Teresa replicó asombrada.
—Todo eso se aprende en quince días de convivencia. ¿Y lo demás? Yo creía que os unían determinados gustos o aficiones, que juntos habíais descubierto sentimientos o sensaciones nuevas...
Daniel no contestó. Se había quedado pensativo y un poco triste. Era verdad que con Teresa había alcanzado momentos maravillosos. Pero a la larga, esos descubrimientos ¿le defraudarían? ¿Le cansarían? También con Berta, al principio, había vivido experiencias inolvidables. El nacimiento de su primer hijo, la alegría de verlo crecer, jugar, hablar. Las horas que pasaron juntos cuando estallaba, siempre en plena noche, la fiebre; el delirio y el terror que pasaban juntos a la cabecera de la cama. Berta era en todo muy inferior a Teresa, pero no le exigía nada en lo profesional. Nada que no tuviera que ver con el dinero. Podía escribir más o menos, tener más o menos inquietudes intelectuales. No indagaba cada día por qué estaba desanimado, triste, irritable. Simplemente no lo veía o no le interesaba y eso le permitía a él vivir en una cápsula de soledad e indiferencia hacia lo que le rodeaba. Como cuando era niño y su madre le obligaba a hacer cosas muy simples, pequeños encargos o ayudas, «Vete a Correos, acércame esa silla, baja la persiana...». Y cuando él lo hacía se quedaba tranquila y no le pedía nada más.
*
Al fondo, Nueva York. Teresa dijo: «¿Cómo es posible que haya estado dos meses largos sin venir a mi ciudad?». Al fondo, los rascacielos de Nueva York, el cristal, el cemento, el acero, la vertical hecha luz. Las torres finísimas, desafiantes, en un intento de llegar cada vez más alto. Cerca del cielo, arañando el cielo, Nueva York. Daniel permanecía silencioso contemplando el telón de fondo de los rascacielos. Como la primera vez, como en el primer viaje nueve años atrás, un escalofrío le sacudió. Nueva York era un plano largo, espectacular, de una película mil veces repetida. Conmovido, miró a Teresa. Iba a decirle algo, a tratar de explicarle la impresión que le producía la ciudad. Buscaba una palabra, varias, suficientemente expresivas pero vio sorprendido que ella tenía los ojos llenos de lágrimas. En silencio, apretó su mano y ella sonrió. Y se dirigió al taxista para explicarle por dónde quería pasar antes de alcanzar River Side Drive. «Un baño de calles y gentes antes de entrar en casa», dijo. Las lágrimas habían desaparecido y Daniel tuvo la intuición de que aquella ciudad maravillosa encerraba una amenaza. Ella no estaba totalmente curada de los problemas que la habían impulsado a huir y al mismo tiempo, lo temía, allí iba a encontrar él un obstáculo, un escollo, un abismo, algo que le separaría de Teresa.
Cuando días antes había anunciado a Berta su viaje —un ciclo de conferencias, un encuentro de traductores, una reunión de hispanistas—, ella había exclamado: «Si vas a Newark tienes que enterarte de unos almacenes al lado del aeropuerto, donde hay unas rebajas extraordinarias... Me lo ha dicho Luisa...». Pero luego rectificó antes de que Daniel tuviera tiempo de poner inconvenientes: «... Mejor que no me digas nada. Tú no sabrías ni qué comprar...».
Habían organizado el viaje a Nueva York, una semana, pensando en el Thanksgiving como pretexto. Teresa había dicho: «Nos iremos al apartamento de mi padre. Él y Beatrice están en Santa Fe desde hace un año. Me parece que se van a quedar allí definitivamente». A las pocas horas de aterrizar en la ciudad, ya estaban instalados. Ya había tenido tiempo Daniel de sumergirse en un repaso largo y apasionado de los libros que llenaban las paredes del salón, los dormitorios, los pasillos. Libros y cuadros, sofás confortables, luz por todas partes. Grandes ventanales que miraban al río, un observatorio para controlar la entrada y salida de los barcos...
«Descansaremos un rato y luego nos vestiremos para un buen restaurante, en el corazón de Manhattan...», dijo Teresa y se arrojó en sus brazos radiante de alegría.
Al día siguiente, el viento, la lluvia y el granizo azotaban la ciudad. Por el río Hudson se deslizaban fantasmales las barcas, los ferries. La bruma envolvía los edificios cercanos que permanecían con las luces encendidas desde la mañana. Las agujas de los rascacielos brillaban entre la niebla. Teresa estaba nerviosa y feliz. Envuelta en una gabardina negra, forrada de piel, con un gorro también de piel encasquetado hasta media frente, preparada con las botas de suela plana de las correrías urbanas, se dirigió a Daniel, que contemplaba la calle con la frente pegada al cristal.
—Vamos, de prisa —dijo—, tenemos muchas cosas que hacer...
Le miraba sonriente y se abrazó a él con fuerza. Daniel acarició su mejilla.
—Nueva York te transforma. Eres otra, pareces otra —exclamó.
—Pero soy la misma. Es un problema de ritmo. Y de estimulación. En el campo, un día como hoy invita a quedarse en casa. Aquí ocurre todo lo contrario. El obstáculo meteorológico anima a la gente a moverse. Para comprobar que todo funciona y que todo es posible. Como un día de sol...
Teresa tenía previsto todo un programa para la semana. Una lista de actividades relacionadas con el trabajo que estaba haciendo, bibliotecas, librerías, entrevistas, la redacción de su revista para consultar unos archivos. Y luego almuerzos rápidos, breves interrupciones en un lugar casual para continuar un afternoon dedicado a exposiciones, tiendas, rincones interesantes, recorridos sentimentales en busca de una Nueva York siempre viva en el recuerdo. «En esta calle, en esta plaza, en este barrio cuando yo era niña recién llegada a la ciudad...» «En esta tienda, down town, veníamos a comprar productos españoles. La llevaba una mujer con un moño tirante, que hablaba inglés con acento gallego. Olía como las tiendas de ultramarinos de un pueblo español. Y arriba, en la parte alta de Manhattan, vivían muchos exiliados, amigos nuestros, cerca de la Columbia y cerca del Little Puerto Rico.»
Después estaban las cenas tempranas que se prolongaban hasta tarde en la noche. Cenas con amigos recuperados momentáneamente, amigos americanos y algunos españoles que saludaban a Teresa como a una resucitada a pesar de que hacía sólo unos meses que habían dejado de verse. Cenas en apartamentos o en restaurantes significativos. Reencuentros entusiastas durante los cuales se hablaba y se discutía de todo. El fervor de la amistad sorprendió a Daniel. Siempre había pensado en Nueva York como en una ciudad fría en la que la gente vivía aislada, embebida en el trabajo y su cansancio.
Teresa decía:
—Nueva York es la capital del mundo, de un mundo en el que habitan muchos rebaños, muchas tribus de gentes que se buscan y se apiñan para protegerse y sobrevivir... Pero que no son tan cerradas. A la segunda generación ya pertenecen a Nueva York y los contactos se extienden entre los diferentes núcleos. La apertura depende sobre todo del nivel cultural de la gente. Por otra parte, en la gran ciudad se establecen relaciones humanas más puras, despojadas de las implicaciones cercanas. De los lugares cerrados y pequeños, de los odios y amores de familia que se van heredando y acentuando con el tiempo. En la gran ciudad las relaciones no están contaminadas por un conocimiento heredado y previo. Y luego hay otro tipo de contactos, superficiales y gratos. Contactos con personas que nos rodean en las necesidades de la vida diaria, una tienda, un banco, la gasolinera, la peluquería. Gente que cuando se la trata cordialmente es también amistosa, sonríe, alegra los pequeños encuentros cotidianos...
Los amigos de Teresa no pertenecían a un determinado grupo social ni a una misma profesión. Había profesores pero otros trabajaban en prensa, en televisión, escribían, pintaban, tenían relación con la política o con los problemas sociales de la ciudad. Procedían de orígenes y países diferentes y pasaban de un idioma a otro con facilidad, manteniendo siempre, por cortesía, el inglés como lazo de unión entre ellos. El español brotaba con frecuencia, arrollador y comunicativo. Algunos trabajaban en temas españoles literarios o históricos, y había representantes de países americanos de lengua española. Pero la mayoría eran específicamente neoyorquinos. Daniel tomaba parte apasionada en las discusiones. Aportaba puntos de vista personales, posturas críticas. Teresa descubrió un Daniel nuevo, más brillante, más interesado en todo, que el Daniel universitario centrado en el Departamento de Español, que ella había conocido. Daniel también disfrutaba con los lugares de encuentro que Teresa frecuentaba en la ciudad. Restaurantes, bares, cafés con música de fondo, copas, personajes conocidos que Teresa le presentaba fugazmente o que se incorporaban a su mesa por un tiempo. Lugares de moda que se desplazaban de zona al cabo de un largo tiempo, otros con mayor rapidez. Las casas le fascinaban. Las mujeres le sorprendían. Se respiraba un aire de libertad personal auténtica con sus riesgos y sus incertidumbres pero con el gran lujo aceptado sin dudar: el derecho a equivocarse y a rectificar las actitudes generales y las conductas individuales.
En un cóctel, Daniel conoció a Robert, el ex marido de Teresa. Fue él quien se dirigió a saludarles al verlos entrar. Besó a Teresa y la atrajo a su lado pasándole el brazo por los hombros. Saludó a Daniel con una sonrisa aparentemente cordial pero él tuvo la sensación de que algo frío y hostil les separaba. Daniel trató de encontrar la mirada de Teresa para recibir un mensaje que le tranquilizara, un gesto ligeramente burlón, un enarcar de cejas, incluso un intento de desprenderse del absurdo abrazo para acercarse a él. Pero Teresa evolucionaba entre la gente con soltura siempre al lado de Robert y Daniel tuvo un repentino acceso de ira que le llevó a centrar su atención en una mujer que le había sonreído de un modo especial, al pasar a su lado. La mujer hablaba con un hombre mayor, de pelo blanco, que alguien le había presentado. Daniel se volvió de espaldas para coger una copa de la bandeja que le ofrecía un camarero que le habló en español: «Señor, ¿quiere más hielo?». Un leve golpe en su brazo derecho le hizo girar sobre sí mismo. El hombre del pelo blanco reclamaba su atención para presentarle a la hermosa Manuela, brasileña, «futura cantante de ópera, ¿sabe?».
Aquella noche tuvieron una terrible pelea. Se retiraron tarde, cansados e irritables los dos. Habían bebido mucho, habían hablado mucho, habían permanecido alejados uno del otro, ofendidos y esquivos. Finalmente fue Teresa la que abordó a Daniel y le dijo: «¿Vienes?», interrumpiendo el cambio de impresiones, aparentemente apasionante, entre la brasileña y él, que mostró una exagerada sorpresa al preguntar: «¿Es ya tan tarde?», después de mirar el reloj y despedirse efusivo de la belleza morena que le dio unos besos largos y encendidos muy cerca de la boca. En silencio regresaron al cálido refugio que les esperaba en el apartamento del piso doce sobre el río, en River Side Drive.
Teresa se dirigió a la cocina sin cruzar palabra con Daniel y se sirvió una copa. Luego se descalzó y se acurrucó en el sofá con los pies escondidos bajo un almohadón. Daniel la miraba en silencio y no sabía por dónde empezar. Su febril imaginación urdía soluciones adolescentes para su ira. A saber: coger el ascensor y marcharse en busca de un hotel... Esperar al día siguiente y regresar a la Universidad. Una vez allí encerrarse en sus clases y en la vida del campus y procurar adelantar al máximo el regreso a Madrid para la Navidad... Permanecía de pie, de espaldas, aparentemente sumido en la contemplación de la noche y el río. Teresa, con la copa en la mano, dijo sarcásticamente:
—¿Se puede saber qué te pasa?
Y él no contestó.
—No creí, nunca pensé que fueras tan provinciano —dijo Teresa—. En España ¿toda la gente que se divorcia se odia? ¿Todas las parejas se niegan el saludo para siempre? Habla y explícate, por favor... ¿Qué te ha hecho Robert?
Daniel se volvió al fin, miró a Teresa serio y con el ceño fruncido y contestó con una voz pretendidamente hueca y desdeñosa.
—A mí no me ha hecho daño. Y si quieres que sea sincero, pienso que a ti tampoco ha podido hacerte nada... Es realmente encantador. Me parece un error que os hayáis divorciado. Aunque tiene remedio, por supuesto. Creo que te va muy bien y que deberías quedarte aquí con él a terminar tu trabajo sobre las parejas importantes y equilibradas. Ah, también podrías añadir un capítulo sobre vosotros dos...
A medida que Daniel hablaba Teresa iba cambiando de humor y estalló en una carcajada ante las últimas palabras. Se levantó de golpe, se acercó a él y le abrazó y le besó apasionadamente.
—Celos, celos —dijo risueña. Y luego, fatigada y somnolienta, añadió—: Vámonos a dormir. Y mañana hablaremos largo y tendido de tu primitivismo total...
Mientras desayunaban Teresa dijo: «Punto primero. Quiero mucho a Robert. Le quiero de verdad, ha sido parte de mi vida durante un tiempo largo y aunque hayamos fracasado en una relación estable eso no quiere decir que no me alegre de verle y que no sea una de las personas más inolvidables que han pasado por mi vida, incluidos mis padres. ¿Algo que objetar, algo de que extrañarse?».
Daniel comía en silencio.
Un débil sol arrancaba destellos de las aguas grises del río. Pájaros, ¿gaviotas?, rondaban un barco cercano.
Teresa dio otro giro a la conversación.
—Si un día te separaras de Berta, ¿la odiarías? ¿Le negarías el saludo? —preguntó.
—Yo no me he separado de Berta. Es la madre de mis dos hijos. La quiero. Pero si un día llegara a odiarla y me separara procuraría no volver a encontrarla en mi vida...
Teresa estaba seria, entristecida. Había abandonado el tono agresivo del principio para decir:
—Yo no me separé por odio. Me separé porque nos hacíamos daño el uno al otro. Había zonas de desacuerdo, de desencuentro, de distancia que no podía soportar. Me perturbaba la convicción de que aquellos desacuerdos no tenían remedio. Eran demasiado profundos y duros. Pero cuando veo a Robert me alegro y me gusta hablar con él porque sólo hablo de las cosas que nos unían, las que nos engañaron y nos hicieron creer que eran la base para una vida serena y feliz... Y no sé por qué me parece que a ti te ocurre todo lo contrario. Tú no tienes con Berta lazos sólidos. Tú estás viviendo un matrimonio convencional como hay miles, millones y eres tan cobarde que no lo quieres admitir. No te atreves a afrontar una situación que requiera cirugía. Prefieres mantener intacto el hastío, el fracaso, el desdén que sientes por tu mujer; prefieres arroparlo, protegerlo para que no se vea, no se trasluzca desde fuera. Eres un provinciano, Daniel, un provinciano español de los años sesenta con ribetes de progresía, sólo adornos, palabras, posturas para la galería...
Sonó el teléfono y era una vieja amiga de Beatrice, que necesitaba confirmar la hora en que se presentarían en su casa, al día siguiente, para celebrar, con el grupo familiar, la familiar fiesta de Thanksgiving.
—Acción de gracias, sí —dijo Teresa cuando hubo colgado el teléfono—. Yo también debo dar las gracias por los primeros emigrantes que llegaron de Europa. Gracias por haber venido aquí de niña y por haberme convertido en una mujer hecha y derecha, sincera conmigo misma. ¿Te imaginas que yo me hubiera quedado en España y me hubiera llegado a convertir en una Berta cualquiera, dependiente de un señor como tú, que me desprecia y me respeta, me engaña y me teme, me tortura y me compadece?...
Sin esperar respuesta, Teresa suplicó con energía:
—Vámonos, que hay muchas cosas que hacer en Nueva York más importantes que esta estúpida discusión sobre un tema totalmente obsoleto...
Helen McGallaway vivía encaramada sobre Central Park, en un apartamento luminoso y bellísimo, vecino al Plaza. Desde su terraza acristalada se veía la pista de patinaje en la que giraban sin descanso niños, jóvenes, hombres y mujeres maduros.
—Para mí éste es el corazón de Nueva York, de mi Nueva York al menos —explicaba a Daniel la dueña de la casa, una mujer alta y delgada, con el pelo blanco y un rostro expresivo, lleno de vida y marcado de las arrugas que esa vida había ido grabando en él.
—Hábleme de España —dijo luego—. Yo viajé a España durante la guerra civil con mi marido. Luego regresé en los cincuenta. Qué pena de país... Un pueblo maravilloso tan mal forjador de su historia... Mejor dicho, tan víctima de los descalabros de su historia...
Teresa se sentía en su casa. Organizaba con los hijos de Helen los últimos detalles para la cena. Entraba y salía del salón a la cocina donde ayudaba a Eudora, la vieja cocinera del sur, a rematar los últimos detalles del pavo.
—Mi marido murió en el 82. Le haré llegar un volumen de artículos entre los que hay muchos de sus reportajes sobre la guerra de España... También de la posguerra. Y uno de los últimos artículos lo escribió en el 75 cuando murió Franco... ¿Cuánto daño, verdad? ¡Cuánto daño!... ¡Qué difícil salir de una dictadura!
Daniel oía reír a Teresa en la cocina y empezó a hablar, en un tono jovial y desenfadado.
—Es difícil salir de una dictadura, sí... Nosotros creo que hemos encontrado una fórmula bastante tranquila. Nuestra transición ha sido pactada por los partidos, aceptada por los ciudadanos...
Helen sonrió.
—Lo sé. Leo la prensa continuamente y he seguido en su momento lo que decía de España... Sin embargo, fíjese, Daniel, no se moleste por lo que le voy a decir. A mí me parece que esa transición tan bonita tiene alguna trampa. No sé por qué. Debe de ser porque mi marido me hablaba tanto de aquella guerra. Del dolor de la gente. De los dramas de una guerra civil... ¿Se puede olvidar eso, así de pronto?...
Daniel sonrió. Había hablado en varias ocasiones de este asunto, desde su llegada a la Universidad. Al principio sobre todo, había tratado de ser sincero y se había aferrado siempre al mismo argumento, el que iba a exponer ahora a Helen, que esperaba con interés sus palabras.
—Mire usted, Helen. Yo y, como yo, la gente de mi generación nacimos al final de los cuarenta. Estamos cansados de oír a nuestros padres hablar de aquella guerra. Cuando fuimos a la universidad aún vivía Franco, pero ya estábamos malgré lui con un pie en Europa... Queremos olvidar y empezar de nuevo. Todo irá bien, se lo aseguro...
Teresa se acercaba siguiendo a Eudora, que transportaba triunfalmente un pavo asentado en una gran bandeja vistosamente decorada. Daniel guardó silencio. Recordaba que Teresa le había atacado muchas veces por lo que ella llamaba sus ambigüedades políticas.
Los dos hijos de Helen con sus mujeres dieron a la cena un tono alegre, lleno de humor y de viveza. Teresa disfrutaba.
—Voy a ver a tu padre y a Beatrice en cuanto llegue la primavera —dijo Helen—. Creo que están muy felices allí. Me alegro de que se alejaran un poco del ritmo de Nueva York. Lo necesitaban. Tu padre está escribiendo sus memorias. ¿Lo sabías, verdad?
Teresa dudó un instante y al fin dijo:
—No lo sabía pero me lo figuraba. Si no, ya hubiera vuelto aquí...
—Debe de estar muy sereno y muy absorto en sus recuerdos. Las memorias siempre le han interesado y yo le he dicho mil veces: «Escribe las tuyas, escribe lo que viviste. Aunque no tienes nietos, hay muchos nietos que necesitan abuelos como tú...».
El Thanksgiving transcurrió dulcemente. La atmósfera de la casa invitaba a la charla tranquila y sosegada. Helen era una conversadora fascinante. Su vida estaba llena de episodios interesantes. «Soy una vieja luchadora por las libertades de los demás», decía. «Yo he tenido la suerte de nacer en una familia y en un país privilegiados. Y he sido educada en la solidaridad y el respeto a todos los seres humanos, creo en la educación y la cultura como únicas armas... y he luchado por esas ideas.» Su palabra reposada, su hermosa voz llenaban el salón. Su mirada se perdía en el fuego de la chimenea. Las palabras bailaban sobre las llamas.
—Helen, tú también debes escribir unas memorias —dijo Teresa. Y Daniel reforzó la petición con entusiasmo.
—Por favor, Helen. Su vida es mucho más que una memoria. Es un ejemplo de humanidad y entrega a los demás. Conozco por Teresa sus estancias en América Latina, en África, en Oriente. Esas misiones especiales de ayuda a programas sanitarios y culturales apoyados o diseñados por Eleanor Roosevelt y sus gentes...
Cuando se retiraron, a medianoche, todos los malhumores y disgustos se habían derretido entre ellos, al calor de la palabra y el entusiasmo de Helen, la vieja amiga.
—Yo nunca he podido enamorarme de un hombre sin admirarlo previamente. Y no sólo por el atractivo físico sino por su personalidad, su forma especial y original de hacer las cosas, su talento para lo que hace, su filosofía de la existencia, su inteligencia, en definitiva. Y sin embargo casi todos los hombres que dicen haberme querido no me admiraban. Es decir, se sentían atraídos por mí físicamente. Podía ser una fuerte atracción. Pero rara vez una admiración de tipo intelectual. Al contrario, tengo la sensación de que las posibles cualidades que veían en mí los distanciaban. Quizá no a mis amigos o a mis compañeros de facultad y luego de trabajo. Pero a mis posibles enamorados, sí. Comprobé, bastante joven, que me tenían miedo... Porque entre los hombres las cosas funcionan de otra manera. La admiración de tipo intelectual sin límites se produce entre hombres. Hay un verdadero «enamoramiento» entre hombres, como consecuencia de esa admiración. Los chicos y luego los hombres se sienten fuertemente atraídos por los méritos de sus compañeros-hombres. Quiero que quede claro que no me estoy refiriendo para nada a un enamoramiento o una atracción homosexual. Eso es otra cosa. Estoy hablando de hombres heterosexuales y fuertemente masculinos. Que valoran a otros hombres por su brillantez profesional, su sentido del humor, su supuesta superioridad...
Teresa divagaba. Estaban derrumbados en sus butacas, uno frente a otro, al final de un largo día de paseos, museos, rápidas incursiones en tiendas muy especiales donde Teresa sabía que encontrarían regalos para los hijos de Daniel. Daniel no había nombrado a Berta, y Teresa, que estuvo a punto de sugerirlo en algún momento, había rechazado la idea.
El regreso había sido triste. El recuerdo de Nueva York, el brillo de Nueva York era, de algún modo, la despedida de América. Se acercaba la Navidad. Se acercaba el final. Las fiestas inauguraban la alegría anticipada de las vacaciones.
Teresa y Daniel rehuían los encuentros festivos. Se limitaban a estar juntos y solos durante el tiempo libre.
Aquel viernes, en casa de Teresa, la tarde se desvanecía en rosas y azules. A través de la ventana que daba al jardín interior, habían observado los cambios de luz. Se anunciaba un crepúsculo gris y frío.
Daniel y Teresa, sentados ante una taza de café, charlaban.
Sus palabras flotaban sobre una suave música de fondo.
—Daría todo por acertar con un poema —había dicho Daniel repentinamente.
—¿El amor también? —había preguntado Teresa.
—Sí, creo que el amor también —dijo Daniel—. El hombre vive solo pero el poeta «es» solo. No necesita a nadie en su búsqueda obsesiva de la palabra que exprese lo que le envuelve y le perturba...
Era un juego personal a través del cual indagaban en sí mismos. Un ejercicio de mutuo narcisismo que les impulsaba a brindarse muestras de la propia calidad mental, retazos de sus análisis en torno a temas que apasionaban a ambos.
Era, en el fondo, un juego de seducción. Un deseo de cautivar al otro, de atraerle por medio de una cascada de fuegos artificiales con un fondo de sinceridad.
Daniel tomaba parte de buena gana en el juego, pero, a veces, caía en un momento de distracción melancólica. Teresa se retiraba, discreta, del diálogo. Se levantaba a buscar algo o bien cerraba los ojos, sumida en reflexiones no expresadas. Solía suceder cuando la charla, sobrepasando el terreno despersonalizado en que solían moverse, adquiría un matiz personal. Teresa era muy dada a derivar hacia la confidencia para reforzar sus argumentos. «Yo, por ejemplo...», decía, y Daniel se ponía en guardia porque él no quería, no necesitaba utilizarse como ejemplo y huía de toda afirmación sobre experiencias pasadas o presentes.
En las conversaciones con amigos, en la Universidad, en Nueva York, Daniel era incisivo, brillante. Era el Daniel profesor, ensayista, poeta que opinaba en un plano elevado y revelaba el conocimiento del mundo cultural que ocupaba la mayor parte de su tiempo. Y cuando conversaban ellos dos, Teresa valoraba la calidad de la relación intelectual que les unía, la indagación paralela de la realidad, los hallazgos de la imaginación. No dudaba del Daniel intelectual. Tampoco dudaba de la pasión.
No encontraba fallos en los deliquios amorosos, la sensualidad perfectamente acorde, la atracción física que les acercaba y transformaba sus encuentros en éxtasis. Pero le surgían dudas, temores, desconciertos cuando trataba de construir la imagen del Daniel casado con una mujer insoportable e inferior. Y rechazaba sus planteamientos de vida personal, confusos y contradictorios.
Daniel se le aparecía entonces como un ser inmaduro, aferrado a fórmulas caducas que desvirtuaban los conceptos teóricos que esgrimía con claridad en sus discusiones.
Teresa se percataba de que Daniel resolvía sus problemas en largos monólogos interiores. El punto de vista ante cualquier aspecto de la vida cotidiana, la postura ante esa vida, eran asunto suyo. Teresa no podía discutir con él acerca de ese territorio privado, desconocido y al mismo tiempo decisivo para ellos y su impreciso futuro. Ante la amenaza de una pregunta de Teresa sobre algo personal, Daniel mostraba una desazón, una incomodidad que resolvía en seguida desviando la atención hacia un tema neutro e inofensivo. «Se me había olvidado comentarte...», empezaba. Y el peligro parecía haber pasado. Sin embargo Teresa no se quedaba tranquila. Le inquietaba el repentino hermetismo de Daniel cuando se rozaba levemente algo que tuviera relación con su forma de ser o actuar en su oscura vida de Madrid. «La puerta está cerrada», se decía Teresa. «Es inútil tratar de asomarse al interior.» Ese rechazo, esa ausencia de confidencias por ligeras que fueran, desconcertaba a Teresa. El silencio de Daniel ante cualquier intento consciente o inconsciente de acercarse a su intimidad le causaba un sentimiento doloroso de soledad. Le hubiera gustado atacarle, decir: «Estoy segura de que reservas para los congresos, las mesas redondas, los encuentros con los compañeros, los “grandes descubrimientos” que vas reuniendo, clasificando, archivando... Pero no estás acostumbrado a hacer de esas ideas tu alimento permanente. No convives con ellas. Convives con las pequeñas anécdotas familiares, los pequeños deseos de tu mujer y de tus hijos y te reservas en el apartado de lo profesional superior una opinión a tener en cuenta, a incrustar en medio de una conversación inteligente, un artículo o el capítulo del libro. Pero, dime, ¿es posible esta forma de llevar la vida? ¿Esta dicotomía, esta esquizofrenia? ¿Puedes imaginar, de ahora en adelante, seguir viviendo sin nuestros descubrimientos compartidos, sin nuestras coincidencias? ¿Podrás vivir sin mí, después de estos meses?».
Se había hecho la oscuridad y ninguno de los dos parecía darse cuenta. Al encender las lámparas cercanas al sofá, la claridad se extendió en círculos. Por un momento su silencio fue sorprendido por la irrupción de la luz que les mostró cómo eran, rostros desnudos, ceños fruncidos, sumidos en pensamientos ocultos.
Teresa se levantó y fue encendiendo todas las luces del salón. Colocó nuevos troncos en la chimenea y las llamas añadieron un nuevo resplandor, una confortable intimidad. Daniel dijo:
—Esta casa es nuestro refugio...
Hasta ese refugio llegó la voz de Philip por teléfono.
—¿Iréis esta tarde a la fiesta de los Bernstein? Irán Felipe y Ángeles, Louise Marcovitch, Sarah y Marcos Fiorini... Si vais vosotros, me animaré. Si no, me retiraré temprano a descansar...
—Deberíamos ir, por Philip —dijo Teresa tapando con la mano el auricular.
Daniel hizo un gesto de ambiguo asentimiento, pero en el fondo estaba de acuerdo. Probablemente sería una buena idea abandonar su apatía y el sombrío humor de Teresa. Faltaban veinte días para su partida. Quedaban trabajos que rematar con los alumnos, reuniones del Departamento. Y muchos momentos para estar juntos frente a frente, tratando de rehuir la certidumbre de la inmediata separación.
Los Bernstein eran una pareja cordial y generosa. Su casa estaba abierta a los compañeros de la Universidad y sus reuniones eran animadas, distendidas y alegres. Cuando la noche avanzaba y los más moderados se iban retirando, el grupo de los íntimos se derrumbaba en los sofás de la chimenea. El fuego de los troncos y las copas renovadas aumentaban el calor de la charla. Los temas se sucedían sin cesar, desde el último libro o la penúltima película hasta el próximo concierto del Auditorio.
Cuando estaba Philip, era él quien introducía un elemento tentador que estimulaba la conversación. Aquel día, a propósito de la nueva aventura amorosa de un personaje célebre, Philip intervino para dar al insignificante asunto un giro polémico.
—Todo tiene que ver con el poder. El amor escandaloso también. El origen del poder está en el deseo de alcanzar lo que buscamos. El poder político, el social, el económico. ¡Ah!... Y también el literario y el artístico. El poder se impone por sí mismo, guste o no a los demás. Pero el precio que se paga por conseguirlo es terrible...
—Bueno —interrumpió el anfitrión—, eso puede que sirva para el hombre pero yo creo que a la mujer no le interesa tanto el poder si tiene que renunciar a todo lo demás. Desde luego, si tiene que renunciar al amor o a los hijos. Puede rechazar la maternidad, de hecho algunas mujeres lo hacen, por conseguir una forma de poder profesional. Pero si ya es madre, es difícil anteponer la lucha por el poder al hijo. No imposible, pero sí difícil. Eso tiene relación con la fuerte implicación de la mujer en sus sentimientos. En el caso del hombre, no. El hombre puede renunciar a un amor y a la paternidad, puede sacrificarlo todo por el poder externo, o ese otro poder inmenso, que produce el descubrimiento de lo que intelectualmente anda buscando, sea científico o artístico. No quiero decir que prescinda del amor a los hijos, sino que, sencillamente, pasan a un segundo plano...
—Lo que necesita una mujer —dijo Teresa— es a room of her own.
—¿Para cocinar o coser? —ironizó Louise. Acababa de tener su segundo hijo y su marido estaba haciendo una gira de conferencias durante un mes por América Latina. Se advertía siempre en sus comentarios un fondo de resentimiento que todos conocían y aceptaban benévolos.
Teresa, aquel día, estaba poco dispuesta a tolerar réplicas torpes.
—En muchos casos, sí —contestó—. Ese espacio que necesita la mujer se queda en una interpretación grotesca del espacio que ella necesita de verdad...
Se hizo un breve silencio. Louise recogió el guante y sonrió aparentemente tranquila.
—Teresa, por favor, todos sabemos que your room es un espacio alto y ancho, brillantemente iluminado...
Cuando salieron a la calle, Daniel preguntó:
—¿Qué te ha pasado, Teresa, para estar tan agresiva con esa pobre Louise?
—No me ha pasado nada especial. Pero no soporto a las mujeres vulgares, gallináceas y amargas. ¿Tú sí?
Daniel no contestó. Acompañó a Teresa hasta el coche y se despidió de ella con un lacónico: «Hasta mañana».
A medida que se acercaba el tiempo de la despedida Teresa caía con mayor frecuencia en estados de ánimo irritables e hirientes.
Daniel se daba cuenta de que sufría por la cercana separación. Desde el regreso de Nueva York rehuía los encuentros y las reuniones sociales en las que sus malos humores y acritudes brotaban como un chispazo con el motivo más insignificante. El fantasma de Berta se alzaba entre ellos como una amenaza, como si, por primera vez, Teresa hubiera descubierto su existencia.
La fría despedida de Daniel había desencadenado en Teresa una nueva furia. Al llegar a casa marcó en el teléfono el número de Philip.
—Estoy mal. ¿Puedes venir a tomar una copa conmigo? Mañana es sábado, ¿recuerdas?, y no necesitas madrugar...
Philip llegó en seguida. Se despojó de su abrigo e inquirió preocupado:
—Teresa, por favor, ¿qué ocurre ahora? ¿Qué te pasa? Has estado bastante impertinente con la pobre señora Marcovitch... ¿Y Daniel? ¿Dónde está?
—En su casa —dijo Teresa—. Suele irse a su apartamento. ¿O qué crees? ¿Que lo nuestro está establecido y seguro y es un baño de rosas?
Philip no contestó. Atravesó el salón hasta llegar a un arcón chino sobre el cual descansaba la bandeja llena de botellas y copas. Cogió la botella de whisky con una mano y un vaso con la otra.
—¿Tú quieres beber algo? —preguntó.
Teresa dijo que no con la cabeza y Philip supo que estaba a punto de llorar.
—Muy bien. Entonces voy a buscar hielo para mí...
Cuando regresó de la cocina, Teresa, hundida en su butaca preferida, tenía los ojos cerrados y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Por favor, Teresa. No llores... Hace mucho que no te veía llorar.
Ella se incorporó y se secó las lágrimas con una mano.
—Perdóname, Philip —dijo—. Vas a tener que cambiarte de casa. Vete a vivir lejos. Te tengo tan cerca que no puedo evitar llamarte cuando me siento sola y huérfana como hoy... No olvides que mi padre vive en Santa Fe y tú eres el mejor amigo de mi padre...
—Está bien, querida «hija». Explícame entonces lo que pasa...
Philip se había acomodado, tranquilo y sonriente, en una butaca. Acercó su vaso a los labios y bebió larga y sosegadamente.
—Pasa que Daniel vuelve a España... Pasa que esta historia ha terminado.
Philip seguía sonriendo y preguntó, paciente:
—¿Te lo ha dicho él?
—No seas absurdo. Él nunca dice nada. Nunca puedes saber lo que piensa. Creo que él tampoco lo sabe...
—Seguro que no —afirmó Philip—. Es muy difícil saber lo que le pasa a uno por dentro. Pero, por lo que yo veo y observo, está pendiente de ti, de lo que dices, de lo que haces. Te mira arrobado... Hasta cuando disparatas como hoy, creo que te está admirando...
La noche avanzaba y los argumentos de Philip se fueron haciendo barrocos, elaborados y complejos en un afán de consolar a Teresa. Era alta madrugada cuando ella se dio por vencida y se despidió de Philip con un beso.
Daniel no podía dormir. La furiosa acometida de Teresa contra Louise le había dejado asombrado. Es verdad que estaba nerviosa e irascible en los últimos días. Por otra parte Berta, que parecía hasta cierto punto contenta, en la última llamada telefónica, sin embargo, no pudo evitar su gota de amargura.
—Bueno. Al fin terminó tu curso o cursillo o lo que fuera. Qué largo se me ha hecho... Claro, desde ahí, es difícil darse cuenta de la cantidad de problemas que he tenido que resolver yo sola esta temporada... Ya te iré contando porque no es para hablarlo por teléfono. Pero estoy deseando que vengas y ates corto a Javier. Sólo tiene diecisiete años y se cree un hombre... Sobre todo desde que te fuiste...
Daniel estuvo lacónico y no quiso indagar, investigar la razón de la queja de Berta. ¿Javier? El débil Javier, el niño de mamá, el lejano Javier se había distanciado de su padre por completo. Le rehuía en el teléfono. Hablaba poco. Sus mensajes le llegaban a Daniel a través de la madre. Estudios, aficiones, peticiones de dinero. Nunca había hablado con él seriamente desde que la infancia dio paso a la etapa arisca de la adolescencia. Daniel temía la llegada, el enfrentamiento con el hijo, la mirada inquisitiva de la hija que le adoraba. Marta, la fuerte. Marta, la niña de papá. Recordó que Teresa había elegido para ella un jersey y un pantalón de una marca que estaba arrasando entre los jóvenes. El recuerdo de Marta le conmovió. Marta sí. Marta le esperaría anhelante. Le contaría en algún momento las alianzas que la madre y Javier hacían contra ella. La dureza con que la trataban cuando él no estaba. Todo ello buscando su atención especial.
A medida que se acercaba el momento del regreso, las defensas de Daniel se tambaleaban. Durante el tiempo transcurrido, una sabia inhibición le había permitido vivir libre y confiado, sin detenerse a pensar en ellos, los hijos, y en Berta. Las llamadas periódicas le tranquilizaban. «¿Todo bien? ¿Los niños bien?» Y ella contestaba: «Sí, todo bien. Pero...». Y una sucesión de noticias negativas, la mayor parte irrelevantes, ocupaban el resto del tiempo que duraba la conversación. Recordaba un día especialmente duro. De pura casualidad Teresa estaba en su apartamento y adivinó que algo iba mal.
—¿Tormenta? —preguntó lacónica.
—No, sólo una tempestad en un vaso de agua.
Teresa había sonreído y cambiado de tema en seguida. Al principio no parecía interesarse por Berta pero en las últimas semanas no podía soportar que la nombrara.
Daniel hablaba poco de su familia. Pero a veces era inevitable que surgiera el nombre de su mujer al hablar de un suceso pasado que implicaba a ambos. Y sobre todo si se trataba de conflictos con los hijos. En una ocasión intentó explicar a Teresa lo que había sido su vida en los primeros años de matrimonio. Con sinceridad, tratando de ser honesto, afirmó que Berta había aguantado bien aquella primera etapa en la que él no acababa de situarse en la Universidad y tenía que hacer trabajos por encargo que pagaban muy bien, aunque los temas no le interesaran.
—Eran años difíciles. Y luego los dos niños tan seguidos...
Ahí Teresa había abandonado su discreción y su distanciamiento habituales para exclamar:
—¿No pensabais que dos hijos eran muchos para vuestra situación, dos hijos tan seguidos y nada más casaros? ¿No podíais haber esperado más?
—Bueno, sí —dijo Daniel—. Pero Berta era muy religiosa. Era y lo sigue siendo aunque ha cambiado un poco...
—¿Sabes? Me parece que todo el tiempo me estás hablando de una mujer del siglo XIX —replicó Teresa interrumpiéndole.
Daniel se echó a reír.
—Según esto todas las mujeres sois del siglo XIX. Heroínas de novela del siglo XIX.
—¿Como Madame Bovary? ¿Como Ana Karenina? Creo que estás muy equivocado. Eres tú seguramente el que vive en el siglo XIX. ¿Cómo puedes tener esa disociación entre la postura intelectual, los gustos literarios, la formación filosófica y política y la realidad, tu realidad?
Daniel estaba un poco cansado pero replicó.
—Bueno, la realidad está hecha de muchas cosas. Olvídate de las ideas. La realidad es inmediata, sensorial, urgente. Hace frío y la casa es un refugio cálido. Tengo hambre y el olor de la cocina funcionando con sus olores estimulantes me produce alegría. Yo no necesito lo intelectual de puertas adentro. Eso lo encuentro en otras partes.
—¿Para ti, entonces, el hogar, la casa, el refugio, se inscribe en lo puramente físico? Para mí, no. Es todo eso, desde luego y una cama confortable para dormir y para amarse. Pero también son otras cosas. Por ejemplo, sentarme en una butaca y con los ojos cerrados pensar, imaginar tranquilamente. Y oír música. Y mirar por la ventana para observar el color de los árboles o el cielo. Y si es en una ciudad, sentir el ritmo, el sonido, la vida palpitando a mi alrededor...
—Todo eso se puede hacer solo —dijo Daniel.
—Yo lo hago sola desde hace un tiempo. Pero es extraordinario cuando se hace acompañado...
No era la primera vez que los hijos surgían en la conversación. No precisamente los hijos de Daniel sino los hijos de cualquier amigo o conocido. Y de los hijos ya habían discutido otras veces. Con ligeras variantes, el punto de vista de Teresa era siempre el mismo: un hijo debería ser el resultado de un deseo y un proyecto común de dos personas. «Por eso —solía decir— no entiendo las familias numerosas que resultan de una relación tantas veces rutinaria. Es verdad que en otros tiempos no había métodos anticonceptivos pero así y todo había parejas que decidían firmemente si querían o no tener un hijo. Hay muchos hijos engendrados con irreflexión. Yo creo que Robert y yo no tuvimos hijos porque no estábamos seguros de desearlos, no acariciábamos ese proyecto. Probablemente sabíamos que, en el fondo, nuestra relación estaba basada en otros supuestos, el compañerismo, los intereses intelectuales, etcétera. Y quizás en el fondo rechazábamos la dura realidad que supone el lazo de los hijos... Lo cierto es que he llegado a los cuarenta y dos años sin desearlos... Y estoy segura de no haberme equivocado...».
Ante una afirmación tan rotunda, Daniel se sintió humillado y en vez de recurrir a argumentos convincentes exclamó indignado:
—Te crees superior...
La frase resonó en sus propios oídos como algo lejano y a la vez vivo en la memoria. En una ocasión, lo recordó de pronto, Berta le dijo a él: «Te crees superior...». Precisamente porque ella no estaba de acuerdo con algo de lo que él opinaba o trataba de hacer. Y fue la única respuesta que tuvo a mano. Una respuesta resentida... La misma que él había utilizado en ese momento contra Teresa. Constatar ese paralelo le dejó anonadado. Teresa se echó a reír. Se acercó a él y con sus dedos trató de deshacer la arruga que cruzaba su frente. Daniel la apartó suavemente y recordó un poco avergonzado que él, con Berta, se había limitado a abandonar la habitación de un portazo.
El sueño no llegaba. Berta. El reencuentro. Berta. Nunca le dejaría irse. Berta. Los hijos... Los hijos para Berta eran un seguro de vida. Recordó que una vez la había oído hablar por teléfono con una amiga. Le aconsejaba que tuviera hijos, que no esperara más. La interlocutora, al parecer, dudaba. Berta insistía: «Eso es verdad. Pero oye, y si no tienes hijos te plantan un día y ¿qué haces? Los hijos son siempre un seguro... Ya sé que algunos hasta con hijos... Pero no me negarás que se lo piensan más con hijos...».
Berta, la cínica, la inútil, pero la madre de sus hijos. ¿Y Teresa? Todo lo contrario. La independiente, la segura de sí misma. «Me moriría si tuviera que depender de alguien para todo», dijo un día. Teresa, Teresa... El sueño, al fin, fue diluyendo sus obsesiones.
«Ya es sábado», fue la última y consoladora información que recibió de su conciencia. Pero el sueño no fue largo y reparador. Era todavía noche oscura cuando el reloj marcó las seis de la mañana. Se levantó, encendió las luces y se dispuso a intentar trabajar, la única forma de eludir las reflexiones incómodas.
Sobre la mesa, bajo el ventanal, un montón de carpetas ocupaba parte del espacio. Daniel rememoró las horas que había pasado, solo, ante los folios en blanco. Las notas, los hallazgos que pasaba al papel con urgencia para que no se perdieran ante la irrupción de nuevas ideas que fluían y desviaban por otros cauces la corriente del pensamiento. Allí había trabajado en un estado de serenidad desconocido. Nada interfería en sus horas de reflexión. Los artículos, los bosquejos de conferencias, el proyecto de libro se sucedían en ordenada profusión. Era un trabajo fecundo. El simple hecho de sentarse, dejar vagar la mirada por el bosque cercano, contemplar el pájaro que vuela, la pareja de estudiantes que se desliza silenciosa por los caminos del campus, con las manos entrelazadas, la tranquilidad. A veces, cuando había decidido no salir de casa y tenía por delante las horas sin límite de la tarde-noche la concentración sobrevenía fácil. Era en esos momentos de libertad total cuando a veces recuperaba la necesidad de escribir un poema. Una necesidad que había creído perdida para siempre. Contempló con nostalgia anticipada el recinto que había cobijado sus días. Aquel apartamento, aquel espacio confortable y luminoso parecía hecho a su medida. Era un apartamento de uso individual. Exactamente lo que él necesitaba. Allí, en aquella celda cálida, había recuperado la independencia de los últimos años de la facultad, cuando se refugiaba en el apartamento madrileño que su padre le había comprado. Fue una época de libertad personal, lejos de los compañeros ruidosos del Colegio Mayor de los primeros cursos. Allí, había continuado refugiándose cuando Berta y los niños le impedían trabajar en casa.
Ahora y aquí, todo era diferente, estaba realmente solo. No tenía que huir, disculparse, escabullirse casi a traición para alcanzar el pequeño reducto de libertad. Aquí y ahora, la casa de Teresa era su otro «hogar». Un hogar sin discusiones ni lamentos, ni reclamaciones de proyectos urgentes y difíciles de acometer.
La casa de Teresa y Teresa misma representaban el lado prodigioso de su vida en América. A pesar de las últimas semanas, a pesar del ritmo amenazante de los días que se esfumaban acercando peligrosamente el momento de la despedida y provocando en Teresa un estado de angustia y desesperanza.
En cuanto a sí mismo, Daniel se negaba a pensar. Se limitaba a vivir el presente sin torturarse con las dudas del futuro. Una vaga suposición cruzó por su mente. «Supongamos —se dijo— que yo prolongara durante otro cuatrimestre mi estancia. Supongamos que pudiera. Yo seguiría en este apartamento. No me trasladaría a vivir con Teresa. Desearía que todo continuase igual por mucho tiempo. Independientes y cercanos. Unidos pero nítidamente separados por los límites de nuestra actividad profesional. Existe Nueva York. Y otros lugares a los que ir y de los que regresar a este oasis y permanecer como ahora, cerca y lejos. Juntos, gozosamente enajenados en nuestros encuentros amorosos pero también dueños de nuestro derecho a la soledad...». Una sombra de desconsuelo atravesó su razonamiento. La inminente separación de Teresa le angustió por un instante. El plazo estaba a punto de cumplirse. «¿Quién ocupará este apartamento en enero?», se preguntó. «No encontré huellas de los que lo habían habitado antes que yo. Y yo tampoco dejaré el rastro de mi paso. Otro se instalará. Mirará otro por el ventanal hacia el bosque. Añorará un paisaje abandonado por un tiempo. Recordará a una persona lejana que ha quedado atrás. Y yo estaré en Madrid, añorando este ventanal, este paisaje, este apartamento. Recordando a Teresa.»
Por última vez, llegaron a la casa de la playa. Un temporal del norte azotaba las costas atlánticas. No parecía especialmente violento a juzgar por los boletines meteorológicos, pero Daniel no se había atrevido a sugerir el fin de semana en el lugar que los dos preferían. Fue Teresa la que lo propuso. «Si te parece iremos. He pasado allí muchos temporales...»
La cercanía de las vacaciones les mantenía tensos, susceptibles. Vulnerables a cualquier mínimo fallo, error o intemperancia de uno de los dos.
Los días se sucedían rápidos e insulsos. Se repetían las fiestas aburridas. Uno por uno, Daniel se había despedido de todos los que durante su estancia en el campus habían sido sus anfitriones. Sólo quedaba uno, el más importante, el chairman de su Departamento. John y Elisabeth le habían anunciado ya que la última noche, la anterior a su viaje de regreso, querían dar una fiesta en su honor. Daniel recordó la primera, en la que había conocido a todos y se había encontrado con Teresa. Los meses habían pasado de prisa. Una atmósfera de amistad y confianza le había arropado desde el principio. Sus relaciones con los compañeros y con los alumnos habían sido inmejorables. Pero ¿cómo hubiera sido todo sin Teresa? ¿O es que inevitablemente habría encontrado una Teresa? «Difícil. Imposible», se dijo. «No...»
Y allí estaban finalmente los dos, frente a frente una vez más; acompañados sólo por el rumor creciente del mar.
Al llegar, el viernes por la noche, después del largo viaje en coche, el viento barría la arena, la transportaba furioso de un lugar a otro. Dunas gigantes aparecían y desaparecían. El bosquecillo cercano frenaba un tanto la violencia del vendaval.
—No te preocupes —dijo Teresa—. No volará esta casa. Sus cimientos son muy firmes...
Refugiados en su cabaña, la noche se fue volviendo amiga. Bramaba el mar. Ululaba el viento de los naufragios. Pero la calefacción creaba un clima cálido, reforzado por la chimenea.
Cuando terminaron de cenar y el alcohol de las copas brillaba en sus manos, los dos se quedaron silenciosos, frente al fuego.
Daniel pasó su brazo por los hombros de Teresa y acercó su cabeza suavemente hasta colocarla a la altura de su corazón. Ella se desasió un momento, bebió un largo trago de whisky y recuperó su postura anterior. En voz muy baja dijo:
—Estoy desesperada, Daniel... No puedo soportar esta separación...
Él se inclinó hasta encontrar sus labios y la besó lenta, largamente.
—Nos veremos en seguida. Ya verás...
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero estoy seguro de que nos veremos...
Por un tiempo no hablaron. Permanecieron abrazados besándose, acariciándose y cuando la pasión brotó, arrolladora, ella se desasió con brusquedad y dijo:
—No te vayas. Quédate. O déjame que te acompañe. Viviremos en Nueva York, en Madrid o donde tú quieras. Pero juntos...
Daniel la miró, sorprendido de su apasionamiento, de la urgencia de sus palabras.
—Te aseguro que nos veremos en seguida —insistió.
Pero Teresa se aferró a él con fuerza y contestó en voz baja y tensa.
—No es eso. Estoy hablando de una decisión importante. Quiero vivir contigo. Si te quedas yo encontraré trabajo para ti... Tengo contactos de sobra... y además yo tengo dinero. Y gano dinero. No necesitas preocuparte. Sería maravilloso para tu carrera. Podrías traer a tus hijos a estudiar, a pasar temporadas... Para ellos también sería importante...
Daniel no reaccionaba. No esperaba una propuesta así de Teresa. No reconocía a la Teresa firme y segura de sí misma, ferozmente independiente.
—No es fácil lo que me propones. En cualquier caso no es una propuesta para aceptarla precipitadamente...
Teresa parecía calmada.
—Tienes razón —dijo.
La tormenta interior había amainado. Fuera, el viento y el mar unían su furia en un concierto interminable. La tempestad había aminorado paulatinamente.
El sábado por la mañana apenas quedaban vestigios del tumultuoso vendaval. La playa estaba sembrada de pequeños naufragios: trozos de madera pintada, una botella de cristal tallado, restos de lona, cuerdas, conchas... La furia del mar había expulsado una mínima parte de los objetos que lo invadían cada día. Un sol tímido hizo su presencia en el cielo nuboso. Daniel y Teresa decidieron salir a dar un paseo. No volvieron a hablar de su futuro.
Tácitamente regresaron a un presente sin nubes. Teresa había recuperado su equilibrio habitual. A lo largo del día charlaron y rieron. Corrieron por la playa y se refugiaron en la casa cuando volvió a llover. Con renovado ardor se amaron y se repitieron las mágicas palabras de los enamorados.
—Nunca he pasado unos días tan llenos de experiencias y sensaciones, nunca he vivido tan intensamente al lado de nadie —dijo Daniel—. Puedes estar segura de que nunca lo olvidaré...
—Vamos a separarnos y ya hablas de que nunca olvidarás esta experiencia nuestra. Pero yo creo que la olvidarás...
Hablaba sonriente, burlonamente.
—A los hombres les suceden las grandes cosas sin que apenas se den cuenta. Los cambios en los sentimientos, las experiencias vividas a la vez que otro. A muchos hombres les pasa de todo y no se enteran. Pero a los inteligentes, a los superiores, ¿cómo puede pasar un raudal de sentimientos a su lado sin penetrarles, sin que se enteren, sin que puedan medir su importancia?
Daniel estaba perplejo ante aquel nuevo ataque. Pero ella le abrazó con fuerza y le dijo:
—Te quiero... Y no siento lo que te he dicho.
Fue una despedida. Los dos sabían que todo estaba dicho y que los días que quedaban serían una sucesión de anécdotas ajenas a ellos, aunque se aferraron uno al otro hasta el último momento.
En el viaje de vuelta, Teresa callaba, desolada por una devastadora angustia. Apenas podía hablar.
«Teresa la valiente», se dijo. «Teresa la indestructible.»
—¿Te quedarás en casa esta noche? —preguntó.
—Esta noche y todas las noches de la semana. Hasta que me vaya —contestó Daniel...
Segunda parte
Desde el aeropuerto de la Universidad, el avión le trasladó al Kennedy para enlazar, tras dos horas de espera, con el vuelo a Madrid. Daniel pasó por los pasillos de tiendas duty free y le compró a Berta un pañuelo Hermès en rosas y grises. Al pagarlo sintió una extraña punzada de culpa, un breve y agudo dolor casi físico. El pañuelo era un símbolo de su adiós a Teresa. Y en cuanto a Berta era un tributo inevitable y a la vez un desagravio no explícito por los meses pasados lejos de ella.
Una vez instalado en su asiento, cuando el vuelo se inició y Daniel trató de acomodar su cuerpo a las horas de vuelo trasatlántico, la certidumbre del regreso iluminó violentamente el panorama de su vida madrileña. Era como iniciar un regreso al tiempo, a través del espacio. Poco a poco, las sensaciones que había dejado atrás afloraron en su recuerdo. Y también las preocupaciones, las situaciones que quedaron detenidas; los problemas. Atravesaba el cielo camino de su vida anterior. Recuperaba la memoria. Teresa iba quedando atrás. No era olvido. Era una distancia geográfica real. Y una percepción temporal unida a la espacial. Lejos de Teresa, kilómetros, horas, millas, días. Lejos...
El sueño le venció. La fuerza evocadora del regreso le transportó a imágenes remotas. La casa de los abuelos en Asturias. La playa. Un naufragio presenciado en la infancia. El barco pesquero encallado a dos kilómetros del pueblo, en los acantilados de los perceberos. Luego la casa era la de la playa con Teresa y él y el temporal que les arrastraba. El dolor de la separación en forma de un agitado desgarro que les apartaba a uno del otro con violencia. Los brazos desgajados de los brazos. Las piernas destrozadas. Separados, cortados en dos. El movimiento de la casa, las paredes de madera temblando. La tempestad estaba encima, les zarandeaba sin piedad.
La voz de la azafata se introdujo en su sueño. «Turbulencias», dijo. Y Daniel se despertó consciente de su situación real. Suspendido en el Atlántico, a mitad de camino entre América y Europa.
«Mañana a estas horas estarás sobre el mar», había dicho Teresa en la alta madrugada de su última noche. La fiesta de los Bernard se había prolongado más de lo previsto. El alcohol luchaba con la melancolía de algunos, exaltaba la alegría prenavideña de otros, nublaba de tristeza los ojos de Teresa. La llamaría desde el aeropuerto, nada más aterrizar. Una vez recuperado el equipaje se acercaría al primer teléfono público y, antes de salir del recinto del aeropuerto, diría adiós a América.
Daniel se había ido y ella se había sentido incapaz de acompañarle a Nueva York. Con gran esfuerzo, había recurrido a la única fórmula que le servía de bálsamo: el trabajo. Las horas pasaban sin sentir. La concentración era tan intensa que Teresa flotaba en una sucesión de ideas encadenadas, ajena a la realidad inmediata. Olvidaba quién era, olvidaba la existencia de Daniel. Daniel estaba dentro de ella, incorporado a su ser, pero su recuerdo no emergía para ocupar un primer plano. Conducida por el hilo del pensamiento, el placer del hallazgo era insuperable. Su mente activa se despojaba de todo lo que pudiera interferir en el camino de sus intuiciones, deducciones, conclusiones. Una cita inesperada iluminó su discurrir, el espejo de Lacan: «Percepción simultánea de que somos otros sin dejar de ser lo que somos»... Teresa se detuvo. «¿Por qué he recordado esta cita? El espejo nos dice cómo nos ven los otros, cómo nos identifican. Y esta imagen del espejo la sentimos como una percepción insuficiente. Mi yo verdadero, “el que va siempre conmigo”, con el que converso, no tiene rostro. Al encontrarme ante el espejo, converso con un ser ajeno a mí, desconocido. Desaparece el monólogo interior. Me dirijo a un testigo real que me mira, sonríe o llora desde el pozo insondable del espejo.»
Se levantó de la silla y se acercó al espejo que su madre había colocado un día, cuando la casa estuvo terminada, sobre la chimenea de su cuarto. Se contempló un instante. «¿Es ésta la Teresa que ven los otros? La Teresa ojerosa, los ojos brillantes, las mejillas hundidas. ¿Es ésta la Teresa que vio Daniel por última vez?»
A los pocos días de su llegada Daniel se vio agobiado de planes, compras, preparativos. Se acercaba la Navidad. «Elisa dice que lo mejor es reunirnos en su casa que es la más grande», le informó Berta. «Ya sabes, a mi madre le hace ilusión que cenemos todos juntos. Siempre está con la misma historia: que no sabe si será la última Navidad de su vida... Ah, le he dicho a Elisa que de las bebidas nos encargamos nosotros...»
«El chantaje habitual», pensó Daniel. Pero no dijo nada. Estaba dispuesto a aceptar todos los programas familiares. Era el precio que debía pagar para calmar su mala conciencia, su traición a Berta y sus hijos. Desde su regreso, la culpa había aparecido. Emergía con cualquier motivo. Daniel se analizaba y quería luchar racionalmente contra ella. Pero reconocía en el fondo que se trataba de un reflejo sentimental arrastrado desde la infancia. No era un asunto ético, no era un juicio frío y ponderado sobre su conducta. Era el resultado de una educación familiar. Su madre, repitiendo en el recuerdo sentencias condenatorias contra personas que se desviaban ocasionalmente del camino recto. Las hermanas, herederas del mismo código moral. Mujeres buenas y mujeres malas. Buenos maridos y maridos adúlteros. Las leyes implacables de la tribu. Y él, Daniel, que había abandonado en la adolescencia las vagas creencias religiosas y sus hipócritas consecuencias, se daba cuenta, era consciente de que, más allá de su postura racional, de sus claros principios intelectuales, la libertad, la sinceridad, la lealtad, la justicia, la solidaridad, principios en los que creía firmemente, aparecían los fantasmas perturbadores de su infancia, de su primera juventud, del ambiente familiar. Uno de esos fantasmas tenía que ver con la fidelidad conyugal, con la indisoluble ligazón a la persona elegida para toda la vida.
El recuerdo de Teresa permanecía vivo. Teresa era diferente a la mayoría de las mujeres que había conocido, a todas las que había frecuentado en aventuras fáciles, vulgares, a veces grotescas. Teresa era inteligente, sensible, generosa. Teresa era atractiva. Nada que ver con las guapas oficiales, con las falsas libres, con las promiscuas superficiales y frívolas. Teresa era libre de verdad, dueña de sus actos, de sus decisiones, sin tabúes mezquinos. Teresa le comprendía y le ayudaba, le estimulaba, compartía con él no sólo el amor sino los grandes proyectos. Teresa, la fuerte. También Berta era fuerte. Tenía la fortaleza monolítica de los dogmáticos, de los que adoptaban un esquema de vida bendecido por los que están desde hace siglos en posesión de la verdad absoluta, la suya, la única posible. Celebraría la Navidad según las normas. Las normas de Berta que él había elegido en cierto modo. Las normas que él había respirado en el hogar de sus padres. ¿Por qué Teresa había aparecido en su camino cuando ya su vida estaba anclada en un punto de no retorno?
Christmas time... Teresa había decidido cenar con los Gilabert. Una Nochebuena con cava y turrón, villancicos catalanes grabados hace años. Llamadas telefónicas. Intercambio de regalos. En un principio había pensado trasladarse a Santa Fe para el Año Nuevo pero no se sentía con fuerzas. Su padre y Beatrice lo entenderían. Quería trabajar a fondo, dar un buen empujón al libro. Luego vendrían las correcciones, los reajustes, las comprobaciones de datos, la bibliografía. Era el único antídoto que ella conocía contra la ausencia de Daniel. Era también lo único absolutamente suyo, que no necesitaba de nadie más.
Sin embargo, el Año Nuevo sí era significativo para ella. Inevitable hacer recuentos, inevitable proyectar. El pasado se venía encima a pesar de todos los razonamientos, de todos los argumentos a favor del presente. Y el futuro estaba ahí, esperándonos. Amenazante. Desde su partida Daniel había llamado todos los días. Rara vez era ella la que se adelantaba. Esa constancia, esa exactitud en el cumplimiento del acuerdo, complacía a Teresa, pero también la inquietaba vagamente. Era demasiado perfecto, tenía algo de rígido, inflexible, algo de obligación impuesta por uno mismo y cumplida a rajatabla. ¿Por qué nunca la necesidad de adelantar la llamada, de repetirla al cabo de media hora o unas horas más tarde? ¿Por qué no obviarla un día por mil razones todas aceptables? Esta asiduidad programada, autoimpuesta formaba parte de una faceta del carácter de Daniel que disgustaba a Teresa. El cumplimiento grato o no, deseado o no, de sus obligaciones. ¿Entraba ella en el mismo estatuto moral que regía sus relaciones familiares? ¿Había algo espontáneo en esas llamadas? Teresa se imaginaba a Daniel consultando el reloj y abandonando cualquier cosa que en ese momento le solicitara, para marcar su número telefónico, para llamar a América. Llegado este punto de reflexión Teresa desviaba su atención hacia otro asunto. No es bueno darle vueltas a las sensaciones, las intuiciones indemostrables. Christmas time... Fiestas ineludibles. Amigos queridos. La alegría de los niños, de los hijos de los otros. Navidad.
El timbre del teléfono la sobresaltó. ¿Daniel? Imposible, la llamada era de Philip.
—¿Qué haces? ¿Cómo estás?
—Bien
—Estupendo. Pero deja el trabajo y vente a casa. Tengo visita. Jeffrey y Virginia, los canadienses. ¿Recuerdas? Vienen de México y se han detenido a verme...
El equilibrio estaba roto. Imposible recuperar el control del trabajo. Daniel volvía a estar presente. La evidencia de su partida se adueñó de su imaginación. En cualquier caso, mejor aceptar la invitación de Philip.
Daniel ordenó sus papeles y los introdujo en la cartera. El día había sido largo. El tiempo iba pasando trabajosamente entre el esfuerzo de readaptarse a su vida anterior y ramalazos de nostalgia del pasado inmediato. El recuerdo de Teresa estaba siempre presente.
—¿Vienes o te quedas? —preguntó desde la puerta Federico, el último, el recién llegado al claustro de profesores. Tenían una reunión con el Decano. Daniel dudó un instante.
—Voy, claro que voy —dijo.
Podía ser importante. Se trataba de discutir algunos cambios en el Departamento. Podía interesar. Era un buen momento para él. Después de su experiencia universitaria americana le convenía hacerse oír, que le escucharan y le valoraran. Recogió su cartera y cerró la puerta de su despacho.
—¿Has visto cómo andan las cosas? —preguntó Federico.
—¿Qué cosas? —dijo Daniel.
—Todas... Hombre, yo no entiendo a éstos... Llevamos diez años de democracia y ¿qué hacen? En la enseñanza, quiero decir...
«Estoy de vuelta, es indudable», pensó Daniel. «Ya estoy aquí otra vez, metido hasta los huesos en estas críticas mezquinas, en estos descontentos... Estoy en casa.»
Una desazón inoportuna empañó su primer deseo de asistir a la reunión, de participar en los nuevos proyectos. El recuerdo de Teresa cruzó por un instante su imaginación. Teresa trabajando en su libro. Teresa reclamándole todos los días, desde que llegó: reflexiona, compara, piensa.
En el bar de la Facultad se encontraron con otros compañeros y el recuerdo de Teresa se desvaneció.
—Hombre, Daniel, ¿cómo te va después de USA? —preguntó Elías el alegre, el jocoso, el divertido—. Tenemos que cenar un día por ahí o tomar unas copas para que nos cuentes tus aventuras amorosas. Porque serán más de una. No creo que un don Juan como tú haya venido de vacío...
Una leve incomodidad, una ira incipiente amenazó con diluir su indiferencia, la calma que desde su regreso había adoptado en un ejercicio sistemático de autocontrol. Sonrió.
—Cuando quieras... Pero creo que nos esperan —dijo.
Y con un gesto de despedida se dirigió a la puerta adelantándose a todos. Faltaban unos minutos para la hora de la cita.
El viento sacudía las ramas de los árboles, golpeaba las ventanas, arremolinaba papeles sucios arrancados de un cubo de basura mal cerrado. Crujidos de maderas en lo alto de la casa. Silencio. Desolación. Una secuencia de sensaciones negativas alteraba la paz de Teresa. La casa se estaba quedando fría. Teresa añadió un tronco a la chimenea. Nunca antes había sentido el peso de la soledad en esta casa vacía, azotada por la violencia de un enero gélido. Alcanzó la copa que se había servido un rato antes y contempló las llamas que brotaban del tronco. Acercó el cristal a los labios y bebió un largo trago. Cerró momentáneamente los ojos y decidió irse a dormir. Pero una devastadora convicción le asaltó de pronto. Todo, en su vida actual, era un artificio, un engaño. La huida al hogar de los padres, a la adolescencia perdida, a un tiempo lejano en el que permanecían anclados algunos amigos. La búsqueda de un lugar tranquilo para trabajar, la gran disculpa para huir de sí misma, ya no tenía sentido. La paz inventada, el equilibrio edificado sobre bases inestables... La irrupción de Daniel en su refugio universitario había iluminado los últimos meses. Pero Daniel se había ido y todo a su alrededor recuperaba su dimensión real. Ella, Teresa, estaba sola, recluida en su celda de trabajo que miraba a un jardín monacal, prisionero entre los muros interiores de la vieja construcción. Podía escribir en cualquier otro sitio donde tuviera un rincón silencioso, una mesa, horas libres. Por un momento tuvo la tentación de regresar a Nueva York. Imaginó el apartamento sobre el río, cálido, acogedor. El rumor de los coches en River Side Drive, las luces permanentes de una ciudad despierta las veinticuatro horas del día. En el apartamento neoyorquino, piso doce, dobles ventanas, silencio, estaba la mesa del estudio de su padre, una mesa amplia, junto a la ventana que dominaba el río. En Nueva York tenía horas libres, las que ella decidiera. Podía escribir, dedicar algún tiempo a pasar por el despacho de la revista, recuperar el contacto directo con las colaboraciones, la correspondencia, etcétera. En Nueva York podía escapar de vez en cuando a pasear sola por sus lugares favoritos o encontrarse con sus amigos en una exposición, un estreno, una fiesta. Desde Nueva York estaría más cerca de Europa, de una posible escapada de fin de semana con Daniel...
El tronco agonizaba ya en la chimenea. Teresa dudó un momento pero finalmente decidió levantarse, apagar las luces, subir al dormitorio donde la esperaba el libro de la lectura nocturna. El que le devolvía la serenidad, el reposo, el interés apasionado. Ese diálogo silencioso entre el autor del libro que intentaba transmitirle un mensaje único y la respuesta de su mente despierta, ágil, que recibía ese mensaje y lo interpretaba y lo aceptaba o lo discutía en silencio.
Habían decidido organizar sus llamadas telefónicas de un modo sistemático y cómodo. La hora de llamada sería: una de la tarde americana, ocho de la tarde española. Llamarían siempre a esa hora pero no necesariamente todos los días. Con libertad, sin una obligación esclavizante.
Daniel había llegado a su apartamento, como todas las tardes, cargado de cartas y carpetas. Desde el día de su regreso había decidido reservarse diariamente unas horas de independencia para trabajar, leer, descansar. Al abrir la puerta, el timbrazo insistente del teléfono le sobresaltó: «Teresa», pensó. Descolgó rápido. «Sí», dijo, y una voz femenina le reprochó:
—¿Dónde estabas? ¿No dices que al terminar las clases te vas ahí?
Daniel suspiró. Berta, Berta, Berta...
—Acabo de entrar. He tenido una reunión con los compañeros. Sí, he comido donde siempre, en la cafetería de la Facultad... Un sándwich... ¿Qué quieres?
La voz de Berta, un poco estridente, desgranaba informaciones varias.
—Ha llamado Eduardo. Dice que están deseando verte. Que si te viene bien el viernes... A cenar por ahí... Es natural, ¿no? Quieren que les cuentes. Oye, ¿qué quieres que les diga?... Hace un mes que estás aquí, ¿no?
Cuando colgó miró el reloj. Las siete y media. Seguramente Teresa estaría trabajando. Pero no era necesario esperar hasta las ocho. Durante todo el día se había sentido deprimido, desajustado. Teresa. Tenía que hablar con ella, oír su voz.
—¿Teresa?...
El trabajo avanzaba. Era un trabajo lleno de interrogantes. Preguntas a las que ella quería encontrar respuestas propias aunque en los libros consultados vinieran apuntadas explicaciones muy variadas. ¿Por qué en algunos casos la relación entre iguales superiores funcionaba y en otros no? ¿Por qué?... Era un enigma. Las respuestas que Teresa creía encontrar o aquellas que biógrafos o ensayistas señalaban podían servir en un caso. En otro no. No había leyes fijas para interpretar las conductas, para explicar las reacciones personales en los tête à tête a veces dramáticos que se planteaban las parejas protagonistas de su estudio. Recordó la última conversación con Daniel, la ausencia de comentarios interesantes sobre el regreso, la adaptación al curso, a su familia, a Madrid. Las impresiones solían ser negativas y tenían casi siempre un tono lamentoso: «No puedo decirte si hasta ahora he hecho algo que merezca la pena. Esta ciudad parece ir en contra de cualquier trabajo intelectual». Ella le había pedido: «¿Por qué no me escribes?». Porque sabía que era más fácil confesar por escrito un estado de ánimo, buscar las palabras que mejor lo expresen. Pero él había rechazado la idea con irritación. «Escribir exige tiempo libre y calma. No tengo ninguna de las dos cosas. Desde ahí no sabes lo que es vivir en el vértigo de Madrid. Una tormenta que te arrastra de un sitio a otro en medio de un tráfico enloquecido. Mira, es verdad que la vida cultural se ha enriquecido mucho. Por todas partes hay exposiciones, debates, charlas, encuentros. Pero también es verdad que este final de los ochenta es confuso, desconcertante a veces. Hay una euforia en el ambiente. Todo es lúdico y la cultura también...» Teresa apartó el recuerdo de Daniel y regresó a su trabajo. Le había encontrado apagado, un poco hosco, quejoso. Sólo al final había deslizado una frase melancólica. «Me siento como expulsado del paraíso.»
En cuatro meses de ausencia los hijos habían cambiado. No tanto físicamente como en su actitud hacia él. Javier hablaba poco. Se encerraba en su cuarto a oír música tumbado en la cama o a estudiar ante la mesa llena de libros, con la música de fondo. Daniel había tratado de charlar con él de un modo ligero y casual, sobre su experiencia americana, los chicos, la Universidad, los planes de estudio, esperando que a un estudiante de finales de bachillerato le interesaría hablar de todo eso. Pero él le miraba serio y lejano y rara vez preguntaba o mostraba curiosidad. Hermético, regresaba a sus cosas cuando el padre se retiraba del intento de contacto, del esfuerzo iniciado para acercarse a él.
En cuanto a Marta, la hija, le observaba con atención, le dirigía sonrisas frecuentes, pero tampoco le preguntaba por su estancia en América. Y cuando Daniel le pedía una información concreta sobre sus estudios y sus amigos, daba respuestas vagas e imprecisas. Pasaba mucho tiempo encerrada en su cuarto y al salón llegaban sus risas y el rumor de sus interminables charlas telefónicas.
A la hora de la cena era cuando se reunían todos, cuando coincidían ante la mesa, en un espacio al fondo de la cocina, al que se accedía por una puerta corredera de cristales opacos. Entonces la que hablaba era Berta. Monólogos esmaltados de reproches a los chicos, de informaciones intrascendentes sobre pequeños sucesos acumulados durante su ausencia. Anécdotas irrelevantes que ella reproducía y comentaba en tono exaltado. Críticas a actuaciones incorrectas de amigos y parientes, descripción de errores inexplicables cometidos por otros. Un noticiario agotador que todos aceptaban sin replicar. Daniel se preguntaba si todo había sido así antes, si él había olvidado la atmósfera asfixiante de la vida familiar que Berta propiciaba o si, en su ausencia, todo había ido degenerando hasta llegar a esta cena, a este final de un día que había transcurrido para cada uno de sus miembros en lugares y circunstancias distintas. Javier y Marta en sus colegios todo el día de lunes a viernes. Berta en casa, ocupada con la compra, la organización de la limpieza con la asistenta, las charlas telefónicas con amigas que tenían una distribución del tiempo parecida a la suya. Y él, Daniel, como antes, como siempre: Facultad, almuerzo rápido en la cafetería, seminarios y a las cinco de la tarde, huida hacia su apartamento, con sus carpetas, sus correcciones, sus guiones de clase, sus conferencias...
Al cerrar la puerta de su refugio, Daniel suspiraba. Sentía que la tensión acumulada durante el día en los músculos de los brazos, en el cuello, en las piernas se deshacía. Se tumbaba en la cama y durante unos minutos se sumergía en el placer del descanso. A veces, se adormecía y su consciencia naufragaba entre el presente y el pasado cercano, entre el regreso a Berta y sus hijos y la despedida de Teresa. No quería pensar, no quería analizar sus decisiones y menos aún sus indecisiones. Necesitaba creer que sólo había un camino, éste, con todas sus contradicciones, su frialdad, su aburrimiento. Llegado a este punto se levantaba de golpe y se decidía a trabajar.
La carta de Beatrice había dejado a Teresa anonadada. Escribía porque no quería hablar por teléfono, con su padre cerca, pero quería advertirle, necesitaba comunicarle que su padre no estaba bien. Quizás ella, Teresa, se había dado cuenta en las últimas conversaciones telefónicas. Se cansaba, se sumía en frecuentes somnolencias, se aislaba de lo que le rodeaba. Por supuesto ya habían acudido al médico. Le estaban haciendo todo tipo de exámenes y pruebas. Pero, decía Beatrice, ella estaría más tranquila si, con cualquier pretexto, Teresa se acercaba a Santa Fe.
Un sentimiento de culpa despertó de inmediato en la conciencia de Teresa. Desde que Daniel había entrado en su vida, por primera vez, había descuidado a su padre. Había olvidado a veces llamarle en una de sus fechas clave. Fechas que les unían y tenían para ellos dos un significado especial... «La liturgia de las fechas», decía Teresa. Un complicado entramado de recuerdos clasificados por días, por años, que no se podían olvidar. Y ella había cometido el error del olvido. A veces llamaba al día siguiente de la fecha obligada. A veces, una semana después. Fechas de nacimiento de la madre, del padre, de ella misma. Fecha de su llegada a América, de la muerte de Franco. No hacía falta hablar de ello. Era suficiente con llamar, dar señales de vida, de fidelidad mutua a los días significativos que marcaban su paso por la Tierra.
El airado reproche que se hizo en un primer momento dio paso en seguida a un dolor infinito. Su padre estaba enfermo, quizás al borde de algo grave. Se lanzó al teléfono y al oír la voz de Beatrice la indignación contra sí misma encontró una salida. Beatrice era también culpable. Tenía que haberla avisado antes, al primer síntoma, a la primera sospecha de que algo no iba bien. La serenidad de Beatrice, la comprensión y la amistad que le había mostrado siempre calmaron a Teresa. «Tranquilízate. Estamos haciendo lo único que se puede hacer. Ponerle en manos de la medicina. No hay nada crítico. Es el comienzo de algo que tenemos que conocer y tratar de detener. No sabemos si es grave o no. Tranquilízate...»
Pero ella no seguía sus razonamientos. No podía esperar. No se había detenido a pensar la hora que sería en la casa de su padre. «Llamo ahora mismo a mi agencia para que me preparen los billetes de avión. Te llamaré en cuanto los tenga. Dile que voy para comentar contigo el libro que está ya muy avanzado. De todos modos, hablaré con él antes de irme, a la hora que tú me digas...»
Inclinada sobre la mesa de trabajo, Teresa rompió a llorar. La serena aceptación de Beatrice la había alarmado aún más. Beatrice estaba haciendo el papel de mujer fuerte, estaba asumiendo la obligación y la devoción de ayudarles a los dos, a Teresa y a su padre, a aceptar el comienzo de un episodio que podía convertirse en irreversible.
Con energía, Teresa reprimió su llanto, comenzó a organizar su viaje, primero los vuelos, luego las llamadas a las personas más cercanas en el campus para avisar de su desaparición. También, cuanto antes, llamar a Daniel. Un arrebato de ira se mezcló con la necesidad de oír su voz. De alguna forma, él, Daniel, era responsable de su descuido, de su confianza en la presencia permanente de Beatrice al lado de su padre. De algún modo, la absorbente pasión por Daniel había oscurecido la constante preocupación por el padre que siempre había presidido su vida. Marcó el número de Madrid y no contestó nadie. Miró el reloj y se dio cuenta de su error. Eran las cinco de la tarde. Las once de la noche en España.
Hacía cuatro días que no lograba conectar con Teresa. Había intentado cambiar la hora de llamada. Llegaba al apartamento antes de lo habitual y lo abandonaba más tarde que nunca. Ensayaba momentos absurdos, horas de madrugada o amanecer en América. Pero nadie contestaba. Un temor creciente le angustiaba. No se decidía a llamar a Philip o a los Bernard para que le informaran. ¿Y si Teresa había emprendido un viaje a cualquier parte con amigos o quizá con Robert, su ex marido, con quien tenía tan buena relación? La ignorancia le protegía de las malas noticias. En cualquier caso, trataba de convencerse de que alguien le hubiera llamado si algo grave le ocurría a Teresa.
El quinto día, cuando estaba a punto de marcar el número de uno de los amigos sonó el timbre del teléfono. «¡Teresa!», casi gritó Daniel. Y la voz de Teresa, opaca y lejana, le sobresaltó. «Mi padre ha muerto», dijo. Y guardó silencio unos segundos, buscando aliento para continuar.
—Llegué tarde, llegué tarde. Estoy destrozada. Nadie esperaba este desenlace. Beatrice tampoco. Los síntomas eran una señal de alerta pero no auguraban extrema gravedad. El infarto cerebral fue devastador. Todo terminó en unas horas. Aunque hubiera sobrevivido no habría recuperado la conciencia ni el movimiento... Me quedaré aquí unos días con Beatrice. Luego, no sé lo que haré...
Daniel no encontraba palabras de consuelo. Todo lo que pasaba por su mente eran tópicos. «Mejor así» «Fue una vida cumplida»... Lugares comunes, estúpidas mentiras. Él tenía que haber dicho: «Voy en seguida. Lo dejo todo... Espérame...». Pero era imposible. ¿Con qué pretexto, qué explicaciones podía dar en la Universidad, qué confesión a Berta? Él tenía obligaciones ineludibles. ¿Era Teresa una de ellas? Como siempre que se planteaba una situación personal buscaba una solución neutra, equilibrada, cobarde. Rehuía el compromiso que se deriva de los lazos humanos profundos y sinceros. Y se daba cuenta. Pero una parálisis total le inmovilizaba. El resultado era una autocompasión que ejercía de bálsamo. «Estoy aquí, desesperado, esclavizado por una mujer y unos hijos que dependen de mí y a quienes no tengo derecho a torturar. Y mi trabajo, que es sagrado, que me exige dedicación continuada. Que es la base de mi economía familiar...»
Teresa era fuerte. Teresa era independiente, tenía un trabajo que no la obligaba desde fuera. Era una privilegiada... Pero lo cierto es que estaba sola. La muerte de su padre cortaba el último vínculo con su pasado. La orfandad de Teresa era definitiva.
Entre la culpa y el desasosiego, Daniel proponía una fórmula que resolvía sus ambigüedades.
—Teresa, por favor, serénate... ¿Por qué no haces un viaje a Europa en cuanto pase todo? ¿Por qué no vienes a España y podemos escaparnos un fin de semana juntos a algún lugar?
Teresa había sido tajante en su respuesta. Recuperada de su congoja inicial su voz sonó enérgica.
—No puedo ir. No quiero ir. Tampoco quedarme en aquel falso refugio, cerca de los viejos amigos de mi padre. Quiero volver a Nueva York.
Cuando entró en su casa, Berta le asaltó enloquecida, le agarró por los brazos, le sacudió frenética. Tenía los ojos hinchados y rojos, marcados por el llanto. ¿Una imprudencia de Teresa? ¿Una información inesperada de alguien? La duda se desvaneció en unos segundos.
—Javier —exclamó Berta. Y Daniel temió lo peor.
—¿Qué le ha pasado a Javier?
Ella debió de advertir el temor en su mirada porque se apresuró a aclarar.
—Nada, nada terrible. Pero sí es importante, es grave... —y rompió a llorar desesperadamente. Cuando se calmó y pudo hablar explicó a Daniel la causa de su angustia—. Ha llamado Gerardo, el padre de su amigo Lolo, ya sabes quién te digo. Quiere hablar contigo. Parece que ha encontrado al chico unos porros... Y dice que es cosa de Javier, que él nunca había probado nada por su cuenta... Que Javier anda metido en eso desde hace meses...
Daniel respiró profundamente. Se acercó a Berta y trató de calmarla. La atrajo hacia sí con un cariño protector y lejano, perdido en el tiempo.
—Eso no es para tanto —dijo—. Tiene diecisiete años. Los chicos, los adolescentes quieren probarlo todo... Déjalo de mi cuenta. Ya hablaré yo con él, ya indagaré cómo se ha embarcado en esta historia... Ah, y eso de que Lolo ha sido iniciado por Javier ponlo en duda. El idiota de Gerardo es de los que se creen perfectos, él y sus hijos...
La presencia de Daniel, la firmeza de Daniel tranquilizaron a Berta. Él quiso bromear.
—Nos prepararemos para el primer asalto: padre firme versus hijo rebelde...
Cuando Javier entró en casa su padre se encerró con él en el salón.
—Has dado un gran disgusto a tu madre, Javier. Pero yo no quiero dramatizar. Cuando yo tenía tu edad fumaba a escondidas, el tabaco era nuestra transgresión. Ahora ensayáis otras. Pero algo ha cambiado. Los padres ya no somos represivos y autoritarios. Al contrario. Muchos de mis amigos, gente de mi edad, fumaban porros en la Facultad y nadie le daba importancia. Yo lo intenté y me aburría, no me interesó, el tiempo que duró la rebeldía, la demostración de que podíamos hacer algo que era diferente y prohibido...
Javier le miró por primera vez a los ojos. Había permanecido silencioso y cabizbajo. Una mezcla de sorpresa e incredulidad que Daniel adivinó en su mirada le animó a seguir adelante.
—Todo ha cambiado, Javier, el país ha cambiado. Pero eso no quiere decir que yo no deba advertirte del peligro que encierran los comportamientos marginales... En primer lugar ten el valor de decir «No» si algo de lo que te proponen no te gusta. Y no busques solución a tus problemas en los paraísos artificiales...
Javier habló por primera vez.
—Yo no he querido enfrentarme a vosotros. Yo he querido probar algo nuevo. Me habían dicho que el porro ponía alegre, te hacía feliz, y yo quería probar a ser feliz...
Nunca antes había tenido Daniel la oportunidad de oír a su hijo expresarse de modo tan claro y tajante.
—¿Es que no eres feliz? —preguntó Daniel sorprendido—. ¿Te falta algo? ¿No tienes todo lo que quieres, todo lo que te podemos dar? Colegio, amigos, deportes, vacaciones...
Javier se encerró en su anterior mutismo. Y Daniel dio por terminado el encuentro, con un cariñoso golpe en la espalda.
Los hijos, una vaga ternura, una inquietud permanente. Una amenaza para su equilibrio mental. Porque siempre, desde que nacieron, Daniel se sintió amenazado por ellos, por su salud, por los peligros que podían correr. Esa amenaza, ese constante temor que anidaba en el fondo de su conciencia era lo que Daniel entendía por responsabilidad. Y la responsabilidad exigía poner los medios para evitar que lo imprevisto doloroso le llegara a él, perturbara su precaria paz. Esa carga negativa era el sentimiento dominante de su paternidad.
Teresa había caído en un laconismo que perturbaba a Daniel. «¿Qué vas a hacer ahora?», le había preguntado un día cuando aún estaba en Santa Fe. Y ella le había contestado un «No sé», seguido de un largo silencio. Luego trató de ser más explícita y le contó las gestiones que iba a emprender para cerrar la casa de la Universidad y ponerla a la venta.
—También la casa de la playa... No tiene sentido —y había añadido—: Te escribiré desde allí, antes de irme a Nueva York...
Los árboles de la calle están en flor. Una primavera anticipada ha cubierto de blanco las copas de estos dogwoods, los arbustos que tú has visto en invierno, desnudos. A mi padre le fascinaba esa transformación... No puedo resignarme a su desaparición. Estaba lejos, nos veíamos poco desde que decidieron quedarse en Santa Fe, pero yo sabía que estaba allí. Ahora el mundo se ha hundido bajo mis pies. Cuando murió mi madre fue terrible. El final de una enfermedad larga y cruel. Algo de mí misma se fue con ella. Algo muy hondo, muy arraigado. Creo que el sentimiento que me inspiraba mi madre tenía que ver con una ligazón biológica, con ese hilo misterioso que transmite de mujer a mujer la continuidad de la vida. Mi padre era mi soporte sobre el mundo, el responsable del espacio que ocupo en este país. No tengo hermanos, no tengo testigos de lo que he vivido. El pasado se irá borrando lentamente. «La muerte es la consecuencia de la vida», decía mi padre. Creo que era un proverbio budista.
Aunque se llamaban todos los días, Teresa había empezado a escribirle cartas. Necesitaba explicar sin que la interrumpieran lo que estaba pensando o sintiendo en ese momento. A veces se detenía conmovida por su desahogo emocional.
Beatrice se empeña en que yo me quede con el apartamento de mi padre en Nueva York, el que tú conoces, en River Side Drive. Ella piensa instalarse allí pero está buscando algo más pequeño y en mejor sitio. Cerca de Central Park y a ser posible que se vea el parque desde él. Tiene planes de trabajo. El trabajo es una terapia muy eficaz. Quiere ocuparse otra vez de la revista y tratar de renovarla, de revitalizarla. Ha estado mucho tiempo alejada de ella aunque sus fieles colaboradores no la han dejado morir. Quiere estudiar la posibilidad de añadir un apéndice en español para las universidades con departamentos hispanos importantes. Tenemos que hablar de eso. Creo que es una de las cosas que podían interesarte aquí si un día te decidieras a venir. Te envío lo último que se ha publicado en poesía. ¿Por qué no intentas traducir algo?
Daniel leía las cartas varias veces pero no las contestaba por escrito. No eran cartas que esperaran respuestas. Teresa las escribía obedeciendo a un deseo urgente de comunicación. Daniel aludía a ellas por teléfono con algún comentario fugaz. Y las destruía en seguida.
Recordaba que una vez, cuando era muy joven, en las vacaciones de primer curso de la Universidad, había descubierto, casualmente, un secreto de su padre. Una carta de una mujer dirigida a él. Se deslizó de un libro que él necesitaba consultar en la biblioteca. Estaba colocado en un estante alto, inalcanzable. La carta estaba escrita por una mujer aparentemente muy inculta. Expresaba en términos crudos y violentos un amor primitivo, apasionado. Desvergonzado le pareció entonces a Daniel. La devolvió a las páginas del libro precipitadamente. Pensó en su madre, ajena al «pecado» de su padre y se tranquilizó pensando que ella nunca tocaba los libros de aquella biblioteca.
Cuando el padre murió, años más tarde, ya estaba él casado, ya tenía un hijo, Daniel se encerró en el despacho y alcanzó el libro que albergaba la carta delatora. Allí seguía, olvidada, doblada, con los mismos pliegues cuidadosos que él recordaba. La destruyó minuciosamente, de modo que no pudiera reconstruirse nunca y la arrojó a la papelera con los periódicos del día anterior.
Llovía sobre Nueva York. Un cielo gris acerado se derrumbaba en cortinas de agua que el viento agitaba con violencia. La tarde se había vuelto oscura. Teresa sintió sobre sus hombros cansados el peso inmenso de un invierno prolongado que azotaba sin piedad las altas torres. La primavera se anunciaba tímidamente. Durante los últimos días había aparecido una promesa de sol que el temporal atlántico había destruido.
—Aquí ha llegado ya la primavera —le había anunciado a Daniel—. Los días son espléndidos...
Hablar del tiempo, retrasar el momento de tratar otros asuntos, de rozar levemente los temidos puntos de fricción. Pasadas las decisiones enérgicas que siguieron a la muerte de su padre, Teresa se sentía tranquila. Ahora ya estaba en Nueva York pero no se decidía a reanudar su trabajo en el libro y precisamente hoy, después de describir a Daniel la tristeza del día, la lluvia persistente, la oscuridad que envolvía la ciudad, le había dicho casi sin pensarlo, después de oír su información meteorológica acerca del sol que iluminaba Madrid: «Creo que necesito el sol», momento en que Daniel, movido quizá por una mezcla contradictoria de esperanza e inquietud, trató de mostrar entusiasmo.
—¿Por qué no vienes aquí?
Y Teresa había contestado.
—A Madrid no. Pero quizás a una isla, a Menorca, por ejemplo. Los Gilabert tienen allí una casa. Durante el verano suele ir su hijo que vive en Londres pero en primavera está vacía...
No proponía un encuentro, no intentaba convencerle. No contaba con él. Esperaba su reacción que llegó en seguida.
—Una idea genial. Es lo que necesitas. Ya lo verás... Pero mientras tanto cuídate mucho...
Daniel había colgado el teléfono un poco apresuradamente. Necesitaba defenderse de un posible ataque, de una propuesta arriesgada que ella podía hacerle en cualquier momento: «¿Por qué no vienes tú conmigo?».
Era consciente de que, en el fondo, Teresa le necesitaba. Sabía que él no había estado a la altura de las circunstancias que habían sobrevenido en la vida de Teresa. Recordó cuando la muerte de su padre, el dolor casi físico que le había producido esa pérdida. Él tenía ya su propio hogar, su vida propia. Pero Teresa estaba sola. Y quería volver a España, dos realidades que le afectaban, que exigían por parte de él una reacción generosa y decidida. Dentro de un mes tendría vacaciones. La Semana Santa sería un momento muy oportuno para escaparse a la isla con Teresa. Pero ¿lo quería de verdad? ¿Podía permitírselo sin graves consecuencias? La duda, la ambivalencia, la desazón. Tenía tiempo de pensarlo, de estudiarlo, de discutirlo consigo mismo.
Al cerrar la puerta del apartamento, al iniciar el regreso a casa, un desaliento momentáneo le asaltó. Nunca, nunca podría liberarse de la trampa en la que él mismo había hipotecado su vida.
Daniel había reaccionado con un exagerado entusiasmo ante la idea de que ella necesitara el sol y fuera a buscarlo precisamente a España. Seguramente, el entusiasmo iría seguido de un análisis frío de la situación. Teresa en España, Teresa en Menorca... ¿Y él? ¿Iría a verla? ¿Trataría de verla?
Una sombra permanente teñía los sentimientos de Teresa. Todo lo que afectaba a su vida se había vuelto oscuro. La irrupción inesperada de la muerte, la derrota brutal de un padre que ella se había forjado invencible, había alterado su equilibrio sentimental. El padre había dejado un vacío que ella se había empeñado en llenar con Daniel. En una reacción infantil había pretendido trasladar del uno al otro el amor, la confianza, la seguridad, la razón de existir. Pero Daniel le había fallado. No sólo porque no se hubiera precipitado a viajar a su encuentro. Teresa comprendía que era difícil abandonar el curso injustificadamente y volar enloquecido para estrecharla entre sus brazos. Ella era una mujer serena y fuerte y podía comprender la reacción prudente de Daniel. Pero había otras formas de compensar la lejanía. Asegurarle que pronto se verían, que buscaría el modo de ir a su encuentro en la primera ocasión posible. Reiterar con firmeza y ternura la seguridad de los lazos que se habían creado entre ellos, el deseo de estar juntos, la irrenunciable necesidad de proyectar el futuro. Nada de esto había ocurrido. Sólo la diaria repetición del «Cuídate mucho, tranquilízate, ven a Europa en cuanto puedas». Pero sin concretar nada, sin comprometerse a nada.
La pasividad de Daniel despertó de su apatía a Teresa. Bruscamente, tomó una decisión. Salir a la calle, enfrentarse a la lluvia torrencial, al tráfico desesperante de la tarde avanzada. Pasó revista a los posibles destinos de su escapada y eligió uno. Robert, recién llegado de Israel, la había llamado aquella mañana y, después de un rato de charla consoladora, la había invitado insistentemente a que fuera a su casa aquella noche a tomar una copa con un grupo de amigos.
*
Cuando el avión comenzó a descender, la isla resplandecía, verde y brillante, anclada en un Mediterráneo deslumbrantemente azul.
Daniel suspiró. Teresa le esperaba, abajo. En unos minutos la tendría ante él, la estrecharía entre sus brazos. Merecía la pena todo el proceso vivido. Imaginar subterfugios, afrontar la furia de Berta, su actividad de permanente oposición a cualquier iniciativa que no fuera suya.
—No entiendo por qué no vienes con nosotros a Marbella que es tan mediterránea como Menorca y no nos cuesta un duro...
La casa de la hermana triunfadora. La casa de la hermana bien casada.
—Si no me hubiera surgido lo de Menorca, me hubiera quedado en Madrid —aseguró Daniel.
La búsqueda cuidadosa de un pretexto aceptable había cristalizado en la existencia inventada de un profesor catalán con el que tenía que trabajar en el libro sobre Juan Ramón Jiménez que había comenzado a preparar en los Estados Unidos. El rechazo de Berta hacia cualquiera de sus proyectos intelectuales solía concretarse en una reflexión, estaba seguro, que ella se formulaba: «¿Será posible que por esos libros paguen?».
El hecho es que el viaje tocaba a su fin. Las escalerillas, el breve recorrido hacia la terminal. El equipaje. La salida. Y en un segundo plano, detrás de los atareados representantes de agencias y tour operators, Teresa, sonriente y tranquila, ligeramente morena ya, vestida de blanco, pantalones, jersey, mocasines. Teresa instalada en el verano anticipado del Mediterráneo, bajo el sol que tanto había deseado.
Al verla, desaparecieron las nieblas de la duda, las nubes de la desconfianza, la pereza de sentir. Sólo permanecía la experiencia de los días de amor vividos en América.
La casa se asentaba sobre un acantilado. A la entrada principal se accedía a través de un pequeño jardín de palmeras, césped y flores. La fachada posterior daba al mar. El porche se extendía todo a lo largo de la fachada. Velas blancas cubrían el armazón del techo formado por un entrecruzado de tablas que descansaban sobre gruesas columnas de madera. Sujetas a ellas, cortinas de lona blanca se convertían en paredes de tela cuando la humedad de la noche o el viento de la isla reclamaban protección. Un breve jardín mediterráneo, de romero, tomillo, yerbabuena, descendía suavemente hasta el borde mismo del acantilado. La sensación de estar en la cubierta de un barco aumentaba la belleza del lugar y del momento. La cala, abajo, era un refugio seguro de pequeños veleros y barcos de pescadores del pueblo, cuyas casas se distinguían en la falda de una montaña cubierta de bosques. Era una cala amplia, de fondos turquesa y azul marino, con una estrecha salida al mar abierto.
Desde el porche, Teresa y Daniel, derrumbados en las butacas de mimbre, contemplaban los barcos que irrumpían milagrosamente, que emergían detrás de la alta pared del acantilado que se elevaba frente a ellos, áspero y rematado por un terreno llano cubierto de árboles. Teresa sacó vasos y hielo y bebieron sus gin-tonics en silencio en un brindis no expresado por la felicidad del encuentro.
Los días se sucedían sin sentir. Por la mañana se bañaban en la cala. Nadaban hasta salir al mar abierto y regresaban en un duelo de brazadas ágiles. Teresa se sentía segura en el agua, libre y ligera, sin peso y sin límites. El agua era el origen de la vida, se decía. Y el sol. Un paganismo biológico le brotaba desde la piel y penetraba hasta el corazón y los pulmones y el goce de los cinco sentidos. Teresa se reconocía entonces parte de la tierra.
Cuando atardecía, daban paseos por los caminos del interior de la isla. Bosques de hectáreas de tierra, predios detenidos en el tiempo. Y en lo alto un palacete rosado, blanco o almagre. Silencioso, aparentemente dormido, temporalmente deshabitado. Caminaban uno al lado del otro. El brazo de Daniel rodeaba los hombros de Teresa, acercándola a su cuerpo. El brazo de Teresa se extendía para abrazar la cintura de Daniel. La conciencia de su proximidad les sumergía en un estado de gozosa plenitud. Teresa era consciente de la magia de los escenarios. La casa de la playa atlántica en América. Los días de Nueva York. La isla mediterránea. Daniel percibía esa felicidad fragmentada. La felicidad de sentirse, por un tiempo, alejado del mundo real. Días ausentes de compromisos. Días de promesas cumplidas. Breves estancias en el paraíso.
—¿En qué piensas? —preguntó Teresa.
Daniel, silencioso, se abstraía, miraba a un punto fijo, el rojo del crepúsculo, la despedida encendida del sol.
—Pienso en el paraíso —dijo Daniel—. En este paraíso...
—Hay otros —contestó Teresa.
—¿Cuáles? —preguntó Daniel.
—No los que prometían las comedias americanas de los años cuarenta, esas comedias basadas en un solo conflicto, que una vez resuelto abría las puertas al happy end. La lucha por el paraíso consciente no regalado, no caído del cielo empieza en el plano siguiente, nunca filmado. La aceptación mutua, la renuncia de cada uno en favor del otro, la generosidad total. Dar, dar, dar porque creemos que merece la pena. La convivencia difícil cuando decidimos compartir nuestra existencia con otra persona. La búsqueda de metas comunes. Un sentido de la vida afín. Así se puede alcanzar la serenidad, la única forma de felicidad. El equilibrio, la seguridad en uno mismo, en lo que creemos, en aquello por lo que luchamos...
Daniel se echó a reír.
—Supongo que todo esto son fragmentos de tu trabajo sobre las parejas, ¿no? ¿Y no crees que además de todo eso, lo fundamental en una pareja es el sexo?
Teresa no contestó. Se daba cuenta de que sus reflexiones en voz alta se habían convertido en un sermón trascendente. Se echó a reír.
—El sexo está siempre presente... La mirada es sexo. La palabra buscada y encontrada, el palpitar del corazón del otro. El sexo está en cada centímetro de la piel propia, de la piel del otro. En la vida de la pareja todo está impregnado, traspasado, dirigido por el sexo. Yo creo que tú hablas del sexo como ejercicio primario y directo. Hablamos de cosas distintas... Cuando hace un momento entrabas del jardín y me decías entre sorprendido y alegre: «Llueve...», tus ojos brillaban y las gotas de agua temblaban en tu pelo, en tus mejillas, en tu barbilla. Yo te sentía como un ser luminoso, lleno de vida, que venía de un lugar fresco, un bosque, un río. Venías hacia mí y me decías: «Llueve». Y yo sentía que todo tú eras sexo...
—Para mí —dijo Daniel—, el sexo como todo lo importante tiene que ver con la cabeza. Su origen, su centro, su desarrollo están en la cabeza... Lo que yo veo en ti, en tu cuerpo y en tu lenguaje, en lo que dices y ocultas, es sexo y también está en la cabeza.
Las vacaciones tocaban a su fin. Después de una noche de amor arrebatado hablaron del divorcio. Hacía calor. La luna rielaba en la mar plana e inmóvil. Daniel había salido a la terraza y Teresa le siguió.
—No tengo sueño, no puedo dormir —dijo. Y fue a sentarse a su lado en el escalón que separaba la terraza del jardín.
Durante unos instantes se mantuvieron silenciosos los dos. Luego, Daniel empezó a hablar.
—Los días se agotan y pronto nos separaremos...
—Porque tú quieres...
—Sabes que no es verdad, no insistas. Quiero pero no puedo hacer de mi vida un cuento de hadas...
—¿De verdad, tú nunca has pensado en el divorcio? ¿Tú crees en el matrimonio para toda la vida? No eres religioso. ¿Cómo puedes leer tanto, tener la mente tan clara y luego ser tan retrógrado en tu conducta? ¿Dónde está tu filosofía de la existencia? Vives en la confusión y la ambigüedad. ¿Por qué mientes, por qué ocultas nuestra relación?
Nunca antes había planteado tan crudamente la realidad de los hechos. Daniel no contestaba. Apoyó la cabeza entre sus manos y respiró hondo.
—Teresa, tú no tienes hijos. Tú te has separado de tu marido y se acabó...
—No necesito tener hijos para saber que con los hijos hay un compromiso permanente. Con la madre, si ella no es independiente económicamente, también. Pero cuando los hijos son mayores ¿crees que necesitan tener a los padres juntos y desgraciados, juntos y aburridos?... Cuando mi padre se volvió a casar yo tenía dieciséis años. Y no me fui a vivir con él... Le quería mucho. Nos entendíamos, nos necesitábamos. Pero juntos no hubiéramos desarrollado libremente nuestras vidas. Hubiéramos creído que nos bastábamos y nos sobrábamos uno al otro. No hubiéramos sentido la herida de la soledad. Y esa herida hay que sentirla para madurar...
Daniel no contestó. Se levantó y dijo:
—No me entiendes. Sé que es difícil entender las circunstancias de los demás... Pero no sigas atacándome, por favor, vámonos a dormir...
La despedida había sido breve y tranquila. Sin discusiones ni promesas. Él había preferido ir solo al aeropuerto y ella había asentido.
—Tengo que dejar esta casa ordenada, entregar las llaves a la mujer que la limpia y la cuida... —dijo Teresa.
—Te llamaré —prometió Daniel.
Y se había despedido con un beso largo y silencioso. Ahora, tendida bajo la vela del porche, con los ojos cerrados pensó en Daniel volando hacia su vida mediocre, imperfecta, gris, pero suya. Mañana volaría ella a Barcelona. Se despediría de algunos amigos. Y, al día siguiente, regresaría a América.
Aleteó la vela sobre su cabeza. Abrió los ojos y vio el sol arriba, como un enorme ojo en el cielo. Del ojo descendía una nube en forma de esqueleto de pez, de un pez triangular y gigante. Se veía la espina dorsal flanqueada por las espinas laterales. Terminaba en punta. Como un pez. El mar a su izquierda se extendía a lo lejos, más allá del acantilado. Un yate blanco, una hermosa embarcación se deslizaba sobre las aguas. En la cubierta de popa, un helicóptero azul, como un insecto gigante, reposaba un sueño de mediodía. No se veía a nadie más. «Un barco fantasma —pensó— rumbo a ninguna parte». En la cala, el turquesa de los fondos refulgía al sol. Daniel, perdido, se fue esfumando en su conciencia hasta quedar reducido a un esqueleto borroso con un ojo de luz que se desvanecía, como el pez en el cielo.
Daniel se refugiaba en la actividad frenética del último trimestre. Era su mejor recurso contra la confusión en que vivía. Los días transcurrían a un ritmo acelerado entre la vida universitaria y las actividades culturales fuera de la Universidad. Conferencias, encuentros, debates, apoyo a causas justas. El libro apenas avanzaba. ¿Cuándo escribir? ¿Cómo concentrarse en Juan Ramón y sus crisis de exiliado? Fue Teresa quien le animó a iniciar el libro, después de una larga conversación una tarde, poco antes de regresar a España. Teresa se había entusiasmado con los puntos de vista de Daniel, con el análisis que hacía de la personalidad y la obra del poeta.
—Ahora que vuelves a España tienes que continuar trabajando sobre él. Te servirá de estímulo para salir de la rutina de las clases, de los congresos y los foros... —le había dicho Teresa.
Porque él, ante la cercanía del regreso, se lamentaba con frecuencia de lo esterilizadora que podía llegar a ser la vida de Madrid.
—Eso depende de ti —había asegurado Teresa, siempre dispuesta a luchar contra los obstáculos—. Eres tú quien tiene que compensar esa vida. Hace tiempo que no publicas nada serio, según tú... Anímate. Yo puedo ayudarte a encontrar revistas, libros que tenemos aquí, si lo necesitas...
En la soledad del salón, derrumbado en su butaca con un libro abierto en las manos, Daniel cerraba los ojos y pasaba revista al día vivido, al programa del día siguiente, del mes siguiente. El recuerdo de Teresa irrumpía con frecuencia en sus reflexiones, como ahora, al pensar en el proyectado trabajo sobre Juan Ramón. Se daba cuenta de la exigencia intelectual que Teresa ejercía sobre él con su sola presencia. La crítica, la permanente incitación, el aliento que él aceptaba cuando estaban juntos se convertían en una carga cuando estaba lejos. Con la frialdad de la distancia, el estímulo se convertía en un ataque a su libertad. Teresa invadía su terreno personal. Se convertía en una constante instigadora de lo que él debía hacer, una juez implacable. ¿Berta era la libertad? En cierto modo, sí, porque Berta no era capaz de entrar en su soledad interior, en sus espacios sagrados. La lectura, la reflexión, el trabajo crítico, la investigación sobre un fenómeno literario presente o pasado que le interesara. El artículo resultante, el prólogo, las notas a pie de página. El Daniel universitario era independiente de Berta.
Berta no pretendía entrar en su mundo. No era respeto. Era indiferencia, y un punto de vaga admiración y sorpresa al percibir que aquella actividad de Daniel era valorada por alguien. Lo notaba en las pocas ocasiones en que ella asistía a un acto social literario. Daniel estaba seguro de que en sus reflexiones esporádicas sólo una duda empañaba sus atisbos admirativos. ¿Aquello derivaría algún día en un éxito de verdad? ¿Aquello daría algún día dinero?
Regresó a Teresa. Regresó al recuerdo de su admiración en la conversación sobre Juan Ramón. Recordó cómo él se había sentido tentado ante las propuestas admirativas de Teresa. «Tienes que hacer ese libro... Incluso, si te interesa, lo podemos publicar aquí. Te he dicho muchas veces que a través de nuestra revista y la editorial de Beatrice tenemos contactos con muchas otras editoriales...»
Todo estaba muy bien, pero el problema era el tiempo. Las horas de Madrid se encogían, saltaban unas sobre otras sin detenerse. Tendría que esperar a las vacaciones de verano. El verano. La idea de recluirse en un lugar tranquilo le sedujo, pero ¿dónde?
Teresa había regresado entristecida a Nueva York. La despedida de Menorca, la discusión última sobre el divorcio, el rechazo de Daniel a cualquier solución que cambiara su vida la habían deprimido. Pero reaccionaba ante los obstáculos con energía. Nueva York era una ciudad estimulante por el solo hecho de vivir en ella. Respirar su vitalidad, su capacidad de cambio constante sin perder su verdadera esencia, impulsaba a trabajar, a dejarse arrastrar por la investigación creativa o científica, a participar en la vigorosa carrera hacia delante en la que la ciudad estaba empeñada. En medio de la mezcla furiosa de sonidos, colores, luces, gentes, Teresa era capaz de sumergirse en su trabajo personal. Sola y al mismo tiempo consciente de la presencia de un fluir de vida a su alrededor, un aliento compartido por millones de seres humanos que habitaban cerca del cielo o en las sombrías catacumbas de la ciudad.
El recuerdo de Daniel yacía en lo más hondo de su conciencia. La llamada diaria de los meses anteriores se había convertido al regreso de las vacaciones en un par de llamadas semanales. Hablaban con cierta frialdad, sin proponerse situaciones límite, tratando de no remover las diferencias. Era un reto silencioso y oculto entre los dos. Un compás de espera. Un día, cuando Daniel se lamentaba del escaso progreso de su libro y de su necesidad de encontrar un lugar tranquilo durante el verano, Teresa le había sugerido.
—¿Y la casa de Asturias, la casa de tu familia?
En el primer momento Daniel se había quedado sorprendido y la idea le pareció irrealizable. Había que arreglar la casa. Hacía por lo menos tres años que no iba por allí. Desde que la madre ya instalada en Granada con la hermana pequeña había decidido repartirles la herencia poco antes de morir. Daniel había renunciado a pisos o acciones para quedarse con la casa, a pesar de la oposición indignada de Berta.
—Piénsatelo bien —le animó Teresa—. Podrás encontrar alguien que te ayude a restaurar lo que esté deteriorado, una parte de la casa al menos...
—Creo que tienes razón. Ésa puede ser una solución... —dijo Daniel después de una débil réplica que Teresa no aceptó.
Daniel entró en casa reconfortado con la idea de Teresa. El proyecto del verano en Asturias era una luz al fondo del camino. Desde niño, cuando tenía un problema aparentemente irresoluble, se imaginaba que estaba andando por un túnel oscuro pero que en algún momento aparecería una luz lejana y débil que iría aumentando hasta llegar a la salida del túnel.
Al meter la llave en la puerta, oyó la voz de Berta que gritaba.
—¿Daniel?
—Sí, soy yo. ¿Quién crees que va a entrar con llave?
Berta estaba en el cuarto de baño. Cuando Daniel fue a su encuentro guiado por la dirección del grito ella estaba saliendo al dormitorio oscuro. La luz quedó a sus espaldas y su silueta se destacó en el marco de la puerta.
—¿Qué haces a oscuras? —preguntó Daniel. Y pulsó el interruptor.
Berta se llevó las manos a la cara y al acercarse a ella Daniel observó que las lágrimas caían por sus mejillas bajo los puños con los que trataba de ocultarlas.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó inquieto Daniel—. ¿Otra vez Javier?
Berta descubrió su cara, los ojos enrojecidos por el llanto y con un gesto de odio y de dolor se enfrentó a él con violencia.
—Javier, no, no ha hecho nada. Dime ahora mismo qué has hecho tú mientras estabas en América. Quién es Teresa. Quién es su amigo Philip. Quién es Juan Maciá, el amigo de Philip.
Atónito, Daniel no sabía qué contestar. ¿A qué venían, de dónde venían los nombres entremezclados que Berta gritaba?
—¿De qué estás hablando? —preguntó. Y su voz sonó tan sincera que, por un momento, Berta titubeó. Pero en seguida recuperó su furia y de un tirón, lanzó su explicación como una lección aprendida, como el resumen de un discurso preparado cuidadosamente.
—Estoy hablando de Juan Maciá, un profesor americano que acaba de llegar a Madrid, de paso para Francia y que ha pedido tu teléfono en la Universidad porque necesitaba que le ayudaras en algún problema del viaje y sobre todo porque quería saludarte... «¿Es usted Teresa?», ha preguntado. Y cuando le he dicho que no, que yo soy Berta, tu mujer, dijo: «Perdón, creo que me he equivocado, que me han dado el número mal...». Mentira. Mentira. Él preguntó por el profesor Daniel Rivera... Y me tomó a mí por Teresa, y yo te pregunto: ¿Quién es Teresa?
Daniel estaba consternado... No podía imaginar cómo se había producido aquella sarta de desafortunadas confusiones.
Recordaba a Juan Maciá, un amigo de Philip. Había hablado de Madrid, de la Universidad, sólo eso. Lo había conocido una vez en Nueva York con Teresa. ¿Había interpretado que Teresa estaba con él en España? ¿Creyó en aquel momento que Teresa era su mujer?
Un enorme cansancio se apoderó de él. ¿Era eso el comienzo de una nueva vida llena de desconfianzas y reproches? Un desaliento insoportable le hizo reaccionar. No podía seguir así. Había llegado al límite de su cobardía y su cinismo. Miró a Berta con gesto serio y decidido y dijo:
—Teresa existe. Es verdad. La conocí en Estados Unidos, en la Universidad. Está divorciada. No tiene hijos. Me enamoré de ella, sigo enamorado. Pero estoy aquí. No te he abandonado. No os he abandonado a los niños, ni a ti... Ahora, ya sabes la verdad... Quedan dos meses para las vacaciones. Precisamente iba a decirte que voy a hacer un viaje a Asturias para arreglar mi casa. Quiero pasar allí el verano, tener calma y paz para escribir un libro... Si te parece esperamos al otoño para tomar una decisión. Tú verás lo que prefieres. Si quieres me voy ahora mismo...
Berta ya no lloraba. Se había quedado quieta, la cabeza baja, los ojos cerrados. Le dejó hablar y cuando se hizo el silencio le insultó con rabia.
—Eres un canalla. No tienes vergüenza. No te mereces lo que he sacrificado por ti y por nuestros hijos. Siempre encerrada, siempre aburrida, siempre dependiendo de lo que tú querías... Para llegar a esto...
Daniel no intentó replicar, defenderse, acusar, hablar de su fracaso personal, de la incomprensión y el egoísmo de Berta, de la lejanía de sus vidas, de sus intereses, de sus metas. Se derrumbó en una butaca mientras Berta, tumbada en la cama, ocultaba en la almohada su rostro y su derrota.
La aceptación de Daniel había alegrado a Teresa. Siempre necesitaba un tiempo para decidirse, pero en esta ocasión había reaccionado con rapidez a la solución que ella le había sugerido: «¿Por qué no la casa de Asturias?». El entusiasmo que desplegó a continuación mostraba un cambio en su actitud habitualmente quejosa y pasiva. Era un rechazo a los veranos monótonos de la sierra madrileña rodeados de gente conocida de Berta.
Parejas con hijos de la edad de los suyos. Piscinas, barbacoas.
—Sólo la lectura —decía Daniel—. Sólo leer me compensa de ese ambiente y alguna escapada a Madrid si no hace un calor excesivo. La casa de Asturias podía haber sido nuestro refugio, nuestra casa entre la montaña y el mar. Pero Berta siempre fue reacia a encerrarse en un pueblo, a las nubes del norte, a un mundo tan ajeno al suyo.
Daniel se estaba aferrando a un viejo sueño. La búsqueda de la infancia lejana. La soledad frente al mar. ¿Era el comienzo de una rebeldía?, se preguntaba Teresa. En cualquier caso era un intento de aislamiento y reflexión, una oportunidad de concentrarse en el trabajo intelectual, un tiempo lejos de Berta y de la vida anodina que ella propiciaba.
Teresa esperó durante unos días la llamada de Daniel. Su silencio le perturbaba pero al mismo tiempo no quería adelantarse a telefonear. Al fin la llamada se produjo un día, no a la hora habitual sino un poco más tarde. La voz de Daniel le sonó extraña, cansada, lejana. «¿Qué te ocurre?», preguntó temerosa. «¿Qué te ha pasado?» Y un Daniel apagado al principio y más enérgico a medida que hablaba le dijo: «Un desastre. Berta se ha enterado de que existes. Y de que estoy enamorado de ti...». Le explicó la absurda confusión telefónica, la reacción desesperada de Berta, la necesidad que él sintió de aclararlo todo.
—No podía seguir así. Y corté por lo sano... Le he propuesto esperar, reflexionar. Le he dado la oportunidad de que ella decida lo que quiera que hagamos... Me siento culpable, como te puedes figurar... Le propuse marcharme de casa si ella quería... Pero no quiso. Quiere que todo sea igual cara al público... No puede soportar la idea de que yo la abandone por otra...
Teresa escuchaba en silencio. Las palabras de Daniel resbalaban sobre su consciencia como algo ajeno a ella, inverosímil, remoto... Ella había aceptado a un Daniel dubitativo y temeroso de hacer daño a su familia. Que esperaba, quizá, un momento oportuno para aclarar su situación. ¿Que los hijos crecieran? ¿Que la misma Berta tomara un día la iniciativa de rechazar una situación matrimonial tan poco satisfactoria? Daniel le había dicho en varias ocasiones que entre ellos no existía ya más lazo que el puramente social y una máscara de normalidad exhibida ante los hijos. Le había hablado del fracaso total de la relación con Berta, de las discusiones constantes, los desacuerdos, la amargura... Y, ahora, cuando el azar ponía ante él la ocasión de tomar una decisión, ¿le daba la oportunidad de que ella decidiera? ¿De qué culpa hablaba? ¿Qué quería decir?...
Daniel había terminado su confusa narración hacía unos momentos.
Teresa preguntó.