2. «SEÑORA AJRAM, BUSQUE COLEGIO»
Mi madre me mira de reojo. Voy por la tercera lata de refresco y atisbo en sus ojos la advertencia: que sea la última. Es viernes, mañana me voy a la Titan Desert 2012 y ceno en casa de mis padres. Nos vemos menos de lo que me gustaría, seguramente por culpa de la locura en la que se ha convertido mi vida. Nos ponemos al día, pero rara es la ocasión en la que hay tiempo para profundizar; supongo que lo importante es vernos y comprobar que estamos bien, que seguimos pensando los unos en los otros. Hoy, sin embargo, es distinto. Nos da por hablar más de lo habitual. Más vale que sea así porque mamá Tarés parece que ha preparado comida para quinientas personas y no va a ser nada fácil acabar con todo. Croquetas, tortilla de patatas, jamón del bueno, chuletón, patatas fritas, pan con tomate, un poco de ensalada para disimular..., nada muy complicado, pero todo exquisito, como todas las cenas que las madres preparan cuando sus hijos vuelven a su primer hogar. Ahora me marcho a Marruecos para participar en el Dakar de la mountain bike, con 680 kilómetros en seis etapas, y dentro de dos semanas vuelo a Canarias para enfrentarme al reto deportivo de mi vida: el Red Bull 7 Islands. Quizá por eso, porque se avecinan acontecimientos importantes, nos da por echar la mirada atrás, repasar el pasado para saber cómo hemos llegado hasta aquí. Tengo treinta y cuatro años y esta noche estoy descubriendo detalles de mi propia vida que no conocía. Da gusto ver cómo tus padres hablan de ti, cómo se sienten orgullosos, cómo te analizan y te desnudan con precisión suiza, cómo sientes su preocupación por los momentos malos, cómo en todas sus palabras te vas viendo reflejado. Sus vidas, al fin y al cabo, son el origen de la mía. Y sus experiencias, sus retos, sus inquietudes, sus decisiones pasadas y su empuje en momentos decisivos son la semilla sobre la que se creó mi persona, tanto en lo bueno como en lo malo. Me fijo en los gestos de mi padre y me veo cruzando las manos sobre el pecho. Escucho la tozudez de mi madre y ahí estoy yo, un tipo terco y orgulloso.
Jamil Ajram y Rosa María Tarés son mis padres. Él es sirio. Un tipo de estatura imponente. Ella es más menuda, con cara de no haber roto un plato en su vida. Ambos son pediatras y trabajan en Barcelona. Su condición de médicos les genera un plus de sudoración cada vez que tomo un avión para, como lo llaman ellos, «hacer una locura» de las mías. Admito que debería escucharles un poco más, aunque sea para calmar un poco la ansiedad que les debe de crear tenerme lejos y tan expuesto a posibles complicaciones físicas. Les digo que también te puedes caer en la ducha, que cualquier deporte tiene sus riesgos, pero no cuela, mis argumentos son demasiado primarios. «¿Crees que nacimos ayer o que somos tontos?», sueltan, con una ceja subida. Y acabo optando por callar, por admitir que no debe de ser fácil estar en su pellejo. Bajo la cabeza, miro el plato, engullo y aguanto sus comentarios sobre el riesgo de correr dos maratones seguidos o el sinsentido de nadar diez kilómetros sin parar.
Ambos practicaron deporte en sus años mozos, hasta que llegó un momento en el que el ejercicio ya no requería vestirse de corto. Para ponerse en forma, bastaba con ir detrás de mí y de mi hermano pequeño, Jacinto, cuatro años menor que yo. Mi madre jugó al tenis. Me cuenta que tuvo profesor desde muy pequeña y que jugaban en Coma-Ruga, un pueblo de Tarragona. Luego se apuntó a un club de Montjuïc, el Pompeya, donde iba un par de veces a la semana, incluso cuando ya estaba trabajando en un ambulatorio.
Mi padre vivió hasta los veinte años en Damasco, y durante la adolescencia se inició en el boxeo junto a dos de sus primos. Aunque la actividad era amateur, insiste en dejar claro, usando las manos para gesticular, que las hostias se daban igual de fuertes. Su nariz, con el tabique roto, da fe de que aquello no eran simples cachetes. Puedo imaginarlo, más contundente que rápido y hábil en su estrategia, en peleas en gimnasios de barrio organizadas en su Siria natal. También hizo sus pinitos en la lucha libre. Todo fue bien hasta que un día, en un combate contra un contrincante que le doblaba en talla, peso y experiencia, le dieron un revolcón que le dejó inconsciente durante diez minutos. «Ese día abandoné la lucha», admite, sin rencor hacia ese animal que logró vencerle. Me gusta su manera de explicarme la historia. Cierto que han pasado muchos años, pero da la sensación de que aprendió que en la vida hay que conocer dónde está el tope de la fuerza de cada uno. Su límite en la lucha estuvo en ese combate. Lo aceptó, miró hacia delante y encontró nuevos retos personales. Admiro de él su tenacidad. Siempre me ha enseñado a luchar por mis sueños aunque parezcan inalcanzables a primera vista. Quizá sea una cuestión genética, quizá por eso me gusta encontrar mi propio límite. Siempre me admiró de mi padre la fuerza de su mirada. No te quita el ojo de encima, pocas personas me han demostrado una personalidad tan fuerte como él. Intento imitarle, ser igual de fuerte. Quizás algún día lo consiga.
PADRES COMO NIÑOS
La cena es una continua batalla dialéctica entre mis padres. Yo voy comiendo y dejo que se comporten como si estuvieran en su primera cita. Se cortan constantemente, incluso cogiendo al otro de la mano para ver si así, con el contacto, se da por aludido y se calla de una vez. «El deporte preferido de tu padre es hablar. ¿A quién crees que has salido con esa facilidad de palabra que demuestras en la tele?», bromea mi madre. Me gusta verles. Mientras les escucho, me acuerdo de las largas cenas con Jacinto y mis padres. Quizás antes, cuando vivíamos con ellos, no nos dábamos cuenta de lo importantes que son estos momentos en familia. Siempre queremos lo que no tenemos, y yo, estos momentos, los echo de menos.
Mamá me cuenta que cuando empezaron a salir, ella se iba con mi abuelo, que también era pediatra, a pasar consulta en domicilios particulares, mientras que su futuro marido se marchaba a la Facultad de Medicina a charlar. Resulta que a papá le encantaba presentarse en la universidad para buscar gente con la que poder dialogar sobre cualquier asunto, fuera de actualidad o de historia, que mereciera un buen intercambio de impresiones. En los países árabes es muy habitual que los hombres acudan a las plazas para mantener largas conversaciones. Supongo que eso es algo que quiso aplicar a la manera catalana, en las facultades, donde por aquel entonces, pocos años antes de la Transición, se cocía la creatividad intelectual del momento.
Jacinto y yo estudiamos en el Colegio San Ignacio, en la parte alta de Barcelona. Fuimos a esta y no a otra escuela porque las instalaciones deportivas eran quizá las mejores de la ciudad. El tema religioso no era importante para mis padres, pero sí el hecho de tener buenos campos de entrenamiento en los que correr y llegar a casa destrozados. De haber salido niñas, nos hubieran llevado a otro lugar, confiesa mi madre. Empecé a jugar al fútbol, pero pronto se demostró que soy un tipo bastante mediocre con una pelota en los pies. Con doce años me apunté a baloncesto. Ya era un chico alto, así que se trataba de sumar dos más dos: estaba destinado a acabar en una cancha.
Los tiempos del baloncesto fueron muy buenos; la verdad es que guardo muy buen recuerdo de esos años. Dos días de entrenamiento por la tarde y el partido del fin de semana. Éramos como una familia en la que nos juntábamos gente de mi curso con algunos del curso superior. Conseguimos montar un equipo muy competitivo. A escala individual, yo no lo hacía nada mal, y conseguí ganarme un puesto fijo en el cinco inicial. Ganamos la liga escolar de Barcelona y llegó un momento en el que el Barça se interesó por mí. Mis padres lo evaluaron, pero el colegio les convenció de que desistiéramos porque era muy arriesgado. Sólo los muy buenos llegan a algo en el deporte profesional, y muchos de los que no lo consiguen quedan marcados, mal marcados. Mi madre se arrepiente de no haber aceptado por una razón que me resulta muy curiosa: «Si hubiéramos dado el sí al Barça, lo máximo que podría haber pasado es que te fueras a Estados Unidos a jugar en la NBA. Te echaríamos de menos, pero estarías a salvo y te podríamos ir a ver de vez en cuando. En cambio, mira ahora, ¡jugándote la vida por todo el mundo!». No puedo evitar reírme. ¡Yo en la NBA! Eso es amor de madre y lo demás son tonterías. Me acabó fichando un equipo de L’Hospitalet de Llobregat, donde la disciplina de club era mucho más dura que en el colegio. Si faltabas a un entrenamiento, no jugabas el sábado; era así de simple. No fue nada fácil ese cambio de dinámica. Pasé de estar entre algodones a formar parte de un club rígido, con normas que rozaban lo profesional. Me considero un tipo que sabe jugar en equipo, pero tengo que admitir que siempre me ha costado acatar órdenes, más aún si no estoy en absoluto de acuerdo con lo que me exigen. Fue precisamente este pequeño rasgo de mi personalidad lo que acabó de manera precipitada con mi carrera de jugador de baloncesto.
Ya ni me acordaba de lo que ocurrió, pero mi padre lo explica como si hubiera sucedido ayer. «Jugabais un partido muy importante contra el eterno rival. Tú anotaste veinticuatro puntos, pero al final os ganaron por uno en el último segundo tras un partido apasionante en el que podía pasar cualquier cosa. El entrenador perdió los papeles y empezó a llamaros de todo, que si erais burros, unos perdedores, que menuda vergüenza... Tú te enfrentaste a él y te mandó al vestuario. Te dijo que no salieras si no era para pedirle perdón. Como no volvías, bajé para hablar contigo. Me lo contaste todo y te pregunté si tenías intención de pedir disculpas. Dijiste que no. Yo, como padre, lo tuve claro: te dije que lo mandaras a la mierda y que nos fuéramos a casa.» Debía de tener diecisiete años y ya era una persona de ideas fijas. Puedo equivocarme, como todo el mundo, pero me gusta defender mi punto de vista y no puedo soportar que nadie intente imponer el suyo por el simple hecho de creer que está uno o varios peldaños por encima del resto de las personas. Ese día, ese sábado, se acabó el baloncesto para mí. No volví a jugar nunca en ningún otro equipo. Lo admito: soy una persona de extremos. O todo, o nada. Recuerdo que hace poco me invitaron a dar una conferencia en un club social muy selecto de Barcelona. Me pidieron que fuera con corbata, ya que era obligatorio llevarla. Les dije que no, y visto que no cedían, opté por no ir, por mucho que esa charla pudiera resultarme beneficiosa. Si tienes principios, aunque sea en una tontería como ésta, debes mantenerlos con todas las consecuencias, sin permitir que nadie pase por encima de ti. Me gusta escuchar todos los puntos de vista, pero no puedo soportar el dogmatismo, las ganas de adiestrar a la gente, la voluntad de imponer un pensamiento único que convierta a los demás en simples marionetas. Creo que sólo así se consigue ser uno mismo y no perder la esencia que te hace único. Ojo, quizá me equivoque, pero no me ha ido nada mal.
UN BOY SCOUT PECULIAR
Fui un estudiante bastante malo. «Aprobabas la gimnasia y poco más», se encarga de recordarme mamá Tarés. Resulta que los profesores invitaban a mis padres todos los años a que buscaran una alternativa porque igual ese curso iba a ser el último. «Señora Ajram, busque colegio», le decían, en un arrebato de sensibilidad. Así lo hacían, pero entonces yo superaba todos los exámenes de la última evaluación y pasaba de curso sin problemas. Ahora, como padre, puedo imaginar lo mal que lo pasaban viendo que su hijo no se tomaba los estudios con la debida seriedad. Todo el año sin pegar golpe y al final aprobaba sin problemas. Para ellos, supongo que era desesperante, más aún si tenemos en cuenta que mi hermano era un hacha con los estudios.
Mis padres también me apuntaron al grupo de boy scouts del colegio. Raúl, un buen amigo de la clase, contaba cosas brutales sobre las excursiones a la montaña. Tenía que probarlo. Estuve sólo dos o tres años, pero recuerdo bien una anécdota que liga mucho con mi manera de hacer las cosas. Estábamos siguiendo una ruta por el Pedraforca y ese día nos tocaba recorrer unos quince kilómetros. Al día siguiente había que hacer otros quince, así que propuse a los monitores que hiciéramos treinta de golpe para poder descansar un día entero. Nos pegamos la gran paliza, pero a la mañana siguiente pudimos relajarnos y eso me encantó, esa sensación de haber sido líder por un día, de haber planteado algo que había salido bien. De esa etapa recuerdo una anécdota de la que ahora, pasados los años, puedo reírme. Se la cuento a mis padres y casi se caen de la silla, ellos no se acordaban. En unos campamentos de verano en La Llosa, en el Pirineo catalán, me sucedió algo tan humillante como divertido. Durante muchos días, supongo que por la falta de costumbre, me fue imposible ir de vientre. Llegó un momento en el que el dolor de barriga era algo inaguantable. Empezó a molestarme más de la cuenta y sólo había una solución: lavativa. Madre mía, qué dolor. Me la puso un monitor que se llamaba Fabián y que estaba estudiando medicina. ¡Mi culo un campo de pruebas para un aspirante a médico! Recuerdo que mis amigos estaban fuera de la tienda de campaña y les oía partirse el culo, nunca mejor dicho. ¡Menudos cabrones! La maniobra fue todo un éxito. Al momento me sentí estupendamente, pero nadie me quita el mal rato y la cura de humildad que tuve ese día en la montaña, un terreno que te pone en tu sitio. Cuando me encuentro a alguno de los compañeros, y de eso hace ya veinte años, todavía se acuerdan de mi mal rato dentro de esa tienda.
Tras el bache del baloncesto, tenía que encontrar un deporte que me motivara. Gané algún dinero organizando una fiesta del colegio y me compré una bici, no sin antes escuchar el sermón de mis padres sobre administrar bien el dinero. Ellos se acuerdan bien del día en que llegué a casa con mi nueva adquisición, incluso del precio: 80.000 pesetas. En mi vida, nunca había ido en bicicleta de manera seria, sólo en los típicos veranos de infancia con la BH destartalada. El ciclismo me atrapó de inmediato. Iba en bici a todas partes y a los tres meses ya me estaba apuntando como un loco a todo tipo de competiciones de mountain bike. Nunca de carretera, a mi madre le habría dado un soponcio y me hubiera matado a collejas si me hubiese puesto a rodar entre coches que me rozaran a toda velocidad sobre el asfalto. Recuerdo que era la época dorada de Miguel Induráin en el Tour de Francia. Verle doblegar a grandes ciclistas como Tony Rominger, Bjarne Riis, Alex Zülle, Gianni Bugno, Piotr Ugrumov o Marco Pantani fue toda una inspiración. En el salón en el que hoy cenamos teníamos antes un sofá y una tele. Me sentaba y me pasaba todo el día viendo las etapas. Casi ni comía. Estoy convencido de que sin Induráin hoy no sería quien soy. Fue definitivo para que me dedicara a esto. Me enganchó de inmediato. Tenía una visión periférica brutal. Sabía perfectamente cuál era el mejor momento para atacar. Siempre respetó al rival y se ganó la admiración de todos. Era un fuera de serie no sólo dentro del ciclismo, sino también al margen de éste. Un auténtico regalo para todos los amantes de este deporte que tantas alegrías nos ha dado en estos últimos años. Al margen del maldito dopaje, por supuesto...
Recuerdo que el padre de una novia del colegio también era muy aficionado a la gran ronda francesa. Nos llevó en coche a ver una etapa en directo, en el Peyresourde, cerca de Bagnères-de-Luchon. Era magnífico ver cómo subían el puerto después de llevar recorridos ya doscientos kilómetros de la etapa. Lo de este deporte es épica de verdad. Puede que sea uno de los peor pagados en relación con el esfuerzo físico que se realiza. Si se compara con el fútbol, es casi un insulto. Ver al ciclista de Banesto pasar a mi lado me dio alas para entregarme todavía más a la bici. Todo el mundo tiene un momento en el que comparte espacio y tiempo con un ídolo. Mi momento, fugaz pero intenso, fue ése, en esa carretera secundaria en la que Induráin me infundió orgullo y ganas eternas de seguir pedaleando.
APRENDER DE LA MALA SUERTE
Mis padres volvieron a volcarse en el deporte de su hijo. Les tocaba levantarse a las seis de la mañana para que el niño pudiera participar en una carrera en un lugar a dos horas en coche de casa. Me inicié con la vuelta a la Cerdanya, dos etapas de cien kilómetros cada una. La primera fue bien. Resultó dura, pero logré terminarla en condiciones. En la segunda jornada, cuando me faltaban treinta kilómetros para llegar a la meta, abandoné. Estaba totalmente destrozado, no podía dar una pedalada más. Tenía la suspensión rota, pero eso no era excusa; simplemente me había quedado sin fuerzas. Me dijeron que tenía que volver andando al camping, y así lo hice: me tocó patear cuarenta kilómetros con la bici a cuestas, algo difícil de olvidar. Mi padre también se acuerda de una carrera Gòsol-Berga muy bonita. Ya había adquirido más experiencia y empecé a conseguir algunos buenos resultados. Algunas medallas y trofeos permanecen en la que fue mi habitación durante veintiún años. Ese día iba segundo y a cinco kilómetros para cruzar la meta pinché las dos ruedas a la vez. No se puede tener peor suerte. «En esos tiempos tuviste muchos pinchazos, y aunque te ponías de muy mal humor, como habría hecho yo, nunca tiraste la toalla, sino que seguiste adelante», me cuenta mi padre.
Jamil y Rosa María siguen hablando de las carreras que compartimos. Hablan con pasión, como echando de menos esos años de tanto sacrificio en los que volvían de guardia del hospital, dormían un par de horas y conducían otras dos para llevarme a la competición. Su sonrisa me produce una satisfacción inmensa y hace que me arrodille ante todo lo que han hecho tanto por mí como por mi hermano. Antes citaba a Induráin, pero creo que mi verdadera inspiración han sido ellos. Muchos deportistas deben lo que son a sus padres. Yo no soy un atleta profesional, pero si algo he conseguido en esta faceta de mi vida, ha sido gracias a ellos. También debo agradecérselo a Jacinto, cómo no. Él también me ha dado buenas lecciones de vida. Siempre fuimos muy distintos, pero ahora nos une la pasión por el deporte. Es más calculador, menos pasional, más racional. Es pura estrategia, un tipo que seguro que conseguirá todo lo que se proponga. Mi madre dice que somos como la noche y el día, que yo soy como mi padre y él se parece más a ella. Él ha tenido la vida que cualquier madre querría: buen estudiante, felizmente casado y con un trabajo estable. Yo tomé otros caminos, pero creo que ahora están orgullosos de que sus dos hijos sean felices con las vidas que han escogido.
¿Cómo compensar todo lo que mi familia ha hecho por Josef Ajram? Nunca encontraría la manera, y tampoco ellos se han sacrificado esperando algo a cambio. Sólo puedo darles las gracias, aunque quizás hay algo que compensa toda esa dedicación: Morgana, mi hija de dos años que vive con su madre en Lleida. Nos divorciamos al poco de nacer la pequeña porque nuestras maneras de ver la vida eran completamente opuestas y nos dimos cuenta de que ninguno de los dos podría crecer si no lo hacíamos por separado. Los fines de semana que está en Barcelona, mis padres son las personas más felices del mundo. Lo pasan en grande con ella y les encanta que, aunque la vean poco, los reconozca como sus abuelos. A mi madre le cambia la cara cuando habla de mi pequeña. Mi padre se hace el duro, pero me explica que Morgana le llama por su nombre y él se parte de risa. Tener un hijo te cambia la perspectiva de las cosas. Te haces mayor de repente y lo tienes en tus pensamientos en todas las decisiones importantes. Sólo espero que cuando sea mayor no me vea como un padre poco ortodoxo. No me importará que me vea como un padre distinto, pero padre, al fin y al cabo.