QUINTA PARTE
En el vaivén de la hamaca, la fiesta continuaba y todos parecíamos felices. Pero sobre al final algo terrible pasaba. Una persona caía muerto a la vista de todos. No tenía cara, ni podía ponerle nombre en mi juego imaginario, pero las tragedias eran parte de la vida en mi escaso registro de lo que era la vida. Lo que sucedía; sucedía de un modo natural y me veía yéndome de la fiesta con tanta elegancia como con la que había llegado, inadvirtiendo la desagracia ajena mientras mi padre y mi marido buscaban ponerme a resguardo.
-Es muy diferente la temperatura del cuerpo cuando tienen fiebre, que cuando están recién levantados, calentitos de la cuna- me había dicho una amiga que ya tenía hijos grandes. Valentina tenía los cachetes rojos y la respiración acelerada. Sus manos, heladas. Dormía profundamente. Apoyé mi mano en su frente, tenía fiebre. Era las once de la noche, estábamos solas en casa. Le puse el termómetro: treinta y nueve grados. Llamé al pediatra que contestó enseguida.
-Dale dos gotas por kilo del antitérmico y bañala, andá enfriándole el agua de poco, hacelo durante veinte minutos-dijo.
Levanté a Valentina tratando de no alterarla, mientras le susurraba para calmarla. Abrí la canilla de la bañadera, hice correr el agua para que comenzara a salir caliente. Valentina se dormía y yo le daba besos, le hablaba para despertarla. Fui agregando agua fría, hundí mi codo hasta que encontré la temperatura justa. Sentía que sola no iba a poder con esa situación, pero no quise llamar a Francisco. Temía por una convulsión. Había escuchado historias terribles sobre eso. Era la primera vez que Valentina tenía fiebre.
La recosté sobre el cambiador y la desvestí, fui desabrochando los ganchos de su pijama uno a uno, como si algún movimiento de más fuese a lastimarla.
-No te preocupes, ya va a pasar-le dije.
La envolví con un toallón y la llevé hasta su bañadera, que ya estaba lista. Una vez en el agua, jugó, no parecía estar enferma.
Después de una noche en la que no dormí y cada treinta minutos controlaba su temperatura, finalmente llegó Lila, a las siete de la mañana, como cada lunes.
-Que cara tiene señora-dijo.
Le conté lo que había pasado y me reprochó que no la hubiera llamado.
-No puede estar sola, señora, en una situación así- dijo.
El pediatra pasó a ver a Valentina a las ocho en punto. Ella sonreía a pesar de la fiebre que se iba y volvía. Me recetó análisis de orina y una placa de tórax.
-Si sonríe es porque no es nada grave- dijo el médico.
Llamó Francisco y también me reprochó que no lo hubiese llamado.
-Voy para ahí y te acompaño- dijo, cuando le conté que tendría que hacerle unos estudios.
Fuimos los tres al sanatorio que estaba a la vuelta de casa, para hacer lo que había recomendado el médico. Una vez que estuvieron los resultados, lo llamé y le leí los informes.
-No tiene nada- dijo.- Debe ser un virus que le está dando vueltas.
Esa misma noche la fiebre se esfumó y al día siguiente no había rastros de lo que había pasado por su cuerpo. Aunque más tarde llegaría a pensar que sin saberlo, Valentina se estaba defendiendo de lo que sucedería dos días después.
A pesar de que ya estaba bien, el martes no fui a trabajar, lo hice desde casa. A cada rato, interrumpía mi trabajo y jugaba con ella en el living o en el balcón. Nos gustaba sentir el sol de marzo, que aun quema pero no lastima. Mientras jugábamos con un cubo en el que había que meter unas piezas de distintas formas en unos orificios, pensé en mis padres. Ese mismo día y quizá a esa misma hora estarían viajando hacia Mar del Plata para pasar unos días en el hotel al que iban siempre.
Soltalo.
Escuché esa palabra en mi mente. Me detuve desconectándome del juego del cubo. Se hizo un silencio en mi cabeza, como si el ruido de los autos, los sonidos de Valentina y su juego se hubieran detenido, para que pueda yo escuchar esa palabra.
Soltalo.
Mis oídos parecían cerrados al afuera. Solo escuchaba: Soltalo.
Y otra vez: soltalo.
No era una palabra que usara habitualmente. Cuando mis oídos pudieron retomar su curso natural, seguí jugando con Valentina y la palabra desapareció, aunque en mi cuerpo quedó un vestigio de desprendimiento, justo en el medio de mi pecho, exactamente a la altura del esternón, algo había desaparecido y se había transformado en un vacío.
Ese mismo día llegó una amiga de Rosario que se quedaría en casa dos días. Ella se había divorciado bastante tiempo antes que yo y también tenía un hijo pequeño, aunque más grande que Valentina. Francisco le había prometido presentarle a uno de sus íntimos amigos y la cita estaba programada para la noche siguiente.
Esa misma tarde, mi madre llamó desde Mar del Plata, para decirme que habían llegado muy bien y me pasó el número de habitación.
- Es la setecientos catorce- dijo.
Me llamó la atención, nunca me decía en qué habitación estaban.
El miércoles fue un día habitual. Valentina ya estaba bien, tanto como lo había estado el día anterior. Almorcé con mi amiga cerca de la oficina y durante la comida, le recordé que Francisco nos pasaría a buscar a las nueve para ir a cenar.
Volví a casa un poco más temprano de lo normal, había algo que no estaba bien. El vacío en el pecho seguía allí.
Mi madre me volvió a llamar para preguntarme por Valentina.
- Tu padre estuvo en el sauna y en la pileta del hotel durante toda la tarde y ahora se está preparando para salir- dijo.
Le pedí que me pasara con mi padre, pero él no quiso hablar conmigo. Escuché que le decía: Decile que le mando un beso que lo estamos pasando fenómeno.
Le conté a mi madre que saldríamos a cenar con amigos, para entonces ellos ya estaban al tanto de mi relación con Francisco. Unos días antes, había llamado a mi padre para contarle y, aunque no lo dijo, supe que se había alegrado.
Mi amiga y yo elegimos qué ponernos, parecíamos dos adolescentes cambiándonos y maquilándonos pero a pesar de eso, seguía sintiéndome intranquila y se lo comenté a mi amiga.
-Debe ser el susto que te diste con la fiebre de Valentina, a todas nos pasa eso cuando tenemos hijos y aún más cuando estamos solas- dijo, quitándole importancia.
Francisco nos pasó a buscar a la nueve tal como habíamos acordado. Fuimos a comer a un restaurant en la zona norte de la ciudad. No era de esos restaurantes de moda, sino más bien familiar. El amigo de Francisco nos estaba esperando y ya había elegido una mesa. No recuerdo que estábamos comiendo cuando sonó mi celular. Pensé que sería Lila. Pero miré el visor del teléfono y era el número de mi hermana. Me sorprendió que me llamara a esa hora, jamás lo hacía, sus hijos eran chicos y se acostaban temprano. Atendí imaginándome que algo había pasado, aunque también me tranquilizó que no fuera Lila.
-Se murió papá- dijo.
Hice un silencio. Luego dije:
-No puede ser.
Me puse de pie de un salto y caminé buscando la salida del restaurant, mi corazón latía a toda velocidad.
-Sí, pasó hace un rato, se murió, se murió- repetía mi hermana.
A esa altura yo había llegado a la calle. Francisco me había seguido.
-Quedate tranquila que nuestro médico la está ayudando a mamá desde acá y ya hay gente que la está acompañando- dijo.
Después de que le expliqué, Francisco entró al restaurant para avisarle a nuestros amigos y volvió a salir.
Llamé a mi madre y apenas atendió la escuché confundida.
-Jamás pensé que se moría.
Eso lo dijo varias veces.
-Qué pasó- pregunté.
-No sé lo que pasó, se murió- dijo.
No lloraba pero sus palabras salían temblorosas, le costaba hablar y no pudo decir nada más.
-Con quién estás- pregunté.
–Hay mucha gente. La del hotel me está acompañando y ocupándose de que salgamos de acá lo antes posible- dijo.
Mi padre esa tarde tenía dolor de estómago. Pensó que era un reclamo de su cuerpo por haberse salido de su rutina habitual, por haber hecho más ejercicio de lo acostumbrado sumado al sauna. También pensó en los langostinos que había comido al medio día. Habían almorzado tarde. A mis padres les gustaba salirse de los horarios habituales durante los viajes. La mesera de la piscina que conocía a mi padre desde hacía tiempo, le contó que estaba en pareja y que pensaba casarse.
-No te conviene casarte, probá primero convivir- había dicho él.
Mi madre se había visto sorprendida por ese comentario.
El dolor siguió, pero mi padre no le dio importancia y bajaron al bar. El mozo trajo whisky para mi padre. Mi madre lo vio pálido y sudoroso. Y se lo dijo:
-No te veo bien, pido que llamen al médico.
El aceptó su propuesta. Debía sentirse muy mal, porque mi padre no era partidario de los médicos y siempre minimizaba cualquier síntoma.
-Subí al cuarto mientras tanto- le había dicho mi madre.
Mi padre tomó de un sorbo su medida de whisky y subió. Mamá no demoró en llegar. Le alcanzó el pijama y mientras él se desvestía, lo vio llevarse la mano a la cintura y gritar de dolor. Enseguida cayó al piso inconsciente. Mamá buscó el teléfono y apretó los botones pero sin poder ver lo que hacía. Corrió por el pasillo pidiendo ayuda. La mucama que estaba en ese piso, llamo a la seguridad del hotel que llegó de inmediato. Trataron de reanimarlo pero no pudieron, lo subieron a la cama, se incorporó como si hubiese querido vomitar o toser y se desplomó hacia atrás. Ahí fue cuando llegó el médico.
–Está muerto, señora- le dijo a mi madre.
En el hotel se encargaron de todo lo necesario para sacar el cuerpo rápidamente. Era el mejor hotel de la ciudad y los empleados debieron de haber recibido instrucciones precisas. El gerente hizo los trámites correspondientes con la cochería para contratar la ambulancia y pedir un féretro transitorio. Lo sacaron del cuarto en camilla por el área de servicio del hotel, hasta el ascensor que bajaba directo a las cocheras. El auto de mi padre, como casi todas sus pertenencias, quedó allí. A las tres de la mañana mi madre con el cuerpo de mi padre, salieron en la ambulancia, para andar los ochocientos kilómetros que los separaban de su pueblo.
-Cuando salíamos del hotel vi una luna llena enorme reflejada en el mar- contó mi madre tiempo después. Ella siempre decía que cada vez que había luna llena mi padre se transformaba: “La luna cambia su estado de ánimo, hace que su sangre hierva, que se llene de furia”.
Así que ver esa luna reflejada en el mar, ayudó a mi madre a darle sentido a la muerte de mi padre.
Un amigo de toda la vida me llamó para decirme que vendría a buscarme temprano en la mañana para llevarme al pueblo. Francisco no iba a poder estar. Mi hermana se encargó de recordarme, haciéndose propio el miedo de mi padre, de que Marcos podría intentar quitarme a Valentina si sabía de mi relación con Francisco. No quise entrar en discusiones inútiles, ya había una tragedia en la familia. Y además tendría que llamar a Marcos, a pesar de que no sabía nada de su vida, era necesario avisarle de la muerte de mi padre.
Esa noche no pude dormir, no podía creer que mi padre estuviese muerto. Francisco se había quedado en casa pero el cansancio del día lo había vencido y dormía. La noche anterior me había hecho el amor con mucha suavidad. Es para demostrarte todo lo que te amo, dijo. Y lo sentí así. Sentada en el living de casa trataba de entender la situación. Eran las cuatro de la mañana, hacía cinco horas que sabía que mi padre estaba muerto y aún no podía llorar por más esfuerzo que hiciera para conectarme con la tristeza. Me resultaba difícil creer que tres horas antes de la noticia y una hora después de haber hablado con mi madre había escuchado su voz: “Decile que lo estamos pasando fenómeno”. Estaba muerto.
Fumé un cigarrillo tras otro, tomé café y coca cola. No quería despertar a Francisco. Mi amiga y Valentina, también dormían. Lila de vez en cuando se levantaba y venía a verme.
-Señora, piense que su padre fue un muy buen padre para usted, en cambio yo no puedo recordarlo así. Mi padre era golpeador señora, y todavía no lo perdoné- dijo.
Lila no tenía idea de lo que estaba diciendo, pero yo no tenía ganas de explicar y le agradecí su apoyo.
Mi padre y yo habíamos mejorado nuestra relación desde el nacimiento de mi hija. Ahora sabía que mis pensamientos habían sido premonitorios mientras jugaba con Valentina, el día anterior. Y había venido a mí aquella palabra: soltar. Una palabra que yo nunca usaba y que parecía dictada por alguien, un aviso de que debía desprenderme de él. O también, que mi padre me había soltado al decir: “Lo estamos pasando fenómeno”.
Un año antes le había dicho a mi madre que mi padre me preocupaba, que tenía miedo de que algo le pasara y mi madre lo había negado, diciendo que mi padre estaba muy bien y que no había de qué preocuparse. Pensé en los momentos en que mi hermana y yo quisimos intervenir contándole a mi madre sobre la preocupación que sentíamos por los bruscos cambios emocionales de él y su necesidad de tomar whisky cada día, y ella también lo había negado haciendo esa referencia a la luna llena. ¿Qué quedaba por hacer ahora? Nada. No había posibilidades, mi padre ya estaba muerto. Y mi madre, sin haberse dado cuenta de que eso podía ocurrir, incluso después de verlo tendido en el piso, inconsciente. ¿Cabían reproches hacia mi madre? Definitivamente no, aunque, sin quererlo, la convertí en la culpable de la muerte de mi padre, de la misma forma en que ella, treinta años antes, me había convertido en culpable, el día que mi padre la obligó de dejar de trabajar luego de escucharme decir: “Siempre el colegio y nosotros cuándo”. Mi padre no iba a cargar con la culpa de que su hija de sólo seis años se sintiera sola y necesitara a su madre.
A las ocho de la mañana, mi amigo llegó para llevarme al sepelio. Unos minutos antes había tratado de comunicarme con Marcos, pero no lo logré. Alguien va a encargarse de avisarle o cuando vea mi llamado, me lo devolverá, pensé.
Valentina, mi amiga y yo subimos a al auto camino Arias. Nos separaban cuatrocientos kilómetros de distancia. Pensé en el cuerpo de mi padre, en camino, por otra ruta. Francisco me llamó varias veces para preguntarme cómo estaba. –Pienso en vos todo el tiempo y quiero estar con vos- me repetía en cada llamado.
Mi madre pidió al chofer de la ambulancia que se detuviera en la misma estación de servicio que en cada viaje a Mar del Plata paraban con mi padre. Abrió la puerta de la ambulancia, bajó con su cartera y antes de entrar al parador, fue al baño. Al entrar, el secador de manos se encendió. No había nadie adentro. Por un momento tuvo la sensación de que no estaba sola. Hizo pis, se lavó las manos en el lavatorio y se las secó con el mismo secador. Salió del baño y puso su cara al sol unos minutos. Entró al bar y miró hacia la ruta. Veía pasar los autos a lo lejos mientras escuchaba el murmullo del bar. Se acercó una mesera y le preguntó si quería tomar algo. Ella pidió dos cafés.
Llegamos al pueblo pasado el medio día. Dejé a Valentina en la misma puerta en la que me había despedido de mi padre con vida, sólo dos meses antes. En esa misma puerta en la que nos habíamos abrazado como nunca antes, en la que le agradecí haberme escuchado, en la que me había sentido cerca de él. Las personas que trabajaban en la casa de mi madre se hicieron cargo de Valentina. Mi amigo me llevó hasta la sala velatoria. Mi padre o lo que quedaba de él, ya estaba allí. Encontré a mi madre y a mi hermana esperándome en la puerta. Había varios autos estacionados que me hizo suponer el gentío que habría adentro.
Me abracé con mi hermana. Y por fin, lloré. Mi madre se mantuvo a un costado. Después nos abrazamos. Pero algo me separaba de ella. Entré, tratando de que la gente no me detuviera para saludarme. Me acerqué al féretro y ahí estaba, pálido. Él ya no estaba ahí. Era solo su cuerpo que en poco tiempo ya no sería un cuerpo. Las mismas columnas, el mismo crucifijo con luz violeta que habían puesto cuando murió la Nona, treinta años antes. El mismo olor a flores, a muerto. Pero ahora, yo ya no era una niña, el féretro no me llegaba al cuello, la gente no me miraba como niña sino como la mujer en la que me había convertido. Tomé la mano de mi padre, la acaricié, pero su piel era como tocar la superficie de un muñeco frío.
-El pueblo está de luto- escuché que dijo una mujer.
No paraban de desfilar los empleados de la empresa de mi padre, vestidos con su ropa de trabajo con el logotipo en el bolsillo. También sus compañeros de colegio, sus amigos de aventuras, los del bar, sus colegas. Había cientos de personas. Todos hablaban de “la huella que dejaba mi padre en la comunidad”. Eso me irritó. Nadie tenía idea de quién había sido mi padre.
Yo había vivido para ganarme su aceptación y él, ahora, estaba muerto. Hubiese querido contarle lo que estaba pasando el día de su propia muerte. Contarle de Francisco, tal como había sucedido, sin evitar detalles que pudieran molestarlo. Deseaba haber construido una relación franca con mi padre, como aquella última conversación en su casa, antes del último abrazo. Quería contarle lo que la gente estaba diciendo de él, el día de su muerte.
No podía entender que el mundo siguiera andando sin él.
Pensé en mi abuelo que había llegado de Italia a los quince años, huyendo de la pobreza y de la guerra, y en ese pie que se me presentaba como su imagen y me pregunté, si con el paso del tiempo diría lo mismo de mi padre que Monona decía del suyo: “Todo lo que tenemos es gracias a él”. Y por primera vez, relacioné las palabras de Monona con lo inmaterial, con las marcas que estaba dejando mi padre en mí.
Fui abriéndome paso entre la gente, y salí a la calle. Sentí el calor del sol de los primeros días de marzo sobre mi cara. Me puse los anteojos oscuros que tenía en la mano y caminé hasta la esquina. Me senté en el cordón de la vereda con los codos sobre las piernas, las manos sobre la frente sosteniendo la cabeza y me sentí en la hamaca, como a los siete años. En mi mente aparecieron los años transcurridos, la vida que se iba yendo en el vaivén de la hamaca blanca del patio de mi casa. El hombre de la hamaca ya no me miraría. Yo ya no necesitaba que él aprobara mi vida. Ya no actuaria para nadie, lo único que debía hacer, era ser. Y en ese momento, quizá porque mis manos relajaban mi cabeza y los pensamientos podían fluir libremente, sentí que lo más valioso que me quedaba era el resto de tiempo entre este día, el día de la muerte de mi padre y mi propia muerte.