«Así que mexicana», preguntó un chico bajito, de cara ratonil, que se mostraba especialmente ruidoso.
«Mexicana no, española», aclaró Luis. «Española trasplantada accidentalmente a México, pero española.»
«Ya… Oye, ¿y allí todo es como en las películas del Indio Fernández?»
Sonreí y le contesté: «Más o menos.»
Por la calle Mayor, a la izquierda bajando hacia Arenal, estaba nuestra taberna. La llamé «nuestra» desde ese primer día en que Luis me llevó a ella y me presentó a sus amigos, que me hicieron un sitio en el banco de madera pegado a la pared. Todos eran estudiantes, la mayoría de Derecho. Hablaban mucho. Se quitaban unos a otros la palabra y, mientras, me miraban con curiosidad. Luis se había sentado frente a mí y me sonreía como diciendo: «No te asustes que son inofensivos.» Me asombraba la energía de sus discusiones, su capacidad para elevar el tono de voz y agitar al mismo tiempo los brazos y dar en la mesa golpes que desencadenaban breves olas en el vino de los vasos.
Enseguida continuaron debatiendo la cuestión que les ocupaba a nuestra llegada: Qué periódico de la mañana era el mejor o el menos malo: ABC, Ya o Arriba.
«Depende», dijo uno. «Depende de lo que busques en él…»
«Buscar… Te puedes imaginar. Sólo busco lo que hay, porque lo que no hay me lo evito…», contestó misterioso el otro.
Sólo había una chica, Teresa, que estudiaba Arte Dramático. Intervenía en la discusión, que me pareció agotadora, pero nadie le hacía mucho caso.
Cuando salimos a la calle, Luis trató de darme explicaciones.
«Nos hemos acostumbrado a hablar de cosas aparentemente sin importancia, en público quiero decir, y les damos mil vueltas, pero debajo late la preocupación por una situación asfixiante… La charla se convierte en un arte de disimulo y en un análisis barroco de cualquier tema. En la discusión de hoy, por ejemplo, te asombrarías las deducciones que podemos sacar sobre lo que cada periódico dice u oculta entre líneas. Un filón de matices…»
Cuando llegué a Madrid me instalé en la pensión de la plaza de las Cortes que un amigo de Octavio había encontrado para mí. —«Es una pensión estupenda, no de estudiantes sino de gente seria»—. Cuando él mismo arregló mis papeles académicos con una facilidad asombrosa que ya me había anunciado Octavio, empecé a pensar en la carta de Amelia. La había llevado conmigo en la cartera desde que la recibí unas semanas antes de abandonar la hacienda. Antes de despedirme de mi madre, silenciosa y seria, de llorar con Merceditas y Remedios abrazadas a mí, de seguir a Octavio al coche y emprender, los dos solos, el viaje a Veracruz. La carta había sido mi talismán, la garantía de que en Madrid habría alguien, un eslabón, un vínculo que me uniría a mi pasado. «Se llama Luis, es amigo de mi hermano. Se conocieron en Oviedo, pero luego él se fue a vivir con su familia a Madrid. Estudia, como Sebastián, tercero de Derecho. Es un chico estupendo. Ya lo verás….»
Me enviaba la dirección y el teléfono, y cuando me decidí a llamarle desde la escasa privacidad del pasillo de la pensión, se puso él, qué casualidad, pensé. Pero no, no era casualidad. «Es que», me explicó, «estoy solo en casa, todos han salido por ahí (era domingo) pero yo me quedo en casa para poner al día el trabajo que tengo que entregar…»
Habían transcurrido dos meses desde aquel primer día. Ahora Luis iba a mi lado y caminábamos los dos hacia nuestra taberna. Allí estaría ya algún amigo y si no pronto irían llegando todos, de uno en uno. Se sentarían y pedirían un vaso de vino a Pedro, el tabernero, que era de Valdepeñas y se mostraba paternal con ellos.
«Me debéis entre todos cien pesetas y no estoy yo dispuesto a fiaros más, ¿os enteráis?» Pero no se enteraban y él tampoco insistía y sólo se irritaba cuando alguno, excediéndose, le pedía prestado un duro, «que te lo voy a devolver, que ya sabes que te lo devuelvo». «Abusones, descarados», gritaba él, pero ya tenía en la mano el billete arrugado que deslizaba entre los dedos del pedigüeño. «Para que, encima, vayáis a gastarlo a la competencia», bramaba. Que no era del todo cierto, porque no se gastaba en otra taberna sino en un café, cerca de la plaza de Oriente, donde todos pedíamos un cortado y, con lo que sobraba, una o dos o tres copas de anís. Compartíamos las copas y con ellas el fuego de la conversación se avivaba. Aquéllos eran nuestros ateneos clandestinos, nuestras aulas libres…
«De modo que dos meses ya», iba diciendo Luis. «Qué raro, Juana. Hace dos meses eras sólo un fantasma.»
Entramos y antes de cerrar la puerta ya nos envolvió el alboroto de la conversación. Estaban todos y el tema que les ocupaba era si alguna vez España dejaría de ser conocida en el mundo por los toros y la pandereta, si alguna vez…
La puerta se volvió a abrir y entró un hombre mayor, con gabardina y frío, frotándose las manos. Pidió una cerveza, se apoyó en el mostrador y se volvió a mirar al grupo que había dejado de hablar como si todos se hubiesen puesto de acuerdo. Sin perder de vista al hombre, Emilio Cara de Ratón tomó la palabra y casi desafiante dijo: «Vamos a ver, siguiendo nuestra discusión: ¿Luis Miguel o Antonio Ordóñez?»
El hombre de la gabardina se bebió su cerveza y dirigiéndose al tabernero le dijo confidencialmente: «Ésta es la juventud, ¿qué le parece? No tendrán nada más en que pensar…»
Pagó y se marchó y todos rieron.
Inesperadamente la voz grave y redonda de Teresa se elevó sobre las discusiones recitando a Machado. Todos guardaban silencio y ella se creció. Graduaba la reacción de los espectadores manejando unos hilos ocultos que garantizaban su protagonismo. «Demasiado egocéntrica, Teresa», había comentado alguna vez Luis. «Hace de todo una ocasión para el propio lucimiento.» Yo opinaba lo mismo, pero en aquel momento me dejé arrastrar por el valor de las palabras.
Una nueva emoción sustituyó la oleada de nostalgia que un rato antes me había provocado el tabú de la fecha: «Precisamente hoy hace dos meses que llegué…» O quizá la emoción anterior derivó hacia otros cauces y se incorporó a la corriente de las emociones compartidas. Cuando Teresa dijo:
Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
la malherida España, de Carnaval vestida
nos la pusieron pobre, escuálida y beoda,
para que no acertara la mano con la herida…
Me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Cuando decidí regresar a España, mi madre se vio asaltada por dos temores contradictorios. Por una parte temía la influencia de los amigos de Octavio que habían resuelto los aspectos burocráticos de mi regreso. Eran gente de negocios que mantenía contactos más o menos extraoficiales con México y pertenecían a un mundo frívolo de fiestas y cacerías. El otro peligro que mi madre adelantaba tenía que ver con la universidad. Allí iba a encontrar personas comprometidas con los problemas políticos y sociales del país. Cualquier intervención mía en actividades prohibidas, perseguidas o simplemente mal vistas en los ambientes oficiales podía tener consecuencias negativas para mí. Quizá por eso prefirió instalarme en un lugar tranquilo mejor que en una residencia de estudiantes y aceptó con alivio la sugerencia acerca de la pensión de doña Lola. Doña Lola era muy conservadora. En su afán de aleccionarme y protegerme me abrumaba con argumentos consabidos: «¿Se mete contigo la policía? No, ¿verdad? Sólo se mete con los que son unos revoltosos.» Luego se ponía a hablar de un hermano republicano que había muerto en el exilio. «Mira mi hermano. Qué necesidad tendría él de haberse metido a arreglar el mundo… Y qué bien le arregló el mundo a él… Salió con lo puesto, pasó en esas Francias lo que nadie sabe, para acabar enfermo y sin fortuna en América. ¿Quién le mandó, Juana? Perdona, hija, que hable así. Ya sé que tu padre también fue un loco idealista. Pero es que me sublevo, no lo puedo resistir. Cuando pienso que él, si sigue con el negocio que nos dejó nuestro padre, se hubiera hecho, mejor dicho, nos hubiéramos hecho millonarios… Porque hay otros que yo conozco que empezaron con menos y ahí los tienes nadando en la abundancia. Y para qué hablar de los que se han metido al estraperlo…»
Yo escuchaba en silencio y hacía un vago gesto de asentimiento. Más que asentimiento era un intento de comprensión de los deseos y las frustraciones de la mujer, pero no de sus ideas. Las mías discurrían en otras direcciones. Con paso seguro, me acercaba a los mitos que había alimentado desde mi nacimiento: la lucha por la libertad, la oportunidad perdida, la esperanza siempre mantenida de que un día empezáramos de nuevo.
De modo que de los dos peligros que mi madre intuía, el primero podía darlo por inexistente. No me interesaron las invitaciones de los amigos ricos de Octavio. Recorrí con cierta indiferencia los lugares lujosos a los que pretendían llevarme. Las tiendas y las calles no eran sorprendentes para mí, después de vivir los últimos años en Ciudad de México. Las conversaciones, los comentarios, los juicios de mis anfitriones me aburrían. Fui espaciando mis visitas y las llamadas para invitarme a sitios nuevos fueron también languideciendo hasta desaparecer. No obstante, en las cartas de mi madre siempre había incluido un mensaje de Octavio: «Si necesitas algo ya sabes a quién tienes que acudir… No dudes en llamar, no dudes en pedir ayuda.»
Más justificada estaba la preocupación de mi madre por el segundo peligro, sobre el que intentó alertarme en los últimos días de mi estancia en la hacienda.
Generalmente no hablábamos del viaje. Todo lo más, ella me hacía observaciones de tipo práctico mientras elaboraba interminables listas de cosas que no debía olvidar. A veces se quedaba mirándome y no podía evitar comunicarme sus preocupaciones: «Cuidado con la gente que se acerque a ti. Desconfía. Tú estás marcada por tu situación. Exiliada voluntaria, hija de tus padres, ten cuidado. El hecho de que vayas de México no es una recomendación. No olvides que México es un país enemigo para el gobierno… Cuidado con la universidad…»
Recibí una carta de Merceditas. «Tu madre está triste. Te echa de menos. Me preguntas qué tal andan ellos. Pues la verdad, Juana, yo los veo como antes, poco más o menos. No sé lo que ellos dirán o cómo estarán cuando no les vemos. Pero aquí en la hacienda, a la vista de todos, están como siempre. ¿Sabes que Gabriela me ha pedido que la ayude en la escuela? Ya tengo dieciséis años pero yo no soy como tú. Yo no quiero irme a estudiar lejos, no quiero vivir sola. Voy y vengo a Puebla, continúo con las clases, pero sólo voy por la tarde tres días a la semana. Salgo prontito, a la una, y estoy de regreso a las seis. Así que por la mañana temprano empiezo a trabajar con los inditos y a las doce almorzamos y… lo de siempre… La prima Rosalía va a tener otro bebé. El mayor está precioso… La tía Adela y el tío Ramón cada día un poco más viejos. Remedios un poco más gruñona. En cuanto a mi padre, no sé si algún día podré dejarle, no sé si podré vivir sin él…»
Las cartas de allá me perturbaban. Me conducían por una especie de pasadizo brumoso a mi vida anterior. El túnel terminaba en un paisaje abierto y luminoso: México y la hacienda. Allí estaban todos, ordenados como actores en medio de una representación. Reproducía días completos, escenas concretas. Mi madre brillaba con luz propia como si un foco se detuviera en sus gestos de protagonista. Me trastornaba la contemplación de los recuerdos. Pero reaccionaba enseguida. Una fuerza poderosa me arrastraba al presente. En España estaba ahora mi verdadera vida. La carta de Merceditas no añadió nada nuevo a todo lo que ya sabía o imaginaba.
Levanté el visillo y miré hacia fuera. El atardecer se deshacía en sombras. Las luces empezaban a encenderse y la plaza cambió de aspecto. La gente que pasaba era distinta de la que circulaba por la mañana camino de sus compras, negocios, oficinas. Las luces del Palace estaban encendidas. En la entrada principal, ante las escaleras del gran vestíbulo, un portero uniformado abría la puerta a un coche grande del que salieron dos personas, un hombre y una mujer, muy ataviados. Una fiesta o una recepción. Imaginé el salón, las arañas centelleantes, la orquesta dispuesta. ¿Qué celebrarían?
Una chispa de curiosidad retuvo un instante mi atención. Ella parecía guapa, no muy joven. ¿Como mi madre? Dejé caer el visillo y cogí el abrigo para salir a la calle. En el colegio mayor donde vivía Emilio Cara de Ratón iba a celebrarse la lectura de un libro de poemas «que nunca, nunca pasará la censura. Ya veréis lo que se puede decir en verso…».
Margarita se convirtió en mi amiga desde un día que coincidimos en la cola del tranvía. «¿Vives en Argüelles?», me preguntó en el aburrimiento de la espera en la Moncloa. «No, en la plaza de las Cortes.» «¿Y cómo vienes?» «En metro. Transbordo en San Bernardo.» Seguimos hablando de qué facultad, qué curso y resultó que ella también estudiaba Letras pero estaba en segundo. «¿Nos vemos en el bar?» Y allí quedamos a las doce. Charlamos, nos hicimos confidencias y luego aquello terminó en costumbre. Margarita era inteligente, se lo tomaba todo muy en serio y ponía mucho entusiasmo en lo que hacía. «Mi padre es un médico conocido», me dijo. «Mis hermanas se han casado muy bien. Yo soy la pequeña y una especie de oveja negra. Nadie en casa quería que estudiara. Mi madre dice que las chicas que estudian no encuentran luego novio formal…» Me habló de sus inquietudes humanitarias que encontraban su cauce en actividades dependientes de la Iglesia. «Tienes que venir conmigo un domingo por la tarde. Llevamos ropa y comida y lo que podemos a una gente que vive en las chabolas al otro lado del río… Ven un día y verás la otra cara de la moneda… En Madrid hay gente que vive en condiciones infrahumanas…, gente que ha dejado sus pueblos en busca de trabajo.»
Yo le hablé de México y del cinturón de miseria que rodeaba la ciudad. Aquello fue un nuevo vínculo entre las dos, pero cuando le conté a Luis que había prometido acompañarla a visitar a sus protegidos tuvo una reacción despectiva y casi violenta: «Eso es caridad. Yo lucharé por la justicia, no por la caridad.» Discutimos y yo traté de explicarle que mi amiga accedía a esas actividades a través del único medio que conocía: las asociaciones religiosas. Y que todo, todo era poco cuando se trataba de ayudar a los necesitados. «Vamos, Juana. No me vengas ahora con esas estupideces. Hay gente que quiere que todo siga igual y, tranquiliza su conciencia con limosnas…»
No obstante yo seguí decidida a cumplir mi compromiso y acudí a mi cita con Margarita al siguiente domingo.
Cruzamos andando el puente de Segovia. Al otro lado del río, Madrid depositaba los desechos de su dudoso esplendor. En forma de materiales usados, uralitas, tablas, catres, palanganas, se almacenaba la resaca de una ciudad que vivía entre la miseria de muchos y el lujo de unos pocos. Racimos de chamizos, algunos con diminutos huertos, se apiñaban a las orillas de un río también escaso, también menesteroso.
Bajamos por un desnivel hasta alcanzar la orilla del agua.
Ya desde lejos corrían los niños harapientos al grito de «Vienen las señoritas». Margarita los besó y los cogía en brazos sin miedo a que estropearan la impecable lazada de su blusa de seda. Le tocaban el pelo y ella sonreía, y yo pensé: «Así deben de imaginarse a la Virgen. La Virgen descendiendo a los infiernos para darles alivio. O una princesa reinante cumpliendo sus funciones caritativas, guapa, limpia, bien vestida.» Las mujeres también se acercaron. Eran delgadas y su juventud parecía haberse esfumado tiempo atrás, entre las arrugas de la piel y los huecos de los dientes perdidos.
Parecían ancianas, aunque el vientre de algunas proclamaba su aptitud para la maternidad. Margarita se dirigió a una de ellas y le dijo: «¿Para cuándo, Avelina?» Y ella bajando los ojos murmuró: «Para Navidad.» Las otras rieron y una, la más descarada, comentó: «Dile a tu hombre que te haga otros regalos más lujosos…» Margarita se puso seria y replicó a la que hablaba: «Un hijo es el mejor lujo, María…»
Luego sacó los objetos que habíamos acarreado en dos bolsos de viaje. De uno salieron jerséis, calcetines de lana, pantalones y botas a medio usar. Del otro, paquetes de garbanzos, azúcar, embutidos, tabletas de chocolate para los niños…
Con calma y habilidad Margarita fue haciendo el reparto. Desapareció todo en poco tiempo y tuve la sensación de que sólo unos pocos habían conseguido su diminuta parte de auxilio.
También pude observar que había mujeres que no se acercaban y se quedaban a las puertas de sus chozas, con una mano apoyada en la mejilla mientras con la otra se sujetaban el codo del brazo doblado. No decían nada, no hacían nada, pero sentí en el aire la hostilidad de aquellos rostros demacrados, el rechazo de una limosna que otras, más agotadas o más cínicas, aceptaban.
«Fusiles y ametralladoras era lo que había que llevar a esos hambrientos…» Emilio se puso furioso cuando les conté mi experiencia de suburbio. «… Y dile a esa amiga tuya que se venga por aquí a oír algo más revolucionario. Que abandone a sus curas y a sus hermanitas de la caridad…»
Así lo hice. Invité a Margarita a unirse a nuestras tertulias y no había pasado mucho tiempo cuando comprendí que la sensibilidad social de mi amiga estaba necesitada de una vía de escape más rotunda. Pronto Teresa se oscureció y sus recitados pasaron a un segundo plano. Margarita era ahora la estrella. Poco a poco se convirtió en el centro del grupo. Leía lo que le aconsejaban, discutía, programaba. Tenía una lucidez increíble para analizar las situaciones. Era valiente y arrojada. Yo les oía hablar, compartía sus opiniones y estaba dispuesta a pasar a la acción cuando fuera necesario. Pero notaba a veces, dentro de mí, una cierta frialdad en contraste con el apasionamiento de mis amigos. ¿Será que no me siento totalmente española?, pensaba. ¿Seguiré aún encerrada, me preguntaba, en aquellos años de crisálida en México, sofocada por los hilos de seda que me abrazan y me paralizan?
Mis reflexiones terminaban con un suave deshielo. Mi indiferencia se derretía y me invadía una vehemencia nueva y cálida. No hablaba con nadie de estas sensaciones, no pedía comprensión ni ayuda a mis amigos. Menos que a nadie a Margarita que, como buena conversa, avanzaba a grandes pasos en la nueva fe. Por otra parte su incorporación al grupo había estimulado a sus componentes, que cada día estaban un poco más exaltados.
Hubo por entonces un amago de revuelta en la Facultad de Derecho.
«Comunistas, hija mía, ésos son comunistas», decía doña Lola absolutamente indignada. «A quién se le va a ocurrir si no es a los comunistas armar esa protesta por nada, porque han cogido a un chico y le han dado cuatro palos…»
Yo conocía al chico. Le habían cogido en la casa en que se reunían y organizaban sus actividades: las octavillas hechas con imprenta rudimentaria, las citas, los contactos, los mensajes del exterior, las noticias de lo que estaba pasando en una fábrica o en una cárcel. Emilio, el amigo de Luis, estaba allí y había escapado por pies. «Comunistas, sí. Los únicos que hacen algo serio», reconocíamos en nuestras reuniones.
Habíamos cambiado de taberna. Ahora frecuentábamos una por la Cava Baja, más grande, más desahogada, que permitía hablar sin tener encima a los que ocuparan la mesa de al lado. Emilio tardó en aparecer. Nadie se atrevía a llamarle aunque sabíamos que estaba muy bien y que, aparentemente, pasaba unos días en El Escorial.
Por aquellas fechas recibí la autorización para formalizar la matrícula oficial en el primer curso de la facultad. Llamé al amigo de Octavio que se había encargado de esta gestión y le di las gracias. «¿Qué tal la facultad?», me dijo, «no sabemos nada de ti. Estudia, estudia y diviértete, que es lo propio de tu edad…»
También por entonces me preguntó Margarita: «¿Te gusta Luis?» Yo titubeé un segundo antes de decir: «Me gusta, sí. Pero yo no le gusto a él, si es eso lo que quieres decir. Sólo somos buenos amigos.»
La pregunta me había sorprendido a medias, porque era fácil advertir que entre Luis y Margarita había surgido una atracción especial, nada concreto todavía pero evidente cuando estaban juntos.
Mientras tanto me iba alejando de mi madre. Aunque nos escribíamos todas las semanas, eran cartas que rara vez esperaban respuesta. Por lo general se trataba de un monólogo en voz alta en presencia de un interlocutor silencioso. Como no se contestaban, no importaba el orden en que se recibían. Simplemente se mantenía el compromiso que nosotras mismas establecimos al despedirnos. «Te escribiré todos los domingos», le dije. Y ella: «Yo no sé qué día de la semana, pero te escribiré todas las semanas.» Las cartas eran un puente nebuloso en el aire, un cordón delicado uno de cuyos extremos se enroscaba con suavidad en los dedos de mi madre y el otro en los míos, que lo apretaban con fuerza para no dejarlo escapar. Miraba el mapa. México se desperezaba al sol de América. Buscaba un punto, Puebla. En ese punto, estaba mi madre.
Me he preguntado muchas veces qué habría sucedido si mi madre no se hubiera casado con Octavio. Es difícil elegir una respuesta. En cualquier caso, la presencia de Octavio me había independizado de mi madre. Interpuesto entre las dos, me había eximido de obligaciones extraordinarias para con ella: no abandonarla nunca, renunciar si era preciso a metas personales. Obligaciones todas que yo me había forjado a lo largo de mi infancia sin que nadie me hubiera sugerido su necesidad. Había otras preguntas que me hacía con frecuencia. ¿Cómo había reaccionado mi madre ante la traición de Octavio? No su reacción externa, impenetrable, sino su reacción profunda, la que la haría llorar a solas de rabia o sonreír de desprecio, la que sólo ella conocía. A veces mis cavilaciones tomaban otro rumbo. ¿Por qué el destino no llevó a mi madre a Madrid en lugar de a México? De haber sido así no me encontraría yo ahora en una patria a medias perdida y recuperada a medias. Mis referencias españolas eran referencias de una infancia en pueblos y en una ciudad de provincias. Tenía poco que ver con el mundo de mis nuevos compañeros. De ellos me separaban los años de México, las millas de mar, las experiencias respectivas tan ajenas unas a otras.
Enseguida rechazaba mis incertidumbres. Porque eran muchas más las cosas que nos unían: el origen, las raíces, el presente. Y todavía más el futuro.
El catedrático de Historia de España era un hombre viejo, un cascarrabias iracundo. No podíamos hablar, ni mover un músculo. Nos trataba como a colegiales de primer grado. A la mínima desobediencia nos mandaba fuera con un índice amenazador que señalaba la puerta.
En una de esas expulsiones desorbitadas me fui al bar y me encontré con Margarita. «Ven al baño», me dijo. Parecía seria y no hice preguntas. En los lavabos, vacíos a esa hora, me entregó un paquete del tamaño de un libro. «Guárdalo en el bolso», me dijo. «A ti no te lo quitarán.» Y se fue haciendo con la mano un breve saludo de despedida. En la clase siguiente, filosofía, hubo un pequeño revuelo.
La pregunta de uno de los pocos chicos de la clase —la mayoría éramos mujeres— provocó la irritación del profesor, un ayudante jovencito. «Freud, dice usted… ¿A qué viene ahora Freud? Freud, sépalo usted, vino al mundo para ensuciar la mente de las gentes… Y ustedes ¿de qué se ríen? Necias cabecitas. En otras épocas las feas se iban a un convento, pero ahora sus padres las envían a la Facultad de Letras…» El revuelo se hizo general. Unos aplaudían. Otros emitían sonidos guturales. El joven profesor, congestionado de ira, se levantó y abandonó la clase.
No me atreví a coger el tranvía con el paquete de Margarita en el bolso. Me fui andando por los amplios paseos que limitan la carretera hasta la Moncloa. Si mi madre, pensaba, hubiera oído las palabras del profesor se habría quedado horrorizada. Vuelve, me diría, ven a la Universidad de México, donde encontrarás grandes maestros, maestros libres, muchos de los cuales han huido de ahí… Tenía razón. Pero yo había vuelto buscando otras muchas cosas. Una de ellas, por ejemplo, el misterioso paquete, del tamaño de un libro que palpaba cada poco, en el interior de mi bolso.
Se acercaba la Navidad. Amelia me escribió insistiendo para que fuera a pasar las vacaciones en su casa. «¿Dónde mejor?», decía.
Al comenzar diciembre me llamó por teléfono. Tardé un tiempo en reconocer el tono de su voz. La charla duró poco; el teléfono no era para charlar. Se utilizaba exclusivamente para transmitir recados. «Te escribiré», dijo. En la carta me daba todo tipo de argumentos para que fuera: «Recordaremos los viejos paseos, te presentaré a nuevos amigos; mis padres y mi hermano están deseando verte …» Acepté. Había recibido otras invitaciones. Una cortés y formalista de los amigos de Octavio. Otra de Margarita. Una de doña Lola, cargada de buena voluntad. «Sola no te vas a quedar, criatura. Esa noche yo la paso con mi hermana en Toledo. Aquí no queda nadie, ¡porque es una noche…! Pero tú te vienes, nos vamos las dos en el coche de línea, nos recogen en la parada, nos llevan a su casa y verás qué familia más unida y más alegre. Tiene tres nietos que son tres diablos. Comemos allí el día de Navidad y por la tarde nos damos la vuelta.»
Agradecí a todos sus cariñosas propuestas, me fui a sacar el billete, y el día 20 de diciembre emprendí el viaje a mi ciudad.
Antes celebramos una pequeña fiesta con los amigos. Brindamos por el nuevo año, «por ese medio siglo que nos marcará para siempre», dijo Emilio muy dramático. «Por Méjico» dijo otro, con esa «j» fuerte que tanto me chocaba. Un ligero estremecimiento recorrió mi espina dorsal. «Por Méjico», repetí. Margarita no me nombró el paquete que reposaba en el fondo de mi armario.
Antes de despedirnos le pregunté: «¿Necesitas aquello?» Ella negó con la cabeza y dijo: «No. Puedes quemarlo si quieres.»
«¿Dónde?», le iba a preguntar. Pero en ese momento se acercó Luis. Hacía rato que nos observaba. Creí que me miraba buscando el momento de despedirse de mí. Pero no. Se dirigió a Margarita, la cogió del brazo y le dijo: «¿Vamos?» A mí me sonrió y con una palmada en la mejilla me despidió advirtiéndome: «Muchos recuerdos a Sebastián y su familia. Y no olvides que te esperamos aquí para empezar juntos el medio siglo…»
El cristal de la ventanilla estaba helado. Apoyé la frente en él y me dejé llevar por la contemplación del paisaje. La sierra iba quedando atrás; las montañas, los pinares, los pueblos adormilados bajo el sol blanco de diciembre. Había tapias en ruinas, casas destruidas, desmoronadas. Una mujer, la única compañera de departamento, suspiró a mi lado. Me volví a mirarla y señaló con el dedo acusador hacia fuera: «La guerra», dijo lacónica. Y cerró los ojos. Vestía de negro y agarraba con fuerza un bolso ajado. Los árboles mostraban sus ramas vacías. Riachuelos medio secos se deslizaban bajo puentes demasiado grandes. Barrancos, rocas, piedras sueltas. La oscuridad nos envolvió repentinamente y a la salida del túnel la meseta se extendía desnuda, cubierta de rastrojos helados. Kilómetros de tierras llanas, colinas suaves al fondo, un árbol solitario, un puñado de casas de adobe. Y en el centro la iglesia, protectora y amenazante. De vez en cuando un pastor envuelto en una manta parda vigilaba un rebaño de ovejas. El perro, a su lado, ladraba al paso del tren. Una serie de sensaciones olvidadas revivieron en mí. Aquello era España. Los meses en Madrid y sus alrededores no me habían traído a la memoria mensaje alguno del pasado. Ahora, reconocí la tierra despojada, los pueblos aparentemente deshabitados, las casas silenciosas en cuyo interior palpitaba una vida escondida. Viejos inmóviles contemplando el fuego del hogar, hipnotizados por las llamas, rememorando soñolientos amores y odios heredados. Niños y jóvenes ocupados en pequeñas tareas invernales: desgranar alubias, escoger lentejas, tejer y destejer proyectos diminutos para la primavera.
Reconocí a mi madre en la mujer de negro que viajaba a mi lado. La visión sombría del mundo que la rodeaba. La incapacidad de salir de su negro ropaje.
Un aroma de tiempos lejanos me envolvió. Mis propios recuerdos afloraron. El pueblo de la abuela, Los Valles, las heladas, las madreñas, la cocina encendida, las cuadras, los pajares.
En una estación pequeña, un apeadero, había un hombre. Le vi subir a nuestro vagón, que se detuvo justo ante él. Entró en nuestro compartimiento. Su pelliza olía a grano, a humo. Llevaba en la mano una cesta de alas, tapada con un paño blanco. Murmuró unos buenos días y se sentó junto a mí. «Menuda helada», dijo. La mujer volvió a suspirar y asintió con un leve movimiento de barbilla. Por un instante detuvo la mirada en mí y yo sonreí. «Frío», insistió. «Mucho frío», contesté. Y eso le animó. Destapó un poco la cesta y sacó una bota de vino de cuero grueso y brillante por el uso. «¿Quieren?», ofreció. La mujer de negro negó con la cabeza. Yo cogí la bota y bebí y el hombre rió brevemente, «No se le da nada mal», dijo. Luego bebió él y el vino le pasaba a golpes por la garganta palpitante. Volví a sumergirme en el paisaje, pero el hombre no parecía dispuesto a aceptar su soledad. «Poco que ver ahí fuera», dijo. «Miseria y calamidades.» «En todas partes», quise consolarle. «Pero, mujer, en la ciudad es otra cosa. Piense en los chiquillos que aprenden otra vida y otra manera de defenderse y de luchar. Aquí el terrón y la azada y vuelta a empezar. Y como distracción los sermones de la iglesia y la radio el que la tenga…» El sol se había retirado tras una nube blanquísima. «Yo voy hasta Venta de Baños, ¿sabe usted? Allí me espera la hija. Me van a quitar un divieso aquí detrás.» Y se señaló la espalda. Por la ventanilla seguían pasando campos fríos, pueblos tristes, rebaños desolados. Pero dentro del vagón había nacido un clima nuevo, una atmósfera cálida. La mujer abrió los ojos y el hombre se dirigió a ella: «Lo que le decía a la señorita… Estos pueblos son una desgracia…» «No me diga nada de pueblos», replicó la mujer. «Si yo le contara lo que pasé en el mío…»
Fuera la meseta se enfriaba por momentos. La nube blanca era ya una nube gris. El hombre echó un vistazo y sentenció: «Con ese cielo color panza de burra, nieve segura…»
Entró el revisor y pidió los billetes. Se quedó mirando al hombre, la cesta abierta, la comida extendida. «Esto es primera, señor», dijo. «Tiene usted que cambiarse a tercera. Siga por el pasillo hasta el final…» La sorpresa del hombre, su desconcierto, debieron de conmover al empleado, que se encogió de hombros y adelantó la mano pidiendo calma. «Quédese ahí. De todos modos en tercera no cabe un alfiler…»
Cuando el tren se detuvo horas más tarde en la estación de mi destino, empezaba a nevar. Amelia, más alta, más esbelta, me esperaba en el andén. A su lado estaba Sebastián.
Me ayudó a bajar mis cosas. Sonreía en silencio mientras Amelia hablaba sin cesar, excitada con mi llegada. La nieve nos mojaba el abrigo, el pelo, la cara. Su tacto helado me devolvió los inviernos del pasado.
«Háblame de Luis», dijo Amelia. «Luis es una persona maravillosa», le dije. «Ha sido una suerte conocerle… ¡Y qué guapo!»
Amelia se quedó pensativa y no volvió a nombrar a Luis. No quise hablarle de Margarita ni de la impresión que tuve del embelesamiento de él y la seguridad de ella el último día que nos vimos. Así que pasé a hacerle otras confidencias: «Yo tenía un medio novio en Ciudad de México. Se llama Manuel. Fue un enamoramiento de chiquillos. Nos hemos escrito un par de veces, pero nada…»
«Hace mucho que no veo a Luis», dijo Amelia inesperadamente. «Cuando estaba en Oviedo venía muchas veces a pasar unos días con nosotros. Sebastián y él se pasaban el tiempo en casa estudiando o charlando. Yo andaba por allí pero me parece que no se enteraban, desde luego Luis no se enteraba…» No me hizo ninguna declaración significativa, pero yo imaginé que escondía un sueño casi infantil en relación con Luis, el mejor amigo de su hermano.
Tumbadas en la cama, mirábamos a través de la ventana el prado cubierto de una capa de nieve convertida en escarcha. Los árboles del río, abajo, exhibían el brillo de sus ramas. Amelia acumulaba recuerdos infantiles.
«¿Te acuerdas de la primera vez que viniste aquí con Sebastián y conmigo?… ¿Te acuerdas del día que te encontraste a Octavio y dijiste: “El viudo”, y cómo ibas a imaginar que él iba a cambiar tu vida, vuestra vida…?»
Me decidí a contarle la historia de Octavio y Soledad. Hablar de ello me tranquilizaba, transformaba en reales hechos distorsionados, imágenes fantasmales que me visitaban de tiempo en tiempo. Amelia dijo: «Es como una novela, de verdad, parece una novela tal como lo cuentas…» Luego me confesó que le gustaría ser escritora. Que leía mucho y escribía un poco. Habíamos cambiado. Cada una de nosotras había seguido su propia evolución para llegar, por separado, al presente de nuestro reencuentro. Pero el afecto seguía intacto. Regresamos a la infancia en busca del origen de ese afecto y queríamos reforzar con savia nueva nuestra amistad. Por eso hablábamos y hablábamos, para reconstruir lo que había sido y descubrir en quiénes nos habíamos ido convirtiendo. La recuperación del tiempo no compartido era un esfuerzo permanente que nos llevaba a hacer las confesiones más ridículas. Las confidencias pretendían llenar vacíos, ausencias, años de lejanía, kilómetros de distancia.
Sebastián me preguntó por Luis, en la mesa, mientras comíamos.
«¿Y qué tal Luis?»
«Muy bien, Luis es estupendo. Ya le dije a Amelia cuánto me ha ayudado a “entrar” en Madrid…»
«¿Sigue tan politizado?», continuó preguntando Sebastián. Y recordé que ellos lo hablaban todo con sus padres, que podía contestar con libertad.
«Pues sí, bastante politizado. Él y su grupo andan metidos en todo lo que se agita por allí.»
Luego intervino el padre y la conversación se generalizó. Como siempre la queja política iba acompañada de cierta desesperanza. ¿Hasta cuándo? No se veía salida a un gobierno que empezaba a ser aceptado por el mundo occidental. Los últimos maquis desaparecían, huían o eran apresados en operaciones de limpieza.
«Pobres exiliados», dijo la madre. «No sé si continúan pensando en el regreso o van perdiendo las esperanzas.»
«Mi madre dice que ella no piensa volver mientras viva Franco», intervine yo.
«Supongo que quiere decir volver para quedarse, así que imaginaos qué pensarán los que fueron obligados, los que huyeron para no ser apresados y, en muchos casos, fusilados…»
Dudé un instante pero tenía necesidad de continuar.
«Por mi madre yo no hubiera venido. Ella hubiera estado feliz si me quedo en la Universidad de México, pero no podía impedir el regreso. Seguramente comprendió que no podía obligarme a un desarraigo definitivo…»
Todos guardaron silencio. Me hubiera gustado que opinaran, que discutieran incluso sobre aquella cuestión. Pero sólo la madre de Amelia, un poco emocionada, me cogió las manos y dijo:
«Es maravilloso que hayas vuelto y estés aquí, con nosotros…»
Un día me fui sola dando un paseo hasta la ciudad… Recorrí el camino que tantas veces había hecho. Crucé el puente sobre el río, avancé por la avenida hasta encontrar la calle en la que viví. La realidad física del lugar me golpeó con fuerza. Allí estaba mi casa, la guerra, el miedo, la abuela, el frío, la tristeza. Allí estaban los juegos con Olvido, las correrías por las calles, las tardes lánguidas de invierno viendo la nieve tras los cristales de la cocina. El edificio entero estaba más viejo. La fachada resquebrajada, las maderas de las ventanas con la pintura descolorida y sucia, el mirador herméticamente cerrado. Me detuve sólo un instante. No quería correr el riesgo de encontrarme con Olvido o alguien de su familia. No me sentía con fuerzas para intercambiar resúmenes de nuestras vidas. Sin proponérmelo, empecé a andar hacia la catedral. Su grandeza me sobrecogió como si fuera la primera vez que la veía. Entré despacio por la nave central. El débil sol que traspasaba los rosetones inundaba de colores suaves el interior. No había música. Recordé las tardes en que me acercaba a oír el órgano y las voces gregorianas.
Yo era otra y contemplaba la catedral con nuevos ojos. Pero la extraordinaria perfección del templo barrió la riqueza de las nuevas experiencias. Indefensa, vulnerable y absorta, me dejé llevar por la abrumadora intensidad de la belleza.
El año comenzó mal. Cuando llegué el tres de enero a Madrid, lo primero que me encontré fue un mensaje de la madre de Margarita. «Llámame urgentemente.» Era un mensaje raro porque yo apenas la conocía. Llamé a Luis y no estaba. No, nadie sabía dónde había ido ni cuándo volvería. Me puse nerviosa y seguí llamando a los demás amigos, Emilio, Teresa, Félix. Sólo Teresa me dio una información en clave. «Algunos se han ido de vacaciones. A otros les han invitado a quedarse.» No esperé más y llamé a la madre de Margarita, que me pidió que fuera a visitarla.
Dejé atrás el Museo del Prado y subí por la Academia hasta la tapia del Retiro. La mañana era fría, soleada, daba gusto andar. Pasé ante la Puerta de Alcalá y seguí hasta O'Donnell.
Al llegar al portal de Margarita el corazón me latía con fuerza. El nombre de su padre brillaba en una placa pulidísima de metal dorado. Debajo del nombre se leía: Doctor en Medicina, segundo izquierda. La vivienda era a la derecha. Llamé y abrió una doncella uniformada que me hizo pasar a una sala en penumbra. Se cruzó en la puerta con la madre de Margarita, que vino hacia mí, me dio un beso y, cogiéndome de la mano, me dijo: «Ven a mi cuarto. Allí estaremos bien.»
Un mirador vestido con cortinas transparentes, una camilla con falda azul, dos butacas con flores y abajo la calle. Las copas de los árboles rozaban el mirador del primer piso. Empezaban a encenderse las luces de las aceras. «Dame tu abrigo, dame», insistió nerviosa. Y lo depositó sobre la cama enorme, cubierta por una colcha también azul. Las paredes estaban empapeladas con un papel a rayas que marcaba caminos estrechos de arriba abajo, sendas cuajadas de flores amarillas, rosas, azules. Me fijaba en estos detalles porque no me atrevía a mirar de frente a la madre de mi amiga y preguntarle: ¿Qué pasa? ¿Por qué me ha llamado? ¿Qué le ocurre a Margarita?
Retrasaba el momento de oír su confidencia, su ruego o su reproche. También ella, vestida de negro, delgada, rubia como la hija pero con el pelo corto ligeramente peinado hacia atrás, parecía tomarse un tiempo para afrontar del mejor modo lo que quisiera decirme. Llamó al timbre, pidió unas tazas de té, se sentó frente a mí. Recordé que sólo la había visto otra vez. Un día que acompañé a Margarita para que dejara los libros en casa antes de ir al cine. Cuando el té estuvo servido, la madre de mi amiga se dispuso a hablar. Se veía que le costaba esfuerzo pronunciar unas palabras que le preocupaban, que la tenían tensa y agobiada hasta el extremo de derramar un poco de té cuando levantó la taza para beber. Y otra vez, al dejarla sobre el plato, tropezó con la cucharilla de plata, mal colocada, descuidadamente apoyada en el centro del plato.
«Han detenido a Margarita», dijo al fin. Y la frase brotó como un chorro de miedo, un grito de indignación, una negativa a aceptar esa realidad insólita en una familia como la suya.
«¿Por qué?», pregunté estúpidamente, puesto que yo debería saber por qué, debería imaginar la causa del desastre. Y eso fue lo que replicó la mujer con un agudo acento de ira.
«¿Por qué? Tú lo sabrás. Tú y esa pandilla de revoltosos que andáis metidos en cosas que no os importan en lugar de estudiar.» Impresionada por la falta de control con que se había dirigido a mí, me levanté instintivamente. Ella trató de dominarse y cambió de actitud.
«Perdona, hija mía. Seguramente tú no tienes culpa de nada. Tú, como mi hija, tontas perdidas, haciendo caso a esos chicos de la universidad. Y a propósito de esos chicos, es importante que me digas la dirección de ese Luis, la dirección y el nombre de sus padres. Necesito localizarle, necesito que vaya a declarar que mi hija no tiene nada que ver con sus acciones subversivas…» El calificativo me sonó extraño en boca de esa madre de aspecto dulce y educado. Seguí levantada y me limité a decir. «Yo no sé nada, no sé la dirección de Luis ni el nombre de sus padres. Lo siento…» Me fui hacia la puerta y me deslicé pasillo adelante hasta encontrar la salida guiada, sobre todo, por el instinto de huida.
Las visitas a la cárcel de mujeres de Yeserías me estremecían. La algarabía de los visitantes, la imposibilidad de entenderse con la hermana, la madre, la amiga que se agarraba a los barrotes al otro lado del pasillo que nos separaba mientras gritaba para hacerse oír, me dejaba una sensación de descenso a los infiernos. Margarita sonreía. No trataba de hablar. Nos miraba y sonreía y nos enviaba saludos con la mano.
Parecía tan dueña de sí como siempre. Como cuando iba a los suburbios a repartir obsequios, como cuando tomaba la palabra en las reuniones informales de las tabernas o en esas otras que yo no conocía, en las que decidían las posturas a tomar, las acciones a emprender. Las que la habían conducido allí, a la convivencia con ladronas, prostitutas, seres violentos o débiles, seres abandonados. Mujeres a las que ella —estaba segura— había empezado ya a dirigirse para tratar de ayudarlas a subsistir, para invitarlas a extraer lo positivo de una situación que las apartaba provisionalmente del submundo que habitaban.
Luis había desaparecido. «Yo creo que estará fuera. Seguro que le ayuda su familia. Su padre es de izquierdas», me decían sus amigos. «Le conviene perderse por ahí hasta que esto se serene.» Al parecer eran los únicos en peligro, Margarita y él. Los demás seguimos asistiendo a clase y dejamos de reunirnos. Hasta que un día, a la salida de la facultad, allí estaba Luis. Se limitó a decirme. «Esta tarde a las siete en la salida del metro de Ópera. Desde allí iremos a un sitio nuevo.» No explicó dónde había estado ni cuándo había decidido regresar. La normalidad volvió a cubrir con un manto protector la vida de todos nosotros. Volvimos a beber y charlar y discutir. «Margarita saldrá pronto, ya lo veréis», había dicho Luis. «No tienen ninguna prueba contra ella; su padre se está moviendo, y además no les interesa tener estudiantes detenidos en este momento, cuando los americanos empiezan a estar interesados en España.» Un día apareció Margarita en la puerta del café. Todos la vitoreamos, olvidados de tomar las mínimas precauciones que presidían nuestros encuentros.
La detención de Margarita influyó decisivamente en mí. Ya no podía seguir siendo una espectadora que observa las piruetas peligrosas de los otros. Tenía que dar el paso definitivo. Cuando planteé a Luis mi deseo de compartir su compromiso político movió la cabeza dubitativo. «Tú estás en una situación delicada, Juana. Te pueden poner en la frontera y negarte la entrada en España…»
Pero yo insistí y razoné y le expliqué la necesidad de encontrar mi verdadera identidad, de salir de mis brumas, y sentirme de una vez para siempre arraigada en mi país.
Emilio y Félix, los dos únicos de Económicas del grupo, también querían unirse. El resto de los amigos se retiró a la discreta bruma de las aulas. No volvimos a reunirnos en cafés y tabernas. Ahora había lugares más seguros. Viviendas habitadas por familias nada sospechosas, garajes, talleres. El laberinto de las catacumbas.
Se acercaba el final de 1951. Hacía ya dos años que vivía en España. Los amigos de Octavio me llamaron para invitarme a cenar en Nochebuena: «Juana, no se te ve. Ya no sabemos qué decir a los mexicanos.»
Acepté sin pensarlo y hasta me quedé un poco sorprendida de ese asentimiento a un plan que no prometía mucho. En la cena estaba Sergio, el hijo mayor del matrimonio anfitrión. Nunca había coincidido con él en las pocas visitas que les hice al poco tiempo de llegar a Madrid. «Entonces estaba fuera», aclaró cuando se lo dije. Me sentaron a su lado, frente a los abuelos, en la mesa ovalada resplandeciente de luces, centros de flores, plata. Sergio me preguntó: «¿Qué estudias?» «Historia de América», le contesté. «¿Y tú?» Él se rió entre dientes: «Yo ya soy viejo. Terminé la carrera hace dos años. Y trabajo…» Era economista, había estado dos años en Londres y acababa de encontrar un puesto interesante en una empresa de importación. También era profesor auxiliar de uno de sus antiguos catedráticos.
La noche se me hizo corta. La presencia de Sergio tiñó la velada con las promesas nunca cumplidas de la Navidad. Fue una noche alegre, una verdadera fiesta. Cuando me acompañó a casa, ya de madrugada, yo flotaba en una nube de fantasías. Recorrimos paseando el razonable espacio que separa la plaza de Colón de la de las Cortes. Sergio me cogía el brazo cada vez que cruzábamos una calle. Al despedirnos, me apretó con fuerza la mano y me dijo: «Te llamaré algún día.»
Cuando me encontré con los amigos traté de averiguar si conocían a Sergio. Al filo de nuestras confidencias sobre las fiestas familiares, les conté mi cena con los amigos de Octavio y nombré a Sergio de un modo ligero y desinteresado. Fue Emilio el único que dio muestras de saber quién era. «En Económicas le llaman el Británico», me dijo, «porque ha pasado un tiempo en Inglaterra y es bastante distante y frío; eso dicen. Lo que es verdad es que políticamente parece aceptable. Quiero decir que se nota en las clases que da, aunque no hable directamente de nada comprometido, pero se nota, se ve…»
Eso fue todo y enseguida se pusieron a hablar de otras cosas.
Eran los últimos días del año y el 52, a punto de empezar, se presentaba con ciertas esperanzas. «Van a quitar el racionamiento; eso dicen. Por lo menos la gente vivirá un poco mejor», dijo Félix. «Sí. Y esto se consolidará más», protestó Margarita. «De acuerdo», replicó él, «pero no os dais cuenta de que nosotros somos unos privilegiados y podemos permitirnos el lujo de esperar. Pero hay gente que no puede más…» Un cierto desánimo se extendía entre los amigos. «Desengañaos», dijo Luis, «aquí no hay más salida que el exilio. Aquí no se mueve nadie. Aquí no va a cambiar nada…» «Eso no es del todo cierto», intervine yo. «¿Qué me decís de la huelga de transporte de Barcelona?» Luis se encogió de hombros: «Una chispa, una llamita en la oscuridad», replicó. Pero enseguida volvió a animarse, cuando Emilio, nuestro invencible Cara de Ratón, declaró: «Yo os apuesto algo a que no pasará mucho tiempo sin que veamos ondear en todas las ventanas la bandera de la libertad…»
Pasaban los días y Sergio no llamaba. Su despedida había sido cálida pero no concreta. «Te llamaré algún día.» La promesa sonaba como las esperanzas de Emilio: algún día cambiará todo, ya lo veréis. Decidí probar suerte y ser yo la que tomara la iniciativa. Pero necesitaba un pretexto. Doña Lola, de modo indirecto, me dio la solución: «Oye, si hablas con esa gente (esa gente era la familia de Sergio) recuérdales lo de mi sobrino. A mí no sé qué me da andarles molestando. Son tan amables conmigo. Les debo tantos favores… Entre otros que te mandaran a vivir conmigo, Juana. No das una lata y eres lo más educado que hay…» Doña Lola conocía hacía muchos años a los amigos de Octavio. Su padre había trabajado de contable con el abuelo de Sergio y ellos siempre habían estado atentos a las necesidades de la familia de doña Lola. «Muchos, muchos favores les debemos todos. Por eso le digo a mi sobrino, no agobies, hijo mío, que no está la vida para agobiar a nadie. Aunque ya sé yo que si ellos quieren con las amistades que tienen pueden conseguir eso y más. Fíjate que a don Lucas, el padre de Sergio, le propusieron para algo del gobierno. Pero él no quiso porque, como dice mi sobrino, buenas ganas de meterse en líos. Si él tiene tanta o más influencia desde fuera que desde dentro…» Doña Lola seguía hablando y mientras tanto yo empezaba a dar vueltas a la propuesta que me acababa de hacer.
A la hora de comer preguntaría por Sergio directamente para hacerle intermediario de la petición de doña Lola. Ésa sería la mejor forma de darle una oportunidad para que me recordara. «Está de viaje», fue la respuesta cuando marqué el número y pregunté por él, mientras los latidos del corazón se aceleraban entre la emoción y la vergüenza.
Di las gracias y colgué sin dejar mi nombre. Una oleada de esperanza me traspasó. «No me ha llamado porque no está en Madrid. Cuando vuelva, seguro, me llamará…»
«Ha llamado el hijo de don Lucas, reina», me dijo un día doña Lola cuando volví de la facultad. En un primer momento no reaccioné. Debí de poner cara de extrañeza porque doña Lola insistió: «Sí, hija mía, el hijo de don Lucas, que por cierto ya le dije lo de mi sobrino para que se lo recuerde a su padre. Es un muchacho bien agradable…» Se quedó sonriendo, con la mirada perdida, mientras yo me impacientaba.
«Pero bueno, ¿para qué llamaba?», pregunté. «Para hablar contigo. Le dije que a esta hora, más o menos, volvías. Así que estará a punto de llamar…»
El restaurante estaba al otro lado de la plaza. Conocían perfectamente a Sergio. «¿Y su señor padre?», preguntó el maître. «¿Cómo está?» Nos dieron una mesa en un rincón tranquilo. Sergio me pareció mayor que el día de Nochebuena, cuando le conocí en su papel de hijo de familia.
«Estaba deseando verte», me dijo. Y yo me sentí derretida por dentro. No tenía aún suficientes defensas femeninas para haber replicado: «Pues no se nota. Hace un mes desde que nos vimos.» Por el contrario, todo lo que se me ocurrió fue: «Yo también tenía muchas ganas de verte.» «Vengo de París», me dijo. Y pidió champán. «Para celebrarlo y para celebrar este reencuentro: por París y por ti.» En algunas películas había visto escenas parecidas pero nunca las había protagonizado.
Ése fue el comienzo y luego el tiempo pasó desesperadamente rápido. Sergio hablaba y hablaba. París fue el centro de su charla. Prolongamos hasta muy tarde la sobremesa y cuando vimos que sólo nosotros permanecíamos en el restaurante, Sergio dijo: «¿Nos vamos?», y me acompañó al otro lado de la calle, hasta el portal de mi casa. Al despedirnos me entregó un paquete, plano y cuadrado, y me dijo: «Escúchalo, verás qué maravilla. Lo encontré en París. Son las canciones de Atahualpa Yupanqui.»
Aquella misma tarde llamé a Margarita y le pedí que me dejara oír los discos en su pick-up. «Mañana», me dijo. «Hoy no voy a estar.»
La tarde se disolvía en sombras pero no di la luz. Con la frente apoyada en los cristales, contemplaba la calle. Las lámparas del Palace se fueron encendiendo. Las ventanas, veladas por los visillos, dejaban pasar un suave resplandor. El vestíbulo y la puerta principal derramaban mil reflejos sobre la acera mojada. Se detenían coches y recogían a gentes que salían a la noche de Madrid. Otros llegaban, cansados, a cobijarse en el cálido refugio del hotel. De pronto empezó a nevar. Copos finísimos al principio que fueron creciendo hasta formar una cortina blanca entre mi ventana y los edificios del otro lado de la calle. Me estremecí de frío. La calefacción no era bastante para vencer a febrero. Me envolví en un poncho y seguí apoyada en el cristal. «Con Sergio podría dar la vuelta al mundo. Me iría ahora mismo, tal como estoy», pensé. Una alegría temblorosa, una congoja exaltada empezó a torturarme. Recordé con angustia que Sergio en ningún momento había dicho cuándo volvería a llamarme. Tampoco había dicho que tuviera intención de que nos encontráramos otra vez.
Las canciones de Atahualpa pasaron de mano en mano y las fuimos oyendo todos. Margarita se había entusiasmado cuando las oímos juntas por primera vez. Nos conmovía la voz y la belleza de la música y, sobre todo, la palabra.
Mi hermano murió en la mina
sin doctor ni confesión
y lo enterraron los indios
flauta de caña y tambor…
«¿De dónde lo has sacado?», me preguntaron. Y yo contesté, misteriosa: «Me lo ha traído un amigo de París.» Luis volvía a machacar con el exilio: «París, ¿os imagináis? Los libros, el cine, todo sin censura. Y sobre todo la libertad. Andar por la calle sin miedo. Hablar y cantar sin miedo… Me han dicho que en París las parejas se besan por la calle y en el metro y nadie dice nada, ni les miran, ¿qué os parece?» Todos asentíamos en silencio. Durante unos momentos nos quedábamos pensativos. «Nunca, nunca sabremos lo que es la verdadera libertad», dijo Luis, «porque aunque hubiera libertad política, lo cual es mucho decir, la sociedad no aceptaría otras libertades. Las costumbres, la vida cotidiana seguirían siendo las mismas. El peso de la Iglesia es demasiado grande. Nunca nos veremos libres de esa moralina que, hay que decirlo, se han encargado de transmitirnos nuestras madres…»
Las cartas de México llegaban al mismo ritmo de siempre. Eran cortas y transmitían noticias poco importantes. Obras en la hacienda, anécdotas de la escuela, la operación de cataratas de don Ramón. Terminaban con una breve alusión a lo mucho que todos me recordaban. Mi madre no me hablaba de su estado de ánimo, pero en su laconismo se adivinaba un fondo de tristeza. Yo sentía remordimientos porque mi vida estaba llena de sucesos diarios que me distraían. Y me sentí culpable porque mi mayor preocupación no eran las noticias de México sino las noticias que no llegaban de Sergio.
En marzo se adelantó la primavera. Brillaba el sol y estallaban breves tormentas alternando con el calor. «Esto no va a durar», decía doña Lola. «Esto es un engaño. Volverá a nevar en cualquier momento.» Pero mientras tanto los paseos por el Retiro hacían olvidar el invierno. Paseaba sola y pensaba en Sergio. Imaginaba un encuentro inesperado, el gesto de sorpresa de ambos, mi alegría imposible de disimular…
Una de aquellas tardes volvía yo embebida en mis ensoñaciones y al llegar a la puerta de la pensión percibí un olor intenso a flores recién cortadas. Y allí, en el umbral, apareció doña Lola con un ramo de lilas en los brazos. «Acaban de llegar, jovencita, son para ti.» Las recogí turbada y me encerré en mi cuarto para leer a solas la tarjeta que asomaba entre las lilas: «21 de marzo. Feliz primavera. Sergio.»
Me llamó aquella noche y le cité en el Retiro. Vino a mi encuentro casi corriendo. Me cogió las manos y se me quedó mirando en silencio. «A medida que pasaba el tiempo te recordaba más guapa», dijo al fin. «Pero no me engañaba. Era verdad…»
Paseamos por las plazas llenas de niños que jugaban vigilados por madres o niñeras. Bordeamos el estanque. Cruzamos hacia el Palacio de Cristal. Hablábamos poco. Yo esperaba alguna confesión que justificara su silencio o que por el contrario explicara su llamada. Pero no dijo nada. Se limitaba a hacer observaciones sobre los lugares que atravesábamos, sobre los árboles y las flores y la nube que justo sobre nuestras cabezas se había vuelto negra. Cuando empezó a llover corrimos hacia un enorme castaño y nos refugiamos bajo su copa. La lluvia arrancó aromas nuevos a las plantas; se mezcló entre las ramas con el sonido armonioso del agua golpeando las hojas. Estábamos apoyados en el tronco del árbol e instintivamente nos acercamos el uno al otro. Sergio me pasó su brazo por los hombros y me atrajo hacia sí con suavidad.
«¿Por qué has venido?», preguntó mi madre. Era una pregunta muy propia de ella, mitad reproche y mitad disculpa por su responsabilidad en las causas de mi viaje: la carta en la que anunciaba la enfermedad de Octavio y la boda de Merceditas. A pesar de su aparente objetividad, las dos noticias destilaban inquietud y me dejaron la impresión de que mi madre necesitaba ayuda. No obstante era inevitable que ella preguntara. «¿Por qué has venido?»
«Después de todo ya era hora que viniera», contesté. «Tú no sé, pero yo lo estaba necesitando.»
Ahí se ablandó y me pareció ver un brillo de lágrima lejana, perfectamente controlada con un rápido parpadeo.
Estábamos sentadas en la penumbra del salón, en la tarde de julio, sofocante hasta que un momento antes un chaparrón barrió con violencia el fuego del verano.
En el silencio de la siesta, la hacienda tenía un frescor de cueva excavada bajo una pradera.
El salón con las ventanas herméticamente cerradas mantenía frías las gruesas paredes. Los pisos superiores, la torre, los desvanes absorbían el fuego del sol y detenían la invasión del sofoco justo en el límite del primer piso.
El almuerzo había sido excesivo. Remedios insistía para que comiera la abundante oferta de mis platos favoritos, elaborados con amorosa parsimonia. «Que me parece a mí que está más delgada la niña.» Pollo picante, chile, pimienta, mostaza, mole. Oleadas de fuego me atravesaban el estómago desajustado todavía al horario y los sabores.
Mi madre se ocupaba de Octavio, lo dejaba instalado en el dormitorio tapado hasta la barbilla «porque tiene siempre frío, le digo que eso sí que es mala señal. Siempre anda helado con estas sofocaciones que pasamos todos…». Remedios revisaba todo lo necesario para el café y hablaba sin parar.
Cuando llegué, la tarde anterior, había encontrado a Octavio mal. Muy delgado, la tez amarillenta, la nariz afilada y los pómulos salientes que dejaban caer unas mejillas fláccidas. Pero sobre todo me impresionó la figura encorvada, el esfuerzo para avanzar el tronco cuando se inclinó sobre mí para darme el abrazo de bienvenida. Sonrió débilmente: «Tanto tiempo, Juana, y qué rápido ha pasado…» Y se recostó de nuevo en el sillón, mientras Merceditas le arreglaba almohadas, le acariciaba el pelo, le limpiaba la frente con un pañuelo finísimo.
Por la mañana ella había ido a Puebla con Damián en un coche nuevo que su padre le había regalado por su último cumpleaños. «Tengo tanto que hacer con esta dichosa boda…» «Todo menos dichosa, Virgencita, todo menos alegre», murmuró Remedios. Se veía que estaba deseando ponerme al día de todas las penas. «Si fue marcharse usted y yo lo dije: ha sido irse Juanita y se nos viene encima la desgracia. Primero la tristeza que nos dejó, que su mamá no dirá nada pero ella adelgazó hasta quedarse como la espina de la palma. Y el amo que no fue ya más el mismo, que se le veía reconcomido por dentro, pero no crea usted que por la lagartona, no, pienso yo que la conciencia no le dejaba vivir. Miraba a su mamá y le veía yo esos ojos más negros que el zopilote y esas ojeras que las tenía como las hojas secas que caen y las venillas se les van poniendo amarillas y marrones y rojizas con los chaparrones, pues así mismito tenía las ojeras… y se quedaba mirando a su madre… ella siempre con las manos ocupadas, que un bordado, que un libro, que un cuaderno de los chicos para retocarlo. Yo le veía sufrir y me decía: Remedios, qué vida tan difícil la de este hombre. Hacer lo que no debe y purgarlo luego tan malamente… La pobre Merceditas, qué juventud, madre mía, cómo puede una niña vivir así entre el padre suspirante y doña Gabriela cada vez más callada. Y no es que ella no se ocupara de la niña, que la miraba siempre con cariño, con complacencia y trataba de interesarse por sus cosas; y además creo yo que, al no estar usted, para su mamá esta niña sería un consuelo, como una hijita más, como ha sido desde el primer día…»
Me debatía entre el sueño que me pesaba en los párpados y el deseo de estar despierta y escuchar a Remedios, que compensaba el silencio de mi madre con sus interpretaciones particulares de unos hechos concretos: la enfermedad de Octavio y el anuncio de la boda de Merceditas a la que mi madre había dedicado exactamente cuatro líneas en su carta: «Merceditas se va a casar. Él es un buen chico, tiene dinero y pertenece a una familia conocida de Puebla. Ha sido la tía quien la ha conducido hacia ese chico y a esa decisión de la boda un poco precipitada por miedo, me parece, a que su padre no pueda asistir.» Nada más. Pero no fue capaz de decirme: «Debes venir.» No lo dijo porque nunca hubiera influido para que yo tomase una decisión que debía ser libre y que además iba a demostrarle si mi reacción respondía a lo que ella esperaba de mí, que acudiera enseguida, o bien se había equivocado y yo no era capaz de dar un paso generoso por mí misma. De todos modos, cuando dije: «Voy en cuanto me den las vacaciones y pasaré el verano con vosotros», tampoco recibió con alegría mi decisión. Se limitó a escribir: «Está bien.» Y a preguntar, en el primer momento en que estuvimos solas: «¿Por qué has venido?»
Encontré mi cuarto como lo había dejado. Revisé mis libros, los de estudio y los otros, las novelas de mi adolescencia. Al hojearlos tuve la sensación de que había pasado muchísimo tiempo desde que aquellas páginas suscitaban en mí sentimientos confusos de amores imposibles. Sin embargo, al asomarme a la ventana y ver el campo que nos rodeaba, la gente de la hacienda que entraba y salía a sus trabajos, el cielo azul que se nublaba al atardecer con la amenaza de la tormenta, el olor del aire y de la tierra, me pareció que nunca había salido de allí.
Sobre mi mesa de trabajo había un jarrón con flores amarillas.
¿Mi madre? ¿Remedios? Merceditas, estaba segura. Merceditas, atenta a mi llegada, contenta de verme. Merceditas que se iba a casar muy joven obedeciendo a leyes no escritas que regían la vida de su familia. «No puedes quedarte sola. Tu padre se va a morir y necesitas un hombre cerca.» Recordaba su melancolía cuando me fui a Ciudad de México y pretendía animarla diciendo: «Pronto irás tú también.» «Yo no iré», aseguró. Aunque Octavio estaba entonces sano y fuerte y suficientemente joven para emprender una aventura apasionada. «Nunca dejaré a mi padre», había dicho Merceditas. El recuerdo de esa frase despertó en mi memoria otra parecida de Amelia: «Creo que no fui a la universidad por no separarme de mis padres.» Una reflexión inevitable se interpuso en mis recuerdos: yo me había ido para separarme de mi madre, yo había necesitado dejar atrás la pesadumbre de mi madre, sus trajes negros enlutándola desde tan joven, yo me había ido para vivir sin remordimiento mi propia vida. No era un acto de rebeldía. Yo quería a mi madre, admiraba su entrega a los demás, le agradecía todo lo que me había dado, lo que me había exigido. Pero necesitaba huir de ella, del rictus ácido de su boca, del reproche callado de sus miradas. El reproche nos alcanzaba a todos, nos envolvía en un cerco oprimente, pero especialmente a mi. Me sentía siempre culpable de un error, una omisión o un exceso. Es verdad que la historia de Soledad había acentuado la tristeza y la reserva de mi madre. Pero la opresión que me producía era más profunda, venía de atrás, de la niñez, de los años de la guerra, de cualquier momento que pudiese recordar.
Para cada uno de esos momentos ya había encontrado una explicación. La muerte de mi padre y el abuelo, la derrota, la hostilidad de los vencedores, el aislamiento y la escasez, la muerte de la abuela. Pero después, cuando Octavio entró en nuestras vidas todo había cambiado. La negrura, los lutos, el porvenir incierto quedaron atrás. Durante un tiempo esperé ver a mi madre transformada en una mujer alegre. La recordaba cuando inició el viaje de recién casada por México. Pero, poco a poco, todo se volvió serio y áspero de nuevo. Renacieron los viejos temores, el miedo a la vida, a todo lo que de inesperado y espontáneo y arriesgado tiene la vida: «Cuidado, no hagas esto, cuidado, cuidado.»
Un manto de aflicción me cubría en presencia de mi madre. Al llegar a la adolescencia tuve una clara visión de mi futuro. Tenía que separarme de ella para ser yo misma, para poder equivocarme sola, para estar alegre y vestirme por dentro de amarillos y rojos y azules.
«Acompaña a Merceditas. Vete a ver a don Ramón y doña Adela. Con un poco de suerte encontrarás allí a Rosalía», había dicho mi madre.
Como en otros tiempos, Damián nos condujo a la ciudad. Puebla se adormecía a nuestros pies. Una bruma tenue desdibujaba los perfiles de las iglesias. En las últimas curvas, Merceditas dijo: «Vengo todos los días. Con tanta cosa que preparar. La tía Adela me acompaña, pero así y todo…»
Había hecho el recorrido en silencio, recogida en sus cavilaciones. Me miró y sonrió fugazmente, lo justo para hacerme sentir que estaba encantada de tenerme cerca, que sus preocupaciones eran ajenas a mí y yo podía hacer poco por mitigarlas. Cogí su mano, desmayada sobre el asiento, y la apreté con fuerza.
Al llegar a casa de doña Adela, Merceditas cambió por completo. Aquí daba la imagen de la novia caprichosa y feliz. Enumeraba listas de recados urgentes: zapatos, trajes, cintas, bañadores, pañuelos. Y otros menos apremiantes: el pintor, la cocina, el vestidor, el baño. «Viviremos en Puebla, en un hermoso apartamento que nos dejan mis suegros. Pero eso no corre prisa. Yo, de momento, quiero seguir en la hacienda descansando una buena temporada…» De momento, es decir, hasta que Octavio desaparezca.
«A Tacho le conocerás en unos días. Está de viaje. No para el pobrecito», me aclaró doña Adela.
A cada instante se dirigía a su sobrina: «Acuérdate de Rosalía. ¿Qué le dije yo? Eso no te va, eso no es lo que necesitas. Al final tuvo que darme la razón pero cuando no tenía remedio… Porque estarás de acuerdo en que aquellos tacones para el viaje de novios… Igual que la capa. ¿Una capa para qué? Y a ti te digo lo mismo: si vais a California, ¿para qué tanta cosa? Ropa de playa y basta.»
Ahogaba su tristeza por la enfermedad del hermano en mareas de actividad.
«La celebración va a ser en la hacienda, claro. No vamos a moveros a todos de allí con lo bonito que puede resultar. Ya estoy viendo la casa y la explanada adornada de cadenetas de colores para el baile…»
Desde que llegué estaba deseando tener una oportunidad de hablar a solas con mi madre sobre la enfermedad de Octavio. Acerca de su gravedad no me cabían dudas. La sola contemplación de su ruina física era alarmante. Fue Rosalía, que apareció exhibiendo con orgullo un embarazo avanzado, la que me dio la temida aclaración. En un momento en que su madre revisaba con Merceditas unas pruebas de la modista, Rosalía me dijo: «¿Has visto qué horror lo del tío Octavio?» Yo incliné la cabeza y estaba a punto de preguntarle, cuando ella se adelantó a decirme: «Cáncer.» La apocalíptica palabra quedó suspendida en el aire. Durante el resto de la tarde no pude articular una frase.
Hundido en su butaca, don Ramón aparentaba estar dormido. Me dio pena contemplar su soledad. Imaginar la angustia que había venido a turbar su dulce vida vacía.
«Ándele niña. Claro que se casará usted, como todas. Mucho hablar pero luego llega la hora y ya está… Y no me diga que no hay allá buenos mozos. Cualquier día… Además que la veo yo muy guapa y muy mujer. Ay, mire qué bien le ha venido el aire de su tierra…»
El único cambio que observé en Remedios es que ahora me trataba de usted. Me daba noticias de toda la hacienda:
«Carolita ya no está. Se ha ido a Ciudad de México a vivir…, dicen. A tirarse a la vida, digo yo… Damián tiene novia. Ah, si, Damián mientras más viejo más pendejo. Novia de llevarla a casa y vivir en ella como señora, pero de pasar por la iglesia, nada. Como él es tan revolucionario… Lupita, la Lupita que usted tanto quería, la que se fue al pueblo de abajo cuando se casó, ésa ya tiene dos hijos. No comen bastante, pero venga hijos. Ay qué miseria de mujeres, ay qué ignorancia, Juanita. De eso también les debía hablar a las niñas su mamá. Les debía dar clase de eso, de no tener tanto hijo, de no arruinarse la vida. Pero luego vienen esos brutos de maridos y no las dejan en paz hasta que las cargan de familia. A ellos también les debía enseñar doña Gabriela cómo y de qué manera hacer las cosas…»
Se lo conté a mi madre, sobre todo por distraerla.
«La escuela», suspiró, «la escuela es lo último que dejaré. Que sepan leer y escribir por lo menos, que aprendan un poco de todo lo que puedan… que no es demasiado. Necesito más tiempo…» Parecía muy cansada. Ahora tenía que ocuparse de la hacienda y se encerraba cada tarde a despachar con el administrador. El cuidado constante de Octavio era una obsesión. Seguía sin hablarme de su enfermedad. No encontraba momento para que estuviéramos solas y tranquilas. Pienso que tampoco hacía nada por buscarlo. No me preguntó por mis estudios ni por mi vida en Madrid. Yo trataba de hablarle aunque no me lo pidiera. Le contaba anécdotas que podían interesarle pero no lograba sacarla de su ensimismamiento. Parecía estar en otra parte, atenta a otros sonidos, abstraída en previsiones que ocupaban su imaginación. Observé que su pelo negro estaba empezando a convertirse en gris. Me di cuenta de que mi madre nunca más encontraría una ocasión para cambiar. No podía sucederle nada bueno, brillante, imprevisto que la ayudara a ser feliz. Vivía insatisfecha y herida. Y era incapaz de capturar algunos de esos momentos que llegan y pasan furtivamente y nos dejan pequeñas luces, chispas luminosas que nos señalan el camino a seguir.
Sólo en una ocasión pareció salir de su ausencia habitual.
«¿Sabes a quién conocí un día?» Se quedó esperando a que continuara con un asomo de curiosidad en la mirada. «Al hijo de Amadeo. Nació en plena guerra. Ya había nacido cuando él estuvo en casa aquella noche, ¿te acuerdas? Cuando pasamos tanto miedo la abuela y yo. ¿Tú sabias lo del hijo? La madre era una compañera de guerra de Amadeo… Bueno, pues le conté la aventura de aquel día… El padre murió en Francia, en la guerra, luchando en un batallón de españoles, ¿lo sabías?»
Mostró escaso interés por la noticia, como si ninguna emoción nueva pudiera distraerla de sus pesares. Pero me detuvo en seco cuando yo intentaba ampliar mi información y dijo:
«¿Cómo y cuándo has encontrado tú a ese chico?»
Una sombra de temor cruzó su rostro.
«¿Con quién andas, Juana? ¿Qué vida haces?»
Yo me eché a reír y traté de tranquilizarla.
«En la universidad, mamá, con amigos comunes. No sé cómo, hablamos del pueblo en que yo había nacido y se quedó asombrado porque su padre también era de allí… y todo lo demás fue saliendo sin querer… Es más joven que yo y vive con su madre.»
Pareció tranquilizarse. Pero no le dije la verdad. Le conocía de una de nuestras reuniones clandestinas en una sacristía, donde nos reuníamos a la sombra de un cura obrero. El hijo de Amadeo vivía en aquella barriada sórdida, de calles sin un árbol y casas baratas que se desmoronaban al poco tiempo de estar habitadas. Casas para campesinos recién llegados, emigrantes de pueblos míseros en busca de un futuro mejor. El hijo de Amadeo no iba a la universidad.
Obligué a mi madre a hacerse un traje claro para la boda de Merceditas. Ella debió de entender la razón de mi insistencia. No podía vestirse de negro, acentuar su tristeza en una circunstancia tan difícil. Cuando la vi con un traje violeta y un tocado de gasa y flores, me di cuenta de hasta qué punto había adelgazado. Curiosamente, su extrema delgadez dentro del traje ajustado la rejuvenecía a pesar de los rasgos afilados del rostro, de las manos huesudas que aferraban un bolso de pasamanería. Octavio interpretó su papel de padrino con la máxima elegancia. Avanzó del brazo de su hija, apoyado en un bastón con el puño de plata hasta el altar de la iglesia, la del pueblecito que se extendía a los pies de la hacienda. Para la ceremonia le habían preparado un sillón y ya no se movió aunque todos vimos el esfuerzo que hacía para mantenerse erguido, para sonreír a su hija que le miraba de reojo. Luego, al regreso, entró en la casa apoyado en mi madre y en Damián. Se quedó en la fiesta sólo lo justo para brindar varias veces con todos; lo suficiente para dejar a los invitados acomodados por salas y salones.
Cena fría, cena de pie, se había anunciado en las invitaciones. La cena fue caliente en parte y todos pudieron sentarse, distribuidos por butacas y sofás. Pero se evitó el temido protocolo, cabecera, padrinos y parientes en el orden tradicional.
Desde la llegada de los novios la música sonaba en la explanada. Valses, danzones, foxes para el baile. Y las melodías cargadas de nostalgia de la música mexicana…,
México lindo y querido
si muero lejos de ti…
Octavio moriría aquí, en su México, en su hacienda, al lado de su hija y su mujer. Pero yo no estaría. No quería asistir a la despedida final.
Me quedé dos meses en la hacienda. No me moví de allí. No tenía interés en viajar a Ciudad de México. No quería ver a nadie. Las causas de mi viaje eran muy concretas. Hasta el último momento quería estar con mi madre y con Octavio. Después de la boda de Merceditas los dos parecían más tranquilos. Como si se hubiese cumplido una condición muy importante para asegurar el futuro de la niña. Porque a mí me pareció más niña que nunca, cuando se fue, llorosa, de la mano de su marido hacia el viaje de novios. «Volveremos muy pronto», le dijo a su padre. «Justito ir y volver. Ya verás…»
El marido era tímido, también muy jovencito. Parecían dos adolescentes jugando a ser mayores. «Él es muy tierno», me dijo mi madre. «Se quieren mucho. Y su vida está completamente resuelta. Es una familia larga y unida, y Merceditas se sentirá a gusto con ellos.» Hablaba del futuro. Hablaba de la desaparición de Octavio. «No nos vamos a quedar aquí las dos, encerradas y aisladas de todo. Creo que Adela ha hecho bien en adelantar la boda. ¿A qué esperar un año o dos? Se quieren mucho, son novios desde que ella hizo los quince, ¿a qué esperar?»
El verano transcurrió serenamente. La salud de Octavio se iba agotando poco a poco. El regreso de Merceditas le reanimó por un tiempo. Luego volvió a caer en el sopor de su dolencia. Reclinado en la cama, con almohadas en la espalda, era como se encontraba mejor. Una semana antes de que yo me fuera quiso reunirse con mi madre y su abogado. Durante dos horas permanecieron encerrados. Cuando se marchó el abogado, mi madre habló con Merceditas y conmigo.
«Tu padre quiere hacer testamento», le dijo a Merceditas. «Todo lo de tu madre es tuyo por derecho propio. Lo de tu padre, en su mayor parte. Él quiere dejarme una renta de por vida y otro tanto a Juana hasta que termine sus estudios y empiece a trabajar. Es su voluntad. Quiero que sepas que he discutido mucho con él para que rebajara nuestras asignaciones. Pero no ha aceptado bajar de los mínimos que él mismo marcó…»
Merceditas se refugió en mi madre llorando. Yo abracé a las dos y así permanecimos un rato, conscientes las tres de nuestra próxima orfandad.
Sergio era mi secreto. No le hablé a mi madre de él, ni de la historia de amor que estábamos viviendo. Tampoco le hablé de su ático en Rosales desde el que se veía el suntuoso verdor de la Casa de Campo. Las copas de los árboles señalaban, con una línea ondulada, un horizonte verde. Me parecía que detrás de esas líneas estaba el mar. Abajo, en lo hondo, se adivinaba apenas el Manzanares. Una fila de chopos limitaba sus orillas y se oía el silbido de los trenes del Norte pidiendo entrada en la ciudad.
Mi relación con Sergio había ido derivando de modo natural a una experiencia sexual plena. Solos, exaltados por la conciencia de nuestra libertad, vivimos nuestro amor con intensidad, desvinculados de toda norma hipócrita. La boda de Merceditas me había dejado un sabor agridulce. Mis ideas habían ido definiéndose en todos los sentidos y yo participaba, por esas fechas, de unos principios de independencia, feminismo incipiente y rebeldía que tenían mucho que ver con el ambiente político y social de mis amigos universitarios.
Volvía cada noche a la pensión de doña Lola. Mis tardes transcurrían en el estudio de Sergio, trabajando o leyendo hasta que él llegaba. Pero no quería abandonar la pensión. Sabía que era impensable alterar el orden de mis costumbres. La moral de doña Lola se encresparía. Ella no sospechaba el rumbo que había tomado mi vida personal. Creo que este rumbo hubiera sorprendido por igual a doña Lola y a mi madre. Una desde los sólidos principios católicos y la otra desde su puritanismo laico, coincidían ambas, con diferentes matices, en rechazar una relación total entre un hombre y una mujer, a no ser dentro del matrimonio, fuera éste civil o religioso.
Mi madre nunca me había planteado directamente este problema, pero yo sabía o quizá, sobre todo, temía su punto de vista. Desde niña había vivido aquella atmósfera en que mi abuelo la había formado. Una mezcla de renuncia a los placeres propia del espíritu castellano y la exaltación de los valores morales característica de las éticas no confesionales. Por eso me imaginaba que las dos, mi madre y su confiada representante, habrían descubierto con pasmo y frustración mi apasionada unión con Sergio y la pérdida del tesoro del que había oído hablar siempre a las mujeres vestidas de negro que me rodeaban: la virginidad.
Cuando Sergio entró en mi vida, y por influencia suya, me dediqué a leer ensayos, textos básicos sobre marxismo, análisis críticos sobre temas de actualidad. Discutíamos. Yo encontraba en Sergio una intransigencia dogmática que chocaba con mi tendencia espontánea a la comprensión y la flexibilidad.
«El Británico es un duro», me dijo un día Emilio. «Uno de los más duros de la facultad.» Yo no hice comentarios ni traté de que me explicara más a fondo las razones de su afirmación, porque quería mantener mientras fuera posible el secreto de nuestra relación. En los primeros tiempos esto fue fácil, porque Sergio y yo nos encontrábamos de tarde en tarde. Pero en el curso que acababa de empezar nos veíamos casi a diario y eso me impedía asistir con asiduidad a las reuniones que no fueran muy importantes. Acababa de iniciar el último año de mi carrera y el exceso de trabajo era la razón que esgrimía para explicar mis frecuentes ausencias.
Margarita no acababa de creerse mis disculpas. De un modo sutil trataba de hacerme llegar su convencimiento de que había algo que yo no confesaba en mi relativo alejamiento del grupo.
Un día fue a esperarme a la facultad. Como en los viejos tiempos nos fuimos juntas al bar, pero enseguida sugirió: «¿Nos vamos andando hasta la Moncloa?»
A poco de iniciar el paseo se detuvo en seco y me dijo: «No te molestes en seguir fingiendo porque lo sé todo.» Creo que me ruboricé. Me daba cuenta de la traición que suponía mi empeño en ocultar el cambio que había sufrido mi vida. Ella continuó. «A través de un amigo común sé lo que está ocurriendo entre tú y Sergio. Antes de nada quiero que me digas lo que todo esto significa para ti.» En un impulso apreté el brazo de Margarita y le dije: «Estoy loca por él.» Luego le conté toda la historia hasta llegar a aquel momento: «Cuando volví de México supe que no podría vivir sin Sergio. No pienso en mi madre ni en la enfermedad de Octavio, los veo a todos lejos, y ajenos a mí. Creo que no os he hablado de ello porque es algo demasiado intenso, me desborda, me abruma esta situación. Y a la vez ha dado un sentido pleno a mi vida. Creo que estoy obsesionada …», terminé tratando de sonreír.
Margarita esperó un instante y luego dijo: «Te agradezco que hayas sido sincera, pero yo también quiero serlo contigo. Ten cuidado, Juana, Sergio vive enloquecido con la política. Sacrificará todo a su actividad política. Es muy inteligente y muy valiente, pero es duro y me da miedo que acabe haciéndote daño. Por otra parte está bastante fichado y yo creo que sólo por lo influyente que es su padre no han tratado de echarle la mano encima por ahora…»
No me sentí con fuerzas para replicar a Margarita, para decirle los extremos de ternura a que podía llegar Sergio, lo absorbente de su pasión por mí, la sensibilidad con que captaba mis problemas y la energía con que me ayudaba a resolverlos.
Nos despedimos al llegar a Princesa. Yo bajé caminando despacio hacia Rosales. Trataba de ordenarlos sentimientos encontrados que había desencadenado la conversación con Margarita. En el fondo el resultado era positivo. Me sentía liberada de un secreto que me tenía violenta y esquiva con mis amigos. Por asociación de ideas recordé a Amelia. Hacía bastante tiempo que no nos escribíamos y sentí nostalgia de su amistad.
La familia de Amelia me invitaba en verano a la casa que tenían en un pueblo de Asturias, la casa que fue de los abuelos maternos, pero este año el viaje a México me había impedido ir.
El pueblo era pequeño y se apiñaba entre la montaña y el mar; una franja de prados verdes que se deslizaban en abrupta pendiente hasta la costa. La casa de los abuelos estaba en las afueras del pueblo, sobre una playa salvaje que formaba una pequeña ensenada entre rocas y arenas. El mar golpeaba con violencia los farallones que protegían la entrada natural de la playa. Cuando subía la marea había que retroceder hasta alcanzar el sendero que bajaba bruscamente de la casa al mar. Bañarse allí era un gozo, una aventura sin riesgo. El agua entraba con fuerza pero nunca tanto como para temer ser arrastrados.
Por la tarde leíamos o nos sentábamos en el porche cubierto de cristal que daba al mar. Podíamos pasar horas contemplando el color del agua, la furia embravecida de las olas.
En la planta baja estaba el salón. Allí coincidíamos todos a la noche y la charla se prolongaba durante horas. Solía acudir el médico y nos contaba historias del pueblo, sucesos de la guerra, miserias y heroicidades de los pescadores. «Fíjate, Juana, muchos de esos viejos que ves tomando el sol delante de la iglesia han estado en México o en Cuba. Se fueron a hacer fortuna cuando eran jóvenes y la mayoría han vuelto sin un duro. Pero cuentan historias de allá que te gustaría oír…»
Cuando había romería nos íbamos los jóvenes a bailar en los prados o delante de las ermitas. Los amigos de Sebastián eran como él, excelentes compañeros que nos escoltaban a todas partes.
El recuerdo de Amelia me devolvía la armonía, el equilibrio, la paz. Todo lo contrario del estado de ánimo que dominaba mi existencia desde que mi amor por Sergio me transportaba del arrebato a la desazón, de la exaltación a la tristeza.
El primero de noviembre amaneció nublado. Por la calle me había encontrado gentes con ramos de flores camino de los cementerios. Los crisantemos blancos y amarillos, en latas llenas de agua, esperaban comprador a la entrada del metro, a la puerta de un mercado cerrado, en una esquina. La sugestión de la fecha me entristeció. El culto a los muertos me estremecía y lo rechazaba con energía pero el espectáculo de la calle me impedía olvidar. Al entrar en el edificio del estudio de Sergio me crucé con la portera, una vieja ácida y enlutada que casi nunca me saludaba. También ella transportaba en sus brazos un ramo de claveles pálidos. Cuando el ascensor me dejó en el último piso llamé con fuerza, deseando entrar cuanto antes para ponerme a salvo de tanta alusión fúnebre. Sergio me abrió risueño, ajeno por completo al significado del día. «¿Qué ocurre?», preguntó al ver mi expresión seria. «Nada grave. Que no puedo soportar la necrofilia de la gente. Será porque ya tengo suficientes muertos y no quiero aceptarlo. Quiero recordarlos a todos vivos…»
Me quité la gabardina y me derrumbé en el sofá. Sergio vino a sentarse a mi lado. Parecía contento. «He terminado el trabajo que voy a enviar a la revista de la facultad. Te lo leeré si te interesa.» «Sí, me interesa», respondí. Pero estaba deseando que me besara. Él entendió mi deseo, o quizás estaba sintiendo lo mismo porque me recibió en sus brazos en un súbito impulso.
Yo fui la primera en verla. Me desasí violentamente de Sergio y me alejé de él. La puerta del estudio se había abierto sin ruido y allí, en el umbral, estaba su madre, la mujer de don Lucas, el amigo de Octavio.
Sergio se quedó mudo. Yo permanecí sentada, incapaz de moverme. Ella sí fue capaz de actuar. Nos amenazó con la mano enguantada y avanzó hacia nosotros. Yo esperé un ataque físico, pero no nos tocó.
Me pareció más alta, más grande que en su casa. Llevaba un traje negro con el cuello de piel. Sus tacones finísimos la hacían más esbelta. Era joven, pero su rostro crispado había envejecido repentinamente. De sus labios surgieron palabras que me golpearon con fuerza inusitada.
«Era verdad», gritó. «Nunca lo hubiera esperado de ti.» Se dirigió a mí en un principio como si no viera a su hijo o como si le considerara víctima de mi perversión. Luego habló en plural: «Estáis locos… No tenéis vergüenza… No pensáis en las consecuencias de vuestros actos. Sois basura…»
Sergio permanecía paralizado. No intentaba calmar a su madre y tampoco trató de acercarse a mí, de hacer el menor gesto de protección o ayuda. De pronto reaccioné. Recogí la gabardina y me fui hacia la puerta, que seguía abierta. No la cerré. Escaleras abajo seguía oyendo el tono agrio de la madre ofendida, recriminando a Sergio.
Aquella noche no pude dormir. Como una pesadilla, la escena del estudio volvía a repetirse una y otra vez en mi imaginación. Trataba de revivir mis impresiones, la sorpresa, el miedo, la humillación y la vergüenza. Y la certidumbre irreparable de la cobardía de Sergio.
La tortura del insomnio me acompañó hasta el amanecer. Esperaba la llegada del día como una salvación. Pero ¿qué esperaba? Nada que pudiera hacer retroceder el tiempo hasta un momento antes de la irrupción de la madre de Sergio en nuestra intimidad. Nada ante la sorprendente conducta de Sergio. Nada después de las palabras pronunciadas y de las que no se pronunciaron. Reconstruí el instante en que decidí desaparecer. Fue una decisión urgente y perfectamente lúcida. Como un relámpago me había deslumbrado la claridad inevitable de un final. Nunca jamás, me repetía. Es el final y para siempre.
Cuando abandoné el estudio, las últimas palabras que oí se referían a mí: «Se lo haremos saber a Octavio. Debe saberlo. Es nuestra obligación.» Pero Octavio no lo supo nunca. No fue necesario. A primera hora del día siguiente llegó un telegrama. «Octavio ha muerto. No vengas. Sigue carta. Te quiero mucho. Mamá.»
«¡Qué día, cielo santo! Qué día para morir», lloriqueó doña Lola. Había esperado en la puerta de mi habitación, convencida de la catástrofe que encerraba el papel azul doblado. «El día de Todos los Santos, ¿será posible?» Una serenidad imprevisible me dominaba. La conciencia del derrumbe total había alejado el temor a ese derrumbe. La catástrofe me pertenecía, la había aceptado, ya era mía, y no me amenazaría nunca más. Lentamente desayuné, me arreglé, decidí poner un telegrama a México antes de ir a la facultad. Llamé a Margarita muy temprano y le di la noticia de la muerte de Octavio. Prometió ir a buscarme a la segunda hora de clase, en cuanto ella resolviera sus ocupaciones más urgentes.
Doña Lola me miraba un poco extrañada: «Ay, qué malo es estar tan serena. Llora y desahógate, hija mía, que te sentirás mejor.» Pero no podía llorar. «Llama a don Lucas, que era amigo de tu padrastro y se portó tan bien contigo…» «Es demasiado tarde», le contesté. Y ella se me quedó mirando sorprendida, temerosa de que hubiese perdido la razón. «Querrás decir demasiado temprano, criatura», observó. Cuando alcancé la calle miré atrás y allí estaba, asomada tras los visillos viéndome partir, preocupada por mí y sin saber cómo emplear su compasión cargada de buenas intenciones.
Margarita me dejó hablar. «Lo esperaba», le dije, «pero no tan pronto. O si. En realidad sabía que ocurriría pero no me atrevía a calcular cuándo… Mi madre no ha tenido mucha suerte. Y luego está su terrible pesimismo. Aunque ese pesimismo le va a servir ahora de consuelo. A ella le da miedo la felicidad. Siempre que ocurre algo bueno se siente en falta. Cree que es una aberración ser feliz, algo que no se espera de la condición humana. Por eso hay que pagar un precio enorme por los momentos felices…»
Yo hablaba y hablaba, y Margarita me dejaba hablar. Era la medicina que necesitaba. Era mi terapia.
«Recuerdo a mi madre siempre de negro, negro sobre negro. Primero fue España. Y luego México, que no es alegre. Parece alegre por el color. Pero mi madre se dio cuenta enseguida, comprendió que la naturaleza, el fondo del pueblo mexicano es en blanco y negro. Captó esa ausencia de color en lo más profundo de lo mexicano. El color, allí, arropa lo externo, es lo externo. Pero por dentro el negro lo invade todo… El negro es la nada, el vacío, el no ser. El blanco es la fría luz de la conciencia, la percepción de lo que está bien, la verdad en estado puro e inalcanzable. Sin embargo, el color es una agresión, es la confusión, el exceso, el derroche. Me parece que mi madre siente la vida en blanco y negro.»
De pronto no pude continuar. Margarita escuchaba, respetuosa, mis desordenadas confesiones. «Perdona mi desahogo», le dije, «lo estaba necesitando.» Ella sonrió en silencio, esperando. Porque era evidente que no había terminado. Que quizá lo más importante era lo que me faltaba por decir. Estábamos sentadas ante el velador de un café que solíamos frecuentar últimamente. A esa hora, el lugar estaba tranquilo. Sólo algunos viejos miraban pasar las sombras de los recuerdos a través del cristal. Me armé de valor y dije: «He terminado para siempre con Sergio…»
Pasaron los días y yo circulaba de un lado a otro llevada por las rutinas cotidianas. Mi congoja oscilaba entre el recuerdo de la muerte de Octavio y la increíble deserción de Sergio. Escribí a mi madre una carta larga y meditada. Por primera vez fui yo la consejera, la protectora, «por favor, cuídate mucho. No caigas en tu eterno negativismo. No entiendo por qué no aprovechas este momento para hacer un viaje a España. Franco vive, pero el país también vive, y es tu país… Hay que tener el valor para regresar. El valor moral, porque a ti no va a ocurrirte nada. Te fuiste voluntariamente y puedes volver cuando quieras».
Mi carta se cruzó con la suya. «Ya sé lo que vas a decirme: que regrese a España. Pero no puedo ni quiero. La hacienda me necesita por ahora y Merceditas está la pobre tan desconcertada que no puedo pensar en abandonarla aunque tenga a su marido y a sus tíos. Está embarazada y se lamenta de que el niño no haya nacido a tiempo para que lo conociera Octavio. Pero el niño no nacerá hasta junio y quiero estar aquí cuando eso ocurra. En cuanto a ti, termina tu carrera tranquila y luego ya hablaremos. Quizás en el verano te apetezca venir. En este momento sólo serías una más a sufrir y yo quiero evitarte el sufrimiento…»
El otro sufrimiento, el que mi madre no podía imaginar, persistía. Sergio no daba señales de vida, pero no me sorprendió.
Con Margarita, el día de nuestro encuentro, analicé minuciosamente las razones de la incoherente actitud de Sergio. ¿Dónde estaba su rebeldía? ¿Dónde sus afanes revolucionarios, sus ataques al sistema, su enardecimiento cuando ensalzaba la libertad de costumbres de los jóvenes en Londres o en París? Todo era un gran engaño, una falacia, una ambivalencia profunda. Margarita movió la cabeza dubitativamente: «No estoy tan segura de que las cosas sean exactamente así. Sergio hubiera sido valiente ante un comisario de policía que hubiese entrado en su estudio a detenerle. Valiente y firme. Pero su madre es otra cosa. No es que él esté de acuerdo, es que se considera incapaz de liberarse. Sergio puede ir a la cárcel por su actividad política, pero no romperá con su familia por ti…»
Me convenía a medias esa argumentación. Más bien creía que yo le gustaba, le atraía, y no encontró la menor resistencia para que llegáramos a ser amantes. Y nada más. En eso me daba la razón Margarita: «No dudes que aquí y en la clase social de Sergio, a pesar de sus ideas tan opuestas a las de su familia, acabará coincidiendo con ellos en la elección de una mujer para toda la vida…»
Se acercaban las Navidades y yo estaba dispuesta a pasarlas con Amelia y su familia. Necesitaba salir de Madrid y la idea de estar unos días con amigos tan queridos me llenaba de tranquilidad. Había recibido varias cartas de México. De Merceditas que contestaba a una mía. De doña Adela, don Ramón y Rosalía. De mi madre que trataba de mostrarse alegre y me deseaba toda clase de venturas para el año nuevo. También añadía un mensaje de Remedios: «A mi niña, que nos regrese pronto, que es una alegría oírla hablar y reír por esta casa tan vacía…»
La tarde del día veintidós salía yo de Madrid. Esa mañana llegó un centro de rosas rojas, capullos a medio abrir.
«De invernadero, Juana, mira qué cosa más bonita …», dijo doña Lola al pasármelas a mi cuarto. Entre las rosas asomaba un sobre blanco con una tarjeta en la que había una sola palabra escrita: «Perdóname.» La rompí en mil pedazos y le entregué las flores a doña Lola: «Para usted. Yo me marcho esta tarde…»
En el tren, mientras discurría ante la ventanilla el paisaje agreste de la Sierra, iba pensando: «Estoy mejor. Mucho mejor. Voy a empezar a curarme.» Aunque una leve náusea me revolvió por dentro al recordar la tarjeta anónima, la letra inconfundible y las rosas.
Los momentos negros pasaban y durante unos días vivía presa de una euforia física. Tenía ganas de comer, de dormir, de ver a los amigos. Me parecía que ya estaba todo resuelto, cicatrizadas las heridas, barrida la añoranza de Sergio.
Un día a la salida del cine, acababan de pasar Viva Zapata en un Colegio Mayor, le vi entre la gente. No sé si él me vio, pero yo le miré a la cara y tuve que reprimir el impulso de avanzar a saludarle. Por un tiempo centré mis obsesiones en la posibilidad de una conversación con él. Tenía que hacerme la encontradiza en uno de sus lugares y horarios conocidos. Le obligaría a hablar, a exponer con la precisión que empleaba para darme lecciones políticas, las razones que le habían movido a paralizarse no sólo en el momento clave, la entrada de su madre en el estudio, sino después, esa misma noche, al otro día, al cabo de los tres meses que habían transcurrido. ¿Era bastante una sola palabra escrita en una tarjeta? ¿A qué vienen las rosas sin palabras? Mientras no habláramos yo no me quedaría tranquila. «Tengo una amiga que trabaja en la consulta de un psiquiatra», me dijo Margarita. «¿Quieres que hable con ella? Te veo fatal, Juana. Estás peor que al principio…»
Tenía razón. Vivía con la vaga conciencia de que no iba a terminar la carrera en junio. Imaginé lo que me hubiera dicho mi madre en esas circunstancias: «Esto se ha terminado. Tienes que ponerte a trabajar. Ordena tu vida, tus horas, tu descanso.» Obedecí. Renuncié a quiméricas estrategias y volví a la realidad. Para Semana Santa había recuperado el ritmo de los exámenes y había entregado los trabajos atrasados. Durante las vacaciones salí muchas veces con Margarita y algunas con el grupo.
Me recibieron con cariño y un toque de humor que me hizo mucho bien. Emilio trató de animarme hablándome de mi amigo, «el Británico». Margarita le hizo una seña que él no alcanzó a ver. «Tu amigo o tu conocido o lo que sea, el Británico, está hecho un estúpido. El otro día expulsó de clase a un amigo mío por hacerle una pregunta, según él, inconveniente. Pero bueno, ¿adónde van a llegar estos profesorcitos tan izquierdosos? Predican libertad y luego se vuelven tiranos.»
«¿Qué pregunta era ésa?», quise saber yo. «Pues algo así como hasta qué punto puede identificarse libertad de acción con independencia económica, en cualquier situación social que se produzca, ¿entiendes? Dice mi amigo que le sentó muy mal porque él, con sus veintiocho años, vive a lo grande en casa de sus padres. Valiente hombre rebelde…» Margarita dijo que eso no tenía que ver y que la verdadera independencia está en la cabeza y etc., etc. Todos participaron menos yo, que me limité a sonreír.
En plenas vacaciones tomé una decisión importante: escribiría a mi madre para contarle toda la historia del principio al fin. Estaba segura de que esa carta ejercería una función de limpieza y equilibrio y me liberaría de la necesidad de fabular que todavía a veces me asaltaba.
La respuesta de mi madre no se hizo esperar.
Era una carta rebosante de amor y comprensión. «Sentiría mucho que en todo esto hubiera algún asomo de frivolidad. Yo no soy frívola, como muy bien sabes. Me tomo en serio casi todas las cosas y, desde luego, los sentimientos. Por eso espero que los tuyos hayan sido también serios; es decir que para ti la relación con Sergio significara algo profundo y auténtico. El dolor por el desengaño que has sufrido puede ser intenso, pero es sincero…»
Al final de la carta me animaba a reflexionar sobre mi futuro. Insistía en recordarme que disponía del dinero de Octavio para continuar estudiando el tiempo que fuera necesario. Me animaba a hacer un viaje por Europa. «Creo que deberías pensar en viajar. Siempre me hubiera gustado enviarte a uno de esos países para que aprendieras otro idioma, pero todo fue difícil cuando eras niña. Si vas ahora a París puedes hacer un curso en el verano, y quizá te interese prolongar tu estancia un curso completo y pensar en el doctorado. Fuera de España aprenderás más, sobre todo aprenderás las formas de vida y el respeto a la cultura de otros países europeos…»
Ésa era la pregunta que yo me hacía a todas horas. ¿Qué voy a hacer en este momento de mi vida? La pregunta seguía sin respuesta a principios de junio cuando terminaron las clases y comprobé con alegría que, a pesar de lo desigual del curso, había aprobado todo. La carrera terminada me obligaba a tomar decisiones. Debía elegir el próximo destino: España, México o la tercera opción que mi madre apuntaba, Francia.
La experiencia española había sido fecunda. Durante unos años había estado en contacto con mi país, había descubierto claves de una cultura que, a distancia, nunca hubiera comprendido del todo. Me había acercado a jóvenes que no se resignaban a vivir para siempre disminuidos por la dictadura. Había tratado de participar, de vivir con mis compañeros la tensión de la rebeldía. La gente que había ido conociendo en distintas circunstancias me parecía generosa, resignada y, a la vez, altiva. Pensaba en mi padre y en la lucha que le costó la vida. Identificaba a mi padre con España, con lo que yo andaba buscando desde que llegué. España era la tierra de mi padre muerto, de mi madre despojada de su escuela y en consecuencia de su hogar; obligada a mendigar trabajo en el ambiente hostil de una ciudad pequeña y envilecida por la mezquindad de unos y el miedo de otros. Pero en España estaban mis orígenes, las raíces de los míos hundidas en las tumbas de los que me precedieron, España clausurada y sin embargo viva.
Y luego estaba México, la tierra abierta, el refugio, la mano generosa tendida a los vencidos. México en la distancia, en la nostalgia que me incitaba a renovar mis ataduras con sus gentes, a respirar de nuevo sus aromas frescos y violentos. México era parte de mi vida. Allí había quedado la mitad de mi infancia, toda mi adolescencia. México me pertenecía y yo pertenecía a México. La hacienda era mi hogar. Una vez más me reconocí víctima de un desgarro, a mitad de camino, en el centro del puente que unía mis dos patrias. Dividida entre México y España me preguntaba: ¿Aquí o allá? Era una cuestión que no podía explicar a mis amigos porque apenas podía entenderla yo misma. En las últimas tardes del curso, cuando ya el verano encendía de rojos y naranjas el oeste de la ciudad y nos derrumbábamos a la busca de una brisa inexistente en el aguaducho de las Vistillas, trataba de acercarles a mis dudas: «¿Cómo me voy a ir ahora», les decía, «cuando todo empieza a moverse, cómo voy a abandonar el barco, la parte que me toca en el riesgo, el compromiso? Es una deserción…»
Quizás imaginaban ellos que el desengaño amoroso tenía que ver con mis vacilaciones. Y no era así. La historia con Sergio influía poco en mis tentaciones de huida y en el dolor de esa huida.
Pero ahora se trataba de mi dedicación profesional y sobre todo de mi vida balanceándose entre dos mundos. La tercera salida, Francia, ampliar conocimientos, conocer un país libre y de un alto nivel cultural, prolongar mi formación universitaria, era indudablemente la más razonable. «Vete a París, hija mía», me decía Emilio. «Disfruta, aprende, ya nos echarás una mano desde allí. Te advierto que hacen falta contactos, embajadas, ya sabes… No vengas con aquello de que prefieres las cárceles de tu país a los hoteles extranjeros… Además, esto está al caer, Juana. ¿Cuántos años han pasado desde el treinta y seis? Date cuenta; estamos en 1954…»
Con su sensatez acostumbrada, intervino Luis: «No te tortures. Hagas lo que hagas, nada es definitivo. Puedes irte y volver. O quedarte y marchar más adelante.»
Me sentí momentáneamente aliviada. Haría una pausa para disfrutar del presente, me marcaría un plazo antes de decidir. Esperaría.
Llamé a Luis y le dije: «Quiero despedirme de todos vosotros en la taberna en que os conocí. Aquélla a la que me llevaste el primer día…»
Estaban todos allí, hasta los que se habían retirado de las reuniones políticas. Algunos habían terminado sus carreras y se debatían entre la incertidumbre del presente y el temor del futuro. Teresa estaba a punto de debutar en el teatro.
Margarita, Luis y Emilio parecían tristes. «Mis fieles», les dije con emoción. «Os escribiré y os contaré y volveremos a vernos. Aquí o quién sabe dónde…» Luego brindamos con las claves secretas de la libertad y la esperanza. Algunos clientes solitarios, hombres mayores recostados en el mostrador o dispersos por las mesas, nos contemplaban entre admirativos y críticos. «Ay, la juventud», dijo uno, «qué bonita es y qué poco dura.»
El treinta de junio salí de Madrid. Viajaría a Francia para embarcar rumbo a México, mi siguiente parada, mi apremiante necesidad. Regresada del destierro, necesitaba ahora desterrarme de nuevo. Exilio y regreso y exilio. El inexorable vaivén de los desterrados. Me fui sola a la estación. No quise despedidas ni adioses. Doña Lola soltó unas lágrimas y me entregó un regalo: un abanico negro con varillas doradas.
Cuando hube acomodado las maletas en el compartimiento, me asomé a la ventanilla. El tren se ponía ya en marcha. Un grupo de mujeres enlutadas decían adiós. Tuve la delirante sensación de que se despedían de mí. Las miré fascinada; un grupo compacto, inmóvil. Fueron quedando atrás, cada vez más pequeñas hasta que sólo vi una mancha oscura, un enjambre de manos pálidas y aleteantes. Un grupo de mujeres de negro.
Las Magnolias, agosto, 1993