Capítulo 5
-Lo sabía —dijo McCord con calma.
—¡Maldita sea! ¿Por que no me lo dijiste? —Gritó Pru.
—¿Por qué no me dijiste tú nada? —contraatacó McCord.
—¡No quería que te casaras conmigo por el hecho de haberme dejado embarazada!
—¡Demonios! —exclamó McCord con tono muy severo—. Debí suponerlo. Me estuve preguntando por qué no me lo habías contado. Pensé que quizás eras demasiado orgullosa como para utilizar al niño con el fin de conseguir lo que querías. Supongo que, en parte, también ha sido por eso, ¿no?
Ella ignoró su lógica.
—¿Cómo has podido hacerme esto, McCord? Lo has estropeado todo.
Pru sintió cómo sus emociones se escapaban a todo control. Arrojó el sobre incriminador a la papelera, pero éste cayó sobre la alfombra.
McCord se cruzó de brazos y se apoyó contra el marco de la puerta. Siempre hacía lo mismo en semejantes situaciones, pensó Pru resentida. En las raras ocasiones en las que habían discutido acaloradamente, McCord había pasado gran parte del tiempo apoyado contra el marco de alguna puerta observándola con aquella profunda mirada.
—Te estás dejando llevar por las emociones, Pru. Supongo que es natural en tu estado, pero creo que será mejor que te tranquilices y mires la situación de forma más racional.
—¿De forma más racional? —Estalló ella—. ¿Significa eso que mi tía tenía razón? ¿Que debería estar agradecida que decidieras casarte conmigo? Bueno, tengo noticias para vosotros dos. No soy una pobre chica de pueblo que piensa que la única forma de salir de la pobreza es casándose. Puedo permitirme el lujo de tener este niño y mantener lo yo sola. Muchas mujeres lo hacen en nuestros días.
—Pero tú no vas a tener este niño sola y a criarlo sola, ¿no es cierto, Pru? Ahora estás casada conmigo.
McCord miró deliberadamente el vientre de Pru y luego volvió a levantar la vista.
—Yo soy el padre de tu hijo. Si no hubiera ido detrás de ti, nunca me lo habrías contado, ¿verdad? ¿Por qué no, Pru? ¿Tenías miedo de que si me enteraba de que estabas embarazada te hubiera dejado o te hubiera exigido que abortaras?
Ella se quedó mirándole con expresión atónita. Era la frialdad de sus palabras, más que lo que había dicho, lo que la sorprendió.
—Por supuesto que no. Tenía miedo de que te casaras conmigo si te enterabas de que estaba embarazada. Por eso no te lo dije. ¿Lo entiendes?
Él se apartó de la puerta y empezó a caminar en dirección a Pru lentamente. Ella intentó retroceder, pero no había sitio donde hacer lo. El armario se encontraba justamente a su espalda. Cuando las manos de McCord se cerraron sobre sus hombros, ella se sobresaltó, no porque le hubiera hecho daño sino por la expresión de los ojos de él.
—No, no lo comprendo —dijo McCord—. Tú que rías que nos casásemos. Si pensabas que me casaría contigo si sabía que estabas embarazada, ¿por qué no lo utilizaste como un medio de conseguir lo que deseabas? Dime, Pru. Eso es algo que no he conseguido entender.
—Forzarte a casarte conmigo porque voy a tener un niño no es una base muy sólida para hacer que un matrimonio salga bien. Te di un ultimátum, como tú lo llamas, porque pensé que quizás te haría comprender y te haría ver que lo que había entre los dos era una garantía suficiente como para… como para establecer algo más permanente. Cuando viniste a casa de mi hermana en Pasadena, me imaginé que, por fin, habías llegado a esa conclusión y que querías casarte conmigo después de todo.
McCord agitó levemente los brazos de Pru.
—Pru, escúchame. Yo quería casarme contigo.
—Porque te enteraste de que estaba embarazada.
—No voy a negar que ésa fue una de las razones, pero te habría seguido incluso aunque no hubiera llegado esa factura de la clínica.
Ella le miró fijamente.
—Sólo contéstame a una pregunta, McCord.
La boca de McCord se puso tensa.
—¿Qué pregunta?
—¿La factura de la clínica llegó antes o después de que hubieras decidido venir a buscarme a Pasadena?
Hubo una breve pausa que le dio a Pro la respuesta antes de que McCord abriera la boca. Ella dio un suspiro de resignación mientras él decía cautelosamente:
—Pru, la factura de la clínica llegó con el correo el día después de que te marcharas. Yo todavía estaba hecho una fiera porque te hubieras atrevido a dejarme.
Pru asintió, aceptando los hechos.
—Entonces fue saber que estaba embarazada lo que te hizo actuar. Apareciste en pasadena unos días después. Me imagino que te llevó tu tiempo enterarte de dónde estaba.
—Sí, maldita sea. Tuve que convencer a J. P. de que me diera tu ficha personal. No fue fácil localizarte. ¿Por qué no me contaste nada sobre tu familia, Pru?
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué nunca me hablaste tú de la tuya? Vamos, McCord. Los matrimonios se intercambian información sobre sus respectivas familias. Sin embargo, la gente que mantiene una relación sin ataduras no tiene por qué hablar de semejantes cosas.
—No sé por qué no. Siempre hemos hablado de todo.
McCord la soltó, atravesó la habitación Y se colocó junto a la ventana.
—No hiciste ningún esfuerzo por hablarme de tu familia porque estabas avergonzada de vivir conmigo. ¿No es eso, Pru?
—Deberías estar agradecido —murmuró ella—. La tía Wilhelmina habría ido con un montón de piedras a tirártelas a la cabeza si se hubiese enterado de que estaba viviendo contigo.
—¿Y tu hermana?
—Se lo conté cuando me fui a vivir contigo. Ella lo comprendió —dijo Pru con calma.
—¿Pero no lo aprobó?
—Estaba preocupada por mí. Creo que pensó que estaba corriendo un gran riesgo.
—Y cuando apareciste en la puerta de su casa sola y embarazada, entonces supo con seguridad que sí habías corrido un gran riesgo, ¿no?
McCord volvió la cabeza con expresión dura en los ojos.
Pru se acercó despacio hasta la cama y se sentó en ella, de espaldas a McCord.
—Debería haber tomado más precauciones. Debería haber tenido más cuidado.
Se hizo un silencio a sus espaldas y luego McCord dijo suavemente:
—Fue culpa mía. Ocurrió la noche que volví de África, ¿no?
Pru asintió.
—Sí.
Él se frotó la nuca siguiendo un reflejo instintivo, como si intentase hacer desaparecer la tensión.
—Nunca me he sentido tan fatigado, disgustado Y deprimido en mi vida como la noche que volví de ese viaje. Nunca había visto la muerte tan dolorosamente. Intentar vislumbrar el futuro de esa gente es casi imposible. Los esfuerzos de la Fundación representan una ayuda insignificante comparado con lo que la tierra, la naturaleza y los gobiernos están haciéndoles a esas personas que intentan mantenerse vivas.
—Lo comprendo —respondió Pru al escuchar la profundidad y las implícitas emociones de la voz de McCord.
—Cuando me desperté a mitad de la noche y me di cuenta de que estaba en casa y de que tú estabas conmigo, no pensé en tomar precauciones. Todo lo que quería era confirmar el hecho de que ambos estábamos aún vivos y de que había un futuro. A la mañana siguiente, pensé en lo descuidado que había sido. Luego, lo olvidé porque tú no dijiste nada. Nunca se me ocurrió que no me contarías nada si te quedaras embarazada.
Él no tenía por qué dar aquellas explicaciones, pensó Pru. Sabía lo mucho que ese viaje a África le había afectado. Cuando McCord se despertó a mitad de la noche, ella tampoco se había preocupado en tomar precauciones. Todos sus instintos se habían volcado en ofrecerle cariño y ternura.
Por primera vez aquella mañana, Pru se sintió capaz de ironizar.
—Supongo que has conseguido una irrefutable evidencia de la determinación de la vida por continuar —murmuró ella.
Pru sintió que su pequeño estallido de humor le había dejado sorprendido. McCord se apartó de la ventana, se acerco a la cama y se sentó junto a ella. Pru sintió la fuerza de su brazo cuando le rodeó los hombros.
—Sé que no es un comienzo parecido al de un cuento de hadas como a ti, probablemente, te habría gustado —dijo McCord despacio—. Resulta fácil ver que no soy un príncipe azul. Pero vamos a hacer que esto funcione. Te lo dije anoche, te dije que los dos hemos hecho promesas y compromisos.
—¿Y ahora te encuentras atrapado por esas promesas y esos compromisos? —Le retó Pru.
—Sabes muy bien la respuesta. La mirada de McCord era observadora y sombría.
Pru pensó en lo mucho que amaba a aquel hombre y luego pensó en el niño que llevaba dentro. El niño tenía derecho a saber quién era su padre. Despacio y deliberadamente, Pru controló sus emociones. McCord tenía razón, por supuesto. Normalmente la tenía cuando se trataba de aspectos prácticos y racionales de la vida.
—Dadas las circunstancias, el matrimonio parece ser la mejor opción —dijo ella al cabo de un rato.
—Es la única opción y, además, ya está hecho. No hay forma de retroceder.
Pru sonrió débilmente.
—No tienes que volver a repetirlo. Estaba demasiado susceptible hace un rato, pero ahora ya he vuelto en mí.
—Me alegro de oírtelo decir.
No obstante, McCord no parecía completamente convencido.
—Supongo —comenzó a decir Pru pensativa— que la tía Wilhelmina tiene razón. Realmente debería estarte agradecida por haberte casado conmigo. Muchos hombres no se habrían preocupado.
La mandíbula de McCord se puso rígida.
—¡Por Dios, Pru! No quiero tu gratitud. Los dos hemos originado esta situación y pasaremos por ella juntos. La boca de Pru se curvó ligeramente mientras se liberaba del brazo de McCord y se ponía en pie.
—¿Quieres decir que no tengo que arrodillarme tres veces al día y besarte los pies los viernes?
Él se levantó también y movió las manos posesivamente alrededor del cuello de Pru.
—Puedes besarme los pies —dijo él deliberadamente— en el momento que quieras.
Pru arrugó la nariz.
—No creo que esa clase de divertimento sea bueno para el niño.
La mirada de McCord se suavizó y la atrajo hacia sí, hundiendo el rostro en el cabello de Pru.
—Todo va a salir bien, cariño. Todo va a funcionar. Puede que hayamos comenzado con algunas dificultades, pero las aguas volverán a su cauce una vez que decidamos no estar saltando constantemente a la mínima ocasión.
—Quieres decir que decida no saltar cuando tú dices algo, ¿verdad McCord? Lo cierto es que tú has sido muy comprensivo y generoso en este asunto desde el principio. Ahora me doy cuenta. Perdona por haberme comportado de forma tan egoísta y por haberme dejado llevar por mis emociones e impulsos. Te prometo que no volverá a ocurrir.
McCord bajó la mirada, la fijó en el rostro de Pru y sonrió irónicamente.
—¿Hablas en serio?
Pru asintió decididamente.
—Sí, hablo en serio. No te rías de mí, McCord. Ya he pasado suficiente. No necesito que te rías de mí.
Él gruñó y la estrechó entre sus brazos.
—No me estoy riendo de ti, cielo.
Los senos de Pru quedaron apretados contra el duro pecho de McCord.
—Lo que ocurre es que siento un gran alivio al saber que no va haber más discusiones respecto a nuestro matrimonio.
—Casi nunca discuto contigo, McCord.
—Lo sé. Pero cuando lo haces, me parece encontrarme en medio de una terrible tormenta. Eres impredecible. No sé en qué dirección moverme por miedo a provocarte más.
—Eso no parece impedirte responderme —observó ella secamente.
—Un hombre tiene que hacer algo cuando su mujer echa chispas.
McCord empezó a bajar la cabeza con el fin de besarla, pero ella se escapó de sus brazos.
—¿Pru?
—Se está haciendo tarde. Será mejor que me dé una ducha.
Pru ya había comenzado a andar en dirección al cuarto de baño.
—Parece que me ha vuelto el apetito. No puedo resistir más. Estaré lista dentro de unos minutos, McCord.
La puerta se cerró con cierto impulso. McCord se la quedó mirando pensativo durante un largo momento. Quería creer en lo que le había dicho a su esposa. Quería convencerse a sí mismo de que todo había quedado claro y que todo iría sobre ruedas entre ellos dos desde ese momento.
Pero no tenía sentido engañarse a sí mismo. Pru había aceptado el matrimonio, pero no se sentía verdaderamente feliz o contenta con la situación. Quería estar casada por las razones que ella creía correctas y apropiadas. Y estaba convencida de que él se había casado con ella sólo por un sentimiento de deber y responsabilidad.
Él no disponía de recursos para probar lo contrario.
McCord pasó algún tiempo meditando sobre la ironía de las conclusiones de Pru. Ella había asumido que él se había casado porque se sentía responsable por el niño. McCord se preguntó qué pensaría su familia si supiese lo que pensaba Pru. A McCord aquello le hizo mucha gracia.
Apartó esos pensamientos de su mente mientras se dirigía al armario y sacaba unos pantalones vaqueros y una camisa blanca de manga larga. Por primera vez, pensó seriamente en su propia reacción cuando vio la factura de la clínica. Habría sido algo maravilloso haberle podido ofrecer a Pru por lo menos la seguridad de que se había enterado de lo del niño después de haber decidido ir a buscarla.
Pero la verdad había sido que se encontraba demasiado irritado y furioso el día siguiente a la partida de Pru. Se había sentido traicionado como nunca antes en su vida, ni siquiera se había sentido así hacía tres años, cuando descubrió que su novia, Laura Reynolds, estaba embarazada. Las emociones que le corroyeron desde el momento en que Pru salió por la puerta de su casa le asustaron por su intensidad.
Había pasado mucho tiempo convenciéndose a sí mismo de que Pru volvería arrastrándose. Incluso había llegado a fantasear sobre cómo reaccionaría cuando ocurriese. Sus fantasías se habían visto apoyadas por la gran cantidad de whisky que había consumido después de la interminable y aburrida fiesta de J. P. Semejantes fiestas siempre eran aburridas cuando Pru no se encontraba en ellas para amenizarlas.
Antes de haber pormenorizado todos los detalles de su fantasía, la carta con la factura de la clínica había llegado por la mañana. En el momento en que abrió el sobre, todo cambió.
No, no era verdad. Nada había cambiado. McCord se abrochó los pantalones. El resultado final había sido el mismo. De una forma o de otra, habría encontrado la manera de conducir a Pru de vuelta a dónde pertenecía. Su sitio, tanto si ella lo sabía como si no, estaba en su casa y en su cama.
Durante el desayuno, Pru se quedó sorprendida por su propio apetito. Engulló cuatro tostadas, dos huevos pasados por agua, un Bol. De cereales y un vaso grande de zumo de naranja, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Mientras se terminaba la última tostada, vio que McCord la miraba divertido. Se sonrojó y dejó el resto de la tostada en el plato.
—Si no tengo cuidado, voy a engordar una tonelada —murmuró.
Él recogió el trozo de tostada y lo sujetó junto a los labios de Pru.
—No te preocupes por eso. Vas a estar preciosa gordita.
—Muchas gracias —dijo ella disgustada.
Pero tan pronto como Pru abrió la boca él empujó la tostada hacia su interior y ella no tuvo más remedio que comérsela. Estaba deliciosa. Podría haber comido tres tostadas más, pero tuvo cuidado de no decirlo.
—¿Vamos a volver a La Jolla hoy?
McCord titubeó y luego negó con la cabeza.
—No.
Pru echó una mirada alrededor del lujoso comedor.
—¿Quieres quedarte aquí más tiempo?
Ella no estaba muy segura al respecto. La sensación de estar pasando una verdadera luna de miel había terminado esa mañana.
—Me gustaría que nos quedáramos un poco más —dijo McCord, observándola detenidamente—, pero podemos volver en otro momento. Deberíamos volver a La Jolla tan pronto como sea posible; no obstante, hay algo que quiero hacer antes.
Pru asintió. Reconocía que quería volver a casa. Era extraño el modo en que había considerado la casa de McCord como su propia casa desde el momento en que se fue a vivir allí con él.
—Bien.
Pru no ocultó el alivio que sintió. La luna de miel había terminado definitivamente. Había terminado incluso antes de empezar.
McCord vio su reacción y sus oscuros ojos adoptaron una severa expresión.
—Un viaje de una noche no es lo que se dice una luna de miel.
Pru levantó un hombro con estudiada negligencia.
—Es perfectamente adecuado dadas las circunstancias.
Él pareció querer discutir ese punto, pero no lo hizo. Por el contrario, dijo con voz tranquila:
—Hay algo que tenemos que hacer antes de regresar a casa.
Ella le lanzó una mirada interrogante.
—Eso es lo que has dicho. ¿De qué se trata?
McCord sostuvo la taza de café con las dos manos y dio un largo sorbo.
—Quiero presentarte a mi familia.
Pru consideró lo que acababa de oír.
—Haces que parezca como si quisieras presentarme a juicio. ¿Se parecen los miembros de tu familia a mi tía Wilhelmina?
—Créeme, Pru —dijo McCord bruscamente—, la tía Wilhelmina no es nada comparada con mi familia. Al menos, tu tía nunca te desheredó ni pensó que eras desleal, amoral y la deshonra de la familia.
—No estoy segura de que me gusten esos calificativos. Son demasiadas cosas. ¿Qué clase de familia es la tuya?
—Muy orgullosa, muy obstinada y una familia que nunca perdona. También es muy rica. Mi padre empezó a hacer dinero muy pronto con unos terrenos en California. Yo crecí en una granja que dio la casualidad de encontrarse en medio de Orange County. Hace veinte años, mi padre vendió el terreno a una inmobiliaria por una fortuna. Mi padre es un hombre muy sagaz. Ocurrió que tenía un don especial para hacer dinero con la tierra. Convirtió los beneficios de la venta en una compañía inmobiliaria de gran éxito. Oficialmente, todavía sigue siendo presidente de McCord Enterprises, pero día a día ha dejado todo en manos de mi hermano Kyle. Kyle está resultando ser tan sagaz como mi padre y con más éxito. McCord Enterprises está creciendo como la espuma.
Los ojos de Pru se agrandaron.
—¿Tus padres, los dos, están vivos?
—Y mucho —dijo McCord interrumpiéndose para dar otro sorbo de café—. Lo mismo que mi hermano Kyle y mí cuñada Carrie. Kyle es el orgullo de la familia McCord.
La forma en que él pronunció aquellas palabras llamó la atención de Pru.
—¿Se suponía que ése debía ser tu trabajo? ¿Antes de que… te desheredaran?
—Soy el hijo mayor —dijo McCord sin ninguna inflexión de voz—. Mi padre siempre asumió que estaría hecho a la horma de su zapato. Incluso después de que yo insistiera en estudiar agricultura, todavía seguía alimentando sus esperanzas… Intenté complacerle durante unos años.
Pru ladeó la cabeza y comenzó a dar golpecitos en la mesa.
—Tuviste suerte de que te echaran del seno familiar, ¿no?
Fue McCord quien esta vez se sorprendió.
—¿Por qué dices eso?
—Eso te libró de convertirte en un ejecutivo y seguirle los pasos a tu padre. No puedo imaginarme un destino peor para ti, McCord. Necesitas poder estar en contacto con las cosas básicas de la vida. —Pru se interrumpió y sonrió tiernamente—. Eres un agricultor de corazón. Ya os resultan bastante difíciles a ti y a J. P. las relaciones públicas que la Fundación requiere. No puedo imaginarte detrás de una mesa de despacho durante todo el día. Si te hubieras hecho cargo de la compañía de tu padre, te habrías encontrado atrapado en los confines de una elegante oficina. Lo más cerca que habrías estado del campo habría sido en un campo de golf.
McCord continuó mirándola fijamente durante un largo momento y luego una sonrisa le iluminó el rostro.
—Tienes razón, ¿sabes? Habría sido un desastre. No me di cuenta de ello hasta que no me alejé de allí.
—¿Te alejaste, McCord?
—Oficialmente no. Mis padres dejaron muy claro que les había decepcionado enormemente y que no era merecedor de mi nombre ni de mi apellido. La discusión fue deteriorándose rápidamente después de aquello.
Terminó con mi decisión de marcharme. Cogí el Ferrari y lo que tenía en el banco y eso fue todo.
—¿Qué demonios hiciste para poner a toda tu familia completamente en contra tuya?
Pru no podía imaginar que ningún padre no estuviera orgulloso de tener un hijo como McCord.
—Es una larga y aburrida historia, Pru.
McCord no quería continuar la conversación. Era como si una cortina se hubiera corrido sobre sus ojos. De nuevo, éstos parecían muy oscuros e insondables.
—Digamos que no me casé con la mujer con quien debía casarme.
La boca de Pru se abrió por la sorpresa.
—¿Se suponía que tenías que casarte con alguien en particular? —Preguntó ella tímidamente.
—Fue hace tres años. Ya te lo he contado. Ahora ella está muerta.
—¿La novia sobre la que me hablaste la otra noche durante la cena? —Preguntó Pru nerviosa.
—Eso es. Su padre era el mejor amigo de mi padre y su socio en muchos negocios. Se suponía que Laura iba a heredar un buen pellizco de McCord Enterprises. Poco tiempo antes de morir su padre, él le pidió al mío que cuidara de Laura. Mis padres la miraban como la hija que nunca tuvieron. La madre de Laura había desaparecido años atrás después de su divorcio por lo que, cuando su padre murió, los McCord se convirtieron en su familia. Ocurrió que todo el mundo pensó que Laura y yo hacíamos una buena pareja.
—¿Incluyendo a ti y a Laura?
Pru contuvo la respiración. Conscientemente, intentó liberar la tensión que se había apoderado de ella.
—Sí —repuso McCord—. Incluyéndonos a Laura ya mí. Era un hermoso ángel rubio. Todo el mundo la quería. Y ella decía que me quería.
—Oh —dijo Pru como toda respuesta.
—Sí, oh.
—¿Y bien? —Dijo finalmente Pru—. ¿Qué ocurrió?
McCord miró su café.
—Cambié de idea respecto al noviazgo. Decidí que, después de todo, no quería casarme con ella. Cuando se lo dije, se enfureció. Estaba histérica. No me atreví a dejarla sola esa noche hasta que, sin saber por qué, se calmó. No salí de su apartamento hasta casi las dos de la mañana, cuando se encontró lo suficientemente tranquila como para echarme. Pero inmediatamente después de que yo me hubiera marchado, ella salió y cogió su coche. La policía dijo que debía ir a casi ciento sesenta kilómetros por hora cuando perdió el control del vehículo.
—Oh, Dios mío —exclamó Pru.
Los ojos de McCord se endurecieron.
—Murió tres horas después en el hospital. Mi familia se congregó junto a su lecho. Fue una escena muy dramática. Laura recuperó la conciencia durante el tiempo suficiente como para informar a todo el mundo allí presente de por qué había ido por una carretera de Los Ángeles a casi ciento sesenta kilómetros por hora a las dos y media de la madrugada.
—¿Te culpó a ti? —Preguntó Pru incrédula.
McCord asintió.
—Se puede decir que fui condenado por las últimas palabras de una mujer en su lecho de muerte. Lo que siguió fue terrible, puedes creerme.
McCord no añadió nada más.
—Qué experiencia más horrible. Qué desastre. ¿Pero es que tu familia no comprendió que, aunque se tratase de una tragedia, no era culpa tuya?
—No. Había… —McCord hizo una pausa, obviamente buscando las palabras adecuadas—. Bueno, había circunstancias agravantes, supongo.
—¿Qué circunstancias agravantes?
—Ya no tiene importancia, Pru. Todo esto ocurrió hace tres años. La conclusión final es que debía haberme casado con Laura. Había mantenido el noviazgo y le había hecho creer que sería mi esposa. Cuando le dije que no me casaría con ella, se volvió loca. Laura tenía un temperamento muy delicado.
Evidentemente, McCord acababa de decidir que ya había hablado suficiente del tema. Pru sabía que no debía presionarle exigiéndole más información, llegados a ese punto. De hecho, estaba sorprendida por todo lo que le había contado. Durante los últimos quince minutos había conocido más aspectos del pasado de McCord que durante los meses anteriores.
—¿Así que, como resultado, tu padre decidió que tu hermano era el hijo que merecía hacerse cargo de la compañía?
—Algo por el estilo. Ahora parece muy sencillo, ¿verdad? Pero por aquel entonces no.
—¿Has visto con frecuencia a tus padres y a tu hermano durante estos tres años?
—Hace dos años pasé el día de Navidad con ellos. Resultó muy incómodo, por decirlo suavemente. No intenté repetir la experiencia.
—¿Pero ahora has decidido presentarme a tu familia? —Preguntó Pru un tanto incómoda.
—No será agradable, pero nadie va a atacarte, Pru. Es a mí a quien culpan por la situación. No nos quedaremos mucho tiempo, te lo prometo. Sólo quiero que sepan quién eres y también que eres mi esposa. Después de todo, tendrán que enterarse tarde o temprano.
—¿El niño? —Preguntó ella—. ¿Tienes que contarles lo del niño ahora? ¿No podríamos esperar?
—¿Por qué quieres esperar? —Preguntó McCord.
Pru estudió la forma de expresar sus razones con palabras.
—Es demasiado pronto. Todavía me estoy acostumbrando a la idea de que estoy embarazada. Dame un poco más de tiempo, McCord.
—Nada va a cambiar con el tiempo —señaló él con ternura—. Simplemente estarás más y más gorda.
—No tiene gracia —replicó ella viendo humor en la mirada de McCord.
—Lo sé. No debería gastarte bromas al respecto. Me doy cuenta de que has pasado por mucho las últimas semanas. Ahora te estoy pidiendo que te enfrentes a unos familiares a los que ni yo mismo tengo mucho aprecio. No añadiré más tensión anunciando que nos casamos ayer, pero que ya estabas embarazada.
—Gracias, McCord —respondió ella cortésmente.
—Estás un poco avergonzada, ¿no? Ésa es la verdadera razón por la que no quieres que mencione él embazarazo. No quieres que nadie piense que tuviste que casarte.
Pru se mordió los labios. No estaba segura de sus razones. Sólo sabía que se encontraba nerviosa y tensa y que sentía todo tipo de emociones propias de las futuras madres.
—Prefiero no decir nada todavía —murmuró ella con obstinación.
—Si crees que te va a resultar difícil que la gente piense que tuviste que casarte porque estabas embarazada, ¿cómo demonios pudiste pensar que podías tener un hijo tú sola?
—Eso es diferente.
—¿Cuál es la diferencia?
—No puedo explicarlo y ya estoy harta de intentarlo. Vamos a dejar este tema. Anunciaré mi embarazo en el momento apropiado.
Todo se relacionaba con la idea de que Mccord se había casado con ella sólo porque era la clase de hombre que no eludía las responsabilidades. Pru se había casado por razones equivocadas. Necesitaba tiempo para aceptarlo. McCord agitó la cabeza medio impaciente medio comprensivo.
—Mujeres —gruñó él.
—Hombres —replicó ella.