III. EL POLO SUBJETIVO: EL CARÁCTER MIEDOSO
1. La realidad y el mundo
Estoy sentado en la terraza de un bar, mirando a la gente. Soy como un paseante que se ha detenido a la orilla de un río. Los peatones pasan, se paran ante los escaparates, compran una revista en un quiosco, esperan que se abra el semáforo. Ellos y yo estamos en la misma realidad: esta calle y este momento. Pero cada uno vivimos en nuestro propio mundo, llevamos dentro nuestras preocupaciones, afanes, proyectos. Uno va apresurado y nervioso a una entrevista de trabajo, otro emocionado al encuentro de la novia, un tercero furioso a pagar una multa, otro hace tiempo para entrar en el cine. Todos se paran en el mismo semáforo, es decir, no viven en un mundo alucinado o irreal, pero la vida de cada uno tiene un escenario distinto. Somos caracoles que viajamos con la casa mental a cuestas. Por eso, los filósofos, desde Kant, distinguen entre la realidad y el mundo vivido, percibido y sentido por un sujeto. En la realidad no hay colores, sino fenómenos electromagnéticos. Antes de que apareciera la vida, no había colores. Si no hubiera retinas, sólo existirían longitudes de onda. Quien observa el crepúsculo puede que vea un poético incendio de la bóveda celeste, del firmamento, aunque el cielo no sea ni abovedado ni firme.
El miedo es un modo de percibir el mundo. Surge de la interacción de un polo subjetivo —el sujeto que lo siente— y un polo objetivo —lo que el sujeto percibe como amenazador—. Las dosis de estos ingredientes cambian. Hay casos de miedos absolutamente subjetivos, sin causa exterior. La angustia, por ejemplo. Franz Kafka, conmovedor maestro en miedos que me acompaña en este libro, lo dijo con precisión en una carta a Robert Klopstock: «No nos ahogamos por falta de oxígeno, sino por falta de capacidad en los pulmones».
En otras ocasiones, por el contrario, la fuerza impositiva del peligro es innegable. Al caminante despistado que se encuentra frente a un toro bravo que le embiste, le sería de poco consuelo la frase de Epícteto que tanto repiten los psicólogos cognitivos: «No nos dan miedo las cosas, sino las ideas que tenemos acerca de las cosas». Los investigadores están de acuerdo en que el miedo es una de las emociones universales. Todos los humanos, en todas las culturas, la sienten y, además, la expresan de la misma manera. El gesto de terror es omnipresente, y comprensible sin aprendizaje previo, en todo tiempo y latitud. Además, hay desencadenantes innatos del miedo, como hemos visto. Temores que afectan a la humanidad entera. Venimos preprogramados para sentirlos. Pero en esta tierra común brota una amplia flora de distintos temores. Una primera diferencia resulta evidente y preocupante. Hay personas más miedosas que otras. Hay personas que viven continuamente en un estado de ansiedad. Hay personas tímidas y personas atrevidas. ¿De dónde proceden esas diferencias? ¿Son innatas o adquiridas? ¿Hay una predisposición para el miedo? ¿Hay una propensión para el valor? Para intentar aclarar este asunto necesito hacer una rápida incursión en el mundo de la fisiología.
2. La neurología del miedo
Según uno de esos chistes que me encantan sobre la tribu psi (psicólogos, psiquiatras, psicoterapeutas, etc.), hay tres tipos de psi: los que no tienen cerebro, los que no tienen mente y los que no tienen ninguna de las dos cosas. Se refiere, claro está, al papel que juegan estos conceptos en sus respectivos idearios. A los psicoanalistas no les interesa el cerebro, a los deterministas biológicos no les interesa la mente y a los conductistas, que sólo tienen en cuenta la conducta, no les interesa ni el cerebro ni la mente. Intentaré que el chiste resulte falso, atendiendo a los tres aspectos —cerebro, mente y conducta— en este capítulo.
Ya dije antes que los psicólogos anglófonos distinguen entre emotion y feeling. La emoción es un acontecimiento fisiológico que produce unos efectos que pueden ser conscientes o no. Cuando se vuelven conscientes aparecen los sentimientos. Cuando un médico ante un problema de insomnio diagnostica una depresión, esa depresión no es sentida, no ha pasado del estado de emotion al estado de feeling. Esto no debería sorprendernos, pues gran parte de nuestras actividades mentales son inconscientes y sólo conocemos lo que producen. Nuestro «inconsciente intelectual» o «afectivo» es eficaz e incansable. Recuerde lo que le he dicho del «yo computacional». La historia del descubrimiento de las estructuras del cerebro emocional —de esa sala de máquinas donde se urden las emociones— es apasionante y un poco desoladora, porque cada puerta que se abre —y se han abierto muchas— no nos conduce a la sala del tesoro, sino a otra estancia con numerosas puertas cerradas. Es como un libro cuyo prólogo condujera a múltiples prólogos, que a su vez introdujesen a otros prólogos, sin que nunca llegáramos a leer el libro. Parece el cuento de nunca acabar este ir de pórtico en pórtico. Los especialistas encontrarán en mi web bibliografía actualizada, pero para los lectores que no lo sean, haré una apresurada revisión de esas investigaciones tan fiel al original como un resumen de dos folios podría serlo a Guerra y paz» O sea, muy poco.
Durante siglos, los neurólogos se han esforzado en domiciliar las distintas funciones mentales en áreas cerebrales concretas. En 1937, James Papez descubrió las funciones del lóbulo límbico, unas estructuras escondidas en lo profundo del cerebro. Encontró que la información recibida por los sentidos se transmitía por dos canales diferentes. Uno, cognitivo, ascendía a la corteza cerebral, y otro, afectivo, se internaba en las profundidades, pasaba al tálamo y, desde allí, a la amígdala, el hipocampo y otras estructuras límbicas. El siguiente protagonista de esta historia fue Paul MacLean, que una década después habló de un cerebro visceral, sede de las emociones, identificó el hipo tálamo como órgano de evaluación emocional y, en los setenta, propuso una teoría que tuvo mucho éxito. Según ella, los cerebros más desarrollados acumulan los resultados de tres etapas evolutivas: reptiliana, paleomamífera, mamífera. El cerebro humano —escribe— es «un magnífico puente entre tres tipos de cerebro que son completamente diferentes química y estructuralmente y que, desde el punto de vista evolutivo, se encuentran a millones de años entre sí. Existe, por así decirlo, una jerarquía de tres cerebros en uno o, como yo lo llamo, un cerebro ternario». En fin, que cuando el buen pueblo decía de alguien que era un lagartón o una lagartona estaba haciendo neurología sin saberlo.
Habría que añadir que cada uno de esos cerebros tiene también su propia lógica, o su propia psicológica. Mac— Lean identificó el cerebro paleomamífero con el lóbulo límbico, sede de las emociones. Es decir, somos seres racionales con un cerebro emocional antiquísimo, que evoluciona con enorme lentitud. Esta teoría deslumbró a muchos estudiosos, porque parecía explicar las incoherencias del alma humana, la velocidad con que podemos cambiar nuestros conocimientos y la lentitud con que podemos alterar nuestros afectos. La evolución, como decía con gracia Stephen Jay Gould, es chapucera y aprovechada. Mediante un bricolaje biológico, usando lo que tiene a mano, fabrica mecanismos provisionales que no deberían funcionar, pero que lo hacen con sorprendente eficacia. Así ocurre con esta mezcla de emociones y conocimientos. Contra todo pronóstico funciona bastante bien, a pesar de la frecuencia con que el invento se descompone.
Paralelamente se habían hecho otros descubrimientos fascinantes. En 1949, Giuseppe Moruzzi y Horace Magoun descubrieron la formación reticular ascendente, el órgano de encendido de la actividad cerebral. James Olds situó los centros del placer, que podían activarse con electrodos. Las ratas que aprendían a proporcionarse esas descargas hedónicas se hacían adictas a ellas, como un toxicómano a la heroína. Nuestro compatriota José Rodríguez Delgado provocó miedo estimulando estructuras profundas del cerebro. La estimulación del tálamo medial hacía que el sujeto sintiera «como si un coche hubiera estado a punto de atropellarme», y una sensación muy desagradable en el estómago. La estimulación del núcleo talámico dorsolateral evocó en otro paciente de sexo femenino el mismo sentimiento que experimentaba en las crisis de ansiedad. Los neurotransmisores han ido conociéndose mejor gracias, entre otros, a Jack Panksepp. Luria, Fuster y Damasio estudiaron la importancia del lóbulo frontal en la regulación de nuestra conducta, y su relación con los centros emocionales, y Richard Davidson investigó la asimetría cerebral, encontrando que el predominio del córtex derecho aumenta los sentimientos negativos y que lo contrario ocurre cuando predomina el izquierdo. De todos estos autores es Antonio Damasio quien ha dado una teoría más completa de los sentimientos. El contenido de los sentimientos son las configuraciones del estado corporal representadas en los mapas somatosensoriales. Es decir, un sentimiento es la síntesis consciente de una gigantesca cantidad de información sobre nuestro estado.
La teoría de los tres cerebros de MacLean fue criticada por muchos neurólogos, que defendían una integración mayor del sistema. «Todo el cerebro es área límbica», llega a decir Joseph LeDoux, otro de los protagonistas de esta historia. Es decir, todo el cerebro es cerebro emocional. Sin embargo, es innegable que hay áreas más especializadas en las emociones. Cuando un fóbico se enfrenta con el objeto de sus temores, se observa un aumento muy significativo de actividad en zonas muy concretas del lóbulo límbico (Rauch, S. L., y cols. «A positron emission tomographic study of simple phobic symptom provocation», Archives of General Psychiatry, 1995, 52, 20-28; Stein, M. B., y cois.: «Increased amygdala activation to angry and comptentous faces in generalized social phobia», Archives of General Psychiatry, 2002, 158, 1220-1226).
En sus estudios sobre la neurología del miedo, Joseph LeDoux se interesó por dos problemas. Primero: ¿cómo se detecta y evalúa el peligro? Segundo: ¿cómo se activan los sistemas de respuesta? Hay dos sistemas de detección del peligro. Uno de urgencia, tosco, que prefiere equivocarse por exceso de cautela que por exceso de confianza, porque «el miedo guarda la viña», como dice el refrán. Somete el estímulo a una rápida evaluación, que es realizada fundamentalmente por la amígdala, una pequeña estructura en forma de almendra, alojada en el lóbulo límbico. El otro sistema de evaluación es lento y preciso, y tiene lugar en zonas de la corteza cerebral, la más sofisticada. Imaginemos que andamos por el campo y vemos una rama en el suelo. Sentimos un sobresalto, porque la amígdala ha reaccionado como si la rama fuera una serpiente. Por si acaso. Más vale prevenir que curar. Mientras tanto, el córtex ha analizado el estímulo y comprobado que es una rama. Nos tranquilizamos y continuamos la excursión.
LeDoux ha descubierto algo que produce un cierto desasosiego. Parte de nuestra memoria de los miedos es indeleble. Se conserva en la amígdala y no se borra con el tiempo. Esto puede resultar muy útil, porque conviene que las situaciones de peligro real se aprendan para siempre. Pero tiene un efecto desastroso, a saber, que la información recogida puede ser falsa o inadecuada cuando el ambiente cambia, y podemos convertirnos en rehenes perpetuos de esos miedos sin huella consciente. En realidad, Edouard Claparéde ya había hablado a principios del siglo XX de una «memoria inconsciente del miedo». Como consecuencia de una lesión cerebral, una de sus pacientes presentaba una amnesia que le impedía recordar cualquier suceso reciente. Por ejemplo, se olvidaba del rostro de Claparéde entre visita y visita, y éste, al saludarla y darle la mano cada vez que iba a verla, tenía que presentarse de nuevo como si fuera un desconocido. Un día, Claparéde disimuló un alfiler en su mano y su paciente se pinchó al estrechársela. A la mañana siguiente, ella no se acordaba ni de él ni de su nombre, pero cuando fue a darle la mano, rehusó dársela sin poder explicar por qué. Por eso, como señala Roger Pitman, muchas veces no podemos librarnos de los recuerdos implícitos que subyacen en los trastornos de ansiedad. En ese caso, lo mejor que podemos hacer es aprender a dominarlos.
Una vez que el peligro ha sido percibido, el mensaje activa el sistema nervioso autónomo. Recordaré al lector brevemente lo que esto significa. El sistema nervioso humano no es uno sino dos. El sistema nervioso central y el sistema nervioso autónomo. El primero se encarga de planificar y realizar todas las actividades que llamamos voluntarias. En cambio, el autónomo se encarga de regular muchos mecanismos que están fuera de nuestra regulación voluntaria (o al menos eso se creía hasta ahora). Rige los latidos del corazón, la presión arterial, el sistema digestivo, pulmonar, reproductor, y también las respuestas emocionales. No para aquí la complicación, porque este sistema autónomo funciona en dos regímenes distintos. Uno, el parasimpático, regula esos mecanismos en momentos de tranquilidad, en los que el organismo se dedica a actividades para su propia conservación y para la supervivencia de la especie. Come, bebe, tiene relaciones sexuales, duerme. El otro régimen, el simpático, toma el mando en momentos de alarma, dirige toda la energía al sistema muscular y cerebral para disponerlos a luchar o a huir. En momentos de peligro no se siente hambre, ni sed, no se orina, no se tienen deseos sexuales. Todo esto queda momentáneamente en suspenso, para que no distraiga al sujeto amenazado. Esto es lo que producen las anfetaminas, por ejemplo. Aumentan la fuerza muscular, elevan la atención, impiden el sueño, quitan el apetito, limitan el deseo sexual. Lo malo es que este régimen es sólo adecuado para momentos concretos de alarma y si se mantiene excesivamente —lo que sucede en los estados prolongados de estrés o en el consumo de drogas estimulantes— el organismo protesta dramáticamente.
Pues bien, una vez que el peligro ha sido detectado, el mensaje alerta al sistema simpático. El hipotálamo advierte a la hipófisis y ésta ordena la producción de dos hormonas (dos mensajeros), la adrenalina y la noradrenalina, que ponen en pie de guerra al organismo. Dejémoslo aquí, no sin antes explicar por qué he puesto en tela de juicio la separación radical entre el sistema nervioso central y el autónomo. Las técnicas de concentración mental han demostrado que se puede influir voluntariamente en respuestas autónomas. Los yoguis cambian la frecuencia cardiaca o la tensión arterial o el ritmo respiratorio o la percepción del dolor. Esto tiene importancia en el tratamiento del miedo, por eso lo menciono. Y porque supone la caída de un mito.
3. La propensión al miedo
Los mecanismos neurológicos mencionados son comunes a todos los humanos. Nuestro «ordenador biológico» viene equipado con programas emocionales de serie. ¿De dónde proceden entonces las diferentes sensibilidades al miedo? La respuesta inmediata sería: de la experiencia. Animales y personas sometidos a violentas y dolorosas experiencias se volverían medrosos. Esto no tiene vuelta de hoja. Todos conocemos a personas valientes que se han vuelto temerosas tras dolorosos acontecimientos biográficos. El estrés postraumático es un buen ejemplo. Pero el asunto es más complejo. En animales se ha podido comprobar que el miedo se hereda. En todas las poblaciones de mamíferos parece existir un porcentaje de individuos más miedosos que otros. Hall y Broadhurst utilizaron el método de cruzamiento selectivo para conseguir un linaje de ratas miedosas y un linaje de ratas no miedosas. Las llamaron «Maudsley reactiva» (Hall) o «emotiva» (Broadhurst); y «Maudsley no reactiva» o «no emotiva». Las cepas miedosas son a la vez más sensibles a los miedos innatos de la especie y más receptivas a los miedos condicionados. Por ejemplo, aprenden más rápidamente a temer una situación si ha sido asociada varias veces a un shock eléctrico o a un ruido violento. Además tardan más tiempo en desensibilizarse de sus miedos aprendidos.
Pero hay más. A principios de los setenta, Martin Seligman, psicólogo experimental que había estudiado el miedo condicionado en los animales, sostuvo de manera convincente que la evolución nos ha preparado para aprender ciertas cosas con más facilidad que otras. Óhman aplicó esta teoría a los miedos y afirmó que el hombre moderno ha recibido en herencia la propensión a sentir miedo ante situaciones que amenazaron la supervivencia de nuestros antepasados, por lo que vivimos atenazados por miedos antiguos. Semejante tendencia ha de hallarse en nuestros genes y, por tanto, los miedos deben estar sometidos a algún control genético.
Estos hechos han despertado un gran interés hacia las «personalidades vulnerables al miedo», aquellas especialmente sensibilizadas para captar señales de peligro o para interpretar como amenazantes estímulos neutros. Al final de la carta que he citado antes, Kafka concede la palabra al padre, que hace un diagnóstico violento de la situación de su hijo: «Incapaz de vivir, eso es lo que eres». Tenía razón. Kafka escribió en sus diarios: «En el bastón de Balzac se lee esta inscripción: “Rompo todos los obstáculos”. En el mío: “Todos los obstáculos me rompen”. Lo que hay de común en ambos casos es: Todo». Podía, pues, aplicársele la palabra que Virginia Woolf se aplicó a sí misma: skinless, sin piel, en carne viva. Virginia sufrió desde niña un angustioso sentimiento de vulnerabilidad. Era constitucionalmente delicada, nerviosa y fácilmente excitable, y su miedo a la gente era tal que se ruborizaba si alguien se dirigía a ella. Sólo en casa se encontraba segura. Durante la última parte de su infancia, experimentaba lo que llamaba breakdown in miniature, un derrumbamiento en miniatura. La invadió el sentimiento de que carecía de «protección exterior», que era incapaz de «formar parte de la vida real», que estaba outside the loop oftime, fuera del ciclo del tiempo.
4. Un excursus literario
No es de extrañar que cite a tantos escritores. Muchas personalidades vulnerables o vulneradas encontraron una protección en la escritura. Kafka, Virginia Woolf, Rilke, Proust y otros muchos. Catherine Chabaud, la primera navegante que dio la vuelta al mundo sola y sin escalas, y que contó su aventura en su libro Possibles Reves, escribe: «Necesidad de escribir para dominar la angustia, expulsar la duda, identificar la turbación». No es una reacción extravagante. Según Cioran, «toda palabra es una palabra de más», y la escritura es un remedio «al inconveniente de haber nacido». Jean Genet, a quien debiera dedicar más atención en este libro, escribió: «Escribir es el único recurso cuando se ha traicionado». Es decir, cuando se siente la vergüenza de haberlo hecho. Por ser menos conocido, me referiré a Hans Christian Andersen. Desde la infancia tuvo conciencia de su incapacidad para enfrentarse con los más sencillos conflictos de la vida diaria. Fue un niño solitario, que temía volverse loco como su abuelo. Se lamentaba de no poder disfrutar de las cosas como los demás. Inventar historias fue su refugio y, posiblemente, su salvación.
Se plantea aquí un problema complicado de teoría de la creación literaria. Las personas vulnerables tienen una sensibilidad más afinada para muchos aspectos de la realidad, en especial para los negativos. Esto tiene relación con una idea griega que ha tenido una larga historia. Los médicos griegos consideraban que el carácter está definido por la mezcla de los cuatro humores básicos: sangre, flema, bilis y bilis negra. El predominio de uno u otro producía los cuatro tipos de carácter: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico. El melancólico sería el más cercano a la personalidad vulnerable de la que estoy hablando. Pues bien, un escrito apócrifo atribuido a Aristóteles —Problemata- incluye un texto que tuvo un éxito excepcional: «Todos los genios son melancólicos». Es decir, todos los genios tienen un ramalazo de fragilidad o de locura. Están mal dotados para la vida. En cambio, a los sanguíneos, que disfrutan de los placeres, se les considera personajes simples y sin interés.
Todo esto ha hecho que en muchas ocasiones, sobre todo después del romanticismo, algunos artistas hayan cuidado mucho su fragilidad, considerándola origen de su energía creadora. Rimbaud aspiraba al «déreglement de unís les sens», y Rilke pensaba que necesitaba el malestar íntimo para crear, por eso se negó a someterse al psicoanálisis, como le recomendaban su mujer Clara y su amiga Lou Andreas-Salomé. Al fin y al cabo había escrito: «Es un privilegio poder sufrir hasta el fin, para conocer de la vida hasta sus más íntimos secretos». El 14 de enero de 1912 dice en una carta al doctor Emil von Gebsattel, médico y psicoanalista: «Si no me equivoco, mi mujer está convencida de que es una especie de dejadez por parte mía lo que me impide hacerme analizar conforme al aspecto piadoso de mi naturaleza (como dice ella); pero esto es falso; es precisamente, por así decirlo, mi piedad lo que me impide aceptar esta intervención, ese querer poner en orden mi interior, esa cosa que no forma parte de mi vida, esas correcciones en tinta roja en la página escrita hasta ahora. Ya lo sé, estoy mal, y usted, querido amigo, ha podido ya comprobarlo; pero créame, estoy tan lleno de esta maravilla incomprensible e inimaginable que es mi existencia, que, desde un principio, parecía imposible y, no obstante, continúa, de naufragio en naufragio, por caminos cuajados de las más duras piedras, que si pienso en la posibilidad de no volver a escribir, me trastorna la idea de no haber trazado sobre el papel la línea maravillosa de esa existencia tan extraña». Resumió su miedo en una bella frase: «Temo que al expulsar a mis demonios puedan abandonarme también mis ángeles». Como contrapartida, quiero citar la opinión de una personalidad ansiosa, Woody Alien. Cuando le preguntaron si esa ansiedad era el motor de su creatividad, contestó: «No creo que cuanto más angustiado estés seas más creativo. Al contrario, si uno está sereno su trabajo mejora. Nunca he estado angustiado por la idea de no estar angustiado».
Estos fenómenos posiblemente han fomentado en los últimos siglos una gran literatura de la fragilidad, de la derrota, de la melancolía, del fracaso, del spleen, de la huida. Creo incluso que esta relación entre vulnerabilidad y arte explicaría la interesante relación entre homosexualidad y literatura. Aunque sólo sea por razones sociales, la personalidad homosexual ha sido muy vulnerable y ha estado sometida a profundas tensiones. En libros de psiquiatría no muy antiguos se hablaba todavía del «pánico del homosexual», es decir, de la angustia ante la posibilidad de serlo.
Tal vez necesitemos recuperar una gran literatura del ánimo. Es posible que el éxito de Saint-Exupéry, cuyo libro Le petit prince es el más leído de la literatura francesa, se deba a que es un gran cantor del esfuerzo y la valentía. Y creo que la vigencia de Albert Camus —y lo que hace de él a la vez un escritor anacrónico en una época de desaliento— reside en su rechazo de esta metafísica del desánimo y del deterioro. «Es preciso ser fuerte y feliz para ayudar a las gentes desdichadas», escribió en uno de sus cuadernos.
5. El descubrimiento de la personalidad vulnerable a la ansiedad
Hay fenómenos que se sospechan, antes de poder comprobar su existencia. Se percibe una relación esquiva, un parecido de familia, un patrón que va emergiendo sin acabar de definirse, como en esos juegos de niños en que al unir los puntos aparece una figura insospechada. Así ha sucedido con la personalidad vulnerable. Se fue cercando el fenómeno mediante muchos tanteos y desde enfoques muy diferentes. Desde el siglo XIX se ha hablado de personalidades «emotivas», que amplían todas las emociones, las buenas y las malas, como una gigantesca caja de resonancia afectiva. Toda experiencia tiene para ellas un plus de entusiasmo o de decepción. Son personas ciclotímicas, que pasan de las nubes al abismo en un abrir y cerrar de ojos. Dentro de esa tradición, en los últimos tiempos se ha prestado más atención a la «afectividad negativa», que es la propensión de un individuo a experimentar una variedad de emociones negativas, como el miedo, la tristeza, la culpa, en una gran variedad de situaciones, incluso en ausencia de un estímulo negativo. Por su parte, los psicólogos infantiles habían comprobado que muchos bebés parecen dotados de antenas para captar todos los estímulos peligrosos o perturbadores que hay en el ambiente. Jerome Kagan, un gran psicólogo infantil, ha estudiado lo que llama «inhibición conductual». En los primeros meses de vida, muchos niños muestran ya una alta inhibición, un modo de vivir en retirada, que se manifiesta como alta reactividad en forma de llantos, irritabilidad, altos niveles de activación motora y emocionalidad. En los dos o tres años siguientes se manifiesta con comportamientos de retirada, búsqueda de seguridad en una persona conocida y supresión de toda iniciativa cuando se enfrentan a personas desconocidas. Si esa inhibición se mantiene —y suele suceder en las tres cuartas partes de los niños inhibidos— el bebé se transforma en un precavido, tranquilo e introvertido niño al alcanzar la escuela. Investigaciones posteriores muestran que en el 40% de los niños evaluados a los 21 meses disminuye su nivel de inhibición, lo que permite decir que no es un rasgo tan fijo como se pensaba.
Kagan cree que este temperamento huidizo está relacionado con un bajo umbral del sistema límbico de alerta, del que ya les he hablado, particularmente en la amígdala y el hipocampo. En pocas palabras: se dispara con cualquier cosa. Según Elaine Aron, hay un 20% de personas que tienen un nivel de saturación sensorial más bajo que el resto. Todo el mundo puede ser «agredido» por su entorno, pero es una cuestión de dosis, y algunos lo serán con mayor facilidad que otros. Los sujetos hipersensibles van a percibir las estimulaciones excesivas de su entorno como agresiones dolorosas. Esa vulnerabilidad se aplica también a la sensación de miedo. Si esos sujetos se perciben como temerosos y miedosos no es por falta de valor, sino por un exceso de tumulto emocional frente al peligro.
Además de las investigaciones de Kagan, otros científicos estaban proporcionando información sobre la «afectividad negativa». Por ejemplo, Hans Eysenck, que había propuesto como dos dimensiones principales del temperamento la introversión-extroversión y el neuroticismo-no neuroticismo. El neuroticismo refleja una mayor reactividad a los aspectos negativos del entorno. En cambio, la otra dimensión refleja el nivel de activación cortical. Los introvertidos la tienen muy alta, por lo que evitan verse sometidos a grandes estímulos. Prefieren ambientes tranquilos, modos de vida rutinarios, poco trato social. En cambio, los extrovertidos tienen un nivel de activación muy bajo, y necesitan estar elevándolo continuamente. Son los «buscadores de emociones» los que necesitan entornos bulliciosos y que van a engrosar la nómina de los temerarios, y de otros tipos de valentías sospechosas de las que hablaré. J. A. Gray propuso un modelo ligeramente distinto, en el que las dos dimensiones importantes eran «ansiedad» e «impulsividad». La ansiedad tiene que ver con el sistema de inhibición conductual, con lo que vuelve a aparecer el término usado por Kagan. En el extremo contrario está el sistema de aproximación conductual. Estamos cercando conceptualmente a un fenómeno complicado: la propensión al miedo. Otros investigadores han atacado por otra ruta y propuesto tres dimensiones de la personalidad. La primera —«la búsqueda de novedades»— es parecida a la extroversión de Eysenck y a la activación de Gray. La segunda es la «evitación de daño», una respuesta intensa a los estímulos aversivos, similar al sistema de activación de Gray y al neuroticismo de Eysenck. La tercera es la «dependencia», es decir, la respuesta intensa a las recompensas. Esta teoría explica muy bien la propensión a las toxicomanías. Se trata de personas que buscan emociones, huyen de todo dolor y se aferran a las recompensas. El cerco a la «personalidad vulnerable» lo estrecha otro investigador, el neurólogo Richard Davidson, según el cual hay una asimetría en el lóbulo frontal. Cuando predomina el lado izquierdo, hay una afectividad positiva. Cuando predomina el derecho, ocurre lo contrario. Un último ataque: la teoría de la personalidad que goza de mayor aceptación en la actualidad —la llamada de los Big Five— incluye también la dimensión estabilidad emocional-neuroticismo, que ya he mencionado.
Parece, pues, confirmarse la existencia de una predisposición genética hacia la afectividad negativa, que hace al sujeto más vulnerable a los estímulos negativos. ¿Quiere eso decir que nuestro destino emocional está en manos de nuestra herencia genética? Conviene desmitificar la acción de los genes. No olvidemos que no determinan comportamientos complejos. No hay un gen de la inteligencia, ni de la envidia, ni de la propensión a cenar fuera de casa, como defendió la genetista Sokolovski. Un gen determina la producción de una proteína. Eso es todo. Se supone que la influencia sobre la vulnerabilidad a la ansiedad y al miedo tiene que ver con la producción, transporte y metabolización de la serotonina, un importante neurotransmisor. En 1996, se descubrió un gen implicado en la génesis de la angustia. Su nombre es SLC 6a4, está situado en el cromosoma 17q12 y sería más corto en los sujetos vulnerables a la angustia, al pesimismo y a los pensamientos negativos. Se ha llegado a hablar del «cerebro tímido» en los niños que presentan una timidez patológica, que al parecer está relacionada con una hipoactividad dopaminérgica de los ganglios de la base del cerebro. Por otra parte, el receptor 5-HT (1AM), uno de los receptores del neurotransmisor serotonina, parece implicado en los comportamientos de tipo ansioso, sobre todo como modulador. El gen que codifica este tipo de receptor ocupa un lugar privilegiado entre los genes identificados mediante técnicas de mutación genética en ratones, dentro de las investigaciones sobre los modelos animales de la ansiedad. Parece intervenir en la tríada angustia, depresión y neuroticismo.
Sin duda, esto es así y Robert Cloninger ha sostenido que los rasgos de los distintos temperamentos dependen del nivel de un transmisor particular. La serotonina determina la evitación del dolor o del peligro. La noradrenalina, la necesidad de recompensa. La dopamina, la búsqueda de la novedad. Pero, al mismo tiempo, los investigadores más solventes admiten que la afectividad negativa depende en un cincuenta por ciento de la herencia y en otro cincuenta por ciento del aprendizaje, en especial del modo en que el niño aprende a regular sus emociones. Una de las principales tareas de los padres durante la primera infancia es ayudar a que el niño pueda soportar tensiones cada vez más intensas, que sepa regular sus propias emociones.
Al revisar los grandes tratados de psicología infantil y evolutiva publicados en los últimos quince años he comprobado que el tema de la autorregulación de las emociones se ha convertido en el tema estrella del desarrollo. Desde el punto de vista de la psicología evolutiva, se define la regulación emocional como «los procesos extrínsecos e intrínsecos responsables de monitorizar, evaluar y modificar las reacciones emocionales». Es la capacidad para cambiar la atención y activar o inhibir conductas. Se hace posible con la maduración neuroendocrina, que permite al niño tranquilizarse a sí mismo. La influencia del estilo parental es relevante incluso en los primeros meses de vida.
Los niños son capaces de recibir estímulos sensoriales, como la voz de la madre, en los últimos meses de su vida intrauterina, y de detectar normas en el entorno desde los 3-4 meses. El llanto es un modo de autorregulación. Los padres desarrollan una especial sensibilidad para captar las señales del niño, hasta tal punto que a veces reaccionan entre los 200-400 milisegundos, cuando se considera que un mínimo de 500 milisegundos son necesarios para que un estímulo se haga consciente.
La sintonía con el niño, la buena coordinación de los padres con sus bebés, ayuda a desarrollar en él un sentido de previsibilidad y controlabilidad que le defiende de la angustia. Un exceso de protección impide al niño sentir que controla el mundo. El apego o la falta de apego determinarán la seguridad o inseguridad básica. Benedek, Erickson y Laing hablan de «confianza básica», Neumann de «relación primigenia», Rof Carballo de «urdimbre afectiva». Que podamos confiar en el mundo o que el mundo sea una selva llena de trampas y asechanzas va a depender en gran parte de esas experiencias primeras. John Bowlby ha estudiado la relación de apego que el niño trenza con las personas que le rodean. A partir de ella, va a construir un modelo de funcionamiento del mundo. Según Bowlby, «la presencia o la ausencia de una figura de apego determinará que una persona esté o no alarmada por una situación potencialmente alarmante; esto ocurre desde los primeros meses de vida, y desde esa misma edad empieza a tener importancia la confianza o falta de confianza en que la figura de apego esté disponible, aunque no esté realmente presente». Para Carlos Castilla del Pino, el núcleo de la personalidad neurótica, es decir, propensa a la angustia, es la inseguridad, siendo todos los demás síntomas —fobias, obsesiones, inhibiciones, somatizaciones, hipocondrías— superestructuras posteriores. Esta inseguridad alude a la propia identidad, en su totalidad o en distintas áreas: eróticas (miedo a fracasar en la relación sexual), corporal (miedo a enfermar), social (miedo a hacer el ridículo).
La creencia en la imprevisibilidad del mundo, la convicción de no poder controlar los sucesos y la inseguridad básica son tres factores que determinan la afectividad negativa, que produce una amplia red de sentimientos. La desconfianza, por ejemplo, es el miedo a que los demás no sean de fiar. Los celos son el miedo a que una persona importante para mí prefiera a un rival. La impotencia, que es la conciencia de no ser capaz, provoca depresión o miedo.
6. La afectividad negativa como matriz emocional
Me parece estar a punto de desvelar uno de los enigmas más profundos de nuestro ser en el mundo. Es como si me estuviera acercando a la matriz de los miedos, las depresiones, las angustias, las obsesiones. La afectividad en general es fuente primaria de ocurrencias. Los antiguos se equivocaron al hablar de «afectos» o «pasiones», es decir, al considerar que las emociones y los sentimientos llegan de fuera, nos arrebatan, nos invaden, somos sujetos pasivos —de ahí viene «pasión»— de fuerzas ajenas. Es falso, las pasiones vienen de dentro, como los disparos proceden del interior de la pistola, aunque el gatillo se apriete desde fuera. Los mecanismos cognitivos van a ser impulsados, dirigidos, por la ebullición de los afectos. La gran hazaña de la naturaleza humana es que la inteligencia ejecutiva, reflexiva, va a intentar someter a control alguno de los movimientos del afecto.
El gran Spinoza hablaba del conatus, del impulso, como núcleo esencial de la realidad. La esencia del hombre es el deseo, el dinamismo impelente, y su acompañamiento de afectos. Para un fenomenólogo esta primera energía centrífuga sería la intencionalidad. La preposición latina «in» resulta bellísima en esta palabra. Tiene un significado estático —estoy «en» esa tensión—, pero también tiene un sentido dinámico, de dirección hacia. Pues bien «intencionalidad» significa estar en la tensión que me lleva hacia algo. Nuestra primera relación con el mundo es afectivamente intencional. No nacemos neutrales. Somos seres necesitados, a medio hacer, pedigüeños que esperamos recibir la plenitud del entorno hacia el que vivimos forzosamente abiertos y expectantes. Antes de conocer cosas concretas nos hallamos en un estado de ánimo, en una disposición afectiva. Tiempo habrá de buscar la objetividad, de enfriar el conocimiento. En el principio hay unos seres sensibles, activos, carentes, a quienes muchas cosas les afectan: nosotros.
La afectividad negativa es una constante fuente de ocurrencias: busca estímulos negativos, interpreta de modo pesimista los sucesos neutros, estrecha la atención, frecuentemente la vuelve sobre el propio sujeto, recuerda con gran precisión los hechos negativos, lanza sin parar a la conciencia pensamientos intrusivos, tiende a la rumiación y provoca una ansiedad desagradable, disfórica, que está presente en muchos trastornos afectivos. P. Salovey, D. Birnbaum, D. Cioffi y, sobre todo, J. W. Pennebaker han estudiado el papel facilitador de la afectividad negativa en distintos tipos de ansiedades, miedos y patologías. Parece confirmarse que la afectividad negativa puede manifestarse como angustia o como depresión. La psiquiatría ha discutido largamente si se trataba de dos trastornos o de uno solo, pero parece confirmarse la separación. Sin embargo, como Kendler ha puesto de manifiesto, ambos trastornos comparten influencias, por ejemplo la afectividad negativa.
Nuestro organismo aparece así como fuente de ocurrencias afectivas, que el aprendizaje va a aprovechar, prolongar, alterar, frenar y combinar. Me parece éste el momento adecuado para recordar al lector lo que he dicho en otros libros acerca de la estructura de la personalidad. En oposición a una gran parte de los psicólogos actuales, creo que es iluminador distinguir tres estratos en la personalidad de un individuo:
Personalidad recibida: es la matriz personal, genéticamente condicionada. El peculiar reparto de cartas que nos ha correspondido al comenzar el juego de la vida. Incluye toda la fisiología, pero en este momento me interesan destacar tres elementos fundamentales: las funciones intelectuales básicas, el temperamento y el sexo. Llamamos temperamento a los estilos básicos de respuestas emocionales. Buss y Plomin, dos de los mayores expertos en este tema, lo definen con dos notas esenciales: «rasgos de personalidad heredados» y «presentes desde la primera infancia». Una de sus características sería la vulnerabilidad, la propensión a los miedos, la afectividad negativa.
Personalidad aprendida: es el carácter. El conjunto de hábitos afectivos, cognitivos y operativos adquiridos a partir de la personalidad base, del estrato anterior. Es lo que los clásicos llamaban «segunda naturaleza». Sin duda son muy estables, pero son aprendidos. Los miedos adquiridos mediante la experiencia han de incluirse aquí.
Personalidad elegida: es el modo como una persona concreta se enfrenta o acepta su carácter y juega sus cartas. Incluye el proyecto vital, la manera de desarrollar ese proyecto en cada circunstancia, el sistema de valores y su forma de enfrentarse a las dificultades.
La predisposición biológica a la afectividad negativa es parte del temperamento, una matriz que va concretándose mediante los hábitos aprendidos, es decir, se va convirtiendo en carácter. En este proceso que va prolongando y definiendo el temperamento es probablemente donde la vulnerabilidad elige el camino de las respuestas angustiosas o de la depresión.
7. Un paso más adentro del misterio: el optimismo ciego del ser humano
Después de hablar tanto de lo negativo, tengo que mencionar la otra cara de la moneda. La vida es ciegamente optimista. Es un impulso inevitable hacia el futuro. Un ímpetu recibido, un conatus, al que por llamarlo de alguna manera llamamos instinto de supervivencia. Los antiguos, antes de hablar del alma como principio de vida, hablaron del ánimo, del aliento, de esa fuerza que se perdía cuando se estaba desanimado o desalentado. Ciertamente este ánimo puede quebrarse, en las depresiones por ejemplo, y entonces, al cegarse la fuente de la energía originaria, nos tropezamos con uno de los más graves problemas de la medicina, la psicología o la educación. ¿Cómo recuperar el ánimo perdido? ¿Cómo volver a sentir esa energía? No podemos apelar al razonamiento, porque los afectos básicos son irreductibles a la razón. A la persona desesperada no se le puede intentar demostrar que la vida es valiosa y bella. La razón sin el ánimo puede concluir en un pesimismo justificado. Hay miles de razones para disuadir de la maternidad, atendiendo a la peligrosa índole de nuestro ser en el mundo. Hay miles de razones para la desesperación dada la finitud del ser humano, una conciencia desdichada que conoce que ha de morir. Pero nacemos lanzados hacia el futuro. El lóbulo límbico, nuestra inteligencia fogosa, empuja, sin más. Pero el córtex cerebral, nuestra inteligencia fría, reflexiona, calcula y anticipa. Entonces puede hacerse racionalmente pesimista. Baltasar Gracián, un hombre cauto y perspicaz, que no era precisamente la alegría de la huerta, escribió: «No deberíamos haber nacido, pero ya que hemos nacido no deberíamos morir».
Tal vez el secreto está en poner la inteligencia discursiva al servicio de ese dinamismo no racional, e intentar dirigirlo, aprovecharse de él, dignificarlo. De aquí va a brotar el impulso transfigurador del que voy a hablar en los dos últimos capítulos. Cuando el ánimo se hunde, sólo podemos apelar a medios indirectos para intentar que el yo ocurrente vuelva a producir ocurrencias animosas. Ojalá tuviera el secreto para conseguirlo, porque nada necesitamos más que el ánimo, y no hay mayor talento ni tarea más benéfica que el de darlo.
8. El aprendizaje de los miedos
Voy a continuar hablando de la formación del carácter que, en algunos casos, supone el aprendizaje de los miedos. El niño aprende a ver el mundo como previsible o imprevisible. Como controlable o incontrolable. Como seguro o inseguro. Y estas tres creencias básicas, certezas vividas más que formuladas, las aprende en la primera infancia, en el trato con sus primeros cuidadores, y van a favorecer u obstaculizar el poder del miedo. Un mundo imprevisible, incontrolable e inseguro resulta aterrador. Un niño medroso, inhibido, vulnerable puede adquirir hábitos de seguridad que amortigüen su fragilidad inicial. Rilke lo contó conmovedoramente en su «Tercera elegía». Habla a una madre para recordarle cómo «inclinaste sobre los ojos nuevos el mundo amigo, apartando el extraño», y, de paso, siente nostalgia de aquellos instantes seguros y tranquilizadores, de aquella figura que parecía conocer «el secreto de todos los ruidos». ¿Dónde, ay, quedaron los años cuando tú, sencilla, con tu figura esbelta atajabas el caos bullente? Ese «caos bullente» que es, para el niño, el mundo de la experiencia va haciéndose familiar o no, va aplacándose o no, a través de las interacciones con los padres. «¡Oh, madre; tú, la única que ha atajado todo ese silencio, antaño en la niñez! Que lo tomas en ti y dices: no te asustes, soy yo. Enciendes una luz, y ya eres tú el ruido. Y la pones ante ti y dices: soy yo, no te asustes. Y la pones despacio, y no hay duda: eres tú, tú eres la luz en torno de las acostumbradas cosas cordiales, que están ahí sin segundas intenciones, buenas, sencillas, sin doblez».
Los miedos se aprenden como las demás cosas. Por condicionamiento (sea condicionado u operante, ya sabe Pavlov o Skinner), por experiencia directa, por imitación, y por transmisión de información. El círculo de los miedos se puede ampliar al relacionarse un objeto con un estímulo incondicionado. El dolor es un estímulo incondicionado del miedo, y por ello todo lo que se relacione con un dolor, sea de modo real o simbólico, puede adquirir esa misma capacidad de suscitar temor. Christophe André cuenta que una paciente suya, víctima de una violación, experimentó tiempo después un ataque de pánico inexplicable en el metro (la violación había ocurrido en su casa). Al analizar las posibles razones, encontró al fin lo que había desencadenado su miedo. El olor de una loción after-shave, que era la misma que usaba su violador. Esto explica la expansión de los desencadenantes del miedo.
Ya sabe que el condicionamiento operante se basa en una ley: el animal tiende a repetir los comportamientos premiados y a evitar los castigados. Para explicar la implicación de estos mecanismos en el temor, tengo que dar una explicación un poco técnica, que convertirá este párrafo casi en una nota para psicólogos. Los conductistas, que no querían admitir en su teoría ningún acontecimiento íntimo, ninguna emoción, que sólo se interesaban por las conductas, tuvieron que introducir el miedo en su sistema para poder explicar las conductas de evitación activa. Hay dos tipos de evitación. La pasiva se limita a terminar con la situación que está produciendo un castigo. Si el animal recibe una descarga eléctrica, salta para evitarla. En cambio, la conducta de evitación activa consiste en aprender una conducta para evitar un castigo. Se trata de que sepa dar a una palanca para no recibir la descarga. ¿Cómo podría actuar como reforzador una ausencia, algo que no existía? Tiene que ser anticipado, esperado. El miedo es la anticipación de un castigo y permitía explicar el aprendizaje de la evitación activa.
Pero me interesa más otro tipo de aprendizaje: ¿-cómo se aprende a ser miedoso, es decir, a vivir asustado, a ser víctima de grandes miedos? Cuatro tipos de aprendizajes son comúnmente admitidos:
- Los sucesos traumáticos: un accidente, una violación, una separación dolorosa, un fracaso amoroso.
- Sucesos de la vida penosos y repetidos: sufrir pequeños traumas de manera regular, humillaciones, agresiones, sin posibilidad de control o defensa, que erosionan los recursos de una persona.
- Aprendizaje social, por imitación de modelos.
- La asimilación de mensajes alarmantes. Puede inducirse el miedo por la repetición de mensajes alarmantes. Una educación que insiste demasiado en los peligros de cualquier situación puede llevar a la medrosidad.
No es difícil comprender que las experiencias brutales o el desgaste continuado enseñen el miedo. En cambio podemos no percatarnos de los otros dos tipos de aprendizaje, los que se adquieren por imitación o por información, porque suelen darse en entornos familiares tranquilos, no violentos, y por procedimientos tan sutiles e indirectos que con frecuencia no resultan conscientes. La manera como se habla en una familia de los problemas, de los conflictos y del miedo influye en el carácter temeroso o arriesgado del niño. Hay una correlación entre la frecuencia con que los padres expresan sus miedos y el nivel de miedo de los hijos. Los estudios clásicos de David y Levy sobre protección y desprotección materna sugieren que la vulnerabilidad y el temor sólo aparecen cuando los padres pintan el mundo como peligroso y exageran los esfuerzos de protección del niño. El otro aspecto de esta cuestión lo manifiestan L. B. Murphy y A. E. Moriarty en su estudio longitudinal sobre el afronta— miento y la resistencia en la infancia. Comentan que «la expectativa de poder vencer nuevos retos es una contribución importante de los años preescolares, que ayudan a disipar la falta de confianza en uno mismo y la ansiedad producida por el temor a ser incapaz de vencer» (Richard lazaras 89).
El niño aprende en familia cómo enfrentarse con el miedo. O, dicho de manera más técnica, aprende los procesos de afrontamiento, de coping. Saco de mi archivo la carta de un hombre de cincuenta y dos años, militar de alta graduación, de quien volveré a hablar porque al cabo del tiempo me ha hecho un completo análisis de su caso. Lo llamaré el general GM. «En mi familia no aprendí nunca a enfrentarme con los problemas. Mis abuelos, mis padres, los hermanos de mi padre ejercían la política del avestruz. Preferían no enterarse de nada que les forzara a actuar. Disfrazaban su miedo con una mezcla de desdén y estoicismo. No recibí —y por lo tanto, no aprendí— esos “guiones” que nos permiten resolver los inevitables conflictos que el trato con la gente provoca. Nunca se hablaba de problemas, nunca se reclamaba nada, vivíamos aislados, sin visitas, sin amigos, sin reuniones familiares. De niño nunca llevé a un amigo a casa. De adolescente, mucho menos. Lo importante no era resolver los problemas, sino amortiguar el miedo que los problemas provocaban. Un día volvía con mi padre a casa y me dijo: “Vámonos por esa otra calle, porque por allí viene un tipo que me debe dinero, y no quiero verle.” Aquello me pareció muy lógico, y tardé mucho tiempo en darme cuenta de que lo lógico hubiera sido que el deudor fuera el que eludiera el encuentro».
El general GM tiene razón. A lo largo de la infancia vamos aprendiendo los scripts, los guiones que van a dirigir nuestro comportamiento. No podemos improvisar soluciones en cada momento. Necesitamos un arsenal de soluciones que se pongan en práctica casi automáticamente. De lo contrario nos convertimos en pilotos sin manual de instrucciones de vuelo. Pero alguno de los scripts que aprendemos es perjudicial, por ejemplo, el de evitación. Siempre tenemos que poner en marcha alguna estrategia contra el miedo. Pero hay, al menos, dos tipos: las que van dirigidas a enfrentarse con el problema y las que van dirigidas a enfrentarse con la emoción provocada por el problema. Una persona que teme hablar en público puede enfrentarse con esa dificultad, y más tarde explicaré cómo, o puede amortiguar el miedo bebiendo. Esta estrategia agrava el problema, en vez de resolverlo.
Conocí a un jesuita muy sabio, encargado del cuidado de la iglesia de su convento. Me comentaba, divertido, su absurdo comportamiento todas las noches. Apagaba las luces de la iglesia, iba hasta la puerta, volvía a comprobar si estaban apagadas, iba de nuevo hasta la puerta, volvía a asegurarse una segunda vez y ya tranquilo se marchaba a su habitación. Le pregunté por qué hacía una cosa tan rara, y me contestó: «Para ahorrarme molestias. Antes, la preocupación me entraba al llegar a mi habitación, a veces cuando ya estaba acostado, por lo que tenía que desandar todo el camino. Siempre dos veces, porque hasta la segunda comprobación no quedaba definitivamente tranquilo. Así que he descubierto este procedimiento abreviado, que es mucho más cómodo». Mi sabio amigo había descubierto un ingenioso procedimiento para hacer crónicos sus miedos.
Una última nota sobre el aprendizaje de los miedos. Craske menciona una teoría distinta: los miedos no se aprenden. El problema está en que no se desaprenden algunos miedos antiguos, y estos terrores anacrónicos descontextualizados están en el origen de las fobias. Ya veremos.
9. El aprendizaje de la desconfianza en uno mismo
De la misma manera que se aprende la seguridad básica se aprende la inseguridad, la desconfianza hacia los demás y, también, hacia uno mismo. Acudiré de nuevo a Kafka. «La desconfianza que tratabas de inculcarme, tanto en el almacén como en casa (nómbrame una sola persona que haya tenido alguna importancia para mí, en mi infancia, y a la que no hayas criticado, al menos una vez, hasta reducirla a la nada), desconfianza que a mis ojos de niño no se veía nunca justificada, puesto que en todas partes veía seres perfectos e inaccesibles, se transformó en desconfianza de mí mismo y en perpetuo miedo a los demás».
10. La moda de la resiliencia
Lo que estoy estudiando en este capítulo me recuerda el cuento de aquellos tres sabios ciegos que intentaron averiguar lo que era un elefante. Uno exploró una pata y dijo: El elefante es como una gran columna. Otro tocó la trompa y concluyó que el elefante era como una gran serpiente. El tercero palpó un colmillo y afirmó: El elefante es como una pulida lanza. Al estudiar el miedo los investigadores parecen haber troceado ese elefante mental que querían investigar. Trozos que estoy intentando ensamblar. Por eso hablo aquí de la resiliencia, un tema que ha despertado gran interés en los últimos tiempos.
Esa fea palabra designa la especial capacidad de resistir y reponerse de los traumas que tienen algunas personas, un «factor RR», que nos gustaría poder aprender. En una revisión de las investigaciones recientes, Robert Goldstein y Sam Brooks escriben: «En los últimos veinte años, la investigación sobre la resiliencia se ha acelerado con un gran sentimiento de urgencia. Hay muchas razones que explican este fenómeno. En primer lugar, según aumenta la complejidad tecnológica de nuestra sociedad, el número de jóvenes que se enfrentan a la adversidad y el número de adversidades que se enfrentan a ellos aumenta. Muchos jóvenes están en riesgo. En segundo lugar, hay un interés acelerado no sólo en comprender el riesgo y los factores protectores, sino en averiguar si esa información puede utilizarse no sólo en la clínica, sino en toda la población en general, en un esfuerzo por crear un “resilient mindset” en todos los jóvenes».
En este libro me interesa mencionar el modelo de relational resilience propuesto por Judith Jordán, que se basa en la empatia, el empowermenty es decir, la conciencia de la propia capacidad y el aprendizaje de la valentía. Este aprendizaje lo necesitan especialmente los adolescentes. Los chicos, porque se enfrentan a unos modelos confusos de identidad y masculinidad, en los que el valor tiene una importancia decisiva. Las chicas, porque en la adolescencia comienzan a lose their voices, a perder su propia voz, y con ella la confianza, la capacidad de afirmación de sí mismas, bajo la presión de los estereotipos sociales que, por ejemplo, las sumergen en la mitología de «ser objetos de deseo».