VIII. APARECE LA VALENTÍA

1. Más allá de la Psicología

En este punto, la investigación va a cambiar de rumbo. Hasta aquí he hablado de un sentimiento —el miedo— y de cómo enfrentarse a él y meterlo en cintura cuando adquiere un poder excesivo. Nos hemos movido en el campo de la psicología, ciencia necesaria que, sin embargo, se extralimita al pretender monopolizar la explicación —y dirección— del comportamiento humano. Vamos a encararnos con lo que en una mirada superficial podríamos considerar el antónimo del miedo: la valentía. El lector puede pensar que seguimos en el dominio psicológico, pero le desafío a que me presente una teoría psicológica del valor. Lo más cercano a ella serían las investigaciones sobre el coping —es decir, el atontamiento de los problemas o del estrés— y los estudios sobre los conflictos entre las tendencias de acercamiento y alejamiento que vemos en los animales y en los humanos. Pero ya comprobaremos que no es lo mismo. Una cosa es enfrentarse al estrés y otra actuar valientemente, ya que esto puede aumentar el estrés. Una cosa es que se imponga la tendencia al acercamiento y otra el valor. Cuando un perro duda entre acercarse o no a un recipiente de comida —que está relacionado en su memoria con un castigo previo—, y acaba haciéndolo cuando el hambre azuza, no se puede decir que se esté comportando valerosamente, sino siguiendo una especie de física de las motivaciones.

Ante todo, hay que distinguir entre tener miedo y ser un cobarde, porque son fenómenos que pertenecen a niveles distintos. El miedo es una emoción, la cobardía es un comportamiento. Y sólo podemos identificarlos si afirmamos que entre la emoción y la acción no hay ningún intermediario, si aceptamos que el deseo conduce al acto irremisiblemente, es decir, si negamos la libertad, cosa que la psicología hace con extremada facilidad, porque la libertad es un escándalo para la ciencia. El valor, el coraje, la valentía no son fenómenos que se agoten en sus mecanismos psicológicos. Como, al parecer, los psicólogos lo han olvidado, me parece oportuno recordar lo que mi maestro Husserl dijo acerca del psicologismo. Cuando multiplico, estoy sin duda utilizando mecanismos neuronales, pero quien me dice si una multiplicación es correcta no es la buena conexión de las neuronas, sino la tabla de multiplicar; no es la psicología, sino la aritmética. Al hablar de la valentía, nos instalamos en un nivel distinto al psicológico, lo mismo que al hablar de matemáticas. Sin duda, este nivel está fundado en la psicología, que a su vez está basada en la fisiología y ésta en la química y la física. Pero no se puede reducir un nivel a los inferiores, porque en cada uno de ellos se da un salto de fase y aparecen propiedades que en el anterior no existían. Ahora vamos a hacer la crónica de uno de esos saltos, en el que aparece un fenómeno humano, que no es psicología, ni fisiología, ni química, ni física, sino algo que emerge de ellos, como la vida surge de la química del carbono.

El panorama es el siguiente. El ser humano siente míe— do y responde psicológicamente al miedo con mecanismos muy próximos a los que usan los animales: huida, ataque, inmovilidad y sumisión. Biológicamente, el miedo no plantea ningún problema. ¿Qué otra cosa va a hacer el ciervo sino huir del leopardo? ¿Qué otra cosa va a hacer el escarabajo sino hacerse el muerto cuando lo toco? Son respuestas adaptativas eficaces para todos los animales. Pero el hombre no se encuentra cómodo en esas rutinas tan contrastadas. El ser humano quiere vivir por encima del miedo. Sabe que no puede eliminarlo, sin caer en la locura o en la insensibilidad, como ya decía Aristóteles, pero quiere actuar «a pesar» de él. Aquí se revela nuestra naturaleza paradójica: no podemos vivir sin que nuestros sentimientos nos orienten, pero no queremos vivir a merced de nuestros sentimientos. Para resolver esta contradicción, la inteligencia ha inventado, además de las consultas psi, las formas morales de vida, aquellas que no surgen sin más de los sentimientos, sino de los sentimientos regulados por la inteligencia creadora, una de cuyas invenciones es la ética. La psicología, a lo más que llega es a la salud. La ética habla del bien y de la nobleza.

La valentía se mueve, pues, en el campo de la inteligencia creadora, que aspira a superar nuestra naturaleza animal, a bailar sobre nuestros propios hombros, como decía Nietzsche. Lo nuestro no es «sobre-vivir», sino «supervivir». Esto no quiere decir vivir por encima de nuestras posibilidades, lo que sería quimérico, sino por encima de nuestras realidades. Lo nuestro es aspirar a un proyecto de vida que, antes de existir en la realidad, sólo existe en nuestra mente. Ningún hombre —en estado natural— puede saltar más de dos metros de altura, ni volar, ni trepar a la cima del Everest. Tiene primero que inventar un proyecto y entregarle el mando de su acción y comenzar a buscar o a crear los medios para realizarlo. Los sabios griegos afirmaron que Prometeo fue el iniciador de la cultura humana. Robó el fuego a los dioses, que le condenaron por su hybris, por su soberbia. Somos, sin duda, desmesurados. Nuestra naturaleza nos impulsa a ampliar nuestra naturaleza, a recrearla. Recuerde aquella prédica exaltada de Pico della Mirandola en su Discurso sobre la dignidad del hombre, en la que Dios confía al hombre un secreto: «No te he dado esencia ninguna, para que así tengas que crearla». Aunque lo parezca, no estoy hablando de un orgullo estúpido, porque nuestras limitaciones son demasiado evidentes. El frágil Rilke lo dijo: «¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo.» Uberstehn ist alies. ¡Qué palabra tan misteriosa! Sobreponernos. Ponernos, como podamos, por encima de nosotros mismos. No se trata sólo de aguantar al enemigo, sino de aguantamos. ¿De qué estamos hablando cuando decimos: Es que no me soporto? ¿Quién es el yo soportante y el yo soportado? Nietzsche, que toda su vida luchó por sobreponerse a su vulnerabilidad, y que creía hablar del poder cuando estaba en realidad confesándonos su nostalgia de la valentía, escribió: «Y este secreto me confió la Vida misma: He aquí, dijo, yo soy aquello que debe siempre sobrepasarse a sí mismo». La gran paradoja.

Tal vez por un resabio de su carácter que le hizo menos sabio, Heidegger creyó que la angustia era el sentimiento que revelaba la esencia del ser humano. Estoy seguro de que se equivocó. Es la valentía, es decir, nuestro afán de enfrentarnos a la angustia, lo que define nuestra esencia, esencia que nos pone constantemente en dificultades. Pero esto forma parte del guión. A lo que entrañaba dificultad llamaban los filósofos medievales lo arduo, e, introduciendo criterios morales verdaderos pero precipitados, opinaban que lo arduo no era valioso por ser difícil, sino al revés. Era difícil por ser valioso. Lo de precipitado lo digo porque cuando se pregunta a un alpinista por qué ha sufrido tanto para subir a una montaña, y responde «Porque estaba ahí», no nos está hablando de lo valioso que es llegar a la cima —una vez en ella lo único que se puede hacer es descender—, sino del valor del reto, de la atracción de lo dificultoso. Tomás de Aquino, en uno de esos detalles de genio que me reconcilian con él, definió lo arduo como lo elevatum supra facilem potestatem animalis, lo que supera las facultades animales, que son facultades de lo fácil. ¡Fantástica idea! El animal y el cobarde siguen siempre la lógica de la facilidad, que es a lo que todos nos sentimos tentados. Vladimir Jankélévitch —un penetrante analizador de los sentimientos humanos— dice en uno de sus libros: «El miedo es, como la mentira, una tentación de la facilidad». Ya he mencionado las relaciones entre la mentira y el miedo. ¿Por qué voy a esforzarme, cuando es tan fácil claudicar? ¿Por qué voy a decir la verdad, cuando es tan fácil mentir? Pensar la verdad y decirla entra dentro de lo arduo, que empieza a delinearse como una heredad incómoda pero irremediablemente nuestra. Recuerdo una anécdota que cuenta Antoine de Saint-Exupéry en Terre des hommes. Va a visitar en el hospital a Guillaumet, un amigo piloto que ha tenido un accidente en los Andes y que ha conseguido atravesar las montañas heladas. Al contarle su aventura, Guillaumet le dice: «Lo que yo he hecho, te lo juro, no lo habría hecho ningún animal». Me recuerda también una frase atribuida a Caballo Grande, jefe de los sioux: «Un guerrero —el guerrero ha sido siempre el prototipo del valiente— es aquel que puede atravesar una tormenta de nieve cuando ningún otro puede hacer lo». No creo que necesite advertir al inteligente lector que si al hablar del miedo pasamos de la noción de «peligro» a la noción de «lo difícil» estamos dando a la valentía un ámbito de acción mucho más amplio, cotidiano y cercano. La pereza puede ser un tipo de cobardía, por poner un ejemplo. Y entendemos que Gracián elogiara la pintura de Velázquez diciendo que «pintaba a lo valiente», es decir, arrojándose al lienzo con determinación y sin cautelas.

En muchas ocasiones he afirmado que nuestra búsqueda de la felicidad es con frecuencia desgarradora, porque estamos movidos por dos deseos contradictorios: el bienestar y la superación. Necesitamos estar cómodos y necesitamos crear algo de lo que nos sintamos orgullosos, y por lo que nos sintamos reconocidos. Una actividad que dé un sentido a nuestra existencia, por muy ilusorio que sea ese sentido. Tenemos, pues, que armonizar anhelos contradictorios. Necesitamos construir la casa y descansar en ella. Necesitamos estar refugiados en puerto y navegando. Ahora puedo completar la descripción. Aspiramos a huir de la angustia y a enfrentarnos a ella. La búsqueda obsesiva del bienestar fomenta el miedo, nos convierte a todos en sumisos animales domésticos, y la sumisión es la solución confortable —y por eso amnésica— del temor. La valentía, en cambio, nos libera, pero —molesta contrapartida— nos hace perder parte del bienestar. Hace despertar en el gatito modorro al felino libre que vive, sin duda, menos cómodo, sin calefacción, sin cestito, sin comida puesta, y sin arrumacos. Nos lanza al descampado, que es el territorio de la libertad y de la creación.

2. ¿Pero qué es el valor?

Todas las culturas han elogiado unánimemente el coraje. Y todos nosotros comprendemos a Oliver Goldsmith cuando dice que no hay nada más conmovedor y bello en el universo que «una persona buena luchando contra la adversidad». Hamlet, el primer héroe moderno de la literatura, sufre la tortura de tener que sobreponerse al miedo y actuar. Gary Cooper en Solo ante el peligro nos emociona con la soledad del valiente que siente mucho miedo y se sobrepone. Hay una fascinación omnipresente por el valor. Cuando Nietzsche se preguntaba: «¿Qué es bueno?», y contestaba: «Ser valiente es bueno», estaba dando voz a un sentir universal. Pero en asunto de tanta trascendencia había que afinar más, y los griegos, padres de nuestra cultura, que decidieron sistemáticamente no admitir gato por liebre, y por eso inventaron la ciencia, se esforzaron en definir el valor. Al hablar de ellos, no estoy haciendo historia, sino genealogía del alma del lector y de la mía, que son resultado de un permanente laboreo de la intimidad humana a través de los siglos. Nuestros afeaos surgen de la naturaleza, pero a estas alturas son ya muy poco naturales. Para comprender nuestra postura ante la realidad, nuestros sentimientos, la razón por la que vemos como evidentes cosas que no lo son, debemos remontar el curso de la historia, las invenciones afectivas, las largas y enrevesadas peripecias del corazón humano. Igual que nuestra amígdala conserva miedos biográficos olvidados, hay una amígdala histórica que conserva terrores o esperanzas lejanísimas. Vivimos en un mundo heredado, en el que cada objeto remite a una genealogía caudalosa, donde cada cosa es una gigantesca memoria solidificada, una huella que remite a unas vidas pretéritas, una luenga historia de familia. La historia de la valentía —que está aún por hacer, y que voy a esbozar— es un ejemplo precioso de lo que digo.

La moral, en su comienzo, fue el modo de vivir de los nobles. Y la valentía era una de sus cualidades distintivas, que se convertía así en un primer criterio de estratificación social. El valor es lo que caracteriza al caballero. La sumisión es lo que define al súbdito. El valiente es el distinguido, el mejor, el aristós, el que se pone deberes a sí mismo, el que se exige más, el que se atreve. El cobarde es la masa. «El miedo es la prueba de un bajo nacimiento», sentenció Virgilio (Eneida, IV, 3). «Esclavo es el que no se atreve a morir», dictaminó Hegel, protegido en su cátedra. Para reforzar la urgencia de ser valiente, se creó todo un imaginario de gloria y vergüenza. Las novelas de caballerías, que fascinaron durante siglos a los lectores europeos, crearon una mitología del valor. Sancho Panza es medroso, don Quijote esforzado: «El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos. Y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo; que solo me basto a dar a la victoria a la parte a quien yo diera mi ayuda». Dejadme solo ante el peligro, es la orden del caballero. Orlando furioso, un bestseller del siglo XVI, cuenta la historia de un «paladín inasequible al miedo», y hasta la mística Santa Teresa de Jesús soñaba con hazañas de caballerías.

Hasta aquí el valor tiene un contenido bélico. La valentía es la cualidad del soldado, y el elogio del valor era un modo de lanzarle animoso a la guerra. Incluso el poco heroico Aristóteles lo dice: «En el más alto sentido se llama valiente al que no tiene miedo de una muerte gloriosa» (Et. Nic., 1115b). Y no hay muerte más gloriosa que la que sobreviene en la batalla defendiendo a la patria. En la Edad Media, los caballeros son los defensores, los soldados distinguidos, los que protegen a los demás.

Con la Revolución Francesa —escribe Delumeau— el pueblo conquista el derecho al valor. Ya no necesita aristocracia que lo tutele. El ciudadano es capaz de defenderse a sí mismo. La obsesión de los estadounidenses por defender su derecho a tener armas procede de ahí. No necesito que nadie me saque mis castañas del fuego. La valentía se democratiza. Sin embargo, la democracia puede entenderse de dos maneras. A la francesa: nadie es noble. A la anglosajona: todos somos nobles. Son dos temples vitales distintos. Los demócratas americanos consideraron que el valor individual era una virtud cívica, necesaria para fundar la república. Los franceses consideraron que todo ciudadano era soldado, e inventaron el servicio militar obligatorio. En América, apareció un individualismo receloso del poder político. En Francia, apareció Napoleón.

3. Más allá de la guerra

Identificar el valor con el valor guerrero era demasiado torpe para que la agudeza griega lo admitiera. Platón dedicó uno de sus primeros diálogos —Laques- a hablar de ese asunto, y debió de considerarlo tan importante que volvió a tratarlo en el Protágoras (350b), en República (430b) y en Leyes (93 c-e). En Laques, Sócrates pide una definición del valor a dos generales, el impetuoso Laques y el educado Nicias. En el fondo se trata de un debate sobre la educación de los jóvenes. Es bien sabido que a Sócrates le preocupaba si la virtud se puede enseñar. ¿Se puede aprender a ser valiente? La pregunta es peliaguda, y continúa abierta. Los griegos antiguos creían en el fondo de su corazón que lo verdaderamente valioso no podía aprenderse. Lo dice Píndaro, en su tercer cántico nemeo:

La gloria sólo tiene valor

cuando es innata. Quien sólo posee

lo que ha aprendido, es hombre oscuro

e indeciso,

jamás avanza con pie certero.

Sólo cata,

con inmaduro espíritu,

mil cosas altas.

La valentía aprendida sería siempre un valor advenedizo, de nuevo rico que se mueve entre la cursilería y la exhibición. Pero Píndaro es vestigio de una cultura que ya había desaparecido en su tiempo. Sócrates, en cambio, es moderno y tiene una confianza plena en la capacidad de aprender. Los protagonistas de Laques dialogan después de presenciar una exhibición de combate con armamento completo, lo que suscita la pregunta de si este tipo de gimnasia serviría para educar a los jóvenes y prepararlos para el combate. Nicias considera que conocer las artes del combate «puede hacer a cualquier hombre mucho más confiado y valeroso, superándose a sí mismo». El bravo Laques no piensa lo mismo: «Si uno que es cobarde cree poseer ese saber, al hacerse más osado pondrá más en evidencia su natural cobardía». El remedio sería peor que la enfermedad. Para zanjar la discrepancia, Sócrates decide con buen acuerdo comenzar el debate por el principio, planteando a los dos generales la pregunta definitiva: «¿Qué es el valor?» Laques contesta presto: «Es valiente el que es capaz de rechazar, firme en su formación, a los enemigos, y de no huir». Sócrates, después de excusarse por su torpeza al no precisar más la pregunta, indica que no inquiría sólo por el coraje del soldado, sino «además, por el de los que son valientes en los peligros del mar y de cuantos lo son frente a las enfermedades, ante la pobreza y ante los asuntos públicos, y aún más, de cuantos son valientes no sólo ante dolores y terrores, sino también ante pasiones o placeres, tanto resistiendo como dándose la vuelta; pues, en efecto, existen, Laques, algunos valientes también en tales situaciones» (19le). Más adelante, Sócrates añade un nuevo ejemplo de valentía muy poco belicosa: resistir y persistir en la búsqueda de la verdad.

Esto supone una gran novedad, que va a ser aceptada por la tradición. El valor es más amplio que la guerra. Aunque el cine suele presentar al valiente como un «duro», parece que también puede haber una valentía de la ternura. Siglos después, San Ambrosio afirmó que había un «valor guerrero» y un «valor doméstico». Después del repertorio de miedos domésticos que he presentado, el lector comprenderá lo acertado de la opinión de San Ambrosio. También son novedosas otras puntualizaciones de Sócrates. La valentía no sólo se da ante el peligro futuro, sino ante la adversidad presente. Y, lo que es más llamativo, no sólo se da frente al dolor, sino también frente al placer. Esto lo dice porque está seguro de que el placer puede ser un peligro. Ya veremos sus razones. Por ahora me limito a indicar que estamos adentrándonos en un territorio inexplorado, diferente al que habíamos recorrido en todos los capítulos anteriores. Lo que a Sócrates le interesa descubrir es qué es lo idéntico en valentías tan dispares. Laques contesta que se trata de un coraje del alma, lo que no es decir mucho. Sócrates le pregunta si se trata de cualquier coraje o sólo del que va acompañado de sensatez. Y, para afinar más la cuestión, si valdría cualquier tipo de sensatez. Aquí se meten en un callejón sin salida, porque el coraje calculador, que sólo resiste cuando el enemigo es débil y poco numeroso, les parece menos valeroso que el que resiste aunque el enemigo sea más fuerte. Pero, al mismo tiempo, lanzarse a un combate desproporcionado parece insensato. ¿En qué quedamos, pregunta Sócrates? ¿El valor es un coraje sensato o insensato? ¿Quién es más valiente, el guerrero experto que conoce el modo de vencer, o el inexperto, que sólo pone el corazón en el lance?

Sócrates murió serenamente —pudiendo haberse salvado— para acatar las leyes de la ciudad, y durante siglos fue un ejemplo de valor fervorosamente ensalzado. Se convirtió en un modelo para la cultura occidental. Siglos después, se le comparó con Jesucristo, otro gran ejemplo de valor. Pero entre ambos había muy pocas semejanzas. Según los Evangelios, también Jesús pudo librarse de la muerte, y no quiso. Como Sócrates. Pero las analogías terminaban ahí. La figura atormentada de Cristo dista mucho de la tranquila, impávida, teatralmente insensible de Sócrates. Antes de su muerte, Sócrates charla de filosofía con sus amigos; en cambio, la víspera de su crucifixión, Cristo suda sangre, de pura angustia. Tiene miedo y suplica a Dios que le libre del suplicio. El valor cristiano no tiene el aspecto imponente, frío, estéticamente irreprochable, del valor clásico. Es una valentía medrosa, sufriente, con temor y temblor, humilde, humana. En su teología, Kierkegaard llevó esta presencia de la angustia hasta el paroxismo. Mientras que el sabio estoico demuestra su dominio de sí y de las circunstancias, y despliega su autonomía con la elegancia y la displicencia de quien extiende un manto regio o una cola de pavo real, el cristiano se siente débil, incapaz, menesteroso. Pero piensa que Dios le dará fuerza. Lo que es imposible para el hombre —entre otras cosas, ser valiente— es posible para Dios. «Todo lo espero en Aquel que me conforta, es decir, que me da su fuerza». La fortaleza es un don divino. Como dice San Pablo: «No es un espíritu de cobardía lo que Dios nos ha dado, sino un espíritu de fortaleza» (II, Tim. 1, 7). Las actas de los mártires cuentan la historia de pobres gentes asustadas que se enfrentan al martirio con un valor que no comprenden y que han recibido como un terrible regalo.

Lo que para el griego clásico era morir en batalla —la culminación del valor—, va a ser para el cristiano el martirio. Pero entre ambas muertes, sin embargo, hay una radical diferencia. En una se afirma la autarquía del yo, en otra se afirma la obediencia a Dios. Ambos tipos de valentía —la que emerge de la fuerza personal y la que se recibe de Dios— van a continuar vigentes en la historia occidental, mezclándose de diferentes maneras, lo que dará origen a una página emocionante de nuestra historia íntima. Georges Bernanos representa esta dualidad en una excepcional obra de teatro titulada Diálogos de carmelitas. Ocurre durante la Revolución Francesa. La protagonista es Blanca de la Forcé, una joven exageradamente miedosa, que decide entrar en el Carmelo «para ofrendar a Dios su debilidad». Le ofrece su miedo físico, el horror que siente ante el sufrimiento, su angustia, y como reconocimiento simbólico de su condición pide que se le dé en religión el nombre de Blanca de la Santa Agonía, es decir, de la santa angustia. Coincide en el convento con otra monja, la madre María de la Encarnación, que encama la idea aristocrática del valor, y desprecia la cobardía de la novicia. Aprovechando una ausencia de la superiora, que se oponía a ello, la madre María hace que toda la comunidad pronuncie el voto del martirio. No intentarán eludir la muerte. Blanca de la Forcé lo pronuncia también, pero cuando oye entrar en el convento a las turbas revolucionarias, siente miedo y huye a su casa. El resto de la comunidad sube al cadalso, cantando el Veni Creator, cántico que la última víctima no puede terminar, y que acaba Blanca de la Forcé, que ha venido espontáneamente, superando su miedo, temblando de angustia, para acompañar a sus hermanas. La única que se salva del martirio es la madre María, que esa noche estaba casualmente fuera del convento. Con ello, Bernanos quiere mostrar que el valor autosuficiente, estético, no es el cristiano. Que la asustada Blanca es la verdaderamente valerosa.

Tanto miedo, tanto confiar en Dios, tanta falta de confianza en el poder de la propia razón, descompone al sabio estoico. Marco Aurelio lo dice tajantemente: «¡Qué bella alma, la que está presta, si es preciso, a liberarse del cuerpo, para extinguirse, dispersarse o sobrevivir! Pero esa disposición es preciso que resulte de un juicio personal, no de un simple espíritu de oposición, como en los cristianos. ¡Tiene que ser razonada!» (Máximas, XI, 3).

4. Más sobre el valor estoico

No hablo del estoicismo por amor a la historia, sino porque no es historia. La moral estoica, sin duda impresionante, caló en el cristianismo, que se empapó de muchas de sus teorías, y ha durado hasta ahora. De Séneca, director espiritual de su época, se dijo que era «un alma naturalmente cristiana». Tertuliano dice de él: Seneca saepe noster, Séneca, muchas veces nuestro, es decir, cristiano. El filósofo estoico busca la independencia, la libertad, la fuerza, y para ello tiene, en primer lugar, que librarse del miedo. Para conseguirlo no tiene que necesitar nada, salvo la virtud. «El alma recta nunca se doblega», escribe Séneca. Los sentimientos son el resultado de un error acerca de lo que es bueno y malo. «No nos hacen sufrir las cosas —dirá Epícteto—, sino las ideas que tenemos acerca de las cosas». El sabio ha logrado la apatheia, no tiene pasiones, se mantiene impasible ante el infortunio. Los estoicos han elaborado una moral de la valentía pura y dura, basada en el desprecio del mundo y en el desprecio de 1a emoción. «A todo lo bueno —escribe Séneca a Lucilio— irá sin vacilaciones el hombre bueno: aunque esté ante el verdugo carnicero y el que le ha de atormentar con fuego, perseverando sin pensar en lo que ha de sufrir, sino en lo que ha de hacer».

Estamos muy lejos ya de la bravura del guerrero. Ahora estamos a la defensiva. Abstenerse y perseverar, abstinere et sustinere, ése es el secreto. La firmeza de ánimo es lo esencial. La tradición posterior, en especial la filosofía medieval, va a unir ambas valentías, la aguerrida y la resistente. Los dos actos del valor son atacar y resistir, dice Tomás de Aquino, un admirable sistematizador de estos asuntos. Y añade, pero es más difícil «resistir». Y da tres razones. Primera, porque el acto de resistir parece decir relación a alguien más fuerte que acomete, mientras que ataca sólo el que espera vencer. Segunda, porque el que resiste tiene ya sobre sí el peligro amenazándole, mientras que el que ataca lo ve como futuro. Tercera, porque resistir implica mucho tiempo, mientras que el ataque puede ser repentino, y es más difícil permanecer mucho tiempo que dejarse llevar de un impulso breve para realizar una empresa ardua» (Sum. Theoiy 1143* q.123, ad.l).

En todos estos análisis de los filósofos estoicos y medievales, la valentía se considera el acto de una virtud, es decir, de un hábito adquirido que conforma el carácter. A esta virtud la denominaban «fortaleza». Los estoicos, que a falta de otras pasiones tenían la pasión de ordenar conceptos, aprovecharon las obras de los filósofos anteriores, y consideraron que las virtudes que había de tener el hombre bueno eran cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Los niños de mi tiempo aprendíamos esto en el catecismo católico, pero se trataba en realidad de una herencia estoica.

Un apunte más. Los estoicos, preocupados por la salud del alma, inventaron la psicoterapia, la curación anímica. Sin embargo, no aspiraban al bienestar psicológico, sino a la perfección moral. Recomiendan, por ejemplo, la pobreza para adquirir la serenidad. Algunas de sus ideas se retoman en la actualidad, aunque fuera de contexto. Todos los terapeutas cognitivos repiten la frase de Epícteto que antes he citado. Y los conductistas aplican para tratar las fobias el mismo método de exposición que recomendaba Séneca a su discípulo Lucilio: «Yo deseo tanto probar la firmeza de tu alma, que te aconsejo que dediques algunos días en los cuales, contento, con poca y malísima comida y con un vestido rahez, puedas decir: ¿Es esto lo que tanto temía? Pretendo que no tengas más que un jergón, un saco burdo y sórdido y seco pan; hazlo así bastantes días con objeto de que no parezca esta conducta tuya un juego, sino una verdadera prueba».

5. Un ejemplo venido de lejos

Con todo esto, la noción de valentía se ha ido precisando y complicando. No sólo se da en la guerra, sino en todas aquellas situaciones en que nos enfrentamos a lo arduo, sea un peligro, una adversidad o algo difícil que exige esfuerzo. No es valiente quien se enfrenta sin más al obstáculo, sino el que se enfrenta animado por la razón que busca el bien. El valor tiene al menos dos componentes:

atacar y resistir. La virtud que se pone en práctica al actuar valerosamente, la que dispone al sujeto para obrar así, es la fortaleza.

Hemos asistido a un giro copernicano. En el principio, bueno es lo que hacía el valiente. Ahora, es valiente quien hace lo bueno. Someter la valentía del guerrero al criterio del bien, es decir, moralizar el coraje, no es ocurrencia sólo de Occidente. La moral del samurái japonés es muy parecida. El samurái es un guerrero que respeta el código Bushido. Bushido significa «la forma de ser del guerrero», y samurái, «el que sirve». En Bushido: el alma del Japón, Inazo Nitobe dice que para un samurái «el valor apenas merecía contar entre las virtudes, a menos que fuera ejercitado por una causa justa, para hacer lo correcto». Para conseguirlo, el valiente debe tener las virtudes supremas: amor, magnanimidad, solidaridad, compasión. Todavía en el Rescripto para Soldados y Marinos, promulgado en 1882, se explica que la virtud del soldado ha de ser el valor, pero que la verdadera valentía nada tiene que ver con «los bárbaros actos sangrientos» y se define como «no despreciar nunca a un inferior ni temer a un superior». Los que aprecian el verdadero valor deben, en sus relaciones diarias, poner en primer lugar la afabilidad e intentar ganar el amor y la estimación de los demás. Curiosas recomendaciones para una ordenanza militar.

Akira Kurosawa se hizo famoso en Occidente por su película Los siete samurais, en la que daba una visión más moderna de estos guerreros. No son los que sirven a su señor, sino los que luchan contra la opresión social. Stephen Prince, en su libro The Warriors Camera, dedicado al cineasta, dice que Kurosawa fue el último samurái. El código Bushido, como hemos visto, enfatizaba la valentía, la integridad, la fortaleza y la lealtad. Para Kurosawa esas cualidades van unidas. Un acto de valor no lo es si no se realiza con integridad, fortaleza y lealtad. Pero el valor como tal tiene muchas facetas, todas las cuales deben estar íntimamente ligadas. Por ejemplo, no puede existir el valor moral sin el valor físico o espiritual. En las películas de Kurosawa, el héroe samurái ha de tener un objetivo: «el compromiso permanente con la idea de satisfacer las necesidades básicas de los demás seres humanos». En consecuencia, Kurosawa transforma la obligación tradicional del samurái, que se concretaba en «servir a su señor», y la sublima en una «obligación de servir a la humanidad». Su objetivo es «humanizar un mundo corrupto».

6. Aparece un nuevo elemento: el afán de emprender cosas grandes

La historia del alma europea es muy compleja. Aristóteles, después de poner el bien en la razón y en la contemplación, después de haber estudiado las distintas virtudes que disponen para la vida perfecta, dibuja un modelo de hombre ejemplar: el que tiene un ánimo grande, el que busca la grandeza y no se entretiene en afanes minúsculos. El magnánimo. Este retrato fascina a Occidente durante siglos. El hombre de ánimo grande es dueño de sí mismo, no desprecia el mundo, pero lo ve en su justa dimensión desde el trono de su intimidad, es autosuficiente, pero tiene amigos, no es apresurado —es, todo hay que decirlo, un poco presuntuoso, elitista y carece de sentido del humor—, y, respecto a su conducta ante el peligro, Aristóteles dice lo siguiente: «El magnánimo no se expone al peligro por bagatelas, ni ama el peligro, porque estima pocas cosas; pero afronta grandes peligros, y cuando lo hace, no regatea su vida, porque piensa que no es digna de vivirse a cualquier precio».

El afán por las cosas grandes, este impulso ascendente resulta demasiado atractivo para dejarlo fuera de la valentía o de la fortaleza. Crisipo, un influyente filósofo estoico, indica cinco componentes del valor: perseverancia, confianza, firmeza, energía… y magnanimidad. Todas ellas son virtudes de la acción. Cuando Epícteto exhorta a sus oyentes a salvaguardar la autonomía en todas las circunstancias, apelará a una tríada ya consagrada por el estoicismo: valentía, perseverancia, megalopsichia, es decir, magnanimidad. Y en algunos autores estoicos esta última acaba por absorber al valor, porque el valor está al servicio de la búsqueda de la grandeza. Crisipo lo había dicho: la magnanimidad nos eleva por encima de los acontecimientos. El sabio es el grande y necesita una virtud en que se traduzca su grandeza: la magnanimidad.

Cuando esta idea llega a la sociedad medieval, encandilada por una confusa mezcla de exaltación guerrera y fervor cristiano, como se ve en las cruzadas, se plantea el problema de cómo introducir la magnanimidad, el afán de grandeza, dentro de una moral que predicaba la humildad como virtud suprema, y esto da origen a una curiosa aventura de las ideas y de los sentimientos que dependen de ellas. Es posible que en esto, como en tantas otras cosas, rompiera el fuego Abelardo, que, además de por sus amores con Eloísa, debe ser recordado por su talento filosófico, innovador y arriesgado. Recupera el brioso concepto originario de la virtud. La virtud es un poder, una potencia, y el vicio, una impotencia. Siguiendo la venerable tradición, admite como virtudes centrales la justicia, la templanza y la fortaleza, pero de ésta dice que tiene dos componentes: la magnanimidad, que es la valentía para emprender obras difíciles, y la constancia, necesaria para mantener el esfuerzo y para que la decisión no se disuelva en hervor de chocolatera. Recuerden que para los autores antiguos los dos componentes del valor eran atacar y resistir. Para Abelardo, en cambio, son emprender y resistir. El cambio es muy notable. La valentía es el acto de emprender cosas altas, acompañado del tesón para perseguirlas y acabarlas. Hemos entrado claramente en el reino de la actividad creadora.

Ocho siglos después, Vladimir Jankélévitch dice algo parecido. La valentía es la virtud del inicio, mientras que la fidelidad es la virtud de la continuación. Pero como esa permanencia tiene que fundarse en un acto continuado de valor, puede definirse la fidelidad como una valentía perseverante.

7. Las valentías fraudulentas

No puedo, aunque no por falta de ganas, continuar esta historia de la valentía. Ya es hora de resumir el resultado del viaje. En primer lugar, conviene recordar que la inteligencia funciona comparando, y que para hallar la definición del valor es preciso comparar verdaderas y falsas valentías. Sobre todo porque muchas cosas se disfrazan de valor. Platón y Aristóteles se dedicaron a desenmascarar a los farsantes. El léxico del valor y de la cobardía es muy rico y muy preciso, y separa con cuidado las caras verdaderas y falsas de la valentía, fenómeno que debemos tener en cuenta porque cuando un idioma inventa muchas palabras sobre un tema demuestra que le ha interesado profundamente aclararlo. No olvidemos que la palabra es una herramienta para analizar la realidad, que atesora sabidurías venerables. El desenmascaramiento de los falsos corajes da los siguientes resultados:

  • Una cosa es el valor y otra no tener miedo. Según Aristóteles, no se puede llamar valiente a quien no siente miedo. El impávido, el que no percibe el peligro, dice, es un loco o un insensible. Si ser valiente consistiera en no tener miedo, añade, una piedra podría serlo. Tenía razón al referirse a la locura, porque los psiquiatras saben que las personalidades psicopáticas rara vez sienten temor. Aristóteles considera que el valor es la ciencia de lo que se debe temer y de lo que no se debe temer. Ésta es una visión todavía demasiado intelectualista, que él mismo corregirá. Lo peculiar de la valentía es sobreponerse a una dificultad. Su esencia es actuar «a pesar de». Sólo es valiente el que mira al peligro cara a cara, con miedo, pero sin retroceder. Como dijo Nietzsche: «Tiene valor quien conoce el temor pero lo domina; quien ve el abismo, mas con orgullo; quien ve el abismo, mas con ojos de águila; quien con garras de águila se aferra al abismo: ése tiene valor».
  • Una cosa es el valor y otra la bravura. El toro bravo responde al ataque atacando, parece que el dolor le anima en vez de disuadirlo, pero eso no nos autoriza a llamarlo valiente. Hay personas pendencieras, violentas, agresivas, que disfrutan peleando. Cuando elogiamos la fiereza de un guerrero, estamos dedicándole un elogio equívoco, porque no somos bestias. El simple arrojo tampoco puede ser considerado valor. Lee Yarley, en su libro Mencius and Aquinas: Theories of Virtue and Conceptions of Coupage, recoge las palabras del general Michael Skobeleff: «Creo que mi valentía es simplemente mi pasión, y al mismo tiempo mi desprecio por el peligro. Arriesgar la vida me llena de una exagerada exaltación. Necesito que mi cuerpo participe en esos sucesos para conseguir una excitación adecuada. Lo intelectual me parece demasiado reflexivo; pero enfrentarme a un hombre, en un duelo, en un peligro al que me lanzo de cabeza, me atrae, me conmueve, me intoxica. Me vuelve loco. Lo amo, lo adoro. Corro tras el peligro como otros corren tras las mujeres. Deseo que nunca se acabe». Durante la época caballeresca, los torneos eran una fuente caudalosa de emociones. La afición llegó a tal extremo que en el concilio de Letrán (1179) se condenaron: «Prohibimos que se celebren esos mercados o ferias llamados vulgarmente torneos, en los que los caballeros se suelen reunir de común acuerdo y atacarse con temeridad para hacer ostentación de su fuerza y audacia, y que a menudo causan muerte y son un peligro para las armas». A comienzos del siglo XIII, el predicador y cronista francés Jacobo de Vitry adujo en un sermón que quienes participaban en torneos cometían cinco pecados capitales: el de soberbia, pues sólo se aspiraba a una gloria vana; el de envidia, pues se codiciaba el éxito ajeno; el de ira, pues todos trataban de batir, herir y matar al otro; el de avaricia, pues en el torneo se apresa al contrario y se le arrebatan armas y caballo, y el de lujuria, pues los caballeros quieren ser considerados hábiles con las armas para agradar a mujeres desvergonzadas, cuyas insignias llevan a modo de estandarte. El caballero de Estiria Ulrich von Lichtenstein argumentó en contra y expuso cinco razones favorables a los torneos. La primera de ellas, la definitiva, es la exaltación que produce al combatiente (durch hónen muot). Siglos más tarde, el juego de la ruleta rusa produce el mismo efecto. Los emotions seekers, los buscadores de emociones de los que ya he hablado, no tienen por qué ser valientes, aunque disfruten acometiendo riesgos. Toda la antigüedad distinguió unánimemente entre el valor verdadero y la temeridad ciega. Para Aristóteles, la valentía está en el justo medio entre la cobardía y la temeridad. Sin embargo, por razones que explicaré luego, aunque ambos excesos son malos, es menos vituperable la temeridad que la cobardía.
  • Una cosa es el valor y otra la furia. La furia es una emoción que impulsa contra algo que nos entorpece el paso, y puede llevar a la agresividad. Pero ambas permanecen en el nivel de las pasiones, no alcanzan el nivel de la valentía. El marido celoso que teme que su propiedad se le escape y mata a su mujer, no puede ser considerado valiente. Ni el fóbico social que para ponerse a salvo de los demás exagera sus comportamientos violentos o insolidarios, para mantener así a los demás alejados. Sería un contradiós decir que todo violento es valiente. La furia, además, suele ser inconstante, mientras que la valentía no. Sin embargo, hasta Tomás de Aquino reconoce que la ira ayuda al valiente, incluso llega a decir que quien no se enfurece nunca, puede pecar contra la justicia.
  • La valentía no es la sumisión a un miedo mayor. Quien en la guerra ataca porque teme el castigo por traidor, o el deshonor, o la vergüenza, no es un valiente, porque permanece bajo el reinado del temor.
  • Lo mismo ocurre con el religioso que actúa heroicamente por miedo al fuego eterno. O el que acomete una acción por miedo al qué dirán.

  • No es valentía la ebriedad No lo es afrontar el peligro enardecido por el alcohol, o por otras drogas, porque la valentía exige lucidez.

8. Aventurando una definición

Aprovechando todo lo dicho, voy a proponer una definición muy sencilla del valor: Valiente es aquel a quien la dificultad o el esfuerzo no le impiden emprender algo justo o valioso, ni le hacen abandonar el propósito a mitad del camino. Actúa, pues, «a pesar de» la dificultad, y guiando su acción por la justicia, que es el último criterio de la valentía.

¿Por qué volverse tan puntilloso en este asunto? ¿Por qué exigirle tanto a la valentía? ¿No basta con admirar al arriesgado, al impávido, al arrojado, al audaz, como hace todo el mundo, como hacemos todos? A la vista está que no. Ha habido una creencia universal en que el malo no podía ser valiente, aunque pudiera parecerlo, lo que plantea un insidioso problema. No cabe duda de que de dos asesinos crueles uno puede ser valiente y otro cobarde. Había que afinar mucho la mirada para descubrir que sólo el hombre bueno puede serlo. Sólo hay valentía para el bien. ¿Pero de dónde viene esta idea tan extraña? El agudo Voltaire tal vez tenía razón cuando escribió: «El coraje no es una virtud, sino una cualidad común al loco furioso y a los grandes hombres». Pero ya hemos visto la insistencia en moralizarlo, en relacionarlo con el bien. Hay que reconocerlo: esta idea moralizadora no viene de la realidad, sino de un proyecto. Estamos hablando de dos criterios para evaluar el comportamiento. Uno pertenece al mundo natural, selvático, donde el pez grande se come al chico y donde hay animales bravos, como el toro, y medrosos, como el conejo. El otro criterio pertenece a un mundo creado por la inteligencia, que propone modelos de vida y modelos de personalidad supernaturales, es decir, construidos a partir de la naturaleza, pero superándola. Éste es el orbe ético. Hay, pues, dos valentías: la natural y la ética. Y, por desgracia, no siempre van de la mano.

Hemos llegado a la cuestión central de este libro. Tal vez a la cuestión central de todos mis libros. Hemos de dar el salto definitivo de la psicología a la ética. Al hablar del miedo, la psicología se interesa por la salud; la ética, por la grandeza. Voltaire describía, los demás autores que he mencionado —Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos, los escolásticos— estaban proyectando. Aquél era un naturalista; éstos, unos arquitectos. Estaban diseñando el arjt, el cimiento, el principio, el fundamento de un gran edificio. No retrataban al hombre como es, sino como sería bueno que fuera. Si la valentía es la perfección del ser humano, sólo el hombre perfecto puede ser valiente.

La tendencia a psicologizar todos los problemas puede hacernos pensar que esta discusión es anacrónica y superferolítica. No es así. Lo que ocurre es que en este momento el debate se plantea en otros términos. No en torno a la valentía, sino en torno a la libertad. No le será difícil encontrar las analogías. La libertad es un bien, pero ¿es un bien absoluto, con independencia de cómo se use? ¿Es buena la libertad del malvado, que la emplea en hacer daño o en hacerse daño? Es sorprendente que el prestigio de la libertad sea una creación europea. En otras culturas hay otros valores más apreciados: la paz, la justicia, la serenidad, la ausencia de miedo, la santidad. De hecho, también nosotros

creemos que se debe limitar la libertad cuando están en peligro otros valores —mi derecho llega hasta donde llega el derecho de los otros—, pero no por eso dejamos de reconocer a la libertad un valor supremo. Los teólogos se dieron cuenta de la seriedad del problema al estudiar si Dios era libre o no. Un ser absolutamente bueno y absolutamente sabio ¿tendría posibilidad de elegir? Movido por su sabiduría y su bondad, ¿no tendría que elegir siempre lo mejor? Así las cosas, la libertad se convertía en una libertad para elegir el mal o en un fruto de la ignorancia. Platón hubiera suscrito esta idea.

Para resolver el problema de si es valiosa una libertad para el mal, o de si es valioso el valor del malvado, tenemos que manejar dos conceptos de libertad y dos conceptos de valentía y, para acabar de rematar la faena, también dos conceptos de inteligencia. En La inteligencia fracasada expliqué que podíamos evaluar la inteligencia de dos maneras: atendiendo a su estructura o atendiendo a su uso. La inteligencia estructural pueden medirla los tests de inteligencia. El uso se juzga por el valor de sus resultados. Una persona muy inteligente que usa su capacidad para destruirse a él y a los demás sería una inteligencia fracasada, como lo sería la de un gran matemático que —por pereza, precipitación, vanidad— se equivocara en todos sus cálculos, o la de un gran arquitecto que no construyera nada por darse a la bebida. Por eso he dicho con toda seriedad, y hablando como científico, que el criterio máximo de la inteligencia es la bondad, cosa que a los científicos al uso les suena a majadería. Como éste no es el lugar para polemizar una vez más con ellos, retenga sólo que hay una inteligencia estructural y un uso de esa inteligencia, y que la evaluación de ambos aspectos puede ser diferente e incluso contradictoria.

Respecto de la libertad y de la valentía podemos decir algo semejante. Son bienes formales, estructurales, que sólo alcanzan su perfección cuando se cargan de contenido valioso. Por esta razón le dije antes que la temeridad —uno de los extremos viciosos de la valentía, según Aristóteles— es más apreciada que la cobardía: porque el temerario posee al menos esa valentía estructural. El terrorismo nos proporciona un ejemplo oportuno. Los asesinos de ETA, los causantes del horror del 11 de septiembre o del 11 de marzo ¿son valientes? Ya se sabe que los suyos los elogian como «guerreros» o «gudaris». Incluso quienes los consideramos criminales hemos de reconocer que arriesgaron o sacrificaron sus vidas por sus creencias. Y si lo hicieron libremente, y no obnubilados por el odio o ebrios por la promesa del paraíso inmediato, poseen una valentía estructural, pero no ética. Por eso son dignos de admiración (estructural) y de desprecio (ético).

9. Un ejemplo escandaloso

Voy a presentar al lector un desolador ejemplo, para intentar sacar de él alguna enseñanza. Desde hace tiempo intento conocer los procesos de formación de las fuerzas de combate, de los llamados soldados de élite, porque las Fuerzas Armadas, sobre todo en los Estados Unidos, han dedicado mucho dinero y mucho esfuerzo a investigar sobre los mecanismos de adoctrinamiento. Jimmy Massey ha explicado recientemente en su libro Cowboys del infierno su experiencia como marine de los Estados Unidos. Lo que dice seguramente es válido también para otros cuerpos de combate que tienen que preparar a los soldados para que sean agresivos y estén dispuestos a obedecer las órdenes aunque les lleven a la muerte. Cuenta que los reclutas sufren durante su entrenamiento torturas parecidas a las que se infligieron a los presos de Abu Graib, en Bagdad: «Primero te agotan físicamente y después empiezan abusos verbales: te insultan, te escupen, te empujan, se te mean encima… hasta que anulan tu personalidad y comienza la re— programación». Se trata, ante todo, de impedir cualquier pensamiento independiente, y de implantar un mecanismo automático de obediencia que sea infalible y sustituya a la propia voluntad, se imponga a las intermitencias del corazón y bloquee la aparición de ocurrencias críticas.

En la preparación no hay sólo esta robotización de la persona, sino muchas cosas más: un sentimiento de orgullo, de compañerismo, de poder, de misión, que forma parte de su nueva mentalidad. Muchos reclutas que proceden de entornos muy deprimidos —personas con frecuencia marginales, para quien ni la propia vida ni la vida ajena tenía ningún valor— encuentran en esa disciplina, en la obsesión por imitar un modelo humano —el marine—, un sentido para sus vidas, un reconocimiento social. Son métodos que funcionan con igual eficacia en muchas sectas religiosas. En ambos casos, los recién llegados reciben un sistema muy claro de creencias que va a determinar sus sentimientos, o su ausencia de sentimientos. En el caso de los marines, según Massey, se les enseña que «los civiles son una manada de ovejas, unos débiles mentales, y nosotros somos guerreros, podemos morir en cualquier momento, por eso el libertinaje está permitido y volarle a alguien la cabeza a quinientos metros es una machada, lo he hecho muchas veces. Tu primer muerto se celebra, es un acto litúrgico, un bautismo de sangre. A partir de ahí, matar se convierte en un gozo casi sexual, llegas al nirvana, te sientes poderoso». No creo que pensaran cosas muy diferentes los soldados de nuestros gloriosos Tercios de Flandes.

Este troquelamiento de la personalidad tiene que parecer monstruoso a cualquier persona sensata, pero me parecería una cobardía no zanjar este asunto con una afirmación políticamente correcta, sin enfrentarse con el problema— En caso de guerra, ¿querría alguien un ejército dubitativo, asambleario, crítico, democrático, donde cada soldado mantuviera su libertad de juicio, evaluación y decisión? No, porque sería un ejército parecido al que popularizó Gila, que pedía al enemigo que no atacara muy temprano porque querían dormir, o le pedía prestado el cañón. Parece que este asunto no tiene solución posible. O tener unos ejércitos inútiles o tener unos ejércitos salvajes.

En efecto, no la tiene, porque la guerra no pertenece al orbe ético, sino al orbe natural, y pretender «moralizarla» es uno de los fraudes más notorios de una teoría ética. Chapuzas como la prohibición de armas químicas o las convenciones sobre trato a los prisioneros son necesarias para «humanizar» la guerra, pero contribuyen a mantener el sofisma de que la guerra puede ser humanizada. Es como si decidiéramos que las bombas llevaran un antibiótico para evitar que las heridas de las víctimas se infectaran. Evitan muchos dolores, y por eso las consideramos buenas, pero encierran una gran impostura. Seguirá habiendo guerras, porque basta con que alguien desee hacerlas para que las haya; será necesario ir a la guerra, para defender valores importantes o la supervivencia; y entonces harán falta ejércitos eficaces; pero todo esto indica que el orbe ético no se ha implantado todavía y que emerge con excesiva frecuencia el mundo selvático del que procedemos, con su valentía, que es una fiereza difícil de moralizar. Vivimos en precario porque habitamos un mundo dividido, que en parte se rige por la ley de la selva y en parte por las normas de la ética. Sólo si

estas normas se universalizan podemos unificar nuestro ser dividido.

El adiestramiento de las fuerzas de combate da la razón al adagio romano: Pessima corruptio optimis. Lo pésimo es la corrupción de lo mejor. Lo pésimo es la corrupción de lo óptimo. Este perverso adoctrinamiento para matar imita fraudulentamente alguno de los aspectos de la fortaleza: la capacidad de soportar el esfuerzo, de sacrificarse por una empresa grande, de colaborar con los demás, de sentir el orgullo de la superación, de imponer el deber al sentimiento. Y por caminos terribles nos indica que tal vez pueda aprenderse la valentía ética de la misma manera que se aprende la valentía selvática.

10. Continuación del argumento

El emparejamiento de la valentía con la libertad, sus parecidos, no son casuales. La valentía es la libertad en acto. Donde haya un acto de libertad, hay un acto de valentía. Pero tanto al hablar de una como de la otra tendremos que añadir si estamos refiriéndonos a la libertad y valentía formales o a las transfiguradas por su contenido. A las naturales o a las éticas. La relación queda más clara todavía si tenemos en cuenta que hablar de «libertad humana», en abstracto, no significa nada. La discusión sobre si el hombre es o no es libre, tal como suele plantearse, no tiene mucho sentido. Lo único que podemos decir es que los humanos podemos liberarnos de muchas coacciones, de muchas limitaciones. Y una de ellas, y no de las menores, es el miedo. La libertad es sólo la posibilidad de liberarse de algo, y puede ejercerse o no en mayor o menor grado. Un alcohólico o un heroinómano tienen muy poca

libertad. Otra de las coacciones de la que podemos liberar— nos es la ignorancia, por eso es también valentía la búsqueda del conocimiento, como dijo Sócrates. Otra es la tiranía. Otras son la envidia, el odio, la obsesión sexual, la pereza, la furia, todas aquellas pasiones que limitan el juicio y debilitan nuestra capacidad de tomar decisiones. La libertad es un proyecto de liberación inventado por un ser que nace sin libertad. Los hombres lobo, que viven desde niños en la selva, con los animales, no son libres. Están sometidos a las pulsiones animales. No desarrollan el lenguaje, ni la capacidad de razonar, ni otros elementos de liberación. Al hablar de libertad, pues, estamos hablando de un proyecto alumbrado por la inteligencia humana, construido paso a paso, como un tenaz entrenamiento, que ahora los hombres actuales recibimos como si fuera algo natural, logrado, sobre lo que no hay nada que decir, pero que ha sido una creación mancomunada y lenta de la humanidad. Aunque suene muy raro, la libertad individual es una creación social. Sólo desde fuera se nos ha enseñado a dirigir nuestro comportamiento por encima de nuestros deseos, que es el único sistema de dirección con el que nacemos. La libertad es liberación de lo que nos esclaviza, es decir, de lo que nos impide realizar nuestro proyecto, que es una alta y ardua empresa. La valentía —impulso liberador— permite realizar en acto la libertad. Es por eso la virtud del inicio.

He leído en Jankélévitch una frase que me ha sorprendido por su coincidencia con lo que llevo diciendo desde hace muchos libros. Escribe: «Yendo contracorriente de los instintos y reflejos perniciosos, que nos pierden queriendo salvarnos, el coraje nos proporciona una sobrenaturaleza, una naturaleza contra-natural, corrige nuestra teleología natural, impidiendo que la bestia perezosa recule». Creo, en efecto, que el objetivo de la ética es redefinirnos como especie, un proyecto a todas luces megalómano (¿deberé a estas alturas decir magnánimo?). Somos animales listos por naturaleza, pero queremos ser animales dignos por decisión. Y en ese empeño consiste la gran valentía, porque se trata de la gran liberación. Así las cosas, resulta ridícula e injusta la tradicional atribución de la valentía al hombre, cosa que viene de antiguo. En griego, se la designa con el nombre andreia, es decir, virilidad. La mujer debía ser miedosa, tímida, pusilánime, pudorosa. Se la educaba para ser protegida. Decir de un hombre que era audaz, era un elogio. Decirlo de una mujer era un baldón. Como gran regalo, de las dos funciones del valor —atacar y resistir— se le concedía a la mujer el segundo. Y es verdad que en todas las culturas la mujer ha sido la gran resistente. Pero, puesto que la valentía es la libertad en acto, negársela a las mujeres supone introducir este elemento dentro de la secular conspiración contra su libertad.

11. La valentía, punto de despegue

Ahora podremos entender por qué algunos autores han puesto la valentía en el origen de la vida moral: porque nos permite acometer y mantener la gran empresa de dignificar nuestra naturaleza. Creo que fue Spinoza —un hombre tímido, por lo demás— quien entendió mejor este aspecto. Para él, la valentía era el deseo del hombre para perseverar en su ser, de acuerdo con los dictados de su propio ser, proporcionados por la razón. «La valentía —dijo— es el esfuerzo por ser lo que se piensa que es mejor ser». Desde el fondo de la cueva filosófica, se oye el eco de Platón, que dice: «El valor es el puente que une la razón con el deseo». Pero es precisamente esta unión lo que plantea el problema de la valentía, un problema muy complicado porque es, en último término, el problema de la libertad. La valentía es la libertad en acto. Pero ¿se puede actuar valerosamente tan sólo por la fuerza de la voluntad? Puedo decidir comportarme valientemente si estoy invadido por la timidez, el miedo o la angustia.

Sólo voy a mencionar a cuatro autores modernos en los que en mayor o menor profundidad aparece la cuestión mencionada. El primero, René Le Senne, reconoce que le courage es la condición de posibilidad de la moral. Es la virtud fundamental, porque en ella se unen la energía y la voluntad. Esto era lo que significaba virtus: la fuerza moral de un hombre ante el peligro y la desgracia. Pero indica que su objeto no es realmente el peligro, sino la división que el peligro introduce en la conciencia, la fractura interna que se da entre dos quereres, entre dos intereses, huir y enfrentarse, y que es superada por la acción valerosa. El misterio del valor reside en la oscura fuente de esta capacidad integradora.

Paul Tillich da una interpretación teológica del valor. El valiente se enfrenta a la irremediable angustia —que es, como había explicado Heidegger, la presencia de la Nada— y mantiene frente a ella su valor de ser. Se afirma, se engalla frente a la angustia, es decir, frente a la finitud, la limitación y la muerte. Tillich considera que la verdadera valentía vence a la nada, y que esto supera las capacidades humanas. El hecho real de la valentía sólo puede explicarse suponiendo que se apoya en una fuerza que trascienda la limitación humana. De nuevo aparece el misterio del acto de valor, y a Tillich le parece tan incomprensible que lo considera nada menos que una participación de la divinidad, que es la gran afirmación de la existencia. Va más allá todavía, y acaba tomando el acto de valor como una peculiar demostración de la existencia de Dios. Hace una especie de argumento ontológico basado en la valentía. «No hay ningún argumento válido para demostrar la existencia de Dios, pero hay actos de valor en que afirmamos el poder de ser —Dios— lo sepamos o no». «El coraje de existir —concluye— está arraigado en el Dios que aparece cuando Dios ha desaparecido en la angustia de la duda».

(Nota para filósofos. Algo muy parecido hace Xavier Zubiri con la libertad, tan relacionada con el valor. Explica esa ruptura radical del determinismo apelando a la participación en el poder divino. Zubiri estuvo, creo, muy influido por Tillich. Y ambos, por el sorprendente Spinoza, para quien todo poder creador era la manifestación de Dios en nosotros. También yo he mantenido algo parecido en Por qué soy cristiano, pero teniendo el cuidado de advertir que al decirlo no estaba haciendo filosofía, sino autobiografía; que no estaba hablando de verdades universales, sino privadas.)

No puedo saber si las ideas de Tillich son verdaderas, porque no se pueden aplicar los criterios de verdad a una teología basada en la fe, pero la dimensión ontológica que da a la valentía, su capacidad de revelar el afán del hombre por emanciparse de la naturaleza animal, me parece profunda. Heidegger consideró que la angustia nos revelaba la verdadera condición del Dasein, del ser humano arrojado en el Ser. Tillich afirmó que es en la valentía —que destaca sobre el fondo ineludible de la angustia— donde nuestra naturaleza y la naturaleza del ser se revelan. En esto creo que tiene razón.

El tercer autor es Vladimir Jankélévitch, de quien ya he hablado. La razón de que la valentía sea un misterio estriba en que depende de la inteligencia humana, pero excede a la razón. La razón concluye, pero no decide. Dice lo que sería bueno hacer, pero no da la orden de hacerlo. Se mueve en el mundo de las ideas, no de la acción. La excesiva reflexión puede paralizarnos. «El conocimiento es el estado de luminosa pasividad que despliega ante nosotros todos los aspectos de un problema sin darnos los medios de decidirnos». Es el coraje quien nos permite dar el salto de la razón al acto, por eso es el único creador e innovador. «El coraje elige en la noche, pero esa noche es el lugar de la revelación». La opción es un paso a otro orden. Lo razonable, la cautelosa prudencia, es una virtud negativa, una vuelta a la inacción y a la inmovilidad, Así la circunspección, palabra exacta porque indica que se está mirando alrededor, pero no al frente. El acto de valor se parece a la decisión brusca que toma el nadador cuando se lanza desde el trampolín. Hace un plongeon aventurado en la efectividad. «Nuestra valentía —dice Jankélévitch— es la valentía de la inseguridad, desafía la inseguridad de la materia, y apuesta por que la amenaza no se realizará. Es esta apuesta, perdida con tanta frecuencia, lo que hace a la valentía fecunda y creadora, opuesta a la estéril quietud de la resignación, que no es más que una acomodación a la desesperación. El coraje construye su proyecto en la inquietud».

Jankélévitch describe certeramente el problema, pero no ofrece ninguna solución. Sí la propone en cambio el cuarto autor que voy a mencionar, Maurice Blondel. Con este autor tengo una extraña relación desde hace muchos años. Posiblemente no hay libro de filosofía que me haya esforzado tanto en comprender, sin conseguirlo, como L ’Action. Una y otra vez me ha parecido que estaba tratando asuntos fundamentales, pero no acertaba a saber cuáles eran. Al escribir este libro he vuelto a intentarlo y me parece que, por fin, he sabido de qué habla: de la valentía. Su obra no debía titularse L Action, sino Le Courage.

A Blondel le preocupa lo mismo que a mí. Cuando analizamos nuestro comportamiento, cuando intentamos seguir el trayecto de la acción, descubrimos que hay una brecha insalvable, un hiato inexplicable, entre los mecanismos fisiológicos y psíquicos antecedentes y el acto voluntario. Dudo entre seguir escribiendo o bajar al mar, ambos deseos discuten, de repente he tomado una decisión: me voy al agua. Hace un instante estaba indeciso y ahora ya estoy decidido, pero no sé en realidad cuándo he tomado la decisión. Las voces múltiples que resuenan en nuestra conciencia, los deseos, anhelos, sentimientos, expectativas incoherentes, resultan unificadas por la acción. Con ella se acaban las indecisiones. ¿Pero quién une? ¿Cómo lo hace? Lo que Blondel pretende demostrar es que «la libertad, lejos de excluir el determinismo, brota de él, y de él se sirve». Ese dinamismo que brota del organismo impulsa al ser humano hacia un objetivo inalcanzable, que se le manifiesta tan sólo por la inagotabilidad de sus deseos. La vida espontánea va produciendo «unos motivos y unos móviles cada vez más conformes con su aspiración profunda». Al continuar su genealogía de la decisión tiene que tratar un tema cercano al nuestro. ¿Cómo se mantiene el esfuerzo? ¿Cómo, cuándo y por qué dice una persona: Ya no puedo más? O, al contrario, ¿de dónde saca la energía el corredor de maratón? ¿Cómo puede seguir corriendo cuando todos sus músculos le están diciendo que se tire al suelo? La acción esforzada, y no el análisis, nos descubre nuestros obstáculos naturales y «la necesidad que tiene el hombre de expandir su voluntad». Como diría Spinoza, de ampliar su poder. Pero ese punto máximo de energía sólo se consigue transfiriendo a un deseo las energías desparramadas en otros. El desidioso, el que tiene muchos deseos, acaba en la indolencia. «Ceder a todos los deseos del niño —escribe—, no molestar, no contrariarle, equivale a destruirle sistemáticamente, a hacerle incomprensible su propio deseo».

En la teleología ascendente que está describiendo, desde la inconsciencia a la consciencia, del determinismo a la libertad, Blondel descubre la necesidad del deber como elemento necesario. La obligación no limita la libertad, sino que la amplía. La consolida. Como recordará el lector —al menos eso espero, porque la esperanza es lo último que se pierde—, Platón decía que el valor es el puente que une el deseo y la razón. Blondel dice una cosa que tiene una letra diferente pero la misma música. «En la conciencia del deber se produce la síntesis de lo real y lo ideal». Sustituya el lector «valentía» por «conciencia del deber», «deseo» por «real» y «razón» por «ideal», y reconocerá que dos autores separados por veintitantos siglos están diciendo lo mismo. Incluso podríamos hacer un mix con ambos: La valentía es la síntesis de lo real y lo ideal.

12. Ahora hablo yo, aupado en hombros de gigantes

Es el momento de resumir lo que he aprendido, y detallar los mecanismos del valor. La esencia de la valentía es la esencia del comportamiento libre. Compartimos con los animales las emociones básicas, pero la inteligencia introduce un cambio radical en nuestra vida afectiva, porque nos permite dirigir la acción por valores vividos y por valores pensados.

Entiendo por valores vividos aquellos que están dados en una experiencia afectiva, en la que me encuentro implicado, que afecta a mis metas vitales. El valor deseable de una acción se percibe en el deseo y se corrobora en el placer, el valor amable de una persona se experimenta en el amor, la condición de obstáculo se vive en la impotencia o en la furia, el peligro se vive en el miedo. Son intuiciones cálidas, naturales, obvias, directas del valor que no necesitan justificaciones ni tienen que estar fundadas en pensamientos explícitos, y que activan automáticamente los mecanismos de la acción. El sediento valora de inmediato lo atractivo, lo deseable, lo valioso, lo imprescindible del agua. El enfermo renal, al que obligan a beber sin sed grandes cantidades de agua, actúa pensando en un valor cuya valía no siente. De ahí su esfuerzo.

El miedo nos impulsa a seguir sus dictados, a abandonarnos a su lógica. La valentía nos hace someter ese sentimiento a un juicio de la inteligencia. Y si algún valor fundamental está en riesgo, decide actuar a pesar del miedo. La valentía es, por lo tanto, un acto ético, no un mero mecanismo psicológico. Pertenece al campo de la personalidad. Un carácter miedoso puede dar a luz una personalidad valerosa. De nuevo el misterio de la libertad.

El valiente no lo tiene fácil, porque el valor supone cieno desdoblamiento de la conciencia, en la que retiñen dos principios de acción: lo que deseo y lo que quiero. Deseo huir, pero quiero quedarme. Deseo terminar este capítulo, pero quiero redondear el argumento. En nosotros resuenan dos canciones distintas, hay una doble llamada, una doble incitación, una doble expectativa. Los valores sentidos nos golpean desde nuestro corazón. En el caso que nos ocupa, el peligro, la amenaza, la vergüenza, la presencia ominosa del dolor o del mal como horizonte definitivo. Los valores pensados nos llaman desde nuestra cabeza, que es casi como si nos llamaran desde fuera. A veces, ambas canciones se unifican —feliz momento—, pero por la cuenta que me tiene me interesa más averiguar cuál es nuestra situación cuando esto no sucede. Creo que fue Francis Scott Fitzgerald quien dijo que un hombre inteligente es el que podía mantener al mismo tiempo dos ideas contrarias en la cabeza sin que le estallara. Pues bien, un hombre valiente es el que puede mantener dos deseos en el corazón sin que le explote… y decidirse por el mejor.

La valentía es la textura última de la libertad. La inteligencia puede proponer buenas razones, alternativas deseables, proyectos perspicaces. Pero la razón puede achantarse. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda», escribió Gracián. Por eso me gusta hablar de la «inteligencia resuelta», que aprovecha el doble sentido de la palabra «resolución». Es la inteligencia que resuelve problemas y avanza resueltamente.

Todo esto está muy bien, pero no explica cómo el valiente se decide y arrostra la dificultad. Estoy de acuerdo con Blondel en que la libertad no puede explicarse mediante la intervención de un principio ajeno a la naturaleza, sino como un aprovechamiento distinto de los mecanismos deterministas que estudia la ciencia. Para explicárselo, acudiré a un ejemplo que he estudiado con mucho detenimiento en mis libros. La creación artística no es la actualización de unos poderes miríficos, sino la utilización de los poderes normales para realizar un proyecto creador, o sea, mirífico. Pues lo mismo sucede con la libertad. La libertad no es la entrada en acción de una facultad prodigiosa, sino la utilización de los mecanismos deterministas para realizar un proyecto prodigioso: la liberación.

La aparición, incluso la aceptación de un proyecto, no significa que vaya a tener la suficiente fuerza para seducirme. Tiene razón el lector crítico. No pretendo irme por las nubes. Si tuviera que ponerle un ejemplo de las complejidades de la acción voluntaria, de la libertad y de la valentía, no acudiría a los actos heroicos, sino, como decía San Ambrosio, a la valentía doméstica, y le propondría el caso de las dietas de adelgazamiento o de la decisión de no fumar. Al iniciar ambos proyectos hacemos un acto de valor —la virtud de los principios—, pero ¡qué desamparados nos deja esa decisión a las primeras de cambio! En ese caso, dirían nuestros clásicos, es la perseverancia, la constancia, la fidelidad a nosotros mismos las que entran en juego, es decir, nuestro carácter. Queríamos independizarnos de él y resulta que para hacerlo tenemos que contar con él. Falta algún mecanismo, hay algún recurso que no hemos acabado de descubrir, y que va más allá de la motivación interna o de la acupuntura. Tendré que esperar al capítulo siguiente para descubrir cuál es. Así le animo a que siga leyendo.

13. Otros modos de buscar la liberación

Para descansar, le propongo un viaje turístico a países exóticos. En concreto, al misterioso Extremo Oriente. La liberación es la primera meta de la valentía. Y puede conseguirse por distintos caminos. Uno es enfrentándose a los problemas, porfiando con ellos, actuando con resolución. Otro es anulando los problemas, no dejándose zarandear por el destino, ni por el miedo, buscando, en primer lugar, la serenidad. Hay, pues, una doble valentía: la que se enfrenta a la realidad y la que busca la serenidad. Y hay también dos morales correspondientes. El sabio griego deseaba ponerse a salvo de la tiranía de las cosas. No quería que le perturbasen ni la posesión ni la carencia. Por ello predicaba el desinterés, la ataraxia la apatheia. Si todo lo que deseo me coacciona, porque los deseos esclavizan, es mejor no desear nada. Si la esperanza es madre de la decepción, mejor vivir sin esperanza. Séneca traducía por se— curitas el concepto estoico de ataraxia, para indicar un estado de ausencia de turbación, de tranquilidad o serenidad de alma, es decir, esa misma euthymia que Cicerón identificaba con el animus terroris liber —el alma libre del terror— y con se curitas, que es «como la tranquilidad del alma». Séneca da una receta para liberarse del miedo: «Desprecia la muerte y todo lo que conduce a la muerte será objeto de desprecio, sean guerras, naufragios, dentelladas de las fieras, sea el peso de los escombros que se derrumban en caída inesperada» (Nat. Quaest., II). El miedo a la muerte impide, efectivamente, a los hombres vivir. «Quien tema a la muerte, nunca se comportará como un ser vivo». Pero ¿cómo no temerla, si los peligros nos acechan por todas partes? Sin embargo, el sabio encuentra precisamente su serenidad en la constatación de que no hay nada estable: «Si queréis no temer nada, pensad que todo es temible» (Nat. Quaest., II, 59).

Esta misma aspiración a la autosuficiencia y la libertad se da en muchas filosofías orientales. Dice Sri Krishna: «¡Aquel que vive desprovisto de toda ansiedad, libre de deseos y sin sentido del “yo” y de lo “mío”, alcanza la paz!» El itinerario propuesto por Patanjali, padre de la filosofía yoga, aspira a conseguir la liberación del hombre de su condición humana, conquistando la libertad absoluta. El profano está «poseído» por su propia vida, el yogui rehúsa «dejarse vivir». Al flujo caótico de la vida mental, a la aparición incontrolable de las ocurrencias, responde fijando la atención en un solo punto, primer paso para la retracción definitiva del mundo de los fenómenos.

La búsqueda estoica de la serenidad suena un poco falsa. Eso me pasa con la voz de Séneca, cuando dice a su discípulo Lucilio que el sabio considerará que «el cautiverio, los azotes, los grilletes, la miseria, los miembros desgarrados, sea por la enfermedad, sea por la crueldad de los hombres y todas las calamidades que quieras, son terrores imaginarios. Son los medrosos los que han de temer esas cosas». La serenidad oriental es diferente, porque se integra dentro de una teoría general de la realidad. No es esa apresurada tranquilidad alcanzada por la toma en préstamo de algunas técnicas, que son sin duda valiosas como estrategias psi. Se dice que crece en Francia el número de budistas, pero son budistas domingueros, por decirlo de alguna manera. Aceptan del budismo una técnica de relajación. Tomarse en serio la negación del yo es harina de otro costal. Para el pensamiento hindú, sin embargo, esas técnicas lo que proporcionan no es el aniquilamiento de la persona, sino su comunicación verdadera con lo trascendente, y la correspondiente intensificación de la conciencia. No es, pues, un nihilismo de la serenidad, que puede conducir a un desinterés por el dolor humano y un colaboracionismo con la injusticia, sino la serenidad creadora de quien se siente en unión con la fuente primordial.

En cieno sentido, los estoicos decían algo semejante, porque creían que la sabiduría consistía en unirse mediante la razón privada a la razón universal, y aceptar las leyes de la naturaleza sin intentar cambiarlas. Pero quien se acerca más al pensamiento oriental, aun sin conocerlo, es Spinoza. Tal vez por eso me parece el filósofo del futuro. Amar a Dios, dice, no es más que amar adecuadamente tanto las cosas singulares como la parte mejor de uno mismo. Mediante el amor intelectual a Dios, el hombre comprende que es parte de Dios, y que su poder individual participa de la energía divina. Así, el cauteloso pulidor de lentes conseguía percibir un punto de sentido incluso en lo más profundo de su angustia.

14. Paso al capítulo siguiente

¿No estaré como un burro, dando vueltas a la noria, sin avanzar un palmo? Después de separar la ética de la psicología, la libertad de los sentimientos, la decisión de sus antecedentes fisiológicos, he acabado al final teniendo que apelar al carácter, concepto psicológico, para explicar la elección de los fines. En el capítulo próximo, el último de este largo viaje, mostraré el modo en que psicología y ética pueden y deben colaborar.