Me miré en el espejo retrovisor del auto de mi padre. No había conseguido tapar las ojeras provocadas por el exceso de champagne de la noche anterior.

-Estás muy bien, no te mires más- dijo mi padre, apurado por bajarse del auto. Era el día del bautismo de Valentina y en ese momento habíamos llegado a la iglesia.

La noche anterior, una de mis íntimas amigas se había casado. Dejé a Valentina con mi hermana en el hotel en el que se hospedaba con su familia y mis padres, en Rosario, y Marcos y yo nos fuimos a la fiesta. Le había pedido a mi hermana que ante la mínima duda me llamara al celular. Era la primera vez que no dormiría con mi hija.

Esa noche, tomé demasiado champagne y bailé de manera descontrolada, dejándome llevar por la música. El efecto del alcohol no tardó en aparecer. Las luces se me venían encima y me costaba mantener el equilibrio. Marcos me observaba de lejos, mientras conversaba con otras personas. Yo seguía bailando con mis amigas alrededor siempre con una copa de champagne en la mano. A las cuatro de la mañana, Marcos me tomó del brazo y tirándome hacia él, me dijo al oído:

-Hora de irnos, dentro de un rato es el bautismo de Valentina.

Y yo en este estado, pensé.

Dormí durante todo el trayecto en auto. Cuando llegamos, Marcos me despertó, me ayudó a bajar y fue sosteniéndome del brazo hasta  la habitación. Había muy poca luz.  Marcos se desnudó. Hice lo mismo. Nos acostamos uno al lado del otro y sin ningún paso previo se puso encima de mí y casi sin darme cuenta ya estaba moviéndose adentro de mí. Después, ese instante de placer que viene del centro del cuerpo y se transporta de pies a cabeza como un impulso incontenible. Me acosté a su lado, desnuda, y me quedé dormida.  

Al rato, tuve que levantarme de la cama. Como pude fui hasta el baño y vomité. La fuerza de las arcadas salía de un lugar profundo, como si además del alcohol el cuerpo quisiera liberarse de algo más.

Fui a la cocina, me serví un café y escuché que Marcos también se había levantado.

-Lo de anoche fue sólo sexual, ¿no?- preguntó.

-Sí- respondí antes de que pudiera existir cualquier duda.

-Te estás cuidando.

-No-respondí.

Fui al baño, me metí en la ducha, la misma en la que me había bañado con tanto cuidado antes de salir para dar a luz a mi hija. Y de rodillas en la bañadera lloré durante un largo rato haciendo un esfuerzo para que nadie escuche.

A las once llegaron mis padres y mi hermana. Me emocionó ver a Valentina con su vestido blanco de broderie. Hasta que vi que el moño no estaba prolijo. Mi hermana intentó explicarme que al sentarla en el auto se le había desacomodado.  Sentí una opresión en el pecho, me costaba respirar.

–Estoy dejando decisiones importantes en manos de otros- le dije a mi hermana.

-Es por lo del moño, lo de las decisiones importantes- preguntó ella con sorpresa y casi riéndose.

-No, no es por lo del moño, no me hagas caso-dije sin poder terminar lo que quería decir.

Mi hermana me tomó del brazo y me llevó al pasillo del costado de la casa de los padres de Marcos. La beba estaba en brazos de mi madre llorando. Quería estar conmigo, pero mi madre  no se dio cuenta de la situación.

-Qué te pasa- preguntó mi hermana.

-No lo aguanto más.

-Calmate, ahora tenés que estar bien para el bautismo, después hablamos.

Me sequé las lágrimas y fui con mi hija que seguía reclamándome.

Valentina dejó de llorar, tiró con fuerza sus brazos y su cuerpo hacia mí.

-Cómo estuvo anoche- le pregunté a mi hermana.

-Le costó dormirse, lloró mucho, casi te llamo- dijo.

Salimos todos para la iglesia. Subí al auto de mi padre con Valentina sobre mi regazo.

En la puerta de la iglesia estaban el hermano de Marcos con su mujer, las hermanas con sus maridos y algunos amigos. Saludé.Valentina no se desprendía de mí. Desde afuera, cualquiera lo hubiese visto como un momento íntimo y de armonía entre todos. Eso parecía. El sacerdote habló de la unión familiar y de la importancia de rol de los padres en la crianza de los hijos. Se nota que en esta familia hay amor, dijo. Los padres fueron unidos hasta que la muerte los separe y para extender su amor a los hijos que Dios les envió. Y concluyó diciendo: Que Valentina sea el principio de una familia numerosa. Miré a mis padres sentados uno al lado del otro, más conectados con la situación que entre ellos mismos. La madre de Marcos no dejaba de arreglar su flequillo con las manos, un tic típico de ella,  y el padre, se había sentado cerca de una de sus hijas. La opresión en el pecho había vuelto y se hacía más punzante. El discurso del sacerdote me provocó fastidio y repugnancia. Sentí náuseas, pero pude manejarlo con una respiración  profunda. Mi hermana no dejaba de observarme y en más de una oportunidad me preguntó si estaba bien. Salimos de la Iglesia y fuimos a la casa de los padres de Marcos a almorzar. Éramos los mismos de siempre, la misma gente que durante años había compartido nuestros momentos importantes.

- Estás muy callada- me dijo una de mis amigas.

-No estoy muy bien - dije.

Me sentía paralizada, mis piernas no me sostenían lo suficiente. Miré a uno por uno. Todos estaban entretenidos con sus conversaciones. Sus voces resonaban en mi cabeza como cuando era una niña y me dormía con el murmullo que venía del comedor. Ese encuentro sería el último. El bautismo de Valentina no marcaría un inicio sino el fin de lo que por años, los que estábamos allí, habíamos intentado construir.

 

-Me quiero separar-  le dije a Marcos.

No habíamos pronunciado palabra durante la cena. Valentina dormía y la casa estaba en silencio.

-Me parece que no es para tanto, no lo pasamos nada mal la otra noche.

-Fue sólo una cogida-respondí.

-Lo disfrutaste, se te veía en la cara.

-No cambies la conversación, Marcos.

-Es que a vos nada te alcanza.

-No entiendo. ¿Qué es lo que me debería alcanzar, coger de vez en cuándo?

- Eso no arregla las cosas pero ayuda.

-En este caso no ayuda en nada.

-Ni siquiera te estas cuidando, ¿mirá si estás embarazada?

-No lo estoy-dije, aunque no lo sabía.

Se quedó callado como si hubiese estado esperando una muestra de inseguridad de mi parte. Después dijo:

-Si hay amor todo se puede.

-No te amo- respondí.

A la mañana siguiente me desperté aliviada. Lo único que quedaba por hacer era planificar la manera de separarnos. Sabía que no sería fácil, venían las fiestas y habría que enfrentar a las familias, pero ese no era un problema para mí. Hablaría con la mía y él se arreglaría con la suya. Me fui a trabajar como todos los días, anhelaba estar sola, con el espacio de Marcos vacío, aunque me perturbaba pensar en cómo haría con mi hija.

Cuando llegué a casa Marcos me dijo que el siguiente fin de semana viajaría a Rosario. Hablará con la familia, pensé, aunque no lo dije.

-Querés hablar de algo más-preguntó.

-Está todo dicho-respondí.

El lunes, cuando volví de trabajar, le pedí que conversáramos sobre cómo hacer que la separación resultara lo más fácil posible. Después de algunas diferencias, acordamos que se quedaría en casa hasta los primeros días de enero, cuando volviésemos de pasar las fiestas con mi familia y la suya. Que a partir de esa noche dormiría en el cuarto de huéspedes y antes de irse de casa definitivamente, veríamos la mejor forma de separar lo que teníamos en común.

 

Los encuentros con Francisco, ahora, no eran sólo en la escalera, a veces íbamos a almorzar, otras a tomar un café en el medio de la tarde. En uno de esos cafés en un bar al lado del río en Puerto Madero, el primer tema de conversación fue el libro.

-¿Pensás que Dagny y Frisco, terminarán juntos?- le pregunté refiriéndome a los protagonistas.

-No lo sé, voy disfrutando del libro página a página, dejando que me sorprenda- dijo.

-Yo en cambio me muero por leer las últimas páginas.

-¿Para qué?

-¿Cómo para qué? Quiero saber cómo termina su historia.

- Te perderías la mejor parte. Te perderías disfrutar del camino, eso es lo más divertido, lo que le da sentido a todo.

¿Cuántos caminos había recorrido en mi vida, disfrutándolos? Me vi reflejada en mi padre dándome el regalo de cumpleaños un mes antes de la fecha, porque ya lo había comprado. “Para qué esperar”, decía.

 

Francisco estaba sentado en el primer escalón de la escalera y cuando me vio llegar vi en su cara una sonrisa de bienestar.

-Qué linda estás hoy. Te queda muy bien ese pantalón.

Sentí cómo un calor subía por mi cara y lo único que pude decir fue:

 –Me los compré hace tiempo, no los uso mucho.

Gracias aunque era lo que hubiese querido decir y soportar el silencio que vendría después. Pero no pude.   

Francisco empezó a contarme que uno de sus íntimos amigos se iba a vivir a España y que esa noche le hacían una despedida. Él y otro de los amigos habían contratado unas limusinas. Imaginé que las limusinas vendrían con mujeres incluidas, Marcos lo hubiese hecho así. Para salir de la duda, se lo pregunté. Respondió que no.

Esa noche me quedé en el balcón un largo rato pensando en Francisco, en cómo lo estaría pasando. ¿Les habría contado de mí a sus amigos? Yo no había hablado con nadie sobre él. Ninguna de mis amigas sabía de su existencia, ni siquiera mi hermana. Desde el balcón tenía la esperanza de ver pasar las limusinas y aunque no lo hicieran, al menos tenía la ilusión de que Francisco estuviera pensando en mí.

A la mañana siguiente llegué antes que él. Es lógico, se habrá acostado tarde, pensé. Vi su auto, desde el piso once, entrando a la cochera del edificio y salí  hasta la puerta de entrada de la oficina. Me senté en el borde de una de las ventanas desde donde se podían ver los ascensores. Cuando atravesó la puerta lo vi espléndido. Con pantalones beige,  camisa rosa,  mocasines de cuero marrón. Su presencia iluminó la recepción, y sin disimular, sonreí y sentí cómo me sonrojaba.

-Cómo te fue anoche-pregunté.

-Muy bien, estoy apurado llego tarde a una reunión, después nos vemos, dijo. 

Hubiese querido que se quedara conversando, que al menos mostrara entusiasmo de verme.

Volví a mi oficina y trabajé durante gran parte del día, me sentía bien, a pesar de no haber hablado con Francisco. A eso de las dos de la tarde decidí tomarme un recreo e ir a la escalera, él recién había terminado su reunión y estaba allí.

-Tengo que contarte algo- dijo.

-Te escucho- respondí, mientras sentía que mi corazón se aceleraba. Por un momento pensé que iba a decirme que se casaría, que se iría lejos. Me invadió una sensación desagradable, ya conocida. Temblaba, aunque el temblor no era visible. Mis pensamientos a toda velocidad contemplaban las alternativas posibles de lo que iba a escuchar y las acciones, para minimizar el impacto de lo que escucharía.  Traté de aquietar la mente pensando en que nada podría ser peor que el calvario de los últimos meses con Marcos.

-Me voy de la empresa-dijo.

¡Ésa era la noticia!

-A dónde- pregunté.

-A mi propia empresa.  El acuerdo con mis socios era estar acá poco tiempo y se prolongó demasiado. Me quedo hasta fin de año. Pero no te preocupes, nos vamos a seguir viendo.

-Mi oficina está exactamente acá a la vuelta- agregó. Es el lugar donde nos conocimos, te acordás.

¡Cómo me iba a olvidar!

- Sí claro, lo recuerdo perfectamente-  dije.

-Podemos encontrarnos a tomar café en el bar a mitad de camino.

- Sí, claro- repetí, mientras pensaba en cómo podía seguir la conversación sin repetir “sí, claro”.

-Vas a la reunió de fin de año- pregunté.

-No fui invitado.

Mi jefe había planeado una reunión de fin de año en las afueras de Buenos Aires con el equipo de trabajo del que yo era parte. El encuentro era el viernes previo a las fiestas y a partir de ese día ya no trabajaríamos hasta principios de enero. El jueves por la tarde, lo encontré a Francisco en la escalera.

-Mañana  es la reunión de fin de año.

-No te voy a ver hasta el año que viene- dijo.

No pude decir nada, segura de que mi tono de voz me traicionaría.

-Dónde vas a pasar las fiestas-preguntó.

-Navidad en casa de mis padres y Año Nuevo en Punta del Este con la familia de Marcos. ¿Vos?

-Navidad con mis padres y Año Nuevo solo en un campo que alquilé cerca de Buenos Aires.

-¿Solo?- pregunté con sorpresa.

-Sí, solo.

-No van a ser fáciles estas fiestas para mí- dije.

-Por qué - preguntó

-Me estoy separando de Marcos.

-Si es lo que querés deberías estar contenta.

-Sí es lo que quiero, pero no es fácil de atravesar.

Me miró a lo ojos y sostuvo la mirada por unos segundos.

-Me voy-dije con voz entrecortada.

Nos dimos un abrazo, nuestros cuerpos no llegaron a tocarse, fue un abrazo lejano, tímido, como si ambos tuviésemos miedo de algo.

 

-¿Por acá vive Francisco? - preguntó mi jefe cuando regresábamos a Buenos Aires mientras manejaba su auto y otra persona del equipo oficiaba de copiloto.

Me sorprendió escuchar esa pregunta. Inmiscuida en mis pensamientos sobre los días que vendrían, no había prestado atención al camino.

-Sí que creo que es ese edificio - respondió la otra persona.

Me limité a escuchar.

-Sigue en pareja con esa chica amiga tuya- preguntó mi jefe.

-Creo que sí- respondió el otro.

-Ella es linda y muy flaca - respondió mi jefe.

¿Habría mentido Francisco al decirme que pasaría Año Nuevo solo? ¿Mi percepción era errónea? Francisco ¿realmente se fijaba en mí

-Llegamos - dijo mi jefe, invitándome a bajar del auto.

 Entré a casa, Marcos estaba sentado en el estar mirando televisión, y la beba acongojada, en brazos de la mucama que estaba parada al lado de ventana, como si la estuviese queriendo entretener con lo que pasaba por la calle. Al instante me olvidé de la conversación del auto. Caminé hacia ellas y la mucama hizo un movimiento con sus brazos para que mi hija se inclinara hacia mí. Me resultó extraño. Alcé a mi hija en brazos y enseguida se compuso.

 

Al día siguiente, partimos los tres hacia la casa de mis padres. Pensando en que tendría que contarles que Marcos y yo nos estábamos separando, me olvidé completamente de lo que había sentido la noche anterior, al entrar a casa.

Mi padre se puso contento al vernos y lo primero que hizo fue alzar a su nieta. Él quería que ella lo reconociera. Caminó con Valentina hasta el jardín. Lo vi irse. Me pareció que arrastraba los pies y se balanceaba a un lado y a otro, una de las caderas se veía un poco más abajo que la otra. Su cabeza calva en la que asomaban unos pocos pelos grises. Mi padre ya estaba grande, aunque no lo era tanto, pero en su andar había perdido cierta vitalidad.

-Vamos a ver los pajaritos- le había dicho a Valentina que se detuvo a mirarlo cuando él le habló, lo miró a los ojos y quiso agarrarle la cara como si fuese hacerle una caricia. Valentina ese día cumplía seis meses y no estaba acostumbrada a estar con mis padres. Desde su nacimiento los había visto pocas veces en nuestra casa en Buenos Aires.  Ese día, Valentina comió por primera vez un puré de calabaza que mi madre le preparó.  Yo le di la primera cucharada de puré y ella lo aceptó no muy convencida, pero la segunda le gustó un poco más.  Todos le decíamos lo rico que estaba el puré y ella nos miraba sonriente mientras metía la mano en el plato salpicando su babero, el mantel y la remera de mi padre que estaba al lado de ella.

Esa noche después de cenar, Marcos se fue a dormir, acosté a la beba en la cuna que mamá  le había preparado, y volví al estar donde estaban mis padres.

-Tengo que hablar con ustedes - dije.

-Te escuchamos - dijo mi padre con la botella de whisky y el vaso preparado con hielo sobre la mesa de apoyo.

Mi madre me miró, creo que se imaginaba lo que estaba a punto de contar.

-Marcos y yo nos estamos separando.

Mi padre me miró arrugando el ceño, como quien hace esfuerzo para ver mejor. Apoyó el codo derecho en la mesa con el vaso de whisky en la mano y tomó un sorbo.

-Y Valentina - preguntó.

-Se va a quedar conmigo, no tengas dudas - contesté.

-No estoy preguntando con quién se va a quedar, entendé lo que te estoy preguntando- dijo.

- Va a ser una niña más de padres divorciados - contesté e inmediatamente mi respuesta me pareció agresiva y me corregí: - Valentina va a estar mejor con una madre que se sienta feliz.

-Nunca hubo un divorcio en esta familia - dijo. Hizo un silencio y agregó: Es cierto que los tiempos cambiaron y un divorcio hoy ya no es un escándalo. Vivís en Buenos Aires y ahí todos están divorciados y acá todos mis amigos saben lo que es tu marido, no creo que nadie se sorprenda.

- Por qué no me lo dijiste si lo sabías, por qué nunca mencionaste lo que pensaban tus amigos.

Mi padre tomó otro sorbo de whisky y dijo:

-Podés venirte a vivir aquí a La casa grande con Valentina, no te va a faltar nada.

-No, papá, te agradezco, yo tengo mi vida en Buenos Aires y voy a poder arreglarme, si necesito ayuda se las voy a pedir, sé que cuento con ustedes - dije.

Mi madre se levantó, aún sin decir palabra, se acercó y me tomó desde atrás por los hombros.

–Vas a estar bien, hija.

En la Nochebuena, Marcos se disfrazó de Papá Noel y apareció asomándose por un tapial que separaba los dos jardines de la casa. Tocó una campana, se aseguró que mis sobrinos, que eran bastante más grandes que Valentina, y la misma Valentina lo vieran y  desapareció. Abrimos los regalos y sacamos fotos en el arbolito y en el jardín. A las doce hicimos un brindis en el que solo nos dijimos feliz Navidad.  

 

Faltando tres días para que termine el año, salimos para Buenos Aires. Me despedí de mi padre en la puerta de su casa. Estaba parado con el hombro apoyado en el marco y la mano en el bolsillo de su pantalón corto. Era una típica imagen de él. Parecía que en esa posición podía observar mejor lo que pasaba en la calle. Pero esta vez fue una despedida diferente a cualquiera que pudiera recordar. Fue la primera vez que me sentí conectada con él, que la incomodidad que me provocaba su presencia había desaparecido. Tampoco había sentido tensión en todo el tiempo que pasamos juntos y nuestra conversación había fluido. Hasta nos habíamos podido reír de la situación, incluso sabiendo que para él, un divorcio era una tragedia. Nos fundimos en un abrazo intenso. Algo estaba pasando entre él y yo que nunca antes había existido.

-Gracias por escucharme – dije.

-Gracias por confiar en nosotros - respondió.

Inimaginable.

 

Llegando a Buenos Aires me acordé de Francisco. Miré la ruta como buscándolo. El campo que había alquilado estaba cerca de ese lugar, a unos setenta kilómetros de Buenos Aires. Pensé en el libro que estábamos leyendo y en la historia de amor de los personajes.

 

El viaje a Punta del Este en el barco fue agradable y con Marcos hasta pudimos reírnos juntos de alguna situación ajena.

Almorzamos con los padres de Marcos, nos acomodamos y cerca de las cuatro de la tarde propusieron ir a la playa.  Preparé un  bolso con juguetes, toalla, remera blanca, pantalón largo para la beba y protección para el sol. Los padres de Marcos dijeron que querían ver a Valentina en la playa. Seguramente para sacarle las fotos que ameritaba el acontecimiento. Hubiese preferido quedarme tranquila en la pileta, pero no quise oponerme a lo que todos querían.

Apenas nos instalamos en la playa, Valentina empezó a llorar. Se la veía molesta y tuve toda la sensación de que tenía miedo. Todos querían calmarla acercándola a la costa, pero cuanto más le mostraban el mar, más lloraba.

-Así no- dije – Ni ella ni yo estamos disfrutando, nos vamos a la pileta del edificio.

Le pedí a Marcos que nos acompañara, me llevé cada una de las cosas y me instalé en una reposera con ella sobre mi falda.

-Ya estamos acá, este es un lugar más tranquilo. A mí tampoco me gusta esa playa, no te preocupes, estás con mamá y vamos a jugar juntas – dije.

-Te molesta si vuelvo a la playa- preguntó Marcos, interrumpiendo.

-Para nada - respondí.

Puse a Valentina en una manta de piso, con varios juguetes a su  alrededor y la entretuve un largo rato hasta que tuvo sueño. Le preparé su mamadera, la puse en el coche y la hamaqué hasta que se quedó dormida. Saqué el libro, me estiré en la reposera y comencé a leer. Me sentía en paz, feliz de leer la historia que me conectaba con Francisco. Era un libro larguísimo con letra pequeña. Tenía lectura por un largo rato.

Los cuatro días en Punta del Este fueron iguales. Los momentos de soledad con mi hija y la lectura me transportaban a un mundo en el que no necesitaba nada más. Pero las horas se volvían pesadas cuando los padres de Marcos insistían para que dejáramos a Valentina y saliéramos solos. Marcos no había hablado con ellos aún.

- Voy a dejar que pasen el treinta y uno tranquilos, se lo voy a decir antes de irnos- dijo, cuando le pregunté si les había contado sobre nuestra separación.

-Me molesta que ellos no sepan nada, porque actúan como si fuésemos la pareja perfecta y no es así- dije.

Marcos no respondió.

El último día de ese año me desperté temprano y mientras cambiaba a Valentina y le hablaba mirándola a los ojos, claramente dijo: “Mamá”. Grité de la alegría, y ella se rió como si hubiese sabido lo que significaba para mí.

Llegó la noche de fin de año. Valentina ya se había dormido y yo deseaba estar con ella. Tenía miedo de que mi fastidio me traicionara y de decir algo indebido. Salí al balcón y vi la gran cantidad de estrellas del cielo de Punta de Este. Era una noche muy clara. Deseé estar con Francisco o  saber algo de él, necesitaba oír su voz. Tener esa sensación de no necesitar nada más, como en nuestros encuentros en el descanso de la escalera o aquél día en el club. Necesitaba la seguridad que me daba su presencia y la determinación de sus palabras. Me quedé unos minutos recordando nuestras conversaciones, hasta la palabra más tonta.  Eso me tranquilizó.

Cuando entré, el padre de Marcos le decía a su hijo menor:

-Es necesario usar el cinturón de seguridad.

Lo interrumpí.

- Es una cuestión de responsabilidad personal - dije.

-No, no sólo es eso- dijo la madre de Marcos.

-Sí-respondí.

-Lo tenés que usar por vos y por los demás- respondió mi suegra.

-Si vas solo en el auto podés elegir usarlo o no- dije.

-Lo que decís es una irresponsabilidad- respondió.

Me levanté de la mesa con la excusa de a ver a mi hija, me acosté a su lado y me quedé dormida. Marcos fue a despertarme para brindar y fingí no escucharlo. Regresó al comedor, y alcancé a escuchar cuando dijo: -Está profundamente dormida, pobre.

 Me hubiera sentido hipócrita si me quedaba. Conocía muy bien cómo era la ceremonia del brindis en esa familia. Dos años atrás, faltando unos días para que yo me fuese a México y reunidos en el mismo lugar, cada uno habló sobre lo mejor que le había pasado durante ese año y sobre lo que deseaba para el año que comenzaba. Entre mis deseos mencioné los desafíos que me esperaban por delante en México. La madre de Marcos visiblemente alterada preguntó, para qué me iba. ¿Lo que tenés acá no te alcanza? ¿Qué es eso de querer vivir otras experiencias?, dijo. ¿O para qué te casaste?

A la mañana siguiente amanecí vestida con la ropa de la noche anterior. Valentina ya se había despertado y balbuceaba en la cuna. Me levanté, me cambié de ropa, la alcé y fui a desayunar con los padres de Marcos mientras le daba la mamadera a mi hija. Ellos dijeron,  feliz año nuevo, como si nada hubiese pasado.  

Se lo contás vos o les cuento yo, no hay más tiempo, le había dicho a Marcos instándolo a hablar con su familia. Como en los días anteriores me instalé con Valentina en la pileta evitando ir la playa. Marcos no estaba. Había ido a llevar a su padre hasta el aeropuerto.

A los pocos minutos apareció su madre, gritando.

-Te voy a pegar, te voy a pegar- repetía. Se la veía fuera de sí.

-Qué pasa- pregunté, incorporándome de la reposera.

-Ah, no sabés que pasa, no te hagas la mosquita muerta – siguió gritando.

-Perdón- pregunté en tono firme, poniéndole un límite.

-¿Para qué te casaste? Le pediste que se fuese a México con vos y ahora lo querés echar como a un perro.

-Me parece que te confundís- dije, ya de pie y poniéndome delante del carro con Valentina.

-No, no me confundo, no pensás en tu hija, pensas sólo en vos- gritó.

-Justamente porque pienso en mi hija es que tomé esta decisión- dije sin dar mayores explicaciones.

-Pobre hijo.

-Lamento que no puedas enfrentar esta decisión de otra manera. Tenés razón, pobre tu hijo- dije, también ahora, levantando la voz.

Junté mis cosas, levanté a mi hija que se había puesto a llorar desconsoladamente, me subí al auto y fui en busca de un hotel en dónde quedarme esa noche. Llamé a Marcos para decirle el nombre del hotel.

- No hacía falta hacer esto - dijo.

-No tengo ganas de escuchar a tu madre- respondí.

 Conté cada minuto que faltaba para volver a Buenos Aires. Sentía orgullo por la manera en que mis padres habían tomado la noticia y sentía ahogo por la conversación con la madre de Marcos. Cuando pasamos a saludar a su madre y a sus hermanos antes de salir para Buenos Aires, su madre dijo: Prometeme que vas a hacer lo imposible para salvar esta relación. Me lo dijo entre dientes al oído, y tomándome con fuerza del brazo.

Marcos y yo en medio de un lluvia torrencial, viajamos desde Punta del Este hasta Montevideo, para tomar el ferri. Las únicas palabras que intercambiamos fue: “Me alcanzas los papeles del auto” y mi respuesta fue dárselos, sin responder.

Llegamos a casa,  le dí de comer a mi hija, la acosté y me tiré un rato en el sofá a mirar televisión. Al día siguiente comenzaba a trabajar. ¿Lo vería a Francisco o ya no iría más a la oficina?  ¿Cómo habría pasado Año Nuevo en soledad? ¿Realmente habría estado solo?

Me desperté a las siete como cada lunes. Dejé que el agua de la ducha cayera sobre mis hombros y aliviara la tensión de mi espalda. Me esperaba la recta final. Marcos se iría de casa. Caminé hasta la cocina, me serví un café, llegó la empleada, le di las instrucciones día y me fui.

Era un día fresco a pesar de ser enero. Fui hasta la oficina con la ventanilla del auto baja sintiendo el aire de la mañana sobre mi cara. La ciudad estaba libre de autos. No tenía apuro por llegar, iba despacio, disfrutando del camino, como había dicho Francisco.

-Tenés que viajar el jueves a Chile ida y vuelta en el día- dijo mi jefe apenas había pasado la puerta. -Es para cerrar el contrato que estás negociando.

No era una buena noticia, a pesar de que todos estábamos esperando ese acuerdo. No quería ir pero a pesar de eso, fui a mi despacho, hablé con la gente de Chile para coordinar el encuentro, organicé otros temas y salí, como siempre, hacia el descanso de la escalera para fumar un cigarrillo.

Unos pasos antes de llegar, sentí su perfume. No puede ser un artilugio de mi mente, me repetí varias veces.

Estaba ahí, con su piel tostada por el sol. Inspiré para recomponerme. Su presencia me tranquilizó.

- Pensé que no te encontraría - dije sin disimular mi alegría.

-Acá estoy- dijo sonriente.

-Qué bueno verte- contesté.

-Voy a hacer una reunión con la gente que trabaja para el equipo de Latinoamérica y me gustaría que me acompañes para hablarles de tu trabajo-dijo.

-Sí contá conmigo, cuándo será eso- pregunté.

-Son tres días y medio, comenzará el diecinueve. Antes tendremos que reunirnos para diseñar el trabajo.

-¿No te ibas? - pregunté.

-Recién en marzo, mientras tanto estaré por acá algunas horas - dijo.

Cuando volví de Chile, Valentina, otra vez, no estaba bien. Parecía caída, sus ojos entrecerrados. La levanté  del coche y la abracé.  Se prendió de mi camisa con fuerza,  me senté en el sofá con ella sobre mi falda y su cabeza apoyada en mi pecho.

-Ya llegó mamá, no hay de qué preocuparse -  dije.

Pero seguía sin reaccionar, parecía exhausta. La llevé a mi cuarto, la costé en mi cama y puse algunas almohadas a su alrededor y en el piso, para protegerla. Fui a la cocina para servirme un café y fumar un cigarrillo. La persona que ayudaba en casa, estaba terminando de limpiar la cocina. Me quedé observándola. Abría y cerraba los cajones con  agresividad. Tiró el repasador sobre la mesada, con enojo. Cortó un limón, se lo pasó por sus manos y suspiró  resistiéndose al dolor. Le pregunté si le pasaba algo, y no me respondió. Insistí y con desgano dijo que no le pasaba nada.

-Te noto rara - dije.

-Ya le dije que no me pasa nada, señora - dijo, haciendo énfasis al decir, señora.

Fui a mi cuarto, Valentina dormía tranquila. Me desvestí, fui al baño, me lavé, me puse el pijama y me acosté a su lado, tomándola de la mano. Marcos se iría en cuarenta y ocho horas.

 

-Te espero en el bar de enfrente, no vengas a casa, tengo que contarte algo. Era Marcos por el teléfono. Yo estaba en la oficina. Miré el reloj: las cuatro de la tarde.

-Qué pasó.

-Te espero en el bar de enfrente con la beba.

Sonaba urgente. Agarré mis cosas y salí.

No me había quedado con una buena sensación de lo ocurrido la noche anterior con mi hija y ahora recibía este llamado de Marcos.

 Llegué al bar, Marcos, estaba con Valentina que dormía en el coche.

-Por qué está dormida - pregunté alarmada, mientras acomodaba el coche para que quedara justo al lado de mi silla.

Marcos no respondió.

Abrí la cartera, revolví las cosas buscando mis cigarrillos. Saqué uno y lo encendí. El mozo se acercó y le pedí un café.

-Qué pasó - pregunté.

Marcos transpiraba y no dejaba de mover una pierna. Tomó impulso como para empezar a hablar.

-La vecina del primero me llamó para contarme algo terrible. La persona que trabaja en casa, le grita a Valentina y ella llora sin parar.

Mi corazón se aceleró, sentí cómo un sudor frío empezaba a recorrer mi cuerpo y un hormigueo en mis piernas.

-Cómo lo sabe - pregunté con poco aliento.

-Por que el otro día escuchó gritos que venían de la ventana de la cocina, era alguien que retaba a un chico, que le decía, comé, comé, me tenés cansada y el chico lloraba sin parar y los gritos venían de casa. Ella estaba en su patio y los escuchó.

-Vamos- dije.

Me levanté de un salto. Agarré la cartera, saqué dinero de la billetera y lo tiré sobre la mesa. Empujé el coche de mi hija y crucé la  avenida corriendo sin detenerme hasta la entrada del edificio.

-Abrí la puerta - le dije a Marcos casi como una orden.

Subimos al tercero. Ahí vivía la vecina. Toqué el timbre y abrió a los pocos segundos.

-Soy la vecina del cuarto, contame lo que escuchaste, por favor - le dije a la mujer que abrió la puerta, sin ningún preámbulo.

-No pensé que era tan chiquita la beba, pensé que se trataba de un chico más grande-dijo mirando a Valentina. –Estaba colgando unos trajes de baño en el patio y los gritos salían de la ventana de tu cocina. Eran de ahí, estoy segura. Los escuché solo una vez.

Le agradecí y subimos de nuevo al ascensor.

-Tené cuidado con lo que vas a hacer, nunca se sabe de qué son capaces estas mujeres- dijo Marcos.

-La voy a despedir- dije levantando la voz.

Cuando entramos, fui directo a la cocina y le pedí a la mucama que recogiera sus cosas y se fuera.

-No entiendo, señora, por qué me está pidiendo esto.

-Te vas ya - dije gritando.

Sin decir una palabra más, puso sus cosas en un bolso, le abrí la puerta de servicio, salió y la cerré con un portazo.

Fui al living, donde estaban Marcos y Valentina. La tomé en mis brazos y la abracé con fuerza.

Esa noche no pude dormir. Imaginaba la cara de la mucama enloquecida, gritándole a mi hija. Debería haberle hecho caso a mi instinto, me repetía una y otra vez. Había algo en esa mujer que no terminaba de convencerme. Siempre respondía con monosílabos. No veía empatía en su mirada si Valentina lloraba. Me levanté de la cama, fui al living, me senté en el sofá. Se escuchaba el sonido de los autos. Miré por la ventana. Vi luces encendidas en el edificio de enfrente. Seguramente habría alguien más con insomnio. Traté de afinar la vista para ver si se veían movimientos. Pensé en la primera noche de Valentina en el sanatorio. Ese día tampoco dormí, pasé gran parte de la noche observando la ventana del edificio de enfrente que tenía luz. Parecía la luz de una lámpara.  No se veía gente. Seguramente allí viviría alguien que escribía de noche o quizá pintaba. Parecía una casa en la que estaba todo en orden.

 

Le pedí a Marcos que se quedara unos días más, hasta resolver cómo haría con Valentina. Ese día decidí llevarla conmigo a la oficina.

-Estoy yo en casa, dejala acá - había dicho Marcos, antes de que Valentina y yo saliéramos.

No quise responder.

Al verme llegar con mi hija, todos querían alzarla. Aunque era una situación inusual, nadie preguntó por qué ese día Valentina estaba conmigo. Fui a la cocina, me serví un café, mientras la beba estaba con una de las asistentes y  al darme vuelta para ir hacia el escritorio, me encontré con Francisco.

-Qué te pasa-preguntó.

Le conté.

-En qué te puedo ayudar- dijo.

-En nada- respondí.

-Si se te ocurre algo que pueda hacer, sólo tenés que llamarme- dijo.

Sentí que mis piernas se aflojaban, tensé los músculos para estar bien parada. Tenía ganas de llorar.

Busqué a Valentina y caminé hasta mi oficina. Me senté y traté de pensar en cuáles serían los próximos pasos.

Los chilenos habían llamado para confirmar el proyecto. Eso no era motivo de alegría para mí. No en ese momento.

Llegamos a casa temprano porque no había podido concentrarme en mi trabajo, no sólo por Valentina, la situación no paraba de darme vueltas en la cabeza. Aproveché la hora para cruzar con ella hasta el supermercado que usualmente era una tarea que hacía Marcos.   

- Si fuese necesario cruzaría el océano nadando para que estés bien – le dije a mi hija mientras andábamos por los pasillos del supermercado.

Ella me sonrió, como si entendiera.

Esa noche le comenté a Marcos que la señora que venía a casa por horas, se quedaría a vivir con nosotras. La había llamado esa misma tarde después de la negativa de mi madre de acompañarme unos días hasta que pudiera organizarme.

-Quédese tranquila señora, yo sé que usted me necesita - había dicho.

Se llamaba Lila.

-Puedo quedarme un tiempo más - dijo Marcos convencido.

-No hace falta- dije.

-Quizá tenemos que pensar que la mejor opción es que yo esté acá con ella-dijo.

-El sábado próximo te podés ir- dije, sin dar lugar a ninguna respuesta.

 

El jueves me desperté feliz de ir a pasar el día al campo de Francisco. Habíamos acordado trabajar allí en la preparación del curso que daríamos el lunes siguiente. Lila ya estaba en casa, así que salí tranquila.

Cuando  Francisco me vio llegar con el auto, corrió a abrir la tranquera que separaba la calle de la casa. No era un trayecto corto, no menos de cincuenta metros. Pasé y esperé pensando que se subiría a mi auto, pero me hizo señas que siguiera. Aceleré muy despacio mientras lo veía por el espejo retrovisor caminando a paso rápido, detrás de mí.

-Dónde querés trabajar, adentro o en la galería-preguntó.

-En la galería, no hay nada que me guste más que disfrutar del aire libre- dije.

Nos sentamos los tres, Carlos había llegado unos minutos antes. Armamos una agenda de trabajo y durante dos horas nos concentramos en eso. Les conté mis ideas  sobre los temas y acordamos la forma que le daríamos al curso. Cada uno  terminaría de diseñar su parte el fin de semana.  Comenzaríamos el lunes a la mañana y terminaría el jueves al medio día.

-Qué querés comer- me preguntó Francisco.

-Me imagino que vas a hacer un asado. Un día de campo sin asado, no es un día de campo - dije.

-Voy a prender el fuego- dijo.

Llevaba pantalones cortos azules y una remera blanca estirada por el uso. Tenía una barba incipiente y la piel con el color de verano, le resaltaba el brillo de los ojos y los hacía más profundos. Caminaba con las piernas entre abiertas. Me gustaban sus piernas, sobre todo sus pantorrillas. No podía dejar de mirarlas. Era la primera vez que lo veía vestido así, con cierta desprolijidad. Juntaba piñas y ramas del jardín para encender el fuego. Buscó las piñas primero y las acomodó en la parrilla, luego juntó ramas y troncos y también los acomodó. Atendió un llamado en su celular, era su madre. La escuchó con paciencia y cuando se despidió, le dijo que la quería.

Carlos apareció listo para darse un chapuzón en la pileta y llevaba una sunga con estampado animal print. Francisco y yo no pudimos evitar el cruce de miradas. Y mientras Carlos comenzó a caminar hacia la pileta que estaba lejos de la casa, Francisco le dijo que el asado estaría listo en una hora.

Estábamos solos. Era la primera vez que no había nadie alrededor nuestro.

-Me encanta ver las llamas. Me gustan las chispas y ver los troncos que se van incendiando de poco - dijo.

-La belleza del fuego es peligrosa- dije.

- Hay que saberlo manejar- respondió.

Nos quedamos en silencio. Estaba parado al lado de la parrilla y yo sentada sobre la mesa de madera, a poca distancia. Me miró mientras expiraba el humo de su cigarrillo.

-Te ayudo en algo - pregunté.

-Si querés podés preparar una picada, están las cosas sobre la mesada de la cocina.

Mientras cortaba los quesos, Francisco entró a la cocina. Sin levantar la mirada, le pregunté si necesitaba ayuda para preparar las ensaladas.

-Hay rúcula en la heladera y acá debajo de la mesada están las ensaladeras - dijo abriendo el bajo mesada que estaba justo al lado mío.

Seguí cortando el queso y sin darme cuenta me hice un corte en el dedo índice. Grité.

-Qué pasó.

-Me corté.

-Te traigo algo- dijo, saliendo en dirección al pasillo donde estaban los cuartos.

Llegó con curitas y desinfectante. Agarró un algodón, le puso desinfectante, tomó mi mano y me pasó el algodón suavemente. Me pidió que lo sostuviera, sacó una curita del envoltorio, tomó mi mano nuevamente y con suavidad me puso la curita en el dedo. Mi vista estaba clavada en mi mano y la suya también. Nuestras cabezas se rozaban.

-Te duele- preguntó sin sacar la vista del dedo.

-No, es un corte chico- dije, mientras me daba vuelta para agarrar la bandeja y llevarla a la galería.

Nos sentamos uno a cada lado de la mesa. Hacía calor pero soplaba una brisa fresca. Sólo se escuchaban el canto de los pájaros y los caballos pastando. Le pregunté si finalmente había pasado su fin de año sólo, allí mismo en el campo. Jamás había imaginado que alguien pudiera pasar solo un fin de año o una navidad. En mi mente eran fiestas familiares obligatorias, no había espacio para otras personas o la soledad. Aunque uno se sintiese solo, debía estar con la familia.

-Me gusta la soledad del campo y escuchar a lo lejos los fuegos artificiales y el ruido de los festejos. Acostarme en una reposera mirando el cielo, me genera sensación de libertad – Francisco empezó a hablar y no paró. -Me recuerda el campo de mis abuelos de chico, cuando en el verano mi madre me acompañaba a Retiro y viajaba solo hasta la provincia de Santa Fe y mi abuela me esperaba en la tranquera.

Hizo un silencio. Yo no me moví.

-Llegaba tarde como a las doce de la noche, no tenía más de diez u once años y ella me cocinaba huevos fritos con papas fritas a esa hora-. Siguió y se acomodó en la silla. - Cada día ayudaba a mi abuelo en la cosecha de frutas, cargaba los camiones con los peones, comía con ellos y me dedicaba a hacer otras cosas como incendiar parvas de pasto o tirar con una escopeta de aire comprimido que tenía mi abuelo a unos tarros en el gallinero y divertirme con el susto que se pegaban las gallinas.

Era la primera vez que Francisco hablaba de sí mismo. Sus frases cortantes habían desaparecido. El ritmo de lo iba diciendo era pausado, se tomaba unos segundos entre frase y frase como si pensara muy bien la siguiente palabra.

-Me estas sorprendiendo-dije.

-Qué es lo que te sorprende-preguntó.

-Tu soltura.

- En este ámbito sí, no en la oficina. Tengo mucha terapia encima-dijo.

-Desde cuándo-pregunté.

-Desde hace dos años voy tres veces a la semana.

-¡Tres veces a la semana!

-Sí, aunque en los próximos meses voy a bajar a dos- dijo riéndose y levantando las cejas.

Carlos volvió de la pileta. Nos sentamos los tres a comer el asado que Francisco, casi sin darme cuenta, había hecho mientras conversábamos.

Después de almorzar seguimos preparando el curso y a las cinco de la tarde, Carlos se fue.

Francisco y yo preparamos mate y nos sentamos en la galería. La conversación continuó fluidamente.

-No re preguntes- me dijo varias veces.

-Qué quiere decir eso-pregunté.

-Que te conformes con lo que te cuento- dijo.

Tenía ganas de quedarme allí.  

-Me tengo que ir- dije, mientras recogía mis cosas.

Caminamos juntos hasta el auto, me senté, lo puse en marcha y bajé el vidrio. Francisco se inclinó y se apoyó con sus antebrazos en la puerta.

-Andá despacio, cuidate- dijo.

Lo miré. Estábamos muy cerca uno del otro. El espacio entre ambos era incómodo.

-Tu hija te espera. Te abro para que puedas salir-dijo.

Sentí el impulso de bajar, pero no lo hice. Aceleré y salí y me alejé del campo para volver a casa.

 

Tenía ocho años y quería una muñeca que se vendía con una bañadera. Se la pedí a mi padre.

- Ahora no te la puedo comprar- dijo.

- Comprámela, siempre me comprás lo que quiero- le había dicho.

-Alguna vez tiene que ser no y es importante que entiendas un no-dijo él de manera terminante.

Fui a contarle a Monona. Quería la muñeca. Sabía que a ella sí la convencería. A los pocos días  tenía la muñeca sobre mi cama.

Recordé ese episodio volviendo del campo, camino a casa y en el significado de un no. Aún cuando ese no, no fuese un punto final, sino una estrategia para estirar el deseo.

 

No había nada de especial esa mañana. La siguiente sí lo sería. Faltaban veinticuatro horas para que Marcos se fuera de casa.

Fui a la escalera, ahí estaba Francisco y también había otras personas. Me senté en el primer escalón y me quedé observándolo conversar con los otros. Su mirada mostraba un alma noble y de vez en cuando aparecía en su cara una sonrisa despareja que marcaba un hoyuelo en su mejilla.

-Nos vemos el lunes temprano a la mañana- dijo, refiriéndose al curso que daríamos juntos.

-Estoy trabajando en eso. Espero no defraudarte.

-Estoy seguro de haber hecho lo correcto al elegirte- dijo.

Durante el resto del día trabajé preparando el curso.

A las seis en punto salí para mi casa. A partir del día siguiente, comenzaría otra historia que no sería fácil pero que estaba segura valdría la pena.

 

Marcos y yo habíamos decidido que después de casados, seguiríamos viviendo de la misma forma que lo habíamos hecho hasta ese día. Yo en Buenos Aires y él en mi departamento en Rosario.  El día de la ceremonia civil cuando el juez  dijo que los esposos tenían la obligación de vivir bajo el mismo techo, todos se rieron. A quién se le ocurre casarse y vivir en ciudades diferentes, dijo un amigo de Marcos en tono chistoso, cuando la ceremonia había terminado, mientras mi padre le daba explicaciones al juez justificando la risa generalizada.

Pasamos nuestra luna de miel en España. Estábamos en Madrid, en un hotel pequeño, típico europeo. Yo leía una guía sobre Sevilla, acostada sobre mi lado izquierdo en la cama, dándole la espalda. Marcos estaba acostado a mi lado. Puso una mano sobre uno de mis pechos y lo acarició, mientras pasaba su brazo por mi hombro que estaba apoyado en la cama. Me besó el cuello y escuché su respiración acelerada. Estiré el brazo y apagué la lámpara. Quedamos completamente a oscuras. Siguió besándome, pero ahora no era Marcos el que lo hacía. Me saqué el camisón y me puse encima de él, que ya no era él sino ese con el muchas veces había soñado y al que por primera vez le estaba haciendo el amor.

 

El sábado me desperté pensando en el momento en que Marcos atravesara la puerta para irse. Era el fin.

Lo vi preparar sus cosas. Yo trabajaba en el curso que daría el lunes, sentada en mi escritorio con Valentina a mi lado.

-Ya me voy-dijo.

Me levanté y caminé hacia la puerta.

-Solo un minuto-dijo.

Alzó a la beba, se sentó en el sofá y la puso en su falda. Vi que le hablaba al oído. Ella lo miraba. Yo seguía al lado de la puerta.

Se levantó y caminó hacia mí, me entregó a Valentina, abrió la puerta, subió al ascensor y se fue.

Cerré la puerta y me apoyé en ella con fuerza, como si quisiera impedir que él la volviese a abrir. Abracé a Valentina y sentí cómo desde la punta de los pies mis músculos se relajaban. Por un rato el mundo pareció detenerse en ese instante de alivio.

 

El sábado a la noche seguí trabajando un rato largo mientras escuchaba una canción en portugués: “Pase lo que pase estoy aquí”, decía la letra. Me sentía agradecida. Era un sentimiento desconocido e inevitable. Nadie puede quitármelo, pensé. Por primera vez, no venía de afuera, venía de mí, sin mandatos.

El domingo no hice nada diferente. Lila, la mujer que estaba con nosotras, hizo una rica comida. Almorzamos y nos quedamos en el balcón un rato al sol, corría una brisa agradable. Sentía la cercanía de Francisco. Quería ser fiel a mi deseo de respetar el curso natural de las cosas. Siempre había tomado acción pensando que para conseguir algo había que moverse en esa dirección. Esta vez la acción era diferente, esta vez me estaba guardando las sensaciones para mí, disfrutándolas, acumulando la grandeza de lo que me pasaba. No necesitaba hacer, estaba segura de que el tiempo lo iría acomodando todo.

 

Llovía. Elegí cuidadosamente el vestuario. El curso se dictaba en un hotel en el centro de Buenos Aires. Francisco llamó  a mi celular para saber si estaba llegando y tuve la sensación de que durante todo el fin de semana había esperado ese momento para marcar mi número.

-Estoy muy cerca- dije.

Caminé hacia el hotel, después de estacionar el auto.

-Estoy en la puerta y no veo a nadie- tenía a Francisco en el teléfono.

-Yo estoy en la única puerta, en la de la entrada –dijo. 

-No te veo-respondí.

-Donde estás-preguntó

Le dije el nombre del hotel en el que estaba.

-No, no es ahí, tenés que hacer dos cuadras más- dijo riéndose.

-Voy para allá- dije un poco avergonzada.

Llegué en medio de la lluvia y allí  estaba, parado en la puerta, esperándome.

-Es tarde- pregunté.

-No, aún no llegaron los demás- dijo.

Entramos a la sala, saqué mi laptop, la enchufé al proyector y puse mi cuaderno sobre la mesa. La sala no era muy grande. Había una mesa de directorio para unas doce personas. La gente empezó a llegar. Mujeres en su mayoría. Había una mexicana, una brasilera, dos norteamericanas y cuatro personas más de Argentina, entre ellos Carlos. Abrió el curso Francisco, hizo una introducción, me presentó y comencé mi parte.

“Los aprendices heredarán la tierra, mientras que los sabelotodo quedarán equipados para vivir en un mundo que ya no existe”. Había escrito en el rota folios.

Al medio día pasamos a otro salón para almorzar. Nos sentamos en una mesa redonda. Me detuve a observarlos a todos como si con una cámara pudiese filmarlos desde arriba. La mujer mexicana hablaba sin parar, como excitada y contaba cosas sobre el mal momento que estaba atravesando con su novio. Una de las que venía de Estados Unidos, era morena, flaca y tímida.  Me recordó a las que en mi adolescencia siempre estaban de a dos, esperando que alguien las invitara a bailar y eso nunca sucedía. La mexicana se sentó al lado de Francisco. No era linda pero era espontánea. Uno de los de Argentina dijo que quizá Francisco podría invitar a salir a la mexicana, y ella sin pausa, preguntó si Francisco y yo éramos pareja.

-Qué te hace pensar eso- preguntó Francisco.

-Parecen, se miran de una manera especial- agregó, y eso  produjo un silencio generalizado.

Durante la tarde mientras la gente hacía unos ejercicios para el curso, me senté en el piso al lado de una ventana e intenté comunicarme con mi casa para ver cómo estaba Valentina. Llovía torrencialmente. No lograba establecer la llamada. Francisco caminó hacia mí.

-Qué pasa- preguntó, parándose a mi lado.

-Estoy tratando de llamar a casa y no me puedo comunicar- dije.

-Probá con mi teléfono – dijo extendiéndolo hacia mí.

Su teléfono estaba impregnado de ese olor a menta con cilantro y azahares de su perfume, inconfundible. Tardé en devolvérselo, quería tenerlo un rato más.

Él se puso en cuclillas delante de mí, puso su mano sobre mi cabeza y dijo:

-Viste que está todo bien.

Sentí cómo se me nublaba la vista.

Cuando la jornada llegó a su fin, me despedí de Francisco, de la mexicana y de una de las mujeres norteamericanas, eran los únicos que quedaban en la sala. Aún faltaban tres días más.

 

La noche del segundo día del curso cenamos todos juntos. Tuve tiempo de ir hasta casa a cambiarme, ver un rato a Valentina y regresar, para encontrarme con todos, en el restaurant que la asistente de Francisco había reservado.

Cuando llegué a la puerta, lo encontré a Francisco fumando afuera. Hablamos de lo bien que estaba saliendo el curso. Le pregunté si la noche anterior había ido a comer con alguna de las chicas. Se sonrió, y dijo, que había comido con sus padres.

En el transcurso de la comida, en más de una oportunidad, nos sostuvimos las miradas durante varios segundos. En el camino de vuelta a casa manejé con el teléfono en la mano.

-Me va a llamar, me va a llamar- decía en voz alta mirando el teléfono.

Quería estar con él, pero no me sentía capaz de dar el primer paso, podía arruinarlo todo. Jugué con mi mente imaginándome diferentes situaciones que podría elegir Francisco si tomara la decisión de llamarme. ¿Comenzaría el llamado con una excusa o sería directo? Llegué a casa y me fui a dormir. Tenía una buena sensación en el cuerpo, me sentía libre de toda carga. Algo valioso volvía a aparecer en mi vida: la ilusión.

El tercer día llegué al hotel como los dos anteriores. Mi parte había terminado pero decidí seguir para escuchar la disertación de Francisco. Fui una alumna más, hice todos los ejercicios. Él cada tanto, se acercaba y me ayudaba, no era mi especialidad, todo lo contrario, eran temas de finanzas con los que no había tenido contacto jamás.

Durante el almuerzo, el novio de la mexicana llegó de sorpresa con un enorme ramo de flores. Ella se puso más nerviosa que contenta. Me reconocía en la mexicana, yo también había pasado por esas situaciones en las que la sorpresa se transforma en algo desagradable. Pero no te animás a que todo se desbarranque. A ella le pasaba eso, a mí ya no.

El tercer día de curso, llegó a su fin, eran las ocho de la noche. Se habían ido todos, solo quedábamos Francisco y yo.

-Te espero en el bar, tomemos un café- dijo.

-Llamo a casa para avisar que me voy a demorar y estoy, esperame allí.

Bajé al bar y Francisco estaba en una mesa, mirando su celular,  me senté y  pedí un café.

Hablamos de la gente del curso, pidió mi opinión sobre cada uno de ellos. Le pregunté cómo había visto mi parte

-Te pusiste un poco nerviosa al principio-dijo.

-¿Te desilusioné?

-No para nada, después te soltaste y estuvo bien.

No me gustó su comentario. Lo vio en mi cara y se corrigió.

-Era un chiste- dijo.

-Qué era un chiste.

-Lo que te dije sobre tus nervios.

-Marcos, el sábado se fue de casa- dije.

-Cómo estás- preguntó.

-Aliviada- contesté.

Me  miró a los ojos en silencio y yo, también, me detuve en los suyos sosteniendo la mirada. Mi respiración se aceleró levemente y noté lo mismo en él. Las luces, ahora, se habían atenuado y el sonido a nuestro alrededor se fue apagando. Nos quedamos así un rato más. Los ojos de Francisco se metían en los míos y lo único que existía eran las miradas fijas uno en el otro.

-Vamos a otro lado- dijo, casi en voz baja, tratando de no quebrar el momento.

-Tengo el auto en el estacionamiento de enfrente-dije.

-Busquémoslo- dijo.

Salimos del bar del hotel, caminamos hasta el estacionamiento y mientras esperábamos para pagar, lo tomé de la mano y se la acaricié.  Me respondió con otra caricia, nos miramos y ambos sonreímos a la vez. Pagué y caminamos hasta el auto, sin soltarnos.

-Tengo el auto en la cochera de la oficina. Llevame a buscarlo y vamos a mi casa- dijo.

Arranqué, mientras él tenía su mano sobre la mía que estaba sobre la palanca de cambios. Detuve el auto en la puerta del edificio de la oficina. Me senté de costado, mirándolo.

-Esperá que salga con el auto y seguime- dijo.

Nos miramos, otra vez en silencio.

-Te veo en casa- dijo.

Agarró la manija de la puerta para abrirla y bajarse pero se arrepintió, se dio vuelta hacia mí y se acercó. Volvimos a mirarnos a los ojos, pero ahora la distancia entre nosotros era, casi, inexistente. Sus labios se apoyaron en los míos como una caricia, casi inmóviles y de a poco fueron buscando un lugar en mi boca. Fueron unos segundos, un tiempo necesario y suficiente.

-Creo que me enamoré de vos el día en que viniste a la oficina por primera vez-dijo separándose de mí un poco, sólo un poco,  mirándome de nuevo a los ojos.

-Estaba embarazada de siete meses- respondí y pensé que mi respuesta era demasiado brusca.

-Me enamoré de vos, sin mirar tu panza, de tu energía. Vamos a casa- dijo.

-Prefiero irme a la mía, ya es muy tarde. Está Valentina esperándome.

-Te llamo mañana- dijo abriendo la puerta del auto.

Dio la vuelta, bajé la ventana, me dio otro beso y se fue.

 

Me desperté a la mañana siguiente con la sensación de que el tiempo se había detenido en el encuentro con Francisco. Sentía gravado en el cuerpo la perfección de ese momento.

Al medio día sería el cierre del programa, así que aproveché para jugar un rato con Valentina antes de salir.

Llegué, entré a la sala, y estaban todos. Saludé a cada uno con un beso, incluso a Francisco. La tensión emocional que había habido entre nosotros ya no existía.

Propuse hacer un ejercicio, para el cierre del curso, en el cada uno de los que habíamos participado, debíamos colocarnos de espalda mientras los demás tendrían que hablar de esa persona como si no estuviese. Cuando  me tocó el turno,  Francisco dijo: “Es una persona especial. Tiene una luminosidad que no he visto en otras personas y una energía que llena los espacios. Es fresca, inteligente, auténtica”.

No pude evitar sonrojarme, porque jamás pensé que Francisco diría algo así de mí frente a todos. Y eso me gustó.

Salimos juntos para la cochera, del mismo modo que lo habíamos hecho la de la noche anterior.

-Querés venir a casa esta noche.

-Sí, claro. Eso sí, voy a llegar alrededor de las diez y media porque es el cumpleaños de mi madre y voy a cenar con ella- dijo.

Ese día llegué temprano a casa. Quería estar con Valentina. Los días pasados había llegado tarde y  me sentía en falta. La llevé a una plaza cerca de casa y la hamaqué. El pelo ralo de mi hija a sus siete meses, se despeinaban por la brisa de verano y por el mismo movimiento de hamaca. Ella se reía, sus nudillos estaban blancos por la fuerza que hacía para sostenerse.

Estaba un poco nerviosa por la visita de Francisco, no sabía muy bien qué decirle a la persona que trabajaba en casa, a pesar de que ella lo sabía todo. No habría que decir nada, ella entendería, aún sin palabras.

Eran las diez, Valentina dormía cuando llamé a la seguridad del edificio para avisar que vendría Francisco. Aunque fue una excusa, quería chequear que el portero eléctrico funcionara. Salí al palier de mi departamento, toque el timbre para asegurarme de que también  funcionara. Miré mi celular, tenía suficiente batería por si Francisco llamaba para decir que estaba retrasado. El teléfono de línea tenía tono. Estaba todo en orden. Me cambié pero cuidando mantener un dejo de desprolijidad, quería que me viera en acción, de entrecasa.

Desde seguridad avisaron que Francisco había llegado.

-Que suba- dije.

Pasé frente al espejo y me miré. Me vi bien. Abrí la puerta del palier y lo esperé allí.

 Lo hice pasar. Me llamó la atención como estaba vestido. Demasiado juvenil, pensé. Llevaba una remera roja, le quedaba muy bien ese color. Se sentó en el sillón del living, me senté a su lado y le ofrecí un café.

-Esperá- dijo.- En un rato. Quedate acá conmigo, hablemos.

Pero Valentina lloró. La busqué y la llevé al living, donde estaba Francisco. El le habló y ella le sonrió.

-Soy Francisco- le dijo.

Ella me miraba y se sonreía.

-Voy a prepararle una mamadera- dije.

Valentina tomó toda la mamadera sentada en su coche, pero al terminarla volvió a llorar. La alcé, me senté al lado de Francisco, él le acarició la pierna y le tiró los brazos. Ella aceptó, pero en ese movimiento vomitó sobre el pantalón de Francisco.

-Qué pasó- preguntó desconcertado.

No pude contener la risa.

-Es evidente que no sabés nada de bebés-dije riéndome a carcajadas.-Te alcanzo algo para que te limpies el pantalón-dije.

-No te preocupes, está bien-respondió.

Me sentía entre dos mundos. Quería estar a solas con Francisco pero no quería dejar a un lado a Valentina. Ella por alguna razón quería estar entre nosotros. La situación me había generado nerviosismo. Tenía miedo de que Francisco huyera. No era fácil estar con una mujer que tenía un bebé que demandaba atención.

-Me voy-dijo.-Nos vemos mañana, no te preocupes, atendé a tu hija.

-No, quedate, ya se va a dormir, la acuno acá- dije, mientras movía el coche hacia delante y hacia atrás y trataba, a la vez, de seguir la conversación con Francisco.

Él me habló de sus sobrinas y de la relación que había ido construyendo con ellas desde que eran chicas. Me contó que desde hacía un tiempo se habían mudado a Guatemala y que en unos días viajaría porque la mayor cumpliría quince años. Valentina seguía despierta, se daba vuelta y me sonreía. Si paraba el coche, lloraba y volvía a balbucear.

-De verdad, no te preocupes, me voy y nos vemos mañana, ella te necesita- dijo.

Lo acompañé hasta la puerta. Sentí miedo de no volver a verlo.

Valentina se durmió en el instante siguiente en el que Francisco atravesó la puerta.

A la mañana temprano Francisco me llamó para ver si Valentina se había tranquilizado.

-No voy hoy a la oficina. Podemos encontrarnos a tomar un café a eso de la cinco enfrente de tu casa.

Llegué al café y estaba esperándome. Tenía un traje color gris, impecable. Reparé especialmente en la fantasía en azul y blanco de su corbata.

-Dónde estuviste-pregunté.

-Con mis socios, viendo temas de mi empresa- dijo.

-Qué vas a hacer hoy.

-Me voy al campo ¿querés venir mañana?

-No  puedo ir sola, voy con Valentina- dije.

-Las espero a las dos.

Era la primera vez que me atrevería a hacer unos setenta kilómetros en el auto con mi hija, nunca habíamos viajado solas.  Siempre que  salíamos, lo hacía acompañada por la niñera y antes, por Marcos.  

Antes de volver a casa pasé por al shopping, quería llevarle un regalo. Me decidí por una botella de vino.

A la mañana armé un pequeño bolso para mí y otro para Valentina. Metí unos cuantos juguetes en un bolso, y partimos las dos para el campo. Había acomodado a mi hija de manera tal que pudiese verla por el espejo retrovisor. Puse las canciones que escuchábamos todos los días. Me aseguré que ella escuchase mi voz.  

No había demasiado tráfico.

Llegamos al campo. Francisco nos estaba esperando.  Tenía el fuego encendido para un asado. Bajé cada una de las cosas.

-No te preocupes que no nos estamos mudando- dije. -Esto es tener un hijo-agregué, señalando cada una de las cosas que traía.

-Te hice un asadito, como a vos te gusta- dijo.

Puse a Valentina en el piso sobre una manta con unos juguetes. Su perra Golden Retriever estaba ahí, muy cerca de ella. Valentina la miraba encantada y le divertía ver como la perra corría. Mientras Francisco hacía el asado, fui a la cocina y preparé una calabaza para Valentina.

Cualquiera que pasara por allí, podría vernos perfectamente como una familia. Era una situación extraña para mí. Jamás habría pensado algo así y menos teniendo una hija de casi siete meses. No me avergonzaba porque nadie conocía esa situación. Aunque después de todo, no tenía que dar explicaciones sobre lo que hacía o dejaba de hacer.

Mi padre me había infundido sus propios temores sobre Marcos ahora que estábamos separados. Ojo con lo que hacés, me había dicho. Y que él podía sacarme a mi hija. Pero los comentarios de mi padre ya no eran una influencia. Podía disfrutar de ese momento y aislarme de mi pasado. Sólo me importaban Valentina y Francisco.

Le di la calabaza a Valentina y después de comer, se durmió. La llevé a uno de los cuartos, cerré la puerta y  conecté el baby call para poder escucharla.

 

Francisco y yo comimos, entre besos y abrazos.

Fuimos a su cuarto e hicimos el amor por primera vez, sin dejar de mirarnos, sin perdernos un solo suspiro uno del otro. Sentí que mi cuerpo se alivianaba de tal manera que casi podía flotar. Era tan intenso el placer que me daba el   Francisco que me perdí en él como si todo su cuerpo hubiese entrado en el mío.

-Cuánto tiempo te esperé. Pensé que jamás te encontraría- dijo.

Era él, no había dudas, ya no era un sueño, era tan real como el cuerpo de Francisco desnudo.

 

Mi madre llamó a mi celular a eso de las seis de la tarde.

-Dónde estás- preguntó y la escuché exhalando el humo de su cigarrillo.

-En el campo de un amigo, cerca de Buenos Aires, con Valentina- contesté.

-Te estoy hablando escondida, así tu padre no escucha- dijo con la voz entrecortada. Y tras una nueva pitada, dijo:

-No le voy a decir nada a tu padre, porque sino va a querer saber quién es tu amigo y que hacés ahí.

-Decile lo que quieras, mamá, vuelvo mañana a casa-  respondí, aunque hubiese querido decirle que tenía treinta y cuatro años, que ya era madre y que no debía dar explicaciones a nadie, ni siquiera a ellos.

-Bueno, viste como es papá, si sabe que estás con alguien no le va a gustar, estás recién separada.

-Y eso que importa- dije advirtiendo que seguía una conversación que no tenía sentido.

-A mí no, pero a tu padre sí, viste como es.

-Te llamo mañana, cuando llego a casa- dije y corté la comunicación, tratando de que la conversación con mi madre no me afectara.

Durante ese fin de semana, en los momentos en que Valentía dormía, con Francisco hicimos el amor una y otra vez. El domingo a la mañana desayunamos en la galería y noté que él estaba callado. Fuimos a la pileta, Francisco se metió al agua con Valentina mientras ella se reía y llorisqueaba a la vez.

Nos quedamos tomando sol en silencio. Francisco solo devolvía monosílabos a mis preguntas como si el inicio de alguna conversación le molestase, como si necesitara ese silencio para poder asimilar, quizá asimilarme.

Al medio día, dije que ya era momento de irme. Me despedí de él y él se despidió de Valentina.

En el trayecto desde el campo a Buenos Aires me pregunté en más de una oportunidad si todo lo ocurrido hasta allí no había sido solo una necesidad de crear una vida nueva y tuve miedo de que Francisco fuera una creación mía. Aunque yo había sentido a Francisco.

Entonces decidí que a partir de ese momento iba a construir mi vida y que él tendría lugar en ella, siempre y cuando fuese él quien eligiera eso, libremente, sin presiones de mi parte.

Llegamos a casa, Valentina dormía. La acomodé en mi cama y me acosté a su lado. Me quedé dormida.

-Es Francisco- dijo Lila, despertándome con el teléfono en la mano.

-Cómo llegaste- preguntó.

-Muy bien, dormimos una buena siesta- dije.

-Vos cómo estás- pregunté.

-Extrañándote- respondió.

 

A la semana siguiente me llamó Marcos. Dijo que vendría a ver a Valentina y a buscar algunas cosas.

-Me voy a quedar una noche ahí- dijo.

No pude decirle que no, porque no soportaba la idea de que se llevara a mi hija a otro lado.

-Mi abogado te va a llamar para hacer lo papeles del divorcio-le  dije a Marcos ni bien llegué de la oficina. Se sorprendió ante mi planteo, pero no dijo nada.

Al día siguiente cuando volví de trabajar ya se había ido.

-¿Se llevó todo lo que quedaba de él?- le pregunté a Lila.

-Creo que sí. Vi que entró a tu cuarto, también- dijo.

Fui a ver mis cosas. Abrí el placar y sin dudarlo busqué al sobre en el que guardaba el dinero que había ganado en México. No estaba como lo había dejado. Lo abrí. Faltaba la mitad del dinero. Se lo había llevado. Me escuché a mí misma decir:

-No tenía necesidad de hacer esto.

Era la primera vez que había logrado ahorrar algo de dinero pensando en mi hija. No era sólo el esfuerzo de haberlo ganado. Supe que con ese dinero se iba la poca confianza que había quedado entre nosotros. Llamé a mi padre y le pedí que me ayudara con los abogados. Al mismo tiempo lo llamé a Marcos y le dije que no hablaría más con él, que nos comunicaríamos a través de nuestros abogados para que gestionaran el divorcio.

Esa noche me sentí cansada. Me senté en el estar a mirar televisión y reparé en que Marcos había olvidado su computadora. La abrí. Marcos no había cambiado su contraseña. Me llamó la atención un chat que estaba abierto y apenas me conecté a internet, la persona que estaba del otro lado escribió:

-Hola mi amor, seguís en Buenos Aires.

Dudé un momento. Pero luego decidí responderle como si fuera Marcos.

-Si, aquí estoy.

-Seguís en la casa de tu mujer, perdón ¡ex mujer! ¡por fin ex!

-Sí acá estoy- escribí.

-Quiero verte, te extraño.

-Yo también- contesté.

-No dejo de pensar en vos y espero ansiosa el momento de vernos, como la primera vez ¿te acordas? ¡Ya hace tres meses!

-¡Cómo olvidarme!

- El lunes olvidé de decirte algo importante.

El lunes Marcos estaba en Rosario, recordé.

-¿El lunes?

-Sí, cuando estuviste en casa.

-¿De qué te olvidaste?

-De decirte que ya te conseguí el dinero para que pagues tu deuda de juego.

No respondí. Era suficiente. Me desconecté de internet y llamé a Rosario, a la casa de los padres de Marcos, me atendió él y corté. ¿Qué deudas de juego tenía? Pero además de deudas era claro que tenía una amante. Entendí por qué Marcos cada noche se quedaba despierto, sus salidas durante las tardes, dejándole a la mucama el espacio de tiempo suficiente para que maltratara a nuestra hija. Y ese sábado por la noche que no durmió en casa y apareció a la mañana, sin decir dónde había estado y con cierto aire de distancia porque no quería  acostarme con él. Como una revelación vino a mi cabeza el llamado del dueño del departamento, reclamando el pago de las expensas. Y reaccioné: desde que Marcos se había ido, no había entrado a la página del banco para chequear la cuenta. Busqué mi laptop, que estaba en el maletín que a diario llevaba a la oficina y entré al home banking. Faltaba una suma equivalente a diez meses de expensas. Hice cuentas para evitar errores. Saqué el cálculo del gasto mensual de la casa y repasé si en los últimos meses podría haber habido un gasto extra por el que hubiésemos necesitado gastar ese dinero. No lo había. Marcos, también, se lo había llevado.

 

-¿Querés que vayamos los tres unos días a Cariló?- me preguntó Francisco.

A los pocos días con el auto cargado con cochecito, bolso de juguetes y valijas, salimos rumbo a la playa. El día anterior, Francisco había comprado música para Valentina y lo primero que hizo apenas arrancó el auto, fue poner el cd. Francisco manejaba, yo iba con él adelante y Valentina en su silla, atrás. Francisco a cada rato la miraba por el espejo retrovisor.

Nos instalamos en el hotel y lo vi preocupado en armar la cama de Valentina para que estuviese cómoda. Después fuimos a la playa. Yo había llevado una lona lo suficientemente grande para que Valentina jugara sentada allí, con el menor contacto posible con la arena. Pero sin que pudiera darme cuenta se había metido un puñado en la boca. Decidimos quedarnos el resto de los días en la pileta del hotel.

Francisco se entretenía sacándonos fotos. En un momento en el que se quedó solo con Valentina, un hombre le dijo:

-¿Querés te saque una foto con tu hija?

Cada noche era él quien acunaba a Valentina para que se durmiera y, durante el día, quien se metía con ella al agua.

Volviendo a Buenos Aires, me miré en el espejo del parasol del auto. El brillo en mis ojos lo decía todo. Miré a Francisco que miraba a Valentina por su espejo y sentí que éramos una familia.