Capítulo 2

Una semana después de su apoteósica salida de la casa de Case McCord, Pru se encontraba tumbada en una hermosa hamaca junto a la piscina de su hermana, en Pasadena. Una gran sombrilla de mesa la protegía de los rayos directos del sol. Hacía calor a principios de verano en Los Ángeles y Pru se encontró pensando en lo agradable que se estaría en el jardín de la casa de McCord en un día como aquél. Su preciosa casa sobre una colina de La Jolla, al norte de San Diego, poseía una maravillosa vista del océano. Iba a echarla de menos en días como aquél.

La vista desde el jardín de McCord no era lo único que iba a echar de menos, reflexionó mientras observaba a su pequeña sobrina jugando feliz con la fresca y cristalina agua de la piscina. De repente, fue inundada por otra ducha de agua fría. Pru ya estaba tan mojada por los juegos de su sobrina con el agua que había empezado a considerar cambiarse de ropa.

Antes de tomar una decisión al respecto, Annie Gates asomó su atractiva y rubia cabeza por la puerta de la cocina y llamó a su hermana.

—Oye, Pru, ¿quieres un vaso de limonada?

—Yo sí —gritó la pequeña Katy desde la piscina.

Para no ser menos, su hermano Dave se sumó al requerimiento.

—Yo también.

Annie arrugó la nariz en señal de cariñosa amonestación.

—¿Sois vosotros los mismos que no podíais con más coles de bruselas en la comida?

—Ahora tengo hambre —le aseguró Katy a su madre.

Yo también —repitió Dave como era de esperar.

El niño tenía dos años menos que su hermana, pero era muy rápido para asimilar ciertas cosas. Observando a Katy, aprendía rápidamente que mostrarse enérgico se recompensaba en este mundo.

Pru sonrió a su hermana mayor.

—Si estás haciendo limonada, será mejor que prepares una buena cantidad.

—Ya veo, si la respuesta es tan buena…

Annie desapareció en la moderna cocina. Cuando volvió a salir unos minutos más tarde, llevaba una enorme jarra de limonada con cuatro vasos de plástico.

—Muy bien, todo el mundo a coger su vaso.

Katy y Dave no necesitaron una segunda invitación. Salieron de la piscina para recoger sus vasos y luego se sentaron en sus hamacas para beber la limonada.

—Justo lo que necesitaba —le dijo Pru a su hermana mientras extendía la mano para coger su vaso.

—No eres tú la única.

Annie se sentó en una silla, se recostó y colocó los pies en el extremo de la hamaca de Pru.

—Este verano está siendo muy caluroso. Casi me recuerda a los veranos de Spot. Casi, pero no del todo. ¿Qué tal te encuentras?

Pru sonrió y bebió un poco de limonada.

—Bien. ¿Hay alguna razón por la que no debiera sentirme bien?

—No, claro que no —dijo Annie, dando un suspiro—. Perdona si me estoy comportando de forma maternal, pero como no tienes un marido merodeando a tu alrededor y molestándote, me siento obligada a ocupar su lugar.

—Té lo agradezco —respondió Pru con ternura—, pero no es necesario. De verdad que me encuentro bien.

—¿O al menos tan bien como una mujer puede esperar sentirse cuando se encuentra soltera y embarazada?

—Tengo veintisiete años, Annie. No soy una ingenua quinceañera que se haya metido en un terrible lío.

—No, eres una ingenua de veintisiete años que se ha metido en un lío. Ese sinvergüenza…

Pru agitó la cabeza. No tenía mucho que decir. Annie ya se había formado una opinión de Case McCord. Annie era una hermana mayor protectora y no estaba inclinada a comprender al hombre que había dejado: embarazada a su hermana menor.

—Ya te lo he dicho, Annie. Él no sabe que estoy embarazada.

—¿Habría cambiado en algo las cosas? —Le preguntó Annie irritada.

Pru se quedó indecisa.

—No lo sé. Si él no estaba interesado en casarse conmigo por mí misma, tampoco yo quería que se casara por lo del niño.

—Eres demasiado orgullosa, Pru, yeso no te beneficia.

—Puedo arreglármelas sola. Muchas mujeres lo hacen.

—¡Eso no significa que esté bien!

—Lo sé —respondió Pru, encogiéndose de hombros—. Pero estas cosas ocurren.

—Nunca deberías haberte liado con él.

No era la primera vez que Annie hacía esa observación.

—El día que me llamaste para decirme que te ibas a vivir a su casa, supe que te estabas metiendo en un verdadero atolladero. Te ha utilizado.

—En su momento —comenzó a decir Pru reflexivamente—, creí que me necesitaba. Esperaba que me amase. Pero sólo me deseaba.

—Pues claro que te deseaba. Caíste a sus pies, ¿no? Los hombres siempre están dispuestos a coger lo que pueden, especialmente si no tienen que pagar por ello.

Los ojos de Pru se agrandaron y luego su sonrisa se transformó en abiertas carcajadas.

—Estás hablando como la tía Wilhelmina.

—Puedes estar contenta de que la tía Wilhelmina no sepa nada todavía. Cuando se entere le va a dar un ataque de histeria.

—No, no lo creo. Simplemente llegará a la conclusión de que hay sangre mala en la familia. No le sorprenderá. Sin duda, sospechaba que ocurriría algo —dijo Pru humorísticamente, pensando en la severa y rígida tía que las había educado.

—Siempre ha actuado con buena intención. Y ha hecho verdaderos esfuerzos por paliar la ligereza de nuestra madre.

Después de haber vivido separada de su tía Wilhelmina durante varios años, Annie estaba deseosa de tener la mente abierta al respecto.

—Algún día recogerá la recompensa celestial destinada a las mártires solteronas que tienen que criar a los hijos ilegítimos de su hermana. —Annie se detuvo y después añadió secamente—. ¿Cuándo vas a contarle que no sólo te fuiste a vivir con un hombre unos meses sino que también te dejó embarazada?

—Se lo contaré cuando no tenga más remedio —respondió Pru bruscamente—. La tía Wilhelmina no ha madurado mucho con la edad y lo sabes muy bien. No tengo ganas de que me empiece a contar lo de los hombres que beben el whisky gratis y luego no pagan.

—Te voy a decir una cosa —dijo Annie en voz baja mientras sus ojos se fijaban en su hija—. Cada vez que pienso en Katy cuando crezca un poco y empiece a salir con chicos, comprendo más y más el punto de vista de la tía Wilhelmina. Ya sé que suena reaccionario y cínico, pero quiero decirle a mi hija que no se arriesgue a entregarse a un hombre hasta que no esté muy muy segura de él.

—Hasta que él no supere la prueba y ponga el anillo en su mano, quieres decir.

—Acéptalo, Pru. No te encontrarías en esta situación si hubieras seguido los consejos de la tía Wilelmina.

Pru miró a su hermana directamente.

—¿Vas a decirme que no te acostaste con Tony hasta que no estuviste casada? Porque no te creo. Estabas loca por él, y él no te quitaba las manos de encima.

Annie se ruborizó y luego sonrió.

—Bueno, al menos estaba relativamente segura de sus sentimientos por mí antes de hacer el amor. Eso es más de lo que tú puedes decir, ¿no es cierto, Pru? Sabías desde el principio que estabas corriendo un enorme riesgo con Case McCord.

—Al menos, fue sincero conmigo —respondió Pru con serenidad—. Me dijo desde el principio que no tenía ninguna intención de casarse.

—¿Y no le creíste?

—Pensé —murmuró Pru— que podría hacerle cambiar de idea. Creía que, en el fondo, mostraría que era un hombre de buena familia. Era muy casero. Las únicas noches que no estaba en casa conmigo eran las que estaba viajando para la Fundación. Pondría mi mano en el fuego en que durante el tiempo que estuvimos juntos me fue fiel.

—No habéis estado juntos tanto tiempo. Quizás la novedad aún no había pasado.

—Te estás volviendo muy cínica últimamente, Annie.

—Me vuelvo más cínica cada vez que pienso en lo que te ha hecho.

—Sabía lo que estaba haciendo y sabía el riesgo que estaba corriendo —señaló Pru—. También sabía, cuando le dije que quería hacer planes serios para el futuro, que probablemente estallaría.

—¿Cuándo te enfrentaste a él?

—El día que volví de la clínica, después de enterarme definitivamente de que estaba embarazada. Llevé la discusión de forma equivocada. Ahora lo sé. Pero estaba muy susceptible y emocionada aquel día.

—Apuesto a que sí lo estabas —dijo Annie llena de comprensión—. ¿Así es que le lanzaste un ultimátum?

—A McCord no le gustan los ultimátums. Iba a salir al día siguiente de viaje a Washington. Le dije que si no estaba dispuesto a hablar de nuestro futuro, no me encontraría en su casa cuando volviese. Supongo que conseguí convencerme a mí misma de que me amaba y de que se daría cuenta cuando se enfrentara a la posibilidad de perderme.

—Pues supusiste mal.

Pru se encogió de hombros.

—Él asumió que yo intentaba manipularle, forzarle. Y, en cierta forma, supongo que es verdad.

—Deberías haberle dicho que estás embarazada.

Pru cerró los ojos, recordando la escena del estudio antes de abandonar por última vez la casa de McCord.

—No podía hacerlo. Yo quería que él me quisiese. No deseaba que me ofreciera casarse conmigo sólo por obligación. Creo que lo habría hecho. Tiene un rígido sentido del deber. Pero la verdad es que él habló en serio desde el principio. No quiere casarse. No quiere un compromiso a largo plazo. Debería haberle creído.

—¿Cuánto tiempo habrías vivido con él de no haberte quedado embarazada?

—No lo sé, Annie. Quería más de él que lo que estaba dispuesto a dar. Lo quería desde bastante antes de quedarme embarazada. Deseaba un compromiso desde el principio. Supongo que las enseñanzas de la tía Wilhelmina han hecho su efecto en mí.

—No es culpa de la tía Wilhelmina —declaró Annie—. Es cuestión de tu forma de ser. Eres la clase de mujer que se entregaría completamente en una relación. Eres generosa, cariñosa y terriblemente leal. Una parte de ti desea la misma respuesta por parte del otro. Intentaste forzar esa respuesta de un hombre que no tenía intención de darla. Ésa fue tu primera equivocación. Quedarte embarazada fue la segunda. ¿Cómo ocurrió?

—De la forma acostumbrada.

—Esto no es un juego, Pru. ¿Qué salió mal? ¿Fallaron los anticonceptivos?

Pru bebió un largo sorbo de limonada.

—No exactamente. Hubo una noche que no usamos nada. Tuve mala suerte.

—¿Pero por qué te arriesgaste?

Pru arqueó las cejas por encima del borde del vaso.

—¿Quieres que te lo cuente con pelos y señales?

Annie sonrió.

—Claro que no. Sólo me preguntaba cómo podías haberlo olvidado cuando ni tú ni McCord queríais una sorpresa.

—McCord había estado fuera en el campo durante diez días.

—Ah —dijo Annie, asintiendo con la cabeza—. Diez días de abstinencia le hicieron no tener cuidado, ¿verdad?

—No —dijo Pru pensativa—. Diez días examinando los problemas de la sequía en África acabaron con él. No puedes imaginarte lo que es eso, Annie. McCord tuvo que presenciarlo allí mismo. La Fundación Arlington está estableciendo unos programas para enseñar el manejo agrícola básico a los agricultores de un par de países africanos. También está diseñando unos programas más sofisticados de entrenamiento para investigadores y científicos allí. Pero McCord no se quedó en las ciudades. Fue al campo para verlo con sus propios ojos. Los campos… y la gente que está muriendo en ellos.

Pru se interrumpió, recordando la sombría expresión de McCord la noche que regresó. La cruda realidad de lo que había visto había hecho su impacto en él. McCord podía no ser capaz de comprometerse con una mujer, pero estaba muy comprometido con su trabajo.

—Creo que estoy empezando a imaginarme lo que ocurrió. Estaba cansado y, probablemente, se sentía impotente respecto a semejante problema. Añade a eso la abstinencia y un viaje largo y tienes un hombre que no puede pensar con claridad sobre ciertas cosas —concluyó Annie, dando las primeras muestras de comprensión respecto a McCord.

—Se fue directamente a la cama. Y yo también. —Pru se interrumpió para lanzar un profundo suspiro—. Pero se despertó a mitad de la noche y, bueno, esas cosas que ocurren.

Pru no intentó explicar el resto. No había forma de expresar el urgente y primitivo deseo que brillaba en los ojos de McCord aquella noche en la enorme cama. No había forma de describir la reacción de Pru ante el deseo de él.

Después de diez días de encontrarse solo con la muerte, McCord buscaba la vida. Se aferró a Pru y ella se había echado en sus brazos sin dudarlo un instante.

—Ya veo —dijo Annie con ternura.

Annie se quedó en silencio unos momentos, sus ojos se desviaron hacia aquellos dos niños que era poco probable que padeciesen hambre en su vida. Luego cogió su vaso de limonada.

Y de esa manera tu vida cambió por completo.

Sí.

Se hizo un profundo silencio durante un largo rato, mientras ambas mujeres observaban a los niños, que se volvían a meter en el agua. Pru volvió a relajarse y se recostó en la hamaca. Su mano fue a descansar inconscientemente sobre su vientre. De vez en cuando, se permitía dudar sobre si su hijo tendría el mismo cabello oscuro de McCord y sus profundos ojos.

—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, Pru —dijo finalmente Annie con sinceridad—. A Tony no le importa en absoluto.

—Los dos os habéis portado muy bien conmigo, pero no me quedaré por mucho más tiempo. Creo que me quedaré con el apartamento que estuvimos viendo ayer.

—¿El que está cerca de CalTech? Es una zona muy buena. Si consigues ese trabajo que fuiste a ver el lunes, todo será perfecto. O casi perfecto —añadió Annie con sentido práctico.

—Hablando de Tony —aventuró Pru.

—¿Sí?

—Aún no le has contado lo de mi embarazo, ¿verdad?

—No, claro que no. Te prometí que no lo haría, ¿lo recuerdas?

—Sí, perdona.

Annie sonrió a su hermana.

—No podrás mantenerlo en secreto por mucho más tiempo, Pru.

—Lo sé. Lo que ocurre es que ha sido todo tan repentino. La idea de estar embarazada me resulta muy extraña. Necesito un poco de tiempo para acostumbrarme.

—Lo comprendo. —Annie estaba a punto de añadir algo cuando fue interrumpida por el sonido del timbre de la puerta—. Parece que tenemos visita. Volveré enseguida. Vigila a los niños mientras tanto.

—Claro.

Pru observó cómo su hermana se adentraba en el interior de la casa y después volvió su atención a Katy y a Dave, que estaban ocupados jugando.

—¿No vas a meterte otra vez en la piscina, tía Pru? —Preguntó Katy desde el colchón de goma.

Dave estaba muy ocupado intentando tirar a su hermana al agua.

—Dentro de un poco —respondió Pru.

Dobló las piernas en su asiento y se inclinó hacia delante para poder observar mejor a los niños. Los dos estaban familiarizados con el agua, pero aún eran pequeños y vulnerables. Annie y Tony les cuidaban mucho.

Ella también cuidaría a su propio hijo, reflexionó Pru, sintiéndose sabía y maternal, pero no se extralimitaría. Los niños necesitaban espacio para sí mismos. Espacio para crecer y para cometer sus propias equivocaciones.

Hasta cierto punto.

Pru pensó que si tenía una hija haría lo que pudiese para prevenirla contra el mismo error que ella había cometido, al igual que su tía Wilhelmina había intentado prevenirlas a ella y a su hermana de que no cometieran la misma equivocación de su madre.

Pru salió de sus filosóficas reflexiones por el sonido de la voz de su hermana. Annie, por alguna razón, parecía irritada. Pru no podía comprender las palabras, pero captó el tono. Automáticamente miró en dirección a la puerta de la cocina, justo en el momento en que ésta se abría bruscamente.

No fue Annie quien apareció por la puerta primero. Era Case McCord.

El vaso de limonada de Pru se balanceó precariamente en su mano, derramando unas dulces y pegajosas gotas en sus muslos desnudos. Toda su atención se centró en el hombre que se estaba aproximando a ella.

Una peligrosa y engañosa llama de esperanza se avivó en el corazón de Pru en ese mismo momento, y se dio cuenta de que nunca se había extinguido por completo. Parte de ella había estado alimentando esa esperanza desde el día en que salió de la casa de McCord en La Jolla.

Los ojos de él se clavaron en el rostro de Pru inmediatamente, Y ella se sobresaltó por el impacto de su oscura y penetrante mirada. Se quedó sentada inmóvil en la hamaca, sin apenas atreverse a moverse. La autenticidad de la presencia de McCord era casi más de lo que podía creer.

Con un deseo que esperaba no fuese advertido, Pru le examinó. Iba vestido como de costumbre: pantalones vaqueros y camisa de manga larga remangada hasta los codos. Su cabello estaba ligeramente alborotado, como si se hubiera pasado la mano descuidadamente en un gesto de impaciencia. Sus botas sonaron sobre los azulejos del patio. Llegó hasta Pru a largas zancadas.

Pru apenas fue consciente de la irritada Annie que, arrastrada por la fuerza de McCord, le había seguido y ahora le gritaba:

—¡Maldita sea! Usted no tiene derecho a entrar aquí así, ladrando. Mi hermana tiene derecho a decidir si quiere verle o no. No quiero que se la moleste, ¿me oye?

—¿Mama? ¿Qué pasa?

Katy dejó de jugar para lanzar una mirada curiosa al recién llegado. A su lado, Dave también se quedó quieto. Sus azules ojos se fijaron en el extraño con gran interés.

—No pasa nada —declaró Annie forzadamente—. Este hombre dice que quiere ver a vuestra tía Pru, eso es todo. Seguid jugando.

Annie se dirigió a Pru:

—No supe quién era hasta que no estuvo dentro de la casa, Pru. Lo siento. No tienes por qué hablar con él si no quieres.

McCord habló por primera vez delante de Pru.

—Hablará conmigo —anunció con un tono suave y tranquilo de voz—. ¿Verdad, Pru?

Muy despacio, Pru movió las piernas y se sentó al borde de la tumbona. Sus ojos no abandonaron el rostro de McCord ni por un momento.

—¿Qué estás haciendo aquí, McCord?

La sonrisa de él era irónica, triste y extrañamente tierna. Sus oscuros ojos estaban ensombrecidos.

—Sabes la respuesta, ¿no es cierto, Pru? He venido a verte.

El pulso de Pru latía con demasiada fuerza, demasiado rápido.

—¿Por que?

Él se agachó frente a ella con lo que sus miradas se encontraron al mismo nivel.

—Creo que también conoces la respuesta a esa pregunta. He venido para llevarte a casa conmigo. Allí es donde tú quieres estar y donde yo quiero que estés.

Ella agitó la cabeza, se sentía mareada. No podía creer que McCord estuviese allí. Él no era la clase de hombre que corría detrás de una mujer, de ninguna mujer.

—No sé qué decir —susurró Pru.

Él extendió las manos y cogió las de Pru entre las suyas.

—Normalmente no sueles quedarte sin habla.

McCord se puso en pie y obligó a Pru a que hiciese lo mismo.

—¿Por qué estás tan sorprendida, cariño? ¿Acaso no esperabas verme uno de estos días?

—No —respondió ella sinceramente mientras su mente comenzaba a despejarse—. Asumí que hablabas en serio cuando dijiste que no tenías ninguna intención de correr detrás de mí. Tú siempre hablas en serio, McCord.

—Puedo cometer errores como todo el mundo.

Pru reconoció la familiar arrogancia que había detrás de aquellas palabras.

—No me cabe la menor duda. Lo que pasa es que no esperaba que los admitieses. Al menos, no tan pronto.

Él rió suavemente y le apretó la mano.

—Vámonos a algún sitio donde podamos hablar. Son casi las cinco y media. Ve a cambiarte de ropa y nos iremos a cenar y a tomar una copa. No necesitamos público.

McCord señaló a los dos niños y a Annie, que se encontraban observando el encuentro con toda atención.

Las palabras de McCord sacaron a Annie de su involuntario silencio. Annie miró a su hermana.

—No tienes que ir a ninguna parte con él, Pru.

—Lo sé —respondió Pru, mirando a McCord—. Dame una razón para que vaya contigo, McCord.

—¿Para venir conmigo?

La arrogancia de él se percibía ahora con más fuerza. Resultaba evidente en la forma en que arqueó las cejas y el modo en que su sonrisa se endureció. No estaba acostumbrado a justificar sus actos.

—¿Necesito darte una razón? ¿No quieres venir conmigo, Pru?

—No si tienes la impresión de que lo nuestro va a volver al mismo lugar en que estaba antes. No estaba sufriendo un ataque de histeria el día que me marché. Y tampoco lo hice presa de ira. Me fui porque era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Y no he cambiado de idea.

—Yo sí —le dijo él simplemente.

Ella le miró fijamente.

—¿Que has cambiado de idea?

—Dejaste muy claro que todo se había terminado si no nos casábamos. Quiero que vuelvas. Si la única forma en que puedo tenerte es casándome, no hay nada más que discutir. Ve a cambiarte de ropa, Pru. Iremos a algún sitio tranquilo donde podamos hablar de nuestro matrimonio.

La boca de Pru tembló mientras intentaba responder algo. Pero ninguna palabra afloró sus labios. Pru se volvió para mirar a su hermana, en busca de una señal que le indicase cómo manejar la situación. Pero Annie parecía sumida en sus pensamientos.

—Ve a vestirte, Pru —dijo Annie con voz suave—. McCord tiene razón. No podéis mantener una conversación tranquila aquí con todos nosotros.

Pru miró a McCord. La expresión de su rostro era tranquila y observadora, ligeramente expectante, como si tuviese miedo de que ella saliera corriendo.

Pensar que él esperaba que ella se comportase de forma tan ridícula envió una cierta cantidad de adrenalina al sistema nervioso de Pru, proporcionándole fuerza. Con un frío asentimiento de cabeza, se disculpó Y se encaminó a las puertas correderas de cristales que daban al cuarto de estar. Un momento después, Pru desapareció en el interior de la casa.

McCord la observó mientras se iba, consciente de que su cuerpo se ponía rígido sólo con ver las redondeadas nalgas de Pru cubiertas por el bikini rojo que llevaba. Sólo Dios sabía cuánto la había echado de menos. La última semana había sido una de las más frustrantes y terribles que había pasado en su vida.

—Ella estaba casi segura de que no iría a buscarla —señaló Annie secamente, interrumpiendo los pensamientos de McCord.

McCord volvió su atención hacia la hermana de Pru. No se parecía mucho a Pru. Annie era una mujer rubia con los ojos azules, mientras que el cabello de Pru era mucho más largo y oscuro con tonos cobrizos. También le gustaban mucho más los verdes ojos de Pru. Vio una hostilidad producida por el sentimiento de protección en la mirada de Annie y suspiró para su adentro. No estaba sorprendido.

—Tampoco me he presentado como es debido, señora Gates.

—No se preocupe por eso. Me imaginé quién era. ¿Habla en serio respecto a casarse con Pru, o es sólo un truco para que vuelva a San Diego con usted?

McCord sintió una leve oleada de irritación ante el claro escepticismo de la expresión de Annie. Con frialdad, reprimió su ira.

—Hablo completamente en serio. De lo contrario, no lo habría mencionado.

—¿Cuándo?

Él la miró sin comprender.

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo va a casarse con ella? —Preguntó Annie impaciente.

—Tan pronto como sea posible.

—Muy bien —respondió Annie—. Creo que es lo mejor.

Annie volvió de nuevo su atención a la piscina.

—Vamos niños. Es hora de que salgáis de ahí, tenéis que cenar.

Katy y su hermana subieron con reluctancia los escalones de la piscina.

—¿Va a cenar con nosotros él, mamá? —Preguntó la niña con los ojos fijos en McCord.

—No —respondió su madre—. Va a llevar a la tía Pru a cenar fuera. Vamos, daos prisa.

Annie volvió a dirigirse a McCord:

—Siéntese, señor McCord. Mi hermana volverá dentro de unos minutos.

Annie se encaminó hacia el interior de la casa, pero se detuvo bruscamente cuando McCord dijo:

—Cuidaré de su hermana, Annie.

Los ojos de Annie se clavaron en él.

—No va a ser tan fácil como cree, McCord.

—¿Qué es lo que no va a ser tan fácil?

—Convencerla de que se case con usted. Ya ha hecho usted un trabajo muy bueno convenciéndola de que no quería casarse con ella.

Annie continuó su camino hacia la casa.

McCord se quedó junto a la piscina pensativo. Annie tenía razón. Había hecho un buen trabajo convenciendo a Pru de que nunca se casaría con ella. Había sido sincero al respecto desde el principio, a pesar de que entonces le preocupó la posibilidad de poder perderla por ello. Pero Pru se había arrojado a sus brazos con toda su dulce y apasionada generosidad. Luego se había ido a vivir con él y había comenzado a transformar su casa en un hogar. En lo que a McCord concernía, la relación entre Pru y él era más sólida que la de la mayoría de los matrimonios. Él se había puesto furioso y le había sorprendido la insistencia de Pru por hablar de su futuro. Ver cómo su dulce, generosa y apasionada Prudence se convertía en una caprichosa y exigente mujer que se atrevía a amenazarle con aquel ultimátum le enfureció. Decidió inmediatamente que el modo más efectivo de enseñarle que no iba a dejarse manipular por una mujer era no hacerle caso.

Pero el ultimátum de Pru había sido completamente serio.

El día siguiente a la partida de Pru, McCord se repitió una y mil veces que volvería. Ella le amaba, de eso estaba seguro. Estaba convencido de que, cuando el primer estallido de ira se calmase, ella volvería corriendo a arrojarse en sus brazos.

No salió de su sorpresa de que ella hubiese llevado su amenaza a cabo hasta que la cuenta de la clínica llegó a su casa. Hasta el momento en que abrió el sobre y examinó el contenido. Muchas cosas le resultaron claras súbitamente. Por sí sola, Pru muy bien podía haber vuelto junto a su amante. Pero ya no estaba sola. Estaba embarazada.

Llevaba en sus entrañas a su hijo; el hijo de un hombre que había proclamado con suma arrogancia que no tenía ningún interés en casarse. Fue entonces cuando McCord se dio cuenta exactamente de lo que se escondía tras la decisión de Pru de abandonarle.

Esa misma noche, McCord tendría que volver a tranquilizarla, a calmar sus inseguridades y sus miedos hasta que ella volviera a sentirse segura con él una vez más. Porque ya no había otra opción. En el instante en que se enteró de que Pru estaba embarazada, todo el mundo de McCord cambió.

Ya no podía permitir que el pasado moldease su presente.

McCord estaba de pie y sólo bajo el sol que calentaba los azulejos del patio y pensó en el pasado. En los tres últimos años, durante los cuales había cortado con todo su mundo anterior. Se había dicho a sí mismo que podía vivir sin el pasado y sin la gente que había conocido hasta entonces. Se había alejado del obstinado y orgulloso hombre que era su padre, del amargo recuerdo de la muerte de su novia y del hijo que llevaba en sus entrañas en aquel terrible momento. También se había alejado de su herencia.

Pero ahora se iba a casar e iba a tener un hijo. Todo había cambiado.