EL SEÑOR DE LOS HILOS

 

—¡Por Dios bendito! —gruñí—. Muchacho, mira cómo quedó el coche… ¡casi te matas! —Ernesto nada dijo. Guardó silencio y dirigió su mirada al piso—. ¿En qué diablos pensabas? ¡¿Sabes cuánto dinero me costó este automóvil?!

—Lo siento…

—Lo sientes… hablas igual que tu madre. —No podía mencionarla sin sentir desprecio—. ¿Es lo único que se te ocurre decir?

—Te lo pagaré todo.

—¡Ja! No me hagas reír. ¿Con qué dinero? —decidí calmarme un poco. Lo abracé—. Además, no es el coche lo que me importa. Entiende que me preocupo por ti.

—Lo sé. Discúlpame.

—Espero que hayas aprendido la lección: ¡alcohol y gasolina no combinan!

—Te juro que lo aprendí, papá.

No me separé legalmente de Natalia, pero tampoco vivíamos juntos para ese entonces. Decidí permitirle hacer su vida por un tiempo. Pensé que volvería a mí luego de experimentar con su supuesta y asquerosa homosexualidad. No deseaba ganar notoriedad con un escándalo, así que le permití marcharse en silencio y paz. Le di la oportunidad. Estaba seguro de que volvería a mí con el rabo entre las patas tarde o temprano.

No permití que Ernesto la acompañase. No deseaba que viese a su madre en repulsivos actos contra la moral y la sexualidad natural. Todo eso estaba mal. «¡Mi hijo crecerá como todo un varón!», solía pensar. A Natalia poco le importó. Podría decirse que la idea incluso le agradó. Se fue rauda con su amante sin importarle su hijo en lo más mínimo.

Hacía lo posible por ser un buen padre. Nada le faltó a mi muchacho. Lo matriculé en el mejor colegio de Nueva Sevilla, capital de país, y le daba todo el dinero que pedía. Tenía su propia camioneta y escoltas. ¡Se daba la gran vida! Incluso le dedicaba todo el tiempo que podía. Por su cumpleaños número dieciocho le obsequié un auto deportivo último modelo. Se embriagó con sus amigos y lo estrelló. Por poco y lo pierdo.

—Bueno —acaricié el rostro de mi hijo—, lo importante es que te encuentras bien y todo se solucionó con discreción, sin la mirada vigilante y acusadora de los medios de comunicación. Y no te preocupes: si te portas bien, te regalaré otro igual.

—¡Gracias, papá!

—Eres mi hijo; todo lo que tengo para amar sobre este mundo enfermo . Trabajo por y para ti.

Y para mí, también. Dos años habían pasado ya desde mi juramento como senador de la república. Me convertí en un hombre rico. Recuperé y multipliqué lo invertido en la campaña. También ayudé a mis amigos a lo propio.

Eran tiempos turbulentos en la república. El ex presidente Gómez había muerto por un derrame cerebral. Muchos afirmaron que el odio y la ira le produjeron el accidente cerebro vascular. Pero antes de morir logró su propósito: fastidiar a López y hacer trizas el acuerdo de paz con las ACN. Así es la vida humana: viejos malvados destrozan las esperanzas de jóvenes ingenuos.

Mendoza, el hijo político preferido de Gómez, ocupaba la presidencia. Su primer acto como líder del país fue quitarle la representación política a los terroristas y enviar a la cárcel a sus principales cabecillas. El presidente Mendoza los odiaba. No olvidaba sus ofensas, ni pasadas rencillas.

Las bases rebeldes se alzaron de nuevo en armas, y si bien eran cuadrillas reducidas de secuestradores, asesinos y narcotraficantes sin opciones reales de ganar una guerra, sí tenían la capacidad para realizar atentados terroristas y matar a cientos de inocentes. De nuevo la barbarie en mi país.

¿Viene en camino, doctor?

—Sí, Santander. Nos vemos en el aeropuerto en una hora.

Políticos y nuestros amigos mafiosos teníamos una cita en zona rural de un pueblo olvidado de la geografía nacional. Sería la primera gran conferencia para trazar el nuevo rumbo de la república. Me reuniría allí con triple J y el colibrí, mis socios y amigos.

—Llegamos, doctor —dijo Santander, segundo de triple J, al llegar al humilde caserío. Él me recogió en el aeropuerto de la Romería, la ciudad capital más cercana al villorrio en donde tendría lugar la conferencia—. El patrón y los otros duros lo están esperando adentro.

—¿Tú no vienes, Santander?

—No doctor.

—¿Por qué? Eres un miembro importante de la empresa de triple. Todos te conocen y respetan.

—Al patrón no le gusta que yo hable con los otros duros. Tampoco que sepa mucho de sus negocios.

—Lástima que Joaquín piense así —le dije—. Eres una persona inteligente. Y sobre todo leal. Estoy seguro podrías aportarle mucho a la cúpula de la organización.

—El patrón es el que manda —respondió Santander en voz baja y con la mirada perdida en el cielo.

—Sí, así es —dije al estrechar su mano—. Pero me duele ver el que desprecien tus talentos. Mereces más...

—Gracias, doctor —dijo para luego guardar un silencio sepulcral.

Entré en la hacienda. Tanto calor sentí, que me creí en el séptimo círculo del infierno. Y en cierta forma lo estaba. Crueles demonios de todos los lugares del país me acompañaban. Estaba rodeado por mafiosos despiadados para quienes la vida de un hombre valía menos que la comida con la cual alimentaban a sus perros.

La hacienda era mucho más humilde de lo que pensaba. Una simple casona antigua rodeada por palmeras, maleza tropical y unos pocos árboles frutales. No había lujos, ni construcciones especiales. Llamó mi atención la cantidad de tiendas de campaña y pequeñas construcciones en madera. La hacienda no estaba destinada a la recreación. Era claro que lo estaba al entrenamiento y la guerra. Cientos de hombres vestidos con prendas del ejército custodiaban el lugar. No eran soldados. Las sencillas botas de caucho y sus miradas agresivas lo indicaban.

—Doctor Malquisto, buenas tardes —dijo el colibrí al verme. Estrechó mi mano. Luego de conocerme bien cambió su desconfianza y agresividad para conmigo en alegría y amistad—. Lo esperábamos desde ayer.

—Lo siento, Martín. Mi hijo tuvo un accidente y debía cerciorarme de que estuviese bien.

—Lo sé; triple me lo dijo. ¿Y está bien su muchacho?

—Sí, gracias a Dios.

—Será mejor que nos apresuremos —dijo—. La conferencia está por iniciar.

Caminamos por el interior de la vieja casona. Atravesamos el corredor principal para acceder al enorme patio central. Habían tomado asiento ya unos setenta senadores de la república. No era un chiste lo que triple J me dijo en cierta ocasión: ahora ellos eran la más grande fuerza política en la nación. Entre mis compañeros de trabajo distinguí a tres senadores por el departamento de Nueva España. Conmigo éramos cuatro, así que solo Juan Fernando Benedetto no era afín a las fuerzas mafiosas.

El colibrí y su servidor tomamos asiento junto a triple J. Solo alcancé a saludarlo antes de que el comandante mafioso de más alto rango iniciara con la conferencia:

—Camaradas, compañeros de lucha, amigos senadores —dijo—. Les agradezco el haber atendido esta invitación. Estamos aquí presentes los más importantes comandantes del ejército revolucionario del pueblo, organización que agrupa a todos los movimientos de la derecha armada del país. Y estamos aquí para refundar la república —afirmó—. Estamos aquí para defender a esta bella patria de los terroristas, facinerosos y bandoleros que se han levantado de nuevo en armas contra el pueblo; estamos aquí para defender la vida y obra del presidente Mendoza, y para defender al estado de los masones, mamertos, comunistas y homosexuales que desean tomarse el poder y declarar la guerra a nuestros pueblos. Y para hacerlo…

El jefe mafioso habló por más de tres horas. Nos dio su visión del país y de cómo lucharíamos, ellos con las armas en los campos y nosotros con la palabra en el senado, para que el cambio llegase. El cambio para que todo fuese igual, pues lo único que perseguiríamos sería el mantenimiento delstatus quo, solo que ahora con Mendoza como presidente vitalicio, de ser posible. Para probar nuestro compromiso con la causa nos vimos obligados a firmar un documento que llegaría a conocerse como «el pacto de la Carolina».

—Y bien, Álvaro —dijo triple J al terminar la conferencia—, ¿nos apoyarás? ¿Le tenderás la mano al presidente Mendoza en el senado?

—Hice campaña política por él. Aporté mi granito de arena para que obtuviera una contundente victoria y acabo de firmar el pacto —contesté—. ¿No crees que he demostrado ser un leal partidario del presidente?

—Por supuesto —dijo al sonreír—. Solo quería estar seguro…

—Caballeros —interrumpió el colibrí—. No hablemos más de política. En una bella hacienda a las afueras de la Romería nos esperan las más bellas mujeres de esta región. No debemos hacerlas esperar.

Martín de la Rosa era un sujeto alegre, simpático y muy leal; todo lo contrario a la primera impresión que tuve de él. Desconfiaba de los demás, en especial de los políticos; pero una vez entrabas en su círculo de confianza se convertía en la persona más agradable del mundo. Costaba trabajo creer que era un mafioso sanguinario.

—El comandante de la Rosa tiene razón —dije—. No hablemos más de la maldita política esta noche.

—Ya te dije que no soy comandante, tarado —me dijo en tono de burla—. Nunca he sido un militar. Compré este frente del ERP solo para entrar en el proceso de paz y en la amnistía que el gobierno nos dará una vez hayamos acabado con esa chusma terrorista. Soy un narcotraficante. Punto.

—Un mafioso gay —le dije—. Con esa carita de niño lindo pareces una mujercita.

—Ja, ja, ja. —De la Rosa me dio un par de suaves golpes en el pecho, en son de juego—. Te voy a enseñar quien es el gay, marica de mierda. ¡Te partiré la cara!

—Bueno, señoritas, dejen pues de jugar a darse golpecitos —interrumpió triple J—. Vámonos ya, que tengo ganas de hembra.

 

Regresé a la capital al día siguiente. El período legislativo estaba por iniciar y muchos importantes proyectos de ley habíamos de estudiar. El más importante, sin duda, era el que ampliaría el período presidencial a seis años y permitiría la reelección presidencial indefinida. Mendoza lo había prometido en campaña y consideraba que su aplastante victoria en la primera vuelta de las elecciones era la prueba de que el pueblo también lo deseaba. En segundo orden de importancia, al menos para su servidor, estaba un proyecto de ley de mi propia autoría. Deseaba derogar la ley que permitió a las personas del mismo sexo contraer matrimonio y gozar de los derechos de la vida en pareja. Estaba determinado a lograrlo, aunque fuese lo último por hacer sobre el malvado mundo. Así me vengaría de Natalia. Tenía mucho por estudiar, pero había de reunirme con un viejo amigo antes:

—¿Y cómo estuvo la conferencia del ERP? —preguntó Hugo.

—Lo de siempre: hablar y firmar compromisos —contesté—. Nada especial.

—Este país ya pertenece a Mendoza y al ERP —me dijo—. Será mejor convertirnos en sus buenos amigos.

—Tienes razón.

—¿Y bien, Malquisto? —Esa noche Barreras parecía molesto—. ¿Recibirá nuestro amigo el contrato para la administración de los comedores escolares en Nueva España? Le di mi palabra.

—El ministro está reacio —contesté—. Tu amigo ha incumplido ya con varios contratos. Teme que esta vez lo haga también.

—Tendrás que presionar al ministro. No toleraré una negativa —afirmó—. ¡Te repito que ya di mi palabra!

—Lo sé, Hugo; pero si el ministro y el presidente no desean ayudar a tu amigo, nada puedo hacer yo —le dije—. Será mejor que pienses en otro contratista.

—¿Mi amigo? Querrás decir nuestro amigo. No olvides que puso dinero para tu campaña.

—Muy poco, la verdad —dije desafiante—. Y ya fue recompensado.

—¿No serás tú quién no desea ayudarle con ese contrato?

—Puedes hablar con el ministro, si lo prefieres…

—Ya lo intenté. Dice que todo debe canalizarse a través de ti. Mira, títere —Barreras clavó sus dedos en mi hombro—, no olvides que es por mí que has llegado hasta aquí. ¡No lo olvides, maldición! En dos años recuperaré mi puesto en el senado y tú no valdrás nada. Si no quieres ayudarme, dímelo de una buena vez. —Me sacudió un poco—. Así sabré que me veré obligado a lanzarte a la alcantarilla de la cual te recogí cuando eras un don nadie. ¡Llegaste al senado gracias a mí y a mis votos!

—Hugo, amigo, ¿has estado bebiendo?

—Sí. ¿Algún problema, títere? —dijo—. Crees que nada sé… Te equivocas. Sé de tus nuevos amigos contratistas; planeas que el contrato de los comedores escolares sea adjudicado a otra persona.

—¿Me espías? —Sabía que lo hacía.

—No necesito espiarte. En este país todo se sabe…

—Me duele el que no confíes en mí. Eres mi amigo y mentor, y te he demostrado mi lealtad y agradecimiento. ¿No has ganado buen dinero en estos dos años? —Lo empujé un poco—. ¿Cuándo he dejado de ayudarte? No entiendo por qué me tratas en esta forma.

—¿Vas a llorar, mujercita? —me dijo—. ¡Eres un marica, tal como lo era tu hermano!

Quise matarlo en ese momento… Pude guardar la calma. Lo quería como a un hermano. Lo apreciaba, y no quería soltar su mano. Pero me faltaba al respeto. No podía permitirlo. ¡Tendría que aprender a temerme!

—Hugo, amigo, sé que no querías decir eso… me hieres.

—¡Entonces no me hagas decirlo, maldición! Se leal a mí… ¡Se obediente! Recuerda que mis votos te tienen en tu pedestal.

—Lamento decirte que eso no es del todo cierto. Sé que también apoyaste la campaña de González. Una lástima que hayan perdido…

—¡¿Quién dijo semejante infamia?! —gritó.

—Lo acabas de decir: en este país todo se sabe. Es un secreto a voces —contesté—. Además, debo recordarte que en tu momento de mayor esplendor obtuviste setenta mil votos. Yo obtuve más de ciento treinta mil…

—Ja, ja, ja. Felicitaciones, doctor Malquisto; ahora es usted un verdadero político. —Barreras sonrió con ironía. Luego se me acercó. Habló a mi oído—. Si no deseas ayudarme no lo hagas; pero recuerda esto, títere mío: el poder es temporal. Pronto lo perderás. Si decides traicionarme me encargaré de que así sea. —Hugo retrocedió unos cuantos pasos. Sacó algo de su bolsillo. Era una pequeña caja cuyo contenido esnifó. Entendí de inmediato el motivo de su agresividad—. ¡¡Te lo juro, títere mío!! Tú no eres el señor que mueve los hilos… ¡Yo lo soy!

Sopesé mis opciones. No me convenía en absoluto pelear con mi amigo en ese instante. Fue él quien me llevó a las grandes ligas de la política. En parte era millonario gracias a él. Era mi deber ayudarle. También gratitud guardarle.

—No es necesario ofenderme, mi amigo. Sabes que te quiero y aprecio. Te ruego me disculpes si yo te he ofendido —le dije. Quise demostrarle sumisión—. No debí decirte esas palabras.

—¿Me guardarás lealtad? ¿Me ayudarás?

—¡Por supuesto!

Ambos nos fundimos en un corto abrazo. El abrazo de serpientes deseosas de morderse la una a la otra.

 

—Doctora Gaviria, ¿cómo le va? —Atendí una llamada tarde en la noche.

Nuestro amigo no participará en la licitación…

—Comprendo. ¿Está segura? —pregunté—. Es un tema de suprema importancia.

Completamente. Mañana tendrá la confirmación

—Bueno, le agradezco mucho. —Presioné el botón para terminar la llamada.

—¿Quién era? —preguntó Mariela Zuccardi.

—La doctora Melissa Gaviria del ministerio de la protección social. Quería informarme sobre alguien que deseaba sabotear una licitación. Logramos que desistiera de la idea.

—Ya veo. —Besó mis labios. Su piel, suave al tacto y pálida a la luz de las lámparas, invitaba a hacerle el amor—. Es tarde, no atiendas más llamadas. Mi toro —dijo—, ven aquí y complace a tu hembra…

Zuccardi no era una mujer hermosa, pero hacía el amor como pocas. Sus labios eran delgados, y sus ojos pequeños y del color más común posible; no era voluptuosa, y si bien era rubia, tal como me gustan las hembras, se antojaba un poco pálida. Tampoco era fea. Más bien una mujer promedio. Pero en la cama estaba por encima del resto. No era como la gran mayoría, que bajo las sábanas flaquean. Nos hicimos amantes poco después de que Natalia me abandonase. Mariela me ayudó a superar el dolor que produjo mi esposa al romperme el corazón.

En tres ocasiones disfruté de las faenas del amor esa noche. Con Natalia tenía suerte si podía disfrutar de su cuerpo una vez al mes. Con Mariela el amor era un derroche. No la amaba, pero sí la disfrutaba. Ella a mí también, por lo cual pasábamos de dos a tres veladas juntos cada semana. Caímos dormidos luego de hacer el amor. Fue un sueño profundo.

Soñé que un hombre muy pequeño me perseguía. No había de medir más de un metro de altura. En su mano derecha sostenía un enorme bate de béisbol; casi del doble de su tamaño. Me gritaba: «¡maricón, voy a meterte este bate por el culo!». Seguí corriendo. Todo era oscuro a mi alrededor. Solo el enano y su bate poseían cierto resplandor. Tropecé. El verdugo me alcanzó. Caí al suelo, sobre mi espalda. El enano dejó de ser tal. De un momento a otro se convirtió en un gigante de casi dos metros de estatura. Estaba decidido a mi trasero sodomizar. Con violencia me desnudó y volteó. Estaba a punto de atacar. Cuando se disponía a violarme con el bate un rayo apareció en el cielo y lo iluminó por completo. Vi arco iris por todos lados, y de ellos emergió un unicornio: el mismo de cuerno enorme que vi en anteriores sueños. Su bello pelaje multicolor brillaba con fuerza. La criatura, majestuosa, volaba sobre nuestras cabezas. El unicornio bajó con la velocidad del rayo y penetró al sujeto por la espalda con su magnífico cuerno. La amenaza desapareció. Luego me dijo: «no temas, monta en mí». Así lo hice. Sentí paz y tranquilidad al montarlo. Fue en ese momento cuando el sonido del teléfono me despertó:

—Voy para allá —dijo Mariela antes de terminar la llamada que rompió la magia del sueño hacia las ocho de la mañana. Su rostro mostraba gran preocupación.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Es Hugo… dicen que está en urgencias de la clínica Santa María.

—No puede ser —exclamé—. ¿Qué le sucedió?

—Parece que una falla hepática y renal. No lo entiendo…

—Hace poco vino a mí con deseos de provocarme. Estaba fuera de sí. Pude notar que consumía drogas —acusé—. ¿Tendrá eso algo qué ver?

—Se lo preguntaré al médico —dijo mientras recogía sus ropas.

—Te acompañaré. —Me levanté para buscar los pantalones.

—¡No! —gruñó Mariela—. Hugo es muy celoso. No es conveniente que nos vea llegar juntos.

—Pero nada tienes ya con él —reclamé—. ¡Es hora de que lo sepa!

—No me permitirá salir contigo. Es muy posesivo y considerará esto como una traición. —Mariela acarició mi rostro para luego besarme en los labios—. Ten paciencia…

—Como digas.

Zuccardi fue una de las amantes de Hugo por casi cinco años. Se cansaron el uno del otro y decidieron finalizar con sus amoríos sin terminar la relación de negocios políticos. Madurez, podría decirse. Al menos por parte de la mujer. Conocía a mi amigo: no aceptaría que yo me divirtiese con su juguete. Preferiría enfrentarse a la suerte. Preferiría pelearse conmigo.

Los reportes médicos indicaban que Hugo sufrió grandes daños en hígado y riñones. No habría forma de salvar sus órganos. Y lo peor es que su sistema respiratorio empezaba también a fallar. Le costaba demasiado esfuerzo respirar. Llevaba dos días en agonía y los médicos insistían en que no superaría el tercero. La muerte le acechaba.

—Amigo —le dije. Acudí a verlo—, mi corazón se parte al verte así.

—Álvaro, sabía que vendrías…

Visité a mi amigo y mentor en el hospital. Muchos años juntos habíamos compartido. Fue él quién me convirtió en un rico y poderoso cacique político. De no haberlo visitado hubiese sido un maldito ingrato. Me dolía el verle en ese estado. En verdad estaba acabado.

—Te aprecio mucho, Hugo. Debía venir a verte.

—No te traté muy bien en estos últimos dos años. —Tomó mi mano. Pude sentir su debilidad extrema. Un niño de tres años la hubiese tomado con más fuerza—. Fui un idiota… un idiota malagradecido.

—No digas eso. Tus reclamos eran justos. Tal vez pude haber hecho algo más por ti, mi amigo. —Acaricié su rostro—. Has sido como un padre para mí. Y un hijo debe cuidar de su padre hasta el fin de sus días.

—¿Voy a morir, no es así?

—No digas eso…

—Álvaro, se honesto… Lo merezco.

—Los médicos dicen que poco pueden hacer —le dije.

—Lo sabía. —Sonrió—. Ha llegado mi tiempo. No me lamento; si bien pensaba llegaría muchos años más tarde.

—No sabes cuánto lo siento, amigo. —Lágrimas rodaron por mis mejillas—. ¡Te extrañaré!

—No llores por quienes abandonamos este valle de lágrimas. Llora por quienes lo sufrirán por más tiempo —continuó sonriendo—. Ahora que enfrento a la muerte lo comprendo: no es un castigo; es un regalo de Dios. Es su forma de salvarnos del infierno. Y no lo dudes, Álvaro Malquisto: este mundo es nuestro infierno.

—Eres sabio. Te creo.

—Cuídate de triple J. —Hugo no sonrió más—. Fue él quien robó mi vida, estoy seguro.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Quién más lo haría? Ese demonio no perdona. No me mató hace un par de años porque tú se lo impediste —dijo—. Esperó el momento oportuno y actuó. Fue él quien me mató.

—No lo sé, Hugo… ¿en verdad lo crees?

—Sí —respondió sin vacilar—. Ya no le era de utilidad. Solo lamento el que haya decidido asesinarme de una manera tan cobarde. ¡El veneno es arma de mujeres!

—No levantes la voz. Mira cómo te pones de mal cuando lo haces. —Cierto era. Casi no podía respirar—. Guarda tu aliento. Amigo —sentí curiosidad—, ¿por qué dices que te envenenó? Los doctores hablan de una enfermedad sistémica.

—¡Ja! No me digas que les crees —respondió—. Ya debe tenerlos en su nómina. Por supuesto… por supuesto que —casi no podía hablar—, por supuesto que es… veneno. Cuídate de él. Hará lo mismo contigo cuando llegue el momento.

—No te preocupes —le dije—. Así lo haré. —Me levanté del asiento para besarlo en la frente—. Creo que este es el adiós, querido Hugo. ¡Te extrañaré!

—Nos veremos allá arriba, Álvaro Malquisto… cuídate, mi buen amigo.

Hugo barreras murió cuatro horas más tarde. Y una pequeña parte de mí murió con él. Creo que a todos nos sucede: una parte de nuestro ser muere con aquellos a quienes amamos. Con ellos se marchan multitud de recuerdos, buenos o malos, que forjaron nuestra forma de ver la vida. Pero no importa. Los vacíos siempre se llenan.

 

—Era una víbora traicionera, pero le guardaba cariño. —Se lamentó triple J—. ¡Un brindis por ese güevón de Hugo Barreras! —Honramos su memoria—. Lo que no entiendo es cómo una enfermedad pudo llevarse a nuestro amigo tan rápido.

—Tal vez no fue una enfermedad —arguyó el colibrí—. Todo fue muy extraño y repentino. Yo creo que lo mataron.

—Imposible —refutó Joaquín—. Los forenses no encontraron rastros de venenos o sobredosis de drogas. Su muerte fue natural.

—Triple, no seas ingenuo —insistió el colibrí—. Cualquiera puede comprarse…

—¿Y quién querría asesinar a Hugo? Ya pocos enemigos le quedaban —dijo el hombre de las tres J.

—Sospechaba de ti —les dije—. Creía que nunca lo perdonaste por lo sucedido con aquella chica.

—Sé que tengo fama de implacable, y de nunca perdonar; pero no ordené la muerte de Hugo —replicó—. ¡Yo no lo hice!

—Supongo que ya no importa —interrumpió el colibrí—. Son los vivos por quienes debemos preocuparnos.

—El patrón tiene razón. —Santander se inmiscuyó en la conversación—. Todavía los buñuelos se nos resisten en la capital. Si no los acabamos pronto, las otras bandas podrían rebelarse.

—¿Y quién diablos dijo que vos podías hablar, negro güevón? —Triple J encaró a su hombre de confianza—. ¡Vos hablas solo si yo te lo pido, imbécil! ¿Te quedó claro?

—Sí, patrón —respondió el hombre. Era notaria la frustración que le produjo tal humillación—. Muy claro.

—Bien —continuó triple—. No tenemos que preocuparnos por los buñuelos. No son más de treinta pendejos, y están escondidos y mal armados. Pronto caerán —dijo—. Me preocupan más las nuevas milicias de los grupos terroristas en San Mártir. Santander, quiero resultados con eso. Matá, torturá, violá… hacé lo que tengás que hacer, pero dame resultados.

—Sí, patrón…

—Y que sea rápido. Martín y yo necesitamos a esos facinerosos muertos. Me responderás con tu vida por la de ellos.

—Como diga, patrón —respondió Santander.

—Eso es todo, mijo. Se puede retirar. —El lugarteniente de triple J así lo hizo luego de la orden de su patrón—. Álvaro —me dijo una vez estuvimos solos los tres—, esta semana será la votación del proyecto de ley para el tema de la reelección del presidente Mendoza. En el palacio de América están inquietos con vos. Dicen que estás reacio…

—No, no lo estoy —le contesté—. Es solo que no deseo dar mi voto a cambio de meras sonrisas de los ministros. Si me dan lo que deseo, no dudaré en votar a favor.

—¿Y qué es lo que querés? —preguntó el hombre de las tres J.

—Solo dos cosas: el manejo del hospital distrital de San Mártir y el apoyo para mi proyecto de ley.

—No creo tengas problema alguno con lo primero —dijo el colibrí—. El ministro de salud accederá; solo debes pedírselo. Lo segundo, no sé… He escuchado que el presidente quiere consensos a nivel nacional, y eso incluye a los maricas. Tu proyecto de ley cae muy mal en estos momentos.

—No entiendo el porqué de esa obsesión tuya con discriminar a los maricas —interrumpió triple J—, si hace algunos años los defendías en Sahurí. ¿Te violó alguno? —Los dos jefes mafiosos se burlaron—. ¿Te enamoraste de una loca y no te correspondió? Te imagino con uno de ellos:sí, doctor Malquisto, así.—Triple dobló su espalda y me mostró el trasero—;metémela bien duro por el culo…. ja, ja, ja, ja, ja.

—Esto es serio, caballeros —les dije un poco molesto—. Hace años estaba equivocado. Los maricas no son seres humanos; son animales. Y esos animales pervierten a nuestros niños y jóvenes. ¡No puedo permitirlo más!

—¿No tendrá que ver con la muerte de tu hermano y la traición de tu esposa? —preguntó el colibrí—. Se me ocurre que esos son tus verdaderos motivos.

—En parte, no lo niego —respondí seco, molesto—. Pero mi motivo principal son los niños de este país. No quiero que crezcan en Sodoma y Gomorra.

Los dos jefes mafiosos no se veían muy felices con mis deseos de presionar al gobierno. Deseaban que yo votase positivamente el proyecto de ley sin siquiera obtener beneficio alguno. Me veían como a su criado, su juguete; su gusano.

—Álvaro, hablá con el ministro. Accederá a tu solicitud del hospital distrital, estoy seguro —dijo triple—. Yo tampoco quiero a los maricas. Es más, sos testigo de cuántas de sus muertes he ordenado. —Cierto era—. Pero no insistirás en tu proyecto de ley. Hacelo por nuestra amistad.

Sabía que detrás de sus palabras amables se escondía una amenaza. No sería conveniente insistir mucho en el tema. Podrían poner valor a mi cabeza.

—Los aprecio mucho. No insistiré demasiado con el tema del proyecto —les dije.

 

Estaba de regreso en Santa Fe de la Nueva Sevilla. La fría y gris capital no era mi lugar preferido para vivir. Tampoco lo era para morir. Para eso estaría San Juan de Sahurí. Si bien San Mártir era también una ciudad grande y congestionada, no lo era tanto como la gran capital del país. No me acostumbraba a pasar horas y horas en los embotellamientos de tráfico. Parecía que en Nueva Sevilla habían más automóviles que personas, lo cual cierto era en algunas zonas; en especial en los barrios más exclusivos.

Al igual que San Mártir, la gran capital se dividía en dos: la ciudad de los pobres y la ciudad de los ricos. Y en el centro estaba la ciudad de los políticos. Era allí, en la zona histórica del centro, en concreto en el capitolio, situado en la enorme plaza del virreinato y frente al palacio de América, en donde pasaba la mayor parte de mi tiempo. Era un político. Y el centro de Nueva Sevilla era mi hábitat.

—Senador Malquisto, la patria lo necesita —dijo José Escobar, ministro de justicia. Nos reunimos en su elegante oficina en el palacio de América—. Gracias al presidente Mendoza este país recuperó el rumbo perdido. Ahora es tiempo ya no de recuperarlo, sino de mantenerlo. Y para eso necesitamos tiempo.

—Comprendo —le dije.

En su delirio de grandeza, el presidente Mendoza deseaba como loco aferrarse al poder. Y hacía todo lo necesario para lograrlo. Necesitaba que el senado votase a favor de la reelección presidencial. Para eso enviaba a su emisario. Resultaba preciso comprar a los senadores.

—Este país tendrá futuro solo con Mendoza al frente. Y para eso necesitamos que sea presidente por muchos años. —El ministro bebió un sorbo de su café. La empleada doméstica del despacho nos sirvió un par de tazas en la vajilla más elegante que este servidor jamás vio hasta ese momento—. El senado tiene en sus manos el futuro del país… ¿Usted nos ayudará?

—Deseo ayudarlos, señor ministro —le dije—. Soy un amigo del presidente Mendoza y su gobierno.

—Agradecemos su amistad, senador.

—Pero los amigos se ayudan recíprocamente. —Acomodé mi corbata—. También necesito un par de favores del presidente.

—Lo que esté a nuestro alcance, senador Malquisto —respondió—. Haremos cualquier cosa mientras esté a nuestro alcance.

—El sueño de uno de mis más cercanos colaboradores ha sido dirigir el hospital distrital de San Mártir. Y soy un hombre que vela por los sueños de sus amigos.

—Ya lo hablé con el ministro de salud. Uno de sus buenos amigos nos lo había dicho ya. —El ministro sonrió—. Espero nos disculpe por actuar a sus espaldas, pero deseamos ahorrar tiempo. Cuente con el hospital.

—Usted y el señor presidente son muy gentiles. ¡No sabe cuánto se los agradezco!

El ministro de justicia levantó su maletín. Lo abrió y sacó un par de carpetas con documentos. Me las entregó.

—Senador, en esas carpetas están los borradores de los decretos de nombramiento. Ponga usted por favor los datos de las personas que estarán al frente de los hospitales —dijo—. Esta misma semana serán nombrados.

—¿Hospitales? —pregunté extrañado.

—Sí. No solo tendrá usted el control del hospital distrital; también controlará el regional —respondió.

—¡Su generosidad no tiene límites, señor ministro! —dije al estrechar su mano—. Se lo agradezco.

—Agradezca al presidente. Al igual que usted, él cuida de sus amigos.

—Gracias —dije—. Y pasando al otro tema…

—Eso es lo que nos preocupa —interrumpió el ministro—. Debe comprender, honorable senador, que en este momento el presidente necesita consensos políticos. Toda alianza es necesaria, incluida las que deben hacerse con aquellos a quienes no queremos. Este es un momento muy inoportuno para apoyar su proyecto.

—Señor ministro, el proyecto del ley que deseo impulsar es muy importante para mí.

—Lo sabemos —dijo muy serio—. No le pido que desista de él; solo que posponga su presentación. Una vez el senado apruebe la reforma constitucional para la reelección del presidente usted podrá presentar su proyecto. Y tenga por seguro lo apoyaremos. El presidente comparte sus preocupaciones sobre las mal llamadas libertades sexuales.

Guardé silencio. El ministro fue muy claro: no me apoyarían. Y sin su apoyo nada en el senado lograría. El tiempo perdería.

—Confío en ustedes, señor ministro —le dije—. No presentaré el proyecto.

—Se lo agradezco, senador Malquisto. Y lo apoyaremos en el futuro, tenga usted certeza.

 

En los círculos políticos de la gran capital solo se hablaba de la fácil victoria que obtendría el presidente en el senado. La apuesta ya no era si podría reelegirse; era cuántas veces lo lograría. Pero en la vida es cotidiano el celebrar antes de ganar; o como diría mi sabia madre: «ensillar sin tener las bestias».

Mendoza estaba tan convencido de su victoria en el senado, que descuidó el trámite de la reforma en la cámara baja de diputados. Allí se suponía tenía mayorías; no absolutas, pero mayorías al fin y al cabo. Sin embargo, varios diputados se negaron a votar a favor. El presidente requería captar un solo voto para que la reforma fuese aprobada en la cámara baja y pasase al senado, y ya que sus supuestos amigos no daban el brazo a torcer, se les ocurrió tentar a uno de los representantes de la oposición a su gobierno quien, por azares del destino, fue mi amigo en la universidad:

—No lo piense más, diputado Giraldo —le dije mientras servía un whisky—. Esta es su oportunidad para convertirse en un hombre rico. Lo será hasta el fin de sus días.

—Álvaro, me conoces bien. Soy como lo eras tú. Es una lástima que hayas cambiado.

—Juan, no me juzgues. Sigo siendo el mismo.

—El Álvaro Malquisto que conocí no votaría a favor de un proyecto de ley tan perverso. Esa reforma convertirá a Mendoza en un rey. El equilibrio de poderes será cosa del pasado y nuestro país se convertirá en una monarquía de facto —arguyó—. Mi viejo amigo tampoco vendería su voto por puestos de trabajo o por contratos. Ya no eres el mismo.

—Te aseguro que no me he vendido. —Tomé asiento a su lado—. Votaré positivo porque estoy convencido de que Mendoza es el líder que este país necesita. Mira lo que nos han dejado los siglos de democracia de los cuales tan orgullosos nos sentimos: miseria, violencia, odio… Te lo digo, Juan: la democracia es poco más que una quimera romántica —afirmé—. El gobierno del pueblo y para el pueblo es el gobierno de los fuertes para los poderosos.

—Tal vez no sea perfecta, pero es el mejor sistema de gobierno jamás aplicado —respondió. Se veía incómodo—. Gracias a la democracia somos un pueblo civilizado.

—Yo no llamaría pueblo civilizado a la chusma que vive en este país. Quienes mienten, roban, asesinan y trafican en esta nación imponen su ley. ¿Eso te parece civilizado? —repliqué—. Mira cómo estamos: el país más inseguro y violento del continente. Y la culpa es de los pusilánimes que votan por cualquier idiota. El pueblo seguirá eligiendo corruptos sin carácter que hundirán a nuestra patria.

—La culpa de la nueva ola de violencia es solo de Mendoza —me dijo—. Él hizo trizas el acuerdo de paz alcanzado con los grupos rebeldes. Toda acción causa una reacción: destruyes el acuerdo, los violentos se arman de nuevo.

—Ese proceso fue una farsa. Los terroristas nunca quisieron hacer la paz. Si la hubiesen deseado no se habrían armado de nuevo a la primera oportunidad. —Nunca estuve muy convencido de ello, pero al defender a Mendoza había de repetir la mentira—. Solo buscaban excusas para volver a delinquir. Nunca se adaptaron a la vida de civil; nunca se adaptaron a trabajar con honradez.

—El culpable es Mendoza. Punto —dijo molesto—. Y no deseo el continuar discutiendo contigo. —Giraldo se levantó de su asiento y me indicó la salida de su casa—. Que pases buena noche, Álvaro.

—Yo tampoco deseo seguir discutiendo. —Me levanté del cómodo sillón—. Solo quiero transmitirte la propuesta del presidente: tendrás el control de la agencia de protección ambiental en tu departamento. Piénsalo: cincuenta millones de estelas de presupuesto al año. Eso manejarías. Y cientos de cargos públicos para tus amigos. —Pude distinguir un poco de interés en sus ojos. Continué tentándolo—. ¡Ojalá y yo tuviese tal oportunidad! Serás un hombre rico y no te costará ningún esfuerzo ser elegido de nuevo a la cámara de diputados en dos años —le dije—. Creo que incluso podrías aspirar al senado y ser elegido sin problemas. El presidente Mendoza es un hombre que cuida de sus amigos… ¿No te gustaría ser su amigo?

—Yo… Álvaro, será mejor que te marches.

—Sí, me marcho en este instante. Gracias por recibirme. —Le di un abrazo y me dirigí hacia la puerta. Antes de salir, giré hacia él de nuevo—. Piensa en tu futuro y el de tu familia. Sé que harás lo correcto.

Y lo hizo. Aunque tuve que visitarlo un par de veces más para convencerlo. El proyecto de ley para reformar la constitución política, y permitir la reelección presidencial indefinida, fue aprobado por un margen de solo dos votos en la cámara de diputados. En el senado pasó sin problemas. El presidente estaba eufórico por la victoria. Y agradecido con su servidor, apreciados conciudadanos. Decidió atenderme en persona:

—Apreciado, senador Malquisto —dijo Mendoza tan pronto ingresé al despacho presidencial en el palacio de América. Se levantó de su asiento para recibirme de pie—. No tengo palabras para agradecerle lo hecho por la patria y por mí. ¡No me alcanzará la vida para agradecerle, hijo mío!

—Gracias, señor presidente; pero debe agradecer al diputado Giraldo. Fue quien permitió la victoria en la cámara baja.

—Ya lo hice —respondió. Me indicó tomar asiento—. No sea modesto, senador. Fue usted quien lo convenció de preocuparse por el futuro de esta gran nación. Usted merece ser honrado.

—Su amistad es el único honor que deseo, señor presidente.

—La tiene —respondió—. Y mis agradecimientos. También el ministerio de salud…

—¿El ministerio? —pregunté. No lo esperaba.

—Sí. Me han dicho que su gente de confianza ha hecho un excelente papel al mando de los hospitales distrital y general en San Mártir, y que usted es un conocedor del sector salud como pocos. El ministro acaba de renunciar a su cargo. —La verdad era que el presidente pidió su renuncia por el poco compromiso mostrado por su partido político con el tema de la reelección—. Me gustaría que alguien de su confianza ocupara el cargo. Sé que elegirá bien.

Lo comprendí. El ministerio era la recompensa por mi papel en el tema de la reelección. Sentí como una gran sonrisa ocupó más de la mitad de mi rostro. No pude ocultar mi felicidad. Por fin tenía poder verdadero. Había llegado mi oportunidad.

—Estoy seguro de que la persona al mando del hospital general de San Mártir hará una gran labor al frente del ministerio. Es una mujer preparada en las mejores universidades; trabajadora incansable y conocedora del sector salud como pocas.

—Hijito, quisiera invitarlo mañana a almorzar. Su candidata habrá de estar presente —dijo Mendoza—. Si todo sale bien, será nombrada ministra esta misma semana.

—Gracias, señor presidente.

 

Ese fue el inicio de una bonita amistad con el hombre más poderoso del país. Mi futuro se antojaba brillante y lleno de estelas. Mariela Zuccardi, mi amiga, consejera y amante, fue nombrada ministra de salud. Más de la mitad de los contratos de ese ministerio serían para mi equipo político. Los demás para grupos afines y amigos del presidente. ¡No podía esperar para meterles el diente! Con cada día que pasaba me hacía más y más rico; como nunca imaginé lo sería cuando era un simple secretario de gobierno en San Mártir. «Fui un idiota. No puedo creer que hubiese desperdiciado tantos años preso de mis anquilosados prejuicios moralistas», solía pensar por esos días.

Mendoza era cada día más poderoso y popular. Sus contradictores políticos, si bien temibles e inteligentes, eran pocos. Y no se comparaban en astucia y carisma con el presidente. El pueblo lo adoraba. Yo lo apreciaba. A su lado me hacía poderoso. Pero algunos amigos se ponían celosos. Creían que les robaba protagonismo.

Pascal Martí no tomó en buena forma el nombramiento de Zuccardi como ministra. Era natural. Había demostrado ser sincero y leal. Mucho más que mi amante. Cambió conmigo desde aquel desplante:

—Lo siento, doctor Malquisto —dijo—. No puedo hacerlo. No es correcto.

—Tienes una bonita oficina, Pascal —le dije. Cierto era. Paredes blancas reflejaban la luz abundante que ingresaba por los amplios ventanales, y los escritorios de cristal le daban un toque de modernidad—. Hace un año no tenías una tan hermosa…

—Sé que debo a usted este puesto, pero considero me lo he ganado. Trabajé muy duro a su lado en la campaña. Fui yo quien siempre lo acompañó de día y de noche.

—Tienes razón. Has demostrado ser leal. —Pascal no me invitó a un trago, pero yo, con el ánimo de parecer soberbio y demostrarle quien estaba al mando, destape una botella del más fino whisky que exhibía en su oficina. Serví un trago para mí. No para él—. Es por eso que no entiendo el porqué de tu negativa.

—Arriesgaría mucho mi pellejo. Si el ministerio me hace una auditoría descubrirá el fraude —arguyó—. No puedo arriesgarme.

Pedí a Pascal cobrar al ministerio tratamientos para la hemofilia. Por supuesto que nunca se brindarían a los pacientes, pues estos nunca existieron. Era una forma de recuperar más de lo invertido en la campaña al senado.

—Amigo mío —rodeé sus hombros con mi brazo en señal de afecto—, no sé si lo has notado, pero… ¡¡yo controlo el maldito ministerio de salud!! —Me alteré un poco, lo admito—. ¡Es mío! Te aseguro que nadie osará ponernos un dedo encima.

—Hemos… ya hemos desviado muchos recursos, se… senador. Solamente con los programas de vacunación hemos ganado más de dos millones de estelas —dijo Pascal. Empezaba a irritarme de verdad—. ¿No cree que es suficiente?

—¡¡Yo te diré cuando sea suficiente, imbécil!! —gruñí. También di un golpe a su escritorio—. Esto es política. Aquí no somos hermanas de la caridad… Si no te gusta, entrega mañana tu carta de renuncia a la junta directiva.

Pascal se veía sorprendido. Y decepcionado. Siempre fue dócil y manipulable, pero su mirada indicaba que algo había cambiado. Se levantó de su sillón, caminó hacia la botella de whisky y sirvió dos tragos. Me brindó uno.

—Lo he acompañado por tres años, doctor Malquisto. Muchos votos conseguí para usted en la campaña al senado y muchos para el presidente Mendoza. Robé por usted, mentí por usted, engañé por usted. —Martí bebió un poco de su whisky—. ¡Maté por usted! —gritó en mi rostro—. Merezco respeto. No entregaré mi carta de renuncia solo porque usted lo pide. Y si cree que puede obligarme, recuerde esto: conozco sus pecados. Y hay uno especialmente grave —dijo—. No me importaría hundirme con tal de arrastrarlo conmigo, si es que desea faltarme al respeto.

—Veo que te crecieron las pelotas, Pascal —dije luego de terminar mi whisky—. Esta bien, será como dices. —le di un suave golpe en su rostro con la palma de mi mano derecha—. Nos vemos…

Pasé esa noche en San Mártir. El período legislativo iniciaría semanas después, por lo cual tenía tiempo libre. Mi hijo se encontraba en la capital, mi amante también. Contraté un par de prostitutas para la noche. Deseaba compañía, deseaba placer. Eso obtuve. Perdí la noción del tiempo. Recuerdo que fui a dormir tarde en la madrugada. Me dolía todo el cuerpo. Caí profundo como un muerto. Y soñé. De nuevo con el unicornio de seis colores acudiendo en mi rescate. Me levanté tarde. El sonido del teléfono me despertó hacia el medio día. Atendí la llamada. La esperaba:

Usted gana, doctor—dijo el interlocutor—.Presentaré hoy mismo mi carta de renuncia y me iré del país. ¡Solo devuélvalo, por favor!

—Cálmate, Pascal. No entiendo nada.

Doctor Malquisto, me disculpo si lo ofendí. No quise hacerlo… ¡Perdóneme!

—No sé de qué hablas, pero deseo ayudarte. Te recogerán en treinta minutos para que charlemos en persona. Tal vez pueda auxiliarte. —Terminé la llamada.

Me reuní con Martí en una casa del barrio Colón; la misma en la cual perdió la vida el asesino de mi hermano. Pascal se veía muy nervioso; parecía haber llorado toda la noche. Tan pronto me vio se lanzó a mis pies, de rodillas. No le importaron las burlas de los cabecillas:

—¡Doctor, piedad, por favor! —dijo entre lágrimas—. ¡Devuélvame a mi padre!

—No entiendo de qué hablas.

—Mi padre salió a caminar en la tarde de ayer, luego de nuestra conversación. Nunca regresó.

—¿Ya denunciaste el hecho ante las autoridades?

—¡No! Jamás haría algo así —respondió.

—Eso es lo que un ciudadano sensato y respetuoso de la ley haría en tu lugar. —Lo tomé por las manos para ayudarlo a incorporarse—. Mira —le lancé un teléfono—, llama a la policía.

—Doctor, sé que me equivoqué. Le falté al respeto. Me arrepiento, y haré lo que usted pida. —Cayó de nuevo sobre sus rodillas—. ¡Solo devuélvame a mi padre, por favor!.

—Pascal, estás exagerando —dije—. Tu padre estaba desorientado, eso es todo. Pasó la noche en casa de una amable familia aquí, en el barrio Colón. Creo que acaba de llegar a tu casa. —Le señalé el teléfono—. Llámalo.

—¿Qué? —Martí no entendía que pasaba—. Doctor, no juegue conmigo.

—No estoy jugando. —Señalé el teléfono de nuevo—. Llámalo.

Pascal así lo hizo. Su padre atendió la llamada y confirmó mis palabras. Lo habían drogado para robarlo. Cuando despertó se encontraba en una casa de familia del barrio Colón. Allí lo atendieron bien y cuidaron de él hasta que el efecto de las drogas pasó. Una vez recuperó la memoria, y su sentido de la orientación, regresó a casa. Estaba sano y salvo.

—Esto es muy extraño —dijo Martí—. Doctor, ¿usted no tuvo nada que ver?

—Por supuesto que no. Te aprecio; me alegra que tu padre se encuentre bien.

—¿Y por qué me citó en este lugar? —Nunca dejó de ser perspicaz—. Creí que aquí tenía a mi padre.

—Nunca le haría daño. No entiendo el porqué de tu desconfianza.

—Gracias, doctor Malquisto. —Martí parecía más tranquilo—. Lamento lo ocurrido. Mañana mismo le entregaré a la junta directiva del hospital mi carta de renuncia. Mil gracias por todo…

—Eso no será necesario, Pascal.

—¿No tendré que renunciar a mi puesto? —El rostro de Martí, flaco y repleto de ojeras y arrugas, irradiaba felicidad—. ¡Gracias, doctor! Le prometo que en adelante obedeceré todas sus órdenes sin cuestionar.

—Eso tampoco será necesario —le dije sonriendo.

—No entiendo…

Los hombres que me acompañaban aseguraron la puerta de la derruida casa. Sujetaron a Pascal Martí por pies y manos. Lo amordazaron. Luego lo asesinaron. Muchas cuchilladas en corazón y abdomen. La sangre, abundante, vistió el cuerpo. También la hoja del metal. Los asesinos poseían destreza letal.

No permití que torturasen a mi amigo. Fue mi leal escudero y algo de cariño le guardaba. Nunca debió amenazarme. Ese fue su grave error.

La noticia de la semana en la ciudad de San Mártir fue el asesinato de Pascal Martí, gerente del hospital distrital. Bandidos lo asesinaron para robarle sus pertenencias personales. Lo hicieron cuando buscaba a su padre desaparecido en uno de los barrios populares de la ciudad. Nadie preguntó que hacía allí, ni el porqué su cadáver solo fue encontrado diez horas después del supuesto asalto. Bastaron unos retratos hablados y la confesión del asesino para que el asunto cayera en el olvido. El procurador ignoró el caso. El juzgado lo archivó a la velocidad del rayo. El supuesto asesino murió en la cárcel poco después de ingresar. A su familia silencio le ordenaron guardar. Dinero de sobra ganaron para gastar.

Fue difícil para mí asistir a su sepelio, no lo niego. Pero si no asisto, me friego. Hubiese sido sospechoso. Tampoco podía pasar desapercibido. Recibí la solicitud de recitar unas palabras en memoria de Pascal. Alabé sus virtudes; su temple ante las vicisitudes. Derramé algunas lágrimas… Y clamé a Dios y al hombre por justicia.

Concluí que había equivocado mi camino. Hubiese podido ser actor.

 

Me convertí en un asesino. Nunca creí que ese sería mi destino. No tuve muchos remordimientos con las otras muertes; ni aun con la segunda. Andrés Samper fue un buen amigo, si bien jamás lamenté su pérdida. Era un simple burro. La muerte merecía por estúpido. Pero Pascal… Pascal me fue leal sin siquiera conocerme bien. Fue tal como lo dijo. Mintió por mí, robó por mí… mató por mí.

Doctor Malquisto, inesperado placer a esta hora de la noche.

—Lo sé. Disculpa la hora.

No se preocupe.—respondió Pedro Mirté—.No creí se atreviese a hacerlo.

—Tú me lo recomendaste…

Solo le dije que analizara la posibilidad.

—Concluí que era necesario.

¿Tomó las precauciones correspondientes?—preguntó—.Si esto se sabe…

—Ya lo sé —le contesté—. Acabaría con mi carrera.

Yo me preocuparía más por la cárcel.

—Era un pobre diablo que se atrevió a desafiarme. ¡Lo merecía!

No debe usted acostumbrarse a la muerte, doctor Malquisto. Podría desarrollar un gusto por ella.

—No lo haré. Un buen gobernante sabe cuándo y cómo matar. Un buen político no asesina por gusto; lo hace porque es preciso.

Cierto es. Me alegra escuchar eso.

—Pero me remuerde la conciencia…

Es natural.—respondió—.Era un buen hombre. Sin embargo, por más buen hombre que fuese, su muerte era necesaria. Lo desafió. ¡Lo amenazó!

—Tienes razón —le dije—. Pasando a otro tema… ¿Considerarías tomar la dirección del hospital distrital?

Me hace un gran honor, pero usted sabe la salud no es mi fuerte. Prefiero continuar como hasta ahora

—Supuse que esa sería tu respuesta. Bueno —suspiré—. Hablaremos mañana.

Que pase buena noche, doctor.

Pedro Mirté terminó la conversación. Siempre recurrí a él en los momentos más difíciles. También en los de duda. Es mi mejor amigo y la única persona en quien confío. Y es frío como el hielo. Al tomar decisiones difíciles nunca tiembla; ni tan siquiera transpira.

—¿Con quién charlabas? —preguntó Mariela al entrar en la alcoba.

—Con nadie.

—Juraría que hablabas con alguien.

—Tal vez fue el sonido del televisor —le dije—. Está muy alto.

—Apaga ya ese aparato —dijo al meterse entre las sábanas—. Quiero que me des calor…

—Como lo desee la hermosa señorita. —La toqué en su entrepierna. Quise hacerle el amor.

—Tan lindo y galante como siempre. —Sonrió—. Pero antes me gustaría preguntarte algo.

—Adelante.

—¿Tuviste algo que ver con la muerte de Pascal Martí? —preguntó sin titubear—. Me dijeron que alguien te vio entrar en su despacho el día anterior a su asesinato.

—¿Me espías? —Lo encontré inaudito.

—¡Cómo crees! —respondió con firmeza—. La información vino a mí de casualidad.

—¿Estás segura? No te lo perdonaría si me vigilas…

—Por supuesto que estoy segura —respondió. Se veía algo indignada. Yo también procuraba parecerlo—. ¿Por quién me tomas?

—Lo mismo te pregunto.

—Bueno, responde de una vez. —Me tomó por las manos y miró directo a mis ojos—. ¿Tuviste algo que ver con la muerte de Pascal Martí?

—¡Claro que no! Lo quería, apreciaba y respetaba. —Solté sus manos—. No puedo creer que me consideres un vulgar asesino.

—No lo tomes a mal. Sabes que nos movemos en un mundo de homicidas; en un mundo donde la muerte es parte natural de los negocios —dijo—. Recuerda que los monstruos sí existen… Y les encanta la política.

—Pues no soy un monstruo… Lo que me gusta el dinero. Por eso soy un corrupto y no lo niego. —Giré hacia el lado opuesto de la cama—. ¡Pero no soy un asesino!

—Esta bien, discúlpame. Era solo una pregunta. —Me abrazó—. No era mi intensión ofenderte. —Mariela introdujo su mano, suave y delicada, por entre el pantalón de mi pijama—. Lo que deseo es complacerte.

—Tus acusaciones mataron mis deseos —le dije—. Déjame dormir…

No hice el amor con Mariela esa noche. Deseaba aparentar el haberme ofendido por su reproche. Nadie había de enterarse de mi participación en la muerte de Pascal Martí. Por eso sus verdugos fueron asesinados, también. La muerte de esos homicidas se presentó comovendettas entre bandas dedicadas al microtráfico.

Era un senador, mis apreciados conciudadanos. Se me permitía matar, pero había de hacerlo bien. El buen nombre de la política me era prohibido mancillar.

 

Pensaba que los alcaldes eran pequeños reyezuelos en sus pueblos. Me equivoqué. Descubrí, con el correr de los años, que no lo son. Los verdaderos reyezuelos son los senadores. El poder político y económico que se ostenta al hacer parte de la coalición de gobierno del presidente te convierte en un príncipe. Los senadores no cuentan con títulos nobiliarios, ni con grandes privilegios hereditarios, pero deciden sobre la vida de millones. Tal vez no con la espada, pero sí con el voto y la palabra.

Por la lealtad y el servicio al presidente se reciben millones y millones de estelas en contratos. También se reciben favores políticos. Tus amigos son nombrados en altos cargos y más poder obtienes. También más bienes. No tenía yo un castillo y esclavos como en la Europa medieval, pero sí lujosas viviendas, grandes haciendas y cientos de personas que me debían sus puestos de trabajo. Comían por mí, vestían por mí; vivían por mí. Llevaban cómoda existencia gracias a un empleo ganado por su obediencia. No eran mis amigos o votantes; eran mis vasallos. Un senador es el verdadero señor de los hilos; un real señor feudal.

Y como señor tenía mi propia corte: aduladores, bufones, políticos de menor rango a mi servicio; alcaldes, concejales, aspirantes a ganar elecciones… en verdad me había convertido en unlord, mis apreciados conciudadanos. ¿Y arriba de mí? Solo el presidente. Mendoza es el verdadero rey de la nación. Bajo su gobierno la libertad es una ilusión. El pueblo cree elegir libremente, pero sus cerebros son lavados por publicidad engañosa constantemente. Los medios de comunicación, al servicio del dinero del estado, se encargan de ello. Vivimos en el país de la maravillas. Los medios dicen que la barbarie, la violencia y la corrupción son cosas del pasado. Nada de la realidad más alejado.

Demostré ser uno de los más leales e incondicionales siervos del rey. Apoyé su contra reforma agraria, con lo cual lo pactado con los grupos terroristas durante el gobierno de López quedó hecho trizas. Esos papeles se convirtieron en frías cenizas. No hubo restitución de tierras para los campesinos, ni se les entregaron haciendas productivas. Defendimos el gran latifundio del ganado y la minería intensiva. Defendimos al terrateniente, al empresario desvalido. Y al campesino lo graduamos de bandido. Triste es, lo sé. Pero era lo que el país pedía. El pueblo así lo decidió en las urnas al elegir a Mendoza. Muchos lo sabían, otros tantos no lo intuían. Querían fuerza, deseaban violencia sin pudor. «Solo hambre y barbarie trae el mamertismo; ¡abajo el nuevo socialismo!», del vulgo era un clamor.

Nunca repararon los votantes enardecidos en que su venganza contra los terroristas bandidos daría una mortal estocada a la democracia. ¿Separación de poderes? ¡Bah! Era cosa del pasado. El senado y la cámara de diputados estábamos al servicio del presidente. También los jueces. Y con eso vino la asamblea constituyente. Se moldeo un nuevo estado poco incluyente. Ahora es uno confesional y discriminatorio. ¡El estado de los creyentes!

Mi venganza en contra de los maricas empezaba a tomar forma. Luego de brindar mi irrestricto apoyo, y ser el ponente de la ley con la cual se brindó amnistía y total impunidad a los mafiosos, el presidente me dio la oportunidad:

—…¿Y qué país legamos a nuestros hijos? —pregunté al auditorio—. Hemos devuelto la tranquilidad al pueblo. Ayudamos al presidente Mendoza a corregir el rumbo y salvamos al país de caer en las garras del nuevo socialismo. Con eso nos rendimos. Entregamos los estandartes de batalla sin ganar la guerra —dije—. Ahora veo, aterrorizado, como los degenerados se pavonean por las calles. Se abrazan, besan y dan cariño en público, y sin mostrar el más mínimo respeto por nuestros niños. No se avergüenzan por pecar. No se avergüenzan de ir en contra del orden natural. ¿Es eso libertad? ¿Es eso respetar los derechos de los demás? —Pude ver a los representantes del mamertismo levantar sus manos pidiendo la palabra. Deseaban refutarme—. Dicen que debemos respetarlos, pero ellos no respetan a las mayorías. Casi todo el pueblo de este país es devoto y temeroso de Dios… y aun así debemos tolerar a los aberrados que ofenden a nuestros niños y a nuestro señor con ese comportamiento penoso y antinatural. Se los digo de corazón, apreciados colegas: el sexo entre dos varones, o entre dos hembras, no es natural… ¡es excremental! —dije con fuerza—. ¿Seguiremos permitiendo que los enfermos nos impongan su ideología de género? ¿Permitiremos, indolentes y resignados, que perviertan a nuestros hijos? ¡¡Yo digo que no!! Y los invito a decir que no. Es por eso que debemos votar para prohibir el matrimonio homosexual y la adopción por parte de parejas del mismo sexo. ¡Devolvamos el país a nuestro Dios! Gracias, señor presidente —dije a quien presidía las sesiones del senado.

—Tiene la palabra el senador Benedetto —dijo el moderador.

—Gracias, señor presidente —dijo el más prestigioso senador del mamertismo—. El senador Malquisto es un aguerrido, inteligente y estudioso defensor de las mayorías y elstatus quo; le reconozco su preparación y argumentación. Pero es un fascista. La democracia es la dictadura de las mayorías, pero también la defensora de las minorías. ¡Los miembros de la comunidad LGBT son personas, y tienen los mismos derechos de aquellos a quienes el senador Malquisto defiende con tanto fervor! —El sonoro aplauso de los maricas que asistían al capitolio retumbó fuerte por todo el recinto—. Son personas honestas y trabajadoras; mujeres y hombres respetuosas y obedientes de la ley que se enorgullecen de su patria. Son ciudadanos de la misma categoría que los demás —dijo—. Todos somos iguales ante los ojos de la ley y la justicia, y no porque al honorable senador le escandalice una muestra de cariño entre dos personas que se quieren, debemos arrebatarle derechos fundamentales a tan prestigiosa comunidad. Ahora bien, ¿cuántas parejas «normales» —habló con sarcasmo— abandonan a sus hijos, o los maltratan? Quienes violan y asesinan a nuestros niños son, en su inmensa mayoría, heterosexuales. La maldad no entiende de géneros, ni de preferencias sexuales, senadores y senadoras, por lo tanto es temerario decir que son los miembros de la comunidad LGBT quienes pervierten a nuestros hijos. ¿Será que el senador Malquisto prefiere que un niño crezca soportando hambres y carencias económicas a que lo haga bajo la protección de una pareja del mismo sexo? ¿Ustedes prefieren, distinguidos colegas, que un niño deambule por las calles dominado por las drogas, a que un par de madres le den amor, techo y cariño? ¿Es eso lo que quiere, doctor Malquisto? —dijo. Me miró a los ojos. Odio vi en ellos. Siempre me odió—. ¿Y por qué debemos negarle a una pareja homosexual el derecho al matrimonio civil? Sus pastores y sacerdotes no están obligados a casar a una pareja gay, señor Malquisto; la ley no lo exige. Pero sí obliga a jueces y notarios a legalizar la unión y otorgarles los derechos y beneficios de la vida en pareja. —Otro fuerte aplauso se escuchó—. ¿Ahora le parece excremental el sexo entre dos personas del mismo género, senador Malquisto? —dijo—. ¿No le parecía excremental hace unos años, cuando protegía los derechos de la comunidad LGBT en San Juan de Sahurí? Cuando fue alcalde de ese bello pueblo respetó la diferencia, y procuró que todos los habitantes de Sahurí hicieran lo mismo. ¿Por qué el cambio de opinión? ¿Tuvo que ver algo el asesinato de su hermano, quien por cierto era homosexual? ¿Tuvo que ver algo el hecho de que su señora esposa también lo sea?

—¡¡Maldito!! —grité—. ¡No se meta con mi familia!

—¡La nueva constitución defiende los derechos de la comunidad LGBT! —gruñó Benedetto—. Es de las únicas cosas buenas que tiene ese malvado documento redactado por Mendoza. Las fuerzas progresistas de este país impedimos que el presidente legalizara la discriminación. ¡Y lo continuaremos impidiendo! —Me señaló—. ¡Aunque nos cueste la vida! —gritó desafiante—. Honorables senadores, les ruego archiven este perverso proyecto de ley. Malquisto es un fascista… ¡Demuéstrenle que este senado es uno honorable y democrático!

Perdí el control. Y con ello el debate. Juan Fernando Benedetto me venció. Intenté golpearlo, pero varios colegas me lo impidieron. Ese debate en el senado fue la noticia nacional por una semana completa. Los medios escudriñaron en mi pasado. Contaron con lujo de detalles mis esfuerzos por proteger a los maricas en mis años como alcalde. Me dieron con todo su arsenal. Casi me destruyen. Pero no. Había perdido una batalla, no la guerra:

—Hijo mío, eso que usted me pide no cae bien en este momento —dijo Mendoza. Solicité una audiencia con él—. Mire que por fin logramos calmar las aguas con el escándalo de la corrupción en los subsidios agrícolas. Esa maricada le costó el ministerio al buen muchacho que más quería en el gobierno. Si me pongo a apoyarlo en este momento, se me vienen todos esos pervertidos encima y la oposición se envalentona. Dejemos ese tema así.

—Señor presidente, se lo ruego. Ayúdeme con esto. El proyecto cayó muy bien entre los grupos cristianos que nos ayudaron en su campaña —le dije—. Ellos nos apoyan. Y este pueblo es uno intolerante. Tanto como lo soy yo. —Cierto era—. Seguro el proyecto tienen amplio apoyo popular. Le aseguro que será beneficioso para el gobierno.

Mendoza guardó silencio por un instante. Sacó un paño blanco del bolsillo trasero del pantalón para limpiar sus lentes, grandes y rectangulares. También un sencillo peine negro para acomodar su cabello gris. Al tipo le gustaba lucir bien peinado. Luego de hacerlo se levantó de su imponente sillón y dirigió la mirada al cielo azul a través de las ventanas del despacho presidencial en el palacio de América. Suspiró.

—Que voy a hacer con usted, hijito… no quiero darle un no rotundo. Usted es de los míos —dijo. Guardó silencio de nuevo, el cual rompió luego de unos segundos—. Ayúdeme con el tema de la autorización del crédito. Necesito que el senado me autorice a suscribir un crédito de dos mil millones de dólares confederados para la compra de armas. Es menester modernizar al ejército para acabar de una vez por todas con esos bandidos que rompieron los acuerdos de paz y se devolvieron para el monte a matar y secuestrar. —Mendoza estaba obsesionado con destruir a los grupos terroristas por las armas. Se rumoreaba que el motivo era la venganza por el asesinato de un hermano suyo veinte años atrás—. Hay algunos diputados en la comisión de asuntos económicos de la cámara que no me quieren ayudar porque dicen es demasiado dinero. Necesito de un solo votico en la comisión para asegurar mayorías y que ese proyectico pase a la plenaria del senado. Allá ustedes me lo aprueban de una —dijo—. Ayúdeme a que eso salga rápido y yo le doy la instrucción a los ministros para que saquemos adelante el proyecto suyo. ¿Cuento con usted?

—Siempre, señor presidente…

Y así sucedió. Convencí a uno de los representantes de la comisión de asuntos económicos de la cámara baja de diputados para que cambiase su voto. Lo hizo a cambio de un buena comisión en la futura compra de las armas. En la plenaria del senado se aprobó el proyecto de inmediato. También el mío, días después. ¡Gané la guerra! O eso creí.

 

—…Este gobierno no solo es uno fascista; también es uno corrupto —dijo Benedetto en la plenaria del senado—. No conformes con devolvernos a los años de guerra, ahora roban del tesoro público. Presenté a la mesa directiva del senado pruebas irrefutables de sobornos en la adjudicación del contrato militar. Ustedes, honorables senadores, autorizaron a Mendoza a comprar miles de millones de dólares confederados en armas de última tecnología para la lucha antiterrorista, y para mostrarle los dientes a las hermanas naciones vecinas —afirmó—. ¿Saben qué hizo Mendoza a través del diputado Pastrana, quien vendió su voto en la cámara baja para aprobar el crédito? ¡Exigió una comisión del cinco por ciento al gobierno otomano para adjudicarle la compra del armamento! Fueron trescientos millones de estelas en total —acusó—. Pero es obvio que el dinero no saldría del bolsillo del gobierno extranjero; esa fortuna salió de los sobrecostos en los precios del arsenal. ¡Son unos bandidos!

—¡Benedetto miente! —gritó el ministro de defensa. No era normal que un ministro interrumpiese la oratoria de un senador. La costumbre era que aguardase por su derecho a la réplica. Pero las acusaciones eran muy serias—. La licitación tuvo el acompañamiento de los entes de control. ¡Todo fue transparente!

—Luego de las intervenciones del senador Benedetto y el senador Malquisto usted tendrá su derecho a la réplica, señor ministro —interrumpió el presidente del senado—. ¡Guardemos el orden!

—Gracias, señor presidente —dijo Benedetto—. En las pruebas entregadas a la mesa directiva, mis queridos colegas, hay un audio en el cual el diputado Pastrana le dice al embajador otomano en nuestro país que todo estaba arreglado a su favor; que la orden veía directamente de Mendoza y que él se encargaría de repartir el dinero del soborno con el presidente, el ministro y algunos senadores y diputados, entre los cuales se mencionó, como no podía ser de otra manera, al homofóbico senador Malquisto. Existen pruebas irrefutables, senadores, señor procurador general. —La cabeza del máximo órgano investigador y acusador del país, la procuraduría nacional, se encontraba presente—. Solicito se investigue formalmente al presidente, al ministro de la defensa, al diputado Pastrana y al senador Malquisto, entre otros, por los delitos cometidos. Pido también a la comisión de investigaciones y acusaciones del senado que proceda. ¡Que caigan los corruptos! —gruñó—. Gracias, señor presidente.

—A usted, senador Benedetto —dijo el presidente de la mesa directiva del senado—. Senador Malquisto, tiene usted el uso de la palabra.

—Gracias, señor presidente. —Me dispuse a iniciar mi disertación—. El senador Benedetto tiene fama de intachable. Bien ganada, al parecer —dije—. Pero también tiene fama de ser el más incondicional aliado y protector de los grupos terroristas; fama merecida, también. Fue él quien se opuso con mayor con mayor fiereza a la modificación de los perversos acuerdos de paz firmados por el anterior gobierno y los grupos terroristas de las izquierdas recalcitrantes. Se atrevió, incluso, a ordenarle a los terroristas que incumpliesen lo pactado y de nuevo se alzaran en armas. Fue él quien les ordenó volver a matar y secuestrar. —Las evidencias en nuestra contra eran sólidas e irrefutables, por lo cual solo nos quedaba acusar a Benedetto de terrorista. No era cierto, pero solo la mentira podría sacarnos de semejante aprieto—. El honorable senador no solo es un distinguido político; también es uno de los máximos ideólogos de las autodefensas campesinas nacionalistas, banda de homicidas que masacró a cientos de miles de compatriotas durante más de cincuenta años. Un grupo de sanguinarios bandidos que decidió retornar a la guerra en contra de nuestro pueblo tan pronto el presidente Mendoza decidió renegociar los acuerdos que les garantizaban impunidad y riquezas. El doctor Benedetto fue quien más lloró cuando el presidente, con toda la determinación, exigió respeto por nuestro país, y trató de que los terroristas que se pavoneaban tan orgullosos por estos recintos del senado, pagaran un mínimo por sus crímenes contra el pueblo —afirmé—. Él presenta pruebas falsas sobre presuntos sobornos de gobiernos extranjeros, pero les juro, apreciadas senadoras y senadores, que es un vulgar montaje para enlodar nuestro buen nombre y el de ese prócer de la patria que es el presidente Mendoza. ¿Y quieren saber por qué lo hace? ¡Lo hace únicamente por odio! —dije mientras lo señalaba—. Odia al presidente por rescatar al país del mal llamado «nuevo socialismo»; ese que él profesa tan orgulloso. Y nos odia a nosotros por ser los fieles escuderos de Mendoza en su batalla contra el terrorismo. Benedetto presenta pruebas falsas; yo presentaré pruebas irrefutables de su militancia en los grupos terroristas…

Hablé durante más de dos horas. El ministro hizo lo propio. No respondimos a las acusaciones por soborno. Ese nunca fue plan. Quisimos dilatar la sesión y confundir al auditorio. Lo logramos. La sesión se prolongó hasta la madrugada y ninguna conclusión se sacó.

El día siguiente fui citado a la hacienda privada del presidente Mendoza a las afueras de San Cristóbal, municipio cercano a San Mártir. Era una de tantas que el hombre fuerte del gobierno poseía a lo largo y ancho del país. No era la más grande de cuantas era dueño, pero sí la más lujosa. Tanto para quitar a más de uno el sueño. Piscina, zonas húmedas, cancha de fútbol, colección de caballos de paso fino, colección de automóviles de lujo. Pisos, fachadas y fuentes en mármol… parecía más el palacio de un emperador.

—¡Usted si es mucho hijueputa tan bruto, Pastrana! —gruñó el presidente. Hablaba con el diputado por teléfono—. Es el político más idiota e incompetente que conozco… No, no me diga nada. —Mendoza se veía muy alterado. Su rostro se tornó color rojo—. ¡Y no me interrumpa, güevón! Las palabras Pastrana, idiota e incompetente son sinónimos… Yo no sé cómo lo va a lograr, pero me soluciona el problema… Y no se deje ver de mí sin arreglar este maldito enredo. ¡Si lo veo, lo reviento a golpes, marica!

El ministro, los demás senadores y yo guardamos silencio. El presidente estaba iracundo y era mejor no hablarle si él no lo deseaba. Sus rabietas y ataques de ira eran legendarios.

—Gracias a Dios el senador Malquisto es una persona inteligente —dijo luego de dar un par de sorbos a su bebida aromática para calmarse un poco—. La estrategia de presentar a Benedetto como amigo del terrorismo funcionó. Los medios de comunicación se encargaron de que esa fuera la noticia y no tanto el problema del dinerito del contrato…

—También fue idea del ministro, señor presidente —dije yo—. Él me ayudó a planear todo y a conseguir los testigos falsos.

—El ministro Ángel es un buen muchacho. Es muy inteligente, también. —Vimos una tímida sonrisa en su rostro—. Pero hijitos, Benedetto se ha defendido bien de la acusaciones. Es un mamerto muy astuto. Lo vamos a tener que silenciar…

—Presidente —dijo Juan Ángel, ministro de la defensa—, ¿Lo considera conveniente? Todo el país sabrá que lo hicimos nosotros.

—Hijo mío, no subestime la pendejada del pueblo —replicó Mendoza—. Este gobierno tiene una popularidad de más del setenta por ciento y las ovejas creen en todo lo que nosotros les decimos. Ayer en la tarde el director de la agencia de seguridad e inteligencia del estado le envió una carta a Benedetto. En ella le advierte sobre la posibilidad de un atentado terrorista de sus amigos para silenciarlo. —El presidente bebía su aromática. Parecía ya calmado—. La idea es que los terroristas no quieren que Benedetto revele sus vínculos con otros políticos de izquierda. Sobra decir que la misiva ya la filtramos a los medios.

—¿Y quién será el encargado de dar el golpe? —preguntó el ministro Ángel—. Debe ser alguien de mucha confianza.

—Unos amigos que el senador Malquisto y yo tenemos en común. No se preocupe, ministro, que todo nos saldrá bien —finalizó Mendoza.

Hombres de triple J bajo las órdenes de Santander, su lugarteniente, y con la ayuda de miembros de la agencia de seguridad e inteligencia del estado -la temible SEGINT-, planearon y ejecutaron un atentado en contra de Benedetto. Todos lo queríamos muerto. Le propinaron tres disparos en el cuerpo cuando abordaba una camioneta blindada al salir de su casa. Creímos la operación sería sencilla, pero fallamos. No contamos con un detalle: si bien los guardaespaldas de confianza de Benedetto fueron reemplazados una semana antes, el tipo era consciente del peligro que corría y había contratado en secreto los servicios de una agencia de seguridad privada. También usaba chaleco antibalas. Uno de los proyectiles le perforó la rodilla derecha y el hombre cayó al suelo, pero las otras dos se estrellaron contra el chaleco y solo le causaron heridas menores. Dos de los hombres de triple J se dispusieron a rematarlo, pero guardaespaldas en secreto lo vigilaban desde dos motocicletas y un automóvil viejo y feo. Por su aspecto común ninguna sospecha levantaron entre nuestros sicarios. Tan pronto escucharon los primeros disparos reaccionaron y bañaron en balas a los hombres. Los sobrevivientes huyeron del lugar.

Todo resultó un gran escándalo. Fui acusado, al igual que Pastrana, el ministro Ángel y el presidente. «Todo se fue por el excusado», pensé. Pero no. Logramos inculpar del atentado a las autodefensas campesinas nacionalistas, y Mendoza, en público, ordenó triplicar los hombres y recursos del estado para proteger la integridad física del senador, quien pasó una buena temporada en el hospital; aunque para su fortuna el incidente no tuvo el por nosotros anhelado desenlace fatal. Después de un tiempo las aguas se calmaron. Todo regresó a la normalidad.

 

Triple J fue culpado por el fracaso. Y mi amigo desató su furia sobre los hombres sobrevivientes. Ordenó su muerte. Murieron como ratas corrientes. También fijó su frustración sobre Santander:

—¡Me fallaste, gran güevón! —Así lo recibió en su hacienda de Sahurí—. Soy el hazme reír de todos los otros mafiosos…

—Patrón, no fue culpa nuestra. Los agentes de la SEGINT nos dijeron que la vuelta estaba lista; que ya podíamos proceder. —El lugarteniente de mi amigo se veía nervioso—. No sabíamos que ese político tenía más guardaespaldas.

—¡No me vengás con excusas pendejas! —Triple J lo golpeó en el rostro. Le sacó un diente—. ¡Vos tenías que hacer inteligencia, gran marica!

—Patrón… recuerde que usted me dijo que la inteligencia la hacía la SEGINT; que nosotros solo nos teníamos que limitar a lo que ellos ordenaran.

—Vean pues a este hijo de puta… ¡Vos a mí no me echás la culpa! —Otro golpe en el rostro le propinó. Tiró a su hombre al piso y lo pateó en el estómago—. ¡Fallaron por imbéciles!

Santander a duras penas pudo incorporarse. Tomó su estómago con ambas manos. Era un negro grande y fuerte; lleno de músculos y mucho más alto que el hombre de las tres J. En su mirada se atisbaba el odio y el deseo de venganza; pero se contuvo. Sabía que de no hacerlo perdería la cabeza.

—Discúlpeme, patrón. —Atinó a decir luego de limpiar la sangre de su boca.

—Le voy a dar sus disculpas, maricón…

Triple J le apuntó con su pistola dorada. Lo vi decidido a matar a Santander. No había de permitirlo. Lo necesitaba:

—¡No, triple, no! —grité—. El negro se equivocó, pero siempre ha sido leal y obediente. Salvo en esta ocasión, siempre nos cumplió. Y ten en cuenta que lo necesitamos para lo que viene. Todavía está el asunto del colibrí —dije—. Recuerda la orden del presidente.

Martín «el colibrí» de la Rosa se negó a pagar un solo día de cárcel. Si bien los grandes jefes criminales, como él y triple J, no pasarían más de dos años en cómodas instalaciones que más que una cárcel parecíanresorts de lujo, se negó rotundamente. Dijo que ese no era el acuerdo inicial, y que todo el asunto del sometimiento a la justicia le olía mal. No confiaba en el presidente. La orden de Mendoza para el ejército era capturar a los disidentes. Pero a los otros jefes mafiosos les ordenó darles muerte. Joaquín estaba obligado a asesinar a quien fue su socio, amigo y confidente, pero no lo hacía.

—¡Me importa un culo! —respondió—. Álvaro, mirá que tampoco ha podido con las milicias terroristas en San Mártir. ¡Este negro güevón me paga el fracaso con su vida!

—Amigo, hazlo por mí. —Me vi obligado a interponerme entre ambos. La pistola dorada apuntaba a mi cabeza—. ¡Perdónale la vida!

Lo pensó. Después de unos instantes accedió. Santander tranquilo respiró.

—El doctor Malquisto te acaba de salvar la vida, gran marica —dijo triple J a su hombre—. Se la debés…

—Gracias, amigo —le dije.

—Patrón —Santander se inclinó ante su jefe—, gracias por la oportunidad. Le juro que nunca le vuelvo a fallar.

—Por tu bien, eso espero…

Mi socio y amigo recuperó la calma luego de un par de botellas de licor. Si bien todavía miraba mal a Santander, no se metió más con él. Era mi turno:

—Y bueno, doctor Malquisto… ¿Cuándo recibiré mi parte?

—¿Tu parte? No entiendo.

—Mi parte de la comisión por la compra de las armas, pendejo. Entiendo te correspondieron treinta millones de estelas. Ahora sos un hombre en verdad rico —dijo—. Y por más rico que seás no debés olvidarte de tu socio y amigo. Creo que diez millones serán suficientes para mí.

—Recibí algo, es cierto —contesté—. Pero no la suma de la cual hablas. Te informaron mal.

—Me informaron muy bien. —Triple tomó su pistola y haló la corredera. La cargó para disparar—. No te creí un mentiroso…

—Ja, ja, ja. —Solo se me ocurrió reír—. ¡Te gastaba una broma! Por supuesto voy a darte lo que te corresponde.

—No me gustó el chiste —dijo de lo más serio.

—Está bien, está bien. No volveré a bromear contigo. —Era preciso calmarlo. No podía arriesgarme a que lo cegase la ira. Me mataría—. Pero no estoy de acuerdo con la cantidad. —Triple movió su brazo. Tenía la intención de apuntarme con el arma—. No te daré diez… te daré quince millones de estelas. Somos socios. Te corresponde la mitad.

El mafioso continuó mirándome mal. Se levantó de su asiento y apuntó directo a mi rostro. Su expresión era de piedra. Por un momento pensé dispararía.

—Ja, ja, ja. —Soltó una carcajada fingida—. ¡Yo también bromeaba! Vení, amigo. —Guardó el arma en su cinto—. ¡Jamás te haría daño! Es mucho lo que te aprecio.

Continuamos bebiendo. Santander y yo lo hacíamos despacio. Triple como si no hubiese un mañana. Ya ebrio, se disculpó con Santander y conmigo. Aseguró querernos como a hermanos. Nos pidió entender que a sus hombres debe tratarlos con rigor; que no le guardásemos rencor.

—Bueno, ya que todo,hip, quedó en el olvido… es hora de la diversión. —Dos hermosas jóvenes se presentaron frente a nosotros—. Santander, no… no tengo una para vos. La verdad pensé que de esta noche,hip, no pasabas… ja, ja, ja. —La muerte era poco más que una broma para triple—. Esta es para mí. —Tomó a una de las jóvenes por la vagina—. Y esta otra es para el güevón de Malquisto. —Le dio una palmada en las nalgas y la lanzó hacia mí—. Pero no te preocupéship, te voy… te voy a dejar esta luego de que yo la premie con mi verga.

—Gracias, patrón —dijo el lugarteniente.

Triple se marchó para las habitaciones. Yo hice lo propio. Ni la joven que me correspondió, ni yo, nos desnudamos. De otra cosa charlamos:

—¿Tu hermana sabe qué hacer? —pregunté.

—Sí doctor —respondió la chica.

—Bien, vamos…

Las dos jóvenes tenían instrucciones claras: no importaba a quién eligiese triple J… lo matarían. Habían de hacerlo con un arma previamente escondida en el cuarto de baño de la alcoba del mafioso. No se escucharía disparo alguno. El arma tenía silenciador. La muerte había tomado su turno. Esperaba por Joaquín Jiménez Jiménez, el violador.

—¿No ha salido? —pregunté a Santander.

—Todavía no, doctor.

—Nos jugamos la vida —dije. Mis manos temblaron—. Si fallamos…

La joven salió a los cinco minutos. El plan funcionó. Triple J estaba muerto.

—Santander, me marcho con las jóvenes —le dije—. Es su turno…

La transición del poder no fue pacífica. Murieron diez hombres de confianza de triple J. Santander y los suyos les dieron muerte pronta. Disparos se escucharon, pero los policías de Sahurí los llamados ignoraron. Habían sido instruidos. Y sobornados.

El negro Santander lo hizo bien. Se aseguró el control de la organización de su patrón con mi ayuda y la de otros jefes mafiosos, quienes instrucciones superiores recibieron. A triple J nunca se le perdonó el fracaso en la operación contra Benedetto. Tampoco sus tentativas de sublevación. No obedeció la orden de asesinar al colibrí. Parecía pensar como él y desear una rebelión.

Respiré tranquilo. Sabía que Joaquín me asesinaría por ocultarle la comisión de las armas. Era codicioso y no me perdonaría. Y lo mejor, mis apreciados conciudadanos, era que socios y jefes ya no tenía. ¡Era libre al fin! Hugo Barreras y Joaquín Jiménez Jiménez eran ya parte del pasado. Un pasado que nunca creí recordaría con cariño.

 

—Abre los ojos —dije a Ernesto tan pronto llegamos al jardín posterior de la casa—. ¡Feliz cumpleaños!

—¡¿Para mí?! —Sus ojos me decían que era feliz.

—La mereces. A pesar de mi ausencia cumpliste tu promesa. —Lo abracé con fuerza—. Has mejorado en la universidad y te comportas bien. ¡Disfrútala!

Por su cumpleaños número veinte regalé a mi hijo una motocicleta de alto cilindraje. La más potente, hermosa y costosa de cuantas se vendían en el país. Era por completo negra, majestuosa e imponente. Deseé una igual. Mi vida estaba en su segundo aire y pensé que la adrenalina producida por el cuerpo mientras se conduce una motocicleta me devolvería a mis años de juventud. «Tal vez en futuro cercano», pensé.

—¿Puedo conducirla esta noche, papá?

—No, Ernesto. Lo harás mañana. Hoy celebrarás con tus amigos y estoy seguro beberás alcohol. —No me gustaba que lo hiciese, pero decidí que en lugar de ocultarle el mundo sería mejor mostrárselo yo mismo. Por eso le enseñé a beber con moderación cuando cumplió los dieciséis años—. Alcohol y gasolina no se mezclan, hijo. Recuerda lo del coche. Casi te matas.

—Papá, por favor…

—No. Es demasiado riesgo. No puedo permitir el que te hagas daño, o se lo hagas a alguien más —contesté—. Recuerda que te daré el mundo, pero solo si eres responsable.

—Esta bien. —El muchacho me abrazó y me besó en la mejilla— Nos vemos más tarde.

—No bebas mucho —le dije mientras se alejaba de mí.

—¿No crees que está muy joven para conducir semejante cosa? —preguntó la ministra de salud.

—Ya es un hombre. Está preparado.

—Uno de mis primos perdió la vida en un aparato de esos —insistió Mariela—. Estas cosas fueron inventadas por el mismísimo satanás. Mira, Álvaro, las estadísticas del ministerio dicen que en el ochenta por ciento de los accidentes de tránsito esta involucrada una motocicleta…

—Sí, tienes razón —interrumpí. No deseaba escuchar un sermón—. Sé que las motocicletas son peligrosas, pero Ernesto es un muchacho responsable.

—Como digas. —Parecía molesta por mi negativa a escuchar su consejo.

—Hablando de otra cosa —dije—. ¿Es necesario que cargues a ese animal todo el bendito día?

—¡Claro que sí! —respondió Mariela—. ¿No recuerdas que es nuestra hija? Mimí —levantó a su perrita french poodle a la altura de mi cara—, saluda a papi. —El animal me ladró en el rostro—. ¡Mimí, no le ladres a papá! A ver… ¿quién es una perrita rebelde? ¿Quién, quién? —Mariela torcía el hocico para hablar como se hace con un bebé—. No le puedes ladrar a tu papi, niñita mala.

No soportaba ese animal. Aparte de horrenda era grosera. Me ladraba todo el maldito día. Y cuando Mariela me obligaba a pasearla me sentía como un marica. A mis espaldas todos los vecinos reían. Debía alimentarla, pasearla, recoger sus porquerías y tolerar que durmiese en nuestra cama. ¡Hasta la encontraba en ocasiones en mi almohada! Zuccardi había estado presionándome para que me divorciase y le diera un hijo. No accedí. Creo que esa maldita perra era la respuesta a su soledad. Después de adoptarla dejó de molestarme. Eso me dio tranquilidad. Pero mi paciencia no era infinita. Deseaba deshacerme de esa lagartija con pelo y dientes.

En la noche veíamos la televisión. La maldita perra trepó a la cama, se acomodó en un rincón y comenzó a gemir y ladrar. Sentí explotar:

—Mariela —dije—, ¿puedes por favor sacar de aquí a ese animal? Está bien que la cargues todo el día, pero me cansé de que suba a nuestra cama. ¡No la soporto!

—¡Pero qué cosas dices, Álvaro! —respondió molesta—. Si es nuestra hija… Mírala, tiene frío y está asustada. Quiere estar con su papi y su mami.

—¡Siempre tiene frío y está asustada! —gruñí—. Y solo a mi me ladra. ¡Está punto de volverme loco! —Traté de calmarme. Tomé a Zuccardi por las manos, con cariño—. Querida, hazlo por mí.

El animal, tan pronto subí el tono de mi voz, empezó a ladrar. No se callaba y me mostraba los dientes. Me mordió. Lo hizo cuando tomé la mano de la mujer.

—¡Maldición, Mariela! —grité—. ¡Ese maldito animal de los infiernos me mordió! ¡¡Sácalo de aquí, o habré de hacerlo yo a patadas!!

—No te atreverías…

—¿Quieres verme? —le dije.

La mujer se levantó furiosa de la cama. Se llevó a la perra y durmió en otra alcoba. No deseaba pelear con ella. La verdad es que esa noche deseaba disfrutar de su calor. No regresó. Tuve que dormir sin amor.

—Álvaro, despierta —escuché la voz de Mariela.

—Amor me alegra que hayas veni…

No lo podía creer. Mariela Zuccardi puso un cuchillo en mi cuello. Había perdido la razón.

—Querida —le dije con suavidad. No podía moverme bien—, ¿qué haces?

—No permitiré que le hagas daño a Mimí.

—Solo bromeaba —contesté—. Jamás le haría daño a nuestra hija.

—Si le tocas un solo pelo, yo…

—Baja el cuchillo… Bájalo, por favor. No cometas un disparate. —Creí que me degollaría—. Solo charlaba. Quiero a Mimí tanto como tú.

—Escúchame bien, Malquisto —dijo al presionar mi cuello un poco más fuerte con el cuchillo—. Sé cómo tratabas a tu ex mujer. Sé que la golpeabas… Si me tocas, o tocas a Mimí, te juro que…

Sonó mi teléfono celular. Zuccardi lo tomó con la mano que tenía libre y me lo entregó. Era el comandante de la policía.

—Ya lo sabes… cuidado con nosotras —amenazó—. Atiende la llamada.

—¿Comandante? —contesté el teléfono.

Doctor Malquisto, buenas noches

—Buenas noches. ¿Sucede algo?

Su hijo. Está detenido en la estación. Será mejor que venga antes de que llegue la prensa.

Así lo hice. No podía creer lo que el comandante decía: Ernesto, mi hijo, había violado y golpeado a una joven de dieciséis años. También portaba un arma de fuego. La policía lo detuvo y, para mi fortuna, el comandante decidió darme aviso. Sabía muy bien que tan influyente era su servidor en el gobierno nacional.

—Ya veo. Gracias, comandante —le dije luego de llegar a la estación central de la policía y charlar con él—. ¿Cómo podré recompensarlo?

—Antes que nada, debemos convencer a la familia de la joven de no presentar cargos —dijo—. Tendrá usted que llegar a un acuerdo con ellos. Será mejor que acceda a todo lo que le pidan. Si esto se filtra a la prensa…

—No se preocupe, así lo haré.

—Y también habrá de llegar a un acuerdo con los testigos. Son dos…

—Así será, comandante.

—Bueno, senador. —Había llegado el tiempo de pagar el favor—. Si desea usted ayudarme, me gustaría ser ascendido a coronel —dijo—. Y necesito un millón de estelas para comprar una bonita casa.

—Cuente con ello.

La agitada noche de mi hijo me costó cuatro millones de estelas. Un millón para el comandante, otro para los testigos y dos para la familia de la víctima. Todos firmaron un acuerdo de confidencialidad con mis abogados. Me costó mucho trabajo convencer al padre de la joven. Quería matar a Ernesto. Y razón no le faltaba. La muchacha tenía la nariz rota, los dos ojos morados y los labios hinchados. Dijo que mi hijo la golpeó y luego la amenazó con el arma. Ernesto actuó como un demonio sin alma.

Pude calmar al enojado padre y llegar a un acuerdo con él. Solo el dinero, y la promesa de castigar con severidad a mi hijo, así como conseguirle empleos bien remunerados a él y su hermano, evitaron que Ernesto fuese enviado a la cárcel y el escándalo llegase a los medios de comunicación. El padre de la joven desistió de su idea de matar a Ernesto, pero yo quería crucificarlo:

—¡¡En qué estabas pensando, maldito imbécil!! —Lo golpeé con fuerza contenida en el rostro al llegar a casa—. ¡Cómo se te ocurrió hacer lo que hiciste!

—No sé qué pasó, papá. Me dieron una pastilla y…

—¿Estás consumiendo drogas? ¡Maldita sea, Ernesto!

—Te juro que es la primera vez… ¡créeme! La tragué y no recuerdo nada más.

—¿Tienes idea de lo que hubiese sucedido si la prensa se entera? ¡Me comerían vivo! Mi carrera política se iría a la basura.

—¿Es lo único que te importa, no es así? —me dijo el muchacho—. Tu maldita carrera…

—Si eso fuese cierto, ya irías en camino a la cárcel, idiota.

—Lo lamento; nunca pasará de nuevo.

—Lo lamentas… otra vez hablas como tu madre. ¿Es lo único que sabes decir? —Lo empujé contra la cama de su cuarto—. ¿Quieres saber cuánto me costó tu salida de la estación? ¡¡Cuatro malditos millones de estelas!! —Di un golpe a la pared—. Y dices que no me importas, imbécil… Mira, Ernesto: golpear mujeres es de cobardes. Nunca lo hagas de nuevo.

—Tú golpeabas a mi mamá… eres tan cobarde como yo.

El muchacho agotó mi paciencia. Un fuerte golpe en su rostro y otro en el estómago descargaron mi frustración. Tan pronto lo hice salí de la habitación. No concilié el sueño en toda la madrugada y del tiempo perdí la noción.

—El muchacho es joven y tiene mucho por aprender —dijo Pedro Mirté—. Perdónelo, doctor Malquisto. Estoy seguro está arrepentido.

—Yo también lo estoy. No debí golpearlo así. Le rompí de nuevo la nariz.

—Los hombres reaccionamos mal cuando perdemos el control. Y era preciso corregir al joven. Trate de que no suceda de nuevo en el futuro.

—Así lo haré, Pedro.

—¿Y su amante? —preguntó—. Merece un castigo mucho más severo que su hijo. ¿No pensará dejar las cosas así, verdad? —Mi asesor bebió un poco de café—. Si a su hijo le rompió la nariz, a su amante debería…

—¿Quieres que la golpee? ¡Prometí nunca más tocar a una mujer!

—Es una ministra… no lo estimo prudente. Pero debe sentar un precedente. Lastime aquello que Zuccardi más quiere.

—Es un buen consejo, Pedro Mirté. A propósito, amigo… Nunca me has dicho el porqué de tan curioso nombre: Pedro Mirté Serna Tièri .

—Mi abuelo materno era francés. Jean Mirté Tièri era su nombre. Mi segundo apellido es el suyo —respondió—. Y mi segundo nombre es en honor a él.

—Ya veo…

—Haga las paces con el muchacho, doctor Malquisto.

—Lo haré. Gracias por tus consejos, Pedro el francés.

—Ja, ja, ja. Hasta pronto, senador.

Me levanté de la mesa. Cuando me disponía a salir, Pedro dijo algo más:

—Permítame felicitarlo, doctor Malquisto; todo salió muy bien. Ahora es usted un hombre libre. Se deshizo de aquellos que no le dejaban florecer.

—Todo es gracias a ti, amigo. Tus consejos me han mostrado el camino.

Al llegar a casa fui directo al cuarto de mi hijo. Había estado encerrado allí por tres días completos. Ese era su castigo. Parecía estar en prisión. No me gustaba, pero tampoco tenía opción:

—Hola, hijo.

—Hola. —Saludó sin mucha emoción.

—Lamento lo que te hice. No debí actuar así.

—Tienes razón —dijo—. Pero te puse contra la pared. Esa noche me comporté como un idiota.

—Lo importante es que todo salió bien. Ven —extendí mis brazos—, dale un buen apretón a tu viejo.

Lo hizo. Lloramos un poco. Solo nos teníamos el uno al otro en este mundo de locos. No podíamos permanecer más tiempo enojado el uno con el otro.

—¿Esto quiere decir que me perdonas, papá?

—Claro que sí. Espero me perdones tú también.

—Por supuesto —dijo—. Papá, ¿todavía estoy castigado?

—No —le contesté—. Ve a estrenar tu motocicleta.

Así lo hizo. Yo también hice lo que debía hacer. Y debo admitir que sentí mucho placer. Luego de eso tomé una siesta. La noche sería larga. Fuerte sería la fiesta. Fuerte y amarga.

—Hola, amor —le dije a Mariela tan pronto atravesó la puerta de la casa—. ¿Cómo estuvo todo hoy por el ministerio?

—Mal —respondió—. El presidente exigió mi renuncia.

—¿Qué? No comprendo…

—Dijo que había de hablar contigo.

—Ya veo. —Me levanté del sofá. La abracé—. Tranquila, todo estará bien. —La sentí asustada. Temblaba—. ¿Tienes miedo? Mariela, ¿qué te pasa?

—Juraría que dos motocicletas me siguieron en la mañana —respondió—. Los guardaespaldas nada hicieron a pesar de mis reclamos. En el camino de regreso esta noche los vi de nuevo. Estoy segura eran los mismos.

—Extraño.

—Álvaro, ¿por qué el presidente me dijo que hablara contigo?

—No tengo idea —contesté—. Le preguntaré.

—¿Y Mimí? Siempre sale a recibirme —dijo—. ¿Está en casa?

—Claro que sí —contesté—. Jamás la perdería. Hace poco la vi en el jardín posterior.

Mariela me miró. Parecía sospechar algo. Se dirigió rauda hacia el jardín en busca de la mascota. Su gritó de terror retumbó por la vivienda; también por una cuadra a la redonda.

—¡¡¡Maldito, mil veces maldito!!! —gritó desencajada. Se haló por los cabellos y se tiró al piso—. ¡¿Cómo te atreviste a hacerlo?!

—Me apellido Malquisto, no maldito —dije sonriendo—. Y no entiendo de qué hablas…

—¡¡¡La mataste y la descuartizaste, maldito loco!!! Sus patitas, su cabecita pequeñita, la colita… ¡¡Sus partes están regadas por todo el jardín!!

—¿Me dices loco? —repliqué—. ¿Quién puso un cuchillo en el cuello de su pareja y amenazó con matarlo? No estoy loco, querida. ¡La loca eres tú!

—Esto no se queda así… voy a denunciarte a la policía. —Mariela recuperó un poco de calma. Tomó su bolso y su chaqueta— . ¡Los medios de comunicación se darán un festín contigo esta semana!

—No sé qué sucedió con Mimí, pero sí de qué habla el presidente. —La tomé por el brazo para impedir que saliera—. Yo le pedí tu cargo. Si sales por esa puerta, te quedas sin trabajo. No solo eso —le dije mirándola a los ojos—. Tengo preparado el titular de la semana para los medios: «ministra de salud despedida por corrupción en la adjudicación de contratos para la vacunación de infantes». El presidente y el viceministro me apoyan. Las pruebas ya están recopiladas. —Mariela no salía de la sorpresa. Quedó petrificada—. Ah, lo olvidaba… los hombres de las motocicletas son amigos de unos conocidos míos. Y también son amigos de tus guardaespaldas.

Mariela no se movió. No pronunció palabra, tampoco. Me miró a los ojos. Comprendió que su amante no era un tonto. Reaccionó minutos después. Tomó asiento en el sofá. Se le veía pensar. Contemplaba las posibilidades una a la vez. Decidió que no valía la pena pelear:

—Actué como una demente —dijo— No debí amenazarte. Lo siento…

—Ya, tranquila. Nada sucedió. Te perdono —dije—. Sé que fui muy duro; espero también me perdones.

—¡Mi pobre Mimí! —Se lamentó—. Te obligué a hacerlo…

—Olvidemos lo sucedido con Mimí. Ya descansa en paz —la abracé—. Te diré qué: mañana temprano compraremos una cachorrita. ¡Será la más linda de toda la ciudad!

—¿Lo prometes?

—Por supuesto.

—¿Y prometes jamás hacerle daño?

—Te lo prometo.

—Bueno, iré a redactar mi carta de renuncia al ministerio —dijo.

—Eso no será necesario.

—El presidente la pidió —insistió.

—En este instante lo llamaré —le dije—. No te preocupes, el cargo es tuyo.

—Te amo. —Sus ojos dijeron otra cosa, pero decidí seguirle el juego.

—Y yo a ti…

 

¡Terrorismo! La nación se vio inmersa en la barbarie. Volvieron las masacres. Primero en el sur del país, luego en las montañas. Eran perpetradas por canallas. Campesinos descuartizados. De ser colaboradores de uno u otro bando eran acusados. Las autodefensas campesinas nacionalistas no tenían opción alguna de ganar el poder por las armas, pero el terrorismo era su mantra. Se sintieron traicionados. El gobierno los mantenía cercados, si bien no estaban derrotados. Atacaban y huían. La vieja guerra de guerrillas emprendían. Gozaban de protección y simpatías en las zonas selváticas y marginales del país. En los mismos territorios en que también tomaron la renegociación de la paz como una traición. Esas zonas eran su bastión. Y su motor eran el narcotráfico, la minería ilegal y la extorsión. La guerra volvió para quedarse. El país urbano así lo decidió. Mendoza en la urnas ese mandato recibió.

El ERP, organización que agrupaba a casi todos los mafiosos y bandas criminales de ultraderecha, se había desmovilizado en su mayor parte. Fue la orden de Mendoza. Algunas estructuras, como la que en ese momento dirigía Santander, continuaron operando en la clandestinidad para proteger a los terratenientes y ayudar al ejército en su lucha contra los grupos terroristas. El presidente deseaba pacificar al país. Fue inútil. Cada día aparecían nuevos grupos de bandidos. La maldición de la república eran sus riquezas, legales e ilegales, que hacían a los hombres perder la cabeza. Mendoza había tomado la paz con ligereza. Sus insaciables deseos de poder y estelas lo llevaron a crear una nueva guerra. La sangre parecía destinada a correr, abundante, por las montañas, ríos y sabanas de mi tierra.

Las ACN declararon la guerra a quienes traicionaron su voluntad de paz. A ellos juraron arrasar. El presidente era un blanco imposible de alcanzar. Pero no así políticos de medio rango. A ellos les hicieron morder el fango. Cayeron algunos diputados, senadores y pastores cristianos; sacerdotes, empresarios del campo y ganaderos. También viceministros. El terrorismo era implacable. E imprevisible, por demás. El premio mayor fue Juan Ángel, el ministro. Murió en un atentado en un centro comercial. Él, su esposa, sus hijos y cincuenta civiles inocentes más.

Odio. Eso lograron los terroristas de extrema izquierda. Más odio por ellos. El vulgo deseaba torcerles el cuello. Y así continuó la guerra: cruenta, sangrienta; de muerte sedienta. Sin vencedores ni vencidos. Solo con ricos y poderosos bandidos. Pero su servidor, mis apreciados conciudadanos, decidió no ser una víctima del terrorismo. Mi esquema de seguridad, el de Mariela Zuccardi y el de mi hijo eran dignos de un emperador. Mi vida no les daría; por una tonta guerra no me inmolaría.

Las cosas siguieron bien para mí: comisiones, posesiones, vasallos a mi cargo en puestos burocráticos, poder político y un frente de guerra con Santander, mi nuevo mejor amigo. Lo tenía todo. Era poderoso. El más poderoso senador de la república. Y el más cercano al presidente. Del gobierno yo era referente. El trato del poder conmigo era preferente. Quienes necesitaban un favor del ejecutivo al excelentísimo doctor Malquisto buscaban. Mi consejo y ayuda todos precisaban:

—Senador Malquisto, gracias por recibirme.

—Gracias a usted por visitarme, señor procurador. ¿Desea un trago?

—Por favor —dijo Miguel Aznar, procurador general nacional. Le serví una copa de fino whisky escocés.

—Y cuénteme, señor procurador, ¿qué puede hacer por usted este servidor?

—Somos buenos amigos. Durante mi período como procurador hemos forjado una bonita amistad. Y cuando uno necesita ayuda debe recurrir primero a los buenos amigos —dijo—. Te admiro mucho, Álvaro; eres un patriota y un creyente ejemplar. No sabes cuánto admiro tu cruzada en contra de los enfermos depravados; en contra de esos que ofenden a nuestro señor Jesucristo con sus pecados lascivos. ¡Eres un bravo soldado de Dios en la guerra contra la inmoralidad que viola el orden natural! —Aznar era un homofóbico, como yo—. Siempre tuviste mi apoyo en las investigaciones en tu contra. Te apoyé cuando el senador Benedetto lanzó tan horribles infamias contra tu buen nombre. Ahora soy yo quién necesita de tu ayuda.

—¿Hablamos de tu reelección, no es así?

—Efectivamente —dijo luego de beber un sorbo de su copa de whisky—. El tribunal superior de justicia me ternó. Seré candidato de nuevo. —Se rumoreaba que Aznar nombró en la procuraduría a decenas de parientes cercanos de los magistrados que lo ternaron—. Pero el presidente está un poco reacio. Tiene otro candidato y no me perdona el haber pedido la destitución y arresto de su ministro de agricultura. —Bebió más de su trago—. ¿Qué podía hacer yo? No deseaba hacerlo, pero la presión de la oposición era insoportable y había pruebas irrefutables en su contra. ¡No tenía margen de maniobra!

—Es cierto, Miguel; el presidente tiene otro candidato. No puedo ayudarte.

—Claro que puedes. Por eso recurro a ti. Solo tú puedes lograr que el presidente me apoye. —Aznar lucía desesperado. Sabía que perdería—. La investigación en tu contra por los posibles sobornos duerme el sueño de los justos en la procuraduría; si me ayudas con el presidente, y también votas por mí, la archivaré definitivamente. Te declararé inocente. También te daré una vice procuraduría, dos procuradurías departamentales y dos en ciudades importantes.

—Tres —dije—. Me darás tres vice procuradurías, además de de cinco procuradurías departamentales y cinco municipales. También darás otro tanto al presidente.

—Es imposible —respondió Aznar—. No puedo darte tanto…

—Entonces no podré ayudarte, Miguel. Lo lamento.

Lo pensó un poco. Sabía que de hacerlo perdería poder en la institución en detrimento del presidente y este servidor. Sopesaba los pros y los contras. Poco tenía a su favor.

—Dos —dijo—. Tendrás dos vice procuradurías, lo mismo que el presidente. Tendrán en total cuatro de quince. Te daré también tres procuradurías departamentales y tres municipales; otro tanto a Mendoza. Pero eso sí: no serán San Mártir ni Nueva Sevilla; tampoco los departamentos de Nueva España y Buenas Aguas.

—Temo que debo insistir con San Mártir para mí y Nueva España para el presidente. Somos de allá…

—Álvaro, créeme que no puedo.

—Sé que puedes. Te aseguro que valdrá la pena —le dije.

—Está bien —respondió—. Trato hecho.

—Hicimos un gran negocio, señor procurador —dije al estrechar su mano—. Este es el inicio de una poderosa alianza; una que redefinirá la política en este país. Hicimos lo mejor para ambos.

—Tiene razón. —Sonrió—. Juntos haremos grandes cosas, senador Malquisto. Juntos regeneraremos la moral de la república.

No me costó demasiado trabajo reconciliar al presidente y al procurador. A Mendoza le encantó tener burocracia en la procuraduría general nacional, y el que se archivaran varias investigaciones penales contra él; así como contra sus ministros y asesores más cercanos. El presidente y Aznar se dieron la mano. La única institución con ciertos atisbos de independencia se había entregado como en una venta de ganado. El procurador fue reelecto en su cargo sin problemas. Mendoza lo ordenó y el senado obedeció. El nuevo reino amaneció.

 

—Álvaro, necesito de tu ayuda. Si alguna vez me amaste de verdad, te ruego que me ayudes. No encuentro trabajo, ella tampoco; y ya se terminaron nuestros ahorros. Es como si alguien nos hubiese cerrado todas las puertas. —Natalia derramó algunas lágrimas—. No quiero responsabilizar a nadie por ello. —Lo hacía. Sabía que yo estaba detrás de todo—. Solo quiero empezar de nuevo. ¡Te lo suplico!

—Lamento que te encuentres en tan penosa situación, Natalia; pero no puedo ayudarte. Soy un simple senador…

—¿Quieres que te suplique de rodillas? —Intentó hacerlo. Yo se lo impedí.

—Guarda la compostura —le dije—. La gente nos observa.

Mi esposa pidió vernos en una de las cafeterías del centro comercial más exclusivo de la capital. Se veía desesperada. Y aterrada. Nada de dinero le quedaba. Nunca imaginé el verla derrotada y suplicante. Había vencido. Mi venganza avante había salido.

—Álvaro, te lo ruego…

—Te ayudaré —dije—. Pero solo con una condición: terminarás esa asquerosa relación con tu amante y volverás a casa conmigo y Ernesto. Y en adelante serás una esposa sumisa y amorosa; tal como Dios lo ordena.

—No te parecíamos asquerosas cuando nos hiciste el amor a ambas…

—No hay día en que no me arrepienta por permitir que ustedes me arrastraran a la lujuria. —Mentí. Lo ansiaba de nuevo—. ¡Me arrepiento de haber pecado contra Dios en esa forma!

—Nunca abandonaré a Laura —me dijo.

—Entonces te deseo lo mejor. Sé que saldrás adelante. Entiendo que en muchas casas de familias respetables requieren personas que les limpien los baños, hagan el aseo, preparen la comida —dije—… O tal vez puedas trabajar por un jornal cultivando el campo. ¡Te prometo que solo esos trabajos encontrarás!

—Quiero el divorcio —dijo cuando me disponía a dejar la mesa—. Y lo que por ley me corresponde de tus bienes y capital.

—Contrata un buen abogado —le contesté—. Y espero que tengas algunos ahorros, pues los buenos abogados cuestan mucho dinero. Yo dispongo de montañas de estelas; las suficientes para contratar a los mejores abogados de este país. Buena suerte con tus demandas…

 

Pasaron varios días y aún saboreaba la venganza. Era lo más dulce que había probado en la vida. Natalia estaba arruinada; no tendría salida. A humillarse ante mí se vería obligada. De no hacerlo la destruiría; cual sabandija la aplastaría.

—Hijo, ¿y tu coche? —pregunté a Ernesto. Llevaba semanas sin ver su Mercedes Benz—. ¿Dónde lo tienes?

—Bebí algunos tragos en casa de un amigo —respondió—. Lo deje allí para no conducir ebrio. En estos días no he tenido tiempo para recogerlo, así que me he estado movilizando en la motocicleta.

—Pues vamos a dar un paseo en ella y luego recogemos tu auto —le dije—. Te diré qué: vamos al cine y luego a casa de tu amigo. Tú traes el Mercedes y yo la motocicleta.

—No, papá. Tengo mucho que estudiar.

—¿No quieres que te vean con tu viejo? —pregunté frustrado—. Vamos, hijo. Te prometo que la pasaremos bien.

—No papá, no es eso…

—¿Entonces?

Ernesto se veía nervioso. Pasaba las manos una y otra vez por su cabello. Era obvio que estaba ansioso. Me miró a los ojos. Su rostro decía que algo confesaría:

—No quiero mentirte, papá. Has sido bueno conmigo y te he fallado muchas veces. Quisiera serte sincero.

—¿Qué pasa, hijo?

—Vendí el Mercedes… Lo siento.

—¿Lo vendiste? ¿Por qué?

—Mamá moría de hambre. Lo vendí para ayudarle.

—¡¿Qué?! —grité. No podía creer lo que escuchaba—. Maldición, Ernesto. ¡Me traicionaste!

—Perdóname, papá. Es mi madre. ¡No podía permitirme el verla sufrir!

—¡Ella no es tu madre! —grité—. Te parió, pero es una perra que nos abandonó para largarse a pecar en contra de Dios. ¡Una zorra que se marchó para revolcarse con otra vagabunda!

—Sé que la odias, pero es mi madre esa a quién insultas. —Ernesto habló con seriedad—. Papá, te quiero mucho, pero… ¡no permitiré le faltes al respeto en esa forma!

—No puedo creer que hayas vendido el coche que tanto dinero y esfuerzo me costó para darle las estelas a esa malvada mujer —le dije—. Le diste dinero para continuar con ese pervertido estilo de vida y acostarse con esa maldita degenerada. No pareces hijo mío…

—Claro que soy tu hijo… Y es de tu esposa de quién hablas tan mal.

—¡Yo no tengo esposa! —di un golpe a la pared—. Si no me he separado de esa lesbiana es porque no deseo que disfrute un solo centavo de mi dinero.

—No le perdonas que tenga una relación con otra mujer —dijo—. No te duele que te haya traicionado; lo que no soportas es que sea homosexual. —Ernesto me encaró. Se veía molesto por mis comentarios—. Pues te tengo noticias, papá: ¡el mundo no es como lo crees! Los homosexuales también son personas con derechos, tal como lo eres tú. Son personas que como tú aman, ríen, lloran, odian, trabajan, estudian, bailan, cantan; viven la vida, disfrutan de la existencia. ¡No entiendo el porqué de tu odio hacia ellos!

—No hablas como un Malquisto —le dije con ira—. Hablas como un simple marica…

—¿Y si lo fuera? —respondió desafiante—. ¿Qué harías?

—¡Esto! —le propiné un golpe en la cara.

Mi hijo no lloró; ni siquiera se inmutó. Se comportó como un varón. Limpió la sangre de su boca. La ira se reflejaba en sus ojos. Tenía una gran bronca. Lo vi empuñar sus manos. Parecía dispuesto a responder el golpe. No lo hizo. Me respetó.

—¿Quieres golpearme, no es así? —dije luego de empujarlo—. Adelante, hazlo. —Puse mi mejilla para que lo hiciese—. Sé un hombre… ¡Hazlo, maldita sea!

—Idiota —dijo al darme la espalda.

—Me arrepiento de haberle metido la verga a tu madre y haberte procreado. ¡No eres más que un marica! —le grité—. Ojalá y te mueras…

La sabiduría popular afirma que el hombre es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice… Cierto es. No me alcanzó la vida para arrepentirme. Y si en verdad la hay después de la muerte, tampoco me alcanzará para lamentar mis palabras. De nuevo lloré un océano entero. Mi hijo murió esa misma noche. Tuvo un accidente de tránsito en la avenida nueve de febrero. Se estrelló de frente contra un coche. Había bebido mucho. Estaba ebrio. Ernesto y un amigo perdieron la vida. La motocicleta iba a más de ciento ochenta kilómetros por hora en las vías. Mi hijo se destrozó el cráneo. No llevaba puesto el casco. Lo maté con mis palabras; lo maté con mi ira macabra.

«Te lo dije», reclamó Mariela. «¡Me lo mataste!» dijo Natalia. ¡¡Malditas mujeres!! Era mi hijo y lo amaba. Recordé cómo de niño lo quería y mimaba. Era la luz de mis ojos; era mi vida antes que todos. Nunca lloré de nuevo. Mi hijo se llevó todas mis lágrimas. También se llevó mi alegría y pasión por la vida. Con él se fue la luz de mi existencia. Con él terminó de irse mi decencia.