8. GOMERA, PUNTO Y APARTE

Nunca antes había tenido esta sensación. Mi cuerpo responde, parece que el primer Ironman no ha pasado excesiva factura a pesar del intenso calor de ayer en la isla de El Hierro. Es mi cabeza la que no está bien. Estoy inquieto, mucho más de lo habitual en estas situaciones. Y lo más grave: me cuesta respirar. Se lo comento a Suli y ella trata de tranquilizarme, seguro que no será nada, sólo las preocupaciones de ayer, los problemas con el sillín, la soledad del corredor. Respiramos hondo juntos, pero me cuesta llenar los pulmones. Creo que tengo las pulsaciones muy por encima de lo normal. No lo sé, algo me pasa, no soy yo, me siento frágil. Nos levantamos a las cinco y media porque a las siete tenemos que estar en el aeropuerto para coger el avión rumbo a Gomera, donde intentaré completar el segundo Ironman del Red Bull 7 Islands. Como ayer, el bochorno es casi insoportable, demasiado para ser todavía de noche. Desayuno poco, no tengo el estómago en condiciones y me da miedo comer demasiado y luego pagarlo muy caro con una indigestión. Hago la maleta, hablo poco, actúo como un autómata. Abandonamos el hotel y pasamos por delante del Roque de la Bonanza. Aquí nadé ayer los primeros 3,8 kilómetros y me picó la dichosa medusa. Con la cantidad de cosas que han pasado, me da la sensación de que llevo semanas aquí. Qué iluso ayer mientras nadaba, ¿quién iba a imaginar la cantidad de problemas que me daría la bici?

Conducimos hasta el minúsculo aeropuerto y me encuentro con un par de voluntarios que ayer nos ayudaron en la ruta por la isla. Es muy curiosa la sensación de que abran un aeropuerto para ti. Es como estar en la puerta del videoclub y esperar a que abran para devolver el DVD. Uno de los chicos es el guardia civil que quiso prestarme su bici de carbono. El otro es un bombero que me cuenta que en quince años de profesión nunca ha tenido que apagar ningún fuego en el aeródromo. No lo explica como la ventaja propia de un escaqueado, pues él sigue yendo a trabajar de guardia un día tras otro. De hecho, sin querer, me da una lección: debes estar siempre preparado ante cualquier eventualidad.

Vuelvo a darme cuenta de la inmensidad del proyecto. El avión lleva adhesivos con mi nombre. Pensar que tenemos un jet privado sólo para nosotros me devuelve esa leve sensación de vértigo que ayer tanto me carcomió la moral. Subimos, y una charla con el piloto me relaja, no porque lleve años pilotando y en sus manos estamos más que a salvo, sino porque me habla de cosas que no tienen nada que ver con el deporte. Hablamos del archipiélago canario, de lo bonito que es sobrevolarlo si las nubes permiten ver la superficie. Tras media hora de vuelo, aterrizamos en la isla de Gomera. La pista está sobre una colina, y a pocos kilómetros se encuentra la playa de Santiago, donde cubriré la parte de natación. Es como estar en una película de acción. Bajar del avión, subir a una furgoneta también con los adhesivos de Red Bull y conducir hasta la bahía. Ahí nos encontramos de nuevo con la televisión canaria. También ha venido Televisión Española y hablo con todos ellos antes de empezar. Me siento en un banco del paseo marítimo y empiezo a ponerme el neopreno. Cuesta que entre, quizá tenga las piernas algo inflamadas por el esfuerzo de ayer. Suli me mira de reojo, como advirtiendo que ya me intentó convencer de que me iba pequeño. Mientras me tira de las piernas para que el traje entre, acordamos que para mañana pediremos una talla más para no tener sustos. Mejor que no le lleve la contraria. Los vecinos del pueblo pasan a mi lado extrañados. Entre la prensa, los tatuajes y el montón de gente, deben de preguntarse quién es el friki del vestido de goma. Veo a lo lejos una terraza con gente desayunando. Señalan hacia aquí y saludan; éstos parecen haberme reconocido de la tele, que ayer hizo un despliegue muy de agradecer.

Entro en la furgoneta para comer y beber algo. Charlo con una persona de confianza del grupo y le confieso que me sigue costando respirar, que algo no va bien. Sé que la presión acumulada está intentando adueñarse de mí, y también sé que si no venzo la ansiedad, puedo pagarlo muy caro. Intentan tranquilizarme diciéndome cosas que ya sé. Se lo agradezco, pero sus palabras no me ayudan, sólo me convencen un poco más de que mi mente no está ni mucho menos al ciento por ciento. Dudo que alcance el 50 por ciento. Me meto en el agua junto al puerto. En la playa hay un montón de pequeñas embarcaciones de pescador con la quilla hacia arriba. Al fondo del espigón rocoso veo la primera boya. Luego tengo que torcer a la izquierda y nadar en paralelo a la playa entre otras dos boyas. Lo de siempre: esto es un trámite para comenzar lo que me gusta, para empezar a pedalear.

Mientras estoy en el agua, Nacho ha preferido quedarse en tierra para echar una ojeada a todo el material y evitar así sustos como el de ayer con el sillín. Observa que el cambio de la bici tiene problemas y que sólo le queda una hora para resolverlos. Lo que faltaba. Me lo confesará más tarde, por suerte. Si me llego a enterar de lo que ocurre cuando voy dando brazadas, creo que me hubiera ido nadando hasta Barcelona. Parece ser que hay una marcha que no acaba de entrar correctamente y que bloquea el piñón. Pocos minutos antes de salir del agua, un voluntario que es muy aficionado al ciclismo consigue arreglarla. Le ha explicado a Nacho que las bicicletas son como instrumentos musicales: si no están bien afinados, no suenan bien, no funcionan. Mi mánager se queda con la bonita frase, pero no sabe muy bien qué pretende hacer. Visto que no hay otra alternativa, le entrega la Orbea para que obre el milagro. Empieza a tocar la cadena, los piñones. Escucha el engranaje, como buscando la nota perfecta. Hasta que, incluso acercando la oreja al cambio, da con ella cinco minutos antes de que yo termine los 3,8 kilómetros. La Orbea, con el cuadro agujereado tras los problemas de ayer, ya está afinada.

TEMBLOR EN EL INFIERNO

Salgo del Atlántico y tengo frío. No es normal, cuando he entrado hacía un calor terrible. Suli me da la toalla y las zapatillas, y no paro de repetirle que estoy temblando, que el agua estaba helada. Ella me mira algo extrañada porque la temperatura, a las 10.30 horas, alcanza los 31 grados. De nuevo la televisión. Les atiendo encantado y espero que no les importe que aproveche para devorar un bocadillo de aguacate y jamón mientras intento quitarme el traje. Cuando tiro del neopreno, noto que me faltan las fuerzas. Me tienen que ayudar. Pienso que debe de ser porque me va pequeño, no le doy más importancia. Me meto en el coche y vuelvo a confesar que me falta el aire, que no estoy cómodo. Deciden darme una pastilla para calmar los nervios y me pongo la ropa para iniciar los 180 kilómetros de bici. El frío ha pasado un poco, pero no la sensación de que algo no va bien, de que mi cuerpo está debilitado.

Arranco con fuerza el tramo ciclista. Me esperan más de 4.000 metros de desnivel acumulado, una burrada si se tiene en cuenta que el que está considerado el Ironman más duro del mundo, el de Lanzarote, supera escasamente los 2.000 metros. Éste será el más duro de los siete días. Se trata de ir restando. Siempre digo lo mismo: si te pones a pensar en todo lo que te queda, acabarás desesperado. Prefiero ponerme pequeñas metas. Pensar sólo en los próximos quince kilómetros y luego prestar atención a los quince siguientes. Si se me metiera en la cabeza que me quedan más de mil kilómetros en bici y doscientos al trote, estaría perdido, hundido. Pequeñas victorias, pequeños logros, ir haciendo, llenando la moral de diminutos premios que con el tiempo construirán el triunfo final.

Me esperan treinta kilómetros de ascenso criminal. Subidas con una pendiente que en algunos casos superan el 10 por ciento de desnivel. A mi lado, de nuevo la moto con el cámara que me va grabando todo el día. El ruido del motor me adormece, parece como que me olvido de todo. Llevo quince minutos sobre la bici y advierto que nunca, y no exagero, nunca había sudado tanto en mi vida. Noto una fuerte presión en el pecho y que a la mínima que subo de pulsaciones sólo puedo efectuar respiraciones cortas. Tengo la sensación de que si cierro los ojos me iré al suelo, de que no tengo el control del cuerpo, ni mucho menos de la mente. Lo que antes era extremo frío, ahora es un calor insoportable. La furgoneta de asistencia se pone junto a mí en varias ocasiones. Suli saca medio cuerpo y me pregunta si necesito alguna cosa. Me sonríe, pero noto que en su gesto hay preocupación. Ella sabe que algo no va bien. Todos me ven apurado, con el maillot empapado. Digo que no necesito nada con la cabeza y sigo tirando. Llevo sólo un bidón y casi no lo he tocado. No tengo ganas de beber, sólo quiero avanzar para que esta subida termine cuanto antes. Pedaleo y no pienso en nada. Me siento como una pila que se está consumiendo muy lentamente, como alguien que intenta evitar dormirse hasta que el sueño le doblega.

En el kilómetro 15, en una curva de 180 grados a la izquierda, me detengo aprovechando que el equipo me está esperando para ver cómo estoy. Ya en la recta, mientras daba las últimas pedaladas, veía la pequeña silueta de Suli y sabía que sí iba a necesitar su ayuda. Bajo de la bici vacilando y la suelto sin pensar dónde irá a parar. Voy hacia la furgoneta y el silencio de todos hace que note que mi respiración es preocupante. Me dan agua y me colocan hielo en el cuello para que me refresque. Tengo la sensación de que la cabeza me va a estallar. Estoy muy mareado, me tumbo, me cuesta respirar, me ahogo. Jacob, el fisio, decide tomarme la presión. Veo en su cara mucha preocupación, como si nunca se hubiera encontrado en una situación como ésta. Mi tensión está a 8-4, unas cifras muy inquietantes, peligrosamente bajas. Tomo una lata de Red Bull y a los pocos minutos subo a 8-6, todavía insuficiente. Salgo de la furgoneta, ando un poco para evaluar si podré seguir. Me mareo, no estoy bien, pierdo el mundo de vista. Me vienen arcadas y decido provocarme el vómito para ver si así me relajo un poco y me encuentro mejor. Tengo el estómago vacío, no me sale nada. Vuelvo a estirarme. Estoy completamente desorientado y con los minutos no muestro señales de mejoría.

Empieza a plantearse la posibilidad de ir a ver a un médico. Estamos lejos de todo. En la curva hay un desvío que conduce a un pueblo de diez casas. Se llama Targa y está a unos ochocientos metros de altitud, rodeado de palmeras. Me parece que el resto de la civilización está a años luz. Ir hasta el hospital requiere una hora en coche por una carretera de curvas sinuosas. No estoy muy por la labor de tomar decisiones en este momento, pero cuando Suli me dice que lo mejor es que me vea un doctor, no tengo ni un argumento para decirle que no, pues no me veo con fuerzas ni de jugar al dominó. En su cara se refleja mi precaria situación. No tengo fuerzas para seguir con la bici y me quedan 165 kilómetros y otros 42 de carrera a pie. El silencio, a pesar de que me rodean una quincena de personas, sigue siendo sobrecogedor. Sólo el ruido de las fotos de Sebas acompaña el escaso viento y el aleteo de las hojas de palmera. Ya no oigo el motor de la moto y ahora lo prefiero a la incómoda quietud; significaría que sigo en carrera. Me subo a la furgoneta y miro la temperatura que marca el salpicadero: 39 grados. Está decidido: nos vamos a la capital, San Sebastián de la Gomera.

Me cuesta recordar un día en el que haya llorado tanto como hoy. Primero con Suli, por el dolor de la retirada, por la mala suerte que hemos tenido, por todos estos meses de entrenamiento, por toda la paciencia que ha demostrado conmigo. Y más tarde, ya en camino, cuando hablo con mi madre. Me vienen a la cabeza todos sus miedos cuando estoy lejos de casa, y el simple hecho de pensar que está sufriendo a miles de kilómetros de donde estoy me hace sentir que soy el peor hijo del mundo. Escucharla entre lágrimas es muy duro, es devastador el efecto que tiene la voz de una madre cuando está llorando. Por un lado, reconforta saber que está ahí, pero por otro no puedes evitar sentir que también a ella le estoy haciendo daño. Me hace prometer que mañana no volveré a intentarlo, que me cuidaré y haré todo lo que me digan los médicos.

EL PESO DE LA RESPONSABILIDAD

El vértigo es ahora diferente. Antes caía sobre mí la responsabilidad de terminar el reto para no decepcionar a toda la gente que me acompaña. Ahora es distinto. Tendido en el coche, ya sé que no va a poder ser y empiezo a pensar en el día de mañana, cuando tenga que sacar conclusiones, cuando tenga que seguir adelante. Sé que lo lograré porque no sé actuar de otra manera, pero me doy cuenta de que hacía tres años, desde el Sables de 2009, que no me retiraba de una competición. La sensación aquí es distinta: no te vas sólo tú, se acaba para todos. Todos me dicen que ésta era una posibilidad como cualquier otra, que un adiós precipitado entraba en los planes tanto como cruzar exultante la meta del último Ironman, en Lanzarote. Nada me convence. Admito que estoy hundido, es un luto que debo pasar y que, conociéndome, no durará más de un par de días, el tiempo suficiente para reconstruir mi moral y darle la vuelta a la tristeza que ahora me envuelve.

Tras una hora de trayecto, llegamos al hospital de Gomera, y lo primero que noto es el olor de los frenos quemados de la furgoneta. Nacho la ha apretado de lo lindo. Me encuentro un poco mejor y puedo bajar por mi propio pie. Son poco más de la una del mediodía y el termómetro ya ha escalado hasta los 41 grados. No llevo la tarjeta sanitaria encima, quién iba a pensar que hoy acabaría en urgencias... Con el DNI basta. Le cuento a la enfermera lo que ha ocurrido y me reconoce de la tele. «Ah sí, el chico que va por todas las islas», me dice. Mejor dicho, iba, pero sí, ése soy yo. Me coge los datos y entro en un apartado en el que pasaré el resto del día. Me ponen una vía con suero y electrodos para controlar la actividad cardíaca y ahí me quedo, con una de esas batas tan poco agradecidas, con el culo al aire y nadie con quien compartir mi rabia.

Los médicos sólo dejan que Suli entre a verme cada dos horas. Hablamos del Red Bull 7 Islands en pasado, pensando ya en cuándo volver a Canarias para intentarlo de nuevo en mejores condiciones. Admito que participar en la Titan Desert una semana antes de cubrir siete Ironman seguidos no fue una buena idea. De hecho, fue un error. Quise tomarlo como un último entrenamiento, pero la cagué. Respiré mucho polvo, tuve un pequeño golpe de calor y seguro que sufrí algo de deshidratación. Eso, sumado a los problemas que tuvimos ayer y al ambiente irrespirable de esta ola de calor, han acabado por decantar la balanza en favor del sentido común. Tendría que haber escuchado a los que me recomendaron que me olvidara de la Titan. Aprender a escuchar es básico porque sólo de la unión de distintos puntos de vista conseguirás conocerte mejor y tomar las decisiones adecuadas. Yo tomé la mía, escuché, pero me pudieron las ganas de ir a Marruecos. Ahora lo sé y lo admito: me equivoqué.

Mientras estoy en la habitación, una enfermera que parece que me ha reconocido me pregunta si puede hacerse una foto conmigo. A pesar de lo aparatoso de la situación, con todo el cuerpo lleno de cables, accedo encantado. «¿Te importa salir sin camiseta?», me dice. No sé si estoy delirando o si esto es real. ¿Estoy medio muerto y esta chica me pide que me desnude de cintura para arriba? Le digo educadamente que prefiero quedarme como estoy. Lo entiende y nos hacemos la foto. Luego bromeamos y se rompe un poco la tensión. Nunca sabes dónde puedes vivir situaciones cómicas, pero que sea en urgencias... Sin querer, esta jovencita me ha arrancado la primera sonrisa del día.

Pasan las horas y los médicos no me dicen nada nuevo. Como si fuera un consuelo, me explican que hoy han muerto dos turistas en Canarias por culpa de las elevadas temperaturas. La verdad es que no es ningún consuelo. No creo que ayude en absoluto apoyarse en la desgracia ajena, y menos cuando es tan trágica. Ya sé que ha sido un golpe de calor, que me he deshidratado, que he hecho bien en parar y que no puedo hacer deporte al menos en un par de días. Pero ahí sigo, en la cama, con el suero y el pitido de la pantalla que controla mis constantes vitales. Suli me explica que todo el equipo está fuera esperando noticias. Un gustazo, no sólo no están cabreados por el abandono, sino que están preocupados por mí. Su actitud me da una nueva lección. Todos han tenido fe en mí, han dejado muy lejos sus hogares para compartir este proyecto inédito conmigo y, lo que es más importante, están a mi lado cuando las cosas van mal. Su esperanza me da todavía más fuerza para recuperarme. Sigo pensando en cuándo podremos regresar, en qué época del año, de qué manera podré soportar mejor la presión, qué errores técnicos no deben repetirse, qué talla de neopreno es la correcta para evitar broncas, cómo erradicar las medusas de la Tierra. Por ellos y por todos los que alguna vez han confiado en mí, debo levantarme de este golpe. Es hora de asumir la derrota.

Hablo con los médicos y me dicen que su intención es mantenerme en observación toda la noche. Sé que quieren lo mejor para mí, pero no puedo más. Necesito salir, estar con los míos, olvidar el paso por urgencias. Son casi las once de la noche y ahí siguen todos. Están fuera, a treinta grados, charlando sentados sobre la acera o en el maletero de la furgoneta, bebiendo unas cervecitas que ha ido a buscar Nacho. Me ven salir y vienen a buscarme. Me aplauden y no sé por qué lo hacen. Me he retirado, se acabó el reto, y me aplauden. Están contentos de verme y retengo, no sin esfuerzo, las últimas lágrimas del día. Les aplaudo a ellos. Menuda victoria tenerles aquí. Nos subimos a los coches y vamos al hotel. Mañana será otro día. Mañana será el momento de volver a empezar. Esto ha sido un bache, una piedra en el camino.

Llegamos al hotel pasada la medianoche, pero conseguimos que nos den de cenar. Nos sentamos todos juntos en una gran mesa y esto se convierte en una fiesta, con brindis incluidos. Son increíbles, una gran familia. No puedo más que agradecer su compañía. También por ellos, esto no puede terminar aquí de ninguna manera.

Podría parecer que es así, pero no. Nadie me convencerá: mi límite no está en Gomera.