MALQUISTO SENADOR

 

El siguiente paso en mi carrera política pronto lo di por azares de la fortuna. Mi amigo y mentor, Hugo Antonio Barreras Jaramillo, se vio obligado a declinar en su aspiración para un cuarto período como senador de la república.

Hugo tenía enemigos implacables, entre ellos el periodista Daniel Caballero, a quien en cierta ocasión, y luego de que este revelara un listado de senadores presuntamente amigos de los narcotraficantes, calificó de militante de los grupos terroristas, lo cual le valió ganarse su odio personal.

Caballero, columnista de uno de los principales diarios del país, e incansable investigador, meses atrás publicó un artículo en el cual se demostró, con pruebas irrefutables, un millonario robo al erario público. Hugo fue el autor intelectual del hurto de recursos a un hospital. Lo hizo mediante el cobro al sistema nacional de salud de tratamientos contra el cáncer para supuestos pacientes que nunca existieron. Toda una joya mi amigo.

Yo no entendía el porqué de tan cuestionable actuar. Con el dinero que recibía por comisiones de contratos en San Mártir, Sahurí y otros pueblos y ciudades, las rentas que le generaban los pequeños cargamentos de droga que enviaba al exterior, y su propio sueldo como senador, el cual era generoso, Hugo parecía tener más del dinero del necesario para llevar una vida llena de lujos. Pero su ambición no conocía de límites.

Si bien las acusaciones eran fuertes, y lo pusieron contra las cuerdas, el golpe de gracia llegó poco tiempo después. El mismo Daniel Caballero, de nuevo con pruebas, demostró que mi amigo falsificó documentos. Decía ser abogado. Mentía. Nunca pisó una universidad. El diploma presentado a la hora de tomar posesión como senador era falso. Peor aún: años atrás había ejercido el derecho sin siquiera aprobar una sola asignatura en un alma mater. Barreras era poco más que un simple estafador.

—Hacen fila para destruirme. —Barreras se lamentó—. Mis enemigos me devorarán vivo cual manada de lobos salvajes… Y las burlas. Todos se ríen de mi. —Sujetó la cabeza con sus manos—. ¡Malditos!

—Hugo, no te preocupes. Conforme pase el tiempo esto quedará en el olvido. El escándalo de turno de la próxima semana hará que los noticiarios se olviden de ti. —Traté de aliviar el dolor de mi socio—. Lo único cierto en este país incierto son los escándalos. Siempre hay uno diferente cada semana.

—No esta vez —respondió al mirar a mis ojos. Los suyos estaban bañados en humedad—. Caballero no descansará hasta verme destruido… Y en las sombras tras de mí se esconden algunos pecados más terribles. Si continuo levantando la cabeza, ese sujeto no descansará hasta cortarla.

—No si cortás la de ese maldito primero —interrumpió triple J—. Una orden mía y en no más de una semana será hombre muerto. Debimos hacerlo hace tiempo. ¡Gusanos cómo ese no merecen vivir!

—No, esa no es una opción. Si bien muchos de mis amigos en el senado me han dado la espalda, no lo ha hecho así el presidente López. Él prometió conservar mis contratos y cuotas burocráticas, pero estoy seguro no lo hará si Caballero es asesinado —respondió el senador en desgracia—. Mi amigo, será mejor que respetemos la vida del periodista. Hay mucho por perder.

—¿Y entonces? —pregunté yo—. ¿Qué harás?

—Querido Álvaro, ha llegado el momento de manejar un perfil bajo. Podré comprar a jueces y procuradores, y ninguna investigación en mi contra prosperará; pero no podré hacerlo como senador en ejercicio. Si me retiro de la vida pública por un tiempo, a noticiarios y periodistas no les interesará lo que suceda conmigo. —A pesar de los problemas que robaban su tranquilidad Barreras guardaba la calma. Era tan frío y calculador como siempre—. Sin embargo, este grupo político no puede perder lo que con tanto esfuerzo y dinero ha conseguido —dijo. Luego frunció el ceño y guardó silencio por un corto instante—. Álvaro, amigo mío… ¿te gustaría ser senador de la república?

La propuesta me tomó por sorpresa. Sería un falso si negara que en muchas ocasiones soñé con ser un gran hombre de la política nacional. Y podré ser un criminal a los ojos de algunos hipócritas y mentirosos, pero no un falso. El gran momento parecía llegar mucho más pronto de lo imaginado, mis apreciados conciudadanos. Barreras no apartaba sus ojos de mí. Esperaba impaciente por la respuesta. El hombre de las tres J también lo hacía. Una suave sonrisa se dibujó en su rostro, pues en los últimos meses habíamos retomado y fortalecido nuestra amistad.

—Esta es una propuesta inesperada, apreciado Hugo; pero poco hay para pensar —dije—. Sería un honor para mí salvaguardar tu legado político y trabajar por mis amigos y compañeros. ¡Acepto!

—Tomaste una buena decisión. —Ambos nos levantamos de nuestros asientos y nos fundimos en un abrazo fraternal. Triple J y Santander, su hombre de confianza, nos brindaron un generoso aplauso—. Álvaro, ahora jugarás el verdadero juego.

—¡Esto merece una celebración! —dijo un emocionado triple J—. ¡Santander, marica, traé el mejor whisky que tengamos!

—Álvaro Alcides Malquisto Suárez, no te mentiré: poco tiempo tendrás para disfrutar y mucho dinero gastarás mientras dure la campaña próxima a iniciar. Tus enemigos ante ti se revelarán. Personas que nunca creíste te odiaran tratarán de destruirte. —Advirtió Barreras—. Y un enjambre de desconocidos hará hasta lo imposible para que fracases. Así es la política. Pero no te preocupes —sonrió—, nos tienes a triple J y a mí.

—Lo sé, Hugo. Más que un amigo eres como un hermano. Tú y triple J me tratan como a uno. No los decepcionaré, lo prometo.

 

—Maldición, Álvaro, ¿por qué demonios me despiertas en la madrugada? —gruñó mi mujer—. ¿Acaso estuviste bebiendo?

—Solo una copa, te lo juro —contesté—. Y te desperté porque tengo grandes noticias: ¡seré senador de la república!

—¿Y cuándo diablos fueron las elecciones, que ni cuenta me di? —Natalia se veía de mal humor. Y para ser honesto así pasaba las veinticuatro horas del día.

—Obvio todavía no, mujer. Pero Barreras no aspirará de nuevo y me ha elegido como su sucesor. Con su ayuda, y la de triple J, la victoria es segura.

—Bien por ti…

Había de hacer algo por mi matrimonio; aunque no tenía idea qué. Regalos y cariño daba a mi esposa todos los santos días. Nada funcionaba. Sí, me había equivocado. Y mucho. ¿Qué más podía hacer? Me disculpé hasta que sangraron mis labios, no bebía más que una copa ocasional y pasaba más tiempo con ella y el muchacho. Nunca levanté mi mano en su contra de nuevo. Ni aun la voz. Al menos no mucho. ¿Qué más podía hacer su servidor? Y, entonces, hice algo el día siguiente:

—¿Álvaro, es para mí?

—Sí, mi reina. Mereces esto y mucho más.

—No tengo palabras… ¡gracias!

—Solo disfrútala. Y recuerda que te amo.

Obsequié a mi esposa la mejor camioneta último modelo que vendían en el país. Me costó una pequeña fortuna. Era un intento desesperado por salvar mi matrimonio. Natalia no solo era fría y distante. No me permitía tocarla. Llegué a pensar que me engañaba… No. Hombres de triple J la siguieron durante varios días. A ningún hombre veía. Solo con Laura salía.

Las creí lesbianas… Tampoco. Trabajaban y se divertían juntas. Pero solo eso. Laura veía a un hombre joven y bien parecido dos o tres veces por semana. En ocasiones pasaban noches juntos en su casa. Maldito suertudo ese que se metía en su cama.

—Álvaro, este coche debió costarte una fortuna.

—Ya te lo dije: mereces esto y mucho más.

—Gracias…

Solo eso dijo. Ni un maldito «te amo». Tampoco un simple beso en la mejilla.

Mi hijo miraba fijamente el vehículo. Parecía desearlo.

—Papá, ¿cuándo me regalarás uno de estos a mí? —preguntó.

—Cuando seas mayor de edad. Y solo si te portas bien. Si continúas como hasta ahora…

—Ya te dije que lo siento. —No parecía sincero.

—Y yo te dije que está bien; pero todavía estoy decepcionado.

El muchacho cambió mucho durante mis años como alcalde de Sahurí. No era el mismo. Se metía en un problema tras otro y pasó de ser abusado a convertirse en abusador.

—Álvaro, está hermosa. Mil gracias. —Natalia se percató de mi desilusión. Trató de agradecer un poco más—. ¿Por qué no damos un paseo en ella?

—Buena idea —dije.

Los tres fuimos al centro comercial por un helado y vimos una película. Poco charlamos. Éramos personas que no se interesaban mucho el uno por el otro. Tres desconocidos. Tres corazones desilusionados.

Sexo obligado. Dos palabras que muy bien resumen esa noche. Natalia accedió a mis galanteos. El costoso regalo la forzó. Su cuerpo estaba en la cama para el mío, pero su espíritu viajaba por lugares y tiempos distantes. De solo haber querido un cuerpo, hubiese llamado a una de las amigas de triple J. Ello habría resultado mucho más económico. Y más placentero, también.

—Álvaro, ¿has hablado con tu hermano? —dijo mi mujer luego de la decepcionante faena amorosa.

—Hace mucho me rendí con él. Nunca contestó mis llamadas y mensajes. No me recibió en su casa cuando fui a visitarlo… ¡no se dignó a mostrarme su rostro! —Sentí lágrimas en mis ojos. Nunca dejé de quererlo—. Gonzalo me odia. Yo lo amo. Tal vez algún día me perdone y quiera ser de nuevo mi hermano, pero no deseo insistir más; al menos no por ahora.

—Pues deberías buscarlo. Sé qué te necesita.

—¿Has hablado con él? ¿Le sucede algo?

—Ayer conversé con él por teléfono. Parece recayó en las drogas. Me confesó que su vida es de nuevo un desastre.

—Lo buscaré mañana…

Fue tarde. Mi teléfono sonó antes del amanecer. Y una llamada muy temprano es signo de tragedia. La voz de quien se identificó como un policía me dio la mala nueva: mi hermano fue asesinado en la madrugada. Le propinaron veinticinco puñaladas. Lo cosieron con el filo del inerte metal frío. Lloré. Lloré como nunca había llorado en la vida, y como solo una vez lo haría de nuevo. Pero ni un billón de lágrimas habrían aliviado mi dolor. Tendría que llorar un océano completo para lograrlo. «¡¡Lo vengaré», pensé.

Varios días de duelo guardé. No importaba la política, no importaba la familia. Solo el recuerdo de Gonzalo; idea que ardía cual llama en mi cabeza. La policía afirmaba se trató de un crimen pasional. Decían tener certeza. La hipótesis de las autoridades era que Juan Diego Ramírez, el novio de mi hermano, fue el asesino brutal. Según ellos, el maricón encontró a Gonzalo, ebrio y drogado, con otro hombre en la cama y los deshizo a ambos a puñaladas. El sujeto escapó. Era un prófugo de la justicia… Pero no lo sería de los hombres de triple J y sus amigos en otros lugares del país. Nadie escapa a la larga mano de la mafia. Era solo cuestión de tiempo para que lo encontrasen. ¡Lo picarían vivo!

—¿Qué quieres? Ya les dije que no deseo charlar con nadie. —Fue el saludo que le brindé a Pedro Mirté Serna Tièri, mi asesor político de confianza—. ¿Quién rayos te dejó pasar?

—Doctor Malquisto, sé que no desea hablar conmigo, pero debo insistir. —Pedro, al tratar de ingresar en mi habitación, se golpeó la cabeza con el marco de la puerta. Era un tipo muy alto. Medía casi un metro sesenta y cinco de estatura—. Empieza a preocuparme, señor.

Conocí a Pedro Mirté en mi paso por la secretaría de gobierno de San Mártir. El tipo es una persona en extremo inteligente y muy bueno trabajando bajo presión. Fue mi asesor en la capital. Siempre da los mejores consejos y me ha sacado de grandes apuros. Confiaba en él más que en mí mismo.

—Déjame, por favor —le dije.

—No. Me inquieta el que tome malas decisiones. Su juicio está nublado por el dolor.

—¿A qué te refieres?

—El deseo de venganza por su hermano podría obligarlo a dar pasos en falso. Dígame, doctor Malquisto, ¿ha pedido ayuda a sus amigos mafiosos?

—¿Cómo diablos lo sabes?

—He aprendido a conocerlo…

—¿Qué demonios quieres que haga? —pregunté entre alterado y nervioso. Nunca me gustó que alguien me conociese tanto—. ¡La muerte de Gonzalo no puede quedar impune!

—¿Y quién habla de impunidad? Solo le aconsejo prudencia. Si es relacionado con la muerte de ese sujeto, podría usted terminar su corta carrera política. No puede darse ese lujo antes de que inicie el verdadero juego —exclamó Pedro Mirté con mucha solemnidad—. Dígale a triple J que no desea asesinen a ese animal.

—No es un animal —interrumpí—. Es un asesino; pero un ser humano al fin de cuentas.

—Los homosexuales no tienen alma —respondió molesto. Siempre fue un homofóbico—. No son más que animales.

—Ya te dije que vengaré la muerte de mi hermano…

—Y debe hacerlo. Pero no ahora.

—¿Qué propones, entonces?

—Que los mafiosos lo ubiquen, pero que sea la policía quien lo capture —me dijo—. Luego de eso, y una vez inicie la campaña política, declarará en público que lo perdona. Incluso se reunirá con él en la cárcel y lo abrazará.

—¿Qué? —Pedro parecía haber perdido la cabeza—. ¡¡Estas loco!!

—No, no lo estoy —respondió—. Luego del acto de perdón le pagará al mejor abogado penalista del país y sobornará a quien corresponda para que ese animal salga de la cárcel. Entonces, y un par de meses después, sí podrá hacer con él lo que le plazca. Así fortalecerá su imagen de líder sabio y compasivo, lo cual se traducirá en votos. ¡Y también vengará a su hermano!

—No es una mala idea —dije al estrechar su mano—. Está bien, será como dices…

 

—¿Todavía te afecta lo de tu hermano? —preguntó Barreras.

—Sí —contesté sin dudar—. Pero es tiempo de trabajar. Hugo, estoy a tus órdenes.

—Bien, me alegra escuchar eso.

Hugo Barreras y yo nos reunimos en la hacienda del, ya para ese momento, ex senador de la república. La idea era conocer a quienes serían mis más cercanos colaboradores en la campaña que recién iniciaba. Teníamos muchos líderes sociales con los cuales charlar, pero antes era preciso forjar una buena amistad con dos personas:

—Álvaro —continuó Hugo—, permíteme presentarte a dos de mis más fieles y trabajadores asesores políticos: el abogado Pascal Martí y la ingeniera Mariela Zuccardi.

—Encantado —dije al estrechar sus manos—. Me alegra escuchar que desean trabajar conmigo.

—Es un placer conocerlo, doctor —dijo el sujeto. La mujer no pronunció palabra. Solo miraba—. Seremos sus ojos y oídos en esta ardua campaña.

—Mil gracias —contesté.

El hombre y la mujer serían los encargados de coordinar todo el trabajo político en San Mártir y pueblos cercanos. Y por coordinar quiero decir prometer empleos, aceitar las maquinarias y repartir dinero, regalos, licor y publicidad política entre las personas de los barrios populares. Es en los sectores más deprimidos de ciudades y pueblos en donde verdaderamente se vive la política.

A los ricos les da igual quién resulte elegido mientras sea un celoso garante de sus privilegios. Es por eso que financian por igual a candidatos honestos, corruptos, de izquierdas, de centro o de derechas; a mafiosos, a fascistas o psicópatas. Poco les importa que las cosas se vayan al carajo mientras sus fortunas estén intactas.

A la mayor parte de la clase media le da igual uno u otro político: para ellos todos son corruptos sin escrúpulos. Tanto ricos como clase media piensan que eso de votar es para el vulgo ignorante; que un voto poco puede hacer para cambiar el futuro y la maldad rampante. Y esa soberbia los lleva a despreciar la democracia, a herirla de muerte. Por esa razón las campañas políticas dirigen sus esfuerzos hacia los estratos más bajos.

Quienes van a las urnas con la esperanza de un mejor futuro son aquellos que luchan la vida un día a la vez: obreros, maestros, secretarias, estudiantes universitarios, amas de casa, desempleados, conductores, mineros, campesinos… Votan quienes piensan que existen personas honestas, decentes, sabias, inteligentes y poderosas que son superiores a ellos mismos, pero con problemas similares. Votan quienes piensan que esas personas les devolverán la sonrisa y la esperanza una vez gobiernen. Votan quienes piensan que los unicornios existen. Y también votan quienes desean exprimir los bolsillos de los políticos hasta que estos se deshagan; quienes aspiran a ganar unas buenas estelas a expensas de los hambrientos de poder. Y resulta que ambas especies habitan en los barrios populares. Son ellos quienes le dan vida a la política. Ellos la respiran. Ellos la sienten. Ellos la pelean. Ellos la palpitan. Esas masas enardecidas son nuestra razón de ser.

—Álvaro —Hugo Barreras interrumpió mi pequeño trance—, para llegar al senado necesitarás de al menos sesenta mil votos. En las últimas votaciones yo obtuve setenta mil, por lo cual nuestros esfuerzos deberán centrarse en sostener esa votación. No creo que tengamos problemas, pues en Sahurí y pueblos cercanos estoy seguro duplicarás la votación que yo obtuve en la pasada contienda electoral. En esta región te quieren.

—Así es —dije.

—En los pueblos en los cuales no somos fuertes entrará en acción triple J. Nuestro amigo se ha convertido en el señor de la guerra en esta zona de Nueva España y su palabra es la ley —prosiguió Barreras—. Lo hará desde las sombras para no afectar tu imagen.

—Me parece bien. —La verdad no quería que el hombre de las tres J obligase a las personas a votar por mí, pero la política es el arte la guerra sin armas; o con ellas, cuando es necesario—. Así conseguiremos muchos más votos.

—Y por nada del mundo darás apoyo en público al proceso de paz del presidente López. —Barreras, con el dedo índice, confirmaba su prohibición. Lo movía de un lado a otro—. Eso sería un suicidio político.

—¡Pero el presidente López nos ha dado mucho a ambos! —repliqué.

—Es cierto, pero el pobre hombre es odiado por el pueblo y tiene el sol a sus espaldas —respondió Hugo—. Le quedan poco más de doce meses como presidente y el vulgo lo detesta. A él y a su proceso. López es el pasado; Gómez y su gente son el futuro.

—¿En verdad lo crees? —pregunté.

—Sí, estoy seguro. El próximo presidente de este país será el que diga Gómez. —El tono de su voz confirmó esa seguridad—. El ex presidente jugó sus cartas de maravilla. Su fiera oposición al gobierno acabó con el tonto de López.

—Está bien —dije—. Será como digas.

—Mariela, Pascal y yo te garantizaremos los votos en la capital —continuó el ex senador—. En San Mártir estamos obligados a obtener como mínimo treinta y cinco mil votos; de lo contrario lo perdemos todo.

—Son muchos —dije un poco nervioso.

—Lo sabemos, doctor —interrumpió Pascal Martí—. Pero no debe preocuparse. En las pasadas elecciones el doctor Barreras obtuvo cincuenta mil —dijo al sonreír—. Estoy seguro con dinero y trabajo duro lo lograremos.

—Hablando de dinero —Zuccardi abrió su boca de delgados labios por primera vez—… En la capital tendrá que invertir como mínimo tres millones de estelas.

—¡¿Tanto?! —exclamé.

—Y por lo menos otros tres en los pueblos de Nueva España —dijo Barreras.

Entré en pánico. Seis millones de estelas era mucho dinero. Fue todo cuanto pude reunir en mi paso por la alcaldía de Sahurí. Vendí mi conciencia al diablo para obtenerlo y no quería perderlo todo en una campaña política. Pensé que cuando mucho tendría que invertir dos millones.

—No te asustes, mi estimado. —Hugo notó mi desconcierto—. De aquí saldremos a visitar a un amigo. Te aseguro que la financiación de la campaña no será un problema.

Hugo y yo pasamos una hora más charlando con Pascal y Mariela. Definimos un cronograma de actividades para la campaña y como se distribuirían los recursos. Y precisamente para solucionar el tema de la financiación visitamos a triple J, nuestro buen amigo:

—Caballeros, los esperaba. —Saludó al vernos.

—Hola, triple —respondimos el saludo.

—Antes de hablar de negocios me gustaría invitarlos a tomar algo. Deben estar sedientos. —Cierto era—. Este verano está muy fuerte. ¡Yo ni aguanto las putas camisas!

—Gracias, triple —le dijo Barreras.

Joaquín vestía sandalias, pantalones cortos color amarillo y una camiseta sin mangas, de color blanco, que permitía apreciar mucha parte de su piel canela, así como lo fornido de su cuerpo. Era un hombre que cuidaba de su físico. Los vellos en sus piernas, antebrazos y pecho lo hacían lucir muy masculino, así como la gruesa cadena de oro puro que siempre adornaba su cuello. En ese momento me resultó sencillo comprender el porqué tantas mujeres deseaban que las hiciese suyas; si bien mi amigo prefería disfrutar de las jóvenes, de las casi niñas.

—Vamos al grano: Álvaro, yo no podré ayudarte con el tema de la financiación de la campaña. La mayor parte de mis fondos están en el exterior y si hago movimiento bancario alguno me caerán con todo el peso de la ley. Sabes que tengo a la procuraduría encima —dijo Barreras—. Y el dinero del cual dispongo en el país lo necesito para mi sostenimiento y el de mi familia, así como para el pago a los abogados que me defienden de las calumnias en mi contra. —El sujeto no me sostenía la mirada. Parecía incómodo—. Solo puedo ayudarte con votos.

—No te preocupes, Hugo; comprendo. —En realidad no comprendía. El maldito me ilusionó con la posibilidad de ser senador solo para luego abandonarme a la suerte en materia financiera.

—Yo te ayudaré —interrumpió triple J—. Te daré dos millones de estelas para la campaña. —No fue todo lo generoso que esperaba, pero acudió en mi ayuda. Valoré el gesto—. ¿De cuánto disponés vos, Álvaro?

—De dos millones, también —dije. No quería, ni debía, confesar que disponía de más—. Eso da un total de cuatro. Harán falta dos más…

—La semana próxima enviaré un cargamento pequeño al exterior. Te voy a dejar participar —dijo el hombre de las tres J—. Con eso podrás hacerte otras quinientas mil estelas.

—Y las restantes te ayudaré a conseguirlas con mis amigos contratistas de obras públicas. Me deben muchos favores, y la promesa de futuros contratos los motivará a ayudarnos —interrumpió Barreras—. Caballeros, no tendremos problemas en materia financiera. —Todos brindamos—. Pasando a otro tema —Barreras se dirigió a triple J—, Joaquín, ¿por qué ordenaste asesinar al antecesor de nuestro amigo Álvaro en la alcaldía de Sahurí?

—Ese güevón permitió que mis enemigos se instalaran en las partes altas del pueblo. Era informante y colaborador del Tupac. También me traicionó con el tema de los contratos, al igual que a vos. —El hombre de las tres J elevó su puño al aire. El solo recordar al ex alcalde despertó su mal humor—. Esperé por mi venganza, tal como tú me dijiste que lo hiciera; pero no podía permitir que ese perro asqueroso continuara respirando. ¡No merecía menos! ¿Tenés algún problema con ello? —Preguntó desafiante—. ¿Hay algo que deba saber?

—En absoluto. Solo encontré extraño el que no me lo dijeras primero —respondió Barreras.

—Pues no lo consideré necesario…

Por primera vez, desde el momento en que los conocí, noté algo de tensión entre el experimentado político y el sanguinario jefe mafioso. Parecía que algo les molestaba del otro.

—No hay problema, amigo mío. Hiciste bien. —Barreras decidió bajar las revoluciones.

—¡Entonces celebremos! —exclamó triple—. Esta noche tengo ganas de virgen, y sucede que me ofrecieron tres. ¿No les gustaría tener una? Les aseguro que son niñas hermosas como pocas hay en esta región; no se arrepentirán.

—Quisiera ver que hay de especial con las jóvenes vírgenes para que te desesperes tanto por ellas, amigo Joaquín —dijo Barreras—. ¡Lo intentaré esta noche!

—¿Y qué tal tú, Álvaro? —Triple J me miraba.

—Yo paso, gracias.

No solo no deseaba serle infiel a mi esposa, por más gruñona, malhumorada y distante que fuese; tampoco deseaba hacer tal daño a una infante tierna e inocente. Bebí un par de whiskys con hielo para olvidar las burlas de triple J. Me llamaba idiota por declinar su inaceptable invitación. También lo hice para calmar mi sed. El sol era inclemente.

—Doctor Malquisto, lamento el llegar tarde —dijo Pedro Mirté al acercarse a mí en la terraza de la hacienda—. Quería conocer al resto de los asesores.

—No te preocupes, luego los conocerás —contesté al estrechar su mano—. A todas estas, ¿en dónde estabas?

—Reunido con algunos líderes sociales en San Mártir —dijo Pedro—. Tenemos mucho trabajo por delante si queremos que usted sea senador.

—Entiendo.

—¿Y cómo está, doctor Malquisto? Lo noto algo molesto.

—Es solo que… olvídalo. No es importante.

—Doctor, sabe que puede confiar en mí.

Le hablé a Pedro Mirté del ofrecimiento de triple J, no sin antes pedirle que no me creyese un monstruo. Me avergonzaba el siquiera considerar la posibilidad.

—No es un normal comportamiento sexual, doctor; pero tampoco es lo más aberrante que un ser humano pudiese hacer —respondió mi asesor. Pensé que se escandalizaría, pero no fue así—. Me gustaría respondiese algo con total sinceridad: usted… ¿alguna vez poseyó una virginidad?

—Jamás. —Me sonrojé. No gustaba de hablar sobre mi vida sexual con persona alguna. No sé por qué lo hago con Pedro Mirté—. Solo tuve dos novias, una de ellas Natalia, mi esposa, y ambas habían regalado antes su flor a otro caballero.

—Ya veo… Doctor, se ha perdido de algo esencial en la vida de un hombre. No sabe el placer para el espíritu masculino que constituye el poseer a una hembra por primera vez.

—¿Me recomiendas que lo haga?

—Por supuesto —respondió sin dudar—. Adelante.

—Lo haré, entonces.

Luego de informarme sobre las reuniones que sostuvo en San Mártir, Pedro Mirté bebió una copa y se excusó de nuevo por llegar tarde, para luego marcharse a continuar con el proselitismo político. Decidí seguir su consejo: dije a triple J que tomaría a una de las niñas. Hubiese preferido intentarlo con una joven mayor de edad, pero casi la totalidad de las mujeres en Nueva España perdían su virginidad antes de los dieciocho años.

Pasó una hora completa antes de que las niñas llegasen. Mientras, bebí unas cuantas copas más. Temí que los nervios mis deseos frenasen. Las mujercitas desfilaron ante nosotros cual concursante en reinado de belleza; vendiendo sus atributos a una manada de machos presas de sus hormonas e instintos primitivos. Pobres indefensas. Eran jóvenes mujeres de angelical aspecto, frescas, llenas de aliento vital; tiernas, pero exuberantes en sexualidad. Mi debilidad siempre fueron las rubias, por lo cual escogí a la más pálida de ellas:

—No te preocupes, mi niña. No te haré daño alguno —le dije al entrar a uno de los cuartos.

—Gracias, señor —contestó.

—¿Cuál es tu nombre?

—Azucena.

—Hermoso y apropiado. Eres una bella y delicada flor —exclamé. Nada dijo—. ¿Y cuántos años tienes?

—Trece.

—¿Tan pocos? Pensé tenías quince, como mínimo. —Cierto era. Su cuerpo, casi desarrollado por completo, lo aparentada.

—Eso me dice todo el mundo, señor.

—Jorge. Dime Jorge, pequeña. —No le di mi verdadero nombre. Temía me trajese problemas en el futuro.

—Está bien —respondió. Se veía un poco asustada, aunque no me rehusaba.

—¿Por qué haces esto? —pregunté. Tuve curiosidad.

—Mis padres dicen que ganaremos mucho dinero. Y mi hermana mayor dice que hacer el amor es la cosa más placentera del mundo.

—¿De verdad?

—Sí —respondió—. Dice que sentir la verga del hombre dentro de ti es el más grande placer que existe.

—¿Cuántos años tiene tu hermana?

—Veinte, don Jorge.

—Solo dime Jorge. —La niña asintió con su cabeza—. Responde algo: ¿tu hermana es casada? ¿Tiene novio?

—No, pero tiene dos hijos.

—Ya veo —le dije. No pude evitar pensar en que esa bella jovencita tuvo la suerte de nacer en la peor familia posible.

—¿Quiere que me desnude? —preguntó.

—Por favor…

Así lo hizo. Pude apreciar el joven cuerpo de la niña en todo su esplendor. No era voluptuosa, pero tenía senos firmes y bellos, coronados por un pezón pequeño, redondo y de color rosa, el cual invitaba a besarlo hasta que los labios se descarnasen. El color pálido de su piel hacía juego con su cabello rubio y lacio, el cual caía hasta unas nalgas pequeñas, curvas y firmes, también. Algo que siempre he admirado de las mujeres son sus pies. Por alguna razón, unos bellos pies femeninos capturan mi atención de inmediato. Los de la jovencita eran divinos: pequeños, con dedos largos y carnosos rematados por uñas pulidas y pintadas con perfección. Las habían preparado muy bien para nosotros.

—Jorge, ¿no se quitará la ropa? —preguntó la bella niña. Parecía incómoda por estar desnuda ante un hombre que la miraba asombrado; congelado por su joven hermosura.

—Sí, enseguida.

Lo hice. La niña me miraba. Supongo que poco me deseaba. Era un hombre mayor de cuerpo redondo y flácido. Imagino nada le atraía de mi ser; en nada la excitaba.

—¿Y esta es su verga? —dijo al señalar, y luego tocar un poco con sus manos suaves y pequeñas, mi virilidad a punto de estallar.

—Sí, mi niña…

—Lucy, mi hermana, me dijo que cuando la verga del hombre está así de dura es tiempo de meterla en la vagina. —La niña, inocente, pero madura y sin temor, para mi sorpresa, se tendió sobre la cama blanca de la habitación—. Hágalo, señor. Métala en mí.

—¿En verdad eres virgen? —le pregunté. Parecía muy tranquila para serlo.

—Sí, se lo aseguro.

La vi tan provocativa como a ninguna mujer en mi vida. Natalia no lo parecía ya. Tampoco Laura, su amiga desagradecida. Sentí como mi hombría estaba a punto de explotar. Necesitaba poseerla. ¡Quería poseerla! La deseaba solo para mí. Pero no pude. Por más bella, fresca y provocativa que fuese, era una niña. Podría ser mi hija. Era la hija de alguien. La nieta de alguien, la hermana de alguien. No merecía perder su flor con un viejo que más parecía un costal de carnes.

—¿Qué espera, señor?

—Vístete, por favor…

—¿No lo hará?

—No.

—Quería comprobar si lo que mi hermana dice es cierto… lástima.

—Tu hermana está loca. No deberías seguir su ejemplo.

—¿No le parezco linda, Jorge?

—Demasiado… pocas son tan bellas como tú.

—¿Entonces por qué no lo hace?

—Escucha mi consejo, Azucena —le dije—: entrégale tu virginidad a alguien que te ame. Hacer el amor es más que introducir un pene en una vagina; es introducir tu espíritu en el ser de otra persona; es amar sin restricciones y temores. Dale tu flor a quien en verdad la merezca; a quien en verdad ames.

—No entiendo…

—Algún día lo harás. Por lo pronto sigue mi consejo.

—Bueno, ni hablar —dijo—. No podré comprarme el teléfono.

—El dinero no es problema. Mira. —Le entregué las diez mil estelas acordadas con esos progenitores malvados por la virginidad—. Este dinero se lo entregarás a tus padres. Así lo acordamos.

—¿No es mejor que usted se lo entregue a ellos? Podrían molestarse.

—No me importa. No quiero verles la cara. Toma. —Le di otras cinco mil—. Con esto podrás comprar el teléfono que quieras. Las estelas son tuyas con una condición.

—¿Cuál?

—Que digas a tus padres que hiciste el amor conmigo. Así no te obligarán a entregarle tu virginidad a alguien más.

—Como usted diga.

—Y otra cosa…

—¿Qué?

—Dale tu flor a quien te demuestre su amor.

La niña me miró. Al terminar de vestirse me sonrió. Luego me abrazó.

—Así lo haré —me dijo.

—Ven —le ordené—. Levántate la falda…

—¿Qué me va a hacer con esa navaja? —preguntó asustada.

—Confía en mí.

Corté una de mis piernas. Con la sangre impregné un poco la ropa interior de la joven. Así le creerían que ya no era virgen. Charlé un poco más con ella para luego vestirme una vez la sangre de la herida en mi pierna coaguló. Luego volví con mis socios.

—No lo creo todavía: mi educado y correcto amigo se comió a una niña virgen… ¡Bravo! —El hombre de las tres J parecía feliz—. ¿Y qué tal? ¿No lo consideras mejor que penetrar a una de esas viejas mujeres con vagina de vaca?

—Es muy placentero, no lo niego —le contesté.

—Ja, ja, ja… mi estimado doctor Malquisto. ¡Celebremos! —Triple sirvió dos whiskys—. Ahora sí sos uno de los míos.

—¿Y el senador? —pregunté.

—Ex senador. —Fue la fría respuesta del mafioso—. Todavía está allá adentro con la niña.

—¿Todavía? Es una máquina, entonces.

—Ya estaba borracho. Lo más probable es que se haya quedado dormido.

—¿Están molestos? —Después de pensarlo me atreví a preguntar—. ¿Sucede algo entre ustedes?

—No. —Triple J se quedó muy serio. Parecía el querer decirme que no me entrometiese en sus asuntos—. Nada sucede. —Guardamos silencio por un instante. Luego se sinceró conmigo—. Me debe dinero y asegura no poderlo pagar todavía por sus problemas con los jueces. Eso es todo.

—Hugo es un hombre que no traiciona a sus socios. Estoy seguro te pagará pronto.

—Eso espero. Ese güevón es un buen amigo. Esta amistad que tan buenos dividendos nos ha dado a todos no debe terminarse por una deslealtad.

—Ya verás que no —dije al darle un par de suaves golpes en el pecho—. Y recuerda que yo siempre seré tu amigo: nunca te defraudaré, pase lo que pase.

—Lo sé…

 

—…Y es por eso, mis apreciados conciudadanos, que deseo ser senador de la república. ¡Es mi más ferviente deseo acabar con la corrupción que se pasea rampante por los pueblos y ciudades del país! Los políticos los han traicionado —les dije—. ¡Se ríen de ustedes! Van a la capital a pavonearse en trajes elegantes. Ellos y sus familias recorren las calles de Santa Fe de la Nueva Sevilla en lujosas camionetas blindadas; comen en los más costosos restaurantes del país y ganan cientos de miles de estelas al año solo por ir a dormir en el capitolio —aseguré—. Pero eso no es lo peor. ¡No! Venden sus conciencias a los ricos y poderosos, al tiempo que olvidan las promesas que hacen a ustedes cada cuatro años. No nos digamos mentiras: ¡a ustedes solo los buscan cada cuatro años para que les entreguen sus valiosos votos! Pero una vez llegan allá —Hice una pausa para beber un poco de agua. Hablé de corrido por más de treinta minutos y mi laringe sentía el esfuerzo—… Una vez llegan allá se olvidan de ustedes y sus problemas. ¡Para ellos ustedes son solo promesas vacías! Pero no para mí. ¡Se los juro! Ustedes son mis hermanos, y Malquisto siempre está para sus hermanos. —Se escuchó un generoso aplauso—. No vendré a charlar con ustedes solo en las elecciones; a mí me verán siempre. Me verán al traer los recursos para la construcción del hospital que este distinguido sector de la ciudad merece y necesita; me verán al traer los recursos para el mejoramiento y ampliación del colegio; me verán al traer los recursos para que a las familias más pobres no les falte el subsidio de alimentación. ¡Me verán aquí para escuchar sus problemas y preocupaciones! —exclamé—. Yo no soy un político: soy su amigo, ¡soy un hombre del pueblo y para el pueblo! Fui pobre, como lo son muchos de ustedes que no tuvieron la oportunidad de estudiar. Gracias al esfuerzo de mi madre, quien limpiaba sanitarios en las casas de los ricos, pude estudiar y salir adelante. —Falso era, pero deseaba que la muchedumbre se identificase conmigo—. Pero tengan plena certeza nunca he olvidado lo que soy: soy un tipo del pueblo y para el pueblo. ¡Soy su hermano Malquisto! Soy el hermano que velará por ustedes y luchará por sus derechos en el senado. —Otro gran aplauso se escuchó. Los tenía en donde quería—. ¿Me ayudarán con su voto?

—¡Sííí! —Fue la respuesta de la multitud.

—No escuché bien… ¿Me ayudarán con su voto?

—¡¡Sííí!! —Lo repitieron.

—Sé que así será, mis apreciados conciudadanos. Confío en ustedes, tal como ustedes confían en mí. Pero sé que vendrán muchos elegantes políticos vistiendo sus trajes de corbata a seducirlos; a intentar comprar sus votos —les advertí—. Esos corbatas nacidos en cuna de oro tratarán de engañarlos para que no voten por Malquisto. Esos corbatas que nunca han pasado hambre, ni se han visto obligados a decirles a sus hijos que caminen al colegio, pues no hay estelas para el autobús, tratarán de engañarlos para que voten por ellos. ¡¿Se dejarán engañar por los poderosos que en secreto los desprecian?!

—¡Nunca! —Gritaron al unísono—. ¡¡Fuera los corbatas!!

—¿Por quién votarán mis hermanos de lucha?

—¡Malquisto, Malquisto, Malquisto!…

—Gracias, mis hermanos. Gracias por escuchar a este hijo del pueblo que se presenta ante ustedes prometiendo luchar por sus derechos. Y no les quepa la menor duda: ¡daré mi vida antes que faltar a mi promesa! —les dije—. No se retiren, por favor. Ahora vendrán las rifas. Entre quienes se registraron en las planillas con sus nombres, número de identificación, dirección y teléfonos rifaremos tres neveras y tres lavadoras. También les ofreceremos unos tragos de aguardiente para que calienten sus cuerpos en esta noche fría. —Los votantes no asistían para escuchar, lo hacían con la esperanza de ganar algún regalo y de beber gratis—. Sabemos que la situación económica es dura y el dinero para la comida escaso, así que rifaremos treinta bonos de trescientas estelas cada uno para que hagan mercado en la distribuidora de víveres de este distinguido barrio. Mis hermanas y hermanos, muchas gracias por escuchar a Malquisto y… ¡que Dios nos bendiga a todos!

Bajé de la tarima. Pronuncié el discurso ante casi tres mil personas esa noche. Se escucharon los «viva el doctor Malquisto», «abajo los corbatas», «Malquisto senador». Lo hice bien. Estaba exhausto, pero sabía que la noche era joven y el trabajo estaba lejos de terminar.

—Doctor Malquisto —dijo Pascal Martí—. Un par de personas desean charlar con usted.

—¿Es necesario? —pregunté.

—Sí. Son líderes sociales del barrio. Tienen votos…

—Llévame con ellos.

Así lo hizo. Pedro Mirté también caminaba con nosotros. Fue él quien escribió el discurso que tan buena acogida tuvo en el barrio popular. Al llegar allí, una hora antes, llamó mi atención el hecho de que si bien se veían casas muy humildes, algunas incluso con pisos en tierra, en casi todas unos enormes equipos de sonido adornaban los corredores que daban a las calles. Las personas tenían su piel tostada por el sol, pero sus cuellos y muñecas estaban adornados por cadenas y manillas de oro y plata. Algunos se veían delgados, y hasta aparentaban el pasar hambres, pero vestían bien. Ese barrio era el reino del deseo y la apariencia.

—Doctor, es un placer conocerlo —dijo un sujeto que Pascal recién me presentaba; la verdad es que no recuerdo su nombre—. Gracias por atenderme.

—Todo lo contrario, mi hermano. Gracias a ti por recibirme y escucharme. —Fue consejo de Hugo Barreras el tutear a mis votantes. Decía que de esa forma se sentían cómodos con los políticos—. ¿En qué puedo servirte?

—Es mi hija, doctor. La pobre sufre de cáncer y no ha sido posible que la aseguradora en salud pague por todas sus medicinas. Son costosas y poco dinero tengo; solo lo necesario para mantener a mi familia. —El hombre rompió en llanto. Un poco fingido, la verdad—. Tal vez usted, generoso como se dice es, pudiera ayudarme.

—Mi buen amigo Pascal dice que eres un líder en este sector.

—Sí, doctor… Lo soy. Creo estar en capacidad de prometer por lo menos doscientos votos.

—Soy un hombre que se preocupa por sus hermanos —le dije al estrechar su mano—. Pascal…

—Dígame, doctor.

—Este buen amigo nuestro merece que lo ayudemos a superar tan difícil momento. Creo que tres mil estelas serán suficientes para comprar medicinas para su hija.

—¡Doctor, cuánta generosidad! —El sujeto me dio un fuerte abrazo. Yo deseaba que me soltase. No olía bien—. Es mucho dinero.

—También soy padre. Y lo que un padre más desea es que sus hijos estén bien. Te ayudo con mucho gusto, hermano.

—Le agradezco mucho, estimado doctor.

—No me digas doctor; soy un hijo del pueblo. Solo dime Álvaro.

—Gracias, Álvaro —dijo el hombre.

—Ahora, hermano, me gustaría te ocupes de tu hija por un par de días. Luego te comunicarás con Pascal para que uno de nuestros hombres de confianza visite contigo a quienes te siguen en este barrio. Debemos tomar los datos de esos trescientos potenciales votantes —dije al estrechar su mano áspera por segunda vez—. Es necesario tenerlos alineados.

—Álvaro, le prometí doscientos. —El sujeto parecía un poco desconcertado.

—Lo sé mi amigo, lo sé. —Sonreí—. Pero si un hombre tan íntegro y trabajador, como Pascal dice lo eres, se esfuerza… estoy seguro me ayudarás con esa cantidad. Como puedes ver soy un hombre agradecido: trabaja duro y con lealtad, y prometo ayudarte de nuevo con tu hija.

—Así será. —El hombre lucía preocupado por mi solicitud—. Confíe en mí. Ahora me retiro. Sé que está muy ocupado.

—Gracias por tu compromiso, amigo. Y quiero estar al tanto del estado de salud de tu hija. ¡Recuerda que me preocupo ustedes!

El hombre asintió con su cabeza mientras se alejaba de nosotros. No deseaba darle tanto dinero, pero era preciso. Necesitaba de muchos líderes sociales a mi lado.

—Espero que ese hombre sea tan buen líder como dices, Pascal.

—Lo es, doctor Malquisto. Puede estar seguro que mínimo le pone esos doscientos votos. Yo lo presionaré de día y de noche para que así sea.

—Aún debo recibir a otra persona, ¿no es así?

—Ahí viene, doctor…

Charlé con otra líder del barrio por casi veinte minutos. Le prometí un trabajo para su hijo y mil estelas para la matrícula de su hija en la universidad. A ese ritmo los seis millones no serían suficientes. A donde iba la gente deseaba dinero y favores. En ese instante deseaba que la campaña terminase pronto.

Pero todavía un mes faltaba.

Bebí un par de aguardientes con la gente mientras se rifaron los regalos. Estreché muchas manos, besé muchas mejillas, abracé a tantos que perdí la cuenta… ¡era el infierno! Pero los votantes parecían felices. Esa era el objetivo de tan mediocre circo. Cinismo político.

—Doctor Malquisto —Mariela Zuccardi interrumpió mi meditación—, el doctor Barreras desea charlar con usted. Está bebiendo un trago en su camioneta.

—Llévame con él, por favor.

Seguí a la mujer hasta la camioneta de Barreras. Zuccardi no me agradaba en lo absoluto. Me recordaba a mi esposa. Nunca sonreía y siempre parecía estar de mal humor. Y era leal por completo a Hugo. Yo no la quería a mi lado, pero mi socio y mentor insistió.

—Álvaro Alcides, querido amigo. —Barreras descendió del vehículo. Sonreía—. Permíteme felicitarte por tan ameno discurso. Lo haces muy bien.

—Gracias, Hugo —le dije—. ¿Quién te acompaña en la camioneta? —Vi la silueta de una joven dentro del vehículo—. ¿Has bebido mucho?

—Solo un poco, amigo. —Falso era—. Y quien me acompañe no es asunto tuyo.

—Lo siento.

—Álvaro, quiero saber por qué diablos hablaste con el alcalde de Santa Cruz sin pedir mi consejo, o sin invitarme.

—Sé que debí informarte, pero tú estabas ocupado haciendo proselitismo aquí, en San Mártir. El alcalde me llamó y solicitó una cita conmigo. El problema es que solo podía verme en ese momento. —Barreras parecía muy molesto. Y algo ebrio—. Sabes que el senador Duque andaba tras de él y su equipo político. Era preciso atenderlo de inmediato.

—Mira, Malquisto —Me tomó por el cuello—: no eres más que mi títere. Y tu única obligación, títere, es calentar mi silla en el senado por cuatro años. Eso es todo.

—Hugo… me haces… daño. —Me costaba mucho respirar.

—En adelante habrás de informarme sobre todo maldito movimiento que hagas: quiero saber con quién te reúnes, con quién almuerzas, quién te llama… ¡hasta si le haces el amor a tu mujer! —En ese instante apretó mi cuello con más fuerza—. Haces algo así de nuevo y te abandono a tu suerte. ¿Es claro, títere? ¡Marionetas hay cientos rogando por mi apoyo!

Asentí con la cabeza y Barreras me liberó. Casi me mata. Luego de eso subió a su camioneta y el conductor la arrancó a toda velocidad. Respiré un poco, acomodé mi camisa y me dispuse a volver a la fiesta política.

—No debería permitir que Hugo Barreras lo trate así, doctor Malquisto. —Zuccardi lo había visto todo—. Si alguien más lo ve, y esto se publica, la gente no votará por usted. En este país no se premia la debilidad.

—Lo sé, Mariela.

—¿No hará nada al respecto?

—Hugo estaba ebrio, ¿qué no lo viste? No está en sus cabales esta noche. Mañana charlaré con él.

 

Siete de la mañana en punto. El evento político terminó hacia las dos de la madrugada. Al despertar me sentí cansando todavía, pero triple J, la noche anterior, me pidió que nos viésemos temprano en su hacienda en Sahurí. Me preparaba para salir en el momento en que sonó mi teléfono móvil:

Álvaro yo… lo lamento.—Era Hugo Barreras—.Bebí mucho y estaba fuera de mí. No recuerdo muy bien lo sucedido contigo, pero me dicen que te traté muy mal. Yo… lo siento.

—No hay nada que disculpar, amigo —le contesté—. Sé que no eras tú mismo anoche. También he hecho cosas terribles estando ebrio.

Te necesito. Triple J está furioso conmigo. Quiero que lo suavices un poco—dijo—.Estaré en su hacienda en unas tres horas.

—Cuenta conmigo.

No entendía que sucedía entre ellos, pero sospechaba la jovencita que acompañaba a Barreras la noche anterior podría estar involucrada. No pude verla bien, pero creí distinguir a una de las niñas más lindas de Sahurí. Antes de partir hacia la hacienda de mi socio mafioso recogí a Pedro Mirté, quien se dirigía al pueblo para reunirse con algunos copartidarios nuestros:

—Ya veo… Barreras cruzó el límite anoche —dijo Pedro—. Doctor Malquisto, Mariela Zuccardi tiene razón. No puede aparentar debilidad.

—Lo sé, Pedro, lo sé. Pero Hugo estaban poseído por el alcohol. Solo fue eso.

—¿Está seguro? Los ebrios tienen fama de hablar con la verdad. Creo que ese sujeto en realidad lo considera poco más que un títere.

—¿En serio lo piensas?

—Sí. Y algo debe hacerse al respecto.

—No solo es mi socio; es mi mentor en la política. Gracias a él entendí como se juega este maldito juego. Y gracias a él estoy a punto de llegar al senado.

—Solo le pido que tenga cuidado, doctor.

—No te preocupes; lo tendré. Y dime, Pedro, ¿cómo va todo en Sahurí? ¿Están trabajando duro?

—Mucho, señor. No le fallaremos. Aunque considero necesario el que usted nos acompañe en una concentración política la próxima semana. Si asiste, estoy seguro que en el pueblo obtendrá cuando menos cinco mil votos. —Mi asesor se veía muy seguro—. Allá lo quieren mucho.

Luego de dejar a Pedro en Sahurí, y de saludar a un par de amigos, fui a la hacienda de triple J. Estaba muy enojado:

—¡Ese güevón sabía que la hembra era mía! Lo siento, Álvaro, pero no puedo perdonarlo…

—Más que un socio es como un hermano —le dije—. Anoche estaba fuera de sí. Estoy seguro no quería hacerlo.

—Álvaro, no seás pendejo. ¡Claro que sabía lo que hacía! No creo que estuviera muy triste cuando se follaba a mi hembra.

—¿Hace cuánto no la tocas?

—No es de su incumbencia, doctor Malquisto.

—¿Hace cuánto no la tocas? —insistí.

—Casi cuatro años…

—¡Entonces ya no era tuya, triple! —dije al poner mis manos en sus hombros—. Estoy seguro de que Hugo no fue el primero en tocarla luego de que tú la abandonases.

—¡Por supuesto que no! Pero él es mi amigo; o al menos lo era —afirmó—. ¡Las hembras de los amigos se respetan!

—Mira, triple, no quiero justificar las acciones de Hugo, ni mucho menos pretendo desconocer que obró mal; pero no es inteligente terminar tan fructífera relación de negocios como lo ha sido la tuya con él por una mujer. —Me sostuve en pie justo frente a él, mirándolo a los ojos. Quería parecer rudo—. Ten en cuenta que falta poco para las elecciones y lo necesitamos. Es mucho lo que hay en juego; recuerda los dos millones de estelas que invertiste en mí. Sin sus votos corremos el riesgo de perder.

—El honor es más importante que el dinero —dijo muy tranquilo. Tanto, que me asustó—. Además, no puedo aparentar debilidad frente a mis hombres. Lo sabés bien.

—Es cierto. —Bajé mi mirada; quería demostrarle un poco de sumisión—. Tú eres quien decide, triple; pero si en algo me aprecias, considéralo: Hugo es nuestro socio y hermano. Y cualquiera tiene una mala noche.

El mafioso guardó silencio. Luego me dio la espalda. Eso solo podía significar algo: había decidido matar a Hugo barreras. Yo estaba dispuesto a continuar suplicando por su vida, pero Santander nos interrumpió:

—Patrón, el senador Barreras está afuera. ¿Lo hago pasar?

—Adelante —respondió.

—Joaquín, ¿vas a matarlo, no es así? Dímelo, pues en caso preferiría irme.

—Quédate. —Nada más dijo.

Barreras llegó acompañado de tres niñas: tan jóvenes y bellas como le gustaban a nuestro despiadado amigo. Al entrar al salón principal de la hacienda se quedó mirando fijamente a Triple J. Parecía llorar. Guardamos silencio por un instante. Hugo decidió más no esperar:

—¡Amigo, perdóname! —exclamó—. Te falté…

—Así fue.

—Estaba fuera de mí. Bebí mucho en un acto político aquí, en Sahurí. Me presentaron a la joven. —El hombre de las tres J miró a Barreras: sus ojos parecían querer matarlo en ese mismo instante—. La juzgué muy bella y fui incapaz de resistirme. ¡No la reconocí! Era solo una niña cuando estaba contigo… y no era yo mismo anoche. —Triple guardó silencio—. Ella no me lo dijo tampoco. Solo hasta hoy me enteré de quién era. ¡Perdóname!

—Me traicionaste, güevón.

—¡No! Jamás lo haría… Te juro que no la reconocí. —Barreras caminó directo hacia triple J y se quitó la camisa frente a él—. Si con mi vida logro tu perdón, adelante. ¡Es tuya! Pero recuerda que siempre te he sido leal. —Lo tomó por las manos—. Nos hicimos ricos juntos, y juntos nos hemos follado a cientos de mujeres. ¿En verdad matarás a tu amigo por una mujer que no amas ni deseas?

Nada dijo el jefe mafioso. Sus hombres observaban. Las armas tomaron. Por la decisión de su jefe esperaban. El hombre de las tres J a su amigo miraba. Lo hizo con minuciosidad; de pies a cabeza. ¿Qué haría? Nadie certeza tenía. Decidió abrazar a Hugo:

—Acepto tus disculpas, amigo. Sé que vos no la reconociste. —Los soldados de triple bajaron las armas.

—Así es, Joaquín. —Ambos se abrazaron con más fuerza—. Y como muestra de amistad, y en agradecimiento por tu perdón, te traje regalos: una botella del mejor whisky que se puede conseguir en este país y estas tres lindas niñas de San Mártir. No solo son hermosas; también son vírgenes. Estoy seguro serán de tu agrado.

—Gracias, Hugo. —El hombre de las tres J no se veía del todo complacido.

—Y aquí esta el dinero que te debía —le dio un paquete—. Te lo entrego con generosos intereses.

—¿Que no podías traerlo del exterior? Pensé que lo rastrearían y te encarcelarían…

—Es un riesgo que debía correr —dijo Hugo—. ¡Tu amistad es más importante que mi libertad!

—Gracias, amigo.

De esa forma Barreras y triple J sellaron la paz. Gracias a Dios lo hicieron. Eso era lo que mi campaña necesitaba. Respiré tranquilo. Estaba seguro de que esos dos se sacarían los ojos tarde o temprano. No me importaba que lo hicieran mientras no mordiesen mi mano.

—Bueno, ¡todo arreglado! —exclamó triple—. Y justo a tiempo. Hay un par de ilustres visitantes a punto de llegar. —Santander se acercó a su jefe y le habló al oído—. Mi segundo dice que ya llegaron. ¡Hacelos pasar, Santander!

—Buenos días, caballeros —saludó un hombre vestido con traje elegante. Era notoria su alta posición social—. Senador Barreras, doctor Malquisto, gusto en conocerlos. —Estrechó nuestras manos—. Joaquín habla mucho de ustedes.

—Hugo, Álvaro, les presento al doctor Chávez, empresario de la región —interrumpió triple J—. Es el más rico exportador de palma africana de este país.

—Encantado, doctor Chávez —le dije. Barreras hizo lo propio.

—Y este caballero tan serio —triple señaló al otro sujeto, quien, aunque bien parecido, tenía cara de pocos amigos— es el más prominente comandante de la mafia en San Mártir: mi camarada Martín de la Rosa, mejor conocido como el colibrí.

—Es un placer, comandante. —Estreché su mano. El sujeto hizo lo propio, pero no dijo palabra alguna.

—Recuerdo al comandante de la Rosa. Nos presentó el capitán Naranjo, ex comandante de la policía en San Mártir —dijo Barreras—. ¿Me recuerda, señor?

El tipo solo asintió.

—Vamos al grano: mis amigos aquí presentes están seguros de que vamos a ganar. Por eso nos quieren ayudar con un millón de estelas; quinientas mil cada uno. —Triple J detestaba perder el tiempo al hablar de negocios—. Álvaro, ellos quieren ser tus amigos.

—Me honran, caballeros —les dije—. Será un honor convertirme en su amigo. ¿Y qué puedo hacer yo, una vez electo, para honrar esta nueva amistad?

—Protección política, estimado senador —dijo Chávez.

—Todavía no lo soy —interrumpí.

—Lo será, no tengo duda. Y necesitaré de usted y de Hugo. Quiero expandir mis cultivos de palma africana a unas buenas tierras al oriente de Sahurí —prosiguió el hombre—. Son seiscientas hectáreas fértiles, hermosas y con buenas vías de acceso; pero los campesinos no quieren vender. Mi amigo triple J me ayudará a convencerlos para que vendan a buen precio y tengo amigos en la rama judicial que me ayudarán a legitimar la compra y a defenderme de posibles falsas acusaciones. De usted necesito sus habilidades en los círculos políticos —me dijo—. Quiero que me defienda ante cualquier calumnia, y que tenga posiciones férreas en contra de las reformas agrarias que los facinerosos de izquierda insisten en que se adopten. Ese sería el fin del campo y la producción agrícola en nuestro país. Esos mamertos y sus amigos bandidos quieren que esta nación se vuelva comunista. ¡No se los permitiremos! —gritó—. ¡Ese maldito papel que llaman acuerdo de paz lo haremos trizas!

—¿Solo eso, doctor Chávez?

—Solo eso, doctor Malquisto. Ni más, ni menos.

—¿Y usted, comandante de la Rosa? —Dirigí mi mirada hacia el otro hombre—. ¿Cómo debo ayudarle?

—Triple y yo iremos tras el control total de las bandas criminales en San Mártir luego de las elecciones. Necesitamos amigos políticos que dilaten la acción de los jueces —respondió el hombre de mala gana—. Seré sincero: al contrario de Joaquín, no confío en ustedes, los políticos. No me agradan… Pero los necesito. —El hombre no solo era maleducado; también altanero y desafiante—. Sé que el dinero nos convertirá en buenos socios; en socios de confianza. Y las balas serán las garantes de nuestro pacto. ¿Entendido?

—Ja, ja, ja. —Triple J trató de romper la tensión—. Martín, vos siempre tan sincero… No te preocupés: Hugo y Álvaro son hombres de total confianza. Podés estar tranquilo.

—Eso espero. —De la Rosa continuaba mirándonos mal.

—¿Y consideran conveniente, comandantes, el iniciar una guerra en la ciudad? —dije—. El país viene disfrutando de un inusitado período de paz.

—Ese no es problema suyo —respondió de la Rosa.

—Álvaro, hay asuntos en marcha que pocos conocemos. Y es mejor que así continúen. Por ahora solo puedo decir que el momento de una paz duradera se acerca. Pero algunos comandantes de nuestra organización se han negado a obedecer las órdenes superiores —dijo triple J—. Por esa razón nos vemos obligados a declararles la guerra y tomaremos todo lo que es suyo. Es una orden de Mendoza.

—¿No te estarás refiriendo a…? —Sorpresa fue mi sensación.

—Dejalo así por ahora. —Triple habló muy en serio. Luego sonrió—. Bueno, a celebrar. ¡Santander, marica, traé el whisky! Estas nuevas alianzas merecen una copa.

Luego de brindar con mis nuevos y viejos «amigos» retorné a San Mártir. Había mucho trabajo por hacer y el día de las elecciones se acercaba con la rapidez de una tormenta.

 

Dos semanas para el día de las elecciones. Tensión era mi estado normal. Mis adversarios eran muchos y todos querían quitarme votos. El resultado de las elecciones todavía se vislumbraba incierto. Todo continuaba en suspenso. José Luis Duque y Juan Fernando Benedetto eran mis más acérrimos y poderosos adversarios. Todos los días me atacaban. Sabían que de los tres, solo dos alcanzaríamos el objetivo de llegar al senado y disfrutar del erario. Yo lo sabía, también. Era preciso asegurar a los líderes sociales.

—Cinco mil estelas —dije—. Cinco mil para doscientos líderes que aporten al menos doscientos votos. Cada uno recibirá esa cantidad.

—Doctor Malquisto, ¿no cree que es mucho dinero? —preguntó Pascal Martí.

—Un millón de estelas es demasiado dinero, pero nos asegurarán cuarenta mil votos. Con eso la victoria será contundente —contesté.

—¿Y si nos descubren? —interrumpió Mariela Zuccardi—. ¡Iríamos a la cárcel!.

Pedro Mirté me recomendó usar esa estrategia. Las otras campañas al senado repartían regalos por doquier y podrían comprar la lealtad de mis seguidores. «Un perro hambriento morderá la mano de su amo y lo traicionará tan pronto huela la comida», me dijo.

—Mariela, por favor. Me parece que la estrategia de Álvaro es acertada —dijo Barreras—. Asegurará nuestra victoria. Y no te preocupes, todo está bien planeado. No tendremos problemas con las autoridades.

—Quiero se aseguren de que no tiraremos el dinero a la basura. Quien lo reciba habrá de garantizar esos doscientos votos como mínimo —les dije muy serio—. Ustedes les pedirán llenar las planillas con los datos de sus votantes. Y el día de las elecciones cada votante habrá de presentar su certificado electoral para recibir el obsequio: tejas, ladrillos, cemento, dinero; no me importa. Lo que deben procurar es que el valor del regalo no sea superior a veinticinco estelas por persona.

—No sé —insistió Zuccardi—. Es mucho riesgo…

—Mariela, deja de preocuparte. —Pascal la tomó por una mano—. Nada malo sucederá. Los doctores tienen razón: así aseguraremos la victoria.

—Deberías ver esto, Álvaro. —Barreras miraba su teléfono. Parecía molesto—. Ese maldito…

—¿Qué sucede? —me preocupé.

—Míralo tú mismo.

En redes sociales colgaron un video en el cual José Luis Duque me acusó de ser un aliado y protector de la mafia. Decía que yo era igual a Hugo, mi mentor. El imbécil invitaba a no votar por mí; afirmó que era un corrupto y un mafioso como todos los políticos.

—¡Hay que matarlo! —gruñó el hombre de las tres J tan pronto se unió a nosotros—. Ese bastardo debe morir hoy mismo.

—¡No! —respondió Hugo—. La presión social haría que las autoridades cayeran sobre nosotros. Y ese sería el golpe de gracia para la campaña.

—¿Qué haremos entonces? No podemos quedarnos cruzados de brazos —arguyó triple.

—¿Cuánto me costaría el que uno de los desmovilizados en San Mártir declare en contra de Duque? —pregunté.

—¿Desmovilizados de los grupos terroristas? —preguntó Zuccardi.

—Sí…

—Diez mil estelas, cuando menos —interrumpió Pascal—. Pero no veo el punto.

—El punto de Álvaro, apreciado Pascal, es que señalaremos a Duque de ser un terrorista subversivo —dijo Barreras—. ¿O me equivoco, amigo mío?

—En absoluto. Eso quiero —contesté.

—¡Me gusta la idea! —exclamó triple—. Doctor Malquisto, al fin piensa usted como un político.

Eso hicimos. Pagamos a un rebelde desmovilizado para que declarase en contra de mi enemigo. El tipo exigió veinte mil estelas a cambio de afirmar, bajo gravedad de juramento, que Duque era amigo personal y financiador de uno de los más sanguinarios jefes terroristas del país. Funcionó. Pronto las acusaciones que ese sujeto lanzó en mi contra se olvidaron, mientras las nuestras se multiplicaron. Ustedes lo saben, apreciados conciudadanos: la gente de este país odia a los rebeldes y ama a los mafiosos. Para los noticiarios fue rentable hacer de esas acusaciones un asunto de seguridad nacional. Eso les diorating. La campaña de Duque se hundió luego de eso. Lo tenía merecido. ¡Lo merecía por sapo!

—Maldito animal rastrero —me dijo Juan Fernando Benedetto al encontrarlo de casualidad en un restaurante de San Mártir—. Que más puede esperarse de un títere de Barreras…

—Me ofende, senador —contesté—. ¿Por qué me habla en ese tono?

—Me asquean quienes hacen de la política una actividad rastrera. Lo creí un perrito faldero de narcos y políticos corruptos, pero lo consideraba un hombre.

—¡Le exijo que no me falte al respeto, señor! —grité—. No le tengo miedo. —La verdad sí le tenía. Era uno de los hombres más altos del país. Medía un metro setenta y cinco, cuando menos—. ¡Y no entiendo de qué se me acusa!

—Cínico. Recurrió a la calumnia para deshacerse de Duque…

—No es mi culpa que ese sujeto fuese un maldito mamerto comunista como lo es usted. Y que le quede muy claro, senador: ¡fue él quién me calumnió!

—Ja, ja, ja. ¡Hasta buen actor salió! Las acusaciones de Duque son ciertas. —Benedetto me encaró. Tuve que levantar mi cabeza para mirarlo—. ¡Usted es socio de los mafiosos!

—Una palabra más, estúpido idiota, y verá como tiro sus dientes al piso de un golpe… ¡No me conoce!

—Si no estuviéramos en campaña se los tiraría yo a usted, «caballero». —Benedetto me dirigió una sonrisa burlona—. Ojalá y el pueblo tome conciencia y no vote por usted. Ratas no necesitamos más en el senado.

—Estoy de acuerdo —le dije. De repente sentí como empuñé mis manos—. ¡Con usted es más que suficiente!

El senador se dispuso a atacarme, pero sus asistentes se lo impidieron. Pascal Martí también impidió que yo hiciese lo propio. A partir de ese momento ambos fuimos enemigos políticos. Y las cosas terminaron muy mal para ambos.

 

—¡Maldición! —grité—. Son las siete de la mañana y los buses no han llegado. ¿En dónde diablos están?

—Vienen en camino, doctor —respondió Pascal. Ese día lo vi más repulsivo que de costumbre—. Tenga paciencia; están por llegar.

—¡¿Paciencia?! ¡Cómo diablos quiere que tenga paciencia! —grité de nuevo—. Hay mil personas en el barrio Colón listas para salir a votar a las ocho de la mañana en punto, y no hay un maldito bus todavía para llevarlos al puesto de votación. ¿Y los regalos? ¿Está todo listo?

—Sí, doctor —respondió con timidez.

—Doctor Malquisto, guarde la calma —dijo Pedro Mirté a mi oído—. Su mal genio revela inseguridad. Y no puede transmitir tal sensación a sus colaboradores. Un verdadero líder transmite seguridad a sus ovejas.

—Tienes razón —le dije a Pedro. Luego giré hacia Martí—. Amigo, discúlpame. Solo vuelve a llamar al hombre de los buses —le dije—. Asegúrate de que están por llegar.

—Como ordene, doctor —Martí dirigió su mirada al piso. Parecía intimidado.

—¡Arriba ese ánimo, Pascal! Hoy es un gran día y estoy seguro ganaremos. Y en este mismo momento, no importa si ganamos o perdemos, quiero agradecer tu gran papel en esta campaña. —Estreché su mano—. No hubiese podido hacerlo sin ti.

—Usted es un gran líder, doctor… ¡Gracias por permitirme hacer política a su lado! —exclamó—. Siempre lo seguiré.

El día de las elecciones había llegado. Decidí apersonarme de la logística en San Mártir. Al tener en esa ciudad el mayor potencial de votantes era indispensable asegurarse de que todo saliese bien allí.

Su servidor era un manojo de nervios. Había nueve millones de estelas en juego. Tres eran de mi propio capital y no era mi intención perderlos. Solo siendo senador los recuperaría y multiplicaría. Todo debía ser perfecto.

Transportes, almuerzos, regalos, dinero… todo había de ser entregado en el momento oportuno. Solo así aseguraría la victoria. El pueblo me seguía por mi carisma y oratoria, pero no me arriesgaría a una derrota. Era todo o nada.

—Doctor, comienzan a llegar los resultados de esta ciudad… Ya hay tendencias —dijo Mariela Zuccardi, quien cargaba a su perra. No se separaba de ella.

—Llegó el momento —dije. Luego inhalé aire—. ¿Cómo vamos?

—Segundo lugar en toda la ciudad. Doce mil votos con el veinte por ciento escrutado —respondió—. ¡Felicidades, senador!

Tenía razón. La tendencia indicaba que obtendría por lo menos sesenta mil votos en la ciudad. Los resultados de otras regiones de Nueva España no tardaron en llegar a mi sede de campaña. La misma tendencia. El pueblo y el dinero habían dado su veredicto: ¡sería senador de la república!

Álvaro, felicitaciones. —dijo mi esposa al teléfono.

—Gracias, mi reina. No lo habría logrado sin ti.

Nada hice…

—Tú eres mi fortaleza. Lo hice por ti y para ti.

Gracias.

—¿Y Ernesto? Pásalo al teléfono, mi princesa.

No está conmigo. Salió con sus amigos. Imagino te llamará más tarde.

—Está bien. ¡Te amo!

Natalia nada respondió. Terminó la llamada protocolaria. En ese momento la pensé molesta conmigo por mi ausencia. Me equivoqué…

Las llamadas de felicitación se sucedieron una tras otra, tal como era costumbre. Amigos, familiares, empresarios, otros políticos… mafiosos. Todos llamaron a felicitarme por la contundente victoria. Y a recordarme su aporte. Lo sugerían de manera indirecta, pero lo hacían.

Fueron casi ciento treinta mil votos los que obtuve. La segunda mayor votación de Nueva España en esas elecciones. Superé con creces los resultados de Hugo Barreras en las anteriores. Eso significaba que no gané solo por él. ¡Yo tenía caudal electoral propio y no estaba obligado a compartirle todo el pastel! Pero había alguien a quien sí debía mucho. Y era tiempo de celebrar a su lado:

—¡Malquisto, maldito; vení y dale un abrazo a tu amigo! —gritó triple J tan pronto entré al hermoso salón principal de la Daniela, su hacienda en Sahurí—. ¡¡Felicitaciones, senador!!

—Lo logré gracias a ti, mi amigo. —Lo abracé con fuerza. Tan fuerte, que el delicioso aroma de su perfume varonil impregnó mi olfato—. ¡Te debo tanto!

—Nada me debés, más que tu amistad. Has demostrado ser leal a mí; no como otros…

—¿Hablas de Hugo? —Triple era demasiado sincero cuando bebía.

—Sí, pero ese güevón no importa en este momento. ¡Celebremos!

Lo hicimos. Bebimos mares de whisky y tuvimos montañas de carnes, pertenecientes a hermosas mujeres, montando sobre nosotros. Todo era felicidad. Todo el mundo sonreía. En los ojos de los hombres de triple algo había cambiado. No me miraban de la misma forma. Ahora había respeto y no sorna. Lo comprendí: en ese momento era poderosa persona.

Desperté hacia las diez de la mañana del día siguiente con una horrible jaqueca. Buscaba una cerveza. Solo eso daría un poco de alivio a mi cabeza. Encontré a triple J bebiendo una en la piscina:

—Álvaro, vení —dijo mientras levantaba su mano para que lo viese—. Agarrá una cerveza y entrá en la piscina. Eso aliviará tu resaca.

—¿Tan evidente es?

—Sí —Sonrió—. Te ves terrible… ja, ja, ja.

Bebí la primera cerveza de un solo envión. Destape la segunda y me lancé a la piscina. El agua y el alcohol aliviaron en algo mi dolor.

—¿Se siente un poco mejor, senador? —preguntó triple.

—Algo. El agua fría ayuda un poco.

—Más tarde tomaremos sopa de pollo. Es el mejor remedio que conozco para la resaca. Álvaro, ¿qué pasó con Hugo? —dijo triple. Acarició su gruesa cadena de oro—. ¿Por qué no vino contigo?

—No lo sé —contesté—. Me felicitó por teléfono y se excusó de venir. Manifestó estar enfermo.

—Le creo. Debe estarlo…

—¿En verdad?

—Sí —respondió Joaquín—. ¡Enfermo de envidia! Vos sacaste casi el doble de votos que él en las pasadas elecciones; cuando era más fuerte. Debe estar deprimido.

—¿Eso crees?

—¿Vos no? —Sus ojos estaban fijos en los míos.

—La verdad… sí.

—No lo culpo, es natural —dijo triple—. Está siendo testigo de cómo creó un monstruo político que podría morder su ahora corta mano. Lo imagino en este momento pensando en qué debe hacer para tenerte bajo control. —Joaquín tomó un par de cervezas más de la hielera portátil junto a la piscina—. La pregunta importantes es… ¿se lo permitirás?

—Gracias a él soy senador electo de la república. Le debo gratitud.

—La gratitud es un concepto difuso y depende de la interpretación de cada persona. La gratitud que vos sentís hacia Hugo es grande, y eso hará que lo participés de buenos negocios; pero hasta tú, tan leal como lo sos, tenés límites. Barreras no. —Triple J bebió de su cerveza—. Hugo espera que tu gratitud te obligue a hacer todo lo que él diga. ¿Lo harás?

—Hay personas que merecen mayor gratitud —contesté—. Hugo me ayudó con parte de sus maquinarias políticas, pero ni una estela invirtió en mi campaña.

—Parte de sus maquinarias… entonces también lo sabés.

—Sí —contesté—. Sé que también apoyó a otro candidato. Mala suerte para él que no resultó elegido.

—Un amigo leal no habría hecho eso…

—Lo sé.

—Ten en cuenta que Barreras, al dividir su votación, no te aportó más de treinta mil votos —me dijo—. Podrías haberlo hecho sin él.

—También lo sé —le dije.

Guardamos silencio. Triple insinuaba que debíamos deshacernos de Barreras. No le perdonaba el incidente con la mujer. Instantes después decidí retomar la conversación:

—Sé que no ha sido del todo leal, y que hace cosas a espaldas nuestras; pero es un mentor y un amigo…

—Como querás. No deseo que nos molestemos por tan poco. Luego hablaremos de nuevo sobre el amigo Barreras. —Triple rodeó mi espalda con su brazo—. Ahora, Álvaro, es necesario que tratemos un asunto mucho más importante.

—Dime.

—El colibrí y yo no fuimos los únicos comandantes en apoyar a un político en estas elecciones. Se hizo por todo el país. Por lo menos sesenta por ciento del senado ahora está conformado por amigos nuestros, como tú.

—Si eso es cierto, ustedes ahora son el mayor partido político de esta república —le dije.

—Tenés razón. Lo somos.

—¿Por qué lo hicieron? Tenía entendido que no confían mucho en los políticos.

—Fueron las órdenes de Mendoza y Gómez. La más grande ambición de Mendoza es convertirse en el presidente del país y refundar la república —respondió mi socio—. Y no hay duda de que lo logrará. Este país se ha convertido en uno de derechas en el cual el más fuerte prevalece. Y Mendoza es el más fuerte.

—Enfrentará a enormes adversarios en su carrera por la presidencia —dije—. Enfrentará a los verdaderos dueños de este país. Podría perder…

—Te acordarás de mí, Álvaro. Ganará con facilidad. Este país ahora es nuestro.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Más que el dinero que invertí en tu campaña me interesa tu amistad. Esa amistad representará votos para Mendoza. Sé que serás un buen amigo suyo.

—Me gustaría —lo dije más por protocolo—, pero no lo conozco siquiera.

—Ya lo conocerás.

—Joaquín —dije luego de pasar un minuto en silencio—. Hay muchas sombras sobre él. Hay quienes dicen que es uno de ustedes.

—Lo que digan no importa —respondió muy serio—. Lo que importa es el futuro. Este país necesita un hombre fuerte. Y Mendoza es el más fuerte de todos. Todavía más que su mentor, el ex presidente Gómez. —Su semblante cambió. Sonrió—. Podés pensar que soy un mafioso inculto, pero la verdad me gusta mucho leer. Historia, más que nada.

—No lo sabía. —Jamás lo vi tocar un libro—. No creí te gustara.

—Solo lo hago en privado. Si mis hombres me vieran, perderían el respeto hacia mí. Mirá, amigo Malquisto: los grandes reinos fueron levantados por hombres fuertes; por hombres que hicieron lo necesario en el momento oportuno, y sin oprimir su pensar con tontas ideas moralistas. —Posamos nuestras manos sobre dos cervezas más—. Este país tendrá un futuro brillante con Mendoza. Él hará lo necesario.

—Sé que así será. —No podía rebelarme de manera abierta contra lo que triple insinuaba—. Pero ten en cuenta, Joaquín, que reyes y emperadores forjaron sus reinos sobre los huesos de sus súbditos. Esos reinos ahora son vestigios de un pasado bárbaro. Esta es la era de la civilización y la democracia —dije—. Ya no hay lugar para la barbarie.

—Barbarie es lo único que esa tonta idea romántica le ha traído a nuestro pueblo. La democracia es la barbarie disfrazada de libertad que políticos corruptos y asesinos ejercen contra el pueblo. Ya es hora de que un hombre determinado y fuerte termine con eso y devuelva la paz a estas tierras.

—¿Darán un golpe de estado? ¿Convertirán a este país en una dictadura? —pregunté asustado.

—¡Por supuesto que no! —respondió firme—. Jugaremos con las reglas de los políticos. Luego las cambiaremos, de ser necesario.

—Te debo mucho, Joaquín. Ten la plena seguridad de que te ayudaré en todo cuanto pueda —le dije—. Pero te ruego recuerdes algo: somos hombres civilizados viviendo en un país civilizado.

—¿Y quién dijo que los hombres somos civilizados? —Triple acompañó sus palabras con una sonrisa burlona—. Malquisto, los hombres somos poco más que bárbaros afeitados usando bonitos pantalones para cubrir nuestros deseos de matar por riquezas. No lo olvidés…

 

Salí de la hacienda de mi socio hacia las cinco de la tarde. Era de noche al llegar a mi residencia en San Mártir. Deseaba como un loco ver a mi esposa y a mi hijo. La campaña al senado robó todo mi tiempo y poco pude verlos durante esos cinco meses. Ansiaba abrir la puerta de mi casa y ser recibido por un dulce beso de mi hermosa esposa y un abrazo de mi hijo. Los extrañaba. A diario los pensaba. Introduje la llave en la cerradura y la giré, pero no encontré un hogar. Encontré un páramo. Ninguna de las luces de la casa estaba encendida. Solo la tenue luz azul del televisor iluminaba un poco el salón de estar del segundo nivel. Allí encontré a mi esposa. Bebía un trago mientras sus ojos se perdían en las imágenes, vacías y carentes de sentido, que se proyectaban en la pantalla del aparato.

—Hola, mi princesa —saludé.

—Hola —respondió sin mostrar la más mínima emoción con mi presencia.

—¿No merece tu esposo un beso de bienvenida?

—No veo a mi esposo desde hace muchos días. Olvidé su rostro…

—Amor, no nos tratemos mal; te lo ruego.

—No te trato mal. Solo digo la verdad. —Sus ojos continuaron fijos en las imágenes. Era como si yo no le importase.

—¿Puedes al menos dirigirme la mirada al hablar?

—Por supuesto. También te sonreiré. —Fingió. Parecía una niña pequeña burlándose de un compañero de escuela.

—Sé que he estado ausente, pero lo hice por nuestro futuro. El porvenir de esta familia, y mi amor por ustedes, son mi única motivación para salir adelante. Al menos deberías tratarme con respeto.

—Como digas.

—¿Preferirías que me marchase? —le dije—. Lo haré si gustas.

—Es tu decisión…

—¿Y Ernesto? —pregunté.

—Castigado en su cuarto —respondió ella—. No pasó la noche en casa. ¡Estoy harta de él!

—Me parece bien que lo hayas castigado. Ernesto es muy joven para hacer lo que le viene en gana.

—Preferiría que lo castigaras tú, pero nunca has estado para hacerlo. Tampoco para darle cariño. —Natalia sirvió otro trago. No había notado la botella de licor al lado del sillón.

—¿Te molesta si bebo un trago contigo?

—La verdad sí —respondió sin dirigirme la mirada—. No recuerdo haberte invitado y la verdad preferiría que disciplinaras a Ernesto en este instante.

—Está bien, lo haré.

Fui directo a la alcoba de mi hijo. Sabía que no sería sencillo reconquistar el corazón de mi familia, pero no creí que Natalia me tratase tan mal. Más que mi esposa actuaba como mi enemiga. Ojalá. Los enemigos odian. Natalia me ignoraba. Me sentí bajo; tal como una alimaña que no merece siquiera el desprecio.

—Hijo, abre la puerta. —Había golpeado la madera en unas tres ocasiones. Nadie atendía—. Hijo, por favor…

—¿Qué quieres? —El muchacho se dignó a abrir la puerta. Tenía la mirada inerte de su madre. Hasta eso le heredó.

—Solo hablar…

—Eso hacemos.

—¿Puedo pasar? —le dije.

—La casa es tuya. —Fue su lacónica respuesta.

Tomé asiento en su cama. Me impresionó el desastre en cual mantenía el cuarto: sucio, desordenado, con mal olor… Comprendí que el niño obediente y simpático que tuve antes de ser alcalde de Sahurí se había ido. Y su lugar fue ocupado por un adolescente sucio y maleducado.

—Quiero que limpies este cuarto mañana temprano —le dije.

—Como ordenes.

—¿Qué sucede contigo? Me prometiste cambiar. Tu madre dice que no llegaste a dormir anoche. —Ernesto guardó silencio—. ¿En dónde diablos estabas?

—Con el diablo —respondió.

—¡Hablo en serio, maldición!

—Yo también —me dijo con burla.

—Mira, hijo —Traté de guardar la compostura. Recordé que en mi adolescencia odiaba ser desafiado—: no solo soy tu padre; también soy tu amigo. No quiero castigarte. Confía en mí, dime el porqué de este comportamiento.

—No eres mi amigo… Ni siquiera mi padre.

—Hijo, esas palabras son muy fuer…

—¡Déjame solo! —gruñó—. Eso es lo que mejor haces. Me dejaste solo cuando querías ser alcalde y me dejaste solo cuando querías ser senador. Lo lograste, así que me dejarás solo de nuevo. —Una lágrima rodó solitaria por su mejilla derecha—. Vete, déjame solo; no es necesario que pases tiempo conmigo. Y no te preocupes: nunca volveré a dormir fuera de casa.

Así lo hice. No lo dejé solo porque él me lo ordenase; simplemente me dolieron en el alma sus palabras. No creí que me odiase. Me dirigí de nuevo a charlar con Natalia. Todavía hoy lamento el haberlo hecho:

—Creo que Ernesto me odia —dije—. No pude castigarlo.

—Lo sé. Nada puedo esperar de ti.

—Natalia, yo…

—Déjame sola —interrumpió—. No deseo charlar contigo.

—Mujer, me faltas al respeto —dije serio.

—¿Y qué harás? ¿Me golpearás de nuevo? —preguntó desafiante—. Adelante, hazlo. —Se levantó del sillón, me encaró e inclinó su rostro hacia mí—. Ya estoy acostumbrada. Una nueva golpiza no me matará.

—No, nunca más lo haré. Lo prometí. —Sentí mis ojos hacerse agua—. Será mejor que me marche…

—Álvaro, yo… No es tu culpa. Es mía.

—No, mi amor; no lo es. Los abandoné. Antepuse la política a mi familia. —Lágrimas humedecieron mi rostro—. ¡Perdóname!

—No es eso —respondió. Se veía preocupada; arrepentida—. Es que yo… olvídalo.

—Dime que sucede, mi princesa. —La tomé por las manos—. Lo que sea suceda lo solucionaremos juntos.

—Álvaro —Natalia no se atrevía a hablarme—, yo… yo…

—Dime que sucede.

—Quiero el divorcio.

—¡¿Qué?! —Sentí caer al vacío.

—Quiero que nos separemos.

—Mi princesa, puedo cambiar —dije al caer sobre mis rodillas—. Prometí nunca tocarte de nuevo y lo he cumplido. Te prometo pasar más tiempo contigo y Ernesto. ¡No me alejes de ti!

—No es tiempo el problema. Simplemente no te amo —me dijo—. Yo no te amo, Álvaro.

—¿Hay otro hombre, no es así?

—No.

—¡Confiésalo, maldita sea! —Grité al abrazarla por la cintura.

—No es otro hombre, te lo juro por mi vida —contestó.

—Entonces no es nada que no podamos arreglar. Si no amas a otro, estoy seguro podemos salvar esta relación. —Seguí aferrado a sus piernas y cintura. Sentí como mis lágrimas lavaron su pantalón.

—No hay forma de salvar este matrimonio —dijo.

—¡Claro que sí! Solo dime lo que debo hacer. ¡Juro ante Dios que lo haré!

—Álvaro, soy gay…

Para ser sincero, mis apreciados conciudadanos, los últimos meses de la campaña al senado los pasé con el temor constante a una llamada de Natalia para decir que me abandonaba. No éramos felices, y en mi corazón sabía que nuestra relación agonizaba. Lo que nunca pensé es que Natalia fuese homosexual. Bueno, sí lo pensé; pero nunca lo comprobé y decidí olvidar el asunto. En ese instante me tomó por sorpresa.

—¿Qué? No entiendo, Natalia…

—Soy homosexual. Esa es mi verdad.

—¿Pero cuándo? ¿Cómo?

—Creo que desde siempre, pero nunca me atreví a aceptarlo. Preferí negarlo y aparentar el ser feliz. Lo único que conseguí fue que en mis días nunca se viera la luz del sol. —La mujer rompió en llanto—. Quise complacer a mi familia. Quise complacerte a ti. Fui infeliz y te he hecho infeliz. —Tomó mi cabeza con sus manos. En ese momento me repugnó. No se lo permití y me puse en pie—. ¡Perdóname, Álvaro! Convertí nuestras vidas en un infierno. Ahora quiero ser feliz; quiero que tú seas feliz. —Trató de abrazarme. Le di mi espalda—. Eres un buen hombre y estoy segura de que comprenderás mi sufrimiento. Terminemos con esta farsa, seamos felices. ¡Seamos amigos!

—¿Laura es tu amante, no es así?

—Álvaro, eso no tiene la menor importancia…

—¡Sí para mí, maldición! —grité—. ¡Responde!

—Sí.

—Malditas… se rieron en mi cara.

—Nunca quise hacerlo. El miedo a aceptar lo que soy, y el miedo a destruir tu vida y la de Ernesto, me obligaron. Sufrí cada vez que te engañaba con ella. —Natalia limpió las lágrimas en su rostro—. Eras un hombre bueno y honesto que trabajaba de sol a sol para darle una buena vida a su familia. Yo te quité eso. Mi frustración con la vida me obligó a convertirte en algo que no eras. —Sirvió un trago. Lo bebió de un solo sorbo—. Yo te convertí en el político codicioso que eres ahora. ¡Destruí al buen hombre! No quiero lastimarte más; es por eso que debes dejarme partir.

—Imagino que fue un terrible sufrimiento el revolcarte en la cama con otra mujer mientras yo me partía el lomo.

—Álvaro, te quiero mucho; no te imaginas cuánto. No me alcanzará la vida para perdonarme por causarte tanto daño. No espero me perdones; solo espero que entiendas y terminemos con esta tragicomedia.

—Maldita zorra. —El odio y el rencor se apoderaron de mi corazón—. ¡Me das asco!

—Tienes todo el derecho a…

—¡¡Cállate!! Prometí nunca más golpearte y soy un hombre de palabra. Agradece que lo prometí. —Empuñé mis manos—. De lo contrario te daría la golpiza que mereces. ¡Eres una zorra inmunda!

—¿Qué pasa aquí? —Ernesto irrumpió en la escena—. ¡No te atrevas a golpear a mi mamá de nuevo!

—Vete de aquí, Ernesto —le dije—. ¡Nadie te llamó!

—No permitiré que le pongas un dedo encima. —Mi hijo decidió encararme—. Si lo haces, te juro que…

—¡¡Que te largues!! —Lo golpeé en el rostro. Toda la furia que me produjo la confesión de Natalia la canalicé en ese golpe. Casi le rompo la nariz al muchacho—. ¡Este no es asunto tuyo!

—¡Animal! —gritó la lesbiana—. ¡No lo golpees más!

—No quiero verlos otra vez. Eres una decepción. —Señalé a mi hijo—. Y tú eres una zorra inmunda. —La señalé a ella—. Dormiré en un hotel esta noche. No quiero verlos mañana cuando regrese.

Conduje tan rápido como me lo permitió el motor de mi coche. No podía creer lo sucedido. ¡Mi esposa era gay! Estaba decepcionado. Y alterado. Quería descargar mi furia; esa que no pude descargar sobre Natalia, por más que la odiase. La ira y el rencor me motivaron a actuar:

—Pedro, te necesito.

¿A esta hora de la noche?

—Sí.

¿En qué puedo servirle, doctor Malquisto?

—Quiero que…

 

Arribé a la casa, pequeña y humilde, hacia las tres de la madrugada. A pesar de la premura Pedro Mirté actuó con diligencia y pudo coordinar la operación con los hombres de Martín «el colibrí» de la Rosa en la capital; todo con la venia del comandante mafioso. Subí en mi camioneta por las empinadas calles del barrio Colón en San Mártir. Por esas calles estrechas difícilmente dos vehículos transitaban al mismo tiempo por ambos carriles. El asfalto en mal estado hacía que las calles pareciesen más caminos rurales en tierra que las vías de una ciudad pomposa. Los ladrillos de arcilla de las viviendas adquirían a esa hora una tonalidad ocre oscuro, pues casi nada reflejaban de la escasa luz proveniente de las pocas lámparas del alumbrado público.

Desde lo más elevado del barrio se veían, a lo lejos, las luces del centro de la ciudad y los barrios de estrato alto. A lo lejos se veía la esperanza. Desde allí era evidente a los sentidos que San Mártir no era una ciudad: eran dos. Y hasta tres. La ciudad de los ricos, la ciudad de los políticos y la ciudad de los pobres. Mundos tan distintos como lo son el hielo y el fuego conviviendo en un espacio ínfimo. De noche la ciudad podía atravesarse en poco más de treinta minutos. De día era imposible hacerlo en menos de tres horas. Mundos opuestos separados por unos pocos kilómetros. Un mundo de sufrimiento y pobreza separado de un mundo fastuoso por tres horas en automóvil. Un mundo de desesperanza separado de uno de opulencia por un centro de codicia y corrupción. Eso es San Mártir.

Pero no estaba en lo más recóndito del barrio Colón para pensar en la ciudad y su gente. Estaba allí para pensar en venganza. Me dispuse a descender de mi camioneta. No podía esperar para descargar mi ira y frustración.

—¿Está seguro de esto, doctor Malquisto? —preguntó Pedro Mirté.

—Sí. Ya es tiempo.

—Han pasado varios meses. Nadie lo recuerda ya —dijo—, pero es necesario que tomemos precauciones. No mire a los ojos a ninguno de los hombres a la entrada. Tampoco charle más de lo necesario con quienes lo esperan dentro. No les de su verdadero nombre, siquiera.

—Así lo haré.

—Bueno, no espere más —me dijo—. Su venganza aguarda.

—¿No irás conmigo? —pregunté.

—He decidido sobre la vida y la muerte, pero no tengo estómago para las agonías. —Sonrió—. Lo esperaré en el vehículo.

—Como quieras.

Entré a la vivienda. Tuve la sensación de que en ese lugar olía a muerte. No era un olor desagradable. Tampoco uno muy notorio. Era dulce. Y embriagante.

Puertas y ventanas estaban selladas. Ninguna superficie lavada. Los hombres me condujeron a un pequeño cuarto en donde tomé asiento en una silla plástica. La función estaba por iniciar.

—Aquí está su hombre —dijo el verdugo—. ¿Cuáles son sus órdenes?

Encadenado a una de las paredes tenían a Juan Diego Ramírez, asesino de mi hermano Gonzalo. Procedí tal como Pedro Mirté me lo había indicado meses atrás. Lo perdoné en público y clamé por su liberación. Eso me trajo muchos votos. Por una buena suma de dinero encontré a jueces y fiscales devotos, quienes le otorgaron la libertad. Lo que el dinero puede hacer en mi país es cosa de locos.

Al marica nunca lo perdoné. Siempre quise mi venganza contra él. Al fin había llegado el ansiado día.

—¡Doctor, salve mi vida, se lo ruego! —gritó el maricón—. Usted bien sabe que soy inocente. ¡Yo amaba a su hermano!

—Dije en público que era inocente. —Bebí un trago. Los hombres del colibrí tenían una botella de whisky preparada para mí—. No está aquí por eso.

—¿Lo vieron? ¡Se los dije! —Sonrió el sujeto—. ¡Les dije que era inocente!

—Está aquí, señor Ramírez, para responder por un crimen del cual sin duda es culpable —le dije—. Usted es un inmoral; un animal que atenta en contra de la naturaleza para satisfacer sus retorcidos deseos. Esta aquí para ser juzgado por marica.

—¿Qué? —El sujeto se veía sorprendido—. No entiendo.

—No solo es marica; también es un imbécil.

—Doctor, usted siempre fue un férreo defensor de mi comunidad…

—Y mire qué recompensa recibí por ello: un hermano muerto y una esposa…

—¿Su esposa es gay?

—¡Cállenlo ya! —gruñí—. No soporto escuchar esa voz de niña consentida.

Dos hombres iniciaron la golpiza. Patadas en los testículos, golpes en abdomen y cabeza… Dos dientes le tiraron al piso. La sangre fluía por su rostro.

—¡Doctor, por favor! Yo… yo no he hecho nada. —El marica lloró—. ¡Así me hizo Dios!

—Dios no hace depravados y asesinos… Lo son porque así lo desean —contesté—. Caballeros —dije a los encargados de la tortura—, procedan.

—Será mejor que se marche —dijo uno de ellos—. Esto no será agradable.

—Quiero ver cómo este animal paga por sus crímenes. Y estoy cómodo con mi asiento y el licor —repliqué—. Procedan…

Así lo hicieron. Desenfundaron los machetes. Las hojas de las armas brillaron bajo la luz tenue de las velas que iluminaban la habitación. La tortura no fue solo física; también lo fue psicológica: afilaron las armas frente al homosexual que sería ajusticiado. Probaron el filo cortando con suavidad la piel de brazos y piernas. También lo sodomizaron por el culo con palos de madera. El sujeto lloró de angustia; me suplicó por su vida. De nada valía. Los verdugos iniciaron cortando los dedos de las manos: primero los meñiques, luego los anulares; por último los pulgares… El marica gritó. Y mucho. Lo amordazaron. Decidieron cortarle los brazos. Se retorció por el dolor. Yo bebía mi licor. El sabor era particularmente dulce. Parecía que bebía whisky con miel. Ramírez se desangraba. Le desollaron parte de la piel. Di la orden de que aceleraran su muerte. Ya era suficiente. Le cortaron la cabeza. Luego las manos y los pies… Lo picaron. Los restos al ácido lanzaron. Así no quedaría rastro de lo que fue.

—¿Y bien, doctor? —dijo Pedro Mirté tan pronto regresé a mi camioneta—. ¿Fue como lo esperaba?

—Eso y más. Ya estoy tranquilo.

—¿Y hacia dónde nos dirigimos ahora?

—Ahora, mi querido amigo, vamos por la gloria. Y por el poder.