El enigma
Josefina Aldecoa
Primera parte
Al entrar en el avión sonrió a la azafata. En un viaje largo era conveniente establecer un lazo superficial pero agradable con la que iba a ser cuidadora solícita, proveedora, cumplidora de cualquier pequeño servicio. Avanzó hacia su asiento comprobando los datos de la tarjeta de embarque. Dobló la gabardina y la colocó en el maletero sobre su cabeza. Luego extrajo de su cartera los periódicos y revistas y la dejó caer cerca de él, en el suelo, apoyada en la pared del avión. Ventanilla era una elección obligada, un antídoto contra la leve angustia claustrofóbica que le producía la duración del vuelo. Al girar para sentarse, alcanzó a ver en el asiento posterior al suyo un rostro de mujer que le observaba. Sonrió y él le devolvió la sonrisa. «Buen comienzo», se dijo, porque era una cara joven y graciosa. Lástima, una pena que no hubiera sido su compañera de viaje más cercana. Todavía no estaba ocupado el asiento a su lado. La muchacha a la que él había sonreído parecía una estudiante. Sí, seguramente iba como él a una universidad. Podía ser su primer viaje para incorporarse a un curso concreto. Sin saber por qué pensó que era española. Pero una inmediata reflexión le hizo razonar que era difícil, sólo por el físico o por el aspecto, deducir su nacionalidad. Eran tan parecidas las formas de vestir, la soltura al dirigirse a otra persona aunque sólo fuera con una sonrisa... Pensó en Isabela y en su despedida breve y seca. Estaba llegando el momento de cortar definitivamente. Porque ella empezaba a olvidar las reglas del juego. Entraba inesperadamente en su despacho con cualquier pretexto. Había llegado a colarse en el curso de doctorado sólo para verle y observarle durante un rato y deslizarse fuera cuando se cansaba y comprobaba que allí no pasaba nada especial. Se había vuelto celosa y agresiva y estaba perdiendo por momentos el interés que había despertado en él su vivacidad, su alegría, su inteligencia despierta y ávida de saber, su admiración constante hacia él y hacia todo lo que él decía o escribía.
Una somnolencia invencible le asaltó. Cerró los ojos. Necesitaba descansar. Los últimos días habían sido tensos, cargados de entrevistas y compromisos. La noche anterior apenas había dormido. Se había entretenido revisando las conferencias y la bibliografía del curso, las fichas fundamentales. Y luego estaba el equipaje personal. La discusión con Berta. Este traje no. Los zapatos Sebago. Mejor la chaqueta de cachemir puesta; no se arruga. Discutían. Berta había terminado con uno de sus arrebatos histéricos. «Para qué opinaré, para qué me preocuparé por ti, si no te importa nada lo que yo digo...» Resonaba en sus oídos la última queja, el último reproche. El recuerdo de Berta ahuyentó su sueño.
Él había tratado de ser cariñoso y se mostró persuasivo y un punto melancólico. «Al fin y al cabo van a ser cuatro largos meses separados, Berta. Será duro para los dos...» Y tomándola por la cintura la llevó hasta el sofá, sirvió hielo en las copas, las llenó de sus alcoholes favoritos, whisky él, ginebra ella. Brindaron y se miraron a los ojos como hacían cuando eran muy jóvenes, antes de los niños y el trabajo en la Universidad, cuando él todavía estaba preparando la tesis y tenían poco dinero y muchos proyectos y Berta que siempre fue igual, desde luego, desviaba sus irritaciones hacia los otros, hacia los que creaban dificultades o les ayudaban poco... Brindaron, pero Berta estaba silenciosa y en seguida apareció entre sus cejas la arruga del descontento, de la discrepancia, el impulso amargo que le impedía respetar el pacto, la tregua, durante un espacio de tiempo por breve que fuera. «No será duro para los dos», había dicho. «Será duro para mí...» Un ramalazo de ira sacudió a Daniel ante el recuerdo de la noche anterior, ante el comentario de Berta que le había hecho exclamar: «Nunca estarás contenta con nada. Sabes que voy a ganar un dinero que nos vendrá muy bien, que te vendrá muy bien a ti, que siempre piensas en términos económicos. Te quedas con los niños, cerca de tu familia y tus amigas, sin nada especial que hacer. Y yo me voy a un lugar desconocido a medir mis fuerzas con aquella gente del Departamento de Español que espera de mí algo nuevo y original, algo que les explique la situación del momento en España y sus repercusiones en la literatura...». Era igual. Berta se fue a la cama sin aceptar su juego de marido cautivador, su papel de hombre abrumado por la separación y por la grave responsabilidad que le esperaba al otro lado del océano. Cuando él decidió retirarse, ella dormía profundamente pero sus sueños no habían borrado el ceño fruncido de malhumor.
Absorto en sus pensamientos, apenas se dio cuenta de los preliminares del vuelo, las advertencias, los saludos, las bienvenidas a bordo de la tripulación. Mantenía los ojos cerrados cuando la azafata le ofreció algo de beber y él aceptó con una sonrisa. Luego suspiró y estiró las piernas, decidido a relajarse, a disfrutar del momento: la copa, la película, la promesa de una experiencia estimulante que le esperaba con toda seguridad al final de su viaje. Daniel Rivera, catedrático de Literatura en la Universidad de Madrid, poeta en su primera juventud, después ensayista, crítico, conferenciante, colaborador en diferentes revistas. Daniel Rivera, cuarenta y ocho años, casado, dos hijos, navegaba por el aire rumbo a Nueva York para seguir viaje volando desde New Jersey a una prestigiosa Universidad de los Estados Unidos de América.
Las tardes todavía eran calurosas a finales de agosto. Teresa ordenó sus papeles y apagó el ordenador. Durante unos minutos hojeó el texto impreso momentos antes y alcanzó la carpeta que reposaba sobre un archivador para guardar en ella las hojas. «Thank God it’s Friday», se dijo. Y sonrió para sí misma. La vieja costumbre de la revista, «gracias a Dios es viernes». Y la alegría de la despedida, el intercambio de informaciones sobre los planes del fin de semana. Los ordenadores, los papeles, las pruebas de imprenta, todo en reposo durante cuarenta y ocho horas. Por un momento, Teresa sufrió un breve ataque de nostalgia. ¿Había acertado con esta huida? ¿Sería de verdad una solución este regreso a unos años atrás cuando su padre vivía aquí y trabajaba en la Universidad y ella era una estudiante sin otra responsabilidad que aprobar cursos y elegir temas para sus trabajos universitarios, pasar horas en la Biblioteca de la Universidad, asistir a las fiestas de fin de semana con los amigos de entonces? Nueva York había significado tanto para ella. Allí habían vivido los primeros años, cuando sus padres decidieron emigrar en busca de un lugar en el mundo que les permitiera vivir en libertad, que les abriera horizontes a los tres, al padre, a la madre y a la niña que ella era. Recordaba siempre el deslumbramiento que les produjo la gran ciudad, adivinada, anticipada en las películas que llegaban a aquella España triste y aislada de la posguerra. El padre, ignorado en los medios universitarios, dando clases en academias de bachillerato, corrigiendo galeradas para editoriales modestas, trabajando en tesis doctorales para otros que pagaban muy bien, en aquella época.
Teresa recordaba aquel exilio elegido, propiciado desesperadamente a través de amigos republicanos, que ya estaban instalados en distintos países de América. Toda aquella vieja historia quedaba atrás, archivada en su memoria. Lo reciente era el abandono de su trabajo, de su apartamento, de su vida neoyorquina que colmaba tantos deseos y esperanzas. La huida, dejando atrás un matrimonio fracasado. El disgusto del padre y de Beatrice, la mujer que había ocupado el lugar de su madre al morir ésta y que había sido la más generosa de las madrastras.
Tenía que cortar el remolino obsesivo de dudas, preguntas, contradicciones. De una cosa estaba segura: nunca, por nada del mundo regresaría a aquella etapa que precedió a la ruptura. Jamás, aquel periodo de presiones de los que la rodeaban, de temor a dar un paso equivocado. Finalmente había conquistado la paz en este oasis universitario donde había recuperado el aroma de su adolescencia. Cuando el primer trabajo serio de su padre les había permitido instalarse en esta vieja casa, en este antiguo granero que un arquitecto había convertido en un hogar confortable y sofisticado.
El sol se retiraba hacia el oeste sobre los árboles frondosos y cobrizos del bosque. Brillaba con fuerza porque aún el verano se resistía a desaparecer y el aire seco se convertía en una ligera brisa a esa hora de la tarde. Teresa consultó el reloj y comprobó que su divagación había durado demasiado. Tenía el tiempo justo para darse un baño, vestirse y disponerse a asistir al cóctel de John Bernard, el chairman del Departamento de Español. Un cóctel para festejar el comienzo cercano del cuatrimestre escolar. Y también para dar la bienvenida a un profesor invitado que había llegado de Madrid días antes.
En el cóctel había mucha gente. John Bernard le iba presentando a unos y a otros. Se movían entre los grupos, se detenían. En las conversaciones, los idiomas, los nombres, imposibles de retener, se mezclaban. Parejas. Apellidos ingleses, alemanes, italianos. Varios hispanos. Una pareja de argentinos. Un peruano. Una pareja de mexicanos. En ese momento alguien reclamó a Bernard, que dijo:
—Perdón, vuelvo en seguida...
La mexicana se dirigió a Daniel y entabló con él una conversación mientras su marido saludaba a un conocido.
—Soy Ángela... Mi marido enseña en la Universidad. Yo estoy trabajando sobre los pintores mexicanos actuales y la influencia que ejerce sobre ellos el arte precolombino...
Ángela sonreía dulcemente.
—Qué interesante —dijo Daniel. Y observó que el chairman le hacía un gesto desde lejos. Cuando fue a disculparse con la mexicana, ésta hablaba ya, en inglés, con una mujer, una desconocida, como todos los asistentes al cóctel.
En esa fiesta, en ese primer contacto con la gente de la Universidad y del Departamento con los que iba a convivir más o menos estrechamente, una leve sombra de nostalgia le turbó. En aquel salón por cuyos ventanales entraba la luz del final de la tarde, Daniel se sintió solo, ahogado en un mar de sonidos. El murmullo de las conversaciones, la música al fondo, las risas que el alcohol elevaba hacia tonos cada vez más altos. Un desatado afán de comunicación desprovisto de inhibiciones por un tiempo, el tiempo que durara el festejo...
Una mujer mayor, con melena pelirroja ondulada y traje también rojo, avanzó sobre unos tacones altísimos hacia Daniel. Llevaba una copa vacía en la mano, se detuvo ante él y dijo:
—Dora.
Él contestó:
—Daniel.
Mientras, Dora, alegre y excitada, le cogió por el brazo y exigió:
—Por favor, venga a tomar otra copa...
Y le arrastró entre la gente que permanecía de pie y se retiraba a su paso sin interrumpir, más que con una sonrisa maquinal, su atención al interlocutor de turno.
Una vez ante la mesa del bufet, Daniel se relajó, tomó la copa servida por el barman, se volvió hacia Dora, que le esperaba, y avanzó con ella hasta sumergirse en el centro de la reunión.
La fiesta estaba en todo su esplendor. Los invitados se apiñaban en pequeños grupos, unos en el salón, otros en la terraza y el jardín iluminado que rodeaba la casa. Los canapés y las copas se renovaban continuamente. El rumor de las conversaciones subía de tono a medida que el tiempo pasaba. La noche del viernes se perfilaba alegre y distendida. El cóctel era ya un éxito porque cumplía todos los requisitos: mucha gente, espacios totalmente ocupados y el calor del alcohol animando las conversaciones.
Daniel era el centro de un grupo y luego de otro. Se esforzaba por hablar en inglés pero sonreía agradecido cuando se dirigían a él en español.
Teresa observaba al profesor Rivera. Bernard se lo había presentado al llegar y no había vuelto a tenerlo cerca hasta ahora mismo, cuando Dora Davies le conducía hasta una nueva copa que ella seguramente necesitaba.
Sin dudarlo, se abrió paso hasta Dora y el grupo de amigos que la rodeaba y se dirigió a Daniel con naturalidad.
—Vamos —le dijo—, le buscaré un rincón tranquilo.
Y le condujo hasta un ángulo del salón en el que, milagrosamente, había un claro y el pequeño sofá que ocupaba ese claro estaba vacío.
Cuando Daniel entró en su apartamento, el teléfono sonaba:
—¿Sí? —preguntó.
Y la voz de Berta añadió un punto de aturdimiento a su dolorida cabeza:
—... Te he llamado hace una hora pero no estabas. Según mis cálculos son las dos de la madrugada, ¿no?... ¿Qué pasa, que tenéis cursos de noche?... Hombre, como me llamaste el primer día y no has vuelto a dar señales de vida... No, no pasa nada especial, sólo quería comprobar que tenía bien el número de teléfono... ¿Ah, una fiesta? Pues para fiesta la que tengo yo montada aquí. No me funciona el calentador de agua y sale helada. Menos mal que dentro de dos días dejamos la sierra y nos vamos a Madrid... Para preparar los colegios, la ropa, la casa, todo... Además, aquí no va a quedar nadie... Por cierto, te ha llamado, y no sé quién le habrá dado el teléfono, una de esas niñas de las tesis que quiere tu dirección. Yo no se la he dado... Tú verás... Ah, ¿sabes lo que me ha dicho Lola? Que Luis y Carmen se separan... Típico del verano... No sé por qué. A lo mejor sabes tú más que yo, ¿no?... Bueno, si no tienes nada más que decirme te dejo que esto sube horrores... Los niños bien, claro... Llámame cuando tú quieras.
Al colgar el teléfono, Daniel suspiró. La conversación con Berta le había trasladado por un momento a Madrid, al mundo que acababa de dejar atrás.
Luis y Carmen. En principio su separación era una buena noticia. Ya no había que salir con ellos cada dos o tres viernes y aguantar sus estúpidas charlas. Las mujeres hablaban de sus cosas, se aislaban de ellos. Y ellos trataban de encontrar temas de conversación sin conseguirlo. Luis repetía siempre la misma gracia: «¿Qué tal, campeón? ¿Para cuándo el Nobel?». Si bebía dos copas de más se quejaba de la vida que llevaba. El trabajo, el dinero, la pequeña política de la empresa en que trabajaba... «Yo quería ser arquitecto —se lamentaba—, arquitecto de grandes obras: mercados, campos de fútbol, fábricas. Pero no pude con la carrera y luego en casa no me ayudaban nada. Así que me quedé en aparejador». Luis deprimía a Daniel. De hecho Carmen era la amiga de Berta. Ella había aportado esa pareja y otras dos que constituían lo que Daniel llamaba la parte opaca de su vida social. Alguna vez había tratado de explicárselo a su mujer. Ella asentía y aparentemente comprendía. Pero luego se rebelaba contra él y atacaba a las gentes que él valoraba y los horribles cócteles literarios, las presentaciones de libros y las conferencias que la exasperaban y le producían una especie de rencor sordo contra un mundo que la aburría.
Lo cierto es que a él esos festejos no le gustaban y le producían, como las salidas de los viernes, una insatisfacción, un vacío, una desolación infinita. Sólo cuando se reunía con unos pocos amigos y charlaban libremente de asuntos interesantes, podía olvidar el color gris de su vida. Entre el rechazo a una y otra práctica social, planeaba la consciencia de que en algún punto del camino se había equivocado y ya para siempre sería víctima de ese error.
El silencio a su alrededor era total. Campus Place era un lugar tranquilo a esas horas. Los profesores y los estudiantes casados que ocupaban los apartamentos de su edificio dormían ya o regresaban en silencio de sus noches del viernes.
Daniel abrió la ventana. El aire fresco traía aromas vegetales, húmedos unos y con un soplo de tierra caliente, otros. Daniel se apoyó en el alféizar y contempló la luna, en lo alto, el cielo oscuro y protector, las sombras lejanas de los árboles. Respiró hondo varias veces y cerró a medias la ventana. Luego, decidió acostarse, apagó la luz, cerró los ojos y al poco tiempo se quedó dormido.
El almuerzo en el comedor de profesores de la Universidad había sido agradable. John Bernard, Daniel, Teresa y dos profesores responsables de los niveles superiores de Español.
Durante el almuerzo Daniel había preguntado a Teresa:
—¿Qué hace usted exactamente en el Departamento?
Y ella se había echado a reír y había pedido ayuda a Bernard, que lo explicó en seguida.
—Teresa es nuestra Teresa. Vino de Nueva York casi adolescente, con sus padres. El padre es un especialista en el Siglo de Oro y trabajó en esta Universidad varios años. Luego regresaron a Nueva York y hace unos meses Teresa decidió volver al hogar vacío: una casa muy hermosa que nunca han querido vender... Y aprovecha para utilizar sin limitaciones nuestra espléndida Biblioteca.
Daniel parecía interesado y cuando volvió a preguntar: «¿Investigación? ¿Historia?», fue ella la que contestó.
—Trabajo para una revista de Humanidades. La edita y mantiene mi madrastra Beatrice Hoffman, una mujer muy interesante que trabajó cuando era joven en el equipo de Eleanor Roosevelt... Pero ahora, aquí, estoy trabajando en un libro...
Salieron juntos del comedor y pasearon durante un tiempo por la avenida central de la ciudad universitaria.
Teresa preguntó a Daniel:
—¿Usted qué va a hacer? Si va a su apartamento puedo acompañarle. Yo vivo en el pueblo y tengo que pasar necesariamente por Campus Place...
Daniel asintió y ella dirigió sus pasos hacia un amplio paseo de castaños y tilos. Cada árbol exhibía a sus pies una ficha metálica con el nombre latino, la familia, el origen.
—Parece un jardín botánico —dijo Daniel.
—Es un bosque botánico —afirmó Teresa—. Fíjese en el tamaño de estos espacios que se extienden alrededor de cada edificio. Es un lugar maravilloso para pasear, sobre todo en otoño. Hay caminos trazados como un laberinto, pero se sale siempre a un sitio conocido...
Caminaron en silencio lentamente y de pronto Teresa dijo:
—¿Qué planes tiene usted para el fin de semana?... El último antes de que empiece el curso...
Daniel dudó un instante y luego dijo:
—Nada, no he pensado hacer nada especial...
Entonces ella se detuvo y se quedó mirándole interrogante.
—¿Le gusta a usted el mar? ¿Le gusta el Atlántico?
Daniel, sorprendido, asintió con un movimiento de cabeza y se apresuró a reforzar su gesto con un:
—Muchísimo, me gusta mucho el mar.
Teresa continuó andando y añadió:
—Pensaba que quizá le apetezca venir a mi casa de la playa. Está a unas cuatro horas de aquí... Pienso ir este fin de semana con unos amigos...
Un rubor juvenil había teñido el rostro de Daniel al oír la primera parte de la proposición: «Quizá le apetezca venir a mi casa de la playa...».
Pero se había recuperado en seguida, cuando la invitación quedó completa... «Con unos amigos.»
—Me encantaría. Muchas gracias —dijo. Y siguieron paseando en silencio.
Derrumbado en su sillón, con un libro en la mano, incapaz de concentrarse en la lectura, Daniel volvía una y otra vez a su reacción ante Teresa. ¿Por qué, a su edad, con su experiencia social, su constante trato con compañeras y alumnas, con mujeres de amigos, con mujeres en general, había reaccionado con ese patético rubor de adolescente? ¿Por qué esta mujer le desconcertaba y le hacía reaccionar tan torpemente ante cualquiera de sus inesperadas observaciones?
Ya el primer día, el día de la bienvenida en casa del chairman, ella, Teresa, le había dedicado una atención especial durante un rato. Le había rescatado de la insistencia obsequiosa de la mujer de rojo, para llevarle a un ángulo tranquilo del salón y, allí, se había dedicado a interesarse por su trabajo, sus temas en los cursos de Literatura, sus autores preferidos, la situación actual de la cultura en España en este momento de gobierno socialista, tan deseado al parecer por una mayoría. Saltaba de un tema a otro con soltura. Y lo curioso, lo que le sorprendió ya ese día fue que de pronto se lanzara a hacerle preguntas personales, superficiales, es verdad, pero directas. «¿Tiene usted hijos? Y su mujer ¿en qué trabaja?» Para luego, sin duda, asombrarse, a juzgar por su silencio, cuando él explicó que no, que Berta era simplemente ama de casa, madre, «la eterna cuidadora del hogar y su fuego», dijo él queriendo hacer una broma ligera de lo que a Teresa le parecía, seguramente, inconcebible. Porque ella no objetó nada ni a favor ni en contra de su situación matrimonial. Tras un momento de silencio había hablado de sí misma. No tenía hijos, y estaba divorciada desde hacía meses.
—Y ésa es la razón por la que he vuelto en busca del tiempo perdido... Pero sobre todo huyendo —había añadido— de Nueva York y las gentes de su ambiente —entre las cuales estaba su ex marido.
Justo entonces se había acercado a ellos un hombre alto y fuerte, con aspecto juvenil y pelo blanco. Teresa se lo presentó.
—Philip es profesor de Historia Contemporánea y este año da un curso en la Universidad.
Philip le dijo que había conocido al padre de Teresa por un trabajo que él, Philip, había publicado, precisamente sobre la guerra española...
Sonriente, le había ofrecido:
—Si le interesa se lo haré llegar al Departamento...
Mientras hablaban, Daniel contemplaba a Teresa y se sorprendió estudiando su belleza. Era una mujer atractiva pero no espectacular. «Belleza a segunda vista», se dijo Daniel. La mirada inteligente, el tono de voz. Una mujer segura de sí misma, desde luego. Libre, autosuficiente..., que se habrá quedado de piedra cuando ha descubierto que el profesor Rivera, llegado con una aureola de prestigio, colaborador en revistas importantes, conferenciante serio y riguroso está casado con una burguesa tradicional que no trabaja y se dedica sólo al hogar. Por qué si no su silencio, su ausencia de un comentario convencional, como por ejemplo: «Qué bien, es tan difícil para una mujer trabajar y tener hijos a la vez, hay que elegir y quizá su mujer ha estado acertada con la elección...». Pero no, se encastilló en su silencio, sorprendida o decepcionada, y allí seguía hablando con Philip y aparentemente olvidada de él, de su anterior cordialidad al rescatarle de la mujer de rojo, al hacer de algún modo de anfitriona auxiliar de John Bernard que en aquel momento se acercó, con su mujer Elisabeth, y ésta cogiéndole de la mano le obligó a levantarse y a acompañar a ambos hasta la puerta del salón donde le esperaban para despedirse una pareja de alemanes, que querían invitarle para el próximo jueves a un concierto en el hall de la Universidad...
A través del océano, la voz de Berta llegó hasta su mesa de trabajo. Daniel sostuvo el auricular con una mano y con la otra se apretó la frente mientras escuchaba.
—Te llamo para que hables seriamente con Javier... Con los exámenes de septiembre encima y no da ni golpe... Claro, como tú no te ocupas. Parece mentira que seas profesor y no controles los estudios de tus hijos... Ahora te lo paso y le dices lo que te parezca porque yo, sola, ya no puedo más... Ah, y por cierto, quería recordarte que a finales de mes me pasan la factura de la moqueta del salón que está quedando preciosa, pero dime si quieres que paguemos con un cheque o les digo que esperen porque ya saben que tú estás fuera, en Estados Unidos... Oye, ayer me llamó Carmen para ver si tú sabías algo, si me habías dicho a mí algo de Luis, si tú crees que tiene a alguna por ahí porque ella está muy mosca. Al parecer él le dice que quiere separarse por una temporada porque tiene una crisis y necesita tiempo para poner en orden su cabeza... Y yo le he dicho: «Pareces tonta, hija, qué poco sabes de la vida»... Aquí está Javier, te lo paso...
Una casa maravillosa. Daniel recordaba haberla visto en numerosas películas. No ésa, pero sí otras muy parecidas. Una casa de madera, con un amplio porche y una escalera de tablones anchos que descendía hasta la arena. Allí, ante él, se extendía el Atlántico, el océano que les unía y desunía con la Europa lejana.
El día anterior habían llegado tarde, justo cuando la última luz se extinguía.
—Buenos días —dijo Teresa a sus espaldas. Avanzaba descalza por la arena y él casi se sobresaltó—. ¿Te gusta? —le preguntó. Porque el tuteo se había impuesto la noche anterior.
Los Wise seguían durmiendo. Philip apareció a lo lejos. Regresaba de un paseo desde el otro extremo de la playa larguísima. Venía descalzo y vestía bermudas y un polo azul.
«Es su pareja, seguro», pensó Daniel.
Se acercó a Teresa y la besó en la mejilla con una confianza no improvisada.
—¿Te gusta? —preguntó también él en un español un poco duro, señalando al mar.
La noche anterior, recordaba Daniel, Philip se había encargado de todo. Conocía la cocina perfectamente y había organizado la cena en poco tiempo con la aprobación tácita de Teresa que se dedicó a abrir ventanas y a distribuir las habitaciones.
Teresa y Philip le miraban esperando su respuesta y él sonriente contestó.
—Me gusta mucho.
Y Teresa con un acento suavísimo en el que advertía la influencia del inglés citó sorprendentemente:
—«Atlántico de las despedidas. Europa azul...»
—¿Cómo lo conoces? —preguntó Daniel—. Es un libro casi olvidado. Lo han reeditado hace poco...
—He encontrado tus libros en la Biblioteca. Lo tenemos todo allí... —afirmó Teresa.
—Es mi único libro de versos. Un libro de juventud —explicó Daniel dirigiéndose a Philip.
—De tu primera juventud, querrás decir —corrigió él.
Y Daniel recordó que la noche anterior, en la charla prolongada en la que iban surgiendo temas que se cruzaban y se abandonaban, para iniciar otros, Philip había hablado del tiempo. «Nos persigue, nos destruye», había dicho. «Y lo peor de todo es que no nos damos cuenta.» Daniel le escuchaba con atención y observó que la aparente juventud de Philip, el rostro terso, la viva mirada azul, el pelo blanco que en principio producía un efecto estético casi buscado en contraste con la figura ágil y delgada, parecía haber perdido parte de su brillo. Derrumbado en una butaca, con la copa de bourbon en la mano, hablaba y hablaba y una sombra de tristeza cubría sus facciones ajadas y la boca descolgada en un rictus de desgana. Al retirarse Michael y Sarah, Teresa dijo: «Yo también voy a dormir». Y se quedaron solos los dos, Philip y Daniel, en el salón repentinamente vacío de no ser por ellos, que divagaron entre largas pausas hasta una hora avanzada, con la agradable sensación de un tiempo no controlado, libre de límites.
Cuando al fin decidieron retirarse, Philip le dijo:
—Ya sabes, al subir la escalera, la primera puerta a la derecha —y añadió—: Yo me voy a mi cuarto. Está abajo, al lado del garaje. Allí tengo siempre todas mis cosas, porque vengo con frecuencia...
Teresa corrió hacia el agua y, quitándose la camisa de algodón que llevaba sobre el bañador, se lanzó a las olas.
—Creo que yo debía... —dijo Philip. Y añadió—: Bebí mucho anoche... —y siguió el camino de Teresa, las pisadas de Teresa, hasta alcanzar el agua.
Las nubes de primera hora de la mañana se habían despejado hacía poco tiempo. La luz cubría las cosas con el tardío fulgor del verano. Daniel esperó a los nadadores y respiró hondo. Por primera vez, ¿en siglos?, se sentía libre, lejano y libre, perdido y libre. Pensó que al otro lado del océano había quedado una vida, la suya, anclada, ¿hasta cuándo?, en la rutina y el aburrimiento y el desasosiego... Habían decidido ir al pueblo más cercano, a unos cinco kilómetros, para un almuerzo especial con pescados de la zona.
—El final del verano —dijo Teresa mientras contemplaba melancólica la terraza del restaurante, las mesas vacías y los escasos comensales que cerraban los ojos sobre sus tazas de café, tomando el sol con la avidez última de un agosto agonizante.
—Este olor, esta brisa, este pescado, todo me remonta a mi infancia en el norte de España —dijo Daniel y señaló el mar—. Allí, al otro lado del Atlántico está la casa familiar, la casa de mis abuelos paternos. Una casa de piedra, con un prado que llega hasta el acantilado. Y la playa, recogida y diminuta...
El recuerdo irrumpió violentamente y le invadió por completo. El pueblo de pescadores, hundido abajo, protegido por las altas paredes de roca del acantilado...
—¿Vas allí con frecuencia? —preguntó Teresa.
—No —dijo Daniel regresando de sus recuerdos—. No —repitió.
No quería añadir: «A Berta, mi mujer, no le gusta el norte...». Los demás permanecían silenciosos, como los ocupantes de las mesas cercanas. Una congoja repentina atenazó a Teresa. Daniel estaba hablando de sus recuerdos y de sus raíces. Él regresaría en cualquier momento, cuando quisiera, a la casa de sus abuelos y a su infancia. Y ella ¿dónde tenía sus verdaderas raíces? ¿En la masía de sus abuelos maternos en el Ampurdán? ¿En el pueblo de sus abuelos paternos que apenas visitó de niña? ¿En Madrid, en el Retiro de sus juegos? De todos esos lugares había oído hablar y también ella los recordaba. Pero no podía regresar. Nada le unía ya a España, a los abuelos muertos que se opusieron desde el primer momento a la emigración. A los tíos y primos dispersos y ajenos. Todos habían rechazado aquel exilio voluntario, planeado por el padre después de una serena reflexión. Recuperar las raíces, esa vaga ilusión de los que un día huyeron por distintos motivos de sus países... Ella sabía que las naves, sus naves, estaban quemadas.
Las once de la mañana. En Madrid, las cinco de la tarde. Desde la tarde madrileña, Berta le preguntaba, le interrogaba, le recriminaba:
—¿Dónde has estado todo el fin de semana? ¿Tú crees que se puede uno marchar así, sin dejar un teléfono ni una dirección? ¿Y si pasa algo? ¿Y si tengo que decirte algo importante de los niños? Nadie, ni en el despacho de la Universidad, ni en tu apartamento ha contestado. No se puede ser más egoísta. ¿Que para qué te llamo?... Ya ni me acuerdo pero creo que tengo derecho a llamarte cuando me apetezca, ¿no?... Ya estoy calmada... A un week-end con amigos. ¿Sólo con amigos? ¡Qué raro, hijo!... No me amenaces con colgarme que no estoy loca...
Los estudiantes posgraduados eran pocos, quince, contó Daniel. Ocho chicas y siete chicos. Uno mayor, o por lo menos parecía mayor. Muy serio, muy aislado del resto.
Daniel habló con ellos el primer día. Les explicó su plan de trabajo y les pidió que le dijeran si ese plan coincidía con sus expectativas o querían algo diferente, en algún aspecto. Parecían de acuerdo, le miraban con curiosidad y sonreían.
—El próximo día —dijo Daniel— empezaremos con el primer tema: la literatura española en la primera mitad del siglo XX.
Esa noche, en el silencio de su apartamento, hundido en el muelle refugio de la cama, cuando el libro que leía se le había caído ya dos veces de la mano, Daniel hizo un balance somnoliento de la semana. El resultado fue positivo. Las clases se habían desarrollado con fluidez en una atmósfera grata.
Trabajarían en torno a unos libros previamente seleccionados por él, antes de comenzar el curso. Eran libros de escritores representativos y los alumnos preguntaban, discutían con bastante soltura en español, organizaban trabajos. Daniel recordaba sus clases de la Facultad de Madrid, un quinto de carrera con muchos alumnos y no todos interesados. Curiosamente, ni por un momento se detuvo a estudiar a sus nuevas alumnas. Eran jóvenes, graciosas, aniñadas, pero no detectó en ninguna de ellas el punto de coquetería sabia, adulta, que desarrollaban algunas de sus alumnas madrileñas. Recordó a Isabela y de pronto le pareció mucho mayor, una mujer hecha y derecha, una mujer exigente que reclamaba con firmeza sus derechos. Y sin embargo, era tan joven como éstas, atentas, estudiosas, que tomaban apuntes, pedían disculpas si no entendían algo, querían su atención, pero, aparentemente, veían en él a una especie de padre, nadie a quien conquistar, nadie a quien perseguir... «¿Seré yo quien ha cambiado?», se preguntó. Sus aventuras con las alumnas habían quedado tan lejos, estaba tan saturado de esas aventuras... Una de las razones que le había impulsado a aceptar la propuesta de esta Universidad era, precisamente, liberarse de Isabela. Con ella, todas las barreras admisibles se habían traspasado.
Su recuerdo le desveló totalmente. No podía olvidar la visita del padre, el encuentro entre ambos, cuando apareció en la puerta de su despacho de la Universidad y se presentó con un temblor contenido en la voz; «Soy el padre de Isabela Marqués», dijo, y Daniel sintió que algo se hundía bajo sus pies. Se levantó, le invitó a sentarse. Se dijo: «Ella es mayor de edad, tranquilízate...».
Era un hombre de aspecto impecable. Bien vestido, arrogante, una voz agradable, y bien modulada, unas facciones correctas. Reconoció los ojos de Isabela, negros, intensos, desafiantes.
—Quiero saber si es cierto que usted y mi hija han mantenido o mantienen relaciones sexuales, lo cual, si es cierto, me parece aberrante. Usted es un hombre casado. Usted tiene mi edad más o menos y no sé si sus hijos entenderían este tipo de situación...
Daniel le había mirado a los ojos en silencio. Estaban los dos de pie. Alguien llamó a la puerta y Daniel dijo: «Adelante». Un conserje le pasó un sobre con el membrete de la Facultad y mirando al otro hombre que se mantenía erguido y serio, dijo: «Perdón», y cerró la puerta.
Daniel guardó el sobre en su cartera y se dirigió al padre de Isabela, que esperaba su respuesta.
—Si le parece podemos hablar de este asunto fuera de aquí. Donde usted quiera...
Sorprendentemente, su interlocutor no opuso resistencia. «De acuerdo, ¿qué le parece en Black and White?», dijo. Y Daniel recordó un pequeño bar americano cerca de Rosales y seguramente vacío a las seis de la tarde.
—Nos encontraremos allí, en un cuarto de hora —dijo. Salieron los dos en silencio y se dirigieron en busca de sus coches.
El padre de Isabela había llegado el primero al bar y, cuando entró Daniel, ya había pedido su copa, Jack Daniel’s con hielo. Daniel se sentó y dijo: «Yo voy a beber lo mismo. Es mi marca». Y señaló la etiqueta con una media sonrisa, como si estuvieran allí para tratar de un negocio y ver quién era más hábil, más seductor, más convincente. El Black and White estaba oscuro. Luces indirectas estratégicamente colocadas permitían localizar la barra forrada de cuero, los taburetes, la fantasmal camisa blanca del barman que permanecía erguido con los brazos cruzados, ajeno a los recién llegados. Por las ventanas altas, a nivel de la calle, se filtraba una luz escasa. El bar estaba en el sótano de una casa tranquila. Era un lugar sin ruidos ni música, poco frecuentado por jóvenes. A esa hora estaba vacío. Bebieron de prisa, para templar los nervios. Se miraban en silencio y Daniel pensaba en lo que iba a decir, en lo que debería decir a aquel hombre que le miraba sin agresividad, sin odio, que no había intentado pegarle o insultarle, que había aceptado la propuesta de salir del recinto universitario y encontrarse frente a frente con una copa en la mano. Entonces fue cuando el padre de Isabela había dicho: «Llámame Juan, Juan Marqués, soy economista, de la promoción del 62...». Y pidió otra copa antes de terminar la que tenía delante. Daniel supo que le estaba esperando y se lanzó a hablar, a hacer su presentación estúpida porque era obvio que el hombre que tenía delante, un poco mayor que él mismo, conocía perfectamente su identidad, su trabajo, su conducta.
—Me llamo Daniel Rivera. Y puedes pensar que soy un canalla porque lo entenderé. Sólo quiero decirte una cosa en seguida, antes de seguir hablando. Tu hija no era virgen cuando yo la conocí, cuando empezó a nacer entre nosotros una desgraciada atracción...
—No sigas, todo eso ya lo sé. Y también sé que es mayor de edad pero sigo creyendo que un hombre casado que puede ser su padre no debe avivar esa atracción... Tienes un hijo de diecisiete y una hija de quince. Pronto me comprenderás, no lo dudes... El mundo ha cambiado, ya lo sé... Pero hay cosas que nunca estarán bien...
Daniel no se atrevió a intervenir, a explicar a Juan que muchas veces era él quien tenía que rechazar las insinuaciones de sus alumnas y que sólo cuando alguien tan inteligente, tan brillante y tan sensible como su hija, entablaba una relación amistosa con un profesor todavía joven las cosas podían complicarse...
—Estamos en los ochenta, Juan —empezó diciendo—. Cuando nosotros estudiábamos...
Juan le interrumpió.
—En los finales de los cincuenta, en el comienzo de los sesenta. Ya te lo he dicho. Yo terminé la carrera el año en que mataron a Kennedy. Los felices sesenta. El mundo ha cambiado mucho. Qué juventud la nuestra. La novia, la boda, los hijos... Isabela nació en el 68. ¿No te dice nada la fecha?... Y tú luchando siempre por darles todo, los idiomas, las salidas al extranjero, la libertad que tú nunca tuviste. Y luego te encuentras cerca de los cincuenta con una hija brillante y liberada y un hijo que hace lo que quiere, que le da al porro y al alcohol y a todo lo que se le pone por delante... Y descubres que no tienes esquemas, ni valores, ni fuerza, y que estás perdido, sin rumbo...
Iban ya por la tercera copa cuando Daniel con un velo de emoción en la voz prometió a Juan: «Esto queda zanjado, esto se acaba, te juro que convenceré a Isabela, terminaré con este disparate... Eres un caballero, Juan, y yo soy un canalla... No me digas que no, un padre canalla de los años sesenta...».
Cuando dos horas más tarde subieron las escaleras del bar hasta alcanzar el portal y la calle y se despidieron, los dos sabían que nunca volverían a verse, y que sus mutuas confesiones, el reconocimiento de sus destinos paralelos, de sus frustraciones y sus inseguridades, habían creado entre ellos un extraño lazo. Nunca, jamás, Daniel estaba seguro, contaría a nadie las cosas que le contó a Juan Marqués, el padre de su joven amante.
Desde el fin de semana de la playa, algo había cambiado entre ellos dos. Sobre todo en Daniel. Teresa advirtió que estaba más comunicativo. Daba muestras de una nueva confianza, un acercamiento cordial, una amistad sin reserva. Philip había comenzado sus cursos. Todos estaban entregados a sus trabajos. Coincidían a veces en el comedor a la hora del lunch. Durante la tarde, los profesores estaban en los despachos, recibiendo alumnos, atendiendo consultas, seleccionando libros. Luego se encerraban en sus casas para descansar. Pero quedaba el fin de semana. La noche del viernes era una noche de libertad. Por la tarde estaba el cine, las exposiciones, los conciertos. Eran horas y lugares de encuentro que podían terminar en una u otra casa. La Universidad era una isla, un gueto, también un oasis.
Aquel viernes Daniel se encontró sin planes anticipados. De algún modo esperaba que Teresa o Philip o algún otro amigo le llamaran en el último momento para salir. Pero no fue así. Teresa ya le había advertido que tenía una cena en casa de un matrimonio de profesores exiliados ya jubilados que habían dado clases de catalán en el Departamento. Daniel sufrió una leve desilusión que desembocó en desconcierto y aburrimiento. Decidió quedarse en casa y acostarse temprano. Pero la consciencia de la noche del viernes frustrado le desveló.
Hacia las once de la noche sonó el teléfono. Era Teresa.
—¿Qué vas a hacer mañana por la tarde? Podríamos encontrarnos en la entrada del pueblo y si quieres te acompaño al Shopping Center para hacer algunas compras para tu casa... Me dijiste hace unos días que necesitabas ayuda...
El pueblo cercano era el soporte comercial de la Universidad. Allí vivían los médicos, los abogados. Allí se encontraba el núcleo comercial, los restaurantes, los cines, el gran Shopping Center abierto todo el día.
—Soy un desastre —dijo Daniel—. No estoy acostumbrado a organizar mi vida doméstica desde los años de estudiante, cuando ya al final de la carrera mi padre me compró un apartamento y me fui a vivir solo. Antes estuve en un Colegio Mayor...
Pasearon por el pueblo y ella le iba indicando los sitios mejores para resolver las distintas necesidades. En una calle, ropa, libros y música. En el drugstore, perfumería y farmacia. En el supermercado, todo lo demás. Caminaban por una amplia avenida de casas con jardín a los dos lados de la calle, casas de distintas épocas y estilos. De pronto, Teresa se detuvo y señaló una de ellas.
—Mira, ésta es mi casa. El granero reconstruido del que te hablé...
La casa era grande. Conservaba parte de la antigua estructura que se completaba con una fachada con grandes ventanales en el piso principal y puertas ventanas en el bajo, abiertas al jardín. Los árboles que rodeaban la casa tenían troncos anchos y sus copas se elevaban por encima del tejado.
—Desde el segundo piso, desde los dormitorios, se ve el bosque, el gran bosque que rodea la Universidad. Campus Place, donde tú vives, está detrás del bosque y está orientado hacia aquí. Así que ya sabes. Si te asomas a tu ventana y miras al bosque estás mirando, aunque no la veas, hacia esta casa...
Daniel creyó percibir un matiz de burla en las últimas palabras pero Teresa ya había cambiado de conversación y preguntaba.
—¿Quieres que cenemos cerca de aquí? Conozco un sitio encantador. Cocina mexicana. Podemos cenar pronto y retirarnos temprano. Yo tengo trabajo atrasado y quiero madrugar y aprovechar el domingo.
El despacho del Departamento tenía un amplio ventanal que se abría al oeste del campus. La violencia vegetal de América se extendía hasta perderse más allá de los límites que podía abarcar la vista. Un último rayo de sol traspasaba el cristal y se reflejaba con suavidad en el retrato del primer rector de la Universidad, un óleo ennoblecido por el paso de un siglo.
En Madrid, el salón del piso que habitaban desde hacía pocos años, también estaba abierto al oeste y desde su terraza Daniel contemplaba los impresionantes ocasos de la ciudad. Rojos atardeceres, atardeceres rosas, morados y malvas. Pero había una diferencia con su actual residencia. En este despacho de la Universidad y en el apartamento de Campus Place tenía horas libres, tiempo que le pertenecía por completo, silencios que nadie intentaba destruir. En su nueva soledad no le costaba trabajo seguir el curso del pensamiento, el juego de percepciones y asociaciones de ideas que fructificaba en un descubrimiento estético, el origen, a veces, de un poema. Después de mucho tiempo, aquí había recuperado la capacidad creativa que creía oscurecida para siempre. ¿Duraría tan sólo el tiempo que estuviese en este retiro, lejos de la prisa acuciante de la gran ciudad y sobre todo, lejos del irritante acoso de Berta? Porque no era el ruido exterior el que le perturbaba en su casa de Madrid. Los ruidos de la calle eran ruidos ajenos que le fascinaban y le protegían de los sonidos cercanos y pequeños, cuyo origen descifraba al instante para su irritación.
Aquel piso espléndido era precisamente lo que más le gustaba de vivir en Madrid. En cualquier estación del año, la terraza del salón le ofrecía un espectáculo único: la luz del sol durante el día y la luz nocturna que arrojaban cientos de ventanas iluminadas, farolas centelleantes, estrellas encendidas en lo alto. En invierno, cuando era impensable salir a la terraza, giraba su butaca hacia el cristal y se sumergía en la contemplación de la noche. Pero todo eso ocurría en las noches de insomnio, mientras los demás dormían y él estaba solo.
Ese mediodía al salir de la Biblioteca, Teresa caminaba detrás de un grupo de estudiantes italianas. Hablaban alto, reían y gritaban y una de ellas le recordó a Francesca, una amiga de su primera juventud. En sus largas confidencias, las dos se planteaban una vieja pregunta: ¿Qué es más fácil, entenderse con un compatriota, por elemental que sea, pero al que nos unen colores, olores, paisajes, costumbres y sobre todo el idioma? ¿O con alguien culturalmente afín, con quien participar a la vez de todo, literatura, ideas, música, pero con otro idioma materno, otros reflejos condicionados?
Luego, las dos se habían casado con americanos inteligentes, cultos, con dedicaciones profesionales afines. Un investigador de biología en el caso de Francesca que se había doctorado en Medicina y un catedrático de Sociología en el caso de Teresa. Y las dos se habían divorciado...
El teléfono sonó a primera hora de la tarde en el despacho de la Universidad. Era Teresa.
—Me gustaría hablar contigo. Quiero enseñarte algo verdaderamente interesante que me envían de una revista. Es sobre España. Lo firma un profesor del País Vasco y se titula «Memoria y olvido»... ¿Podrías pasarte por casa cuando quedes libre? Ya conoces la dirección. Te espero a las seis...
Daniel estaba muy de acuerdo con el punto de vista del articulista. Una pregunta palpitaba en cada línea a lo largo del texto. ¿Por qué la transición tenía que haberse hecho basándose en el olvido? La memoria histórica era necesaria, fundamental.
—Es un punto de vista muy frecuente entre los exiliados y sus hijos —dijo Teresa—. Me lo ha enviado Robert y yo quería que tú lo vieras y opinaras. Tú, que vives en España y conoces muy bien cómo se siente y cómo se ha vivido esta etapa...
Daniel preguntó: «¿Quién es Robert?». Y ella, con un gesto de extrañeza, contestó: «Robert es mi ex marido. Creía que lo sabías, que sabías su nombre...».
Una sensación desagradable que no se atrevió a llamar celos pero que tenía que ver con el despecho hizo exclamar a Daniel:
—No sabía que tuvierais tan buena relación.
—¿Por qué no? —preguntó Teresa—. Me interesan los temas de pensamiento, la investigación sociológica y sobre todo los análisis políticos. Robert lo sabe... Y yo le agradezco su deferencia conmigo, al enviarme este artículo.
Daniel guardó silencio. Estaban en el estudio de Teresa, un pabellón acristalado, en la parte posterior de la casa. Cuando Daniel llegó, Teresa le había conducido directamente allí, advirtiéndole: «Éste es mi verdadero refugio. Mi cuarto de jugar cuando era niña. Mi lugar de trabajo ahora que ya no necesito jugar».
Las ventanas abiertas daban al jardín, un rectángulo de césped con parterres de flores. Bajo la ventana, pequeños macizos de tomillo, lavanda, romero. Un aroma a tierra seca transportó a Daniel a las tierras de Castilla.
—Huele a la tierra de mi madre, de mis abuelos maternos —comentó—. Tenían muchas fincas en la parte alta de Palencia y cuando íbamos a verles las recorríamos a caballo desde muy pequeños...
—Mis abuelos paternos también vivían en el campo —dijo Teresa—. En La Rioja, entre Navarra y Álava... Pero yo no les visitaba mucho. Los veranos que más recuerdo son los catalanes, los del Ampurdán. Una tierra hermosísima. La tierra de mi madre... Cuando mi padre plantó todo esto, lo hizo pensando en las dos tierras.
Robert y su revista y el artículo habían quedado atrás. La evocación sensorial había despertado en ellos un sentimiento común, el retorno momentáneo al territorio brumoso de la infancia.
—Ves —dijo Teresa—, con Robert yo no podía hablar de esto...
Estaba lanzando mensajes cifrados, destellos desde un faro, bengalas reclamando la atención de alguien que, al recibirlas, adivinara la existencia de un náufrago.
Daniel escuchaba en silencio. Y cuando habló había amargura en sus palabras.
—Lo que dices es verdad sólo a medias. Porque yo estoy casado con una mujer que reconocería ese aroma, pero es igual porque tampoco despertaría en ella la nostalgia del tiempo perdido. No. Yo creo más en la sensibilidad individual que en la colectiva.
Al salir del despacho aún resonaba en sus oídos la voz de Berta.
—Te entiendo. Mensaje recibido... No te llamaré más que una vez a la semana o antes si hubiera peligro de muerte de uno de nosotros... Tú llama cuando quieras. Siempre me encontrarás clavada en el mismo sitio...
Le llamaba indistintamente al despacho o a su apartamento y siempre terminaba con alguna queja, algún resentimiento.
Cerró la puerta y se dirigió caminando hacia Campus Place. Las charlas telefónicas con su mujer le entristecían. El mundo pequeño que ella habitaba le deprimía. Las noticias de ese mundo se infiltraban en su cerebro, emborronaban el curso de su pensamiento que seguía otros derroteros en el momento de la llamada. A veces, apartaba el auricular, incapaz de soportar el tono de voz de Berta, su exaltación cuando quería transmitir una anécdota trivial, su agobio con los hijos, la asistenta, el dinero. El dinero era el último argumento para justificar su desasosiego. Necesidades de dudosa importancia, deseos incumplidos que le asaltaban intermitentemente. Un trasfondo de frustraciones varias, un descontento antiguo, un asomo de ira contra él por quien había sacrificado la juventud irrecuperable y los sueños cinematográficos de esa juventud. «No es esto, no era esto lo que yo esperaba», parecía decir. No era aquello lo que prometía el joven atractivo, el entusiasta universitario, con un buen puesto de ayudante en la Facultad y un libro de versos recién publicado entre los cuales había un poema dedicado a ella...
El día había sido largo. Teresa veía pasar las horas sin que su trabajo avanzara en la dirección prevista y al ritmo que en ella era habitual. Hacía mucho tiempo que sólo el trabajo intelectual, el que le exigía una concentración intensa y prolongada, era capaz de proporcionarle algo parecido a la felicidad. La lectura de textos inteligentes, sobre temas que le apasionaban. El placer de sumergirse en el pensamiento de los otros era incomparable a cualquier otra actividad. Recordó que eso era lo que decía Beatrice. La mujer de su padre había sido una influencia decisiva para ella en sus años de universidad. Dueña de una gran claridad de mente, Beatrice la había guiado a través de sus dudas, de sus sectarismos juveniles.
Después de una etapa de feminismo feroz, Teresa había evolucionado hacia un concepto global de humanismo. Era necesaria una relación equilibrada de hombres y mujeres, la cooperación y el entendimiento de los dos sexos en el trabajo y en la vida personal.
Hombres y mujeres. Historia de siete parejas famosas era el título provisional de su trabajo y el punto más interesante consistía en que las mujeres de las parejas elegidas tenían la misma profesión que el hombre. Entre la historia, la sociología y el reportaje periodístico, el libro, porque iba a ser un libro, era la causa principal de su retiro a esa ciudad universitaria, y a esa casa donde esperaba encontrar la paz. La presencia de Daniel había alterado su tranquilidad. Daniel había despertado en ella un interés excesivo. Percibía en él un cierto desamparo de hombre solo, hombre incapaz de resolver los pequeños problemas prácticos, que le había impulsado a ayudarle. Pero eso no era todo. Desde el primer momento surgió entre ellos una corriente de simpatía que, en su caso, se había ido convirtiendo en una necesidad de acercarse a él, de crear situaciones que llevaran a esa cercanía. El deseo de estar a su lado confirmaba a Teresa la autenticidad de una atracción espontánea que la preocupaba. Una duda en cuanto a Daniel: ¿Era la suya una respuesta superficial a la simpatía que los acercó en seguida? ¿O era una atracción parecida a la que ella sentía? Desde su divorcio Teresa había iniciado más de una relación amorosa pero ninguna de ellas había llegado a progresar. En ninguna había perdido de vista su intención de no arriesgar vida y trabajo por un hombre.
Eran situaciones asépticas, con un fondo de escepticismo, que le dejaban un sabor ligeramente amargo pero que no llegaba a alcanzar las capas más profundas de su ser. Y ahora, de modo imprevisto, surgía una necesidad diferente, inclasificable, cuyo desarrollo era imposible de predecir.
La contemplación del trabajo paralizado, los libros sobre la mesa, las fichas desordenadas, la irritó. Sin dudar cogió el teléfono y marcó un número. Un contestador al otro lado del hilo repitió monótono la consabida grabación, en dos idiomas: «Si usted quiere dejar un mensaje...». Teresa obedeció la sugerencia: «Soy Teresa. No puedo verte esta tarde como habíamos planeado. Tengo que trabajar...».
Suspiró satisfecha del paso dado, pero siguió sin concentrarse en el trabajo.
Al entrar en casa, el mensaje de Teresa le sorprendió.
«No puedo verte... Tengo que trabajar.» «No es mi día», se dijo. Porque tenían previsto, Teresa y él, dar un breve paseo hasta la casa de unos amigos de Teresa, Bob y Joyce Stone. Él era poeta y profesor de literatura inglesa. Ella, pintora. «No es mi día», se repitió. Una total seguridad siguió a la sorpresa inicial: «No es verdad, el trabajo es sólo un pretexto. La explicación es otra». Su inquietud fue en aumento al sospechar que esa llamada, esa disculpa obedecía a una causa que Teresa no quería revelar. Un fuerte sentimiento de decepción le abatió. Necesitaba verla. Necesitaba tenerla cerca, a su lado, como había estado casi todos los días de las últimas semanas. El descubrimiento de esa necesidad repentina, de ese reflejo doloroso producido por la ausencia de Teresa, le sumió en un estado de confusión.
«¿Por qué esta desmesurada reacción?», se preguntó. La respuesta no llegó a formularse. Porque el teléfono había empezado a sonar insistentemente y Daniel se lanzó a su mesa, lo descolgó y antes de poder preguntar, hablar, sonó en sus oídos la voz de Teresa, sonora y rotunda, en su español melódico.
Sólo dijo:
—En un cuarto de hora estaré ahí.
Había aceptado con naturalidad el cambio de planes y la llegada de ella, un poco sofocada.
—Un cuarto de hora justo —dijo mirando su reloj—, como te había anunciado...
Luego se hizo el silencio, hasta que fue Daniel quien se acercó a ella, puso las manos en sus hombros y preguntó.
—¿Por qué has venido?
Era una pregunta suave, pero Teresa creyó percibir un leve tono de burla o engreimiento, un matiz de triunfo quizá.
Con brusquedad, se alejó de él y apresuradamente intentó explicar:
—Me molestaba estropear tu tarde, el plan con el que ya contabas...
No pudo continuar porque él la abrazó violentamente. Y cuando la besó, los dos supieron que la suerte estaba echada y que una nueva aventura vital se había iniciado entre ellos.
Desde aquel día, empezaron las confidencias. Un deseo irrefrenable de conocerse, de poseer el pasado del otro, les conducía a largas conversaciones. Intercambiaban datos, reflexionaban sobre las personas y las circunstancias que habían cambiado sus vidas.
Teresa era concisa, escueta. Daniel era barroco. Fabulaba, daba muchos detalles, interpretaba. Desvelar cada episodio de su vida anterior le llevaba un tiempo y un esfuerzo considerables. Quería justificar a toda costa sus errores, buscar causas, encontrar culpables. Exageraba y convertía pequeñas anécdotas en argumentos decisivos. Ella, paciente y comprensiva, intentaba desdramatizar, colocar las cosas en su sitio.
Hablaban de la infancia. «No conoces a nadie si no conoces su infancia», decía Teresa. Y ellos necesitaban conocerse mejor.
Teresa confesaba: «Nunca quise tener un hermano. Pero me di cuenta más tarde de lo importante que hubiera sido ese testigo de mi infancia. Sobre todo cuando nos fuimos de España y sólo podía alimentarme de mi memoria. Los padres tienen una percepción del mundo distinta de la que tienen los niños. Y sólo pueden darnos testimonios fiables de su percepción de adultos...».
Y Daniel: «De mi infancia recuerdo sobre todo los veranos del norte, en la casa de mis abuelos paternos. Una casa alegre llena de niños, mis hermanas y yo y muchos amigos...».
Los recuerdos se mezclaban con la historia de España.
Daniel se justificaba.
—Mi padre hizo la guerra en «zona nacional» porque allí le tocó. Ya había terminado Medicina, en 1935, y pensaba establecerse en Oviedo pero su familia era demasiado conocida. Mi abuelo había sido un hombre muy comprometido durante la revolución de Asturias. Era ingeniero y se puso del lado de los mineros. Estuvo unos meses en la cárcel y al empezar la guerra se refugió en la casa de la costa. Así que mi padre se trasladó a Salamanca, abrió allí su consulta y conoció a mi madre. Mi padre había recibido una educación muy liberal. Pero mi madre era todo lo contrario. Familia retrógrada, ganaderos y agricultores, dinero rural... A mi padre no le gustaba hablar de la guerra. No le gustaba hablar de política. Aceptó las ideas de mi madre y nos educó, a mis hermanas y a mí, en colegios religiosos. Yo tuve mi crisis en la adolescencia y dejé de ir a misa. Mis hermanas, al parecer, no tuvieron crisis.
En aquel punto intervenía Teresa.
—Mi padre se exilió voluntariamente en los cincuenta. Fue una huida de un mundo mezquino y hostil. En esa época hubo una nueva diáspora entre jóvenes profesores, médicos, intelectuales, que no veían clara la evolución del país. Fue un exilio cultural y social. No era huir de la cárcel o de las represalias. Pero fue una decisión política. En realidad todo es político. No se puede vivir en la censura, la oscuridad, la estrechez mental... Recuerdo muy bien el viaje a Nueva York. Mi padre tenía buenos amigos entre la gente de la Columbia. Le buscaron trabajos no muy importantes pero suficientes para que pudiéramos vivir. Traducciones, clases privadas, conferencias. Él tenía una espléndida formación clásica. Además leía inglés y francés y como historiador había publicado un par de libros pero después de la guerra su carrera quedó paralizada. Su interpretación de la historia no tenía nada que ver con la cultura oficial de la posguerra...
Hablaban de la infancia. La infancia era una referencia constante. Allí, era evidente, se escondían tesoros. Sensaciones y sentimientos irrepetibles, sueños apenas expresados. En la infancia encontraban zonas inexploradas que explicaban sus reacciones de adultos. Iluminaban las sombras del pasado, averiguaban las raíces de su encuentro, no del casual y geográfico, sino del encuentro profundo entre dos seres hasta entonces desconocidos. ¿Qué fracasos y carencias anteriores, o bien qué deslumbramientos les habían llevado a este presente sin calcular los riesgos y los límites?
Un clima de proximidad exaltada envolvía a Teresa y a Daniel. Una necesidad de salvar las distancias, de intercambiar experiencias personales. Era una forma de entrega del pasado. Una urgencia de comunicar lo más exactamente posible verdades objetivas. Un empeño por convertirse en viejos conocidos, saltando sobre años de desconocimiento y lejanía.
No era una narración ordenada. Surgía en sus charlas ante un estímulo que provocaba la confesión, de los dos, cuando el asunto desvelado, la anécdota de uno despertaba en el otro un recuerdo parecido o, por el contrario, radicalmente opuesto.
La fuerza de lo evocado les dejaba a veces silenciosos en un proceso de asimilación que les llevaba de inmediato a interpretar el presente a la luz del pasado.
En una ocasión había dicho Daniel: «Te estoy contando cosas de las que nunca he hablado con nadie porque nunca encontré a nadie interesado en saberlas, nadie que deseara escuchar...».
Y Teresa: «¿Puedes imaginarte mis reservas cuando tuve que adaptarme de muy niña a este país, a esta forma de vida y de relación tan distinta a la que respiraba en casa? Tampoco yo he hablado demasiado de mí». Estaban intentando reconstruir sus vidas. Las recreaban y las intercambiaban. Las confidencias les serenaban y al mismo tiempo les dejaban desnudos, vulnerables, y a veces se resentían de esa vulnerabilidad derivada del mutuo conocimiento.
Aunque vivía cada uno en su casa, aunque aparentemente nada había cambiado en sus vidas, la gente que les rodeaba daba por hecha su relación y les invitaba con naturalidad como pareja.
Los Stone fueron los primeros que aceptaron abiertamente la nueva circunstancia. Poco tiempo después de la prevista y frustrada visita, Teresa volvió a hablar de ellos.
—Me he encontrado a Bob Stone y me insiste en que vayamos a verles. ¿Qué tal mañana? Tienen ganas de conocerte...
Así que fueron y se encontraron con una fiesta en su honor. Una fiesta íntima, sólo Bob y Joyce y sus dos niñas que habían preparado una mesa adornada con flores y jarras con bebidas tropicales de colores.
—En seguida pasaremos al alcohol —dijo Bob—. Pero ellas tenían tantas ganas de ver a Teresa y a su boyfriend... —dijo Joyce con su inglés cadencioso del sur.
Brindaron y bebieron y cuando las niñas se retiraron a su cuarto después de una canción acompañada por su madre y de besar efusivamente a todos, fueron los adultos los que brindaron con champán californiano, por Teresa y Daniel y su felicidad y porque ellos también eran felices al ver a Teresa alegre.
Bob y Joyce eran jóvenes y hermosos y vivían con sus niñas en un pretendido aislamiento, en un primitivismo adoptado que llevaba a Joyce a cocer su propio pan y a tejer telas.
A petición de Daniel, Bob les leyó sus poemas con el entusiasmo de un gran actor y Daniel decidió en el ardor de las copas que era importante hacer una traducción al español y que él se encargaría de gestionar su publicación en alguna de las colecciones conocidas. Luego, vieron los cuadros de Joyce que eran frescos y alegres con un aroma naif inconfundible. Rieron y charlaron y oyeron música peruana en honor de los dos españoles.
De regreso, Daniel estaba callado y un poco melancólico.
—¿Es por la poesía? —preguntó Teresa.
Y él, de algún modo, se ofendió.
—No, por supuesto que no... Ha sido un placer oírle recitar sus poemas. Con el texto en la mano era fácil seguirlos...
La poesía era un tema recurrente que aparecía en distintos momentos, desde el día en que, para su sorpresa, Daniel se había enterado de que Teresa conocía su libro de versos. Le había hablado en diferentes ocasiones de ese libro.
—Me parece increíble que hayas escrito esos versos a los veintitrés años y que luego no hayas continuado...
Él trataba de explicarle que antes, cuando era joven y libre, cuando escribió ese libro, vivía inmerso en un estado de ánimo que desembocaba en la escritura. Horas de concentración, absorto en un punto cercano o lejano; un objeto de su cuarto, un paisaje adivinado más allá de la ventana, un árbol, una nube. Era un estado de somnolencia y a la vez hipersensibilidad en el que se sumergía, absolutamente ajeno a todo lo que no fuera la palabra huidiza, necesaria para explicar aquello que le embargaba por completo.
—¿Cuándo lo perdí para siempre? —decía pensativo dirigiéndose más a sí mismo que a Teresa—. Yo creo —se contestaba— que fue cuando la realidad inmediata me absorbió y fue ocupando mi terreno personal, mi intimidad. Cuando empecé a participar de la realidad superficial de objetos y personas. De la vulgaridad que se fue adueñando de mi vida. En los momentos de consciencia de esa pérdida sólo quería llegar al embotamiento. Lo cotidiano, con su carga de exigencias ineludibles, marcó el rumbo de mi vida. Me era imposible aislarme, recuperar mis momentos de soledad total, de diálogo conmigo mismo. Yo pensé: «He alcanzado la edad adulta...».
A principios de octubre, el curso de la Universidad se encontraba en plena efervescencia. Conferencias, mítines, sesiones de trabajo. Un otoño rojizo y brillante extendía su capa sobre los árboles del campus. El frío barría las hojas caídas. Los paseos a los bosques cercanos se volvían más breves, se encogían con la anticipada puesta de sol. Al mismo tiempo, los contactos sociales de Daniel se multiplicaban. Profesores que le invitaban a sus casas. Alumnos y alumnas que acudían a su apartamento a tomar el té y a discutir temas del curso.
Teresa estaba embebida en su trabajo sobre las parejas famosas. Pasaba horas en la Biblioteca de la Universidad que permanecía abierta hasta las dos de la madrugada.
—A medida que avanzo me parece más interesante este tema —le decía a Daniel, que había acudido a su casa para recogerla aquella tarde—. Es tan sugerente. Sin querer, te vas implicando más y más. Quieres seguir buscando datos, memorias o biografías de gentes de la época. Opiniones de eruditos que han hablado del hombre o de la mujer de cada pareja... Fíjate, estoy pensando en los Curie y me pregunto lo que debe ser una unión profunda, por identificación con lo que hacen, de una pareja de profesionales a la búsqueda de algo difícil y trascendental... Es decir, si los Curie estuvieron de verdad unidos por el amor, ¿qué grado de exaltación alcanzarían compartiendo también el descubrimiento científico? ¿Por qué la pareja del siglo XX desdeña en tantos casos el valor de una relación entre iguales superiores y desciende a una relación poco evolucionada intelectualmente? ¿Impide la relación amorosa la exploración en común de un mundo apasionante, ciencia, filosofía, arte, incluso política?
Daniel escuchaba en silencio. Teresa le incitaba a opinar, a reflexionar sobre lo que ella veía, o creía ver, tan claro.
—Quieres decir que rechazas las parejas desiguales. Las parejas en las que uno de los dos, y suele ser el hombre, es superior al otro por su formación cultural, por la importancia de su trabajo. ¿No es así? Estás sugestionada con el trabajo que tienes entre manos. ¿Cómo era? «Parejas famosas.» Pero ¿no puede ocurrir que en una de esas parejas famosas haya una víctima? Quiero decir que la relación fuera perfecta a costa de uno de los dos, el que tuviera que renunciar a otras cosas. En el caso de la mujer, a los hijos por ejemplo. Y en el caso del hombre a su individualidad, a su libertad personal...
—No te entiendo —dijo Teresa—. No te entiendo —repitió—. ¿Tú crees entonces que la mujer no tiene derecho a su libertad personal, a su individualidad? ¿Tú crees que lo único que corre peligro en una entrega como la de los Curie, por ejemplo, es que María Curie no pudiera dedicarse a ser madre, cosa que, entre paréntesis, consiguió? No me hagas trampas. Yo digo que debe de ser maravilloso tener la suerte de vivir un amor y una identificación perfecta con el trabajo que están haciendo dos personas o que está haciendo uno con la colaboración del otro. Y también añado que hay otras escalas de esa situación. Simplemente una coincidencia de la pareja en los mismos intereses culturales y en el interés de uno en la profesión del otro. No necesariamente tienen que tener la misma profesión... Se trata de tener una afinidad, un equilibrio...
Daniel se levantó de su asiento y dijo:
—Tenemos que suspender aquí la discusión. No sé si te das cuenta: son las ocho y habíamos quedado citados a las ocho y media con los Bernard... Por cierto, he ahí una pareja desigual que funciona muy bien al parecer... Ella es una típica ama de casa y él un estupendo especialista en Cervantes...
Al regresar después de la cena y de dejar a Teresa en su casa, el teléfono sonó. La voz de Berta irrumpió en el apartamento silencioso.
—... Me ha dicho Esther que ahora o nunca. Ya sabes que yo siempre he tenido la idea de esa urbanización. Hemos pasado allí la tarde y no sabes cómo se está... No creas, están muy bien de precio porque han hecho una ampliación, una calle completa de chalets y están muy interesados en venderlos a gente seria, bien, y a ser posible presentada por alguien de la urbanización... Tú dirás lo que quieras pero ahora se va divinamente por la M-30... Bueno, yo pensaba que vendiendo el piso de la Castellana y tu apartamento... No me grites, por favor, o te cuelgo...
En el último año de carrera su padre le había comprado un apartamento. Las hermanas de Daniel habían protestado pero su madre dijo: «Vosotras no estudiáis y no creo que necesitéis trabajar. Así que cuando os caséis ya tendréis vuestra casa, no un apartamento, un piso como Dios manda...».
El apartamento estaba cercano a la Ciudad Universitaria. Tenía una habitación muy grande, un baño, una cocina pequeña: los primeros alardes del desarrollo económico de los sesenta. Después de casarse, Daniel mantuvo el apartamento para dejar una buena parte de sus libros y también para encerrarse a trabajar si alguna vez lo necesitaba. La primera vivienda que tuvieron era pequeña y cuando nació el primer hijo no había un rincón tranquilo. Daniel se refugiaba en el apartamento y allí, corregía exámenes, leía, trabajaba. Después de dos años de bibliotecas y fichas, allí redactó su tesis doctoral, en largas tardes de otoño, en tardes oscuras de invierno, en inquietantes tardes primaverales. Cuando se cansaba se tumbaba en el sofá-cama en el que dormía cuando era estudiante. Sobre su cabeza, la paloma de Picasso y un póster del Che Guevara decoraban esa pared. Bajo la ventana, en una mesa alargada, se extendían sus folios, al lado de la máquina de escribir. Una estantería que ocupaba la pared más larga acogía sus libros.
Después de una crisis ligeramente depresiva a raíz de la boda, cuando Daniel se dio cuenta de que había hipotecado su vida, sobrevino una etapa de tranquilidad. Resignado a la nueva situación, había conseguido separar los dos mundos: la familia, el hogar, por una parte y por otra el trabajo. Y esta segunda le proporcionaba muchas satisfacciones.
Aquellos primeros años de matrimonio, cuando salía de la Universidad al final de las clases y después de un rápido almuerzo en la cafetería, se dirigía al apartamento, una deliciosa sensación de independencia, de libertad preservada, se mezclaba con otra que había llegado a ser agradable: la seguridad del regreso, al caer la noche y encontrar un hogar ordenado, una Berta entregada al hijo que crecía día a día. Fue una etapa breve y feliz de acuerdo con el patrón de felicidad que él mismo había aceptado. Berta no era especialmente apasionada pero cumplía con sus deberes de esposa siempre que él lo requería. Dos años después, un segundo hijo, una niña, vino a transformarlo todo. Berta se quejaba. Estaba cansada; no había dinero para mantener una ayuda fija, le agotaba la casa, los dos niños. Daniel preparaba la oposición a cátedra y la obtuvo. A los seis años de matrimonio ya tenía dos hijos y una visión optimista de su futuro profesional, a la vez que la incipiente amargura de Berta se detuvo por un tiempo y una corta etapa de euforia presidió su vida familiar. Vendieron el pequeño piso de los primeros tiempos y con la ayuda de los padres de él compraron un ático en la Castellana, luminoso y confortable.
Habían pasado doce años en el ático y ya hacía tiempo que Berta estaba descontenta. Una moda reciente entre sus amigas exigía un cambio a una casa de verdad, con jardín, en los alrededores de la ciudad. Ahora, en su ausencia, el deseo de la casa había ido creciendo. «Venderemos el piso de la Castellana y el apartamento...» Daniel temió por su refugio, el último refugio de libertad que le quedaba. Berta había odiado siempre aquel apartamento. Simbolizaba la vida anterior de Daniel, la vida de soltero y, más tarde, la huida del hogar. Se había negado a visitarlo hasta poco antes de la boda cuando decidió recoger las cosas de Daniel que podían serles útiles en su nuevo piso. Al principio del noviazgo, cuando él la invitó a acompañarle a dejar un paquete de libros, ella se negó en rotundo. «No creerás que voy a meterme en un piso contigo, así de golpe y solos los dos», había dicho. Y Daniel tampoco le insistió porque en el fondo había preferido mantener intacto ese espacio suyo, frente a la creciente avidez inquisitorial de Berta. Fue precisamente cuando nació el segundo hijo y compraron el hermoso piso de la Castellana cuando él empezó a utilizar el apartamento también como lugar de sus aventuras con alumnas. Las citaba en pequeños grupos para comentar algún tema de trabajo, prestarles un libro. Luego cuando había una elegida, acababa llevándola sola. La primera, lo recordaba muy bien, venía de provincias. Era el comienzo de los setenta y él se consideraba un privilegiado, dueño de unos metros de independencia, insólita en una época de represiones y censuras. Daniel nunca había querido venderlo. Aquel apartamento sería siempre su guarida, la defensa de su intimidad, la parte de su vida no traicionada. Aunque iba a significar la traición a su otra vida.
Estaban descansando en el salón de Teresa, después de asistir a una larga conferencia de un filósofo inglés sobre el concepto del amor en el final del siglo XX. Teresa dijo:
—Hablar del amor sólo se les ocurre a personas maduras. El amor entre jóvenes no se analiza. Es una cuestión de azar. La reflexión y el autoanálisis encierran un fondo de duda, ¿de culpa? En todo caso de experiencia...
—Yo no me siento culpable de nada —dijo Daniel—. Pero tampoco intento analizar a nadie. Creo que sólo podemos hablar de nosotros mismos —añadió—. Por otra parte es absurdo hablar del amor en general...
Entonces, Teresa dijo:
—Háblame de Berta y de tu matrimonio.
—¿Qué quieres que te cuente? Mi matrimonio fue el más convencional de los matrimonios. Berta era la señorita de Madrid. Con pretensiones. Padre abogado, muchos hijos, esquemas tradicionales para todo. Era graciosa, desenvuelta, guapa. Me la presentó uno de sus hermanos. No había estudiado más que el bachillerato. No había trabajado nunca. Pero era rápida y divertida y tenía la soltura, la seguridad en sí misma de la gran ciudad. Y no olvides que yo era un chico de provincias... Era una buena chica, me parecía una buena chica. Como mis hermanas, como mi madre... Yo había tenido alguna aventura breve con chicas fáciles... Sí, ya lo sé, hablo como mi padre, como la gente de la época de mi padre. Pero es así. Yo seguía, sin darme cuenta, los esquemas familiares... En los años sesenta todavía era difícil liberarse de prejuicios... En la Universidad tenía amigos de izquierdas, leíamos y discutíamos todo lo que caía en nuestras manos. Literatura marxista, autores prohibidos. Pero era todo muy teórico, en mi caso. Yo estaba obsesionado con la poesía. En aquella época todo lo que no fuera poesía no me interesaba. Leía otros libros porque me lo imponían las circunstancias. Pero leía literatura constantemente con pasión, yo quería escribir y escribir poesía. Berta entró en mi vida de modo absurdo. Aparentemente estaba enamorada de mí. Yo estoy seguro de que si hubiera encontrado un ingeniero o un arquitecto le hubiera ido mejor. Pero me encontró a mí. Yo había terminado la carrera y era un modesto ayudante de literatura española. Escribía artículos en revistas literarias, tenía amigos, preparaba un libro de versos...
—¿Y tus compañeras de facultad? ¿No eran estimulantes? —interrumpió Teresa con cierta ironía.
—No creas. La mayoría me parecían pedantes y suficientes. Insoportables... Pero déjame que termine la historia de Berta... Fuimos novios dos años con varias interrupciones, riñas, reconciliaciones... Y no sé si estaba o no enamorado... Me ocupaban la cabeza otras cosas. Estaba dándole vueltas a la tesis doctoral, pensaba en la cátedra. Tenía muy buen ambiente entre los catedráticos mayores... Me casé en 1968. Fíjate..., el año de las rebeldías. Berta estaba empeñada en casarse. Y yo tenía un compromiso ético que era muy importante en aquella época en España. Meses antes nos habíamos acostado por primera vez. Berta era joven, guapa, apetecible. Era inevitable llegar al final de una iniciación que había avanzado lentamente después de un periodo de caricias, besos, forcejeos fortuitos en cines, parques y rincones oscuros. La sórdida y vergonzante iniciación de los sesenta. Ella había accedido un día, en una excursión a la sierra en la moto que me había prestado un amigo. “Pero con una condición —me dijo—, que nos casemos lo antes posible”.
»Yo cumplí lo prometido. La culminación de aquel arrebato sexual me condujo hasta la decepción y el aburrimiento de la boda y los días que llegaron después. La iglesia, el Palace, la luna de miel en Marbella, todo como ella lo quiso. Marbella me horrorizaba pero al menos no creía que allí fuera a encontrarme con nadie de mi ambiente. “Verás qué divertido”, había dicho Berta. “Por allí encontraremos caras conocidas, la gente de las revistas...” Al regresar de aquel hotel de lujo, de aquellos restaurantes donde aparecíamos los dos cogidos de la mano como a ella le gustaba y donde nadie nos miraba ni se preocupaba de nuestra presencia, Berta había resumido mi estado de ánimo muy bien. “Qué raro eres, hijo, en todas partes estás mal.” Y era verdad, pero por qué tan pronto, me preguntaba, por qué esa lucidez inmediata, después de dar el paso definitivo, después de aceptar las condiciones de ella...
»Al volver del viaje de novios ya me encontré pensando, paralizado de asombro: “¿Para toda la vida?... No puede ser...”. Las propuestas, los planes de Berta se habían ido realizando como en un sueño, en un vértigo, como los preámbulos de una fiesta que no tenía que ver conmigo pero a la que yo estaba fatalmente invitado.
»Había sido débil y estúpido. “Fíjate Pablo y Elena —le dije a Berta al poco tiempo—, se han casado en la más absoluta intimidad. Sólo los padres de los dos”.
»Ni viaje habían hecho. “Esperaremos a las vacaciones”, dijeron. Porque trabajaban los dos y al día siguiente estaban en la Facultad, cada uno en su aula. Al final de las clases, en un bar de Princesa nos invitaron, a los compañeros, a tomar unas copas para celebrarlo...»
Daniel hizo una pausa. Se levantó y se sirvió un whisky con soda. «¿Quieres?», preguntó a Teresa. Y ella negó con un movimiento de cabeza. Daniel paladeó un instante su bebida y luego continuó su confesión.
—Empecé a sentirme víctima en seguida. Luego, durante un tiempo pasé a ser verdugo. Me negaba a todo. Bautizos, cenas familiares, aniversarios. Pequeñas venganzas. Pequeñas revanchas casi siempre injustas. Pero aquello duró poco. Después volví al papel de víctima. Renuncié a tomar las riendas y ella era la dueña absoluta de su casa, de sus hijos, de su forma de vida. Yo me había refugiado en mi trabajo, en mi mundo universitario. Viajaba solo, asistía a conferencias y actos culturales solo. Y únicamente compartíamos la vida social con sus amigos. Yo era ya un catedrático popular, querido y valorado. Y empecé a buscar un rayo de luz en las citas con las alumnas...
—¿Las alumnas? —preguntó Teresa. Parecía sorprendida. Y Daniel se sintió de pronto muy cansado.
—Sí, las alumnas —dijo—. Pero eso lo dejaremos para otro día...
La larga disertación sobre su matrimonio le había agotado. Teresa no hacía comentario alguno. Se había quedado silenciosa y abstraída.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Daniel. Y ella le miró con una sonrisa indecisa, un poco triste.
—Nada —contestó—. Sólo que lo has descrito muy bien, muy fríamente, muy objetivamente y me he quedado anonadada... Perdóname pero me ha parecido todo deprimente y mediocre y ajeno... Como si no fueras tú el que hablaba de su vida...
Daniel se acercó a ella, que permanecía sentada en su butaca habitual, frente a la ventana del jardín. Pero ella no se inmutó.
—¿Te molesto? ¿Quieres que me vaya? —preguntó él con una voz baja y suave. Porque se daba cuenta de que un dolor extraño se desprendía de la postura de Teresa, de su cuerpo que se iba hundiendo, con la cabeza incrustada entre los hombros, los brazos caídos, colgando a ambos lados de la butaca.
Ella siguió callada, después de un tiempo dijo:
—No quiero que te vayas. Pero me has parecido cruel y durísimo en la descripción que has hecho de tu mujer y de ti mismo y de vuestra historia de amor...
La noche se iba adueñando de la habitación, iluminada sólo con la luz de la calle. Daniel se arrodilló a los pies de Teresa y escondió la cabeza en su regazo.
Alumnas, alumnas... No una alumna, no un enamoramiento pasajero, no un espejismo romántico. ¿Machado en el recuerdo? ¿El siglo XIX? ¿Lolita? No. Una manera absolutamente inmadura de resolver las carencias en su matrimonio, su vida grisácea, mediocre, un planteamiento de vida impropia del Daniel que ella había creído conocer. ¿O acaso lo magnificaba? ¿Acaso todo partía de un engaño, una alucinación, del puro atractivo sexual que, era cierto, emanaba Daniel? Preguntas sin respuesta, preguntas que se sucedían, se entremezclaban y la mantenían despierta, horas después de despedirle con una muestra de afecto, un abrazo, un beso. No quería que él interpretase su reacción como el final de todo, la decepción total del amor que había surgido entre ellos. Porque en esa decepción había, en todo caso, dos responsables: él y ella. Quizás habían asentado las bases de su amistad primera sobre el desconocimiento del otro o un conocimiento parcial e insuficiente. No obstante, tras la primera reacción, tras el desencanto producido por las confesiones descarnadas e inmisericordes de Daniel, Teresa se había ido serenando. «No es un criminal, no es un canalla, es un ser fracasado en su raíz más profunda.»
Recordaba su renuncia a la poesía. «No puedo», decía cuando hablaban de ello. «No recupero el estado de ánimo, la capacidad para concentrarme, el lujo del ensimismamiento...» La elección de Berta, la inmadurez, la cobardía, la ausencia de rebeldía impresionaban a Teresa. Un hombre con metas nobles, sensibilidad, inteligencia, ¿cómo puede equivocarse en algo tan importante como la persona que va a compartir su vida? ¿Es un gran error o un desdén infinito hacia la mujer en general? Seguramente es el esquema heredado. La madre, las hermanas. Él había dicho: «Berta me pareció una buena chica, como mi madre, como mis hermanas... Era guapa y apetecible... ¿Para qué más?». Sentada en la cama, con la luz encendida, el libro abierto y abandonado, Teresa dialogaba consigo misma. «No te aferres al pasado de Daniel. No te obceques con sus errores. Está a tu lado, está descubriendo un mundo de sentimientos. Espera... Todo está empezando. Mañana decidiré lo que voy a hacer.» Sonrió recordando la frase de Escarlata O’Hara que tanto le había entusiasmado en su adolescencia. ¿Soy yo también una adolescente inmadura?... En los límites del sueño, en la frontera dudosa en la que se confunde la realidad real con la realidad imaginada, Teresa tuvo una intuición de lo que debía hacer. «Nos conocemos poco, tenemos que conocernos mejor. Necesitamos estar solos. Juntos, día y noche, a todas horas...»
El amor con Teresa se convirtió, poco a poco, en una relación intensa. El sexo vivo, adulto, no aburrido, se unía a momentos de sensibilidad estética compartida, de coincidencias intelectuales inesperadas. Escenarios únicos rememoraban momentos únicos. El espacio y el tiempo se conjugaban en perfecta armonía para aumentar la plenitud de esos encuentros.
En el primer fin de semana de octubre volvieron a la casa de la playa solos los dos. Los días eran fríos y claros. A Daniel aquella escapada le llenó de incertidumbre. Por primera vez iban a estar juntos en un lugar solitario, sin testigos cercanos o previsibles, lejos de la Universidad, de los amigos, del ambiente confortable y seguro de la vida organizada desde fuera, por los trabajos de cada uno. Por primera vez se encontraban uno frente a otro en un espacio deshabitado.
La playa, las dunas. Y lejos, oculta por un breve bosque, la casa más próxima. Un lugar recién estrenado por ellos, preparado para recibirles. La calefacción que conectaron al entrar. Los troncos preparados en la chimenea. El camino asfaltado que les había conducido hasta la puerta del garaje, detrás de la casa.
Llegaron el viernes por la noche y ante ellos se extendía por vez primera un tiempo de absoluta intimidad, cuarenta y ocho horas de convivencia inédita. Pero Daniel no podía olvidar la sorpresa que le había causado la extraña reacción de Teresa ante sus confesiones acerca de la boda con Berta. ¿Aprovecharía ella esta estancia para martirizarle, hacerle reconocer en un juicio privado sus errores, sus defectos, y las decepciones consiguientes que ella había sufrido? Una sensación de angustia y humillación perturbaban su ánimo.
Cuando el mínimo equipaje fue deshecho y los alimentos distribuidos entre el frigorífico y la despensa, Teresa encendió la luz del porche. Ante ellos el mar, el rumor rítmico de las olas, la oscuridad total de un cielo sin estrellas.
—Mañana tendremos sol hasta el mediodía, según los informes meteorológicos para esta parte de la costa —dijo Teresa—. Podremos pasear a la orilla del mar...
Le miró con una sonrisa desdibujada, como si ella también encontrara un poco extraña su estancia allí, con él, con la incógnita de cómo se iba a desarrollar el tiempo que tenían por delante. Fue un instante porque en seguida recuperó la energía que le era habitual y continuó hablando.
—Aquí estamos los dos, en nuestra isla desierta, como dos náufragos...
Daniel no supo qué decir. Siguió los pasos de Teresa a la cocina y preguntó: «¿Puedo ayudarte en algo?», mientras ella buscaba unas copas y sacaba del frigorífico el hielo que ya estaba empezando a cristalizar.
Con las copas llenas brindaron sin palabras y el primer trago de Jack Daniel’s, con su sabor a malta, a sur, a calor, estimuló en Daniel la sensación de bienestar.
«Es diferente a los encuentros limitados del campus o de la casa de Teresa. Siempre con una sensación de provisionalidad, de momento robado a la vida cotidiana...» En este refugio de la costa, sugerente de distancias y despedidas, estaban los dos solos, alejados de todo. «Aquí quedará claro si esto es un capricho fugaz o en el fondo hay algo más que el deseo y la curiosidad que nos han acercado desde el primer momento.»
Relajados, la cabeza reclinada en el respaldo de sus butacas, reposaban en silencio. Ordenaban sus ideas, preparaban sus actuaciones, analizaban su conducta inmediata.
Teresa se dirigió a la barra que separaba la cocina del salón y depositó en ella su copa. «Prepararé la cena —se dijo— y veremos si hay algo que nos permita salir de la reserva que se ha apoderado de nosotros».
Ordenadamente colocó platos y vasos y cubiertos sobre la mesa de la cocina. De espaldas a la barra, no sintió la presencia silenciosa de Daniel hasta que él la cogió por los hombros con suavidad. Sin palabras, la abrazó con fuerza y la besó en los labios desesperadamente.
Por la mañana Daniel salió a la playa y paseó hacia el extenso claro que ocupaban las dunas. La arena y de vez en cuando matojos de plantas semidesérticas salpicaban de verde pálido el paisaje. Subió hacia el bosquecillo que se destacaba al fondo, una masa de árboles cuyas copas verdes y redondeadas formaban una unidad compacta. Hacia la derecha descubrió un camino que conducía otra vez al mar por una senda amplia, bordeada de piedras.
Teresa... Una congoja inexplicable le atenazaba al recordar la noche. La perfecta identificación física, el reconocimiento de cada centímetro de su cuerpo. Huesos y músculos ocultos bajo la piel, curvas armoniosas, ángulos delicados que forman cálidos huecos. Una espléndida arquitectura explorada con la minuciosidad de un investigador obsesionado. Y todo ello absorbido, concentrado en una sensación única por la gozosa y arrolladora culminación del amor. ¿Era amor? O mejor, ¿era posible que no fuera, además de deseo, amor? Daniel se analizaba. En las aproximaciones amorosas del principio, recordaba un septiembre lleno de obstáculos, reuniones, invitaciones, separaciones inoportunas impuestas por los otros —«Yo te llevo si quieres, yo te acerco»— sin sospechar que esos amables ofrecimientos le separaban de Teresa. Todavía no estaban seguros, todavía sus encuentros se inscribían en el marco de los episodios casuales. Los abrazos, las caricias, los besos furtivos de los regresos de las fiestas, la excitación pasajera de una noche alegre o de una cena semiclandestina en un restaurante de los alrededores de la pequeña ciudad. Todavía los otros, los compañeros y amigos, no eran conscientes de la atracción que se había despertado entre ellos.
Mientras paseaba absorto en sus pensamientos por uno de los caminos marcados por el viento en la arena, Daniel se detuvo y miró al mar. Las olas espumosas se acercaban y se retiraban en un vaivén previsto y ciego. La desazón inicial no era fortuita. La confirmación de que Teresa y él se habían convertido en una noche en amantes perfectos le había deslumbrado y a la vez le trastornaba. No era sólo la compenetración instintiva de los gestos y los actos. No era únicamente el placer derivado de su acuerdo amoroso. Era la facilidad con que se había desarrollado todo a partir del primer abrazo, el aviso primero de que estaban allí para estar juntos, unidos el uno en el otro. Libres. La certeza de que ese viaje hasta la playa había sido una aceptación tácita entre los dos para afianzar o destruir el vínculo iniciado parcialmente. La congoja era la consecuencia del éxito en la experiencia amorosa. Era el temor, el miedo al compromiso, a no saber el coste personal que esa historia de amor iba a tener. La sombra de Berta y sus hijos le había atenazado nada más despertar. «Esto —pensó— no tiene nada que ver con mi vida anterior, con los despreocupados encuentros de un día en viajes fugaces o las frívolas aventuras con las alumnas. Esto es diferente. Es la primera vez que tengo consciencia del amor que yo soñaba en la adolescencia, que alimentaba en mi juventud. El que desapareció de mi imaginación al casarme con Berta y convertir en rutina la obligación de hacer el amor». Un horizonte de problemas, conflictos, luchas le perturbó. Y luego estaba Teresa. ¿Qué suponía Daniel para ella? ¿Una pareja condenada al fracaso, pero utilizada para llenar un tiempo breve de su vida, lo que durara la estancia de él en la Universidad?...
Teresa se acercaba por la playa. Venía a su encuentro, un chal blanco alrededor del cuerpo grácil, una falda larga. Unas botas que no dejaban entrar la arena. Le saludó con la mano y corrió hacia él. Le acarició la cara y el pelo con ternura. Luego le cogió de la mano y le dijo: «Vamos a casa. Hay que almorzar...».
Por la tarde una lluvia fina caía sobre el mar. Grandes nubarrones oscurecían el horizonte. Las tazas de café descansaban vacías sobre la mesa. Teresa dijo:
—Esto es una auténtica luna de miel. Los dos solos, entre el cielo y el mar...
Sonreía. Daniel la miraba serio y silencioso.
—¿Qué pasa? —dijo ella. Fue a sentarse a su lado en el sofá y apoyó la cabeza en su pecho—. Puedo oír tu corazón. Va muy de prisa...
—Tengo miedo —dijo Daniel, acariciando su pelo.
—¿De qué? —preguntó ella.
—No sé. De ti, de mí, de los dos.
—¿De que esto dure o de que no dure? —preguntó Teresa.
Y él se dio cuenta de que expresaba lo que él sentía. No obstante aseguró:
—No lo sé. «Es tan corto el amor y tan largo el olvido»...
—Quiero un poema tuyo para expresar lo que sientes. Tienes que rescatar tu poesía para no necesitar lo que han dicho otros poetas... —dijo Teresa risueña y desenfadada.
—Tienes razón —dijo Daniel— pero mientras tanto, habla tú. Háblame del amor...
—El amor, el amor... Para mí el amor es la necesidad de estar con una persona, contigo por ejemplo. No separarme nunca de ti. La presencia del ser amado creo que es la principal señal de identidad del amor... ¿Y para ti? —preguntó.
Daniel dudó un momento, luego dijo:
—Es la atracción intensa que ejerce sobre mí una personalidad, la tuya por ejemplo. Para mí es sentirme dentro de un torbellino que me lleva y me trae... y no quiero salir de él. Es necesidad de tenerte cerca, sí. Pero también es miedo a perderte. Miedo a las circunstancias que pueden separarnos...
Teresa no replicó. Se levantó y se inclinó hacia Daniel y le besó en los labios. Luego se separó de él y dijo:
—Voy a poner música, un rato de buena música...
Al atardecer la lluvia había cesado aunque el cielo todavía estaba oscuro y un viento racheado barría la playa. Salieron al porche.
—Este mar —dijo Daniel— me produce una nostalgia especial. Una añoranza de algo desconocido y sin embargo perdido. Tiene que ver con la casa de Asturias. En esa casa empecé a escribir los primeros versos. Miraba al mar y el mar me hacía pensar en viajes, más aún en huidas.
—¿De qué? —preguntó Teresa.
—De todo. De la pequeña ciudad en que vivíamos, de mi familia...
—¿Lo conseguiste?
—No. Me fui a Madrid a estudiar, pero no fue una escapada. Fue una decisión de mi padre.
—Yo una vez también quise escapar. Y lo conseguí... Cuando murió mi madre y mi padre se volvió a casar...
Había huido a California un año para luego regresar curada. Curada y absolutamente fascinada con un hombre, Robert, que tenía diez años más que ella y enseñaba sociología en Berkeley. Lo había conocido a través de la mujer de su padre. Beatrice le había dicho: «No dejes de ver a Robert. Es muy amigo mío. Ha colaborado mucho en mi revista, cuando era joven y empezaba...». Robert se acababa de divorciar. Desde el primer momento había sido su guía, su amigo, su interlocutor. Hablaban y hablaban. Se psicoanalizaban llevados de un interés excepcional en sus respectivas experiencias. Intercambiaban soluciones, se las brindaban el uno al otro, a veces comprendían que era un juego basado más en argumentos culturales que en situaciones reales. Con Robert recorrió la costa y él le fue mostrando lugares sorprendentes que Teresa no conocía, y viejos lugares míticos con los que siempre había soñado. Cuando el amor, inevitable, hizo su aparición, cada uno trataba de convencer al otro de que debía cambiar de ciudad. «Ven a Nueva York», proponía Teresa. «Quédate en San Francisco», suplicaba Robert. Al fin ella había ganado la batalla...
—¿Nunca has vuelto a tu casa de Asturias? —preguntó Teresa.
—Pocas veces. Cuando murieron mis padres con muy poco tiempo de diferencia, la heredé yo, porque ése había sido el deseo de mis abuelos. Y porque a mis hermanas no les interesaba. Les horrorizaba el cielo gris, la montaña, los prados. Ellas veranean en el sur...
El recuerdo de sus hermanas distrajo a Daniel. Una vivía en Guipúzcoa, la otra en Granada. Donde las habían conducido sus matrimonios con hombres de profesiones relativamente itinerantes. Ingeniero industrial uno y químico el otro. Nunca pensaba en ellas y sin embargo sus hermanas fueron las primeras que le proporcionaron la percepción de lo femenino como algo diametralmente opuesto a su condición masculina. Las hermanas estaban siempre rodeadas de amigas. Invadían la casa, reían, gritaban, charlaban. Sobre todo, reían. De entonces, de la infancia, había conservado Daniel la impresión de lo femenino como ruidoso y alegre. Las chicas charlaban, se contaban cosas, salían de sí mismas con gran facilidad. Y además convertían en risa todo lo que decían. Daniel sentía que también se reían de él y de los chicos en general. Las anécdotas que adivinaba a medias desde el encierro de su cuarto discurrían entre carcajadas. Eso ocurría con las niñas, las adolescentes, las jóvenes. Porque luego, las mujeres mayores reían menos. Daniel observaba a su madre y creía ver en ella sombras constantes. Y lo mismo le ocurría con otras mujeres cercanas a su familia o a las familias de sus amigos. Mujer mayor igual a tristeza o malhumor o sufrimiento.
Esa transición inexplicable no perturbaba a Daniel. Al contrario, creía entonces, cuando era niño, que las amigas de sus hermanas y ellas mismas estaban un poco locas y que también era mejor mantenerse al margen de sus risas, mejor huir de la ocasión de convertirse en blanco de sus burlas. Una incipiente misoginia iba anidando sin saberlo en las primeras reflexiones del adolescente Daniel.
En los veranos del norte, durante los largos meses en casa de los abuelos, las cosas cambiaban. Estaba la playa solitaria, a la que había que bajar por un camino difícil. Allí corrían y jugaban a la pelota con las palas de madera. Tenían amigos cerca que venían a pasar el día con ellos. Y las niñas se incorporaban a los juegos con facilidad. No tenían miedo. Seguían las iniciativas de los chicos con una mezcla de complacencia y curiosidad. Daniel se daba cuenta de que quizá no eran sus juegos preferidos pero los aceptaban y, cosa rara, muchas veces les vencían. Cuando se cansaban se retiraban aburridas a pasear o se tumbaban a tomar el sol y hablar. Los muchachos buscaban una nueva actividad que sustituyera a la anterior, porque ellos, Daniel lo había observado desde muy pronto, se juntaban para hacer algo, no para hablar como las chicas. Esa percepción de la facilidad para comunicarse entre sí, propia de las mujeres, intimidaba a Daniel. Sucedía que, al acercarse al grupo que charlaba y reía, se producía un silencio sospechoso que le hacía pensar que podía ser él de quien hablaban, a quien analizaban o ridiculizaban. Porque a veces reían, tapándose la boca con la mano o mirando hacia otro sitio. Y sólo cuando él o ellos se alejaban, volvían los susurros que se elevaban en seguida para convertirse en ruidosa charla o carcajada. Daniel percibía claramente la diferencia de comportamiento entre las chicas y ellos, los activos muchachos que subían y bajaban, trepaban hasta un árbol, jugaban al fútbol, corrían hacia una meta, nadaban con furor o subían al barco de los pescadores y ayudaban a descargar el pescado en el puerto del pueblo. De ese conocimiento apenas expresado, arrancaba una cierta desconfianza hacia las chicas que iba a prolongarse hasta la entrada en la universidad y la forzosa convivencia de los sexos tan temida en las etapas anteriores por parte de las familias, los colegios y ellos mismos.
Hacía un rato que no hablaban. Daniel contemplaba hipnotizado el fuego de la chimenea.
—¿En qué piensas? —preguntó Teresa.
—En mis hermanas... Es curioso, porque no pienso casi nunca en ellas. Pensaba en lo lejanas que están de mí. Y sin embargo en mi infancia y mi adolescencia, sufría con su presencia constante y la de sus amigas que estaban en todas partes, en la casa, en la calle, siempre molestando...
Teresa se echó a reír.
—No he tenido hermanos, pero das una visión terrorífica de los lazos familiares...
—Bueno, yo te hablo de las chicas. Quizá si hubiera tenido un hermano habría sido distinto...
—De todos modos, tus hermanas te darían algo, aunque sólo fuera un conocimiento de la mujer, de su psicología, sus reacciones. ¿No?
—No —replicó tajante Daniel—. No. Al contrario, yo creo que ellas consiguieron que yo mirara a las chicas en general como unas auténticas desconocidas...
Lejanas y desconocidas a pesar de los primeros encuentros deseados, necesarios, perturbadores y definitivamente inexplicables, las mujeres fueron para Daniel el lado inseguro de la vida, lo «diferente» que le acompañaría siempre desde una lejanía y un desconocimiento inquietantes.
—Yo no sé si a ellas les sucedía lo mismo con los chicos. Aunque yo creo que no y sospecho que ellas, las mujeres que fui encontrando después, miraban a los hombres con cierta conmiseración. Yo estoy seguro de que nos consideraban infantiles, inútiles... Bueno, esto lo supongo yo porque nunca he abordado este asunto con otros hombres...
Teresa no daba muestras de estar muy interesada en sus observaciones sobre un tema que parecía no preocuparle.
—Creo, Daniel, que tú has tenido una educación muy propia de aquella España de la posguerra, cuando la coeducación no existía y la convivencia precoz entre los sexos no estaba bien vista. Mira alrededor, ¿no ves cómo los chicos y las chicas tienen una relación fluida y fácil?
Él no estaba seguro.
—Es cierto que todo ha cambiado. En España también. Las chicas y los chicos comparten salidas, deportes, horarios. Son libres. Y eso tiene que acercarles. Pero las diferencias esenciales continúan. Ellas siguen comunicándose durante horas con otras chicas. Ahora es el teléfono el intermediario. ¿De qué hablan? ¿Qué se cuentan? Mi hija de quince años habla sin cesar con sus amigas. Si yo entro, se interrumpe y me pregunta agresiva: «¿Qué quieres?». Para esperar a que desaparezca y continuar hablando. Mi hijo de diecisiete habla de cosas muy concretas, me parece, con sus amigos. Y no tan largas...
Había algo más pero no quería contárselo a Teresa. Su mujer, Berta, le preguntaba constantemente sobre los problemas de los matrimonios amigos: «¿Él no te ha dicho nada?», se extrañaba. «Pues dice Rosa, María o Lola, que llevan meses sin hablarse, que ella no aguanta más. ¿Y tú dices que no sabes nada?» Sin embargo era verdad. Él no hablaba con sus amigos de problemas conyugales, de los desacuerdos y las decepciones y de los largos silencios.
La tarde ya era noche. El viento, fuera, recrudecía su furor.
—Hoy no hemos visto el pronóstico del tiempo —dijo Teresa. Y añadió—: ¿Y qué más da, después de todo? Ya es de noche y no vamos a salir de aquí. Aislados en la costa. Aislados y felices...
Todavía quedaba una noche entera para los dos. Una noche para olvidar lo que sucedía fuera y lejos, en el mundo habitado por los demás. Una noche para no recordar a sus hermanas, ni a Berta, ni a los hijos, una noche suya y de Teresa. Solos y juntos, navegando en esa casa de madera anclada en la arena, hacia un horizonte impreciso, que duraría al menos hasta el día siguiente por la tarde, domingo, regreso, realidad, futuro incierto.
Teresa quería dar una fiesta en su casa. Estaba de un humor espléndido después del fin de semana en la playa. Al fin las cosas estaban claras. No para ellos sino para los demás. La pareja Teresa-Daniel ya era aceptada en el Departamento. Los profesores no hablaban del asunto abiertamente pero se notaba, se advertía en la manera de dirigirse a ellos, de hablarles en plural. «Si queréis venir mañana.» «Si os interesan entradas para el ballet.» «Si no tenéis qué hacer este sábado...»
Teresa quería dar una fiesta no para celebrar nada. Simplemente para reunir a los amigos. Estaba mejor que hace unas semanas, era evidente. Daniel observaba cómo se movía aquella mañana, cómo organizaba los espacios para la fiesta. El servicio de catering funcionaba con precisión. Por la tarde todo estaba en su sitio cuando llegaron los primeros invitados. El bufet impecable, los cubos de hielo repletos. La mesa de las bebidas, deslumbrante.
El día anterior habían ido los dos a reponer las habituales y a reforzar con otras nuevas el stock de alcohol de la casa. En el Liquor’s, las botellas en sus anaqueles tenían brillos maléficos. Al mismo tiempo las etiquetas multicolores, los espejos con sus marcos dorados, los mensajes publicitarios destacando sobre fondos plateados atraían con una fascinación irremediable. Nombres evocadores de whiskies añejos. Viejas fotografías de destilerías antiguas sobre maderas nobles. Al entrar las advertencias se repetían en gruesos trazos rojos: MINORS PROSECUTED, CHILDREN PROHIBITED. El lugar estaba silencioso a esa hora, las tres de la tarde.
—El templo del pecado —dijo Teresa—. Los menores no pueden beber ni siquiera comprar alcohol, pero sí casarse como Bobby y Laura, diecinueve y diecisiete años respectivamente... y ya tienen una hija.
Ahora, los licores transportados refulgen en la mesa del salón, junto a las copas y los vasos. Aunque Daniel no vive allí, aunque su acuerdo de independencia y discreción sigue en pie, todos se dirigen indistintamente a uno u otro, como los anfitriones oficiales. Además de los que Daniel conoce hay otros nuevos como los Giorgi, él, italiano, trabaja en una tesis sobre Norman Mailer, y ella, Brenda, india, viste un shari azul y plata, y vienen de España. Han recorrido el camino de Santiago. Él conoce a san Juan de la Cruz. Ella trabaja en el Arcipreste de Hita y se adueña un rato de Daniel. Le hace preguntas de literatura y de la universidad española. «¿Usted cree que sería conveniente que yo pasara un curso allí...?» Entran Bob y Joyce. Las niñas, bien. Las niñas en casa de unas amigas. Luego las recogerán. El escultor James Durham no sabe español pero toca al piano canciones de la guerra civil. Su mujer, alta, pelo castaño, voz gratamente modulada, sí habla español. Le lleva a un grupo que discute sobre los sindicatos, los hard hats, los obreros especializados y corrompidos por el gran nivel económico que han alcanzado... En el ir y venir de un grupo a otro, se encuentra con Teresa, se cruzan, se sonríen. El alcohol caldea el ambiente, aumenta los registros sonoros de las conversaciones. Bernard, el chairman, se ha acercado a Daniel y le habla de una invitación que ha recibido para él, un poco lejos, Flagstaff, una universidad muy interesante... Los indios... Cercano al Gran Cañón... Todas las fiestas nadan en alcohol. «Es necesario —dice Teresa— beber pronto para alcanzar un buen tono. Luego que cada uno haga lo que quiera...». Ella también bebe y está alegre. Se ve. Se nota. Daniel apenas puede detenerse a pensar. Es llevado y traído. Le sonríen todos. Es su forma de reconocerle y aceptarle. Algunos le piden, en inglés o en español, alguna opinión, alguna noticia de España y su nueva democracia. Pero no es allí, en una fiesta, el lugar para hablar de cosas serias. La fiesta es para divertirse un poco aceleradamente, un poco exaltadamente. Daniel apenas puede dedicar unos momentos a los Gilabert pero ellos aprovechan para invitarle a almorzar con Teresa, el día que ellos quieran. «Nosotros —dice ella— estamos jubilados... Todos los días son buenos para un jubilado». De pronto, suena una música que oscurece el rumor de las conversaciones.
A su alrededor algunos comen, las mujeres beben. «Una fiesta es para salir de sí mismo, para olvidarse por unas horas de la realidad», dice Teresa y acerca su vaso a la copa de Daniel. Sólo un instante porque es reclamada por alguien y ella acude en seguida. Daniel la ve de lejos e imagina de qué puede hablar, trata de interpretar los gestos, el movimiento de las manos que señalan arriba y abajo, como explicando ¿una lección de geografía, de arquitectura? Arriba y abajo ¿de qué? Está cansado y un poco mareado. La presencia de Teresa rodeada de tanta gente le perturba. Se siente ajeno a todo. Un extraño que ha sido depositado en este salón por una nave espacial. Sin embargo, conoce a muchos de los invitados. Ha asistido a otras fiestas, en otras casas. Pero la sensación de soledad, de aislamiento no se disuelve. Es la casa de Teresa. Una extraña melancolía le invade. ¿Sería capaz él de vivir para siempre allí, asistiendo a fiestas de profesores universitarios en las horas libres de trabajo? Seguramente, no. Pero es absurdo. Nadie habla de quedarse aquí. La propia Teresa, ¿hasta cuándo resistirá? Su regreso a este lugar es un regreso al pasado. Ha sido una huida. La búsqueda de la paz después de una crisis personal. ¿Y él? También, en cierto modo, buscaba la paz en este curso de cuatro meses. La mitad del plazo se estaba consumiendo. ¿Y después? Teresa despedía a los primeros desertores de la fiesta. Él también si pudiera... Un repentino cansancio, aburrimiento, hastío le inquietó. Un estúpido presentimiento. Tenía que hablar con Berta, preguntar por los niños. Las llamadas entre ellos se habían reducido, de común acuerdo, a una por semana. Siguió a Teresa con la mirada y, cuando la vio sola por un momento, se acercó a ella y le preguntó en un susurro: «¿Crees que todavía falta mucho?». «¿Para qué?», dijo ella con un gesto de extrañeza. «Para que yo pueda, discretamente, retirarme...» Ella le miró un instante y giró bruscamente hacia el extremo opuesto del salón donde alguien la reclamaba. Entonces, fue Dora, la pelirroja que le había asaltado el lejano día de su presentación social en la casa del chairman, quien le asaltó y le dijo abruptamente: «Todas las mujeres se parecen a sus madres en algún momento de su vida. Yo conocí a la madre de Teresa... Pero Teresa todavía no ha llegado a parecerse a ella, ¿sabes? No es tan hermosa, ni tan dulce como ella...». Se rió y se tapó la boca con la mano en un gesto de falso susto por las palabras pronunciadas. Daniel no contestó y ella se dio la vuelta en busca de una nueva copa, de otro interlocutor, de otra absurda declaración extemporánea.
Un gran ventanal dejaba ver las luces de la calle tranquila. Sobre él se destacaban las figuras de algunos invitados. Una ventana más pequeña daba al jardín interior. La lámpara encendida y pegada al cristal del estudio de Teresa iluminaba los macizos de arbustos, el césped, las flores resistentes del otoño. A la izquierda, por un pasillo acristalado se llegaba al recinto privado, al lugar de trabajo y aislamiento de Teresa. Daniel deseó intensamente deslizarse hasta allí como un oscuro intruso y sentarse en el sofá del fondo, en la sombra donde nadie pudiera adivinarle, para ver sin ser visto y observar y quizá levantar el teléfono para llamar a Berta, hoy era el día, viernes por la noche y le tocaba a él cumplir con el pacto acordado. «Tú no escribas —decía Berta— pero llama por lo menos de vez en cuando...». Parecía resignada. Seguramente estaba contando el tiempo que faltaba para el regreso de Daniel. No porque le añorara, sino porque era necesaria su presencia para bombardearle con quejas y problemas y asuntos sin resolver, triviales unos y relativamente serios otros, incapaz como era de tomar decisiones prácticas en ninguno de los dos casos. Su soledad ante la ventana había durado sólo unos minutos. En seguida se acercó a él el joven y dinámico John McCormick —«¿Del Chicago Tribune?», preguntó alguien y él contestó: «De Chicago sólo». Y se dirigió a Daniel, cogiéndole amistosamente por el brazo y rogándole en un inglés deteriorado por las copas: «Acompáñeme usted, por favor, hay alguien que reclama, que pide, que suplica que nos recite usted a García Lorca. Por favor...».
Las dos de la mañana. Un Alka-Seltzer, una ducha, las noticias de la televisión. Y la llamada a España. Berta invadiendo su silencio, martilleando su cabeza dolorida y repleta de frases, rostros, manos apretadas, despedidas. Su cabeza ocupada por el gesto entre triste y enfadado de Teresa cuando él dijo que no podía quedarse ni un minuto más, que ya mañana por la mañana se verían y...
—No te entiendo, Daniel, de verdad que no te entiendo. Te has pasado la vida diciendo que querías un gran estudio para tus libros, para trabajar y ahora me sales con que el apartamento es fundamental para ti. ¿No te parece que en un chalet grande puedes tener espacio para vivienda y estudio, todo en una pieza?... Te he repetido miles de veces que Esther me ha asegurado que es una ocasión única, ahora que está empezando la promoción del nuevo grupo de adosados...
Berta, a quien nunca entendería aunque ella se quejaba de no entenderle a él. Berta, que apenas le hablaba de los hijos. Sólo de ella y sus deseos incontenibles, su avidez por un nuevo signo externo de progreso, de estatus, de éxito. Berta, que le decía: «Lo que tú quieras, muchos libros, mucha colaboración, muchos cursos pero yo te digo que el cuñado de Rosa, Luisa, Julia, no importaba de quién, hace negocios fabulosos con un primo que es director de banco... Y no tiene cultura ni educación ni nada...».
La frustración permanente de Berta se filtraba a miles de kilómetros por el auricular del teléfono. Cuando ella hubo terminado con sus variados argumentos a favor de una casa en las afueras, Daniel pudo hablar y cortar la conversación con un tajante: «Ya falta poco tiempo para que vuelva. Entonces hablaremos de todo...».
No quería pensar en Berta. Tampoco en Teresa. Quería dormir sin soñar a ser posible. Y despertar mañana más lúcido, más tranquilo. Olvidado de la fiesta de Teresa y de la llamada a Berta. «Afortunadamente, mañana es sábado», se dijo. «Y hasta el próximo viernes, no habrá llamadas. Ni tampoco fiestas.»
Cuando se conocieron, al poco tiempo de llegar Daniel, hablaban de sí mismos. Aquélla fue una etapa de amistad superficial en la que Daniel solía acompañarla a casa, al final de una fiesta o un espectáculo en el que habían coincidido. La charla no pasaba de un intercambio de informaciones, inevitables para poner las bases de una amistad cordial. De un modo directo, con pocas explicaciones añadidas, cada uno había mostrado al otro el esquema de su situación familiar y social.
Un día, Teresa lo recordaba, venían del teatro de la Universidad donde habían asistido a la representación de una obra de Miller.
Daniel había preguntado al grupo de amigos que rodeaba a Teresa: «¿Qué vais a hacer? ¿Habéis cenado ya?». Y resulta que sí, todos habían cenado antes de la función y se dispersaban hacia sus casas, porque el día siguiente era laborable y no querían trasnochar. Sólo Teresa decidió acompañarle sin gran esfuerzo.
—Yo no tengo horarios fijos. Y de todos modos los restaurantes cierran temprano...
De modo que se dirigieron paseando hacia un pequeño restaurante francés. Había poca gente y les atendieron en seguida. Intercambiaron comentarios intrascendentes acerca de la obra y los intérpretes y la gente que habían encontrado.
—Los irás conociendo a todos —dijo Teresa. Y Daniel reflexionó sobre el transcurso del tiempo.
—Hace dos semanas que estoy aquí y todavía me parece increíble. El tiempo ha pasado rápido pero a la vez tengo la impresión de que llevo meses en el Departamento, en el campus.
Fue la primera vez que tuvieron ocasión de estar solos y de entablar una conversación que rozaba lo personal. «Fue —reflexionaba Teresa al recordarlo— como si hubiésemos tenido necesidad los dos de dejar claro, desde el principio y seguramente de un modo inconsciente, cuál era la verdadera situación de nuestras vidas en el inmediato presente. Porque era un poco raro que yo hablara de mi divorcio y él de su mala racha matrimonial».
Ahora, el tiempo había pasado sobre ellos y les había arrastrado uno hacia el otro, sacudidos por un vendaval de amor violento y de consecuencias imprevisibles. «En medio del camino de nuestra vida...», se recitó. Al menos en el tramo más importante. Jóvenes pero maduros. A medias conseguidas las metas juveniles y a medias derrotados. Daniel tenía cuarenta y ocho años. Ella cuarenta y dos. ¿Qué nuevo camino les esperaba en este punto de no retorno de sus vidas? Después de la fiesta de Teresa, ella volvió a la carga.
—Quiero que me hables de Berta. Quiero hacerme una idea lo más objetiva posible de cómo es ella y cómo es vuestra relación...
Daniel se resistía a hablar de Berta. Desde el principio, desde el inicio de su amistad, había rehuido el nombre de Berta. Una llamada, una carta, una noticia que a veces transmitía a Teresa. Le parecía de mal gusto ponerse a verter descalificaciones y reproches sobre alguien que no podía defenderse. Teresa insistía.
—¿De qué hablas con tu mujer? ¿De qué habéis hablado siempre? Si tenéis problemas desde el principio, ¿por qué no los habéis analizado y os habéis escuchado los dos?
—Con Berta es muy difícil hablar.
—¿Y no eres capaz de discutir con ella algo tan importante como tu descontento?
—Pues ya ves. No.
El silencio de Daniel lo llenaba Teresa.
—A mí me ocurría todo lo contrario. Hablábamos demasiado de nuestros estados psíquicos. Buscábamos culpables. ¿Tú o yo o los dos? Es inútil hablar de lo que no tiene arreglo. Investigábamos qué podía haber cambiado... De modo amistoso pero destructivo...
Los días transcurrían en una deliciosa beatitud. Las clases, las lecturas, las colaboraciones en algunas revistas profesionales. Daniel, a veces, iniciaba un poema. Durante horas le daba vueltas, lo trabajaba en la soledad de su apartamento. Se olvidaba de todo y en aquella especie de embriaguez surgida de la concentración, alcanzaba el más glorioso de los triunfos, el hallazgo definitivo de la palabra perseguida a ciegas. Era el final de una cacería cuya presa se escapaba una y otra vez y que brillaba de pronto entre la hojarasca de otras palabras inútiles y opacas.
Era consciente de que su clarividencia creativa tenía que ver con el clima que le rodeaba. La constante inmersión en el mundo de las sensaciones, los sentimientos, las ideas, se había despojado de la carga de vulgaridad infranqueable que le cercaba, asfixiante, en su casa y su trabajo de Madrid. En el ambiente que se había construido, al cabo de los años, sin la menor rebeldía ni autocrítica. La trampa perfecta para caer en un vacío sin fondo.
Un día, a mediados de noviembre, un silencio especial envolvía el mundo desde las primeras horas de la mañana. Los árboles del campus, las nubes de un gris blanquecino, las fachadas de las casas, todo parecía suspendido en una atmósfera que anunciaba la llegada de algo inesperado. De pronto, empezó a nevar. Suave, sosegadamente los copos descendían de un cielo inmóvil, convertido en una gran plancha gris pizarra. Caían serenos, movidos sólo por su delicado peso. En pocos momentos la calle, el jardín que se extendía delante de las casas, los castaños de la avenida se fueron cubriendo de blanco. Daniel había pasado a recoger a Teresa para almorzar juntos y luego, a la tarde, dar un paseo hasta la casa de los Stone en el bosque. Los dos se acercaron a la ventana cerrada del salón y contemplaron el cambio del paisaje. La cobertura blanca suavizaba las aristas, convertía en curvas las rectas más rotundas. La nieve crecía sobre los escalones, se detenía atrapada en las ramas de los árboles, modelaba suavemente los macizos del jardín. De común acuerdo, casi sin palabras, decidieron quedarse. Teresa fue al teléfono y habló con los Stone que, decían, iban a lanzarse al bosque con las niñas, en plena exaltación lúdica.
—Prepararemos nuestro almuerzo —dijo Teresa. Y entre los dos investigaron las provisiones del frigorífico, las reservas de los armarios de la cocina. Una alegre sensación de fiesta volvía ligeros sus movimientos. Reían, presa de una excitación infantil. «Estamos solos, encerrados en nuestra cabaña y tenemos que sobrevivir...», era el mensaje subyacente que ordenaba su actividad en torno a las cazuelas, la vajilla, el fuego recién encendido de la chimenea.
A media tarde la nieve cubría la puerta de la casa.
—No podemos salir de aquí —advirtió Teresa.
—Pero tenemos provisiones para un largo fin de semana —observó Daniel.
Prisioneros gozosos de los elementos, buscaban los rincones más confortables del salón, las butacas, la alfombra sembrada de cojines. Con la copa en la mano y la música en el aire, Teresa afirmó:
—No nos moveremos hasta el lunes.
Y un Daniel dichoso asintió en silencio.
Robinsones forzosos en aquel viejo granero convertido en confortable vivienda, rieron y charlaron, bebieron y se amaron y la música que iban eligiendo por riguroso turno les trasladaba a paraísos imaginarios en los que todo era posible y fácil y lleno de belleza. Nunca, como en aquel encierro forzoso, tuvo Daniel una impresión tan clara de libertad. Por una vez no tenía que decidir él. Era una situación excepcional y por tanto despojada de dudas, remordimiento o prevenciones.
Una tregua luminosa durante la cual Daniel fue el ser más adorable, tierno e inteligente. Una tregua de la que salieron ambos con el corazón encogido y una angustiosa certeza de lo imposible que sería repetir aquella experiencia mágica.
El lunes por la mañana hacía frío. Las calles aparecían limpias y la pequeña ciudad recuperaba su ritmo. La nieve se había solidificado en el césped de los jardines, en los árboles y los tejados. Cuando Daniel salió de la casa y se despidió desde el final del sendero, Teresa inició lentamente su actividad habitual en las primeras horas de la mañana. Ordenar el salón, el dormitorio, el baño, todo con rapidez, a un ritmo marcado por la eficacia y la costumbre. Luego se refugió en su estudio y trató de sumergirse en el plan de trabajo que presidía su vida actual. Un plan riguroso, programado para aprovechar al máximo su tiempo. Pero la arrolladora presencia de Daniel durante todo el fin de semana interfería una y otra vez en sus intentos de concentración. Daniel radiante, alegre, divertido. Daniel por vez primera espontáneo, natural, liberado de ¿temores, suspicacia, mala conciencia? En los momentos más apasionantes, cuando al rapto amoroso seguía una etapa de serena divagación, algo se le escapaba siempre en la actitud de Daniel. Algo que tenía que ver con una última reserva. Teresa se distraía sobre los papeles extendidos en la mesa de trabajo. Para tranquilizarse, buscó entre sus razonamientos aquellos que podían favorecer su seguridad en el amor de Daniel. «Tiene que haber —se dijo— zonas del otro que no se conozcan. La simplicidad es enemiga del amor. Aunque un amor dure muchos años, cuando termina siempre quedan preguntas sin respuesta, misterios no desvelados.
»Esos misterios, esas facetas no descifradas de un carácter, alimentan el amor. ¿Cómo puede durar un amor que parte del conocimiento total del otro? Sólo en el caso de un amor muy primario, poco complicado, aburrido en su sencillez porque el objeto del amor sea también sencillo y simple.
»Secretos que desvelar, reacciones que interpretar: ésa es la esencia del amor duradero, la compleja esencia de la relación amorosa. ¡Ah, si yo pudiera, si yo hubiera podido levantar el velo que oculta la clave de aquel gesto, la causa de aquel rechazo o de aquella apasionada aceptación! La persecución del camino que lleva a la revelación es el alimento del amor. Siempre tiene que haber algo inesperado que descubrir, algo nuevo que interpretar. “Nos conocemos tan bien”, dicen algunos. La esfinge sin secreto no es una buena amante ni un compañero atractivo...»
Distraídamente, volvió al trabajo. Releyó las últimas frases que había escrito el viernes por la mañana, antes de la llegada de Daniel y la nevada que los aislara durante dos días.
«... Una mujer sin complicaciones, previsible en todas sus reacciones puede llegar a ser más cómoda que una mujer inteligente, una mujer crítica que deja al descubierto los puntos débiles, los lugares exactos de la conciencia y va separando con su escalpelo capas de personalidad. Una mujer vulgar es fácil de controlar. Es como apartar un insecto, cerrar una ventana por la que entra demasiado fresco, apagar la luz cuando escuecen los ojos...»
En las crisis de melancolía que con cierta frecuencia le asaltaban, Daniel era muy consciente de que el tiempo pasaba sin remedio y el regreso a España era inevitable. Sentía que su vida habría sido distinta si hubiera vivido siempre cerca de Teresa, si la hubiera encontrado a tiempo, en América o en otro lugar de la Tierra.
Teresa le elevaba hacia un mundo que él siempre había querido alcanzar para quedarse a vivir en él. Un mundo en el que la inteligencia, la sensibilidad eran lo más valioso, lo más buscado en los demás. La encontraba fascinante pero, a veces, le agotaba. Trataba de indagar sobre su vida, su evolución personal y sus sentimientos. Y él se cerraba por completo. Incapaz de ser sincero ejercía una resistencia feroz a hablar de sí mismo. Reflexionaba, se daba cuenta de que nunca había hablado con nadie seriamente de su vida sentimental, ni siquiera en la adolescencia cuando los primeros amores le desconcertaban y le hacían sufrir.
Después del fin de semana de la gran nevada, nubes de tormenta se abatían sobre su cabeza. No podía dormir. Los dos días de encierro con Teresa habían excitado su imaginación. ¿Había llegado con ella demasiado lejos? ¿Estaba dispuesto a renunciar a ella? El dolor de esta posibilidad le torturaba. Pero la confusión, la duda, la cobardía le perturbaban. ¿Podría él quedarse para iniciar una nueva vida profesional en este país? ¿Y sus hijos? Las preguntas bombardeaban su cerebro. Y no había respuestas. Berta, por otra parte, se mostraba cada vez más hiriente y agresiva en sus conversaciones telefónicas.
—Por primera vez en tu vida te has olvidado de mi cumpleaños. ¿En qué piensas? ¿Se te ha subido América a la cabeza? ¿Te crees algo por estar ahí unos meses?...
Solía tener conectado el contestador para darse tiempo a ensayar una respuesta a sus agrias preguntas. A veces necesitaba desahogarse y le decía a Teresa: «Hoy he hablado con mi mujer. Está insoportable...».
Un día, ante sus quejas, Teresa le preguntó:
—¿Qué te une a ella?
—No sé. Muchas cosas. La convivencia de veinte años. El conocimiento mutuo de nuestras rutinas y manías. Los mil detalles de la vida cotidiana. Pequeñas cosas; que Berta sepa cómo me gusta el café, cómo coloco la almohada para dormir, cómo dejo sin tapar los frascos de colonia, los tubos de la pasta de dientes... Tonterías. También que me molestan los ruidos, las visitas imprevistas, tantas cosas...