Con el diablo entre las sábanas Andrés Urrea / Duma

María, una chica de 15 años de una familia conservadora, era una de las chicas más apetecibles del barrio, por su hermoso rostro, sus ojos negros y grandes que más parecían los de una muñeca de anime, adornados por unas largas y encorvadas pestañas acompañadas por sus delgadas cejas, lo suficientemente delgadas para no desaparecer ni para dar rasgos masculinos, sino hechas a la perfección, sin necesidad de ser depiladas.

Su nariz era redonda como la de un bebé, con un arco de cupido prominente que resaltaba aún más sus bellos, delicados y provocativos labios, ni gruesos ni delgados, simplemente perfectos como su belleza. Así mismo sus orejas que poco se veían por la caía de su largo cabello negro y liso, eran de una forma nada extravagante.

Era una chica de piel trigueña, más tirando a blanca, de enormes senos y cadera para su edad, con unas gruesas piernas que sostenían su delicado y deseado cuerpo, y unas manos suaves al tacto.

Era una mujer en pocas palabras, exquisita. No necesitaba maquillaje ni ningún tipo de accesorio para lograr ser la más deseada del barrio, y aún así, no pretendía de ninguna manera ser el objeto sexual de aquellos que cada mañana al salir y llegar del colegio, le hacían piropos de todo tipo, procurando endulzarle el oído para obtener de ella lo más preciado que tenía, su virginidad.

Como era de una familia muy conservadora, más allá de una decisión voluntaria de no acceder a las insinuaciones de jóvenes o adultos para ella atractivos, existía un miedo al castigo o a la vergüenza pública.

Su hermano sin embargo, era un joven universitario que gustaba, amante del arte y un poco más liberal. Prefería la escultura a la pintura o dibujo. En su noveno semestre de artes plásticas, ya hacía grabados sensacionales, propios de un gran artista.

Su última obra fue el rostro de un demonio hecho en ceramicrón, de unos 30 centímetros. A su madre no le gustaba mucho porque expresaba toda la maldad imaginable, pero a María le fascinaba ver esa cara perversa con mirada perdida en el horizonte, nariz arrugada, orejas grandes y espigadas, dientes puntiagudos y una lengua dividida en dos, como si se tratara de la lengua de una serpiente.

A ella no le interesaba seguir la carrera de su hermano, pues prefería ser enfermera o azafata, admiraba mucho las obras que Gustavo, su hermano, realizaba, en especial esta última, tanto que se la pidió como regalo por su recién cumpleaños.

A pesar de las tentativas de su madre por deshacerse de aquel monumento diabólico, María lo dejó en su mesita de noche para contemplarlo antes de dormir y al despertar cada mañana. Algo le gustaba más de lo normal, algo le incitaba, quizá en su mirada, o tal vez en esa boca, y probablemente fue ese rostro el que agudizó sus pensamientos pecaminosos, pues contemplarlo, más que producirle miedo o aberración, e incluso más allá de la simple admiración de una obra de arte, le hacía sentir un deseo enorme de tocarse, de acariciar su cuerpo y sentirse observada por ese ser infernal que yacía en su cuarto.

Poco a poco María sintió más la necesidad de contemplar su cuerpo, visual y táctilmente. Una noche, se acostó de manera diagonal en su cama, permitiéndose estar frente a la cabeza del diablo. No paraba de mirarlo y mover sus caderas, esperado que éste hiciera algo, pero no lograba ningún efecto con ello.

Estaba en solo dos prendas, una blusa blanca con estampado negro, de una tela muy liviana que únicamente cubría sus senos y parte del abdomen, con un gran escote y casi sin mangas; no llevaba sostén. Y una tanga transparente, color negra y un pequeño moño rojo en medio. A través de ella, casi se veía por completo su vagina.

De pronto, mientras observaba con avidez el regalo que su hermano le había hecho, comenzó a tocar con su mano derecha su abdomen, haciendo círculos alrededor del ombligo con su dedo índice, lo cual le producía tanta excitación que mordía su labio inferior constantemente después de humedecerlo con su lengua.

Con la mano izquierda levantó levemente su camisa, dejando entrever sus senos sin que los pezones fueran aún tocados por la poca luz que había en la habitación. Poco a poco su mano derecha fue bajando en sincronía con la izquierda que se introducía entre el camisón para acariciar delicadamente sus enormes tetas y sacándolas por completo, mientras que más abajo, su dedo encontraba la ranura de aquella vagina rasurada que ardía en deseo.

Suavemente acariciaba su clítoris, produciendo una sensación de cosquilleo que recorría todo su bello y despampanante cuerpo. Sus pezones, del mismo color rosa de sus labios se ponían duros y su vagina segregaba un líquido que le permitía rozar con más rapidez el clítoris e introducir un dedo muy despacio hasta tenerlo completamente dentro de ella, sacándolo y entrándolo una y otra vez con más comodidad después de haber levantado sus piernas y habiendo apoyado la planta de sus pies sobre la cama, permitiendo así mayor abertura y comodidad.

Un espejo de un metro con sesenta centímetros la acompañaba a su derecha, dándole la posibilidad de contemplar lo que hacía con sus manos y excitarse aún más.

Continuó acariciándose la vagina mientras se apretaba las tetas, luego su mano izquierda subió hasta su dulce boca, chupó su dedo imaginando que así se sentiría ser penetrada por un hombre mientras otro ponía el pene en sus labios y ella lamía sin piedad. Fue tal el poder imaginativo, que terminó gimiendo de placer al ritmo del movimiento de sus caderas que iban de atrás a adelante con cada movimiento circular de su dedo entre su vagina.

Volvió a colocar su mano en el pecho, acarició sus senos, bajó al abdomen y finalmente, volvió a subir y clavó las uñas en sus tetas cuando sintió que su cuerpo se estremecía y descargaba toda su energía a través de su vagina.

Para María, esto no fue suficiente, y a pesar de que cada noche el acto se repetía, se volvía más y más insaciable. Consiguió primero un pepino con el que se masturbó y fingió estar chupando tal cual haría con el miembro de algún chico. Luego lo intentó con una botella, algo realmente peligroso, pero con buenos resultados para ella. Lo hizo con un consolador que compró por internet, probó usando diferentes vestuarios para mirarse frente a aquel espejo y desnudarse a medida que se calentaba, pero lo que más la excitaba era ese rostro demoníaco que conservaba en su mesita de noche.

Un día, María despertó alrededor de las 3:00 de la madrugada. Encendió su lámpara y observó aquel terrorífico monumento que parecía llamarla con sus ojos y la incitaba a ser una niña mala. Entonces acercó sus labios a él por primera vez y fingió besarlo. Tras un momento de deseo desbordado con el muñeco, pudo notar que aquella lengua de dos partes, se movía entre su boca, y los gruesos labios de la estatua, ahora eran suaves como los de Miguel, su primer y único novio hasta el momento.

Fue tan increíble esa sensación, que por un instante contempló la posibilidad de estar soñando y no querer despertar, pero con el pasar de los días, y tras repetidos encuentros con su estatua, supo que era real, y que allí tenía a un verdadero amante, uno que no podía desperdiciar.

Agarró esa cabeza que tan solo había logrado sorprenderla un par de veces, pero ya no cabía duda de que aquel fenómeno era real, la llevó a su cama y la puso entre sus piernas para que su lengua besara aquellos labios vaginales vírgenes aún de un contacto que no fuera ella misma.

Este demonio empezó a propinarle el mejor sexo oral que una mujer se pudiera imaginar, y sin haber probado nunca con alguna persona, en su interior sabía que nada podría comparársele.

Fue así como cada noche metió entre sus sábanas al diablo, para que éste le propinara sexo oral con su doble lengua, y pudo encontrar en él el placer que hasta el momento no saciaba en su onanismo.

Sin embargo, María quería sentir una verga dentro de su cuerpo, pero el diablo, celoso de no ser el único, le hizo prometer que no lo cambiaría por nadie, y ésta le juró que así sería, pero que tan solo se trataba de sexo, lo de ellos era algo más especial, y jamás lo cambiaría por ningún hombre.

No conforme con su respuesta, el diablo le propuso un trato, encontrar el pene que se ajustara a su insaciable deseo, y entonces, él se haría dueño de ese cuerpo para continuar dándole placer como ella se merecía, con un cuerpo entero. Pero la consigna no era solo ésta, sino que si el hombre con quien estuviera no llenara sus expectativas, debería matarlo y arrancarle la cabeza, al igual que haría con su familia, para estar solo ellos dos y garantizar que nadie se interpondría en su relación. Esto lo haría cada 3 meses, tiempo suficiente para escoger al hombre correcto según sus intereses y procurando que la elección fuera lo más pronto posible.

Ella estaba tan obsesionada con él, que aceptó sin reparo, matando así en primera instancia a su propia familia y enterrándolos en el sótano de la casa. Como no eran muy queridos por los vecinos, nadie preguntó nada, y si acaso alguien lo hacía, ella decía que se habían ido a vivir a otra ciudad dejándola a cargo del negocio familiar y de la casa, explicación que a las personas aceptaban con agrado.

Para iniciar su tarea, puso el ojo en su vecino Daniel, un joven delgado y alto que la pretendía desde hacía un par de años cuando ya empezaba a formarse como mujer y que incluso era su profesor de inglés.

Le pidió que la ayudara a levantar algunas herramientas en casa cuando lo vio solo paseando por su acera. Éste entró sin dudarlo, y sin ser visto por nadie.

Tras levantar unas cajas mostrándole entre su falda de colegiala su lindo trasero, y rozar con sus senos la cara del joven, le invitó a tomarse un café pidiéndole que no la dejara sola mientras se bañaba, pues quería mostrarle algo pero antes debía ducharse. El joven que estaba absorto con tanta belleza, aceptó gustoso y se quedó en su habitación esperando que María saliera del baño.

Cuando ella cruzó la puerta para entrar, venía envuelta en una toalla color ceniza, completamente desnuda tras ésta y con el uniforme en su mano dejándolo caer al piso mientras le pedía que si podía secarle la espalda.

Daniel sin decir una palabra, asintió y le regalo una sonrisa. Su pene, sin siquiera haberla tocado, ya se había despertado y empezaba a crecer entre su pantalón.

Ella se puso de espalda y se quitó la toalla, desplegándola suavemente por la derecha y luego por la izquierda hasta que la puso en sus manos. Por el espejo se podía ver a una mujer hermosa y un hombre atractivo que no paraba de mirarla y respirar fuertemente.

Se quedó completamente quieto con la toalla, así que María tomó la iniciativa y mandó hacia atrás su mano hasta encontrar el bulto que se hacía en el pantalón de Daniel. Este la abrazó llevándola hacia sí, cruzando sus brazos entre los suyos y acariciando esas tetas blancas que se encontraban a la intemperie, cubriéndolas con sus palmas y excitándose más de lo que ya estaba.

Ella solo sonreía y acariciaba su miembro aún oculto. Bajó su cierre, desabrochó el pantalón, y lentamente metió su mano para sentir por primera vez una verga erecta y deseosa.

El pene de Daniel rozaba sus glúteos; se sentía duro y enorme, tal vez era el que estaba buscando. Él la hizo dar media vuelta de un jalón y la besó

apasionadamente mientras seguía tocando sus senos; luego la masturbó un poco con la punta de su miembro, algo que le produjo tanta excitación a ella que inmediatamente comenzó a mojar.

Por encima de los hombros de su amante, podía ver al diablo que sonreía con malicia.

Ella se puso de rodillas, beso con cuidado la punta del pene de su vecino, lamió sus bolas y el cuerpo del miembro hasta que lo introdujo en su boca.

Aunque era su primera vez, chupaba como toda una experta, a la vez que lo masturbaba y volvía a mamar. Tan solo le entraba hasta la mitad, y ella miraba a su víctima en busca de algún indicio de placer que le aumentara las ganas de seguir adelante.

Mientras chupaba, acariciaba las bolas con una mano y con la otra tocaba su vagina. Sacó su lengua y lamió la cabeza una y otra vez hasta que decidió poner aquel pene entre sus tetas y masturbarlo tal como había visto en una película.

Le gustaba mucho acariciar sus pezones con la punta del pene de su profesor de inglés. Éste, que se encontraba muy excitado, la obligó a pararse y ponerse nuevamente de espalda, inclinándola un poco hacia adelante e introduciendo su verga en esa hermosa y cerrada vagina. Tal cosa le produjo mucho dolor a María, pero pronto ese dolor se transformó en más deseo.

Cuando sintió que se venía, decidió sacarlo para aguantar un poco más, se inclinó y besó sus labios vaginales como si se tratara de un caramelo. Se encontró con su suave clítoris y lo chupó a la vez que acariciaba los glúteos de la jovencita.

Ambos ardían en deseo, ella sudaba como nunca y él la tenía tan dura que casi reventaba.

Daniel se acostó en el piso, y ella se puso frente a él inclinándose hasta meter aquella verga en su vagina nuevamente. Se movía mejor que una puta, de atrás a adelante, de un lado a otro, haciendo círculos a gran velocidad y masturbándose al mismo tiempo.

Él acariciaba sus senos y la tomaba de la otra mano entrecruzando los dedos.

Llegaron al mismo tiempo, pero la insaciable María no quería parar. Se la volvió a mamar para que no perdiera su rigidez. En cuanto logró su cometido, se abalanzó sobre la mesita de noche, miró a su verdadero amante, el demonio, quien no paraba de observarla y sonreír mientras movía su doble lengua, tomó una venda que tenía preparada y tocó la cabeza del demonio para que le diera suficiente fuerza.

Entonces volvió sobre Daniel que se hallaba masturbándose sin parar de deleitarse con sus caderas. Intentó ponerle la venda, pero éste no lo permitió, sugiriendo que lo dejaran para el final. Se levantó, la llevó hacia la silla grande del computador, la sentó allí, y llevando sus piernas por encima de sus hombros, volvió a lamerle la vagina en una posición que ella empezaba a disfrutar mucho más.

Luego se puso de pie, y colocando sus manos sobre los brazos de la silla, pasando los suyos entre las piernas de ella para mantenerlas levantadas, clavó una vez más su enorme verga en esa dulce vagina que se lo comía y tragaba entero.

Sentía cómo aquella vagina le chupaba su miembro, y ella sentía el grosor de aquel pene rozando sus labios y el interior de su cuerpo que estaba muy apretado.

Quería compenetrarse a él, se sentía enloquecer de placer.

Cuando hubo una segunda eyaculación por parte de Daniel, esta vez sobre los senos de María, ella se levantó, lo besó y lo estrujó sobre esa misma silla. Le dijo que le daría una sorpresa, pero que debía ponerle la venda, y así lo hizo.

Él, inocente de lo que pasaba, sonreía y soñaba despierto. Ella por su parte, volvió a tomar fuerza de su demonio, agarró un machete que tenía bajo su cama, y de un solo golpe le desprendió la cabeza del cuerpo a su vecino.

A pesar de ello, le dijo al diablo que ese no era el pene que quería, y de esa forma, su búsqueda continuó por cuatro años más, matando en ese tiempo alrededor de 16 hombres, algunos conocidos, otros unos completos extraños. Enterrando sus cuerpos en el sótano donde se hallaba también su familia, y dejando las cabezas descomponiéndose sobre una repisa que se encontraba en el mismo lugar, como trofeo de sus días y noches de placer, de insaciable deseo sexual.

Las veces que se satisfizo con la cabeza del diablo, lo hizo en su mayoría en el sótano, pues ahora le excitaba mucho más sentir la presencia de los muertos y el olor nauseabundo que allí se concentraba.

Por fin, a sus 19 años, encontró el cuerpo perfecto, aquel al que quería proporcionar placer y del que quería lo mismo a cambio. No era solo un pene, ni siquiera tenía uno; era una chica que conoció por esas cosas del destino, la cual compartía sus mismos gustos. El demonio se sintió un poco confundido, y no le gustaba mucho la idea de que su cabeza estuviera en el cuerpo de una mujer, pero tal vez pasaría igual que con los hombres que hasta ahora había tenido y dejado olvidados en lo más recóndito de la casa.

Esta mujer era un poco más trigueña que ella, hermosa, vestida de negro. Su vestido era muy ajustado, así que a medida que se lo fue quitando, se dejaba ver un cuerpo más grande y hermoso que aquel que estaba escondido detrás de ese jersey negro de cuero.

Completamente desnudas, ambas se acariciaron mutuamente. Se besaban cada centímetro de sus cuerpos, se tocaban con delicadeza. María besó sus labios, sintiendo que se desvanecía entre ellos. Su amiga le acariciaba los pezones halando de ellos con suavidad.

Sus lenguas se movían febrilmente una sobre la otra; María le agarró las nalgas y la atrajo haciendo que sus vientres chocaran uno contra el otro. Se sentía delicioso rozar aquella piel.

Sin pensarlo mucho, cruzaron sus piernas y juntaron sus clítoris moviéndose con fervor. Luego, María bajó muy despacio, besando cada parte de su cuerpo, chupando sus pezones, su vientre, su entrepierna y fmálmente su vagina, deleitándose de tener aquel rico clítoris entre su boca.

Su amiga se retorcía de placer y suspiraba fuertemente. Ella entonces, metió un par de dedos en aquella vagina y volvió a besarla en los labios jugueteando con su lengua.

Tuvieron sexo toda la noche sin parar, probando todo lo que se les ocurría, lamiéndose hasta el culito la una a la otra, corriéndose una y otra vez, incluso dentro de sus bocas para sentir el sabor del placer, del gozo.

Jugaron con el consolador de María, metiéndolo en cada vagina con la ayuda de la otra, fue un juego mutuo y delicioso que culminó la mañana siguiente con una cabeza en la repisa del sótano; la del diablo.

María rompió su promesa, pero su trato había sido encontrar un pene que la satisficiera tanto que el diablo se haría con el cuerpo y pasarían juntos. Pero no lo encontró, en cambio, si halló una linda vagina que deseaba seguir lamiendo por mucho tiempo, y del cuerpo de una mujer nunca hablaron, así que lo dejó en el sótano y le prendió fuego a toda la casa antes de irse con su amada.

Un par de meses más tarde, el cuerpo de María se hallaba por partes adherido a un maniquí en el cuarto de baño de Abril, la chica con la que se escapó, y en la cabecera, rescatado de las cenizas estaba el demonio deleitándose con aquella trigueña que se masturbaba frente a él en una bañera rociándose la sangre de su amante y acariciando su cuerpo con uno de los senos de María.