Mi madre dijo: «Es la segunda vez que me caso en una iglesia, yo que no creo en nada…»

Estaba guapa. El traje era negro y recuerdo que pensé: es la segunda vez que se casa de negro. Me hubiera gustado un traje más vistoso. Por ejemplo, un traje rosa o azul brillante. Pero eso no era para mi madre. «Eso que dices no es para nadie. Eso es un traje de noche, de fiesta», me dijo Rosalía, la sobrina de Octavio. Había venido a la boda desde Puebla, junto con su madre doña Adela, que era viuda, y el otro hermano de Octavio, soltero, don Ramón.

No puedo decir que yo estuviera triste y tampoco alegre. Desde el momento en que salimos de España en el descapotable rojo —ellos dos delante y Merceditas y yo detrás, tal como había fantaseado la primera vez que vi al viudo— no había pensado en posibilidades novelescas. En aquel viaje no se hablaba más que de los detalles de la huida, porque para nosotras era una huida. La guerra mundial cada vez se extendía más y Octavio decidió regresar a México con la niña. Ése fue el momento, la ocasión que aprovechó mi madre según me contó luego. Octavio ya le había hablado de lo bien que recibían en su país a los republicanos, del fervor de la gente, de la generosidad del presidente Cárdenas, de los barcos llenos de exiliados que salían de Francia. Un día dijo: «¿Por qué, Gabriela, no intentamos que se vengan ustedes para allá? Serán felices, ya lo verá. Dejarán atrás esta tristeza y esta angustia de la guerra y sus consecuencias…» Dice mi madre que se encontró con la propuesta así de repente, pero la verdad es que ella llevaba mucho tiempo dándole vueltas a lo de marcharse lejos. Me lo había dicho más de una vez: «Nos iremos…» Ella siempre tuvo ese deseo de escapar. Y más entonces con la guerra perdida y el porvenir tan negro. Porque ya no podía soñar con que le devolvieran la escuela ni con trabajar por su cuenta, como había hecho los años de la guerra. Cuando conseguimos, mejor dicho, consiguió Octavio los permisos y los pasajes echando mano de los amigos de sus amigos en Lisboa, creo que todos respiramos tranquilos. Dos días antes de embarcar, Octavio vendió a un amigo el descapotable rojo.

Ya en el barco, mirando la tierra que quedaba atrás, me dijo mi madre: «Así arranqué un día de Cádiz para irme a Guinea. Entonces no escapaba de nada y además iba sola…» Me cogió de la barbilla, ella que no era muy dada a los gestos cariñosos, pero no sonrió. Yo aproveché para decirle: «¿De qué huimos? ¿Tienes miedo por aquel amigo de mi padre?» Y ella contestó: «No. Tengo miedo de no poder vivir en una cárcel, porque ya todo es una cárcel…» No lo entendí muy bien, aunque ahora sí lo entiendo después de un tiempo viviendo aquí, con tantos españoles refugiados y tanta noticia triste que nos llega de España. Pero volviendo a la boda, durante el mes que tuvimos que esperar en Lisboa nadie habló de boda ni cosa parecida. A veces nos tomaban por una familia y decían tu papá o tu mamá a Merceditas y a mí. Pero ellos nada, más bien callados, preocupados por las dificultades que estaban surgiendo y las que poco a poco podían aparecer. Ocupándose de nosotras y llevándonos de paseo a la orilla del mar, al Acuario, a la estufa fría. Me gustaba Lisboa y me gustaba la gente: me gustaba aquel acento dulce y arrastrado. «¿Por qué no nos quedamos en Lisboa?», pregunté una vez. «Está muy cerca de España, no hace falta barco para volver.» Mi madre no contestó. Contestó Octavio: «Aquí ustedes no pueden vivir y en México sí.» En el barco seguí haciendo preguntas: «¿Tenemos dinero bastante?» Porque sospechaba que el dinero que nos dieron por la casa de la abuela no iba a durar siempre.

«Cuando lleguemos, trabajaré como hacen todos», dijo mi madre. Octavio la puso en contacto con los españoles exiliados. Primero le encargaron trabajos de oficina, largas listas de nombres y domicilios de españoles para poder dar información si preguntaban por ellos. Después trabajó en un economato donde se recibían donativos para los refugiados, ropas, muebles, mantas. Así estuvimos unos meses y durante ese tiempo Octavio se quedó en Ciudad de México con la niña. «Hasta que ustedes se acomoden», nos dijo. A mí no me chocó porque pensaba yo: «Si pudo estar una temporada tan larga en Europa también podrá quedarse algún tiempo más en la ciudad.» Para entonces ya sabíamos muchas cosas de Octavio. Que no tenía padres. Que cuando se quedaba en Ciudad de México vivía en la casa de unos tíos suyos a los que quería mucho porque le habían cuidado cuando murió, muy joven, su madre. Que sus dos hermanos mayores vivían en Puebla. Que él administraba una hacienda familiar con mucha tierra y muchos cultivos. Que alguna vez teníamos que ir a visitarles y quedarnos unos días…

Allí en la boda había españoles, conocidos en nuestra corta estancia entre ellos, y también mexicanos, amigos de Octavio. Los mexicanos parecían contentos con mi madre. «Doña Gabrielita», le decían, «qué alegría que usted se case aquí en nuestra tierra y con un mexicano.»

El mexicano estaba serio. También vestía de negro y al verlos juntos se me vino a la memoria el día que se conocieron. Que por cierto, aquélla fue la única vez que tuve una especie de corazonada al verlos a los dos tan de luto, tan iguales, tan viudos y solitarios.

Merceditas y yo estábamos juntas, en el primer banco de la iglesia. Ella con un traje blanco. Yo con un vestido rojo. Los zapatos eran de charol negro y me hacían daño. Por la noche, cuando me los quité, tenía una ampolla en el talón y lloré de dolor, aunque yo creo que también lloraba por los nervios y las emociones del día y por la boda de mi madre, que me alegraba y me entristecía a la vez. Merceditas parecía tranquila. No se movió durante la ceremonia, que fue corta, ni después en la fiesta que se sirvió en un restaurante precioso lleno de flores y luces de colores, con muchas cosas para comer y beber y cantos de los amigos de Octavio. Cantos tristes unos, de penas y desengaños, y otros alegres con una música que daba ganas de correr y saltar. Merceditas se portó muy bien. Era una niña dócil. Hacía siempre lo que su padre le mandaba. Se veía que le quería muchísimo y no se separaba de él ni un minuto. Por eso me decía yo que no le haría mucha gracia lo de la boda, aunque lo aceptara sin rechistar como todo lo que su padre hacía. Muchas veces después he pensado que fue raro aquel día que pasamos juntas las dos y sin embargo tan separadas, cada una pensando en sus cosas sin decirnos nada, casi ni nos mirábamos. Venían los invitados y decían: «Ay, mira las hermanitas, qué bueno, dos hermanitas tan igualitas, juntas así de golpe…»

Pues ya digo, en el viaje de barco, que fue largo y no sé cuántos días duró pero fueron muchos, no vi yo en la pareja síntomas de amoríos o cariños. Se portaban como buenos amigos, pero un poco lejanos; cada uno pasaba mucho rato con su hija aunque luego comíamos y cenábamos juntos los cuatro, pero eso era todo. Mi madre y yo salíamos con frecuencia a cubierta. Si hacía bueno nos sentábamos en una sillas que estaban atadas unas a otras para que no se cayeran con el viento. Allí nos tropezamos con muchos españoles. Había bastantes en situación parecida a la nuestra, aunque decían que la mayoría embarcaban en Francia, sobre todo una vez que empezó la guerra y se vio que allí poco porvenir tenían. Iban todos con esperanzas de una nueva vida, pero también tristes y llorosos por lo que dejaban atrás. Jugábamos con los otros niños al parchís en un salón sombrío donde los mayores tomaban café al vaivén de las olas. El viudo y su hija aparecían de tarde en tarde. Él se inclinaba a saludar a mi madre y preguntaba: «¿Todo bien, Gabriela?» Y mi madre le sonreía, como apagada, como sin ganas.

Rosalía, la sobrina de Octavio, vino a buscarnos a Merceditas y a mí y nos advirtió: «Sus padres se van, niñas, vengan a despedirse.»

Yo sabía que se iban a la hacienda para preparar nuestra llegada, y también, pensé después, para acostumbrarse a estar juntos. El caso es que se fueron, serios y tranquilos. Desde la puerta volvieron la cabeza y nos dijeron otra vez adiós. Los invitados españoles se habían ido colocando juntos y cantaban canciones que todos conocían y coreaban con entusiasmo.

El día de la boda nos llevaron a dormir a la casa de los tíos de Octavio, donde habían estado instalados él y Merceditas, desde nuestra llegada de España. Era una casa grande, de dos pisos, en Coyoacán. Tenía un jardín alrededor y al fondo una casa pequeña, como de juguete, que habían construido para sus hijas cuando eran niñas. Los tíos eran mayores. Sonreían siempre y me trataron con mucho cariño. Me instalaron en el cuarto de Merceditas, que tenía dos camas de madera con un baldaquino del que colgaban cortinas blancas, tiesas de almidón. «¡Ay qué alegría tener otra vez niñas en la casa!», decía la tía. Acariciaba a Merceditas, y a mí me daba golpecitos en la cara: «Mírala, la española, tan seria y tan mayor.»

Aquella noche dormí mal. Estaba nerviosa y la extrañeza del cuarto excitaba mi imaginación. El calor me agobiaba, me asomé a la ventana y contemplé el jardín. La casa de los juegos estaba en sombras. De pronto me pareció que una luz temblorosa brillaba tras los cristales de la casa, como si alguien se moviese dentro con una vela en la mano. ¿Era el reflejo de la calle? ¿El fantasma de las niñas lejanas? El corazón me latía con fuerza. Miré hacia la cama de Merceditas, que aparentemente dormía. Cerré la ventana y volví a la cama sin hacer ruido. Tardé en dormirme y no me desperté hasta que Merceditas vino a buscarme y me sacudió suavemente diciendo: «Que nos vamos ya, que el coche nos espera…»

Después de desayunar, salimos hacia Puebla para pasar unos días con doña Adela. Luego nos vendrían a recoger nuestros padres para llevarnos a la hacienda.

Puebla es una ciudad grande. Está en un valle rodeado de montañas muy altas. Tiene una plaza con muchos árboles y una fuente preciosa en el medio. Allí está la catedral. Pero hay iglesias por todas partes. Iglesias con altares de oro, iglesias con altares pintados de muchos colores, torres altas, cúpulas, campanarios. Cuando suenan las campanas parece que ha empezado una gran fiesta que se transmite de unas a otras y se prolonga hasta el último rincón. Rosalía, la prima, nos acompañó a dar un paseo hasta la iglesia de Santo Domingo que tiene una capilla, la del Rosario, muy alegre, con una virgen llena de adornos. «Aquí me bautizaron», dijo, «a ver si me caso aquí.» Eso fue el sábado. El domingo nos llevaron a misa a la catedral. No se parecía nada a la de mi ciudad, pero me gustó ir. Me gustó la ceremonia, la música, las casullas de los curas, el parpadeo de los cirios, el olor del incienso. Por la tarde nos dieron chocolate con dulces muy ricos. El chocolate lo hicieron en una chocolatera dorada, removiendo lentamente con el molinillo. Como en España. El tercer día, que era lunes, fuimos con doña Adela al mercado. Los puestos eran maravillosos. Todo lo que vendían tenía muchos colores: las frutas, las especias, las telas… También las flores de papel y los juguetes de latón. El mercado era lo más alegre de Puebla. Doña Adela nos compró chucherías y a mí me regaló un traje de poblana muy bordado con los colores de la bandera. El martes llegaron mi madre y Octavio. Mi madre llevaba un vestido blanco y estaba muy guapa. También Octavio llevaba un traje claro y un sombrero de paja fina.

Al entrar por primera vez en la hacienda de Octavio confirmé lo que ya sabía: que Octavio era rico. El viaje a la hacienda lo hicimos en coche, un Ford grande, cargado de equipaje. Desde Puebla no había muchos kilómetros, pero la carretera era mala, llena de cuestas y curvas porque había que atravesar una parte de montaña. Al doblar un recodo, de pronto apareció una explanada y una tapia no muy alta, en cuyo centro destacaba una puerta de hierro forjado con un arco superior en el que decía con letras muy recargadas: «Hacienda Guzmán.» La verja estaba abierta y el coche avanzó por un paseo ancho, limitado por árboles a ambos lados. Al final del paseo estaba la casa, una espléndida construcción española, de la época colonial, me explicó mi madre, con una fachada blanca que se prolongaba hasta lo alto en curvas airosas rematadas por un campanario. Tenía muchos salones y habitaciones que allí les dicen recámaras, pasillos, galerías y un patio central, rodeado de buganvillas moradas que subían hasta el primer piso. En el centro se erguía una palmera con un tronco grueso por el que trepaba una glicina color naranja. Bancos de hierro muy trabajados ocupaban las cuatro esquinas del patio y arriba, en lugar de techo, resplandecía un rectángulo de cielo azul.

La finca era enorme. Kilómetros de cultivos, maíz, trigo, frijoles, se extendían por las estribaciones de la montaña y descendían a un amplio valle para volver a subir por las laderas lejanas. «Ya iremos recorriéndolo todo», dijo Octavio. «Del otro lado, más hacia el sur, están las mejores tierras de la hacienda. Ésas son las que cedió mi padre cuando la reforma de Carranza.» Se dirigió a mi madre: «Te advierto que están medio abandonadas. No tenían quien supiera dirigir y organizar el trabajo, y los indios, ellos solos, han acabado por arruinarlas. Lo mismo ha ocurrido con muchos ejidos.» Mi madre sonrió y dijo: «No sabían cultivarlas. No sabían organizarse. Porque nadie les enseñó…»

En la casa teníamos criados y en el campo peones. Éstos en realidad eran familias de indios que vivían diseminados por el territorio de la hacienda. Vivían en casas de adobe encaladas, con una parra sobre la puerta o arbustos a su alrededor. Trabajaban de sol a sol y parecían contentos porque el amo no era «cruel y abusón como otros», decía Remedios, la gobernanta que había visto nacer a Merceditas y había cuidado a su madre hasta el final. Remedios hablaba mucho. Sería por la confianza que le había dado la familia o por los muchos años que llevaba en la casa o porque tenía sangre española. Como ella decía, «mi Fernández es de allá, de ustedes, no como otros que no sé de dónde sacan el apellido».

Los demás criados apenas hablaban. Iban de un lado a otro haciendo sus trabajos, un poco aturdidos por nuestra presencia. Ésos eran los que tenían sus obligaciones en la vivienda principal. Los otros, los que trabajaban en el campo, no aparecían por la casa y apenas los conocíamos. Pero sí conocíamos a sus hijos. Había niños por todas partes. Enseguida observamos que se movían libremente, los utilizaban en las tareas más variadas y aparentemente no iban a la escuela. Los niños y su absoluto abandono fue la causa de una discusión que presencié entre mi madre y Octavio. «No se puede con ellos», dijo Octavio, «el pueblo está lejos y no tienen interés en ir a la escuela. Con cualquier disculpa abandonan.» Por ahí empezó la discusión. Octavio era un hombre abierto a todas las transformaciones y partidario de las reformas que pudieran beneficiar a su país. Como mi madre, él creía que sólo la educación cambiaría las cosas. «Pero ¿qué haces para que cambien?», preguntó mi madre aquel día, cuando llevábamos unos quince viviendo en la hacienda. «Sé cómo piensas y estamos de acuerdo en las ideas, pero la conducta no siempre coincide con esas ideas. No es suficiente votar y opinar, cada uno debe hacer lo que mejor pueda para mejorar las cosas.» «Las acciones individuales son granos de arena en el desierto», dijo Octavio.

«Yo creo en los granos de arena», replicó mi madre. «Es fundamental que los niños de tus peones vayan a la escuela.» Así nació la idea de hacer una escuela en la hacienda para que mi madre la organizara y enseñara a leer y escribir a los inditos.

Es curioso qué ciega estuve yo con lo del enamoramiento de mi madre y Octavio. Ahora que los veía juntos y felices, ahora que mi madre decía eso de «estamos de acuerdo en las ideas», yo pensaba ¿pero cuándo, en qué momento empezaron a estar de acuerdo en las cosas? Tan dada como era yo a fantasear y no vi lo que tenía delante de los ojos. Cuando llegamos a México, Octavio nos visitaba con frecuencia. Acompañaba a mi madre a resolver algún asunto, siempre de papeles, porque tenía amigos en todas partes que simplificaban las gestiones. Nos llevó a comer varias veces a restaurantes agradables. Nos llevó a visitar barrios y monumentos y nos explicaba todo con mucho interés. A mí me parecía una persona muy cercana, muy amigo nuestro, y lo refería continuamente a España, a los padres de Amelia, a Amelia. Era como un eslabón entre el mundo perdido y este nuevo mundo encontrado.

Hubo un día, que ahí sí debía haber estado yo más despierta y más observadora, en que vi a mi madre mirarse en el espejo. Era un espejo que se trajo de España entre las ropas de la maleta. «Aunque se rompa, lo llevo», dijo, «porque ha estado conmigo desde el día que me casé con tu padre.» El espejo estaba colocado en una de las dos habitaciones en que nos alojábamos, la que nos servía de dormitorio. Y allí estaba ella mirándose y mirándose y pasándose el dedo por las cejas, estirándose la piel de la frente para que desaparecieran las arrugas, mordiéndose los labios para que tuvieran más color. Se volvió hacia mí, que la contemplaba distraída, y me dijo: «Soy ya vieja, ¿verdad?» Nunca hubiera esperado esa pregunta, de modo que tampoco tenía preparada la respuesta. Pero fui tajante y rápida. «¡Qué va! Tú no eres vieja. Eres guapa y delgada… Y joven.» Tenía entonces treinta y ocho años y por primera vez me planteé que sí, que iba empezando a ser mayor, pero estaba bien de salud y era verdad lo que le dije, que era delgada y guapa. De todos modos me sorprendió la pregunta. Aunque ni remotamente la asocié a Octavio.

La escuela la instaló mi madre en la planta baja, en una gran sala que daba a la parte posterior de la casa y nunca se usaba. «Aquí hubo en tiempos una capilla», dijo Octavio, «pero se destruyó en un incendio. Alguien se dejó una vela encendida que cayó sobre los paños del altar y ardió todo, el altar, los santos de madera. Luego, cuando pintamos la sala, ya no se rehizo la capilla. Así que ahí la tienes para lo que quieras hacer…»

De Puebla trajeron un camión lleno de pupitres, tizas, libros, cuadernos, un encerado, un globo terráqueo, un mapa de México y uno de América entera. Todo lo había ido encargando mi madre en sucesivos viajes con Octavio. Nosotras le ayudábamos a colocar las cosas y a pintar cartulinas con frisos de flores para adornar las paredes. Cuando todo iba estando a punto, una noche en la cena, dijo Octavio: «Vamos a hacer un viaje antes de que empiece a funcionar tu escuela, Gabriela. Visitaremos a las primas en Cuernavaca y luego iremos a Acapulco. Quiero que te asomes al Pacífico.» Me pilló de sorpresa y miré a mi madre esperando que se negara. Pero ella dijo: «Desde luego.» Sonrió a Octavio y se volvió a la india que servía la mesa para pedirle algo.

«Nunca volverá a contar conmigo para nada», pensé. Y dejé de comer aunque tenía hambre y me estaban gustando las tortitas rellenas que tenía en el plato. Mi madre me miró distraída y me dijo: «¿No comes más? Seguro que has merendado demasiado.» No contesté. Ella seguía charlando con Octavio y él le adelantaba las maravillas del viaje, las personas que iban a encontrar, los paisajes que iban a descubrir. «No conoces nada de este país», decía, «y tienes que irlo explorando poquito a poco.» Mi madre asentía. Decididamente no estaba preocupada por mí. No se había detenido a considerar que yo iba a quedarme sola, aunque la hacienda estuviera llena de gente. Por primera vez me di cuenta del cambio que había sucedido en nuestras vidas. El matrimonio de mi madre no significaba sólo una nueva residencia, una forma de vida diferente y más grata, sino una forma nueva en nuestra relación. Yo estaba acostumbrada a vivir pegada a mi madre, hasta el punto de no haberme separado de ella ni un solo día en mis diez años. La boda ya supuso una breve ausencia, y ahora este viaje parecía el preludio de una serie de distancias que se interpondrían entre las dos. No quise jugar con Merceditas como todos los días. No quise ir a su cuarto a organizarle los trajes de las muñecas o a leer cuentos ni correr por los pasillos jugando al escondite por las habitaciones vacías. Bajé a la cocina a ver a Remedios, que me dio un vaso de leche y unas masitas que ella hacía. La leche estaba fresca, y los dulces, riquísimos. Conmovida, lloré de agradecimiento, silenciosamente. Remedios se dio cuenta, vino a limpiarme la cara y me aplastó la cabeza sobre su blando pecho. «¿A que sé yo por qué llora mi hijita? Llora porque se va su mamacita, pero eso no está bien, que aquí queda su Remedios para remediarle todas sus penitas…» Luego se puso seria y apartó mi cabeza de su cuerpo. «Pero vamos a ver, Juana, ¿qué tenía que hacer Merceditas entonces? Porque ella es más pequeña y también su papá la va a dejar por unos días, pocos días, ya lo verás…»

Me fui a la cama más tranquila y todavía no estaba dormida cuando entró mi madre y me dio un beso en la frente. Ella no había sido nunca dada a besar así, sin ton ni son. Pero desde que se había casado y vivíamos en la hacienda, me besaba todas las noches, antes de irse a la cama con Octavio.

Yo no podía imaginar los detalles de su intimidad pero sabía que eran horas para ellos solos, horas sagradas que no se podían interrumpir, horas en que los dos estarían abrazados en aquella cama grande hablando de sus cosas hasta que les fuera llegando el sueño.

No sé si Merceditas tenía celos de mi madre. Nunca se lo pregunté, por una mezcla de timidez y soberbia y también porque no sabía cómo empezar. Tampoco sabía qué recuerdos guardaba ella de la suya. Un día, al poco tiempo de llegar a la hacienda, me enseñó una por una todas las habitaciones del primer piso y me iba diciendo los nombres que les daban: «Ésta es la del obispo, ésta la del gobernador, ésta la del abuelo Pedro…» Al llegar a una al final del pasillo, me dijo antes de abrirla: «Aquí murió mi mamá.» Luego la abrió de par en par y siguió adelante sin detenerse. La habitación estaba en penumbra, con las contraventanas cerradas y las cortinas echadas. Adiviné una gran cama con una colcha blanca y un tocador con un espejo en el que se reflejaba la puerta abierta. Había frascos en el tocador y un portarretratos con una fotografía de boda que apenas pude distinguir, pero estaba segura de que eran Octavio y ella, la mamá de Merceditas. Cerré deprisa y me fui detrás de la niña que ya bajaba por las escaleras y me decía al verme: «¿Y qué tal si jugamos a la teja?» Me pareció que con aquella alusión a un juego que le habíamos enseñado Amelia y yo en España, pretendía hacerme comprender que estaba contenta conmigo y con nuestra presencia en su casa. Y también que la muerte de su madre había quedado encerrada en aquella habitación que ya nadie utilizaba.

Del viaje volvieron morenos y alegres. Nos trajeron muchos regalos. Cajas cubiertas de conchas marinas, caracolas enormes, collares de coral negro y blanco, un periquito en una jaula… Yo les había perdonado y me sentí satisfecha al ver a mi madre tan feliz y tan guapa. Llevaba un vestido nuevo de seda estampada con hombreras grandes y unas sandalias de tacón. «Última moda en Cuernavaca», nos dijo, «moda de gringos.» Se había cortado el pelo y lo llevaba suelto en ondas naturales. Parecía más joven. Octavio me dijo: «¿Cómo la ves a tu mamá, Juana?» «Muy bien», le contesté. Y tuve que reconocer que mi madre se parecía a la madre que siempre había soñado, guapa, joven y elegante. Como las que salían en las películas que veía con Olvido y sus hermanas los domingos por la tarde.

Los niños llegaban a las nueve de la mañana. Aparecían repeinados y limpios, daban los buenos días y se sentaban a trabajar. Mi madre hizo una lista con sus nombres y apellidos y cada día comprobaba que estaban todos. Los había de edades muy diferentes, pero ninguno sabía leer. Los dividió en grupos y le dijo a Octavio: «Me parece que he vuelto al principio otra vez. Al primer pueblo en que tuve una escuela unitaria y no sabía cómo arreglármelas para que no perdiera el tiempo ninguno…»

Aunque a la tarde no había clases —era cuando mi madre se ocupaba de nuestros estudios—, muchas veces aparecían dos o tres niños preguntando por doña Gabriela. A regañadientes, Remedios llamaba a mi madre —«… que la van a dejar seca de tanto hablar, que les da demasiadas libertades…»—. Pero mi madre siempre les recibía y ellos traían preparada una pregunta, una duda. Muchas veces lo que traían era un regalito: unas plumas coloreadas, una cestita de palma tejida, una fruta.

La escuela fue un éxito desde el primer momento. Y yo volví a descubrir en mi madre la sonrisa y el tono de voz que reservaba para sus clases. Desde muy pequeña había captado la transformación que se producía en ella cuando se enfrentaba con un grupo de alumnos. Fuera quedaban las preocupaciones o las tristezas. Salía de sí misma y era capaz de crear a su alrededor una atmósfera de vigoroso entusiasmo. Un día, cuando yo era una adolescente exaltada que se debatía entre mil caminos, me dijo: «Elige algo que pueda ser para ti el cimiento de tu existencia. Algo a lo que te puedas agarrar en los momentos malos, algo que nadie pueda quitarte. Las personas, los afectos pasan, pero tu profesión está ahí. Es como tu esqueleto que soporta tu cuerpo y te permite andar y moverte de un lado a otro, un delicado mecanismo que regula el equilibrio de tu vida.» Yo sabía que aquello era, al menos en su caso, absolutamente cierto.

A Merceditas y a mí nos buscaron un colegio en Puebla para ir preparando la secundaria. Era un colegio pequeño que había instalado un matrimonio de refugiados. Él, alemán, judío, huido del nazismo; ella, catalana, republicana, que venía de un campo de concentración francés. Llevaban un año y ya habían conseguido reunir un grupo de alumnos procedentes de familias liberales. Hijos de médicos, de abogados, la gente que simpatizaba con los vencidos de España y los perseguidos de Europa.

La familia de Octavio no estuvo de acuerdo. En la ciudad había colegios religiosos a los que acudían los hijos de las buenas familias. «Allí es donde se pueden hacer las amistades de toda la vida, Octavio, allí podrán preparar a tu hija para casarse con alguien que merezca la pena…», decía doña Adela. Y su hermano Ramón asentía, sin palabras. A mi ni me nombraban. Seguramente pensaban que mi madre era la causante de una decisión tan desafortunada para Merceditas, que hasta ese momento había tenido tutoras en casa. «Aunque ya sé yo que tú de siempre has sido revolucionario, que te conocemos, Octavio, y no soy yo quién para culpar a nadie de tus faltas…»

Para ir y venir a Puebla usábamos el coche de Octavio. Nos llevaba Damián, que era su secretario o administrador, su hombre de confianza. Tardábamos casi una hora en llegar y Damián nos esperaba las tres que duraban las clases. Siempre tenía cosas que hacer. Misiones que le encomendaba Octavio, bancos, facturas, documentos. Una lista de encargos que le daban los trabajadores de la finca: piezas para una máquina, semillas, un herbicida o unas tablas. Y pequeños encargos que le hacía Remedios: la escoba, el jarabe, la confitura, el matamoscas. Mi madre también le pedía que por favor le buscase este libro, aquel cuaderno, lapiceros de colores y papeles de seda para hacer plegados.

Damián nos recogía en casa de doña Adela, que vivía muy cerca de nuestro colegio, «y así no esperan en la calle ni en la puerta, que no me gusta verlas allí solas ni es conveniente para unas señoritas». Doña Adela nos daba un vaso de limonada y nos preguntaba qué tal las clases. Le explicábamos todo lo que quería saber. Que Nuria nos enseñaba lengua española y matemáticas y Gustav inglés y ciencias naturales. Y como no daba tiempo para más, por la tarde mi madre completaba el programa y nos enseñaba geografía e historia de España y México. Que a mí me gustaba mucho conocer las hazañas de los olmecas y de los zapotecas, del imperio azteca y de los mayas. Que teníamos libros con ilustraciones y que Octavio había prometido llevarnos con mi madre a visitar pirámides y templos cuando hubiera una buena ocasión…

«Y de religión nada, claro», decía doña Adela. Y suspiraba. Quería mucho a Merceditas y se conoce que no estaba conforme con aquella educación que su padre le proporcionaba. Pero era una buena mujer y nos trataba con mucho cariño a las dos. A mí me miraba a veces y me acariciaba el pelo y también suspiraba: «Anda que tú, pobrecita mía, tan niña y lo que has sufrido ya…»

Me gustaba aquella casa. Era grande, con habitaciones sombrías que olían a flores secas y a canela. Las cortinas estaban siempre echadas «por el ruido y el calor», decía doña Adela. Eran de la misma seda que la tapicería de las butacas. Había muchos cuadros, paisajes y retratos de señores serios con barba o perilla. «Mis antepasados», decía doña Adela, y levantaba la barbilla de un modo exagerado, como queriendo reforzar la importancia de esos señores. Merceditas y yo nos mirábamos y nos tapábamos la boca con la mano para que no se nos escapara la risa. En el portal de la casa había bancos oscuros y una puerta de hierro forjado que dejaba ver la calle cuando no estaba cerrada la otra, la de madera, tan pesada «que hay que cerrarla entre dos», decía Merceditas.

Al regresar a la hacienda subíamos por las vueltas y revueltas del camino. «Despacio, despacio», le pedíamos a Damián, porque íbamos mirando por la ventanilla hasta que perdíamos de vista la ciudad con sus casas apiñadas y las torres de sus iglesias abajo en lo hondo.

Estábamos aislados en la hacienda pero a mí se me pasaba el tiempo sin sentir. En los atardeceres rojos y calurosos, soplaba una ligera brisa que olía a tierra seca y me traía al recuerdo los veranos sedientos del pueblo de la abuela, cuando la tierra se cocía al sol y en las eras estaba el trigo listo para la trilla, y era alegre subir en el trillo y dirigir el paso de las vacas, empujándolas con el palo, hacia dentro o hacia fuera según lo exigiera el círculo.

En Europa seguía la guerra. Mi madre y Octavio oían la radio todas las noches para saber las últimas noticias. «Que no sé para qué a esas horas», protestaba Remedios. «Tienen ganas de irse a dormir con el corazón encogido…» Nos lo decía a Merceditas y a mí, porque no se hubiera atrevido a criticar así, abiertamente, una costumbre de nuestros padres. Contrastaba la abundante charla de Remedios con el silencio casi total de los demás criados. Al principio yo creía que era por nosotras, porque no nos conocían, pero según Remedios «son callados de por sí, el indio es poco comunicativo, pero se ve enseguida si está contento o no, y ellos están contentos con ustedes, Juanita, te lo digo yo. Y eso que hace tu madre de la escuela, eso se lo agradecen aunque no lo sepan decir o no lo quieran decir, que el indio es callado pero también orgulloso. No es como yo, que aunque soy medio india tengo una vena española y he vivido en esta casa desde que nací, que ya mi padre era capataz de la hacienda. Sí, señor, Jacinto Fernández, originario de Asturias, España. Mi madre no, mi madre era india a secas. Se llamaba Edelmira de Atotonilco, así que yo me llamo Remedios Fernández de Atotonilco. Díganles a sus papás que les lleven a la iglesia de Santa María de Tonantzila y allí verán tumbas y tumbas de gente importante que les pasa igual que a mí: apellido español y apellido indio. ¿Qué les parece? Además que la iglesia es bonita, pero que muy bonita, qué dorados y qué altares con qué pinturas tan hermosísimas…» Nuestras charlas con Remedios eran por la noche. Mientras Octavio y mi madre escuchaban la radio, Merceditas y yo retrasábamos el momento de ir a la cama jugando en nuestro cuarto o leyendo cuentos. Pero lo que más nos gustaba era bajar a la cocina y ayudar a Remedios, que en aquel momento revisaba la ropa planchada, comprobaba que los zapatos estaban limpios o disponía lo que se iba a poner de comida al día siguiente. Las muchachas que la ayudaban se retiraban a dormir y era entonces cuando ella se sentía dueña y señora de su territorio. «Mañana pondremos sopa de pollo y una enchilada. Tu mamá nunca quiere opinar, dice que yo sé mejor que nadie lo que gusta en esta casa. Pero yo le digo, doña Gabriela, que ustedes tendrán otros gustos y otras costumbres. Y ella que no, que lo que yo haga bien está…»

Creo que uno de los aciertos de mi madre fue precisamente ése, no interferir con la omnipotencia de Remedios, lo cual le permitía además dedicar su tiempo a las cosas que de verdad le gustaban: leer, escuchar la radio, preparar los trabajos para los niños, y acompañar a Octavio a sus recorridos por las tierras de la hacienda o encerrarse con él en su despacho para ayudarle a contestar cartas, ordenar papeles y archivar recibos.

Cuando las noticias de la noche terminaban, se quedaban los dos un rato en la salita charlando o en silencio, según los días. Les oíamos comentar los sucesos, hacer suposiciones, lamentarse o exaltarse según el ritmo que fueran tomando los acontecimientos. Nosotras procurábamos deslizarnos cuidadosamente de la cocina al ancho pasillo, del pasillo a la escalera, de la escalera al primer piso donde estaban los dormitorios. Enseguida oíamos a Remedios pasar al comedor y asomar a la sala para dar las buenas noches y pedir instrucciones a mi madre. «Si hay algo que hacer que usted me lo diga o si algo está mal o escaso o falta algo para su mayor comodidad.» «¿Las niñas?», preguntaba mi madre, y ella decía con la mayor inocencia: «En sus recámaras, supongo. ¿Dónde si no, doña Gabriela?» Para entonces ya estábamos cada una en nuestra habitación, preparadas para recibir la visita rápida de mi madre y Octavio que nos deseaban las buenas noches.

Mi madre había escrito a España media docena de tarjetas comunicando su boda a los amigos más cercanos. Las respuestas fueron llegando lentamente. Primero escribieron los padres de Amelia. «Qué gran noticia, qué buena noticia para todos», decían. Se notaba que les complacía la novedad: se sentían ellos mismos parte responsable y su alegría parecía sincera. Luego escribió Eloísa. Una carta melancólica como ella. Una fórmula cortés de felicitación y luego mucha tristeza, mucho pesimismo. «En Los Valles ya nada volverá a ser como antes. La vida se ha endurecido notablemente. Me duele hasta ir a la iglesia, yo que siempre fui tan buena practicante. Pero no puedo soportar que se aproveche la casa de Dios para mantener vivos los odios.» La familia de Olvido envió una tarjeta deseando a mi madre «toda la felicidad posible». Los parientes, algunos tíos y primos con los que nunca tuvimos mucho trato se limitaron a enviar una postal, firmada por todos y con un solo texto: «Enhorabuena, querida Gabriela.»

Aquellas cartas aludían a personas y situaciones que yo había ido sepultando en el olvido. Era diferente la correspondencia que mantenía con Amelia desde que nos separamos. Le escribí en Lisboa, en el barco, y al llegar a México, un par de veces. Ella me contestaba pero las cartas tardaban tanto que nunca supe a cuál de las mías correspondía la respuesta.

A Amelia fue a la única que confesé mis primeras sospechas sobre el giro que tomaba la amistad de mi madre con Octavio. Fue una confidencia confusa, a raíz de una excursión que hicimos a Puebla a los quince o veinte días de llegar a México. «La hermana, doña Adela, es una señora gordita, muy compuesta y enjoyada. No se parece nada a Octavio, que es tan delgado y nervioso. Ella es tranquila y fue muy cariñosa con nosotras. Pero a ver qué opinas tú… En la sobremesa, doña Adela dijo: “Pues qué bueno que Octavio haya encontrado una española. Él siempre ha sido muy aficionado a la madre patria.” ¿Crees que lo que ella quería decir es que son novios?»

Amelia me contestó un mes después diciendo que a lo mejor, que podía ser. Para entonces, ya mi madre me había hablado del noviazgo. «No sé si esto acabará en algo serio o no. Todavía no lo he decidido. Hay muchas cosas que poner en la balanza.» No me atreví a decirle nada. Tampoco yo había tenido tiempo de pensar los pros y los contras de una decisión tan grave: porque enseguida se me hizo evidente que el final «serio» al que aludía mi madre era, sin lugar a dudas, el matrimonio.

A veces tenía miedo de perder el pasado. Por eso le pedía a mi madre que me hablara de las cosas que yo recordaba y temía olvidar y de las que nunca había sabido. Soñaba con la abuela. Los sueños se desarrollaban siempre en el mismo escenario: la casa del pueblo. Veladamente le reprochaba a mi madre la venta de aquella casa. «Si un día volvemos, ¿adónde iremos?», le preguntaba. Y ella me decía: «El mundo es patria… no te aferres a las patrias pequeñas.» Pero yo lo necesitaba. Trasplantada bruscamente a otra tierra necesitaba esa primera sustancia, ese alimento primero para completar el ciclo de mi crecimiento.

Una tarde se presentó doña Adela sofocada y suspirando en su automóvil, que conducía un chofer viejo, un poco encorvado. «Espérame en el coche pero busca una sombra, Manolito», ordenó. La pasaron al salón de recibir y allá fueron Octavio y mi madre. Merceditas y yo nos acercamos a darle un beso pero enseguida nos despachó: «Vosotras a jugar, ángeles míos, que los mayores tenemos que hablar…»

Nos quedamos escuchando debajo de la ventana hasta que nos aburrimos de lo que oíamos porque lo repetían muchas veces, diciendo lo mismo de distinta manera. Doña Adela estaba seria, aunque no enfadada. «Que tú no conoces esto, Gabriela, que está muy mal visto que tú te prepares tu escuela y enseñes a los indios lo que no les interesa… Que me dicen los padres que a qué viene ese afán teniendo ellos colegios suficientes donde acoger a estas criaturas… que aquí no parece bien eso de no enseñarles la santa religión, Gabriela… que me adelanto porque vas a tener cualquier día la visita del enviado de Instrucción a ver qué es eso de hacerte tú la salvadora de estos niños… Encima viniendo de España, que lo menos que dirán es que eres comunista.» A doña Adela era a la que mejor oíamos porque estaba del lado de la ventana. Mi madre apenas hablaba y Octavio sí, Octavio le replicaba a todo y le decía: «Quédate tranquila que ya recibiremos a quien venga a visitarnos… pero vete diciendo a quien te pregunte que necesitamos muchas escuelas como esta de Gabriela para que todos aprendan lo que necesitan aprender, Adelita… Ya sé que no todos opinan lo mismo. Pero somos muchos los que estamos de acuerdo y mucho lo que van cambiando las cosas…» Cuando se fue, doña Adela nos dio un beso y una moneda a cada una «para que compráramos lo que quisiéramos». Llamó a Manolito, que se había dormido dentro del coche, y se volvió a Puebla. Yo pensé que, verdaderamente, una ciudad con tanta iglesia no iba a estar conforme con que a los niños no se les enseñase a rezar. Se lo dije a Merceditas y ella me miró con sus ojos tan negros y tan grandes, y me contestó: «Es verdad, pero esas iglesias las hicieron los españoles…»

Mi madre y Octavio se habían quedado en la puerta despidiendo a doña Adela hasta que el coche se perdió en la lejanía. Octavio sonrió y le dio a mi madre un golpecito en el brazo. «No te preocupes», dijo. Mi madre sonrió también, pero un poco triste. «Es la historia de mi vida; moriré luchando contra los mismos molinos.»

Remedios tenía razón: los indios de la hacienda estaban contentos con mi madre. Lentamente los niños progresaban. Aprendían a leer y escribir y también a hablar porque muchos tenían dificultades para expresarse en español. Mi madre adquiría nuevos libros para que leyesen los más avanzados. Les explicaba ciencias naturales, les hablaba de su geografía y de su historia. También dedicaba tiempo a los trabajos manuales, a la pintura, a la música. Les enseñaba canciones y les pedía que ellos cantaran las suyas. Las madres empezaron a acercarse, tímidamente, a la escuela. Primero fueron dos o tres. Sin palabras, con una cautelosa sonrisa, se quedaban a la puerta trasera de la casa, la puerta de la antigua capilla, y al salir mi madre retrocedían un poco, dejaban un espacio entre ellas y la mujer que ayudaba a sus hijos. No sabían decirle, ni explicarle, pero querían verla y mostrarle con su presencia un reconocimiento silencioso. Un día se habían reunido varias, sentadas en el suelo, arrebujadas en sus vestidos de percal, apoyadas en la pared de la casa, que les protegía con su sombra y sobre todo queriendo pasar desapercibidas. Una fila de cabezas oscuras inclinadas, los brazos cruzados, las manos ocultas bajo las axilas, las piernas escondidas bajo la falda. Una fila de cuerpos temerosos, encogidos sobre sí mismos. Fulgencio, el capataz, apareció de pronto ante ellas. Venía dando la vuelta al edificio, se acercó y les gritó una orden escueta, acompañada de un gesto enérgico. Se levantaron y se fueron con un breve trote asustado en el instante justo en que mi madre alcanzaba la puerta a tiempo para verlas, para percibir el gesto iracundo de Fulgencio, la rabia con que mordía un tallo seco girándolo entre los dientes amarillos. «¿Qué ocurre?», preguntó mi madre. «Nada, doña Gabriela, que hay que marcar un límite a esta gente si no quiere usted que un día se le metan en casa, poquito a poco, y hasta se sienten a su mesa…»

Aquella tarde después de nuestras clases llegó Octavio a caballo acompañado de Damián. Entró en la sala y preguntó: «¿Qué tal el día?… tan largo y caluroso… Hay problemas abajo. La tormenta de anoche arrasó la ladera del sur, está muy expuesta…» Pequeñas informaciones que Octavio daba cada día al regresar de sus visitas. Y allí estaba mi madre un poco tiesa, un poco rígida, con la actitud que solía adoptar cuando quería mostrar su descontento. Él se dio cuenta y se interrumpió para decir: «¿Qué ocurre?» Me hizo gracia que la pregunta fuera la misma que ella le hizo a Fulgencio. No contestó a Octavio. Se dirigió a nosotras y nos hizo una seña para que nos fuéramos.

«Jugad un poco ahí fuera o en vuestro cuarto.» Yo no sé lo que le dijo ni cómo planteó su desacuerdo con la expulsión de las mujeres, pero la discusión, si la hubo, debió de durar poco, hasta la hora de la cena que se servía temprano.

El enfrentamiento de mi madre con el capataz de Octavio se repitió en varias ocasiones. Una de ellas fue especialmente grave. Mi madre se enteró por los niños de la verdadera angustia de sus padres: las deudas con la hacienda Guzmán, que nunca lograban liquidar. Con el consentimiento de Octavio, un consentimiento tácito derivado de la inercia que rige las costumbres, el capataz se ocupaba del economato que abastecía a los peones. En el economato todos tenían cuenta y si no pagaban, parte del salario se iba quedando allí. Esto suponía una forma de esclavitud, ya que el endeudado no podía reclamar ni protestar, ni abandonar la hacienda prácticamente de por vida.

Mi madre no estaba de acuerdo con ese planteamiento. Además, decía, una buena parte de estos hombres no saben leer apenas y se les puede engañar fácilmente. Octavio hizo indagaciones y resultó cierta la sospecha. Las cuentas se engrosaban día a día por encima de las compras reales. Octavio montó en cólera y después de una larga conversación despidió al capataz, hijo del que había sido capataz de su padre. «Un hombre bueno», decía Remedios, «un santo varón, no como éste, que es un granuja más picotero que el jején.» A solas con mi madre, le pregunté: «¿Cómo es posible que Octavio no supiera que ese hombre era tan malo?» Mi madre suspiró y me dio como siempre una respuesta clara. Octavio consentía. Como su padre y su abuelo, dejaba en manos del capataz determinadas funciones, sin plantearse que algo podría fallar: «Ese consentimiento es uno de los males que sufren los que trabajan la tierra en este país.»

En invierno hacía frío. No el frío al que estábamos acostumbradas. Pero sí el suficiente para encender la chimenea y abrigarse un poco más. Estábamos sentados en torno a los leños encendidos y yo me sentía feliz. Me alegraba el cambio después del calor excesivo del verano. Entonces dijo Octavio, dirigiéndose a mi madre: «Tengo que ir a Ciudad de México. ¿Quieres venir conmigo?» Yo pensé: «Ojalá no vaya.» Todavía me sentía insegura para afrontar la ausencia de mi madre. Temía que le ocurriera algo, temía perderla y no podía soportar la idea de tener que quedarme a vivir en la hacienda sin ella. Mi madre dijo que sí, que iría, sin dudarlo un momento, sin buscar mi aprobación o mi disgusto. Se fueron y me quedé con la conocida sensación de vacío, el hueco angustioso de las separaciones. Por la noche tuve miedo. Me concentraba en los ruidos y trataba de descifrarlos. Imaginaba el dormitorio vacío de mi madre y Octavio. Su sola presencia en aquel cuarto me daba tranquilidad. Si algo sucedía podía correr hacia ellos, gritar, pedir ayuda. Sólo estuvieron fuera dos noches y al tercer día, cuando oí el ruido del motor del coche, todavía tuve un momento de congoja. ¿Y si venía Octavio solo? ¿Y si mi madre estaba enferma o herida en un hospital o detenida por un contratiempo inesperado? Había oído decir que algunos españoles tenían problemas con los pasaportes… Fue sólo un momento porque enseguida, los dos, felices y contentos, descendieron del coche con muchos paquetes. Me agarré a mi madre y frotaba la cara en su manga mientras el corazón me golpeaba rápido, rápido.

De Ciudad de México, aparte de regalos y material para la escuela, trajeron noticias. De los amigos, de cómo les habían obsequiado, de una obra de teatro que habían visto, de los españoles exiliados. Lo comentaban entre ellos, reían, discutían. Me tranquilizaba comprobar el cambio de mi madre. Su matrimonio la había transformado en una mujer diferente. La veía alegre, habladora, animada. Y mucho más guapa. Le chispeaban los ojos, la piel se le había vuelto sonrosada y sus movimientos eran sueltos y libres. Yo me daba cuenta de que ese cambio se lo debía a Octavio. Octavio era un hombre inteligente, fuerte, bueno. Un hombre que la eligió contra toda previsión, porque ¿no podía encontrar él otra mujer más joven, sin hijos, sin tristezas si quería volver a casarse? Octavio nos había proporcionado una vida cómoda y un porvenir seguro. De no ser por él viviríamos sometidas a la inseguridad material y a los bandazos emocionales de los exiliados, siempre a vueltas con la neurosis del regreso.

La relación entre nosotros cuatro fue un acierto desde el primer momento. Merceditas mostraba a mi madre la misma confiada actitud que a mí me inspiraba Octavio. Eran Gabriela y Octavio para nosotras. Octavio no era mi padre y mi madre no era la mamá de Merceditas. La ausencia de los muertos era irremediable. Al casarse nuestros padres se había creado una nueva estructura familiar, pero los antiguos núcleos seguían existiendo. Era ahí, en esas ligazones previas, donde estaba la raíz del distanciamiento y también del respeto que garantizaba nuestra convivencia. Mi madre y yo adquirimos la costumbre de pasar algún tiempo solas, en la salita de mi madre o en el patio recién regado, y el balanceo de las mecedoras que Remedios nos colocaba en el lugar más fresco, marcaba el ritmo de nuestra cercanía. Merceditas aceptaba estos momentos. Jamás vino a buscarme para jugar o hacer deberes si me veía con mi madre en actitud de confidencia. La mayoría de las veces no había revelaciones concretas. Era más bien un abandono, una tranquilidad, la calma de una intimidad compartida. Yo sabía que también Merceditas tenía esos arrebatos de comunicación intensa con su padre. A su manera los dos establecían una familiaridad inexpugnable. Como nosotras, compartían un pasado y los secretos de ese pasado. Por otra parte mi madre y Octavio parecían felices. Su unión mostraba todas las señales de la armonía y su equilibrio creaba a nuestro alrededor un clima de bienestar. Y entre nosotras, las niñas, las nuevas hermanas, había nacido un vínculo singular. Los dos años que yo llevaba a Merceditas me situaban en un plano de superioridad que no hice valer en ningún momento. Al contrario, la niña despertaba en mí ternura, deseos de protección, todos los sentimientos que produce un ser más débil que nosotros. Por lo demás, el carácter pacífico y complaciente de Merceditas, su sensibilidad para captar los estados de ánimo de los demás, y su ausencia de susceptibilidad me invitaron a quererla sin reservas y a compartir con ella periodos luminosos y otros sombríos de nuestras vidas.

«De un tirón, imposible. Haremos noche en el camino», dijo doña Adela. «Además, Ramón no está acostumbrado a conducir tantos kilómetros seguidos. Y si va Manolito, no cabemos…»

Era abril, hacía poco que había sido mi doce cumpleaños y el tercer aniversario del casamiento de mi madre con Octavio. Unos rumores, la apreciación de un viajero visitante de la hacienda Durán, la hacienda del padre de Rosalía, habían sembrado la inquietud entre los familiares de Octavio. «Se acabó el algodón, dicen que ya no plantan algodón…» «Andan mal por allá abajo. Han despedido a los peones más fieles…» «El señor Tomás ha metido allí a una mujer que lo maneja todo. La tiene en una choza cerca de la casa, pero ella pone y dispone, y quita lo que quiere…» El administrador seguía enviando con regularidad las cuentas claras, detalladas. Si algo iba mal, nadie sabía exactamente qué. Octavio dijo: «Deberías ir.» Se lo dijo a don Ramón, que miró a su hermana desolado. Doña Adela replicó: «Deberíamos ir los dos, él y yo.» Primero fue escribir y anunciar la inminente llegada de los señores. Después la respuesta del señor Tomás: «Qué bueno, tanto tiempo sin verles, que ya les estaban preparando las recámaras.» Después fue la intervención de Rosalía: «¿Y por qué no voy yo? ¿Y por qué no vienen las primas que tanto les va a gustar conocer aquello?» Insospechadamente, Octavio y mi madre accedieron al capricho de Rosalía. «Pues, bueno, que vayan, ya no son tan pequeñas…», dijo Octavio. Mi madre objetó débilmente acerca de la salud y de los peligros, pero doña Adela no la dejó continuar. «No es tan salvaje la hacienda, Gabriela, que mi niña y yo vivimos en ella mucho tiempo, que la de México no es la selva amazónica…» Y así fuimos llegando a la última decisión: «Haremos noche por el camino. De un tirón, imposible…»

Dos días completos, con sus correspondientes paradas para comer y dormir, nos costó el viaje. Desde Oaxaca —«ya vendremos otra vez, Juana. La ciudad más hermosa de México»— salimos a una carretera con muchas curvas y cuestas. Apenas encontramos coches, sólo alguna camioneta renqueante cargada de madera. Y campesinos en sus burros. Parecían dormidos; avanzaban despacio con la cabeza gacha, oculta por el amplio sombrero atravesando, como nosotros, la Sierra Madre del Sur. Desde los áridos riscos, descendimos después a un territorio verde, llano y frondoso. En un punto de la carretera, pasada una ermita en ruinas cubierta de vegetación, una flecha, toscamente pintada, indicaba «A la hacienda Durán». Era el comienzo de un camino estrecho, lo justo para que pasara el automóvil. Las copas de los árboles formaban un túnel que ocultaba la luz. Al cabo de un buen rato entramos en un espacio despejado. Al fondo, una cerca blanqueada marcaba el comienzo de la finca. Por un paseo de palmeras llegamos hasta la casa, rosada, con dos escalinatas curvas que confluían en el porche principal. La puerta se abrió y allí estaba el señor Tomás sonriente, con el sombrero en la mano, esperándonos.

Desde el primer momento me sentí atrapada por el mundo que acababa de descubrir. Recuerdo la primera noche que pasé allí. Las aspas del ventilador giraban en el techo de mi cuarto. La gasa finísima del mosquitero se movía leve, al paso del aire. Me envolvían las sombras y un murmullo de vida nocturna se diluía en el vaho vegetal, casi líquido, que penetraba por la malla de las ventanas. Una mariposa, que había quedado encerrada en la habitación, golpeó aturdida el mosquitero. Era grande y pude ver sus manchas brillantes a la luz de una luna aparecida entre jirones de neblina. Me hubiera gustado moverme, abrir la ventana, liberar a la mariposa extraviada. No me decidí. No tenía miedo; era una deliciosa laxitud que me embargaba. El cansancio del día y el zumbido del ventilador me fueron sumergiendo en un sueño profundo.

El amanecer fue deslumbrante. Durante la noche había llovido y el sol lucía en un cielo limpio. No lejos de la casa, se extendía la selva. «El capataz las lleva a dar un paseíto», dijo el señor Tomás… «No tiene trabajo urgente, no. Su mejor trabajo es complacerlas.» Desayunamos ensalada de frutas y café con leche y bollos, y nos subieron a una camioneta cubierta de lona. «Las llevaré hasta el poblado Durán, que está cerquita», dijo el capataz, un mulato grande, muy complaciente. Se dirigía siempre a Rosalía: «Ha crecido usted mucho, señorita. ¿Recordaba la hacienda?» Por el camino atravesamos puentes sobre ríos secos o inexistentes. Entre los árboles se veían chozas de palma trenzada con hamacas colgadas a la entrada. En un bosque de palmeras abrazadas y asfixiadas por otros árboles, había una explanada: el comienzo del poblado Durán. A la puerta de una choza un viejo tallaba un tronco retorcido. Tenía algunas figuras terminadas, colocadas ordenadamente en el suelo: una paloma, un diablo, un pescado con forma de dragón. «Los pinta con colores que saca de las plantas», nos explicó el capataz. El viejo nos regaló limones y nos enseñó sus obras cuidadosamente.

Al día siguiente nos llevaron a la laguna, la parte ensanchada de un río que se pierde en la selva. En el centro de la laguna había una pequeña isla. La rodeamos en una barca de remos. La pájaros, águilas, garzas, pelícanos huían ante nuestra proximidad. Los arbustos, enormes, entraban en el agua, y sus raíces se enredaban unas con otras formando una verdadera red. En los árboles, ceibos y cedros, se veían las bolsas negras de los hormigueros gigantes. Al regresar por un camino diferente, vimos nuevos poblados. Los niños convivían en absoluta libertad con los cerdos, los pavos y los cabritos. El sol quemaba y las moscas se detenían sobre los restos de un animal muerto al lado del camino.

Cuando llegamos a la casa, doña Adela, don Ramón y Tomás tomaban café en la sala. Parecían satisfechos. La palabra la tenía Tomás y don Ramón asentía: «… y vean ustedes, pues, cómo es prudente el cambio cuando el cambio se ve necesario, y si no queremos guerra habrá que buscar paz…, que ya recuerdan que el indio de estas zonas anda rebelde de años y años…, que el mulato y el negro se adaptan a esta tierra pero que muy rebién.»

Desde la ventana de mi cuarto contemplé el atardecer. El sol iba desapareciendo más allá de la llanura poblada de verdes. Cuando el disco rojo se fue ocultando, el cielo se volvió rosa, asalmonado, vainilla.

Rosalía me recordaba mucho a Olvido. Siempre hablaba de novios y de bodas. El matrimonio era una obsesión. «Cuanto antes mejor. Así tienes hijos joven», decía. Y, misteriosa, me susurraba al oído: «Una amiga mía se ha casado con dieciséis cumplidos. Ya sabes…», insinuaba pícara. Yo no sabía pero ella trataba de explicarme, mimaba el embarazo con gestos cómicos. Luego aclaraba con palabras: «De tres meses, mujer…»

Mi grado de inocencia era exagerado. Pero ya Rosalía, como Olvido en su día, trataba de iniciarme en los secretos a voces de la vida. Fue a Rosalía a quien tuve que acudir para contarle a medias asustada, excitada a medias, que allí, en la hacienda de su padre, había llegado el momento de confirmar mi feminidad. El segundo día amanecí con las sábanas manchadas de sangre. Rosalía y su madre me consolaron y me dieron consejos risueños salpicados de interpretaciones jocosas: «Que ya te visitó el caballero de la casaca roja…, que ya está la tierra lista para la siembra.» Con esa información previa, a mi madre le costó poco trabajo aleccionarme de forma científica sobre lo mismo.

El día que Rosalía cumplió quince años, pocos meses después de nuestra excursión, se celebró una gran fiesta. Era, me explicó mi madre, una costumbre en ciertos ambientes para presentar en sociedad a las jóvenes. A partir de esa «fiesta de quince», los pretendientes, incluso los novios, eran aceptados.

«Tú vendrás a mi fiesta», dijo Rosalía. «Merceditas es muy pequeña pero tú ya vas siendo grande.» Al final fuimos las dos y permanecimos sentadas con los mayores, observando el ir y venir de Rosalía. Llevaba un traje blanco de organdí, con la falda muy hueca, flores en el pelo, un collar de perlas, sortijas y pulseras. Las amigas también vestían trajes de fiesta, azules, rosas, beige. Ellos iban de oscuro, muy peinados, muy puestos. Hubo uno, sólo uno, que vino a buscarme con una copa de ponche en la mano: «¿Quieres?» Yo moví la cabeza, rechazándolo. Y él continuó: «¿Tú eres la española?» Roja de vergüenza, asentí con otro movimiento de cabeza. Se sentó a mi lado, en la silla que una señora había dejado momentáneamente vacía, y trató de conversar: «A España pienso ir un poquito más adelante. A Sevilla, a Granada, y a Madrid a los toros.» En voz baja murmuré: «Ahora, con esa guerra…» Él se echó a reír: «Claro que ahora no. Pero algún día terminará la guerra. Además ahora estoy arriba con los gringos estudiando en un internado…» Enseguida se acercó una muchacha y le cogió de la mano: «Ande, vamos a bailar.» Me dijo adiós y se incorporó al grupo de danzantes. Giraban todos enloquecidos al son de una música rápida, que brotaba del gramófono colocado en una esquina del salón.

«Tiene quince también», me explicó Rosalía días después. «Es hijo de un petrolero pero la familia de la madre es de aquí. Mucha plata, mucha…», repitió admirativa. Y luego pasó a sus chanzas habituales. «Mírala ella, tan modosita, y viene a quitarnos novios a las mayorzotas…»

Durante muchos días pensé en él. Una nueva sensación de dulzura y alegría me invadía. Tardaba en dormirme por la noche y pensaba en aquel chico cuya fugaz aparición me había trastornado. ¿Le volveré a ver?, me decía. ¿Me dejará mi madre dar una fiesta de quince años? Hablaré con Rosalía para que le invite… Sólo faltaban dos años y medio para que llegara ese momento. Miré hacia atrás y pensé que otro tanto hacía que estábamos en México. Habían pasado casi tres años en los que no podía quejarme de nada. Nuestra vida se deslizaba suavemente, acolchada y sin estridencias. El día de nuestra llegada estaba ya lejos. Y también España había quedado atrás, quizás para siempre.

Nuestros estudios de secundaria iban bien, apoyados y reforzados por la intervención de mi madre. Yo leía mucho y sin darme cuenta iba aumentando mis conocimientos. Mi madre me daba a leer poesía española y una profunda nostalgia me asaltaba. Atravesaba una etapa muy inestable. Lloraba o reía con el menor pretexto. «Es la edad», decía mi madre. Pensé escribir a Amelia para tratar de explicarle lo que me pasaba, pero últimamente nuestras cartas se habían ido espaciando. «El tiempo», decía la abuela, «lo allana todo, lo apisona todo.» Ahí estaba la raíz de la angustia que unida a la melancolía de la adolescencia me sumía a ratos en un sopor salpicado de suspiros.

No sólo la poesía contribuía a mis exaltaciones. Había un tipo de lectura, semiclandestina, que Rosalía me proporcionaba. Eran novelas de un español, Rafael Pérez y Pérez, que leían mucho las chicas mexicanas. Había una Duquesa Inés que me entusiasmaba. Trataba de una maestra que había entrado de institutriz en la casa de un duque cuya mujer estaba gravemente enferma. Inés se hace cargo de los niños y cuando la mujer muere, el duque, enamorado de su bondad y belleza, la convierte en duquesa ante la oposición de la aristocrática familia. Mi madre no era partidaria de este tipo de novelas. «Te llena la cabeza de pájaros», decía. «Además esos mundos no son reales.» De modo que empecé a leerlas a escondidas y a recoger otras nuevas de manos de Rosalía, también a escondidas.

«Lo de tu madre es una novela de Pérez y Pérez», me dijo un día Rosalía. «Casarse con un viudo, mexicano y rico, en su situación…»

Estoy segura de que no pretendía ofenderme, pero lo hizo. Dejé de pedirle sus novelas y regresé a mi madre en busca de consejo. «Puedes leer muchas cosas, buenas y entretenidas.» Me dio El gran Meaulnes, David Copperfield y el Primer amor de Turgueniev.

Gustav y Nuria, el matrimonio que nos preparaba para los exámenes anuales de secundaria, venían a cenar con cierta frecuencia. Mi madre había encontrado en Nuria una amiga con la cual podía charlar de modo más abierto y sincero que con las mujeres que se movían en el ambiente familiar de Octavio. También el propio Octavio encontraba satisfactoria la amistad con la pareja. El dolor de Gustav ante la destrucción de su país se veía aliviado por el avance indudable de los aliados. Me gustaba oírles hablar y mi madre me dejaba quedarme un rato después de la cena. A veces venían con algún otro amigo.

Su casa se había convertido en una especie de consulado de los desamparados europeos, sobre todo de los españoles del exilio. Un día fui testigo de un enfrentamiento entre mi madre y una de estas amigas exiliadas, la mujer de un profesor de historia que trabajaba en un archivo. La conocíamos ya de otras ocasiones y siempre había dado muestras de descontento y amargura. Su marido, por el contrario, era un hombre tranquilo y pacificador. Aquel día, como siempre, se acabó hablando de España. Inesperadamente la mujer dijo: «Todos los que se han quedado dentro son unos traidores.» Lo dijo con rabia, con una suerte de resentimiento. Se hizo un silencio instantáneo pero enseguida intervino mi madre, aunque nunca había sido discutidora ni agresiva. «Todos no», dijo con firmeza. Yo sabía que estaba pensando en Eloísa, en los padres de Amelia. «¿Por qué has venido tú, entonces? Yo creía que habías venido porque te faltaba el aire y te sobraba la vergüenza para convivir con los asesinos de tu marido…» La mujer estaba exaltada. Le brillaban los ojos con furia. Había tomado una sola copa de rompope, el ponche inofensivo que hacía Remedios. Los demás escuchaban apesadumbrados. Mi madre estaba tranquila: «Hace falta tanto valor para irse como para quedarse», aseguró. «Hace falta mucho coraje para seguir viviendo allí sin rendirse por dentro.» En aquel momento, Octavio miró el reloj y dijo: «Perdónenme que es la hora del noticiero.» Y se fue hacia la radio. «Los aliados han invadido esta madrugada Normandía…» La tensión se deshizo como por encanto y la conversación se convirtió en una llamarada de esperanza.

«Doña Gabriela, si yo le dijera…», empezó Remedios. Se quedó con la frase en el aire, las manos entrelazadas en la cintura, la sonrisa esbozada a medias. «¿Qué tiene que decirme, Remedios?», preguntó mi madre. «Mañana lo verá usted, no se lo digo.» Al día siguiente era el cumpleaños de mi madre. Nos despertamos temprano, como todos los días. Era lunes y había que ir a Puebla, a las clases. Estábamos vistiéndonos cuando por toda la casa resonó una canción. Era una canción que yo conocía bien, pero aquello era otra cosa. Se oía música y muchas cosas, finas y suaves la mayoría, que sonaban unidas en un armonioso conjunto. Al bajar las escaleras, mi madre ya estaba allí en el amplio zaguán, rodeada de niños:

Éstas son las mañanitas

que cantaba el rey David

a las muchachas bonitas

se las cantamos así…

Algunos hombres tocaban la guitarra. Las mujeres callaban. Se acercaron a mi madre y le fueron entregando sus regalos, una a una, como en una ofrenda. Mi madre no lloraba nunca, pero vi un brillo húmedo en sus ojos. «¿Lo ve, doña Gabriela, lo ve como tenía que esperar?», decía Remedios. Ella sí lloraba, conmovida y orgullosa del homenaje. Después, como todos los días, los niños se fueron a la escuela. De la cocina de Remedios salieron dulces y refrescos y la fiesta continuó toda la mañana.

Por entonces, los niños eran cerca de cuarenta. Cuando se abrió la escuela habían acudido sólo diez. Aquel éxito tuvo sus ramificaciones. Los mayores, chicos de trece y catorce años, que ya sabían leer y escribir con soltura y hacer operaciones matemáticas, dejaron de asistir a las clases. Muchos empezaron a trabajar en la hacienda, en los almacenes, donde ayudaban a pesar y medir, a marcar los sacos, a hacer el cálculo de lo recogido. Algunos, animados por parientes o conocidos, se fueron a la ciudad. «Se puede conseguir tantas cosas sabiendo leer y escribir», decía Remedios. «El que no sabe es ciego y mudo, doña Gabriela, usted está haciendo un milagro…» No todos opinaban lo mismo.

Un día se presentó en la hacienda un personaje vestido de oscuro, con corbata y sombrero y una carpeta en la mano, que preguntó por Octavio. Como no estaba se quedó esperando «porque», dijo, «es con él con quien necesito hablar». Le esperó durante un largo rato, y al verle aparecer se dirigió a él con tono misterioso: «¿Señor don Octavio? Necesito hablar con usted…» La entrevista no duró mucho. El hombre se fue andando por donde había venido, hasta el camino por el que pasaba el viejo coche de línea que se dirigía a Puebla. Cuatro kilómetros de andadura y un par de horas de espera al sol.

Como había pronosticado doña Adela, el inspector informó a Octavio que tenían quejas serias de la escuela de mi madre. La coeducación estaba prohibida en todo el territorio. Aparte de otras consideraciones, aquello tenía que terminar, por la moral y buenas costumbres. Separarían a los niños de las niñas y se abriría una investigación para ver si el ministerio podía autorizar una escuela doméstica que no tenía permisos ni controles. Mi madre se limitó a decir: «Podían haber enviado antes a alguien para comprobar que aquí había cuarenta niños analfabetos.»

No se supo el origen de la denuncia que motivó la visita del inspector de Instrucción. Pero la denuncia había existido. Octavio tuvo que mover muchos hilos. Llamó a muchas puertas de caoba, visitó muchos despachos regiamente decorados hasta que logró convencer a quien correspondía, «de la utilidad y el servicio de una pequeña escuela primaria, asentada en una hacienda, sin costo alguno para el gobierno y con la garantía de una maestra titulada que venía de España como tantos a compartir su esfuerzo con nosotros».

Todo quedó resuelto con una condición, la separación de niños y niñas. «En eso no podemos hacer nada, Octavio, nada desde que salió la nueva Ley», le dijeron. Esta nueva exigencia llevó a mi madre a transformar su escuela y a darle un nuevo giro. Necesitaba otro local. Un pabellón separado de la casa con dos alas, niños y niñas. La antigua escuela situada en la capilla quedaría para actividades comunes, porque mi madre se negó a aceptar una separación total. Octavio accedió a construir la escuela. Otro problema vino a surgir con la separación: mi madre necesitaba ayuda. A través de Nuria buscó otra persona que quisiera vivir en la hacienda de lunes a viernes.

A medida que mi madre se afincaba más en la hacienda y organizaba su vida de modo definitivo, yo me iba alejando de ella. La adolescencia marcó el principio de mi deseo de separación. Mi madre seguía siendo la persona más importante para mi, pero yo necesitaba respirar por mi cuenta, vivir, experimentar. No podía hablar de esto con nadie. Rosalía seguía con sus sueños de un matrimonio tradicional, su deseo de convertirse en ama de casa sin la más mínima curiosidad por estudiar y viajar. Merceditas era muy niña todavía y esperaba la voz del padre que marcara el camino a seguir.

Oportunamente, vino a entrar en nuestras vidas la persona que yo necesitaba. Se llamaba Soledad y era perfecta, según Nuria, para ayudar a mi madre en la escuela. Había nacido en Veracruz pero vivía en Ciudad de México con un hombre que luego la abandonó. Había hecho una licenciatura en Letras y se interesó por el trabajo porque, según Nuria, quería salir de la ciudad, donde no podía dar un paso sin encontrarse con su antiguo amor, un personaje muy representativo del mundo intelectual. Soledad estaba dispuesta a vivir en la hacienda, no de lunes a viernes sino toda la semana. Cuando entró en nuestra casa por primera vez me quedé sin aliento. Era la mujer más guapa y más interesante que había visto en mi vida. Aceptó las condiciones y se quedó. Poco a poco fuimos descubriendo sus numerosas cualidades. Tocaba el piano, bailaba ballet, hablaba francés, recitaba, cantaba, se movía con gracia y sonreía a todos como diciendo: «Bien, aquí me tenéis, dispuesta a haceros la vida más alegre.» A mí me deslumbró. Mi madre vio enseguida la cantidad de posibilidades nuevas que ofrecía a la escuela la colaboración de Soledad.

Octavio la aceptó con cortesía y una sombra de distanciamiento que marcaba siempre su relación con los demás. Merceditas, como su padre, se mantuvo al principio reservada, pero no tardó mucho en entregarse al encanto de la recién llegada. Fue Remedios quien hizo, como siempre, un análisis original de la situación: «Digo yo, mis niñas, que ¡poco bien que va a estar el señorito Octavio con tanta mujer! Me lo veo ya presidiendo la mesa y ustedes cuatro, alrededor, halagándole…»

Soledad transformó nuestras costumbres sin intentarlo y, desde luego, sin consultárnoslo. En principio el almuerzo se retrasó porque se alargaron las horas de clase. Al final de la mañana, reunía a niños y niñas en la antigua capilla y durante un rato les enseñaba a cantar. Hizo bajar del primer piso el piano que no se usaba y dijo: «Quiero hacer un coro.»

Por otra parte, a primera hora de la mañana sacaba a todos los niños al patio de la parte trasera y hacía gimnasia con ellos, antes de empezar las clases. Luego trabajaba con las niñas mientras mi madre se ocupaba de los niños, cada una en su aula.

Mi madre estaba contenta. Era el tipo de ayuda que necesitaba, una persona joven, llena de entusiasmo y de recursos, y con sus mismas ideas sobre educación. Después de comer, la sobremesa se prolongaba un buen rato sin que nadie pensara en retirarse como hacíamos antes.

Soledad nos mantenía a su lado cautivados por su charla. Hablaba de personas conocidas de todos, personas públicas que tenían un relieve en la vida mexicana. Y de personas desconocidas, amigos suyos de los que contaba anécdotas divertidas o terribles. Ilustraba la conversación con citas literarias o con reflexiones filosóficas.

A Remedios la volvía loca. «Remedios, cuando quieras te enseño a hacer crochet… Remedios, te cortaré el vestido después de cenar… Remedios, tienes que hacerme las papas con dulce y frutas que se te dan tan bien…» Se dirigía a todos con soltura. Tuteaba, abrazaba, besaba. Un día, al poco tiempo de estar Soledad instalada en nuestra casa, vino doña Adela a comer. «Yo creo que vino a observar», nos dijo Remedios aquella noche, mientras la ayudábamos a recoger la ropa planchada. «Venía a ver qué pasa con la señorita Soledad. Que estoy segura de que no le gusta porque habla mucho y nos trata a todos con el tú…»

Abandonamos a Remedios enseguida y volvimos al comedor, donde aún seguían hablando los mayores. Sobre todo Soledad. «Frida Kahlo es una mujer impresionante», decía. «Además de ser una gran artista, ese amor tan grande con Diego Rivera, sólo imaginarlo se me pone la carne de gallina…» Echaba hacia atrás su melena negra. Miraba a lo alto unos segundos y regresaba a tiempo para fijarse en nosotras, que habíamos entrado en silencio y nos quedábamos de pie esperando para pedir, en alguna pausa, «un ratito más, por favor».

El óvalo del rostro de Soledad era perfecto. Los brazos largos, las manos finas. Su cuerpo se movía en un baile permanente pero natural. Como se mueven los pájaros cuando vuelan o los peces cuando nadan. También como el gato de Remedios, cuando se deslizaba por la tapia del patio con su balanceo mesurado, observando.

Al paso de los años, cuando rememoro aquellos hechos y evoco a las personas que fueron sus protagonistas, me pregunto: ¿Cómo es posible que conviviéramos tan estrechamente con Soledad y supiéramos tan pocas cosas de ella? Porque Soledad, que hablaba tanto de otras gentes, apenas aludía a sí misma; rara vez dejaba traslucir algún dato que permitiese identificarla. Sólo algunas noticias escuetas: un padre muerto, una madre y un hermano que vivían en Veracruz, sus estudios universitarios. Nada más. Ninguna anécdota que añadiera calor biográfico a su pasado. Ninguna confidencia espontánea que pudiera permitirnos imaginarla en su vida anterior. Encerrados en la hacienda, con tan pocas oportunidades de salir de nosotros mismos, Soledad nunca tuvo un momento de desánimo que la impulsara a un desahogo emocional.

Los días pasaban y la brillante personalidad de Soledad seguía ejerciendo su fascinación sobre nuestra familia. Es verdad que doña Adela, a raíz de su visita, había dado muestras de desagrado. «Me han dicho que es demasiado libre, Gabriela. ¿Tú crees que es natural que ella viviese en Ciudad de México con ese hombre tan famoso, sin casarse, claro, porque él ya está casado…? No sé si es buena cosa tenerla tan a mano de las niñas. ¿No crees que las puede influir mal, dar mal ejemplo?» Mi madre se reía. «La estrechez moral de tu hermana», le decía a Octavio, «es asombrosa.»

Soledad escribía muchas cartas. Se las daba a Damián para que las echara al correo en Puebla. Yo tenía verdadera curiosidad por esas cartas. ¿Para quién eran? Pude echar alguna ojeada a los sobres. Iban dirigidos a personas desconocidas en Madrid, en Barcelona, en París. También a asociaciones misteriosas, o así me lo parecían porque no podía entender el significado de las siglas.

Ella también recibía cartas. Se las daba Nuria a Damián metidas en un sobre grande cuando reunía tres o cuatro. ¿Por qué no las mandaban directamente a la hacienda? Yo misma me di la respuesta: Tardarán menos en llegar a la casa de Nuria en Puebla. No aparecía pista alguna que diera luz sobre Soledad. Tampoco la buscábamos. Nos limitábamos a aceptar la lluvia de sugerencias que ella derramaba sobre nuestra existencia. Fuegos artificiales que encendía sin esfuerzo y que nos mantenían absortos en su espectacularidad.

Con Soledad se podía hablar de todo. Tenía una habilidad extraordinaria para establecer un contacto individual. Era generosa de su tiempo y, en mi caso, paciente con la torpe exposición de mis problemas. Sentada en cuclillas sobre la alfombra de mi cuarto, empezaba por crear un clima de confianza, interesándose por los objetos que nos rodeaban o aludiendo a pequeños incidentes del día. Enseguida pasaba a hacer preguntas sobre los otros. «¿Y tu verdadero padre?», me decía. «¿Cómo era? Y tu madre, ¿cómo se enamoró de Octavio?» Eran preguntas cariñosas y nunca sonaban a curiosidad gratuita. Luego pasaba directamente a hablar de mí. De lo triste que debía de ser vivir aislada en esta hacienda. De lo necesario que sería para mí salir de aquí y conocer más gente para estudiar y aprender más, para vivir una vida rica, abierta a un futuro lleno de sorpresas. Parecía que adivinaba todo lo que yo, en mis exaltaciones solitarias, soñaba.

Merceditas enfermó. Amaneció un día con fiebre, vomitaba todo lo que comía, le dolía la tripa. Octavio la metió en el coche y se la llevó al hospital. Mi madre fue con ellos y no regresaron. Aquella noche no pude dormir. Empecé a tener miedo. ¿Y si moría Merceditas? La losa que me aplastaba el pecho al pensar en la desaparición de la abuela, volvió a golpearme. A media mañana del día siguiente llegó mi madre, ojerosa y cansada. «Todo va bien», dijo. «La operaron anoche, urgentemente, de apendicitis. Descansaré un rato y volveré a la noche para que Octavio duerma.»

Inmediatamente, Soledad se hizo cargo de la situación. Se ocupaba de todo. Sustituía a mi madre en la casa y en la escuela. Reunió a todos los niños y trabajó con ellos en la capilla. Luego organizó comidas, despachó con el nuevo capataz y tomó nota de los encargos para Octavio. A los dos días pude visitar a Merceditas. Estaba pálida, con su camisón blanco como las sábanas de la cama. Le di un beso y salí enseguida. «Pronto estará bien», dijo Octavio. Y así fue, aunque de momento se quedaría en casa de doña Adela para que el médico pudiera visitarla cada día. Durante las dos semanas que duró la convalecencia, tuve a Soledad para mí sola. Después del almuerzo me ayudaba a hacer mis trabajos, y luego charlábamos. Ella me fue introduciendo en un mundo que apenas conocía. El mundo de las personas que dedicaban su vida a la ciencia, al arte, a la política. Me hablaba de reuniones en noches interminables de charlas y copas. De los amores y desamores que tenían algunos de ellos. De sus casas y sus viajes, y lo ancho que es el mundo para la gente que destaca en algo. «Lo mismo puedes estar en Acapulco que en la Costa Azul, porque los ricos siempre invitan a las personas excepcionales para que les distraigan y también para que les presten ese brillo inconfundible del talento, ese brillo que el dinero no tiene…»

Lo que Soledad me contaba parecía que lo hubiera leído en un libro, porque nunca dijo: «Precisamente estaba yo allí…», ni tampoco «Yo conocí a este hombre que te cuento». No, ella no se incluía en la historia. La historia tenía otros protagonistas, nombres que no me decían nada en esos tiempos, pero que sonaban maravillosos a juzgar por el entusiasmo y reverencia con que Soledad hablaba de ellos.

El final de la guerra sorprendió a todos. Se sabía, se veía venir, pero la espera de un final inmediato había sido demasiado larga.

Lo excesivo del saldo emborronó la alegría en las informaciones de los diarios. Había habido demasiada destrucción, demasiados muertos. Reconstruir el mundo no iba a ser tarea fácil. La economía era la gran preocupación. «A quién comprar y a quién vender en este cementerio», le oí comentar a Octavio. Con un egoísmo apabullante, yo vivía preocupada de mi propio futuro. Estaba alcanzando el final de una etapa y no podía continuar en un régimen precario de estudios. Se hacía imprescindible el traslado a un liceo para continuar los cursos superiores que me llevarían a la universidad. Puebla no era la solución: «De todos modos estarías separada de nosotros y tendríamos que buscarte un lugar donde vivir porque no podemos abusar de Adela.» En la mente de mi madre germinaba hacía tiempo un plan: yo debía seguir estudiando en uno de los colegios que los exiliados españoles fundaron en Ciudad de México; de ese modo participaría de lo mejor de ambas culturas. Por primera vez me habló mi madre del dinero de Octavio: «Él quiere pagar todos tus estudios. Sé que lo hace con gusto y también sé que tú responderás como debes a su generosidad.» Un arrebato de soberbia me hizo decir: «Se lo agradezco mucho. Pero nosotras hemos venido hasta este extremo del mundo y eso también tiene mérito, eso también se paga.» El asombro de mi madre se reflejó en su rostro. Iba a hablar pero no la dejé: «No digas nada. Lo sé, lo sé. Se lo agradezco mucho todo. Ya sé que ha sido nuestra salvación.» Nos abrazamos las dos, o mejor dicho yo abracé a mi madre, avergonzada.

Octavio conocía a la gente de la Academia y pudimos conseguir una plaza para el curso siguiente. El futuro empezaba a moverse. Venía a mi encuentro. Me esperaba.

Fue Merceditas la que más sufrió con la noticia de mi marcha. Me miraba con tristeza a todas horas como si fuera a ocurrirme una desgracia. Había crecido mucho después de la operación y reaccionaba con llanto a la menor contrariedad. Yo trataba de animarla: «Dentro de dos cursos te toca a ti. Estaremos juntas entonces. Viviremos en la misma habitación.» «Yo no iré», me decía. «A mí no me dejarán salir de aquí.» En el fondo yo también pensaba que ella se quedaría en Puebla al cuidado de su tía. Octavio no podía renunciar a tenerla cerca, y al mismo tiempo yo intuía que le daba miedo una educación demasiado libre para su hija. Con la cabeza, Octavio iba mucho más avanzado que con el corazón.

Aunque expreso opiniones sobre él, la verdad es que Octavio era un desconocido para mí. Primero fue el viudo, el personaje misterioso que sembraba una curiosidad teñida de emoción por las calles de mi niñez. Luego fue Octavio, el amigo de la familia de Amelia, el que nos ayudó a llegar a México. Un día se convirtió en el marido de mi madre. Pero yo apenas sabía cosas de él, qué pensaba, qué sentía, cómo era por dentro. Di por sentado que estaba enamorado de mi madre. Yo la adoraba y la admiraba, y encontraba natural que despertara un amor. En cuanto a Octavio, lo aceptaba como era sin hacerme preguntas. Luego, en los años de mi adolescencia, cuando empecé a ver bajo otro prisma a los seres que me rodeaban, me pareció que descubría un nuevo Octavio. Me detuve a considerar su atractivo, la esbeltez de su cuerpo, la agilidad de sus movimientos, su mirada expresiva, su frente amplia, su hermosa boca. Tenía un aire joven y maduro a un tiempo, que me recordaba a algún actor de cine o quizás a más de uno. A veces se quedaba observando a mi madre como si la tuviera lejos o como si él mismo regresara de un lugar distante. Pero en su mirada había una sombra de ternura que se extendía a su sonrisa. A veces le cogía la mano o cuando caminaban juntos le pasaba el brazo por los hombros. Parecía que la presencia de mi madre le transmitía serenidad.

Era septiembre. Hacía calor. Se acercaba el momento de la partida. Mi madre se afanaba para preparar todas mis cosas. Con su actividad evitaba pensar. Lo decía ella: «Con este ajetreo no pienso que te vas…» Lo decía sonriendo, pero a menudo le aparecía un fugaz temblor en la barbilla que se desvanecía al instante. Octavio no mostraba signo alguno de preocupación o tristeza. Tampoco de alegría. Respetaba la opinión de mi madre y se adhería a ella. Dudo que yo significara tanto para él como para sentirse afectado. Una noche estábamos todos lánguidamente distribuidos por los asientos del patio interior. Octavio y mi madre, cerca uno del otro, en sus mecedoras. Merceditas y yo, en el banco más cercano. Nadie hablaba. Soledad entraba y salía. Una gran trenza sujetaba su pelo. «No puedo con el calor», acababa de decir, y en uno de los viajes al interior volvió con la trenza hecha. «¡Qué bonita!», dijo Merceditas. La retuvo en sus manos y la acarició un momento. Los demás callábamos. Soledad preguntó: «¿Qué tal les parece si traigo música?» Sin esperar respuesta desapareció en la casa en busca de un gramófono. Una vez instalado junto a la puerta que daba entrada al salón, volvió a perderse en el pasillo para regresar cargada con un montón de discos. Nadie preguntó qué música íbamos a oír. Ella levantó el brazo del gramófono y dejó caer la aguja. El patio resonó como un pozo con la vibrante melodía. Era música popular, música para bailar, para seguir con palmadas, para correr a lo largo del patio riendo y saltando. Eso fue lo que hizo Soledad tomándonos a Merceditas y a mí de la mano. Todos reíamos. La nube de tristeza que flotaba en el aire se esfumó. «Qué alegre y qué joven y llena de vida es Soledad», pensé. O quizá lo pienso ahora y en aquel momento me limité a sentirlo intensamente.

Coyoacán «lugar de coyotes», me explicó Octavio al entrar en el barrio camino de la casa de sus tíos. Íbamos a pasar allí la primera noche. Al día siguiente me dejarían instalada en la ciudad, en mi nuevo alojamiento. Coyoacán: la casa estaba igual que hace unos años. El cuarto con sus camas de cortinas blancas. La casa de muñecas del jardín. Me asomé a la ventana antes de acostarme. La casita estaba a oscuras. Ningún reflejo de luz tras los cristales. ¿Había perdido yo el poder de mirar o era la casa la que estaba despojada de su magia? De nuevo iba a separarme de mi madre, ahora por mucho tiempo. Pero era una elección mía, o al menos un deseo que coincidía con la elección de mi madre. Olía a jazmín y a magnolias. Las farolas de la calle apenas despejaban de sombras un círculo a sus pies. La noche estaba oscura. Un brusco chaparrón golpeó las hojas de los árboles, el tejado, la piedra de la escalera. Cerré la ventana, y con la luz apagada me metí en la cama. Esta noche no estaba a mi lado Merceditas, plácidamente dormida, ajena a los sobresaltos de mi imaginación. Puede que a esa hora pensara en mí, puede que aprovechara nuestra ausencia para charlar hasta muy tarde con Soledad. Quizá Soledad le estaba preguntando: «¿Qué sientes por Juana? ¿Qué te pareció la boda de tu padre con Gabriela?»

Mi madre tardaría en dormirse, angustiada por nuestra separación. La lluvia cesó. Volví a abrir la ventana y respiré el aire húmedo. A los perfumes de las flores se unía ahora el fuerte aroma de la tierra mojada. «No quiero estar triste, no debo estar triste», pensé. Me parecía bien decírmelo. Pero la verdad era que yo no estaba, en absoluto, triste.

La primera carta de mi madre llegó un viernes. Me contaba los escasos acontecimientos de la vida en la hacienda. «El caballo tiró a Antonio, el capataz, yo creo que no anda muy suelto en eso de cabalgar. Iba con Octavio camino de Los Riscos y el caballo le hizo un extraño. Salió por los aires y parece que se ha hecho daño en una pierna.» Luego, que Merceditas me echaba de menos y andaba triste y apagada por la casa. Y Soledad la consolaba. Remedios, que no paraba de hablar de mí. «Todos, todos te recordamos. Nos faltas a cada instante. Pero sabemos que es por tu bien.» Evitaba a propósito hablar en singular, decir: «No puedo vivir sin ti.» Y yo lo agradecía porque todas mis defensas se habían puesto en guardia para evitar llegar a ese «no puedo vivir sin ti». No quería recrearme en los recuerdos, y al mismo tiempo la novedad de todo lo que me rodeaba me ayudaba a estar serena. «Siempre es mejor irse que quedarse, hija mía», me dijo Remedios en uno de sus últimos discursos. «El que se va deja atrás la piel antigua y desde que sale por la puerta ya empieza a vestirse con otra. Pero el que se queda no encuentra más que huellas en el polvo, olores en las telas, ah, y hasta el eco de la voz prendido en los rincones de las habitaciones…»

El domingo contesté la carta y escribí seis carillas. Tenía mucho que contar. Se me atropellaban las noticias, los comentarios, las descripciones. La carta era para todos: «Queridos todos», para evitar las debilidades.

Me habían instalado es una casa cercana a la glorieta de Colón, donde estaba la Academia. Una señora viuda alojaba en su hermoso piso a seis muchachas estudiantes de distintas edades, desde alumnas de secundaria y preparatorio hasta universitarias. Era un pequeño internado con unas normas claras, horarios fijos para las comidas, horarios de regreso rígidamente controlados.

Las compañeras venían todas de fuera, de ciudades o pueblos más o menos lejanos. La confianza de sus padres en doña Luisa era total y ella ejercía con firmeza su función de representante de la familia. Cenábamos temprano y luego había un rato de charla y diversión en el salón, con la presencia cercana de nuestra tutora que entraba y salía con cualquier pretexto. Reíamos, nos contábamos historias, comentábamos sobre los profesores y los compañeros, nos prestábamos libros, trajes, revistas. Los domingos salíamos al cine o a pasear pero volviendo siempre pronto. «Prontito que mañana es lunes y hay que trabajar», advertía doña Luisa. Todas cumplíamos las normas. Sólo una vez llegó la noche y una de las chicas no apareció. Era una niña de quince años, estudiante de comercio, menuda, desgarbada, sin ningún atractivo especial. Doña Luisa estaba nerviosísima. «No puede ser, Carlota es una buena niña.» Me asustó comprobar que nadie conocía a Carlota, que no le importaba a nadie, que era posible vivir meses y meses cerca de una persona sin preguntarle por su vida, por sus preocupaciones y temores. La insignificancia de Carlota la convertía en un ser aislado, una figura borrosa, casi inexistente. A las once de la noche doña Luisa llamó a la policía. A las doce envió a los padres un mensaje telegráfico. A las tres de la mañana la policía informó a doña Luisa de que habían encontrado a Carlota en el hospital, aparentemente herida por un automóvil que la atropelló y se dio a la fuga. A los pocos días llegaron los padres y se la llevaron enseguida a su casa, una hacienda dedicada a la ganadería en Aguascalientes, en el altiplano.

La verdad es que nunca acabamos de creernos la versión del atropello y las suposiciones y fantasías entenebrecieron aún más el recuerdo del accidente.

Las clases no me parecieron difíciles. Tenía unos profesores excelentes. El trabajo era estimulante, muy bien programado y perfectamente desarrollado. Pero lo que más me impresionó, lo que me hizo sentirme turbada y me alteró por dentro fue el verme sumergida de pronto en un ambiente en el que se hablaba el español de mi infancia. Poco a poco había ido asimilando la suave tonalidad del acento mexicano; me había familiarizado con los giros expresivos, llenos de vida, con las viejas palabras castellanas que creía nuevas porque nosotros las habíamos arrinconado en el olvido. Mi madre nunca perdió su acento, pero su voz era tan mía que no podía detenerme a analizar la diferencia con otras voces que me rodeaban. Al llegar a la Academia regresé a España, a la abuela, a mis amigos. Los alumnos eran en buena parte hijos de españoles exiliados. Muchos hablaban ya con acento mexicano pero los mayores todavía conservaban el viejo tono. Aprendí a distinguir ecos distintos del castellano: catalán, andaluz, vasco, gallego. Al regresar al lenguaje, regresé al país y al deseo de conocerlo algún día. No sé si mi madre pensó en esta reacción mía. No sé si la buscó al enviarme a un centro español para seguir mis estudios. Quizás inconscientemente trataba de acercarme a la tierra abandonada. Por entonces un profesor de lengua nos dijo un día, después de leer un poema: «Esto es lo único que no pudieron quitarnos, la palabra.»

Profesores españoles, amigos españoles, casas españolas que se abrieron para mí con generosidad. Ciudad de México fue la oportunidad de acercarme a una patria que los exiliados evocaban una y mil veces para mantenerla nítida en el recuerdo. Una de mis compañeras de clase más queridas, Elvira, hija de un médico, me invitaba a comer muchos domingos. Solían hacer ese día comida española que yo apenas recordaba, porque mi madre jamás intentó introducir ningún plato nuestro en los menús de Remedios. La explicación la buscaba la misma Remedios y la encontraba enseguida: «Tu madre no quiere cocinar a la española porque no quiere recordar… Que los sabores traen los olores y los olores los lugares, y con esa carrerilla caemos en la pena más grande…»

Más importante que las comidas eran, en aquella casa, las conversaciones. Allí se hablaba de cosas que yo andaba buscando y que me habían faltado, sin saber lo, en los años de aislamiento en la hacienda. En un empeño por conseguir que me adaptara mejor, mi madre había evitado, salvo en lo estrictamente escolar, hacer referencias a España. Nunca añoraba ríos, paisajes, soles, calles, pequeños e inocentes sucesos que pudieran llenar mi necesidad de pasado. De modo que, detrás de mí, se abría una sima, un vacío familiar y social, apenas salpicado de chispazos de la memoria, mínimos recuerdos personales que flotaban en una nebulosa.

Con Elvira y su familia fui reconstruyendo el rompecabezas de mi país, el mosaico de la vida cotidiana. Los padres de Elvira eran madrileños. Me contaban cómo era Madrid antes de la guerra y cómo se había ido agotando con los bombardeos y la escasez, y cómo era la gente de Madrid, valiente y alegre; cómo aguantaban los ataques y luego salían a la calle para gritar: «No pasarán.» Me hablaban del Retiro y de la Puerta del Sol, de la Ciudad Universitaria al atardecer, cuando el sol refleja su último resplandor en el rosa de los edificios y en el verde de los árboles…

Se ponían un poco tristes al hablar de estas cosas. La ciudad lejana, la ciudad perdida despertaba en mí sentimientos nuevos. Sentí nostalgia de la ciudad desconocida. El conmovedor ejercicio de la memoria de mis nuevos amigos iba llenando los huecos del pasado que me faltaba.

Mientras España empezaba a tomar cuerpo en mis ensoñaciones, la presencia real de México continuaba afirmándose en mi experiencia diaria. México era la tierra maravillosa que había cambiado mi vida. Era la tierra fértil, la exuberante variedad de América; el sol, la piedra poderosa tallada por los indios, los volcanes, la plata, el océano, el águila. El esplendor policromado de las iglesias; el color explosivo de las frutas y las flores, el color inventado de los trajes, las cintas, los papeles trenzados. México era el amor profundo a la vida y la irónica aceptación de la muerte. Y era también lo que quedaba de la presencia de España, la arquitectura y las costumbres pero sobre todo el idioma, ese idioma capaz de hacernos vibrar al mismo tiempo con la misma palabra. El idioma, mi única, mi verdadera patria.

«Pero bueno, ¿esa Soledad no tiene familia? ¿No tiene padres para pasar con ellos la noche de Navidad?» Doña Adela se indignaba. Ella sola se preguntaba y se contestaba: «Claro que no tendrá. Te digo yo que por no tener no tiene ni vergüenza.» Mi madre sonreía y aceptaba el chaparrón de su cuñada sin darle importancia.

Octavio acabó irritándose: «Por favor, Adela, ¿a qué vienen esos insultos?» Don Ramón asentía, sumido como siempre en sus distracciones interiores. No pude oír el final del ataque a Soledad porque Rosalía nos llevó a su cuarto. Me pareció que había cambiado mucho. Era ya una chica mayor. Se pintaba discretamente. Se peinaba con el pelo largo ahuecado sobre la frente. Se derrumbó en la cama y nos invitó a imitarla. «Tengo noticias frescas. Buenas noticias», empezó. Pensé que iba a contarnos alguna historia de Soledad. Pero no. Se trataba de confidencias personales. «Tengo novio», declaró en tono bajo y profundo. «¿Quién es?», preguntó Merceditas. «No le conoces», contestó Rosalía un poco despectiva. «Tú sí, Juana. ¿Te acuerdas de aquel morenito que te gustaba, el de mi fiesta de quince? ¿El que estudiaba en Estados Unidos?» Claro que me acordaba. «Pero era muy joven para ti», repliqué. Ella se echó a reír a carcajadas. «No es él, hija mía, no es él. Es su hermano mayor…» Nos contó que salían por la tarde, a dar un paseo por el Zócalo, una media hora escapados, cuando ella salía de la clase de inglés, tres manzanas más allá. «Nos hicimos novios en la fiesta de cumpleaños de una amiga. ¡Qué baile! ¡Qué fiesta! Hasta las diez y media de la noche…» Yo no sabía qué decir. Rosalía tenía dieciocho años, había empezado a poner cimientos a lo que deseaba construir en la vida. Por decir algo, pregunté: «¿Y el hermano?» «Ése sigue estudiando con los yanquis. El mío no, el mío ya trabaja con su padre porque no le gusta estudiar. Y digo yo que al no tener que hacer carrera, no tenemos que esperar tanto tiempo y nos podemos casar antes. ¿No te parece?» Merceditas escuchaba un poco ajena a todo el asunto. Se levantó y fue a coger una muñeca empelucada y vestida de satén que adornaba el tocador de su prima.

En ese momento se oyó la voz de doña Adela llamándonos: «Señoritas, vengan a merendar, que el chocolate se enfría.» Con el dedo en los labios Rosalía nos pidió silencio. Cuando entramos en el comedor había cambiado el tema de conversación. Ahora se trataba de la cena de Nochebuena. «Como queráis», decía doña Adela, «pero yo creo que debíais venir todos aquí.» Octavio movió la cabeza negando esa posibilidad. «Al contrario. Sois vosotros los que debéis acompañarnos.»

Al volver a la hacienda en el coche de Octavio, me asaltó la inquietud de una pregunta.

¿Por qué atacaba doña Adela a Soledad? Pero no me decidí a hacerla. En parte porque temía que eludieran la respuesta. Y, sobre todo, porque prefería no saber.

Así que nos reunimos todos, la familia de Octavio y nosotros cuatro y, por supuesto, Soledad. Nadie se planteó la remota posibilidad de que pensara irse a otro lugar en esos días. Y su presencia resultó al final un completo éxito. Belén, árbol, adornos, dulces en la cocina con Remedios y sus cacerolas de fondo, en todo intervenía Soledad. Por la tarde los niños de la escuela vinieron a cantar villancicos y a felicitarnos la Navidad, también a iniciativa suya. Había colocado globos por todas partes y en el techo de la escuela colgó una piñata llena de caramelos y dulces y pequeñas sorpresas. Aquella noche, al final de la cena hasta doña Adela sonreía y miraba a Soledad como diciendo: «¿Por qué, por qué he cogido yo manía a esta encantadora criatura?»

Tengo en mis manos una fotografía. Es una fotografía interesante. Marca el final de muchas cosas claramente retratadas y el comienzo de algo, oculto. La fotografía tiene dos planos. Casi podría cortarse en dos por una línea que dividiera de izquierda a derecha la cartulina. En el plano superior se ven tres imágenes, tres cuerpos, tres cabezas. A la izquierda Octavio, y a su lado mi madre, sentados en un sofá de respaldo bajo. Entre los dos, de pie, detrás, emerge la figura de Soledad. En un segundo plano, sentadas en el suelo, hay dos niñas, dos muchachas, Merceditas y yo. La distribución de los personajes es tal que en las sucesivas contemplaciones de la fotografía he llegado a imaginar un juego. Uniendo las cabezas entre sí puede resultar un pentágono. Ese pentágono va a durar muy poco. El punto más alto, la cabeza de Soledad se va a esfumar y la figura geométrica será sólo un cuadrado perfecto: la misma distancia entre las dos cabezas superiores, a la misma altura de las dos inferiores, también simétricas. Más adelante, el cuadro dará lugar a un triángulo rectángulo, cuando una de las dos cabezas, la que está debajo de mi madre, la mía, se mueva del retrato, salga, desaparezca. En ese orden, en el orden del juego imaginario, se produjeron de verdad las transformaciones futuras, las que iban a sucederse una tras otra después de aquella fecha, 1 de enero de 1947, que aparece en la fotografía.

Recuerdo muy bien ese día y también el origen del retrato. Fue Soledad la que propuso inmortalizar aquel momento. Era la mañana de Año Nuevo, antes del almuerzo que Remedios, ayudada por sus indias, preparaba en la cocina. Olía a pavo con mole, a tortilla de queso, a compota de peras. Entró Damián a felicitar el año y también a despedirse.

Bajaba a Puebla a celebrar la fiesta con unos parientes lejanos.

Soledad le abordó, le puso en las manos una máquina pequeña, un cajoncito apenas, y le dijo: «Vamos, Damián, háganos una fotografía familiar, ahora que estamos todos juntos.» Ella nos distribuyó: tú aquí, tú allí, tú arriba, tú abajo y al final se quedó ella de pie, triunfal y sonriente entre los dos adultos sentados. También he pensado muchas veces que, de algún modo, esa fotografía pretende marcar las diferencias. Ella está por encima de los demás, destaca, sobresale.

Pues bien, Damián hizo la foto y se marchó. La noche anterior, la Nochevieja la había pasado en la hacienda. Iba del comedor de los criados al de los señores. Quería compartir con todos la alegría de no estar solo. Damián, el solterón un poco huraño, tenía su lugar en la mesa en todas las fechas señaladas, siempre que no hubiera invitados. Aquella noche estábamos sólo los de casa, nosotros cuatro y Soledad, así que él se sentó a la mesa y comió y bebió, y al punto exacto de las doce, como todos los años, se le escapó una lágrima. Justo el momento en que sonaron las guitarras y las voces y abrimos las puertas para que entraran a la sala los cantantes felicitándonos el final de un año y el comienzo de otro.

Se les sirvieron copas y continuó un rato la música que fue a perderse luego por el pasillo de la cocina hasta la nave exterior detrás de la casa, en la que cocinaban y comían los peones. Al quedarnos vacíos de música, Soledad acudió, como solía, al gramófono. Sonaron boleros y corridos, tangos y pasodobles, y Soledad agarró a Damián para bailar con él, que se negaba y forcejeaba entre las risas de todos, para rendirse al fin ante la tenacidad de Soledad, que nos vencía siempre. Pensé en aquel momento, Damián y Soledad, por qué no. Pero era un pensamiento absurdo, ella tan joven y guapa, y él mayor y tan gris. La música corría por la sala, se arrastraba por los suelos o subía a los techos en su melodiosa resonancia. Soledad nos sacó a bailar, nos obligó a bailar a Merceditas y a mí y cogió de las manos a Octavio y a mi madre, les hizo levantarse, salir al centro de la improvisada pista. Octavio cedió sin resistencia pero mi madre, sonriente, se soltó la mano y dijo: «No. Yo nunca…», y se volvió a sentar mientras Octavio, en brazos de Soledad, giraba entre nosotros.

Nos fuimos retirando Merceditas y yo, y también Damián, que fue a sentarse al lado de mi madre. Todos mirábamos el baile embriagador de la pareja, que seguía al cambiar de discos, con idéntico ritmo y armonía. Miré a mi madre, busqué sus ojos para sonreírle admirada de la inesperada faceta de bailarín de Octavio. Pero mi madre hablaba con Damián y no prestaba atención a los giros y vueltas, al abrazo de Octavio y Soledad.

Por entonces andaba yo encandilada con las novelas de amor, las canciones de amor, las historias de amor. Desde aquel primer chico que en el baile de Rosalía había despertado en mí un fugaz espejismo, no había vuelto a pensar en novios. Ahora era distinto. Pronto cumpliría dieciséis años y no fue casual que conociera precisamente en casa de mi amiga Elvira a un muchacho, hijo de españoles, que enseguida se convirtió en mi compañía favorita.

Se llamaba Manuel, tenía dieciocho años, estudiaba literatura en la universidad. El primer día que hablamos de España me dijo: «Mira, yo volveré algún día y creo que todos debemos volver. Los hijos de los expulsados, de los obligados a huir. No podemos renunciar a nuestra patria.»

La guerra civil había aparecido enseguida como núcleo central de nuestras conversaciones. Fue la guerra la que cambió el curso de nuestras biografías, la que nos había llevado a México. Hacer a la guerra responsable de nuestro encuentro añadía a éste un aura de romanticismo. «Mi padre era ingeniero de una fábrica», me contó Manuel. «El 31 votó por la República. El 36 se fue al frente. Le cogieron prisionero, se escapó y le dispararon. Le dieron por muerto. Se fue arrastrando hasta la choza de un pastor que le curó y le escondió…» Cuando me tocó contar la muerte de mi padre, me emocioné y no pude seguir hablando. Guardamos silencio un rato.

Luego los recuerdos se volvieron alegres y los desgranábamos como el maíz brillante de una mazorca.

El tiempo histórico, el medido por los hombres, transcurría sobre nosotros, fuera de nosotros. Lunes, jueves, domingo; febrero, marzo, abril. El tiempo era un puente sobre nuestras cabezas y nosotros habitábamos debajo, protegidos por él, desobedeciendo su paso obligado. Teníamos nuestros propios ritmos horarios que venían dados por el antes y el después de nuestros encuentros.

Absorta en mi amor adolescente, descuidé otros afectos. No reparé en lo corto de las cartas que mi madre me enviaba. Me limitaba a contestarlas apresuradamente porque Manuel se tomaba todos los ratos libres que me dejaban las clases y los estudios. Las cartas de mi madre, leídas a la luz de mi estado emocional, no me preocupaban. Cortas o largas, eran sólo la seguridad de que ella seguía bien, se acordaba de mi, velaba a distancia por mi bienestar. Nada me puso en guardia, nada me alertó sobre posibles problemas. Llegaron las vacaciones de Semana Santa y con ellas el regreso a la hacienda, la separación de Manuel y la esperanza de un regreso rápido. Precisamente estaba haciendo la maleta cuando entró doña Luisa y me entregó un papel doblado varias veces. «Un telegrama», dijo, y se me encogió el corazón. El telegrama decía: «No te muevas. Llego mañana. Besos. Mamá.» Pasado el primer susto corrí a llamar a Manuel para festejar la suerte de un día ganado. «No puede pasar nada grave», me dije, «nada grave si puede venir ella.»

«Octavio se ha ido», dijo mi madre después de un abrazo tenso y sostenido. Estaba ojerosa, triste, incomprensiblemente descuidada. Me recordó la etapa de la guerra, cuando sólo vivía para trabajar y reunir el dinero de nuestra supervivencia. «Octavio se ha ido con Soledad», continuó. La noticia tardó unos segundos en abrirse paso en mi cerebro, atento a los mensajes directos —su mal aspecto, su tristeza— que acababa de percibir. No supe qué decir, pero ella no esperaba mi respuesta. «Trataré de explicártelo todo, pero no quería que te asustaras, no podía dejarte aquí esperando a Octavio como habíamos previsto…» Recogí mis cosas y nos fuimos las dos hacia la estación para emprender, después de un largo rato de espera, el viaje más triste que hice jamás en México.

Remedios me acompañó a mi cuarto y de ella supe las primeras noticias, ya que mi madre no habló más durante el viaje. «No es de ahora mismito» , dijo Remedios, «que esto viene avisando desde lejos, mi niña. Desde Navidad por lo menos que lo vi venir. Pero estos hombres que no tienen los ojos en su sitio ni la cabeza en su sitio, que lo único que tienen a punto es lo que menos necesitan tener…» La corté cariñosamente: «Pero ¿qué pasó? Dime qué pasó…» «Pasó, pasó lo que tenía que pasar. Que mucho paseo a caballo, que mucho te llevo a Puebla para una urgencia, que mucho ir y venir… eso pasó. Y luego, de repente, pues bueno, hará como cinco días se fueron para el monte y no volvieron. Cada uno con su caballo, que ya digo, últimamente cabalgaban mucho… La noche llega y tu madre se angustia y se organiza la búsqueda con los peones recorriendo por aquí y por allá. Se comunican con los que viven más lejos, del otro lado y nada. Toda la noche en movimiento de antorchas y perros y huellas… y dice Eligio que es el más viejo y el que más conoce la hacienda: “Pudiera ser que al pasar el río un caballo se haya torcido una pata y aquello está muy lejos y puede ser que en la choza del pastor perdido se hayan tenido que guarecer…” Y allí los encontraron, sí, señor. Allí estaban los dos abrazaditos, agarraditos uno a otro, ateridos pero juntos. Allí los alcanzaron al amanecer y efectivamente era un caballo que perdió el herraje y dobló mal la pata y tropezó y dio con ella en el suelo. Pero para mí que era algo más. Porque ¿a qué viene el irse tan lejos así, sin más, sin avisar ni ir preparados? A mi parecer iban locos, huyendo de esta casa, a la busca de la libertad. Porque si no, ¿por qué no volvieron en un caballo solo? Que el del patrón es recio y requeterrecio. ¡Pues no ha traído él veces una carga superior que la de esa lagarta! ¡Ay por dónde vendrá a salir la historia!…»

En ese momento mi madre entró en el cuarto e interrumpió a Remedios. «Cenaremos enseguida, Remedios», dijo. Y Remedios desapareció. Mi madre se sentó en mi cama y empezó a hablar. Fue breve y elocuente. Cuando terminó pregunté: «¿Y Merceditas?» «Está en Puebla con doña Adela. Me pareció mejor que se quedara allí hasta que todo esto…» No terminó la frase. Quizá pensó que no podía decir: «Hasta que todo esto se arregle.»

La narración de los hechos tal como me lo explicó mi madre quedó grabada en mi memoria con exactitud telegráfica: «Salieron a las seis de la mañana, los dos a caballo. El plan era recorrer los límites de la hacienda por el norte. A las doce de la noche no habían llegado. Envié peones a caballo. Otros a pie con antorchas. De madrugada volvieron los de las antorchas agotados y sin noticias. Hacia las ocho de la mañana llegaron los de los caballos con Octavio y Soledad montados en el caballo de Octavio. El otro se había roto una pata. Explicó Octavio la aventura. No habían podido regresar sin que el caballo de Octavio descansara. El camino era largo, el peso mucho… Allí terminó la explicación. Luego se encerraron cada uno en su cuarto. Durante todo el día durmieron. Al anochecer se levantó Octavio y dijo: “Lo siento mucho.” Ella no se levantó, siguió encerrada hasta el día siguiente. Yo estaba sola desayunando. Entró en el comedor y llevaba una maleta en la mano. Me miró un instante y dijo: “Adiós.” Octavio estaba fuera con el coche dispuesto. Dijo a Damián: “La acompaño hasta la frontera. Se marcha a Guatemala.” Eso fue hace tres días. No ha vuelto ni sabemos nada de él.»

Mi juventud me impedía formar un juicio claro de la génesis y el desarrollo de las pasiones humanas. La exposición de mi madre, una serie de hechos objetivamente enumerados, no me daban la clave última del drama que nos había sobrevenido. Unas conductas que yo creía inmutables, habían cambiado. Sólo mi instinto me serviría de guía en el confuso laberinto que se abría ante mí.

No supe entonces ni nunca, más adelante, los sentimientos que dominaban a mi madre. Pienso que ni ella misma podía analizarlos. Era verdad que, como decía Remedios, todo se veía venir. Yo no lo había visto, seducida por el encanto de Soledad, por el deseo permanente de cautivarnos a todos. Pero ¿lo vio mi madre? ¿Temió en algún momento que aquella mujer joven, brillante, hermosa, interfiriera en su vida, llegara hasta el extremo de arrebatarle a Octavio? No lo sabré nunca. Desde el momento en que me dio su versión de la historia no volvió a hablarme de ella. Mientras duró su narración no pronunció una palabra de crítica, de acusación, de amargura. A los dos días se presentó en la hacienda doña Adela con el coche renqueante conducido por Manolito. «Ramón no ha querido venir. Está sufriendo mucho. Merceditas está tranquila, Rosalía la trae y la lleva, y no sé si ha creído la historia esa del viaje de negocios… Hay que hacer algo, Gabriela, hay que hacer algo. Hay que llamar a la policía, hay que buscar a esos dos. ¿Qué ropa se llevó Octavio, qué dinero? Esa mujer es peligrosa. Le meterá en un lío gordo. Te lo dije enseguida que no, que no me gustaba. Se arregló bien para engañarnos a todos… Nuria está haciendo averiguaciones por su cuenta. No sabía nada. Ella no le había dejado traslucir nada. Aunque para mí esto venía de lejos, se veía venir… Tanto saltar y bailar, tanta defensa del indio y tanto ataque al capital… Recuerdo aquel día (te lo dije Gabriela, ésta es política, ésta es un peligro) en que discutió con Octavio sobre el indio y el patrón y el reparto de tierras… Todo eso está muy bien y el reparto de maridos también entra en el lote, al parecer… Tú tranquila, no te alteres. Y tú ayúdala, Juana, que ya eres una mujer. Ayuda a tu madre, que todos le ayudaremos a salir adelante, y ése me va a escuchar, me va a oír ese loco, él, que siempre hizo ascos a nuestras amistades, él, que nos llamó siempre hipócritas cristianos… Pero ¿qué es eso de la frontera de Guatemala? ¿Tú te das cuenta los días que van a tardar? Ahí al lado, al ladito está Guatemala. Primero baja a Chiapas, luego el papeleo y mientras tanto, ¿qué te crees? ¿Qué andarán viendo el arte y los paisajes? ¡Ay Gabriela, qué ingenua has sido! Y todos hemos pecado de lo mismo. Pero te digo yo que sensato no era. En este convento meter ese volcán, que se veía, que lo veía yo cuando bailaba y se movía… Yo sé que era muy lista y muy intelectual y muy ladina para lo suyo, porque digo yo que lo uno no quita lo otro y se puede ser lista y leer y estudiar mucho y tener un poco más de vergüenza…»

Al sexto día Octavio regresó sin avisar. Apareció al mediodía con Merceditas a su lado, en el coche. Al verlos recordé la primera imagen de los dos en el descapotable rojo. La niña se abrazó a mí. Estaba radiante. Besó a mi madre, buscó a Remedios, subió corriendo a su cuarto. Algo había oído, algo había sabido porque miraba sin cesar a su padre y a mi madre y hablaba por los codos. Contaba cosas de sus días en Puebla, se reía con las historias de Rosalía y su noviazgo. Nos sentamos en la mesa y mi madre ordenó que pusieran dos cubiertos más. El almuerzo fue lento y fatigoso. Sólo Merceditas trataba de aligerar la pesadez del ambiente. Después de pasar al salón para tomar café, Octavio dijo a mi madre: «Tengo que hablar contigo.» Ella se levantó y se fueron los dos a encerrarse en sus habitaciones. Merceditas y yo permanecimos quietas, sentadas en el sofá, todavía humeaba el café de las tazas sin tocar de Octavio y de mi madre. Merceditas me miró de un modo diferente al de antes de marcharme a Ciudad de México, cuando aún jugaba a la hermana pequeña. Me miró con tristeza y dijo: «¿Tú crees que esto tiene arreglo?» Yo me encogí de hombros y musité: «Esperemos que sí.» Había crecido. Se había convertido en una muchacha esbelta y graciosa. La melena, más negra que nunca, le caía sobre los hombros. Los ojos le brillaban como a su padre. Las manos eran finas y largas. Se las llevó a la cabeza y jugó con los mechones de pelo. «Cuéntame cosas de Ciudad de México. ¿Tienes novio?» Me di cuenta de que tenía catorce años y que la cercanía de Rosalía había acelerado su proceso de crecimiento. Le conté de Manuel y de mi vida en la ciudad, de mis amigas y compañeras. De mis estudios y mis proyectos de futuro. Por primera vez desde mi llegada me sentí contenta. Había encontrado una confidente. Ya tenía a quién explicar mis dudas, mis problemas, mis preocupaciones. También por primera vez desde que mi madre me recogió en la residencia empecé a desear el regreso. Con Octavio en casa, yo podía volver a Ciudad de México. Con Octavio en casa, mi futuro no peligraba fuera cual fuese el rumbo que tomara la relación entre él y mi madre. Una oleada de optimismo me sacudió. «Yo creo que todo va a ir bien», le dije a Merceditas, «porque si no, ¿por qué ha vuelto tu padre y por qué están hablando los dos, encerrados, tanto tiempo?»