besó la mano. Jubiabá le dijo:

—Cuando seas mayor ven por aquí. Cuando seas hombre.

Los niños estaban todos parados en la calle, mirando. Balduino les dijo adiós con tristeza. Siguió bajando.

Allá arriba quedaba la figura de Jubiabá sentado en un pedrusco del morro, con la camisa agitada por el viento y las hierbas en la mano.

TRAVESSA ZUMBI DOS PALMARES

Vieja calle de casas sucias y fachadas de color indefinido. Su trazado era recto, sin desvíos. Las aceras eran desarmónicas, unas anchas, otras estrechas, algunas avanzando hacia el centro de la calle, otras medrosas de apañarse de la puerta. Rua mal calzada, de piedras vacilantes, con césped en las junturas. El silencio y el sosiego bajaban de todo y subían de todo. Venían del mar distante, de los montes de allá atrás, de las casas sin luz, incluso de las luces de los raros faroles, de las gentes. El silencio y el sosiego bajaban sobre la gente y envolvían la calle y sus habitantes. Parecía que la noche llegaba más temprana a la Travessa Zumbi dos Palmares que al resto de la ciudad.

Ni el mar que batía en los muelles, allá lejos, despertaba del sueño a aquella calle que era como una vieja solterona a la espera del novio que partiera hacia distantes capitales y se perdiera en la confusión de los hombres apresurados. La calle era triste. Una travesía agonizante. La calma de la calle pesaba como un aire de agonía; todo agonizaba allí: las casas, el cerro al fondo, las luces. El silencio era duro y dolía. La Travessa agonizaba.

¡Qué viejas eran las casas! ¡Cómo saltaban las piedras del pavimento!

Tan viejas como la anciana negra que vivía en la casa más negra y daba a los chiquillos, con gesto maternal, unos céntimos para que compraran golosinas, y se pasaba el día fumando en una pipa de barro, murmurando palabras que nadie entendía.

La calle se curvaba y las casas serían pronto una ruina. El silencio era un silencio de muerte. Un silencio que bajaba del morro sobre las piedras.

La Travessa Zumbi dos Palmares agonizaba. Una vez llegó una pareja de recién casados buscando una casa de alquiler. Encontraron una, confortable y quieta. Pero la novia dijo:

—No. No la quiero. Esta calle parece un cementerio…

* * *

Dos casas de pisos en la esquina, una enfrente de otra. El resto de la calle estaba formado por casitas bajas. Las casas habían perdido ya el color y en ellas vivía una legión de trabajadores.

Las casas de pisos, aunque antiguas, eran no obstante grandes y hermosas. En el caserón de la derecha vivía una familia abrumada por la pérdida de un hijo que había muerto asesinado. Vivían recogidos entre las cuatro paredes, no se asomaban nunca a las ventanas, que estaban eternamente cerradas, y andaban siempre de luto riguroso. Cuando, muy de tarde en tarde, se abría una ventana, se podía ver en la sala de visitas un cuadro enorme, el retrato de un joven rubio, vestido de teniente. Mostraba una sonrisa desafiante en los labios finos y una flor en la blanca mano. El piso tenía un mirador, y en este mirador, una muchacha rubia vestida de negro. Leía un libro de tapas amarillas y tiraba níqueles a Antonio Balduino.

Todas las tardes llegaba un mozo pinturero y paseaba la calle en toda su extensión. Silbaba bajito hasta que la muchacha lo veía. Entonces ella se levantaba y se acercaba a la barandilla del mirador, donde se quedaba sonriendo. El muchacho pasaba varias veces, se inclinaba ceremoniosamente, sonreía, y antes de marcharse se sacaba un clavel del ojal y, tras besarlo, lo echaba al mirador. La moza lo cogía rápida, con una sonrisa en los labios, el rostro escondido en la mano libre. Metía el clavel rojo en el libro de versos y le daba sus adioses con la mano. El muchacho se marchaba y volvía al día siguiente. Ella le tiraba un níquel al negrito que estaba allá abajo y que era el único testigo de ese amor.

Enfrente estaba el caserón del comendador. Los gansos paseaban por el jardín florido y en la alameda, al lado de la casa, crecían los mangos.

El comendador había comprado aquella casa muy barata en los buenos tiempos. «Una verdadera ganga» como decía los domingos cuando daba su vuelta por el jardín e iba a echar la siesta entre los árboles del fondo. Vivía allí desde hacía muchos años, desde que empezó a enriquecerse, y quizá le gustara aquella casa vieja, tan grande, en la calle muerta.

Antonio Balduino quedó asustado ante el tamaño de la casa. Nunca había visto cosa igual. En el Morro do Capa Negro las casas eran pequeñas, de adobe, con puertas de tablas de cajón y cubiertas de lata. Sólo tenían dos cuartos: el comedor y el dormitorio. Pero la casa grande del comendador, no. Era enorme, con muchísimas habitaciones, algunas incluso cerradas, un cuarto para los huéspedes, muy bien amueblado, esperando a alguien que nunca venía, salas enormes, una hermosa cocina, y el retrete mejor que cualquier casa del morro.

* * *

Cuando Augusta das Rendas llegó con el negrito, cansados ambos de la caminata desde el Morro do Capa Negro hasta la Travessa Zumbi dos Palmares, estaban almorzando en la casa del comendador. La comida, portuguesa, olía bien. El comendador Pereira, en mangas de camisa, presidía la fiesta familiar que era el almuerzo. Cuando entró Augusta llevando al negrito de la mano, Antonio Balduino alzó los ojos y vio a Lindinalva.

A la cabecera de la mesa, el comendador. Era un portugués de grandes bigotes que manejaba un gigantesco tenedor. A su lado, la esposa, casi tan gorda como él. Y Lindinalva, en una silla a la derecha de la madre, delgadísima y pecosa, con los cabellos rojos y la boca pequeña, hacía el contraste más ridículo del mundo. Pero Antonio Balduino, que estaba acostumbrado a las negritas sucias del morro, encontró que Lindinalva se parecía a las hojitas que Lourenço repartía por Navidad entre sus parroquianos.

Lindinalva era poco más alta que el negrito, aunque tenía tres años más que él. Antonio Balduino bajó los ojos y se quedó con ellos clavados en el suelo encerado, lleno de dibujos complicados.

Doña María, la esposa, los invitó.

—Siéntese, sinhá Augusta.

—Estoy bien, doña María.

—¿Comió ya?

—Aún no…

—Entonces venga.

—No. Ya comeré luego en la cocina… —Augusta sabía cuál era su lugar y cuánto había de pura gentileza en la invitación.

Cuando el comendador acabó de masticar la comida que tenía en la boca dejó el cubierto encima del plato vacío y gritó hacia el fondo de la casa:

—¡Trae el pastel, Amelia!

Mientras esperaba se volvió hacia Augusta:

—¿Qué hay, Augusta?

—Aquí le traigo al chiquillo de que le hablé… El comendador, la mujer y la hija miraron para Antonio Balduino.

—¡Ah! Es ese… Ven acá, ven acá, Benedito —llamó el comendador.

Antonio Balduino se acercó medroso, preparando ya la fuga de las manos gordas del hombre. Pero el comendador no le quería hacer ningún mal. Preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Ni nombre es Antonio Balduino…

—Es un nombre muy largo. De ahora en adelante tu nombre es Baldo…

—En el morro me llamaban así…

Lindinalva se reía:

—Baldo parece balde…

Augusta habló al comendador:

—¿Entonces, el señor se queda con él?

—Me lo quedo, sí.

—Es una caridad tan grande la que el señor hace… El pobrecito no tiene ni padre ni madre… Sólo tenía una tía, que está loca, la pobre…

—¿Por qué?

—El espíritu, que se metió en ella… Un espíritu bravo. No la dejará tan pronto. Yo sé mucho de espíritus…

Antonio Balduino estaba a punto de echarse a llorar. El comendador le acarició la pelambrera:

—No tengas miedo, que nadie te va a comer.

Doña María preguntó a Augusta:

—Y hablando de espíritus ¿cómo va usted con el suyo?

—¡Ay doña María! ¡No me hable! Cada vez me persigue más. Ahora le dio por emborracharse y sentárseme en el hombro. Es un peso tan grande que no lo aguanto.

—¿Por qué no va a una sesión?

—¡Ah! Ya voy… Todos los sábados voy. Jubiabá me lo quita, pero él vuelve. Siempre fue tozudo…

—Pero eso es macumba. Usted tendría que ir a una sesión de verdad. En la Ladeira Sao Miguel hay una muy buena.

—Nada, doña María, que si padre Jubiabá no me lo quita, ¿quién me lo va a quitar? Ahora ya ni me importa. Pero a veces me fastidia mucho, me hace equivocar. Y ahora le dio por beber. ¿No ve? Yo estoy aquí, pero estoy cansada. No puede imaginarse. Lo tengo aquí, pesado…

Se volvió hacia el comendador:

—Dios le pague, señor comendador esta caridad que está haciendo por el pequeño… Dios se lo pagará dando salud a todos los de esta casa…

—Muchas gracias. Augusta. Ahora llévese al chiquillo allá adentro y dígale a Amelia que le dé algo de comer.

Y el comendador la emprendió con el pastel. Doña María añadió:

—Y usted. Augusta, coma algo también…

* * *

En la cocina, Amelia preparó unos platos bien cumplidos para ellos. Y se quedaron comiendo los tres mientras Augusta le contaba a la cocinera la historia de Antonio Balduino con gran conmoción. La cocinera se limpiaba las lágrimas en el delantal, y Antonio Balduino, cuando oía hablar de la locura de su tía, dejaba de comer para sollozar.

* * *

Vendidos los encajes, Augusta se despidió de Antonio Balduino:

—Ya vendré a verte de vez en cuando.

Sólo entonces comprendió el negrito que estaba desgajado del morro, que lo habían arrancado del lugar donde había nacido y se había criado, donde tantas cosas había aprendido, y que lo habían abandonado, a él, el más libre de los picaruelos del barrio, en casa de un señor.

Esta vez no lloró. Se quedó espiando la casa, pensando en la fuga.

* * *

Pero como Lindinalva vino a buscarlo para jugar, se olvidó de huir. Construyó una casa para el gato de angora que era la pasión de Lindinalva, corrió con ella por el patio, dio saltos y se subió a la rama más alta del guayabo, para ir a coger guayabas que a ella le encantaban. Quedaron así amigos desde aquel día.

Después vinieron los problemas. Lo sorprendieron fumando y se llevó una zurra de la cocinera. Se revolvió. Cuando era su tía la que pegaba, a él no le importaba demasiado, pero la cocinera, no. También cuando soltaba palabrotas, y las soltaba a cada momento, Amelia le daba con la mano en la boca con toda su fuerza. Empezó a cogerle odio a aquella portuguesa de larga melena (se hacía dos trenzas y se quedaba admirándolas ante el espejo) y le sacaba la lengua cuando estaba de espaldas.

El comendador, no obstante, era bueno con él. Hasta lo llevó a la escuela pública, una que funcionaba en el Largo de Nazaré, con una profesora de mal genio, insoportable y pegona. Antonio Balduino dirigió todas las travesuras que hicieron aquel año los alumnos de la escuela. Pronto lo expulsaron como incorregible. Amelia le dijo a doña María:

—Los negros son de una casta que sólo sirven para esclavos. Los negros no nacieron para saber.

Pero Antonio Balduino ya sabía suficiente. Ya sabía leer perfectamente las aleluyas de los bandidos célebres y los crímenes que traían los diarios. Y cuando estaba de buenas con Amelia era él quien leía por la noche en los periódicos las historias de los crímenes que ocurrían en el mundo.

Así iba transcurriendo su vida, entre juegos con Lindinalva, a quien cada vez admiraba más, y peleas con Amelia, que se quejaba día tras día a doña María de las «barrabasadas de este sucio negro», y le propinaba unas zurras feroces a escondidas.

* * *

Tenía noticias del morro por medio de Augusta, que venía una vez al mes a vender encajes a doña María. Sentía añoranza de la vida libre del morro y pensaba en huir.

Un domingo fue Jubiabá a casa del comendador. Hablaron en la sala y le ordenaron a Antonio Balduino que se pusiera sus mejores ropas.

Salió con Jubiabá, tomaron un tranvía y el negrito volvió a recorrer la ciudad y a aspirar con fuerza el aire de la calle, la libertad del momento. Ni se acordó de preguntarle a Jubiabá adonde iban. También él confiaba enteramente en el pai-de-santo, que aquel domingo iba vestido con una chaqueta vieja y llevaba un sombrero ridículo en lo alto de la pelambrera. Al fin bajaron del tranvía, se metieron por una calle ancha y enarenada y penetraron en un amplio portón guardado por un individuo uniformado. Antonio Balduino pensó que lo llevaban a alistarse en el ejército y sonrió. Le gustaría ser soldado, llevar uniforme, pasear con las mulatas por los parques. Pero pronto le llegó el desengaño. No vio soldados en el patio del caserón ceniciento, de ventanas enrejadas como una cárcel. Vio hombres y mujeres vestidos todos con idénticas ropas, paseando con aire abstraído, algunos hablando solos, otros dibujando garabatos en el aire. Y Jubiabá lo llevó hacia el lugar donde estaba la vieja Luisa cantando con voz débil:

No voy más…

nunca más…

nunca más…

Antonio Balduino casi no la reconoció. Estaba flaca y huesuda, con los ojos salientes y los pómulos marcados. Besó la mano a la vieja, que lo miró con aire indiferente:

—Tía, soy Balduino…

—¿Sabes una cosa? Los chiquillos quieren robarme los pasteles. Tú has venido también para robármelos, ¿verdad? —y se fue enfureciendo.

Pero pronto sonrió de nuevo y volvió a su melopea:

No voy más…

nunca más…

nunca más…

Jubiabá lo llevó de vuelta. Balduino se quedó acechando el caserón lúgubre que parecía una cárcel. En el tranvía, Jubiabá preguntó si aún tenía el amuleto que le había dado. Antonio Balduino metió la mano por el cuello de la camisa y se lo mostró.

—Está bien, hijo mío; guárdalo siempre. Trae suerte…

Y antes de marcharse le dio unos céntimos.

Sólo volvió al manicomio otra vez. Fue de nuevo con Jubiabá para asistir al entierro de la vieja Luisa. Ante la caja, pobre y negra, se encontró con casi todos los conocidos del morro. Todos fueron otra vez muy buenos con él y le abrazaron. Algunos lloraban. Fueron así hasta el cementerio, donde dieron una pala a Balduino para que tirara tierra sobre el ataúd. Después, el cuerpo de la vieja se quedó allá, y sólo Antonio Balduino guardó con amor su recuerdo en su pequeño corazón, ya tan lleno de odio.

* * *

Fue el día del entierro cuando Jubiabá, para distraerlo, le contó, de vuelta del cementerio, la historia de Zumbi dos Palmares.

—Aquella calle se llama Zumbi dos Palmares ¿no?

—Se llama, sí señor…

—¿Y tú no sabes quién fue Zumbi dos Palmares?

—Yo no.

Balduino iba triste, pensando otra vez en huir, y al principio prestó poca atención a la historia, a pesar de ser Jubiabá quien se la contaba:

—Eso fue hace un montón de tiempo… Cuando la esclavitud de los negros…

»Zumbi dos Palmares era un esclavo negro. Los esclavos recibían unas palizas terribles… Zumbi también. Pero allá en la tierra donde él había nacido, nadie le pegaba. Porque allá los negros no eran esclavos, los negros eran libres, los negros vivían en la selva, trabajando y danzando.

—¿Y por qué se vinieron acá? —Balduino empezaba a interesarse por la historia.

—Los blancos iban allá a buscar a los negros. Los engañaban. Los negros eran inocentes; nunca habían visto blancos y no sabían de su maldad. Los blancos no tenían ojo de piedad. Los blancos sólo querían dinero y agarraban a los negros para hacerles esclavos. Traían a los negros en barcos, y les pegaban. Lo mismo pasó con Zumbi dos Palmares. Pero él era un negro valiente y sabía más que los otros… Un día escapó, reunió una banda de negros y fue más libre incluso que en su tierra. Luego escaparon más negros y se fueron junto a Zumbi. Se fue formando una ciudad muy grande de negros. Y los negros empezaron a vengarse de los blancos. Entonces los blancos mandaron soldados para que mataran a los negros. Pero los soldados no podían con los negros. Mandaron más soldados. Y los negros les ganaban siempre.

Antonio Balduino escuchaba con los ojos abiertos, y temblaba de entusiasmo.

—Fue un montón de soldados. Mil veces más soldados que negros. Pero los negros no querían ser esclavos y cuando Zumbi vio que perdían, para que no lo cogieran los blancos, se tiró de un morro abajo. Y todos los negros se tiraron también… Zumbi dos Palmares era un negro valiente y bueno. Si entonces hubiera habido veinte como él, los negros habrían dejado de ser esclavos…

Antonio Balduino, aquel día de la muerte de su tía, encontró un amigo para sustituir a la vieja Luisa en su corazón: Zumbi dos Palmares. Y desde entonces Zumbi fue su héroe predilecto.

* * *

Aquella vida amargada por las palizas de Amelia tenía también algunas compensaciones. Estaba en primer lugar Lindinalva, que jugaba con Antonio Balduino. Él era capaz de pasarse horas y horas parado, mirando para el rostro de santa de la niña. Después estaba el cine, que para él fue una revelación. Y al contrario de todos los chiquillos, siempre se ponía del lado de los indios malos contra el blanco. El sentido de la raza oprimida lo había adquirido a base de las historias del morro y lo conservaba latente. Tenía también a Ze Camarao, que ahora venía a enseñar a tocar la guitarra a unos muchachos que vivían en la casa alta del extremo de la calle, y también le daba clases a Balduino.

No era mucho el trabajo en casa del comendador: lavaba los platos, hacía recados. El comendador pensaba incluso llevarlo a trabajar a su comercio.

—He de hacer algo por este negro —decía—. Es listo el condenado…

Con las palizas, Balduino había aprendido a ser disimulado. Ahora fumaba a escondidas, decía las palabrotas en voz baja, mentía descaradamente.

Pero fue precisamente aquella idea del comendador de mejorar la suerte de Antonio Balduino dándole un empleo con posibilidades de futuro lo que obligó al negro a huir. En esta época Antonio Balduino tenía ya quince años y hacía tres que soportaba el odio de Amelia.

El caso que dio lugar a su fuga fue el siguiente: cuando el comendador anunció un domingo que al mes siguiente Antonio Balduino iba a empezar su trabajo en el almacén, Amelia se puso furiosa. Ella tenía verdaderas crisis de celos, no podía comprender por qué los patronos protegían a aquel negro y querían convertirlo en un empleado.

—Los negros son gente ruin —repetía siempre—. Los negros no son personas…

Y empezó a pensar la manera de hundirlo. Un día vio a Antonio Balduino sentado en la escalera de la cocina mirando con ojos de adoración a Lindinalva, que, ya de dieciocho años, estaba cosiendo en el mirador. Le dio un palmetazo en el hombro:

—¡Eh, tú, negro sinvergüenza! Conque mirando las piernas de Lindinalva ¿eh?

Balduino no estaba mirando ni las piernas ni nada, estaba recordando los buenos tiempos en que él y Lindinalva eran dos niños que jugaban en el patio. Pero se asustó como si realmente le hubieran sorprendido mirando las piernas de la muchacha.

Aquello llegó a oídos del comendador. Todos lo creyeron. Hasta Lindinalva, que nunca más volvió a miras para Antonio Balduino sin miedo y asco.

El comendador, un buen hombre, era no obstante terrible en su ira.

—¡Oye, tú, negro descarado, te estoy criando como un hijo, ayudándote a hacerte un hombre de bien, y tú me lo pagas así!

Amelia lo azuzaba:

—Ese negro es un sinvergüenza. Cuando doña Lindinalva iba al baño, él miraba por el ojo de la cerradura…

Lindinalva salió casi llorando. Balduino quiso decir que era mentira, pero como sólo creían a Amelia, no dijo nada. Le pegaron una paliza tremenda, que le dejó tendido, con el cuerpo todo llagado. Pero no era sólo el cuerpo lo que le dolía. Le dolía el corazón porque no le habían creído. Y como aquellos eran los únicos blancos que él apreciaba, empezó a odiarlos como a todos los demás.

Sin embargo, aquella misma noche soñó con Lindinalva. La vio desnuda y despertó. Entonces recordó los vicios que practicaban los muchachuelos del morro y se quedó solo. No, no se quedó solo. Durmió con Lindinalva, que le sonreía con su rostro de figurita de estampa y que abría para él sus muslos blancos y le ofrecía sus senos de muchacha. Desde entonces, durmiera con quien durmiera, era con Lindinalva con quien el negro Antonio Balduino estaba durmiendo.

* * *

…De madrugada huyó de la Travessa Zumbi dos Palmares.

MENDIGO

Antonio Balduino era ahora libre en la ciudad religiosa de Bahía de Todos los Santos y del padre-de-santo Jubiabá. Vivía la gran aventura de la libertad. Su casa era la ciudad entera. Su empleo era recorrerla. El hijo del morro pobre es hoy el dueño de la ciudad.

Ciudad religiosa, ciudad colonial, ciudad negra de Bahía. Iglesias suntuosas ornadas de oro, casas de azulejos azules, antiguos caserones donde la miseria habita, calles y pendientes pavimentadas de guijarros, viejas fortalezas, lugares históricos, y el muelle, principalmente el muelle, todo pertenece al negro Balduino. Sólo él es el dueño de la ciudad porque sólo él la conoce toda, sabe de todos sus secretos, vagabundeó por todas sus calles, se entremetió en todas las pendencias, todos los desastres que acontecieron en su ciudad. Ese es su empleo. Atiende su latido, conoce a todos los picaros y malandrines de la ciudad, va a las fiestas, recibe y embarca viajeros de todos los navíos. Sabe el nombre de todos los patrones de los veleros y es amigo de los pescadores del Porto da Lenha. Come la comida de los restaurantes más caros, anda en los más lujosos, vive en los más modernos rascacielos. Y se puede mudar en cualquier momento. Y como es el dueño de la ciudad, no paga la comida ni el automóvil ni el apartamento. Libre en la ciudad vieja de enormes caserones; él la dominó y se hizo su dueño. Los hombres que pasan a su lado no lo saben, desde luego. Ni miran siquiera para el negrito andrajoso que fuma un pitillo barato y lleva hundida la gorra hasta los ojos. Las mujeres elegantes que le dan un níquel, se apartan a su paso para no ensuciarse con su contacto.Pero la verdad es que el negro Antonio Balduino es el emperador de la ciudad negra de Bahía. Un emperador de quince años, risueño y vagabundo. Y tal vez ni el propio Antonio Balduino lo sepa.

* * *

Lleva la gorra hasta los ojos y fuma un pitillo barato. Unos calzones de lana negra, hechos jirones y llenos de manchas, y una chaqueta enorme, heredada de alguien mucho más alto que él, chaqueta que en invierno le sirve a un tiempo de abrigo y chaleco. Esta es la vestimenta del emperador de la ciudad. Y aquellos otros negros que lo rodean son sus súbditos más queridos, su guardia de honor. Guardia que no lleva uniforme propio, que viste de harapos, que calza alpargatas salvadas de los cubos de basura, pero que sabe luchar como ninguna otra guardia del mundo.

El emperador de la ciudad lleva un amuleto al cuello. Y él y los mozuelos de su guardia llevan cuchillos, navajas, puñales, escondidos en los bolsillos de sus calzones.

* * *

Antonio Balduino se adelanta:

—Una limosna por el amor de Dios…

El gordo mide al negro con una mirada de arriba abajo, con sus ojos ávidos de hombre de negocios, se abotona la chaqueta, mueve la cabeza irónicamente:

—¡Pidiendo limosna, un hombre grande como un pino! ¡Vete a trabajar, vagabundo…! ¿No te da vergüenza…? ¡Vete a trabajar!

Antonio Balduino pasea primero sus ojos expertos por la calle. Hay mucha gente. Entonces dice:

—Llegué de fuera, señor… Me vine del sertao, de las tierras secas, sin gota de lluvia. Estoy aquí sin trabajo… Pero ando buscándolo… Quiero un níquel para un café… El señor es bueno…

Acecha a la espera del efecto de sus palabras. Pero el hombre sigue su camino:

—Ya estoy acostumbrado a esas mentiras… ¡Hala! ¡A trabajar…!

—¡Por el sol que nos alumbra, le juro que no es mentira! Vine del sertao con un sol terrible… Si tiene usted trabajo para mí… por favor… No me asusta el trabajo… Hace dos días que no como… Estoy aquí… cayéndome de hambre. Usted es bueno, señor…

El hombre hace un gesto de fastidio, mete la mano en el bolsillo y saca un níquel.

—¡A ver si me dejas en paz! ¡Lárgate ya!

Pero el negrito sigue al hombre. Y es que el puro que va fumando está ya más que mediado. Y a Antonio Balduino le vuelven loco las colillas de puro. El hombre va pensando en todo lo que el negro le dijo. ¿Será verdad lo que cuentan todos esos pedigüeños de la ciudad? El hombre, de repente, coge miedo, tira el puro, se abotona de nuevo la chaqueta y entra en un bar para echar una copa que le devuelva el valor. Antonio Balduino se apodera de la colilla y abre la mano donde guarda la moneda que le acaba de dar el hombre. Dos mil reis. El negro la echa al aire, la coge de nuevo con un gesto rápido y sale corriendo hacia los otros, que están charlando de fútbol.

—A ver si adivináis cuánto me dio, negrazos…

—Quinientos reis…

Antonio Balduino se ríe a carcajadas:

—Un Águila…

—¿Dos mil reis?

—Cayó como un pardal. Yo sé camelármelos… —Antonio Balduino hace un gesto de desprecio.

Todos ríen con risas claras y sueltas. Los que pasan ven sólo un grupo de chiquillos negros, blancos y mulatos que piden limosna. Pero en realidad es el emperador de la ciudad rodeado de su guardia de honor.

Cuando llegaban grupos de mujeres elegantes, vestidas de seda clara, con los rostros pintados y sonrisas resplandecientes, Antonio Balduino soltaba un silbido especial y el grupo se juntaba. Se ponían en fila. El Gordo esta vez iba al frente porque tenía una tremenda voz de hambriento y una cara parada de idiota. El Gordo se echaba las manos al pecho y ponía una cara muy compungida mientras se dirigía al grupo de mujeres. Se paraba ante ellas impidiendo que continuaran el paseo, los negros las rodeaban y el Gordo cantaba:

Papa esta lisiado.

Mamá está mala.

Déme una limosna

para los siete huerfanitos.

Limosna para siete cieguitos…

Yo soy el más viejo,

ese es el segundo,

los otros están en casa

todos ciegos…

Cuando el Gordo acababa, estaba casi llorando, muy contrito, los ojos tristes, exactamente como un cieguito, con sus hermanos también ciegos, el padre lisiado, sin comida, en su casa pobre. Y no paraba:

Limosna para siete cieguitos…

Yo soy el mayor…

Señalaba con el dedo al más cercano:

Este es quien me sigue

Luego extendía la mano abarcando el grupo entero, y gritaba:

Siete huerfanitos,

todos ciegos…

Y los otros hacían coro:

Todos ciegos…

El Gordo tendía la mano sucia esperando la limosna, que llegaba abundante casi siempre. Daban las mujeres, pensando en los hijos que estaban a cubierto en sus casas. Otras daban para librarse del cerco de aquellos pilletes sucios que eran como una acusación. Las más decididas bromeaban:

Limosna para

siete cieguitos…

—Vamos a ver ¿cómo es eso…? Sois siete y ahí hay más de diez… Huérfanos, y con madre enferma y padre lisiado. ¿En qué quedamos? Ciegos y lo veis todo…

Ellos no respondían. Cerraban más el cerco y el Gordo volvía con su monótona canturria.

Ninguna resistía. Los pilletes iban acercándose cada vez más, y cerca ya del rostro elegante y pintado de las mujeres quedaba el rostro sucio y feo de los chiquillos. Y era horroroso cuando todos abrían la boca a coro. El Gordo parecía un profesor y no cesaba en su cantilena. Se abrían los bolsos y caían las —limosnas en la mano del Gordo. Abrían el cerco entonces, y el Gordo agradecía:

—La señora va a echarse un novio que llega en un navío… Ya lo verá…

Muchas sonreían. Otras se quedaban tristes. Y en las calles y callejones estrechos resonaba la carcajada de los pilluelos, carcajada libre y feliz. Después, compraban cigarrillos y se echaban unos tragos de aguardiente.

* * *

Había un rubio. Era el más Joven. Quizá no tenía aún diez años. Un rostro redondo de santo de iglesia, el pelo ondulado, las manos finas, ojos azules. Se llamaba Felipe, pero le llamaban Felipe el Guapo. No tenía historia, a no ser que su madre andaba por los burdeles de Rua de Baixo. Era una francesa vieja que un día se había enamorado de un estudiante. Terminada la carrera, el estudiante volvió para el Amazonas. El hijo se perdió en la calle y la madre en el alcohol.

El día que ingresó en el grupo hubo pelea en grande. Y es que cuando estaban todos durmiendo, apretados unos contra otros a la puerta de un rascacielos, tumbados en unos periódicos, el Sin Dientes quiso bajarle los calzones a Felipe el Guapo. El Sin Dientes era un mulato fuerte, con sus buenos dieciséis años. Escupía entre sus dientes mellados haciendo un ruido especial y acertaba con el gargajo donde quería. Esta era su gran cualidad. Pues bien, el Sin Dientes, que era un cerdo, abrazó a Felipe y quiso bajarle los pantalones. Felipe empezó a gritar. Se despertaron todos. Antonio Balduino se frotó los ojos y preguntó:

—¿Qué estáis haciendo?

—Este, que se cree que soy marica… Y no lo soy —Felipe estaba a punto de echarse a llorar.

—Oye tú ¿por qué no dejas en paz al chico?

—Esto no es cosa tuya. Hago lo que me da la gana… Es un bomboncito…

—Pues mira. Sin Dientes, quien se meta con el pequeño se mete conmigo…

—Tú lo que quieres es tenerlo para ti solo… No hay derecho…

Antonio Balduino se volvió a los otros vagabundos, aún vacilantes:

—Vosotros sabéis que nunca me metí con ninguno. Sólo me gustan las mujeres. Si el peque fuera marica, estaría en su derecho, pero no lo es. Y si alguien quiere hacer con otro lo que él no quiere, lo largo de aquí inmediatamente. Ya lo sabéis… El pequeño es macho. Que nadie lo sobe…

—¿Y si me da la gana?

Antonio Balduino se daba cuenta de que todos los chiquillos estaban de su lado:

—Pues inténtalo…

Se levantó. El Sin Dientes también. Pensaba que si ganaba a Antonio Balduino se convertiría en jefe de la banda. Se quedaron mirándose a los ojos.

—Pega… —dijo el Sin Dientes.

Antonio Balduino le soltó un puñetazo. El Sin Dientes vaciló, pero no llegó a caer. Se agarraron, con todos los otros a su alrededor, animándoles. El Sin Dientes cayó con Balduino encima, pero logró librarse y de un empujón se puso en pie. Un puñetazo de Balduino lo tumbó de nuevo. Cuando el Sin Dientes se levantó, tenía en la mano una navaja abierta, brillando en la oscuridad.

—¡Cobarde! ¡No sabes pelear como un hombre…!

El Sin Dientes avanzó con la navaja, pero Antonio Balduino había aprendido los golpes de capoeira con Ze Camarao, en el Morro do Capa Negro. Estiró una pierna, y el Sin Dientes cayó de bruces. La navaja fue a caer lejos.

Antonio Balduino concluyó:

—Quien se mete con el pequeño se mete conmigo… Y la próxima vez seré yo quien saque el cuchillo…

El Sin Dientes durmió aquella noche solo en un portal. Felipe el Guapo se quedó definitivamente en el grupo.

Era especialista en viejas. Apenas aparecía una al principio de la calle, Felipe enderezaba el lazo de la corbata vieja, que nunca había abandonado, tiraba la colilla, guardaba la navaja, y se acercaba con cara muy triste, hablando bajito:

—Buenos días, señora. Soy huérfano, sin padre ni madre. Nadie vela por mí… Tengo hambre… ¡Tengo tanta hambre…!

Empezaba a llorar. Tenía un talento especial para llorar cuando quería. Las lágrimas le caían por la cara. Sollozaba.

—Hambre… mamá… usted, señora, tendrá hijos… tenga piedad… mamá…

Estaba muy hermoso cuando sollozaba, con su carita redonda y blanca, llena de lágrimas. No había mujer que se le resistiera:

—Pobrecito… tan niño y ya sin madre…

Le daban limosnas generosas. Tres veces le invitaron señoras ricas a vivir en sus casas, pero amaba la libertad de las calles y permanecía fiel al grupo, donde era ya un elemento respetadísimo y de los más eficientes. Hasta el Sin Dientes acabó por tratarlo con respeto cuando volvía de junto a una vieja:

—Un billete…

La carcajada de los pilluelos resonaba por las calles, laderas y callejones de la ciudad de Bahía de Todos los Santos y del padre-de-santo Jubiabá.

* * *

El más extraño de todos ellos era sin embargo Viriato el Enano. El apodo le venía de ser bajito, más bajo incluso que Felipe, a pesar de tener tres años más. Bajo y pesado, tenía una fuerza prodigiosa para su edad. Incluso cuando se bañaba daba la impresión de suciedad y miseria. Cuando se formó el grupo, ya él tenía experiencia de mendigo por las calles de la ciudad. Su cabeza chata realmente asustaba. Y para dar mayor impresión, andaba inclinado, con lo que parecía jorobado y aún más bajo. Era difícil arrancarle una palabra. Y mientras los otros reían a carcajadas, él apenas sonreía.

Pero no se metía con nadie. Nunca protestaba a la hora del reparto, y se contentaba con lo que había para comer y con unas colillas para fumar. Antonio Balduino lo apreciaba mucho y aceptaba su opinión en muchas resoluciones, con lo que le daba cierto prestigio.

Durante el día, Viriato el Enano apenas se movía con el grupo. Se quedaba en la Rua Chile con las piernas encogidas, curvado, la cabeza chata achaparrada sobre el pescuezo, y tendía sin decir palabra el sombrero a los que pasaban. Era como si formara parte de la puerta donde se sentaba, como una escultura trágica, un monstruo de la iglesia. Y siempre sacaba un buen puñado de monedas. A la caída de la tarde se encontraba con el grupo y dejaba en manos de Antonio Balduino el fruto de su trabajo. Hechas las cuentas y recibida su parte se iba a un rincón, fumaba, comía, dormía. Acompañaba a los otros en sus correrías por las calles de la ciudad, persiguiendo a las chiquillas por los arenales, en las peleas, en las fiestas, pero sin ningún entusiasmo. Los acompañaba por acompañarlos. Era el único de aquel grupo de mendigos que llevaba en serio su profesión.

* * *

A la caída de la tarde, Antonio Balduino se sentaba en el suelo, reunía a su alrededor a los rapaces e iba recogiendo el dinero ganado durante el día. Ellos rebuscaban en los bolsillos de los calzones, sacaban monedas y algunas piezas de plata y lo dejaban todo en manos del jefe.

—Y tú. Gordo, ¿cuánto?

El Gordo contaba su dinero:

—Cinco mil ochocientos…

—¿Y el Guapo?

Felipe respondía con gesto de superioridad:

—Dieciséis mil reis…

No hacía falta llamar a Viriato:

—Doce mil…

Se iban acercando los demás. El gorro de Balduino se llenaba de monedas de plata y níquel. Por último, Antonio Balduino vaciaba sus bolsillos y unía el resultado a lo que habían aportado los otros:

—No ha sido mucho… Siete mil reis…

Lo sumaba todo, generalmente con ayuda de los dedos. Viriato hacía la división:

—Somos nueve… Seis y seiscientos para cada uno.

Y preguntaba:

—¿De acuerdo?

De acuerdo. Iban pasando ante Balduino, que daba a cada cual lo suyo. A veces las cuentas no eran claras:

—El Sin Dientes me debe quinientos reis…

—Mira… La otra vez te llevaste tres tostoes míos…

Iban a comer y luego se dispersaban por la ciudad en correrías procurando arrastrar mulatas al arenal, acercándose a las fiestas pobres de los morros distantes, bebiendo aguardiente en los ventorros de la ciudad baja.

Un día sin embargo ocurrió algo anormal. Cuando Ze Casquinha iba a entregar su ganancia sonrió con gesto enigmático. Antonio Balduino dijo:

—Tres mil reis…

Ze Casquinha sonrió:

—Y esto además…

Y echó al gorro un anillo donde a la luz del farol brillaba una piedra. Una piedra grande, rodeada de una docena de piedrecitas. Antonio Balduino levantó los ojos y afirmó:

—Esto lo has robado, Casquinha…

—Juro que no… La chica me dio limosna y se fue luego… Cuando me di cuenta tenía el anillo en la mano. Corrí tras ella pero ya no la vi…

—No me vengas con mentiras…

Los chiquillos miraban la piedra, que pasaba de mano en mano. No intervenían en la discusión entre Balduino y Ze Casquinha.

—Dime cómo fue.

—Es verdad. Baldo. Te lo juro…

—Fuiste tras ella…

—Bueno, eso sí que es mentira… Pero lo demás es cierto. Te lo juro…

—Bien. ¿Y qué vamos a hacer ahora con esto?

El Guapo se echó a reír:

—Dámelo a mí. Me sientan bien los anillos…

Todos se echaron a reír, pero Antonio Balduino preguntó otra vez:

—Bien. ¿Qué vamos a hacer con esto?

Viriato el Enano murmuró:

—Vale un montón de cuartos. Podemos venderlo…

Felipe bromeó de nuevo:

—Me voy a hacer un traje…

—Vete a rebuscar en las latas de basura…

—No podemos venderlo, Viriato. El gringo no va a creerse que esto sea nuestro… Llama a la policía y todos a la sombra…

—Es igual…

—Dámelo. Lo llevaré yo —pidió Felipe.

—No digas bobadas.

—Lo mejor será que lo guardemos una temporada. Cuando la mujer lo haya olvidado, entonces decidimos…

Y Antonio Balduino ató el anillo junto al amuleto que llevaba al cuello.

* * *

Antonio Balduino se acercó al hombre que llevaba abrigo en pleno verano. El grupo se quedó acechando en la esquina.

—Una limosna, por amor de Dios…

—Vete a trabajar, vago.

Esta vez la calle estaba desierta. Nadie pasaba por aquel callejón. Y el hombre del abrigo llevaba prisa. En el ojal, una flor roja. Amonio Balduino se acercó más. El grupo también:

—Déme un níquel…

—Una torta te voy a dar, holgazán…

El grupo se adelantó.

—Usted es rico. Puede darme una de plata…

El hombre no dijo nada porque ahora estaba rodeado por el grupo.

El rostro de Antonio Balduino estaba cerca de su rostro.

Y el negrito tenía una mano escondida. Apareció una navaja.

—Un billetito…

—Ladrones, ¿eh? —se atrevió a decir el hombre—. Seguid así, muchachos, y llegaréis lejos…

Antonio Balduino se echó a reír, y abrió la navaja. Los otros rodeaban al hombre del abrigo.

—Tomad, ladrones…

—Mirad que un día podemos encontrarnos…

—Mañana voy a la policía…

Pero ellos ya estaban acostumbrados a las amenazas y no le hicieron caso. Antonio Balduino cogió los diez mil reis, se guardó la navaja, y el grupo entero se lanzó a la carrera dispersándose por las calles próximas.

Se dedicaban a estas violencias cuando estaba cercano el Carnaval, la fiesta de Bonfim, las fiestas de Rio Vermelho.

* * *

Un día Rozendo cayó enfermo. Una fiebre alta. Deliraba toda la noche, no comía nada. La primera noche decía:

—No es nada… Esto pasa…

Los otros le miraban y reían también. Pero a la noche siguiente, Rozendo empezó a asustarse. Cuando no deliraba se quejaba gimiendo en voz baja. Y rogaba a los otros:

—Voy a morir… Ir por mi madre… Mamá…

Los otros le miraban sin saber qué hacer, inquietos, con tristeza en sus ojos alegres. Balduino preguntó:

—¿Dónde vive tu madre?

—Yo qué sé. Cuando me largué vivía en Porto da Lenha. Pero se cambió… Búscala, Baldo… Búscala; que venga mamá…

—La buscaré, Rozendo…

Viriato era quien cuidaba del enfermo. Le daba remedios extraños, que sólo él sabía. Trajo, nadie supo de dónde, una manta para tender en la puerta donde Rozendo dormía. Y le contaba historias al enfermo, casos divertidos, más divertidos aún porque los contaba Viriato el Enano, que raramente hablaba y casi nunca reía…

Viriato preguntó:

—¿Cómo se llama tu madre?

—Ricardina… Vive con un carrocero… Es una negra gorda, aún joven, bien conservada.

El enfermo se animó hablando de su madre:

—Que venga mi madre… que venga… Mamá… voy a morirme…

—No te preocupes. Baldo te la trae mañana…

Felipe lloraba, y esta vez sus lágrimas no eran fabricadas. El Gordo rezaba, mezclando retazos de oraciones, y Antonio Balduino acariciaba el amuleto que llevaba al cuello.

* * *

Al día siguiente Balduino se quedó con Rozendo en lo más oscuro de la escalera. Pensaba ir aquella noche a llamar a Jubiabá. Pero, mediada la tarde, Viriato el Enano llegó con una negra gorda. Rozendo deliraba y no la reconoció. Ella lo abrazó y se lo llevó. Fueron en un auto. Antonio Balduino le preguntó:

—¿Tiene usted dinero, señora?

—Poco, pero Dios me sacará de apuros…

Antonio Balduino se acordó del anillo que llevaba al cuello.

—Mire, esto se lo damos, para Rozendo… Para el médico…

Los otros miraban con los ojos muy abiertos. La negra preguntó:

—¿Lo habéis robado? ¿Sois ladrones? ¿Mi hijo estaba con ladrones?

—Lo encontramos en la calle…

La negra cogió el anillo. Antonio Balduino preguntó:

—¿Quiere que le lleve a Jubiabá a su casa? Él curará a Rozendo.

—¿Puedes llevar a Jubiabá?

—Puedo. Es amigo mío.

—Llévalo, llévalo, por favor. Llévalo…

Rozendo se fue gritando en el coche diciendo que llamaran a su madre, que iba a morir.

Antonio Balduino preguntó a Viriato:

—¿Cómo diste con ella?

—Lo más difícil fue que no estaba liada con un carrocero. Ahora es con un ebanista…

Se quedó mirando hacia la calle, que empezaba a animarse. De repente le dijo a Balduino:

—¿Y si soy yo el que me pongo malo? No tengo madre, ni padre, ni nadie…

Antonio Balduino le pasó la mano por el hombro. El Gordo temblaba.

* * *

Jubiabá fue y curó a Rozendo. Una mañana de mucho sol llegó todo el grupo a visitar a su compañero. Rozendo estaba sentado en una silla que le había construido su padrastro, y se rieron mucho recordando las aventuras del grupo. Rozendo dijo que no volvería a mendigar, que ahora iba a ser un hombre y a trabajar de carpintero con su padrastro. Antonio Balduino sonrió. Viriato el Enano se quedó muy serio.

* * *

El emperador de la ciudad come en los mejores restaurantes, viaja en los automóviles más lujosos, vive en los rascacielos más modernos. Y sin pagar nada. Después del mediodía se acerca con su grupo a un restaurante cualquiera y dice algo al camarero. Éste sabe que no da buen resultado pelearse con los pilletes, y les da los restos de comida envueltos en periódicos. Algunas veces hasta les sobra comida, que tiran en los cubos de basura. Y los viejos mendigos comen las sobras de las sobras.

Luego se queda esperando hasta que pasa un automóvil de su gusto, porque el emperador de la ciudad no va en un coche cualquiera. Cuando ve uno bueno, bien lujoso, salta a la trasera y cruza barrios enteros. Y luego pasa otro aún más hermoso. Antonio Balduino se apea, monta en el segundo, y sigue su paseo por la ciudad que conquistó.

Y él y su guardia de honor sólo duermen en las puertas de los más modernos rascacielos, donde los empleados saben que todos aquellos pilletes llevan navajas, puñales, cuchillos.

Eso cuando no prefieren dormir en el arenal del puerto, mirando los navíos enormes, las estrellas del cielo, el verde mar misterioso.

VAGABUNDO

El mar es su más vieja pasión. Ya desde lo alto del Morro do Capa Negro se quedaba mirándolo, clavada la vista en él, estudiando las variaciones de su lomo, que era azul, verde-claro y luego verde-oscuro, tentado por su amplitud y por el misterio que él sentía en los grandes navíos que descansaban en los muelles, en los pataches balanceados por la marea. El mar llevaba a su corazón un sosiego que no le daba la ciudad. Pero era dueño de la ciudad y no del mar. Del mar nadie es dueño.

Va a verlo de noche. Casi siempre solo. Y se tiende en la arena blanca del embarcadero de los pataches. Allí sueña y allí duerme su mejor sueño de vagabundo. Algunas veces lleva a todo el grupo. En el muelle hay dos grandes transatlánticos. Van a ver a los hombres que embarcan de noche, misteriosamente, llevando bajo el brazo paquetes y abrigos. Van a ver a los hombres que trabajan en la descarga de los navíos. Son negros y parecen hormigas bajo los grandes fardos. Andan curvados, como si en vez de sacos de cacao cargaran su propio destino desgraciado. Y las grúas, como monstruos gigantescos que se burlaran de los hombres, levantan cargas increíbles que quedan balanceándose en el aire. Y rechinan y gritan y andan sobre raíles, guiadas por hombres encaramados al cerebro de las grandes máquinas.

Otras veces Antonio Balduino va acompañado, pero no de los compinches. Es cuando lleva a alguna negrita de su edad o un poco mayor para dormir sin soñar en el arenal del puerto. Entonces no va a ver ni la paz de los veleros, ni el misterio de los transatlánticos, ni las grúas. Se dirige a los rincones que sólo él y algunos negros conocen, lugares desde donde sólo se contempla la amplitud del mar. A Antonio Balduino le gusta que el mar vea a sus amantes y sepa que él, a pesar de sus quince años, ya es un hombre, ya tumba a una muchacha en la arena blanda como un colchón.

Pero solo o acompañado, Balduino mira siempre al mar como un camino.

Del mar tiene la certeza que le ha de venir algún día algo que él no sabe qué es y que no obstante espera.

¿Qué es lo que le falta al negro Antonio Balduino, que a los quince años ya es emperador de la ciudad negra de Bahía? Ni él ni nadie lo sabe. Pero le falta algo, y para hallarlo tendrá que cruzar el mar o esperar hasta que el mar se lo traiga en la panza de un transatlántico o en la bodega de un navío, incluso en el cuerpo de un náufrago.

* * *

Una vez, por la noche, los hombres de los muelles pararon de repente el trabajo y corrieron hacia la orilla donde batía el mar. Había una luna clara y estrellas tan brillantes que ni se veía la luz de la lámpara de una taberna que se llamaba «Linterna de los Ahogados». Los hombres encontraron una chaqueta vieja y un sombrero agujereado. Algunos negros se tiraron al agua y volvieron con un cuerpo. El cuerpo de un negro viejo, uno de aquellos raros negros de pelo blanco, que se había lanzado al mar. Antonio Balduino pensó que sería alguien que como él también amaba al mar, alguien que también todas las noches iría a ver el mar desde el arenal. Pero un estibador le explicó:

—No, hombre; es el viejo Salustiano… Estaba sin trabajo desde que lo echaron de aquí…

Miró a los lados, escupió con rabia:

—Decían que ya no servía para el trabajo… Que ya no tenía fuerzas… Ahora pasaba hambre… Pobre viejo…

Otro añadió:

—Siempre igual… Matan a uno a trabajar y luego lo echan. Cuando uno no puede hacer otra cosa que tirarse al mar…

Era un mulato flaco. Un negro fuerte dijo:

—Nos comen las carnes y luego no nos quieren roer los huesos. En los tiempos de la esclavitud, por lo menos roían los huesos…

Sonó un pito y volvieron a los fardos y a las grúas.

Pero alguien cubrió antes el rostro del negro con la vieja chaqueta.

Y luego vinieron mujeres y sollozaron.

* * *

Los negros del muelle pararon el trabajo en otra ocasión. Esta vez la noche no tenía ni estrellas ni luna. Del violín de un ciego en la «Linterna de los Ahogados» llegaban cantares de esclavo. Fue cuando un hombre se encaramó a un cajón y empezó a hablar. Los otros le rodearon y se fueron acercando. Cuando Antonio Balduino y su grupo llegaron, el hombre daba vivas que la gente coreaba:

—¡Viva!

Antonio Balduino y los de su grupo también gritaron:

—¡Viva!

No sabía qué estaba aclamando, pero le gustaba gritar aquellos vivas. Y reía porque también le gustaba reír.

El hombre que estaba encima del cajón, y que por su habla era español, lanzó un puñado de papeles que los otros se disputaron. Antonio Balduino le pidió uno al estibador Antonio Caroço, amigo suyo. Alguien gritó:

—¡Ahí viene la policía!

Llegó la policía y agarró al hombre del cajón. El hombre hablaba de la miseria en que vivía el pueblo, y prometía una patria nueva en que todos tuvieran paz y trabajo. Por eso lo detuvieron, y como los demás no comprendían que sólo por eso lo encarcelaran, protestaron:

—¡No hay derecho! ¡No hay derecho!

Antonio Balduino también gritaba:

—¡No hay derecho!

Y era esto lo que más le gustaba gritar. Al final se llevaron al hombre, pero los otros guardaron los papeles, y los que no habían conseguido uno, cogían el de un compañero. Era un grupo de manos tendidas contra los policías que se llevaban al orador. Un grupo de caras negras y fuertes, y las manos extendidas recordaban el gesto de romper las cadenas. Venían ecos de cantares de esclavos desde la «Linterna de los Ahogados».

El pito tocaba inútilmente. Un hombre gordo cubierto con un impermeable, decía: «¡Canallas!»

Quién sabe si no sería el cuerpo del suicida lo que llevó a Balduino a encontrar su ruta. O quizá la detención de un hombre que hablaba de pan y el gesto de otros que protestaban.

* * *

Fueron años buenos, años libres aquellos en que él y su grupo dominaron la ciudad mendigando por las calles, peleando por las callejas, durmiendo en el arenal. El grupo estaba unido, y los pilluelos se apreciaban. Sólo sabían demostrarse su cariño con puñetazos en la espalda o insultándose. Cagarse con voz suave en la madre del compañero era el mayor cariño que cualquiera de aquellos negros risueños sabía hacer.

Estaban unidos, sí. Cuando uno peleaba, peleaban todos. Y todo lo que conseguían era fraternalmente dividido entre todos. Tenían su amor propio y amaban la fama del grupo. Un día ahuyentaron a estacazos a otro grupo de pilletes que pedía limosna por la ciudad.

Cuando este grupo apareció, dirigido por un negrito de doce años, Antonio Balduino procuró establecer buenas relaciones, y mandó un emisario al Terreiro donde estaban. Fue Felipe el Guapo, por su labia. Pero el pequeño no pudo ni acercarse. Lo hicieron correr miserablemente, burlado, abucheado, con los ojos llenos de lágrimas de rabia. Se lo contó todo a Antonio Balduino:

—¿No sería que fuiste allí haciéndote el chulo, Guapo?

—Ni pude acercarme siquiera… Empezaron a cagarse en mi madre… Pero como pille a uno le parto la cara…

Antonio Balduino se quedó pensativo.

—Voy a mandar al Gordo allá…

El Sin Dientes protestó:

—¿Mandar a otro? ¿Para qué? Lo que tenemos que hacer es ir allá y echarlos… Darles una lección… Vienen a quitarnos el pan y aún quieres andar con paces… Ya no tenía que haber ido el Guapo… Se burlaron de nosotros. Eso es lo que pasó. Vamos allá…

Los otros le apoyaban:

—Tiene razón el Sin Dientes… Vamos allá…

Pero Antonio Balduino cortó:

—Nada de eso… Irá el Gordo… A lo mejor tienen hambre… Si quieren quedarse con la zona de la Baixa dos Sapateiros, se la dejo en paz…

El Sin Dientes se echó a reír…

—Parece que tienes miedo. Baldo…

Antonio Balduino fue a echar mano a la navaja, pero se contuvo:

—Tú, Sin Dientes ¿ya no te acuerdas del día en que os encontramos a ti y a Cici medio muertos de hambre en Palha? Si hubiéramos querido acabábamos con vosotros, pero no quisimos…

El Sin Dientes bajó la cabeza y se quedó silbando por lo bajo. Ya no pensaba en los negros que estaban en el Terreiro, y ahora poco le importaba que Antonio Balduino acabara con ellos o los dejara en paz. Pensaba en aquellos días de hambre, con su padre parado, bebiéndose en las tabernas el dinero que la madre ganaba lavando ropa. Recordaba la paliza que llevó el día que se interpuso entre la vieja y el padre cuando éste quería llevarse el dinero por la fuerza. Y el llanto de su madre… Y el padre que repetía: mierda… mierda…

Después la fuga. Los días de hambre en la ciudad. El encuentro con Antonio Balduino y el grupo. Y la vida, luego… ¿Por dónde andaría su madre? ¿Habría encontrado trabajo su padre? Cuando trabajaba no bebía ni pegaba a su madre. Era cariñoso y traía regalos. Pero había poco trabajo, y el viejo, parado, mataba sus penas en la botella de aguardiente. En esto pensaba el Sin Dientes. Y sintió un nudo en la garganta y un odio terrible contra el mundo y los hombres.

* * *

El Gordo fue en comisión, bajo la sonrisa de Felipe el Guapo.

—Si no lo arreglé yo, vas a arreglarlo tú…

Viriato el Enano murmuró:

—Díselo claro. Gordo: no queremos gresca… Cada uno puede vivir por su lado…

Se quedaron esperando en la Rua do Tesouro. El Gordo se santiguó y se dirigió al Terreiro.

Tardó en volver. Viriato el Enano dijo:

—No me gusta nada…

El Guapo rió:

—Estará rezando en una iglesia…

Cici opinaba que la tardanza era señal de que todo iba bien, pero todos andaban con la mosca tras la oreja, pensando que algo podría haberle ocurrido al embajador. Y efectivamente. Cuando el Gordo volvió, venía hecho un mar de lágrimas:

—Me pegaron una zurra… Y me arrancaron la medalla del pescuezo…

—¿Y tú no hiciste nada?

—Ellos son cincuenta, y yo iba solo…

Y el Gordo contó:

—Llegué allá donde estaban, y se echaron a reír, y me echaban en cara la carrera del Guapo… Luego empezaron a insultarme, a llamarme cerdo. Ahí viene el cerdo, decían…

—Pues mira, aún saliste ganando. Cuando fui yo, se cagaban en mi madre…

—Pero yo hice como si nada. Me fui acercando y quise hablar, pero no me dieron tiempo. Me pegaron. Yo decía que iba en son de paz… Que me dejaran… Son más de veinte…

—Está bien. ¿Quieren pelea? Pues la tendrán. Ahora mismo.

Se levantaron e iban alegres, con las navajas en la mano, hablando de las cosas más diversas.

Los pílleles que ocupaban el Terreiro desaparecieron no se sabe dónde después de la pelea. Se separaron quizá, quedarían picareando cada uno por su lado, pero la verdad es que nunca más aparecieron en grupo. La banda de Antonio Balduino volvió radiante, menos el Gordo, que no había conseguido encontrar el santo que le había dado el Padre Silvino.

El Gordo era muy religioso.

* * *

Por eso el Gordo se santiguó y se quedó temblando el día en que Antonio Balduino vio a Lindinalva. Aquel día lo comprendió todo, y aunque no le dijo nada a Antonio Balduino, se sintió aún más ligado al negro.

Ellos estaban en la Rua Chile cuando vieron una pareja. Se dispusieron, en fila, con el Gordo al frente, y se dirigieron hacia la pareja, que parecía de enamorados. Las parejas de enamorados dan siempre limosna. El Gordo se echó las manos al pecho y empezó a canturrear:

Limosna para estos siete cieguitos…

Rodearon a la pareja. Pero Antonio Balduino vio que era Lindinalva, Un jazz tocaba bines en una confitería. Lindinalva también miró a Antonio Balduino y se apretó contra el pecho del muchacho con miedo y asco. El Gordo seguía canturreando. Nadie había reparado en la escena. Antonio Balduino gritó:

—¡Alto! ¡Para ya! ¡Nos vamos!

Salió corriendo. Se quedaron mudos de espanto. Lindinalva tenía los ojos cerrados. El muchacho preguntó:

—¿Qué pasa, querida?

Ella mintió:

—Qué horribles, esos pequeños…

Él se rió entonces, con superioridad:

—Eres una miedosa…

Les echó un níquel. Pero ellos ya estaban lejos, rodeando a Antonio Balduino que escondía el rostro entre las manos. Viriato el Enano le preguntó:

—¿Qué pasa, Baldo?

—Nada. La conozco.

El Sin Dientes volvió y recogió el níquel. El Gordo comprendió, se santiguó y se quedó junto a Antonio Balduino contando la historia de Pedro Malazarte. El Gordo contaba muchas historias y lo hacía muy bien. Pero la historia, por alegre que fuera, resultaba triste en la boca del Gordo, y él metía siempre ángeles y diablos en el cuento. Pero contaba bien; inventaba siempre, mentía mucho, y después creía todas las mentiras que contaba.

* * *

Vivieron aquella vida libre durante dos años. Dos años correteando por la ciudad, asistiendo a los partidos de fútbol y a los combates de boxeo, peleándose, colándose en el Cine Olimpia, oyendo las historias que el Gordo contaba, sin darse cuenta de que iban creciendo, volviéndose hombres y que su melopea de los siete cieguitos ya no servía para ellos, pues se habían convertido en unos negros enormes, que tumbaban mulatas en la playa y vagabundeaban por la ciudad religiosa de Bahía. Las limosnas empezaron a menguar, y un día fueron detenidos por vagos y maleantes.

Un mulato de sombrero de paja y cartera bajo el brazo, que era policía, reunió a unos guardias y se los llevaron.

Estuvieron primero en la delegación, donde no les dijeron nada. Después los llevaron a un corredor del sótano en el que sólo penetraba un rayo de sol por un tragaluz. Oyeron voces de presos que cantaban. Vinieron unos guardias con porras de goma, y empezaron a pegarles, sin que ellos supieran por qué, pues nada les habían dicho. Ganaron así su primer tatuaje. Felipe el Guapo quedó marcado en la cara. El mulato que los había detenido se reía mientras fumaba un cigarrillo. Los presos seguían cantando, abajo, arriba, nadie sabía dónde. Decían en su canción que allá fuera estaba la libertad y el sol. Y las porras de goma caían sobre el lomo de los muchachos. El Sin Dientes gritaba e insultaba a todo el mundo. Antonio Balduino intentaba dar puntapiés, y Viriato el Enano se mordía los labios con rabia. De nada le servía al Gordo rezar, pero rezaba en voz alta:

—Padre Nuestro que estás en los Cielos…

Y zumbaba la porra. No pararon de pegar hasta que la sangre corrió por el cuerpo del muchacho. Los presos seguían cantando tristemente.

* * *

Pasaron ocho días en la cárcel, fueron fichados, y al fin los soltaron en una mañana de mucho sol. Volvieron al vagabundeo por la ciudad.

* * *

Pero poco duró esta vuelta. El grupo se fue disolviendo. El primero en marcharse fue el Sin Dientes, que ingresó en una banda de carteristas. De vez en cuando le veían. Pasaba vestido de chaqueta, calzado con zapatos viejos, un pañuelo al cuello, silbando bajito como solía. También Cici se fue pronto, y nunca supieron adonde. Jesuino fue a trabajar a una fábrica, se casó, tuvo un montón de hijos. Ze Casquinha se enroló como marinero.

Y Felipe el Guapo murió aplastado por un auto. Era también una mañana clara, y Felipe estaba cada vez más guapo. Hasta la señal que le cruzaba la cara le daba un aire aventurero. Llevaba corbata nueva y estaba celebrando que cumplía trece años. Los otros reían y saltaban. En el asfalto de la calle brilló algo como un diamante. Balduino lo vio y dijo:

—Parece un brillante…

Felipe el Guapo se entusiasmó:

—Voy por él. Me lo pondré en el dedo. Es mi regalo de cumpleaños…

Y saltó a la calle. Viriato aún tuvo tiempo de advertirle que se acercaba un auto. Felipe murió riendo y fue su última sonrisa. Quedó convertido en un montón sanguinolento que aún gemía. Murió con su sonrisa, agradeciendo la advertencia de Viriato. El accidente no le desfiguró la cara y estaba aún hermoso, radiante, con su rostro de príncipe. Llevaron el cuerpo al depósito. Llegó una mujer pintada y envejecida que decía entre lágrimas:

—Mon chéri… Mon chéri…

Y besaba el rostro de Felipe el Guapo. Pero él ya no podía verla, y no sabía que su madre estaba allí. No supo tampoco que el grupo se reunió de nuevo para asistir a su entierro. Asistió el Sin Dientes, asistió Jesuino, hasta Cici vino, nadie sabe de dónde. El único que faltó fue Ze Casquinha, que era marinero y estaba navegando. La madre de Felipe y las mujeres de la Rua de Baixo le llevaron flores. Y los muchachos de la banda se pusieron ropas nuevas, compradas a un turco que vendía trajes a plazos.

* * *

Sólo Viriato el Enano, que cada vez parecía más pequeño y jorobado, siguió mendigando. Los otros se dispersaron por la ciudad con oficios diversos: operarios de fábricas, trabajadores de la calle, cargadores del muelle. El Gordo se dedicó a vender diarios porque tenía una bella voz. Antonio Balduino volvió al Morro do Capa Negro y siguió vagabundeando con Ze Camarao, jugando a la capoeira, tocando la guitarra, asistiendo a las macumbas de Jubiabá.

Iba al muelle todas las noches, y se quedaba mirando al mar, esperando lo que había de venirle.

«LINTERNA DE LOS AHOGADOS»

Cuando Antonio compró la «Linterna de los Ahogados» a la viuda de un marinero que había muerto años atrás, la tasca ya tenía este nombre y encima de la puerta ostentaba un letrero mal pintado con una sirena salvando a un náufrago. El marinero que montó el ventorro había desembarcado un día de un carguero y ancló allí, en aquella vieja sala negra de un caserón colonial. Se enamoró de una mulata oscura que hacía arroz dulce para los parroquianos y preparaba el rancho para los portuarios.

La razón de que pusiera a su ventorro el nombre de «Linterna de los Ahogados» nadie la sabía. Se sabía, sí, que el marinero había naufragado tres veces y que recorrió todo el mundo. Antes de morir se casó con la mulata para que pudiera heredar la taberna, ya con buena parroquia. Ella la vendió a Antonio, que desde hacía tiempo le tenía echado el ojo porque la situación era espléndida. A Antonio no le gustaba el nombre de la taberna. No veía por qué aquel nombre tan raro. Y días después de hacer el trato apareció cambiado el letrero. El nuevo llevaba un dibujo con una carabela de la época de los Descubrimientos, y debajo un nombre: «Café Vasco de Gama».

Pero ocurrió que los parroquianos miraban extrañados el nuevo nombre de la taberna y no entraban. Con aquel cartel nuevo y la limpieza que habían hecho en la sala no reconocían su sucio puerto de descanso, donde bebían aguardiente y charlaban en las noches del muelle.

Antonio era supersticioso. Al día siguiente fue a buscar al desván de la casa el viejo cartel y lo colocó de nuevo en su sitio. Guardó el de la carabela de los Descubrimientos para cuando tuviera un café en la ciudad. Con el cartel «Linterna de los Ahogados» volvió también la mulata oscura que había sido amante del marinero y que continuó haciendo arroz dulce para los parroquianos y comida para los estibadores y durmiendo en su vieja cama. Sólo que ahora dormía con un portugués charlatán en vez de hacerlo con un marinero taciturno.

Y cuando Antonio montara un café en el centro de la ciudad y pusiera en él el nombre de «Vasco de Gama» y un cartel con carabelas de los descubridores, ella se quedaría en la «Linterna de los Ahogados» haciendo arroz dulce para los parroquianos, comida para los estibadores y durmiendo en la misma cama con el nuevo propietario.

Los parroquianos volvieron a la «Linterna de los Ahogados». Allí discutían largos cruceros marineros y negros. Contramaestres de pataches hablaban de las ferias adonde llevarían sus barcos llenos de fruta. Tocaban la guitarra, cantaban sambas, contaban historias de espanto en las noches inmensas de estrellas. Y bajaban mujeres por la Ladeira do Taboao hacia la «Linterna de los Ahogados».

Antonio Balduino, Ze Camarao y el Gordo eran de los más asiduos. Y hasta Jubiabá aparecía a veces por allí.

* * *

Si en la capoeira el negro Antonio Balduino fue el mejor discípulo de Ze Camarao, como músico pronto superó al maestro y se hizo tan célebre como él.

Muchas veces, cuando andaba por las calles de la ciudad en sus paseos sin rumbo, empezaba a palmear en el sombrero de paja una música que inventaba y le iba poniendo una letra, todo de su magín. Después cantaba la samba completa para los amigos del morro:

Buena, es la vida del negro, mulata…

Fiesta todos los días.

Juerga en el Terreiro.

Morena para dormir…

Era un éxito en las ferias:

Señor de Bonfim, mi santo,

ella me hechizó.

Soy un desgraciado, mulata,

y mi desgracia eres tu…

No había muchacha que no suspirara.

Una tarde, un hombre muy bien vestido apareció en el morro y preguntó por Antonio Balduino. Le indicaron al negro, que estaba charlando en un grupo. El hombre se acercó rozando el suelo con el bastón:

—¿Es usted Antonio Balduino?

Balduino, de momento, pensó que era un policía:

—¿Por qué me lo pregunta?

—¿No es usted el que hace sambas? —y el hombre señalaba con el bastón.

—Bien, a veces invento alguna cosa…

—¿Quiere cantar una para que yo la oiga?

—Escuche, si no es molestia, ¿a qué viene esto?

—Puede que se la compre…

Antonio Balduino andaba apretado de dinero y quería comprar unos zapatos que viera en el mercado de Agua dos Meninos. Fue a buscar el instrumento y le cantó dos sambas. Al hombre le gustaron las dos.

—¿Me las vende?

—¿Para qué las quiere?

—Me gustan…

—Se las vendo pues.

—Le doy veinte mil reis por las dos…

—De acuerdo… Y cuando quiera más…

El hombre le hizo silbar las músicas y tomó nota en un papel lleno de rayitas. Escribió las letras:

—Volveré otro día a comprarle más…

Se fue arrastrando el bastón. Los del morro se le quedaron mirando. Antonio Balduino se tendió a la puerta de la taberna y puso los dos billetes sobre su barriga desnuda. Se quedó pensando en los zapatos nuevos que iba a comprar y en el corte de vestido que le llevaría a Joana.

El hombre del bastón que compraba sambas dijo una noche en un café de la ciudad:

—Compuse dos sambas formidables.

Y las cantó golpeando con las manos en la mesa. Luego las sambas aparecieron en discos, fueron cantadas en la radio, tocadas al piano. Los diarios decían:

«El mayor éxito de este Carnaval fueron las sambas del poeta Anisio Pereira, que son realmente espléndidas.»

Antonio Balduino no leía los diarios, no oía la radio, no tocaba el piano. Continuó vendiendo sambas al poeta Anisio Pereira.

* * *

Joana llevaba el pelo suelto, pelo que peinaba cuidadosamente y que perfumaba con un aroma que enloquecía a Antonio Balduino. Él metía su nariz chata en el pelo de la moza, alzaba su melena y se quedaba aspirando aquel perfume. Ella decía riendo:

—Sácame los hocicos del pescuezo…

Y él se reía también:

—Vaya olor de reina…

Tumbaba a la negra de espaldas en la cama. La voz de Joana le llegaba de lejos:

—Mi perrito…

* * *

El día que apareció con los zapatos nuevos y el corte de vestido bajo el brazo, Joana estaba también cantando una de las sambas que le había vendido al del bastón. Antonio Balduino dijo:

—¿Sabes una cosa, Joana?

—¿Qué?

—Vendí esa samba.

—¿Que vendiste qué? —ella no sabía que una samba se pudiera vender.

—Vino un hombre al morro y me compró dos sambas por veinte mil reis.

—¿Y para qué las quería?

—Yo qué sé… Estará loco.

Joana se quedó pensando. Pero Antonio Balduino le dio el corte.

—Con lo que me dio, te compré esto…

—¡Qué maravilla!

—Y mira qué lujo de zapatos…

Ella miró y se echó al cuello de Antonio Balduino, que reía a carcajadas, satisfecho de la vida, contento del negocio que había hecho. Y mientras olía el pelo de Joana, ella iba cantándole su samba. Fue la única persona que cantó aquella samba sabiendo quién la había compuesto realmente.

Antonio Balduino advirtió:

—Hoy hay macumba en casa de Jubiabá. Es tu santo, cariño.

Fueron a la macumba y luego se tendieron en el arenal y se amaron tempestuosamente. Antonio Balduino veía en el cuerpo de Joana el cuerpo de Lindinalva.

* * *

Iban frecuentemente por la «Linterna de los Ahogados», aunque a Joana no le gustase ir por allá:

—Un lugar donde va tanta gentuza… Van a creerse que yo soy como ellos…

Joana trabajaba de camarera en una casa de Vitoria y vivía en un cuartito en las Quintas. Les gusta ir a amarse al arenal, pero a la «Linterna de los Ahogados» sólo iba porque a Antonio Balduino le gustaba. Cuando iban los dos, él se quedaba solo con la muchacha en una mesa, bebiendo cerveza, sonriendo a los otros, que le saludaban. Exhibía a su amante y luego salía riendo, guiñando los ojos, como diciéndoles que ahora se iban al arenal.

Casi todos los días, sin embargo, Antonio Balduino salía con el Gordo, con Joaquim y con Ze Camarao. Bebían aguardiente, contaban aventuras, reían como sólo los negros saben reír. La noche del cumpleaños del Gordo apareció Viriato el Enano. Había cambiado mucho en pocos años. No es que estuviera más alto o más fuerte, es que iba andrajoso, vestido de jirones, apoyado en un tosco bastón.

—Vengo a beber a tu salud. Gordo…

El Gordo pidió aguardiente. Antonio Balduino preguntó:

—¿Cómo va eso, Viriato?

—Vamos tirando…

—¿Estás malo?

—No. Esto es para sacar más limosnas —y rió con su risa apretada.

—¿Por qué no has vuelto por aquí?

—Ando por ahí… fastidiado…

—Me dijeron que estabas enfermo.

—Estuve. Mala cosa. Fui al hospital y las pasé negras. Pero es la última vez. Si vuelvo a ponerme malo prefiero morir en un rincón…

Aceptó el cigarrillo que Joaquim le ofrecía:

—Estuve allá, sin nadie que me hiciera caso. No os imagináis…

El Gordo no se lo imaginaba, pero la idea le daba miedo.

—De noche tenía fiebre. Pensaba que me moría. Me acordaba de que estoy solo, de que no tengo a nadie; a nadie para velarme…

Se quedó callado.

—Pero te pusiste bueno —dijo Balduino.

—Bueno, no. Cualquier día me vuelve la cosa. Cualquier día muero en la calle como un perro…

El Gordo puso su mano negra encima de la mesa hacia Viriato:

—¿Quién habla de morir, hermano?

Joaquina internó reír:

—Mala hierba nunca muere…

Pero Viriato continuó:

—Balduino ¿te acuerdas de Rozendo? Se puso malo, pero tenía a su madre, y le vino a buscar. Yo la encontré. Y Felipe el Guapo, cuando murió, tuvo también a su madre en el entierro. Llevó aquellas flores y fueron muchas mujeres…

—Había cada una… —cortó Joaquim.

—Todos tienen padre, madre, una persona. Sólo yo no tengo a nadie.

Tiró la colilla en un rincón. Pidió otro vaso de aguardiente:

—¿De qué sirve esta vida? ¿Te acuerdas de cuando nos agarró la policía? ¿Por qué nos zurraron? Nuestra vida no sirve para nada… No tenemos a nadie…

El Gordo se estremeció. Antonio Balduino miraba atentamente su vaso de cachaba. Viriato el Enano se levantó:

—Os estoy dando la lata… Pero es que uno se pone a pensar…

—Bueno, hombre, no hay que ponerse así —dijo Joaquim.

—Voy a la salida de los cines. A ver lo que se hace…

Salió arrastrando el bastón, encorvado, cubierto de andrajos.

—Ya se acostumbró a andar así —dijo Joaquim.

—Le da siempre por hablar de cosas tristes —dijo el Gordo, que estaba apenado, porque era muy bueno.

—Sabe más que nosotros —afirmó Antonio Balduino.

En la mesa de al lado un mulato explicaba a un negro:

—Moisés mandó apartarse el mar y pasó con todos los cristianos…

—Yo hablo para divertirme —siguió diciendo Joaquim.

El Gordo se quejó:

—Vaya, hombre, tenía que venir ese hoy, el día de mi cumpleaños…

—¿Por qué?

—También es idea. Venir aquí a contarnos cosas tristes… Me ha fastidiado el día…

—No te preocupes. Vámonos a casa de Ze Camarao. Nos buscamos unas morenas —invitó Antonio Balduino.

El Gordo pagó el gasto. En la mesa de al lado el mulato contaba la historia del rey Salomón, que tenía seiscientas mulatas.

—Buen macho —dijo Antonio Balduino soltando una carcajada.

Se fueron de juerga, se hincharon a beber, tumbaron unas mulatas bien bonitas. Pero no consiguieron olvidar a Viriato el Enano, que no tenía a nadie que le acompañara cuando estaba enfermo.

* * *

Joana le hacía escenas de celos a causa de otras mulatas que eran igualmente amadas por Antonio Balduino. Mulata que apareciera junto a él era mulata que Baldo amaba. En la fuerza de sus dieciocho años Balduino había logrado un gran prestigio entre las mozas del barrio, empleadas, lavanderas, negritas que vendían acajé y abará por los mercados. Él sabía hablar con ellas y acababa siempre llevándoselas al arenal, donde se enroscaban sin sentir la arena.

Las amaba y no volvía a verlas. Pasaban por su vida como aquellas nubes que pasaban por el cielo y que servían para que él hiciera comparaciones:

—Tus ojos, de tan negros, parecen aquella nube…

—Calla, que va a llover…

—Vamos a casa entonces… Sé de un sitio donde estaremos bien abrigados.

Pero Joana tenía aquel perfume. Se agarraba a él, se ponía furiosa cuando sabía que el negro se había revolcado con una mujer cualquiera y dicen que hasta le dio un hechizo para que no la abandonara. Había frotado los calzoncillos del amante con plumas de gallina negra y con harina y aceite de dendé, luego, todo bien atado, lo puso en la puerta de Antonio Balduino una noche de luna llena.

En la fiesta de casa de Arlindo, en Brotas, se puso como loca sólo porque Amonio Balduino repitió algunos bailes con Delfina, una mulatita tentadora. Quiso pegarle a la otra; hasta se quitó un zapato. Antonio Balduino lo pasó en grande con la disputa de las dos.

En casa, Joana preguntó:

—¿Se puede saber qué es lo que te gusta en esa peste?

—¿Tienes celos?

—¿Yo? ¡Vamos, anda! De esa pelleja… Una pelleja vieja que se cae de podre… Me gustaría saber qué es lo que le has visto…

—Eso es lo que tú no sabes… Tiene sus secretos…

Antonio Balduino se reía y se revolcaba con ella en la cama, oliendo su melena perfumada.

Se acordaba de cuando la conoció. Fue en una fiesta de Río Vermelho. La vio de lejos, mientras andaba tocando unas sambas. Ella se entregó inmediatamente. Al día siguiente fueron a una matinal del Olimpia. Ella le contó una historia muy complicada para convencerlo de que era doncella, y él acabó creyéndola. No tenía demasiado interés, pero fue a la cita dispuesta para el jueves, porque no tenía cosa mejor que hacer aquella noche. Dieron una vuelta por el Campo Grande, él taciturno porque era doncella y a un negro las doncellas no le interesan. Cerca de la hora de irse al trabajo, ella le confesó:

—Me gustas porque eres bueno y sabes respetarme… Por eso te diré la verdad: no soy virgen, no…

—¿Ah, no?

—Fue mi tío, un tío que vivía allá en casa. Hace tres años. Estaba sola. Mamá había ido a trabajar…

—¿Y tu padre?

—Nunca lo conocí. Mi tío se aprovechó. Me forzó…

—¡Qué desgraciado! —en el fondo Antonio Balduino simpatizaba con el tío.

—Nunca más volví a hacerlo desde entonces… Pero ahora tú me gustas…

Antonio Balduino comprendió ahora que todo era un cuento de la chica, pero no dijo nada. No le dejó que volviera al trabajo aquella noche, y como no tenía adonde llevarla, fueron al arenal, ante los barcos y el mar.

Después alquilaron aquel cuartito en las Quintas, donde diariamente Joana mentía y barullaba con sus ataques de celos.

El negro empezaba ya a cansarse.

* * *

Estaba en la «Linterna de los Ahogados» una noche de temporal cuando entró el Gordo jadeante. Joaquim, que estaba con Antonio Balduino, le avisó:

—Ahí está el Gordo…

—¿No sabéis lo que ha pasado? Los estibadores encontraron un muerto en el muelle…

Aquello era normal y no le dieron importancia. Pero el Gordo añadió:

—Era Viriato…

—¿Quién?

—Viriato el Enano.

Salieron corriendo. Allá estaba, tendido en el muelle. Un grupo de hombres rodeaba el cuerpo. Debía llevar tres días o más en el agua porque el cuerpo estaba hinchado y crecido. Los ojos, muy abiertos, parecían clavarse en el grupo. Ya tenía la nariz medio comida por los peces y el cuerpo empezaba a descomponerse.

Cogieron el cuerpo y lo llevaron a la «Linterna de los Ahogados». Juntaron dos mesas y lo colocaron encima. Los gusanos se removían bajo la piel del cadáver. Amonio trajo una vela e intentó ponérsela en la mano apretada. Joaquim dijo:

—Lleva ya tiempo muerto.

El Gordo rezaba.

—Pobre. No tenía a nadie…

Unos hombres que bebían aguardiente se acercaron a ver. Las mujeres miraban y se apañaban con miedo. Antonio sostenía la vela, pues nadie tenía valor para tocar al difunto. Antonio Balduino la cogió y se acercó al muerto. Abrió la mano gruesa del ahogado y le puso el cirio en ella. Habló:

—Está solo… Buscaba su camino y entró en el mar…

Nadie entendía. Alguien preguntó dónde vivía.

Jubiabá, que acababa de entrar, preguntó:

—¡Buenas noches a todos! ¿Qué pasa?

—Padre Jubiabá: éste que andaba buscando el ojo de piedad y no dio con él. Se mató. No tenía padre ni madre ni nadie que mirara por él. Murió porque no encontró el ojo de piedad…

Nadie entendía, pero se estremecieron cuando Jubiabá dijo:

—Oju ànun fó ti ikâ ôkú.

El Gordo contaba con muchos detalles y de una manera muy triste la historia de Viriato el Enano a uno de los que estaban bebiendo. Según el Gordo, una vez Viriato había visto tres ángeles y una mujer vestida de rojo, que era su madre y lo llamaba al cielo.

Por eso se tiró al agua.

De repente, en medio de toda aquella gente, Antonio Balduino se sintió solo con el cadáver y tuvo miedo. Un miedo loco. Quedó temblando, los dientes le castañeteaban. Se acordó de todos: de tía Luisa, que se había vuelto loca, de Leopoldo que había sido asesinado, de Rozendo, enfermo ante su madre y gritando, de Felipe el Guapo, aplastado por el automóvil, del viejo Salustiano, que se suicidó en el puerto, el cuerpo de Viriato el Enano, medio comido por los gusanos.

Y pensó que eran todos muy desgraciados, tanto los vivos como los muertos. Y que también lo serían los que luego nacieran. Pero no podía saber por qué eran tan desgraciados.

El temporal apagó la luz de la «Linterna de los Ahogados».

MACUMBA[1]

Se conjuró a Exú[2] para que no viniera a perturbar la buena marcha de la fiesta. Y Exú se fue muy lejos, a Pernambuco o a África.

La noche caía, la noche tranquila y religiosa de Bahía de Todos os Santos. De la casa del pai-de-santo Jubiabá, llegaban sones de atabaque, agogô, calabaza, sones misteriosos de macumba que se perdían entre los guiños de las estrellas en la noche silenciosa de la ciudad. En la puerta, unas negras vendían pasteles y arroz dulce.

Y Exú, conjurado, fue a perturbar otras fiestas más lejanas, en los algodonales de Virginia o en los candombles[3] del morro de la Favela.

En un rincón, al fondo de la sala de adobe, tocaba la orquesta. El son de los instrumentos resonaba monótono en la cabeza de los asistentes. Música enervante, melancólica, música vieja como la raza, que salía de instrumentos primitivos: atabaques, agogôs, chocallos, calabazas.

Los asistentes, apelotonados en la sala, junto a la pared, estaban con los ojos fijos en los ogâs, sentados en medio de la sala. En torno de los ogâs giraban las feitas. Los ogâs son importantes, pues son miembros del candomblé, y las feitas son sacerdotisas que pueden recibir al santo. Antonio Balduino era ogâ, Joaquim, también, pero el Gordo aún no lo era y permanecía entre los espectadores, junto a un blanco flaco y calvo, que seguía la escena muy atento procurando acompañar la música monótona con palmadas en las rodillas. Al otro lado, un joven negro vestido de azul estaba envuelto por la música y por los cánticos, olvidado de los que había venido a observar. El resto de los asistentes eran negros y mulatos, negras gordas vestidas con enaguas y camisas escotadas y con collares al pescuezo. Las feitas danzaban lentamente oscilando el cuerpo.

De repente, una negra vieja que estaba apoyada en la pared de enfrente, cerca del blanco calvo, y que desde hacía mucho se estremecía con la música y con los cantos, recibió el santo. La llevaron a una pequeña cámara, pero como no era feita de la casa se quedó allí hasta que el santo la abandonó y fue a encarnarse en una negrita que fue llevada también al cuarto de las sacerdotisas.

El orixalá era Xangô, dios del rayo y de la tempestad, y como esta vez se había encarnado en una feita, la negrita salió de la cámara vestida con ropas del santo: vestido blanco y cuentas blancas con pintas rojas, llevando en la mano un bastoncito.

La madre del terreiro empezó a cantar una tonada de saludos al santo:

«–Edurô dêmin lonan ê ye!»

Los asistentes respondieron a coro:

«–A umbô k’ó wá jô!»

Y la madre del terreiro seguía diciendo su cántico en lengua nagô:

«–Abrid vuestras alas a nosotros,

que hemos venido a danzar.»

Las feitas danzaban en torno de los ogâs, y los asistentes reverenciaban al santo que se había encarnado, y alargaban las manos hacia él, con los brazos en ángulo agudo y las palmas de las manos vueltas al orixalá:

—Oké!

Todos gritaban:

—Oké! Oké!

Los negros, las negras, los mulatos, el blanco calvo, el Gordo, el estudiante, todos los asistentes animaban al santo:

—Oké! Oké!

Entonces el santo penetró entre las feitas y danzó también. El santo era Xangô, dios del rayo y de la tormenta, y traía cuentas pintadas de rojo sobre el vestido blanco. Llegó y reverenció a Jubiabá, que estaba en medio de los ogâs y era el mayor de todos los padres-de-santo. Dio otra vuelta danzando y reverenció al hombre calvo que estaba allí invitado por Jubiabá. El santo reverenciaba curvándose tres veces delante de la persona. Después la abrazaba apretándole los hombros, y ponía la cara a un lado y otro de la del reverenciado.

La madre del terreiro cantaba ahora:

«—Iya ri dé gbê ô

—Afi dé si ómon lôwô

—Afi ilé ké si omón lérum.»

Y estaba diciendo que:

«La madre se adorna de joyas.

Adorna de cuentas el cuello de sus hijos

Y pone nuevas cuentas en el cuello de la hija…»

Y los ogâs y los asistentes formaban coro pronunciando una onomatopeya que indicaba el ruido de las cuentas «que estaban todas golpeando»:

«–Omirô wónrón wónrón wónrón omirô.»

Fue entonces cuando Joana, que ya bailaba como si estuviera en éxtasis, fue poseída por Omolu, la diosa de las viruelas.

Y salió de la cámara vestida con ropas multicolores donde predominaba el rojo vivo, con calzas parecidas a viejos zarigüelles, con las puntas bordadas apareciendo bajo la saya. Llevaba el cuerpo casi desnudo, sólo con un paño blanco atado a los pechos. Y el cuerpo de Joana era perfecto de belleza, los senos duros y puntiagudos alzando el pañuelo. Pero nadie veía en ella a la negrita Joana. Ni Antonio Balduino veía a su amante Joana, que dormía sin soñar en el arenal del puerto. Quien estaba allí, con el busto desnudo, era Omolu, la terrible diosa de las viruelas. De la madre del terreiro llegaba la voz monótona saludando la entrada del santo:

«–Eduró dêmin lonan ê yê!»

Sones de atabaque, agogô, calabazas, chocallo. Música que no variaba, que se repetía siempre, pero que excitaba hasta la locura. Y el coro de los asistentes:

«–A umbó k’ó wá, jô!»

Reverenciaban al santo:

—Oké! Oké!

Y Omolu, que danzaba entre las feitas, vino y reverenció a Antonio Balduino. Después reverenció a las personas de la asistencia que podían entrar en la casa. Reverenció al Gordo, reverenció al estudiante negro, a quien todos querían bien, reverenció al calvo blanco, reverenció a Roque y a otros más.

Ahora todos estaban excitados y todos querían bailar. Omolu venía y sacaba a bailar a las mujeres. Antonio Balduino movía el tronco como si estuviera remando. Alzaba los brazos saludando al santo. Un aire de misterio se apoderaba de la sala y llegaba de todas partes, de los santos, de la música, de los cantos, y especialmente de Jubiabá, centenario y mínimo.

Cantaban a coro otra canción de macumba:

«–Eolô biri o b’ajá kó a péhindá.»

«–Eolô biri o b’ajá kó a péhindá.»

Y decían que «el cachorro cuando anda muestra el rabo». También Oxossi, dios de la caza, bajó a la fiesta de la macumba del padre Jubiabá. Vestía de blanco, verde, y un poco de rojo, un arco distendido con su flecha colgando al lado del cinto. Del otro lado llevaba un carcaj. Llevaba aquella vez, además del casco de metal y paño verde, un plumero de hilos gruesos. Y no siempre Oxossi, el dios de la caza, el gran cazador, lleva su plumero de hilos gruesos.

Los pies descalzos de las mujeres golpeaban en el suelo de barro, danzando. Quebraban el cuerpo ritualmente, pero este quiebro era sensual como cuerpo caliente de negra. Corría el sudor y todos estaban dominados por la música y por la danza. El Gordo temblaba y no veía sino confusas figuras de mujeres y de santos, dioses caprichosos de la selva distante. El blanco batía con los zapatos en el suelo y dijo al estudiante:

—Caigo en la danza…

Jubiabá era reverenciado por el santo. Brazos en ángulo agudo saludaban a Oxossi, dios de la caza. Había quien apretaba los labios y manos que temblaban, cuerpos que temblaban en el delirio de la danza sagrada. Fue cuando, de súbito, Oxalá, que es el mayor de todos los orixas y que se divide en dos —Oxodian, que es el mozo; Oxolufá, que es el viejo—, apareció danzando y tumbó a María dos Reis, una negrita de quince años, de cuerpo rollizo y virgen. El que apareció fue Oxolufá, Oxalá viejo y exhausto, arrimado a un bordón de lentejuelas. Cuando salió de la cámara venía totalmente blanco y recibió el saludo de los asistentes, y se curvó aún más:

—Oké! Oké!

Sólo entonces la madre del terreiro cantó:

«–E inun ójá l’a o jo li a ô lô.»

Estaba advirtiendo:

«–El pueblo de la feria, que se prepare. Vamos a invadirla.»

Y la asistencia, en coro:

«–Erô ójá é pará món, ê inun ójá li a ô lô.»

«–Cuidado, entramos en la feria.»

Sí, entrarían en la feria, porque estaban con Oxalá, que es el mayor de todos los orixas.

Oxolufá, que era el Oxalá viejo, sólo reverenció a Jubiabá. Y danzó entre las feitas hasta que María dos Reis cayó en el suelo, sacudiendo el cuerpo como si aún danzara, echando espuma por la boca y por el sexo.

En la sala estaban todos enloquecidos y bailaban todos al son de los atabaques, de los agogôs, chocallos y calabazas. Y los santos danzaban también al son de la vieja música de África, danzaban los cuatro entre las feitas y alrededor de los ogâs. Y eran Oxossi, el dios de la caza; Xangô, el dios del rayo y de la tempestad; Omolu, diosa de las viruelas, y Oxalá el mayor de todos ellos, que se revolcaba en el suelo.

* * *

En el altar católico, que estaba a un lado de la sala, Oxossi era San Jorge; Xangô, San Jerónimo; Omolu, San Roque, y Oxalá, el Señor de Bonfim, que es el más milagroso de los santos de la ciudad negra de Bahía de Todos os Santos y del pai-de-santo Jubiabá. Es el que tiene la fiesta más bonita, pues su fiesta es toda como si fuera candomblé o macumba.

En la sala habían ofrecido dulces a la asistencia y allá dentro les fue servido un picadillo de carnero con arroz. En las noches de macumba los negros de la ciudad se reunían en el terreiro de Jubiabá y se contaban sus cosas. Se quedaban conversando fuera, por la noche, discutiendo los sucesos de los últimos días. Pero aquella noche estaban preocupados por causa del blanco que había venido de muy lejos sólo para asistir a la macumba de padre Jubiabá. El blanco había comido dulce y se chupó los dedos con el arroz. Antonio Balduino supo que el hombre hacía historias y andaba recorriendo el mundo. Al principio pensó si sería marinero. El Gordo afirmaba que era andarín. Fue aquel poeta que le compraba las sambas quien le llevó al blanco calvo. El hombre quería ver la macumba y el poeta le dijo que sólo Antonio Balduino tenía prestigio para conseguir hacerlo entrar en la macumba de Jubiabá. Pero a pesar de los elogios, Antonio Balduino no se había mostrado muy dispuesto a hablar con Jubiabá. Eso de llevar blancos, y desconocidos además, a la macumba, no le iba a gustar nada. Podía ser un policía y acabar deteniéndolos a todos. Una vez habían metido a Jubiabá en la cárcel, y el padre-de-santo había pasado la noche allá y se habían llevado además a Exú. Fue preciso que Ze Camarao, que era fino y cumplido como él solo, fuera a buscar al Orixá a la propia sala del delegado, ante las barbas de un soldado. Cuando el vagabundo llegó con Exú bajo la chaqueta, fue una fiesta. Hubo una macumba que duró toda la noche para desagraviar a la imagen de Exú, que estaba furioso y podría perturbar luego otras fiestas.

Por eso Antonio Balduino no quería llevar a ningún blanco. Y sólo habló con Jubiabá cuando el estudiante negro, que era amigo suyo, vino a pedírselo:

—Es como si fuese yo, hombre…, te lo aseguro…

Pero el negro quiso saber toda la vida del blanco. Cuando supo que andaba corriendo mundo y viendo todo lo que en él había, se entusiasmó. ¿Quién sabe si algún día aquel hombre no lo sacaría en una historia?

El blanco se despidió después de decirle a Jubiabá que aquello era lo más hermoso que había visto en su vida. El estudiante se fue con él y los negros respiraron. Ahora podrían hablar a gusto, discutir sus cosas, hablar de lo que quisieran, mentir a voluntad.

El Rosado habló para Antonio Balduino:

—¿Viste mi nuevo tatuaje?

—No.

El Rosado era un marinero que pasaba por Bahía de vez en cuando y un día había traído noticias de Ze Casquinha, que navegaba por mares distantes y hasta hablaba ya alguna lengua de gringos. El Rosado traía la espalda completamente tatuada con nombres de mujeres, un florero, un puñal y un zurriago.

Se quedó riendo. Antonio Balduino admiró con cierta envidia:

—¡Está bonito…!

—Hay un americano en el barco que lleva un mapa en la espalda. Una maravilla, chico…

Antonio Balduino se acordó del hombre blanco. Tenía que ver aquello. Pero se había ido ya y parecía que huyera porque los negros tenían vergüenza con él allí. Antonio Balduino decidió hacerse un tatuaje. Pero no sabía aún qué cosa hacerse dibujar. Por su gusto pondría el retrato de Zumbi dos Palmares. Un negro del muelle lleva tatuado en las espaldas el nombre de Zumbi.

Damián, un negro viejo, sonrió:

—¿Quieres ver otro tatuaje?

Jubiabá hizo un gesto como diciéndole que no lo enseñara. Pero ya Damián se había quitado la camisa y todos vieron en la espalda las marcas del látigo. Le habían azotado en las haciendas, en los tiempos de la esclavitud. Antonio Balduino vio luego, bajo los zurriagazos, una señal de quemadura:

—Y eso, ¿qué fue?

Damián comprendió que hablaba de la quemadura. Quedó de repente como avergonzado y se puso la camisa. Se quedó sin hablar, mirando la ciudad, iluminada allá abajo. María dos Reis sonrió a Antonio Balduino. También los viejos que habían sido esclavos pueden tener un secreto.

* * *

Como Joana se había ido sola, llena de celos, y María dos Reis también se había retirado a su casa con su madre, Antonio Balduino bajó con el Gordo y Joaquim. Llevaba su instrumento para animar la juerga.

Pero el Gordo tuvo que irse pronto porque vivía lejos con su abuela, una vieja octogenaria que ya hacía tiempo había perdido la noción de la realidad y vivía en un mundo diferente contando casos que embarullaba con otros, mezclando los nombres y sin llegar nunca al final de la historia. La verdad es que no era la abuela del Gordo. Éste se había inventado el parentesco por vergüenza de haber recogido y mantener a aquella vieja que antes andaba suelta por la ciudad. Pero la trataba como si realmente fuera su abuela, le llevaba comida, hablaba con ella horas y horas y volvía a casa temprano para que la anciana no se quedara sola. A veces encontraban al Gordo con un corte de vestido y pensaban que lo llevaría quizá a alguna chiquilla pizpireta.

—Es para la abuela; pobrecita… Gasta mucha ropa porque duerme en el suelo sucio. Está muy vieja…

El Gordo nunca había conocido ni padre ni madre. No obstante, el Gordo tenía una abuela, y muchos se la envidiaban.

* * *

Después de haberse despedido el Gordo, Antonio Balduino y Joaquim bajaron la ladera silbando una samba. La ladera estaba sola y silenciosa. Sólo en una ventana pobre, iluminada por un candil, una mujer tendía unas ropas de recién nacido, y se oía la voz del hombre hablando en el cuarto:

—Hijo mío…, hijito…

Joaquim dijo:

—Ese, mañana va a dormirse en el trabajo… Está haciendo de ama seca…

Balduino no contestó. Joaquim siguió hablando:

—¿De qué sirve?

—¿De qué sirve, el qué?

—Nada…, nada.

Antonio Balduino preguntó:

—¿Te has dado cuenta qué bueno es el Gordo?

—¿Bueno? —Joaquim no se había dado cuenta.

—Bueno, sí. Es un gran chico. Tiene bien abierto el ojo de piedad.

Ahora Joaquim se quedó callado. Luego soltó una carcajada:

—¿De qué te ríes?

—De nada. Es que ahora me doy cuenta de que el Gordo es un buen tipo.

Siguieron bajando, callados. Antonio Balduino recordaba la escena de macumba, el calvo aquel que había viajado por todo el mundo. El hombre se había ido pronto. La verdad es que había huido. Antonio Balduino pensaba que aquel hombre podía ser Pedro Malazarte. Pero se había ido cuando vio que los negros estaban avergonzados. Se acordó de Zumbi dos Palmares. Con otro Zumbi, aquel negro viejo no las habría pasado tan mal. Sería un luchador. Entonces no tendría por qué avergonzarse del blanco. El hombre había salido en un gesto de solidaridad y ya no volvería nunca. Pero un día aquel hombre escribiría las aventuras de Antonio Balduino, un tebeo heroico donde cantaría las aventuras de un negro libre, alegre, pendenciero y valiente.

Pensando en todo esto, Antonio Balduino recobró su alegría:

—¿Sabes una cosa, Joaquim? Voy a acabar tirándome a aquella negrita…

—¿Cuál? —Joaquim se interesó vivamente.

—María dos Reis. Ya me anda mirando de ladillo…

—¿Cuál es?

—Aquella. Oxalá se metió en ella, ¿no te acuerdas? Aquella jovencilla…

—Cosa fina. Baldo. Pero ándate con ojo y no te metas en líos. Es novia de un soldado…

—¡Qué va! Está loca por mí… Yo contra el soldado no tengo nada. La morena me gusta, eso sí. Y al soldado, que le den… —Joaquim sabía que Balduino amaría a la mulatita sin importarle un comino del soldado. Pero a él no le gustaban los problemas con el ejército y le aconsejó:

—Mira, Baldo, hazme caso: deja a la morena en paz…

Se había olvidado de que Antonio Balduino cuando muriera iba a ser cantado en historias y que todos los héroes de las historias amaban a las doncellas románticas durante una noche y peleaban con los soldados.

Recorrieron la ciudad baja, que estaba durmiendo. No encontraron a nadie para armar una juerga. La «Linterna de los Ahogados» estaba cerrada. Nadie por las calles, ni una chiquilla que llevarse al arenal. Ni una tasca donde echar un trago. Paseaban al azar, Joaquim bostezando de sueño. Entraron por un callejón y vieron una pareja de mulatos que hablaban como enamorados. Joaquim avisó:

—Una mulata, amigo…

—Aquella, Joaquim, es cosa hecha, ya verás…

—Está con su macho, Balduino.

—Vas a ver mis mañas…

Balduino se acercó a la mulata. Le dio un empujón y la mujer cayó en la calle.

—¡Eh, tú, cachorra, conque yo trabajando y tú aquí fregándote con este macho…! Sinvergüenza… Vas a ver la paliza que llevas. —Se volvió hacia el mulato, pero antes de decir nada, éste preguntó:

—¿Es tu amiga? No lo sabía…

—¿Mi amiga? Es mi mujer, casada con cura y todo. ¿Entiendes? Con cura y todo…

Avanzó hacia el hombre.

—No lo sabía…, yo… Perdone usted… Ella no me dijo nada…

Salió a la carrera, y en la primera esquina desapareció. Antonio Balduino se quedó riendo como un loco. Joaquim, que se había quedado un poco atrás, porque un hombre es para un hombre, se acercó:

—¿Vaya golpe, eh?

Se echaron a reír los dos, en carcajadas estruendosas que despertaban la ciudad adormecida. Llegó una risa de la calzada. Era de la mujer, que se levantaba. Una mulata desdentada, muy clara. No valía la pena. Pero como no había otra tuvieron que cargar con ella y llevársela al arenal. Antonio Balduino fue el primero. Luego Joaquim.

—No tiene dientes, pero está buena… —dijo Joaquim.

—No valía la pena —dijo Balduino.

Se tumbó en la arena. Sacó la guitarra y empezó a tocar. Joaquim metió los pies en el agua. La mujer, que estaba acabando de arreglarse el vestido, se les acercó y empezó a cantar la canción que Balduino tocaba. Primero muy bajo, luego en voz alta, y tenía una voz rara, muy bonita, casi masculina. El arenal se llenó con su voz, hasta que se despertaron los hombres de los veleros. Aparecieron los marineros en la amurada de los navíos y el día clareó por la banda del mar.

* * *

Cuando clareó el día, en aquella ventana pobre de la casa de la Ladeira da Montanha, la mujer despertó al marido. Él se iba a la fábrica lejana y tenía que madrugar. Señalando al niño, le dijo a la mujer:

—Este pequeñajo no me dejó pegar ojo… Estoy muerto de sueño.

Se echó agua a la cara, miró el claro amanecer, bebió un café. La mujer le advirtió:

—No hay pan. Tuve que comprar la leche del pequeño…

El hombre hizo un gesto de resignación, besó al niño, dio una palmada en el hombro a su mujer y lió un cigarrillo.

—Mándame la comida al mediodía…

Cuando bajaba, la mañana empezaba a ponerse azul en la Ladeira da Montanha. Camino de la fábrica, se encontró con Antonio Balduino y con Joaquim, que venían con la desdentada detrás. Balduino le gritó:

—¡Jesuino…! ¿Eres tú?

Era Jesuino, que había sido mendigo y vagabundo como ellos. Estaba casi desconocido, de tan flaco. Joaquim se rió:

—¡Tu estás malo, amigo…!

—Tuve un pequeño. Baldo. Quiero que tú seas el padrino. Un día te he de llevar para que veas a mi mujer…

Se fue, Ladeira abajo, camino de la fábrica que quedaba en Itapagipe. Y él tenía que ir a pie por la leche del chiquillo. La mujer tendía pañales en la ventana, y también era flaca y pálida. Para ella no había quedado ni pan ni café.

BOXEADOR

La casa de Jubiabá era pequeña, pero bonita. Estaba en el centro de un solar del Morro do Capa Negro, con un gran terreno en la fachada y un patio atrás.

La sala, espaciosa, ocupaba la mayor parte de la casa. Una mesa con un banco a cada lado, donde comían Jubiabá y sus visitas, una tumbona encarada hacia la puerta del cuarto donde el padre-de-santo dormía. En los bancos, alrededor de la mesa, charlaban negros y negras. Había también dos españoles y un árabe. En las paredes, retratos innumerables enmarcados con conchas blancas mostraban a parientes y amigos del padre-de-santo. En la hornacina, un orixá negro confraternizaba con una estampa del Señor do Bonfim. El cuadro representaba al santo salvando a un navío de un naufragio. Pero el ídolo era mucho más bonito, pues era una negra de hermoso cuerpo sosteniendo con una mano un seno pujante y bello, en gesto de ofrecimiento. Era Iansá, diosa de las aguas, a la que llaman los blancos Santa Bárbara.

Jubiabá salió del cuarto, vestido con una linda camisa bordada. La camisa le llegaba a los pies, y el padre-de-santo no llevaba otra ropa… Un negro se levantó y le ayudó a sentarse.

Los negros se acercaron y besaron la mano de Jubiabá. También los españoles y el árabe. Uno de los españoles llevaba un carrillo hinchado sujeto con un pañuelo atado bajo el mentón. Se acercó al padre-de-santo y dijo:

—Padre Jubiabá, esta muela me está matando, ¡caramba! No me deja trabajar ni hacer nada, ¡caramba! Ya me gasté un dineral con el dentista y como si nada… No sé que hacer…

Se sacó el pañuelo. Apareció una hinchazón enorme. Jubiabá recetó:

—Pon té de malva y reza así:

San Nicodemos, sana esta muela

Nicodemos, sana esta muela

sana esta muela

esta muela

muela

Y completó:

—Y tienes que repetir la oración en la playa. Escribe en la arena y borra cada vez una palabra. Después vete a casa y toma el té. Pero sin oración no vale de nada…

El español dejó cinco mil reis y fue a aplicar el remedio.

Después vino un negro que quería un hechizo. Habló en voz baja al oído de Jubiabá. El padre-de-santo se levantó ayudado por el negro y penetró en el cuarto. Volvieron unos minutos después, y al día siguiente apareció el hechizo fuerte, harina mezclada con aceite-de-endê, cuatro mil reis en monedas de plata, dos monedas de cobre y un pájaro aún joven, en la puerta de Henrique Padeiro, que agarró una enfermedad misteriosa y murió de ella tiempo después. Una negra también quería hechizo, pero ésta no habló en voz baja ni entró en el cuarto. Dijo:

—Esa sinvergüenza de Marta se me ha llevado a mi hombre. Quiero que venga a casa otra vez —la negra estaba destrozada—. Tengo hijos, y ella no tiene…

—Cógele unos pelos y tríemelos, que te haré la mezcla —respondió Jubiabá.

Y desfilaron ante el padre-de-santo todos aquellos negros que querían hechizos. Algunos fueron rezados con ramas de mastuerzo. Así la ciudad se llenaba a la mañana siguiente de extrañas cosas que aparecían en los muelles y en las aceras y de las que se apartaban recelosos los transeúntes. Venía muchas veces gente rica, doctores con anillo, ricachos de automóvil.

* * *

Cuando Antonio Balduino entró en la sala, era un soldado quien estaba hablando con el padre-de-santo. Procuraba hablar bajo, pero estaba emocionado y todos oyeron su voz:

—…Ahora no le gusto… no me hace caso cuando le hablo… parece como si tuviera a otro delante… pero yo la quiero, padre… la quiero para mí… la quiero… estoy loco por ella.

El soldado hablaba con voz llorosa. Jubiabá le preguntó algo y él respondió:

—María dos Reis…

Antonio Balduino se sobresaltó, y luego sonrió. Empezó a prestar atención a lo que hablaban. Pero ya Jubiabá despedía al soldado.

—Tienes que traerme unos pelos del sobaco de ella, y las bragas. Y haré que nunca más te deje… Quedará amarrada como un perro…

El soldado salió con la cabeza baja, sin mirar a los presentes, procurando que no le vieran.

Antonio Balduino se acercó a Jubiabá, se sentó en el suelo.

—Parece que la quiere…

—¿La conoces, Baldo?

—¿No es aquella que tuvo dentro a Oxalá en la fiesta?

—El soldado la quiere, va a hacer un hechizo… Ándate con cuidado, Baldo…

—A mí no me dan miedo los soldados.

—Pero está enamorado…

—Eso parece…

Se quedó haciendo garabatos en el suelo con un palito. Andaba por los dieciocho años, pero aparentaba veinticinco. Era fuerte y alto como un árbol, libre como un animal y tenía la más clara carcajada de la ciudad.

* * *

Largó a Joana. Nunca más vio a aquella desdentada que tenía una voz masculina y cantaba sus sambas en el muelle, no quiso saber nada más de chiquillas en el arenal.

Rondaba en compañía del Gordo la casa de María dos Reis. Le dedicó una samba, una samba que decía así:

Me gustas, María…

Tienes mi corazón,

yo fui malo un día,

pero ahora la mala eres tú…

Y esta samba no quiso venderla. La cantó en una fiesta donde ella estaba, mirándola a los ojos. El soldado ya andaba desconfiado y aún no había logrado los pelos del sobaco de la novia para llevárselos a Jubiabá. María dos Reis se contentaba con sonreír. Miraba para el soldado con ojos tristes porque sabía que el soldado la quería y que era capaz de matar a alguien por ella. Recordaba la carta que envió a su madrina. Blanca Costa, pidiéndole la mano de la ahijada: la guardaba en casa, en el fondo del baúl. Decía:

Sra. Doña Blanca

Distinguida señora:

Hoy y como nunca me siento transportado a un sincero y confortable paraíso lleno para mí de intenciones favorables por las cuales me veo obligado a declarar sinceramente a usted que amo con amor puro y santo a su estimada María.

Amor que nunca mas se apagará, y que la evolución de los tiempos conjuntamente con su atenta bondad hará duplicar eternamente entre nosotros un amor que nos llevará a los páramos de la verdadera felicidad. Y con estas íntimas intenciones, aprovecho esta radiante oportunidad para pedirle en casamiento a su gentil y encantadora María.

Será mi mayor aventura poseer esta brillantísima prenda de su corazón, por lo que me esforzaré mucho para dar inmediatamente a usted y a los demás miembros de esa noble familia esta brillantísima satisfacción.

En la seguridad de que usted dará acogida a mi solicitud, quedo a la espera de una respuesta favorable, y me complazco en presentarle el testimonio de mi mayor estima y consideración. Dios guarde a usted muchos años.

Osorio, soldado del 19
Sub. O.S.

La madrina no quería que se casara con un soldado, pero ella insistió tanto que al fin aceptó, aunque antes tuvo que escaparse de casa. La boda estaba ya prevista para agosto, en cuanto el novio lograra los galones de cabo, que ya le había prometido el capitán. Pero María dos Reis conoció al negro Antonio Balduino en la macumba de Jubiabá. Antonio Balduino no era soldado, era un vagabundo y hacía sambas. Tampoco escribía cartas ni hablaba de casamiento.

Cuando entraban en el comedor, en la fiesta de Ribeirinho, le pasó una tarjeta:

Doblando esta esquina será el sí Doblando esta esquina será el no

MI ALMA SUFRE

Y feliz sería si la señorita aceptara mi declaración de amor

Devolviendo intacta esta tarjeta me dará una esperanza

Escondió la tarjeta en su seno. Escapó al cuarto de la mujer de Ribeirinho, donde estaban los sombreros de los hombres y la guitarra de Antonio Balduino. Cándida fue con ella y vio la tarjeta:

—¿De quién es?

—A ver si lo adivinas…

—Espera… Ahora te lo digo —se quedó pensando—. No sé…

—De Antonio Balduino.

—¡Ay! ¡Pues vaya uno…! Es el diablo con figura de hombre… No hay mujer que no tumbe… Ándate con cuidado, María.

—No sé por qué…

—¿Y Osorio?

Osorio era el soldado. María dos Reis se quedó triste, y en vez de doblar la esquina en que decía sí, entregó la tarjeta intacta. Para Antonio Balduino fue como si hubiera doblado la tarjeta diciendo sí.

Ahora iba a charlar con ella a la puerta de su casa de Las Brotas los días que no iba por allá el soldado. Y el soldado sólo iba los jueves, sábados y domingos. El resto de la semana quedaba para Antonio Balduino, que ya había sentido en sus manos el calor y la dureza de aquel cuerpo virgen. Un martes hubo fiesta en la Cabula y María dos Reis asistió con unas amigas. Encontraron a Antonio Balduino en el camino. El negro estaba muy elegante, con zapatos y camisa roja. Fumaba un puro barato. Se quedaron charlando. En una barraca, Antonio Balduino compró el boleto para ver la suerte de María dos Reis. Abrieron el papel, y era el número 41. El dueño de la barraca, un español gordo, fue a ver a qué correspondía. Gritó:

—¡El 41! Una caja de polvos de arroz…

Arriba había un papelito con unos versos. Era la suerte.

Va a haber muchas lágrimas,

Mucha desgracia, muchas peleas,

Todo por causa de aquel a quien amas

y las intrigas de gente malévola…

Antonio Balduino se echó a reír. María dos Reis se quedó triste:

—¿Y si aparece Osorio?

Ni que lo llamara. Osorio apareció de uniforme en dirección al grupo. Se acercó diciendo:

—Ya tenía la mosca tras la oreja… Pero no quería creer la verdad. Nunca te creí capaz de esto…

Su voz tenía el tono lacrimoso de un canto de iglesia. Osorio siguió hablando mientras María dos Reis escondía el rostro entre las manos. Las amigas reían, inquietas, diciendo «señor Osorio, no haga eso».

—Y tú, desgraciado, prepárate… —Balduino se encogió de hombros.

El soldado quiso pegarle, pero Balduino se anticipó y trabó las piernas del soldado, que cayó. Se levantó con el machete en la mano. Antonio Balduino abrió la navaja:

—¡Ven aquí si eres hombre!

—¡A mí no hay quien me asuste!

María dos Reís, gritaba:

—Baldo, por amor de Dios… Las amigas decían:

—Señor Osorio… Señor Osorio…

—¡Que me vengan a mí con uniformes! —y Antonio Balduino, de un golpe, desarmó al soldado, que ya llevaba un navajazo en la cara.

Desarmado el soldado, Balduino tiró la navaja y esperó a Osorio en la oscuridad. Llegaba gente, hombres y guardias y soldados. Osorio se lanzó sobre Balduino y recibió uno de aquellos puñetazos pesados del negro. Quedó tumbado en el suelo. Un gringo advirtió a Antonio Balduino:

—Lárgate inmediatamente que vienen soldados por ahí. Buen puñetazo… Luego quiero hablar contigo…

El negro recogió la navaja y corrió hacia la casa de María dos Reis. Justo a tiempo, pues de todos los rincones iban llegando soldados que al ver a su compañero herido empezaron a repartir golpes a diestro y siniestro. Se generalizó el barullo.

María dos Reis escondió a Antonio Balduino en su propio cuarto, sin que lo viera la madre, dormida ya. Y cuando por la madrugada salió el negro, el cuerpo de María dos Reis, fatigado y cálido aún, ya no era virgen. Había sido mejor que Oxalá, el mayor de los santos.

* * *

En la «Linterna de los Ahogados», días después, se encontró el negro con el gringo que le había ayudado a huir. Iba entrando con el Gordo cuando oyó que le chistaban. Era el gringo:

—Te estaba esperando. Hace días que andaba buscándote sin dar contigo. ¿Dónde te metiste?

Arrimó unas sillas, ofreció un cigarro. Se sentaron. Balduino dio las gracias:

—Si no fuera por usted, aquel día iba a llevar una buena tunda…

—Buen puñetazo aquel… Buen puñetazo…

El Gordo, que no había estado presente, preguntó:

—¿Qué puñetazo?

—El que le dio al soldado… Per la Madonna, que fue un buen puñetazo…

Pidió cerveza.

—¿Has hecho boxeo alguna vez?

—No. Yo luchaba en la capoeira…

—Pues si quieres, puedes ser un campeón… De verdad… Per la Madonna… ¡Vaya puñetazo…! Fue formidable…

Se quedó mirando para las manos enormes del negro. Le palpó los hombros, los brazos:

—Un campeón… Un campeón…

Hablaba como quien recuerda otros tiempos.

—Basta que quieras…

Antonio Balduino quería.

—¿Cómo?

—Puedes hasta pelear en Río, y después quizás en Norteamérica… Bebió su cerveza:

—Yo fui entrenador, hace mucho tiempo… Hice boxeadores que hoy son campeones por todo el mundo… Pero ninguno hubiera aguantado aquel puñetazo. Bonito golpe.

Cuando salieron de la taberna, Antonio Balduino estaba contratado por Luigi, el entrenador, y el Gordo iría con ellos como ayudante. Salieron todos un poco borrachos. Al día siguiente Balduino dijo a María dos Reis:

—Se ha acabado el andar por ahí… Ahora soy boxeador. Seré un campeón… Después me iré a Río, hasta a Norteamérica…

—¿Pronto?

—Te llevaré, cariño.

Era mejor que Oxalá, el mayor de los santos.

Los diarios anunciaron el primer combate para unos meses después. Ahora, era «Baldo el negro». Luigi concedió entrevistas a los periódicos y hasta publicó una foto de Antonio Balduino con el brazo tendido como para dar un puñetazo, y la otra mano en guardia. María dos Reis pegó el retrato en su cuarto.

El adversario se llamaba Gentil, y decía ser campeón del peso pesado de la Armada. En realidad, era un estibador del puerto.

* * *

En el Largo da Sé estaban todos los aficionados al boxeo, y además los habituales de la «Linterna de los Ahogados», incluido Antonio, los moradores del Morro do Capa Negro, todos los amigos de Balduino. Primero entró en el ring el juez, un sargento del ejército vestido de paisano. Habló:

—Vamos a ver un feroz combate. Ruego al público que se muestre respetuoso. ¡Un aplauso para los boxeadores!

Llegó el Gordo con un cubo y una botella. Llegó también un amarillo con las mismas cosas y se colocó en el otro rincón. Apareció Antonio Balduino acompañado de Luigi. La gente del morro, los de la «Linterna de los Ahogados», de los veleros y de las lanchas, gritó:

—¡Antonio Balduino! ¡Amonio Balduino!

El juez hizo las presentaciones:

—Baldo el negro.

Entraba el otro boxeador, también aplaudido por la concurrencia.

—¡Gentil, campeón del peso pesado de la gloriosa Armada! —gritó el juez.

Palmas y gritos de la concurrencia. La gente del morro, de los veleros y de la taberna, miraba al mulato con ojos irónicos:

—¡Va a llevar una buena…!

Antonio Balduino miraba a su adversario y sonreía. Luigi le daba consejos:

—¡Dale fuerte! En la boca y en los ojos. Bien fuerte…

El Gordo estaba nervioso y rezaba para que ganara su amigo. Pero se acordó de que el boxeo es pecado y dejó de rezar, amedrentado.

Sonó una campana y los luchadores avanzaron uno hacia el otro. Atrás, la multitud gritaba.

* * *

El negro Balduino fue descalificado por dar un golpe de capoeira en medio del combate, que iba muy reñido, mostrando todas las grandes cualidades de Baldo el boxeador. La concurrencia no se conformó con el resultado y abucheó al juez, que tuvo que salir protegido por la policía.

Los periódicos publicaron otra vez el retrato de Antonio Balduino, y uno que llevaba su biografía vendió toda la tirada. Fue así como se descubrió que eran suyas las sambas del poeta Anisio Pereira, lo que provocó un escándalo en los medios sociales y literarios de la ciudad.

* * *

Le concedieron la revancha. Tuvo una enormidad de público y esta vez no le aplaudieron sólo los del morro, los de los veleros, los de la «Linterna de los Ahogados» (Antonio apostó veinte mil reis por la victoria de Balduino) cuando el juez dijo:

—Baldo el negro.

Todos los asistentes lo aclamaron largamente.

En el quinto asalto, el mulato Gentil dejó de ser campeón de la Armada. Quedó tendido, inmóvil. El Gordo secaba el sudor de Antonio Balduino. Después fueron a beber a la «Linterna de los Ahogados» a costa de los veinte mil reis que ganó Antonio.

* * *

María dos Reis tuvo que salir de viaje. Su madrina tuvo otro hijo, y el marido, que era funcionario público, fue trasladado a Maranhao. María dos Reis se fue con ellos. Antonio Balduino quedó añorante, porque María no le recordaba a Lindinalva, pálida y pecosa.

Aquella noche se emborrachó y pensó enrolarse de marinero, mirando el barco que se la llevaba. Ella se fue con su retrato con la mano extendida para dar un puñetazo, sonriendo con la boca y con los ojos.

* * *

Derribó a todos los adversarios que se interpusieron entre él y el campeón de Bahía, un boxeador llamado Vicente, que había dejado de pelear por falta de rivales. Sin embargo, desde la aparición de Antonio Balduino, con sus triunfos sucesivos, Vicente empezó a entrenarse vigorosamente viendo en el negro un peligro para su título.

Una semana antes la ciudad ya estaba llena de carteles con el dibujo de dos hombres liados a puñetazos:

VICENTE

Campeón bahiano de todos los pesos

CONTRA

BALDO EL NEGRO

En disputa el campeonato bahiano

En el Largo da Sé — Domingo

Vicente concedió una entrevista a los diarios declarando que vencería al negro en el sexto asalto. Antonio Balduino respondió al día siguiente diciendo que en el sexto asalto el campeón ya estaría durmiendo en el ring. Se intercambiaron insultos y bravatas, y el público se animó. Hubo muchas apuestas y Antonio Balduino era franco favorito.

Y realmente, antes del sexto asalto Vicente dormía sobre la lona y Baldo el negro era el campeón bahiano del peso pesado.

Le concedió no obstante la revancha. Y volvió a vencerle. Luigi andaba entusiasmado y sólo hablaba de ir a Río. Había entablado negociaciones con empresarios de la capital. Antonio Balduino amaba mulatas en el arenal, bebía en la «Linterna de los Ahogados», iba a las macumbas de Jubiabá, reía en las calles de la ciudad con su clara carcajada.

* * *

Apareció por allá un campeón carioca que desafió a todo el mundo con un barullo enorme. Concertaron un combate con Antonio Balduino. Hubo gran interés en la ciudad por el choque de los dos campeones.

En la víspera del combate Antonio Balduino charlaba en la «Linterna de los Ahogados» cuando se llegó a hablarle el representante del campeón carioca.

—Buenas noches…

—Buenas…

Antonio Balduino ofreció una cerveza.

—Quería hablar contigo en privado.

El Gordo y Joaquim se fueron a otra mesa.

—Se trata de lo siguiente. Tú ya sabes que Claudio no puede perder…

—¿Que no puede perder?

—Verás. Se trata de lo siguiente: me está costando mucho dinero. Si pierde contigo no volverá a luchar aquí… ¿Entiendes?

—Bueno…

—Pero si gana y lucha de nuevo, y lucha con otros, vamos a ganar cuartos largos…

—¿Y qué pinto yo?

—Te doy cien mil reis si te dejas ganar. Después tendrás el desquite.

Antonio Balduino alzó la mano, pero la dejó sobre la mesa:

—¿Ha hablado ya con Luigi?

—Luigi es un bobo… no tiene por qué enterarse…

Sonrió:

—Y después tú tendrás la revancha. ¿Está claro?

—¿Trae el dinero?

—Te lo daré después del combate.

—No. No me convence. Si quiere hoy, venga, sino…

—¿Y si luego no pierdes?

—¿Y si después de perder, usted no me paga?

Antonio Balduino se levantó. El Gordo y Joaquim miraban desde la otra mesa.

—No hay que ponerse así, hombre… siéntate…

Miró al negro, que bebía su aguardiente:

—Confío en tu palabra… Pon la mano; ahí, por debajo de la mesa…

Antonio Balduino agarró el dinero. Vio que eran cincuenta mil reis:

—Quedamos en cien…

—Los otros vendrán después…

—Ni hablar…

—No los tengo ahora… De verdad…

—Si quiere trato, ha de ser ahora…

Recibió los cincuenta que faltaban y se fue a la mesa del Gordo. Cuando el empresario salió, Antonio Balduino se rió hasta que le dolía la barriga.

Al día siguiente, después de la lucha y de la sensacional derrota del campeón carioca, el empresario fue a buscar a Amonio Balduino a la «Linterna de los Ahogados». Venía con una cara de diablos:

—Eres un sinvergüenza… un tramposo…

Antonio Balduino se echó a reír.

—¡Y quiero mi dinero!

—Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón…

—Iré a los diarios, a la policía…

—Pues vaya…

—Eres un ladrón… un ladrón…

Antonio Balduino le soltó un tortazo y tumbó también al empresario. La gente de la taberna, que no esperaba este nuevo combate, aplaudía.

—Me quiso comprar, este canijo… Cien mil reis para que me dejara caer ante aquel raquítico… ¡Hay que fastidiarse…! Yo le dije que sí al trato… Para que aprenda. Yo no me vendo… Sólo me vendo por amistad… Ya lo sabéis… Ahora vamos a beber todos a su cuenta…

La «Linterna de los Ahogados» estalló en carcajadas. Antonio Balduino salió y fue a llevar a Zefa, una muchacha que había llegado de Maranhao y traía un beso de María dos Reis para su enamorado (en vez de uno le dio muchos) un collar de cuentas rojas que compró con el dinero del empresario del campeón carioca.

Luigi hablaba en serio de ir a Río.

* * *

Su carrera de boxeador terminó el día en que Lindinalva anunció su boda. Los periódicos anunciaban su combate con el peruano Míguez. Antonio Balduino leyó la noticia de la petición de mano de «Lindinalva Pereira, hija del comendador Pereira, de esta plaza, con el joven abogado Gustavo Barreiros, vástago glorioso de una de las más ilustres familias bahianas, poeta de versos rutilantes, primoroso orador».

Se emborrachó. Fue derrotado en el tercer asalto, cuando ya no podía con su alma. Recibió una paliza del peruano Míguez. Se dijo que estaba comprado. Él no explicó a nadie la razón de su fracaso. Ni siquiera a Luigi, que aquella noche lloró, tirándose del pelo y soltando tacos, ni al Gordo, que lo miraba con aquellos ojos de quien espera siempre una desgracia. Nunca más volvió al ring.

* * *

Aquella fría noche de su derrota, como no tenía ganas de ir a beber a la «Linterna de los Ahogados», se fue al «Bar Bahía». Se sentó en una mesa del fondo, con el Gordo, y bebía silencioso cuando vino un hombre y les pidió que le pagaran un trago. Balduino le miró:

—Yo conozco a ese… No sé de dónde, pero lo conozco…

El hombre tenía la vista vidriada y se pasaba la lengua por los labios:

—Págame un vasito de matarratas, compadre… Anda, no seas tacaño…

Entonces vio Balduino el tajo que llevaba en la cara:

—Oye, ¿no es Osorio?

El Gordo asintió:

—Aquel soldado…

—Yo fui sargento…

Arribó una silla, y se sentó:

—Fui sargento… —se pasaba la lengua por los labios—, Págame el matarratas, anda… Después vino una mujer ¿oyes? Bonita, muy bonita… Sólo viéndola… Era mi novia ¿oyes? Yo estaba esperando que me hicieran cabo…

—¿Pero no dices que eras ya sargento?

—Eso es… ni me acuerdo ya… Me parece que me iban a hacer capitán. El capitán me lo había prometido ¿oyes? El capitán… ¿Me pagas la copa? Chico, trae otra copa, que paga aquí el amigo… Teníamos ya la fecha de la boda… Iba a ser una fiesta… ella, tan bonita… bonita… Pero se fue con otro…

—¿Y ese tajo?

—¡Ah! Fue el muy… Pero yo le dejé con las tripas fuera… Era tan bonita… bonita…

—Sí, lo era…

—¿La conociste?

—¿No te acuerdas?

Bebieron hasta el amanecer, y salieron abrazados, muy amigos, riendo a carcajadas, olvidados de María dos Reis y de que habían sido soldado y boxeador.

De repente, el hombre dijo:

—Tú eras aquel…

Y se apartó de Antonio Balduino.

—Pero lo he perdido todo también…

Se abrazaron de nuevo y siguieron vacilando calle abajo.

—Era una belleza…

Antonio Balduino confundía la negra María dos Reis con la blanca Lindinalva.

LOS MUELLES

Grandes barcos parados sobre el agua inmóvil.

Los veleros, con las velas arriadas, dormían en la oscuridad, pero incluso así daban idea de partidas, de viajes por pequeños puertos del Reconcavo, con sus grandes ferias. Pero ahora los pataches dormían, con sus nombres pintorescos grabados en la proa: «Paquebote volador», «Viajero sin Puerto», «Estrella de la Mañana», «El Solitario». De madrugada saldrían rápidos, empujados por el viento, las velas sueltas, cortando el agua de la bahía.

Irían abarrotados de verduras, de frutas, de ladrillos. Correrían las ferias todas. Volverían después, cargados de frutas olorosas. El «Viajero sin Puerto» está pintado de rojo y es el más veloz. Mestre Manuel duerme en la proa. Es un mulato viejo, que nació en los veleros y vivió siempre en los veleros.

Antonio Balduino sabe la historia de todos esos pataches y de todas las barcas y lanchones. Desde niño le gustaba echarse aquí en el arenal, con la cabeza en la arena y los pies en el agua. El agua tibia y gustosa, ya entrada la noche. Balduino a veces se queda pescando, silencioso, pero generalmente sólo mira el mar, los barcos, la ciudad muerta allá atrás.

Antonio Balduino quisiera salir, viajar, recorrer tierras desconocidas, amar en playas desconocidas a mujeres desconocidas. Míguez vino del Perú y le dio una paliza.

Suena la sirena de un navío junto al rompeolas. Va saliendo, iluminando la noche. Es un navío sueco. Aún hace poco andaban los marineros por las calles de la ciudad, bebiendo cerveza en los bares, amando en los brazos de las mulatas de la Barroquinha. Ahora están en el mar oscuro. Mañana estarán en algún puerto lejano con mujeres blancas o amarillas. Un día Antonio Balduino se enrolará y correrá mundo. Siempre soñó con hacerlo. Mientras duerme y mientras tumbado en la arena mira los veleros y las estrellas.

El navío se pierde ya a lo lejos.

* * *

La ciudad extendía los brazos de las iglesias hacia el cielo. Desde el muelle veía las laderas, las casas viejas y enormes. Las luces brillaban allá arriba, y nubes blancas corrían por el cielo como rebaños de carneros. También como los dientes de Joana. Antonio Balduino, siempre que convence a una muchacha, le dice:

—Tus dientes parecen nubes…

Pero ahora recibió, perdió el combate. ¿Qué muchacha va a mirarle la cara? Andan diciendo que se vendió.

Se perdía mirando el caserío negro de la ciudad. Había una estrella exactamente encima de su cabeza. No sabía cuál era, pero lucía hermosa, grande, con sus— guiños. Nunca había visto aquella estrella. La luna apareció muy grande y lanzó sobre las azoteas de las casas una luz tan rara que él ya no reconocía la ciudad. Se imaginó que era marinero y había llegado a un puerto lejano. Un puerto extranjero como los que ve en sueños todas las noches. Porque todas las noches Antonio Balduino sueña que desembarca en tierras de otros países. Las nubes corrían por el cielo. Eran carneros. Blancos, enormes carneros. En la ciudad baja no había nadie. También era la primera vez que soñaba así, despierto. Bahía ya no era Bahía, y él ya no era el negro Antonio Balduino, Baldo el negro, el boxeador, que iba a las macumbas de Jubiabá y que había recibido una paliza de Míguez, el peruano. ¿Qué ciudad era aquella? ¿Quién era él? ¿Para dónde habían ido todos sus amigos? Miró hacia el puerto y vio el barco. Naturalmente, era ya hora de zarpar, y le esperaban.

Miró la ropa de marinero, hizo un bamboleo con el cuerpo y dijo:

—Hay que ir a bordo.

—¿Qué? —les respondió una voz.

Pero no la oyó y siguió mirando la ciudad bañada por la blanca luz de la luna. Recordaba el combate con el peruano.

De repente, de allá arriba, del morro, llegaron unos redobles de batuque.

Una nube oscura cubrió la luna. Se palpó el cuerpo. Había desaparecido la ropa de marinero, y se encontró metido en unos calzones blancos y una camisa a rayas rojas.

En el morro aumentaba el tam-tam. Llegaba como una súplica, como un grito de angustia. Vio entonces que la ciudad era de nuevo Bahía, exactamente la Bahía que él conocía, con todas sus calles, laderas y callejones, y no era un puerto perdido en una isla perdida en la amplitud del mar. Era la Bahía donde Míguez el peruano le había pegado una paliza.

Ahora ya no miraba las estrellas ni las nubes. Ya no veía rebaños de carneros en el cielo. ¿Para dónde habrían ido los veleros que huyeron allá lejos de los ojos de Antonio Balduino?

Sólo escuchaba.

Eran los sones del batuque que bajaban de todos los morros, sones que al otro lado del mar habían sido redobles guerreros para anunciar combates y cacerías. Hoy eran sones de súplica, voces esclavas pidiendo socorro, legiones de negros con las manos extendidas hacia el cielo. Algunos de aquellos negros ya tenían el pelo blanco y llevaban en la espalda las marcas del látigo. Hoy las macumbas y los candombles enviaban aquellos sones perdidos.

Era como un mensaje a todos los negros, negros que en África aún combatían y cazaban, o negros que gemían bajo el látigo del blanco. Sones de batuque que llegaban del morro. Se dirigían también, angustiosos y confusos, —sones religiosos, sones guerreros, sones de esclavos—, a Antonio Balduino, que estaba tumbado en la arena de la playa. Los sones de batuque le entraban por los oídos y hervían con el odio sordo que vivía dentro de él.

Antonio Balduino se revolcaba en la arena, desesperado. Nunca había sentido una angustia semejante. Era el odio que se revolvía dentro de él. Veía filas de negros, veía a aquel, marcado en la espalda, que había conocido en casa de Jubiabá. Veía manos encallecidas golpeando el suelo, veía negras que tenían hijos mulatos de señores blancos. Veía a Zumbi dos Palmares transformando el batuque de esclavos en batuque de guerreros. Jubiabá, noble y sereno, hablando al pueblo esclavo. Se veía a sí mismo alzándose contra el hombre blanco. Pero él ya había perdido la lucha, había recibido una gran paliza de Míguez, como un vendido.

Pero no veía nada, porque volvió la claridad perturbadora de la luna y los sones morían en las Ladeiras, en los callejones sin luz, en las calles pavimentadas de piedra.

Con los últimos sones del batuque y el brillo enloquecedor del claro de luna, Antonio Balduino se encontró ante el rostro pecoso y blanco de Lindinalva.

Lindinalva estaba hermosa y le sonreía. Hacía desaparecer el batuque y el odio.

Antonio Balduino se pasó la mano por la cara para apartar la visión que lo despertaba y clavó los ojos en otro lado. Vio nuevamente las luces de los veleros y Mestre Manuel que andaba por el muelle. Pero en medio de las luces estaba Lindinalva bailando. Todo porque él había perdido aquel combate y estaba desesperado.

Cerró los ojos, y cuando los abrió sólo vio la luz de la triste, de la pequeña bombilla de la «Linterna de los Ahogados».

UNA CANCIÓN TRISTE VIENE DEL MAR

La luz de la «Linterna de los Ahogados» brilla como una invitación. Antonio Balduino se levanta de la arena, deja el muelle y se dirige a grandes pasos hacia la taberna. La luz de pocas bujías mal ilumina el cartel con el dibujo de una mujer bonita con cuerpo de pez y senos duros. Encima, una estrella pintada con tinta roja derrama sobre el cuerpo virgen de la sirena una luz clara que la vuelve misteriosa y difusa. La sirena retira del agua a un suicida. Y debajo está el nombre:

LANTERNA DOS AFOGADOS

De dentro llega un grito:

—¿Eres tú, Baldo?

—Soy yo, Joaquim.

Allá, en una de las mesas grasientas, están el Gordo y Joaquim. Joaquim grita desde la mesa, con las manos puestas en pantalla para ver mejor a la luz vacilante de la bombilla.

—Entra. Jubiabá está aquí…

En la sala pequeña, casi envuelta en tinieblas, cinco o seis mesas donde contramaestres de veleros, marineros y pescadores beben sus grandes vasos de aguardiente. Un ciego toca un violín, pero nadie le escucha. En una mesa, marineros blancos y rubios, alemanes de un mercante que carga en el puerto, beben cerveza y cantan borrachos. Dos o tres mujeres, que esta noche bajaron de la Ladeira do Taboao para la «Linterna de los Ahogados», están con ellos. Se ríen a carcajadas pero tienen un aire asustado, pues no entienden la canción. Los marineros están abrazados y besan a las mujeres. Bajo la mesa, un montón de botellas vacías. Antonio Balduino pasa junto a ellos y escupe. Un marinero levanta un vaso. Antonio Balduino se dispone a pelear. En un rincón, el ciego hace gemir el violín y nadie escucha. Antonio Balduino recuerda que Jubiabá está en la taberna, baja el brazo y va a sentarse junto al Gordo y a Joaquim.

—¿Dónde está Jubiabá?

—Allá dentro, con Antonio, rezándole a su mujer.

Antonio es un portugués viejo, amigado con una mulata de cara manchada de viruelas. Un muchacho pálido sirve las mesas, corriendo. Saluda a Antonio Balduino:

—Buenas noches, Baldo.

—Tráeme un vaso.

El Gordo está atento a la canción de los marineros.

—Es bonita…

—¿La entiendes?

—No, pero me da algo aquí dentro…

—¿Que te da algo? —Joaquim no entiende.

Pero Antonio Balduino entiende y pierde las ganas de pelearse con los alemanes. Ahora le gustaría cantar con los marineros y reír con las mujeres. Da con los dedos en la mesa, siguiendo el ritmo, y silba. Los marineros están cada vez más borrachos y uno de ellos ya no canta. Arrió la cabeza sobre el mostrador. El ciego toca el violín en un rincón oscuro. Nadie le escucha, excepto el chiquillo pálido que sirve en la taberna. Entre carrera y carrera con vasos de aguardiente, mira hacia el ciego con admiración. Y sonríe.

Pero de lejos, de la oscuridad del mar, llega una voz que canta. A pesar de las estrellas no se ve de quién es ni de dónde viene, si de las canoas, si de los pataches, o del Fuerte Viejo. Pero viene del mar esta tonada triste. Una voz fuerte, lejana.

Antonio Balduino mira. Todo es negro a su alrededor. Sólo hay luz en las estrellas y en la pipa de Mestre Manuel. Los marineros ya no cantan, las mujeres ya no ríen, el ciego cesó de llorar en el violín para la tristeza del muchacho pálido que sirve en la taberna.

Jubiabá volvió a su mesa y Antonio a su mostrador. El viento, que invade la taberna como una caricia, trae la tristeza de la voz. ¿De dónde vendrá? El mar es tan grande y tan misterioso que no se sabe de dónde viene este vals triste. Pero es un negro quien canta. Porque sólo los negros cantan así. Mestre Manuel está mudo. ¿Será que piensa en la carga de zapotillos que su velero tendrá que recibir en Itaparica? No. Oye la tonada del vals. Se vuelve hacia el lado de donde parece venir la voz que llena el misterio del mar. El Gordo está con los ojos perdidos. El vals se mueve con él. Y todos se vuelven hacia el mar: ¿de dónde vendrá la voz del negro?

—«Señor, da tregua a mis penas…»

¿Será un viejo soldado desde el Fuerte Viejo? ¿Será un campesino joven desde la lancha donde vende naranjas en la Feira de Auga dos Meninos? ¿Será un barquero en su lanchón en Porto da Lenha? ¿Vendrá de un rápido velero su voz, la voz de un marinero negro que dejó a su amada en un puerto distante?

»— Señor, da tregua a. mis penas…

Me mata este dolor

de no poder verla más…»

¿De dónde vendrá esta tonada triste que atraviesa los barcos del puerto, las lanchas, el rompeolas, los muelles, la «Linterna de los Ahogados», la bahía toda y va a perderse en las laderas de la ciudad?

El Gordo ve que Antonio Balduino escucha nervioso. Piensa en Lindinalva, y cree que el negro canta sólo para él, que está tan solo. Pero el negro canta para todo el mundo, no sólo para Antonio Balduino. Canta para el Gordo, para Mestre Manuel, para los marineros alemanes, para todos los negros de los veleros y de los lanchones, para todos los rubios marineros de los barcos suecos, para el mar también.

Las luces de la ciudad brillan en el morro. Aún hace poco llegaba del morro un son confuso de candombles y macumbas. Sin embargo, ahora la ciudad está lejos, y el brillo de las estrellas está mucho más cerca de ellos que el de las luces eléctricas. Antonio Balduino ve la brasa de la pipa de Mestre Manuel. La voz del negro viene de dentro, se aleja de repente, huye mar adentro. Pero vuelve y queda vibrando en la taberna. Una tristeza baja sobre todas las cosas:

—«¿Qué puedo hacer

sino gemir…

sino gemir…?»

No hablan. Los marineros alemanes escuchan. Jubiabá extiende sus manos en la mesa. El Gordo se estremece y Antonio Balduino ve a Lindinalva, blanca, pálida, pecosa, en las aguas, en el cielo, en las nubes, en el vaso de aguardiente, en los ojos del chiquillo tuberculoso que sirve en la taberna.

La luna amarilla resbaló de nuevo sobre la «Linterna de los Ahogados». La voz llega en sordina traída por el viento. El Gordo se estremece, Mestre Manuel fuma lentamente. La voz se detuvo en la taberna. Gira con la brisa:

—«Apiádate de mí.

Vuelve tu mirada,

tu amor,

hacia mí…»

El ciego sigue con sus ojos sin luz la triste canción. Jubiabá rezonga palabras que nadie oye. Joaquim pregunta:

—¿Tienes un pitillo, mulato?

Fuma a grandes chupadas. Los marineros beben cerveza. Las mujeres tienen los ojos clavados en el mar. Jubiabá estira las piernas flacas y mira a la noche fijamente. La luna lo baña todo de amarillo, platea el mar y el cielo. Pero llega de nuevo el viejo vals. La voz del negro está cerca, mucho más cerca:

—«Me mata este

dolor de no verla.»

La voz se aproxima cada vez más. Mestre Manuel vuelve a la pipa que brilla como una estrella. Un velero atravesó el mar, allá lejos. Va también silencioso, oyendo la tonada triste que viene con el viento.

Antonio Balduino tiene ganas de decir:

—Buen viaje, amigos…

Pero se queda callado, escuchando. La voz fue llevada por el viento. Volvió en sordina, muy baja:

—«De no verla…»

La luna entró por la taberna. Los marineros escuchan como si oyeran el vals del negro. Las mujeres que ahora oyen ya no ríen. Joaquim habla:

—¿De qué vale volver?

El Gordo se asustó:

—¿Qué has dicho?

Antonio Balduino le dijo a Jubiabá:

—Padre Jubiabá, hoy tuve un sueño raro, tumbado en el arenal…

—¿Qué fue lo que soñaste?

Jubiabá parecía marchito y pequeño en su silla. El Gordo se pregunta cuántos años tendrá Jubiabá. ¿Ciento y cuántos? Antonio Balduino es fuerte y enorme. No dice cuál fue su sueño, pero habla:

—Vi a aquel negro con las espaldas marcadas por el látigo, padre Jubiabá…

La voz canta en la taberna:

—«¿Qué he de hacer

sino gemir,

sino gemir…?»

Antonio Balduino habla:

—… gimiendo, padre, gimiendo… Aquel negro de las espaldas marcadas… Lo vi en sueños… Estaba horroroso. Me están entrando ganas de sacudirles a esos marineros…

El Gordo se asusta:

—¿Por qué?

—Aquel negro azotado… golpeado…

Jubiabá se levanta de la silla. Su rostro arrugado se abre en odio. Todos le oyen:

—Pasó hace mucho tiempo. Baldo…

—¿El qué?

—La historia que estoy contando… El padre de su padre, hijo.

»En un cafetal, un señor blanco, rico, allá en Corta Mao…

Una tonada triste, un viejo vals que un negro canta no se sabe dónde, lo domina todo:

—«Da tregua a mis penas…»

Jubiabá está contando:

—Había un montón de negros… La gente había desembarcado y no sabían el habla de los blancos… Fue hace mucho tiempo. Allá en Corta Mao…

—¿Y qué pasó?

—El señor Leal no tenía capataz, pero tenía una pareja de gorilas, unos macacos negros, amarrados a una correa enorme. El señor le puso al macho Catito y a la hembra Catita. El macho andaba con un látigo en la mano: era el capataz.

¿Qué se hizo del viejo vals que ya no llena el corazón de estos negros, que los deja solos con la historia de Jubiabá? ¿Dónde está la voz del negro que cantaba? Ahora sólo el ciego gime en el violín y todos le oyen. El chiquillo, pálido y tísico, recoge en un plato de loza monedas para el ciego, que es su padre. Un hombre dice:

—No doy nada. Ese viejo no sabe tocar…

Pero todos le miran con tales ojos, que al fin echa un níquel en el plato:

—Era una broma, hombre…

La voz de Jubiabá:

—La macaca Catita mataba gallinas, andaba por las casas. El macaco andaba por el cafetal con el látigo, y cuando un negro no trabajaba, le sacudía trallazos. A veces pegaba sin motivo. Una vez mató a un negro a latigazos…

Las luces tiemblan en la «Linterna de los Ahogados». El ciego toca el violín.

—Al señor Leal le gustaba soltar a Catito contra las negras… Catito las mataba para gozarlas… Un día el señor soltó al gorila sobre una negra joven, casada con un negro también mozo. El señor Leal tenía visitas aquel día…

El Gordo se estremece. Vuelve de lejos la tonada triste… El viejo deja de tocar el violín y cuenta las monedas que le han dado.

—Catito se tiró contra la negra y el negro contra Catito.

Jubiabá mira a lo lejos, en la noche. La luna está amarilla.

—El señor Leal apartó al negro, que ya había dado dos cuchilladas al macaco… La negra murió también. Quedó allá un charco de sangre. Las visitas se reían, muy alegres. Menos una chiquita blanca, que se volvió loca aquella noche viendo al gorila y al negro…

El vals triste suena de cerca.

—Pero de noche, un hermano del negro mató al señor Leal. Yo conocí al hermano del negro. Fue él quien me contó la historia…

El Gordo está junto a Jubiabá. La pipa de Mestre Manuel brilla como una estrella. En la oscuridad del mar una voz canta la tonada triste:

«Me mata este dolor

de no volver a, verte…»

La voz canta alto, sonora, melancólica. Jubiabá dice:

—Yo conocí al hermano…

Antonio Balduino coge el cuchillo a la altura del pecho.

OJÚ ÁNUN FÔ TI IKÁ, LI ÔKÚ

Jubiabá decía:

—Ojú ánun fô ti iká, li ôkú.

Sí, Antonio Balduino sabía que el ojo de la piedad ya se le había cerrado, y que quedaba sólo el ojo de la ruindad. En la noche misteriosa del muelle, llena de músicas diversas, quiso soltar su carcajada alta, su grito de libertad. Pero la había perdido. Estaba desmoralizado. Ya no era el emperador de la ciudad, ya no era Baldo el boxeador. Ahora la ciudad lo ceñía con la cuerda al cuello del suicida. Decían que se había vendido. Y el mar golpeando las rocas, los navíos que salían iluminados, los veleros que partían con una linterna y un violín, eran como llamea; irresistibles. Aquel era su camino. Viriato el Enano había entrado por él. Por él había entrado igualmente el viejo Salustiano. Otros habían entrado también. En el pecho de Antonio Balduino estaban tatuados un corazón, una L enorme, y un velero.

Llamó al Gordo y huyó por el mar en un lanchón. Iba a buscar en las ferias, en las ciudades pequeñas, en el campo, en el mar, su carcajada, su camino.