13
YO SOLO FUI UN SOLDADO…
Los suaves tonos del crepúsculo acababan de irse de los altos muros del camposanto. El lugar resultó ser una vieja ladera a las afueras de La Capital perteneciente a un antiguo convento de franciscanos, ahora derruido. La gran ciudad, vista desde allí, parecía marchitarse entre las arboladas de la montaña que la envolvía. Miles de bombillas aún se podían ver palpitando a esa hora de la mañana.
Rodeamos todo el lugar buscando algún resquicio donde poder colarnos hacia el interior de aquellos densos muros. Había una gran verja con una campanilla soldada en uno de sus barrotes rodeada de una pesada cadena con un candado. Ningún alma de este mundo ni del otro parecía querer ayudarnos. Aún me encontraba perturbado por el día anterior. Era demasiado temprano para no sentirse cansado y abatido.
Pierre empezó a zarandear la reja con violencia. Temí por un instante que toda la argamasa de hierro, cemento y hormigón se desplomara a nuestros pies. Me aparté de su vera y me senté al lado de una pequeña mesa de piedra a observar cómo el tiempo se desvanecía poco a poco. Una música escabrosa sonaba sin cesar dentro de mi cabeza, sin parar, al ritmo de las fogosas sacudidas de los hierros.
El Francés se detuvo de repente, quieto, con la mirada callada, bizqueando hacia sus espaldas sin volverse, derecho como un palo.
—Se acerca un coche, ¿lo oyes?
—Sí —respondí confuso.
—Quién demonios puede ser.
Una camioneta verde con un faro fundido paró a pocos metros de donde estábamos. Se bajó un hombre con la voz cansada.
—Buenos días, ¿hace mucho que esperan?
Pierre y yo nos miramos desconcertados.
—Es la primera vez que los veo por aquí. —El hombre sacó de su bolsillo una llave oxidada y enorme con la que abrió el candado de la reja—. Hacía mucho tiempo que no aparecía nadie por este lugar. Además, normalmente las visitas no vienen tan temprano.
—¿Es usted el cuidador de este sitio? —preguntó el Francés.
—Desde que tengo uso de razón, lo fue mi padre y el padre de mi padre, y antes el padre del padre de mi padre. Todos los miércoles vengo a quitar las malas yerbas que crecen entre las tumbas —soltó una carcajada seca—. No he faltado ni un solo miércoles de toda mi vida, y ya tengo cincuenta y siete años, recién cumplidos. Yo nací un jueves, y al miércoles siguiente mi padre me trajo para que me acostumbrase a andar entre los muertos. Crecí todos los miércoles en este lugar, estuviese enfermo o en celos… En la guerra me libré de ir al frente porque el día que convocaron a armas yo estaba aquí, regando las plantas; mi madre vino a darme aviso para que me escondiera hasta que se fueran de la aldea. Siempre he vivido en la aldea, apartado de La Capital.
—Pensábamos que esto estaba abandonado —dije.
—¡No mientras yo esté vivo! —gritó—. Entonces, ¿no sabían que hoy vendría yo?
—No, sinceramente no —contesté.
—¡Vaya!, pues qué suerte han tenido. ¿A quién tienen ustedes aquí enterrado?
Miré al cuidador del cementerio antes de contestarle. Era flaco como el hambre y alto como la sombra de un ciprés.
—Tengo a mi padre —dije—. Al parecer descansa en este lugar.
—¿Y hace mucho que se enterró?
—En realidad no lo sé, pero calculo que hará cosa de diez años, más o menos —respondió Pierre.
—Diez años… ¡Vaya!, parecen muchos años, ¿no?
La mirada del Francés se perdía entre las grises volutas del humo de un cigarrillo. Seguimos al cuidador hasta la pequeña covacha que tenía justo en el centro del camposanto al lado de una gran estatua de san Gabriel.
—Recuerdo la primera vez que tuve que enterrar yo solo a un muerto. No tendría más de doce años. Por aquel entonces todavía estaba en pie el convento, aunque no vivía nadie en él. Era una joven muy guapa, su pelo era largo y muy negro, como el carbón. Me la trajeron en un burro, envuelta en una sábana blanca. Parecía que dormía a lomos del animal. Solo le acompañaba un chaval rojo como un tomate. El pobre debía de quererla muchísimo porque no dejaba de gimotear todo el rato.
El hombre cogió un cubo de hojalata abollado y unas tijeras de podar y se encasquetó un sombrero de paja agujereado de color rojo. Abrió un grifo y empezó a llenar el cubo.
—Aquí, justo debajo de nuestros pies, descansa el bueno de don Gervasio, el primer cura que enterré. En aquella otra lápida —dijo señalando a una humilde cruz— yace mi primer guardia civil; y allí, detrás de aquellos hermosos rosales, mi último enterrado, un pastor al que un caballo le reventó la cabeza de una coz… hace veinte años.
Nos miramos.
—¿Ha dicho veinte años? —preguntó Pierre perplejo.
—Un seis de mayo de hace veinte años. Frasco, el hijo del antiguo posadero de la aldea. Una coz terminó con su vida, como ya he dicho. —Cogió el cubo por el asa y empezó a caminar entre los adoquines que rodeaban todo el lugar—. A los muertos se los llevan ahora a La Capital. No creo que su padre, joven, si hace diez años que murió, esté enterrado aquí. En el otro no lo sé, pero desde luego no en mi cementerio.
—Pero —dije contrariado— usted ha dicho que el único día que viene es el miércoles, ¿no puede ser que alguien lo haya enterrado sin que lo sepa?
El cubo se le escapó de las manos. La larga sombra del ciprés me miró disgustado y muy molesto. Dejó pasar el silencio y luego me reprendió con la seriedad de un verdugo.
—Cada palmo de tierra de este huerto del Señor lo conozco mejor que a mi propia piel. ¡Es imposible que haya un muerto reposando en este lugar sin que yo lo sepa!
Imposible. Me preguntaba por qué una palabra tan simple era tan dura. ¡Imposible! El mismo lamento dolía en mi arrojo y en mi cobardía. Mi valor se iba agotando.
—¡Un momento! —Pierre se dirigió nervioso al cuidador—. ¿Qué es lo que ha dicho?
—¿Cómo? —preguntó sorprendido por la inesperada explosión de energía—, ¿que qué es lo que he dicho?
—Sí, sí —insistió el Francés—. ¡Hace un instante!, ¿qué es lo que ha dicho?
—Que cada palmo de tierra de este huer…
—¡Antes de eso!, ¡antes de decir eso!
El buen hombre se rascó un par de veces la barba.
—Tengo buena memoria… —Cerró los ojos y habló con la misma parsimonia que el que recita una lección aprendida—. A los muertos se los llevan ahora a La Capital. No creo que su padre, joven, si hace diez años que murió, esté enterrado aquí. En el otro no lo sé, pero desde luego no en mi cementerio…
—¡Eso es! —gritó el Francés—. ¡Ha dicho que no sabe si en el otro estará enterrado! ¿Es que hay algún otro camposanto más por aquí cerca?
Nos miró desconcertado. El rostro lo tenía alterado y su frente se arrugó. Ni Pierre ni yo quisimos insistir por miedo a que el hombre dejara de existir para siempre. Reposábamos la espera silenciosos, preocupados.
—Trae mala suerte hablar de ese sitio —dijo al fin.
—Solo le pido que me diga dónde está. Es mi padre a quien busco. Por favor.
El cuidador dejó en el suelo las tijeras de podar y se encaminó con paso inseguro hacia la covacha.
—Tengo que orear unos paños mojados para que no se pudran. Síganme.
De dentro de una acequia rota cogió unos trapos negros con olor a humedad y los metió en un fardel de hilo. Salimos del cementerio por la misma cancela que entramos y, sin mirarnos, nos guio por un camino polvoriento, removiendo sus manos de vez en cuando como queriendo distraer nuestras preocupaciones. El Francés iba silencioso, yo, intranquilo; mi alma, temerosa y mis sueños, hechizados.
Atravesamos un riachuelo y una vieja vereda. Se paró justo al lado de otra verja, esta rota y ruidosa.
—Sigan adelante y verán lo que quieren saber. Ese lugar está maldito.
—¿Maldito? —pregunté—, pero ¿no es un cementerio?
—Lo es. Y más antiguo que el mío.
—¿Por qué dice que está maldito? —insistió Pierre.
El cuidador nos miró fijamente.
—Hace más de un año, a principios de un otoño, fui a este lugar a eso de las cinco de la mañana a buscar setas de chopo, que son muy comunes por estos caminos. Cuando recogía unas allá dentro —el cuidador señaló hacia un frondoso paraje—, empecé a oír lamentos, como si a alguien le estuviesen quitando el aire. Me entró el pánico y empecé a correr hasta llegar a la pequeña ermita que tiene este cementerio. Allí me di cuenta de que algo demoniaco estaba pasando. Vi cómo una tumba se removía en la tierra, y de dentro de ella emergía un ser luminoso… Ya sé lo que creen, que estoy loco…, o que me invento historietas… Eso mismo pensaba yo de la gente de por aquí cuando les escuchaba hablar de la comitiva de ánimas en pena, o de los fantasmas atormentados que vagan por estos lugares… Me apiado del alma de tu padre, chaval…, espero que no esté maldito…, pero yo de ustedes no tentaría a la suerte y volvería por donde hemos venido.
Pierre se iluminó con su peculiar media sonrisa.
—No se preocupe por nosotros. Creo que es demasiado temprano para que los fantasmas o los demonios quieran hincarnos el diente. Muchas gracias por acompañarnos.
El cuidador se persignó unas tres veces seguidas antes de marcharse. Cuando se fue, reanudamos la marcha, un paseo sibilino y nada divertido para mí, que veía cómo todo a mi alrededor se oscurecía y aullaba con el bisbiseo del viento. El ejército del miedo parecía haberse quedado a mi vera, nerviosas ramas secas se zambullían en el aleteo de nuestros pasos. A cada sombra creía ver un fantasma y a cada ruido un lamento.
—¡Menos mal! —dijo inquieto el Francés—. Creo que ya hemos llegado. Empezaba a temer que nos hubiéramos perdido.
Delante de nosotros asomó una pequeña ermita blanquecina, manchada de humedad en todas sus paredes. Dentro había una capillita con una virgen tallada en madera, repleta de hongos y verdín; apenas se podía sostener entre dos alambres de lo descuidada que estaba. Me arrodillé frente a la imagen. Pierre se rio.
—¡No creas que hacer eso te salvará de ser poseído por los demonios! —dijo entre risotadas el Francés—. ¡Tendrías que haber sido una buena persona mucho antes! Ahora ya no tienes cura.
Me levanté a desgana, molesto, y comenzamos a andar sobre un adoquinado gastado por el rocío y las duras nevadas de pasados inviernos. La primavera había cubierto el lugar de un tapiz de miles de pequeñas flores, y el sonido de la vida rezumaba por los contornos dorados de la mañana.
Surgieron las primeras tumbas a la derecha del camino. Eran simples lápidas con una corroída fecha grabada en el mármol. Zarzales y gramas de prados nos guiaban entre la descuidada vegetación que se acumulaba en torno al empedrado; olvido de los que aún quedaban vivos, pensé. Pierre tenía el semblante serio, escudriñaba cada uno de los nombres de los difuntos que aparecían tallados. Se detuvo y me señaló una de las inscripciones con la mano en alto, muy teatral. Me acerqué.
—En esta tumba tiene que descansar una persona atormentada. «Fredesvinda. 1864-1894. Amó y soñó con ser amada» —leyó—. ¿Quién puede poner semejante epitafio si no es por deseo y encargo de la persona que ha muerto? Fíjate en la escultura y los relieves que la acompañan en su nicho para siempre. Qué mal gusto…
No me había fijado en lo que el Francés había puesto tanta atención. Yo solo veía a un ángel agachado con una flor en la mano, con la mirada perdida, el cual parecía estar recitando un poema a la difunta Fredesvinda.
—Es un angelito, ¿no?
—¡Un angelito! —exclamó—, ¡qué felicidad la tuya! —Tuvo que hacer un pequeño sobreesfuerzo para no atragantarse—. ¡Un angelito! —repitió—. ¿Y no ves lo que hay detrás de sus alas?, ¿detrás de su aureola? —Me acerqué a mirar con atención—. ¡Observa esas figuritas que parecen estar salidas del mismo infierno!
Me acerqué todavía más a la escultura del ángel. En realidad no eran relieves tremendos, ni figuras demasiado imponentes. A los pies del ángel, en un segundo plano, casi escondido detrás de las alas, se podía ver una especie de combate carnal entre una bestia, similar a un dragón de siete cabezas, montada por lo que parecía una mujer, y unos deformados hombres que, por la expresión de sus caras, agonizaban en un río de llamas y perdición.
—Da miedo pensar que eso pueda pasar, ¿verdad?
—¿Qué es lo que representa?
—Creo que es una escena del libro del Apocalipsis de Juan. ¡La ramera de Babilonia sobre la bestia de siete cabezas! —prorrumpió—. La prostituta significa perversión, desenfreno, inmoralidad, idolatría… Aunque no me hagas mucho caso.
Seguimos caminando por el cementerio, deteniéndonos a cada momento. Aquel huerto de cruces y losas le daba al bosque un atractivo y misterioso encanto. No se escuchaba a un solo animal quejarse de aquel silencio, ni siquiera al escandaloso petirrojo que nos miraba desde lo alto de una rama. Había piñoneros de casi treinta metros de altura, con el tronco derecho y robusto, con su ancha copa y sus finas piñas de piñones dulces balanceándose. Me sentía extraño entre tanta belleza, y entre tanta preocupación. Había momentos en los que creía sentir flotar ánimas o seres mágicos e invisibles. Me daba la impresión de que, por detrás de uno de esos regios troncos, se asomaría algún fantasma a darnos los buenos días, con la cara borrosa. Todo a nuestro alrededor esperaba a que el tiempo se detuviera a contemplarnos.
—Creo que es aquí… —susurró Pierre—. Tiene que ser esta la tumba del poeta…
Quedé inmóvil. No sé si la palabra decepción sería la justa, pero sentí cómo una banal alegría se quedó oscurecida en mi alma. El hombre rehúye la decepción como la abeja el humo de la broza quemada, aunque, a diferencia del insecto, el hombre provoca siempre el fuego que termina ahogándolo.
—¿Cómo sabes que mi padre está enterrado ahí si no pone nada?
El Francés me sonrió.
Me agaché con él. Cogí un puñado de tierra, al igual que hizo él. Me levanté. Observé cómo soplaba en la fría lápida.
Y de nuevo me sonrió.
—«Yo solo fui un soldado que caminó por la triste mentira de unos versos callados» —Pierre leyó lo que escondía el polvo y la suciedad en la piedra—. Tu padre siempre decía que él era un soldado que caminaba por la triste mentira de unos versos callados… Esta es su tumba.
Pasé mis dedos por las letras, por cada una de ellas. Me sentía raro, creía que al tocar las muescas del mármol la frase se desharía entre mis manos como un puñado de arena. No podía sentir amor por el poeta, pero tampoco podía mirar a hurtadillas mi pasado. Mi corazón se me escapaba del pecho.
—Fíjate en la tierra —dijo Pierre muy serio—, está removida y yerma.
—¿Yerma?
—Estéril, sin una sola gota de vida. ¡Esta tumba ha sido profanada! —exclamó en tono amargo—. Se nos han adelantado.
—¿Profanada?, ¿adelantado? —miré al Francés, vehemente—. ¿Pensabas cavar en la tumba de mi padre?, ¿es por eso que hemos venido?
—¡Y por qué si no! —chilló—. ¡No tenemos nada!, ¡no sabemos nada! Estamos dando palos de ciego a todas horas. ¡Qué hacemos aquí si no! Pensaba que si encontrábamos la tumba encontraríamos algo…
—¿Pero enterrado?
—¡No!, ¡no lo sé!…, ¡puede! —Pierre estaba a punto de estallar—. ¡Vámonos! ¡No perdamos más el tiempo aquí!
El Francés se dio la vuelta y empezó a andar deprisa, indiferente. Yo me quedé unos segundos más observando la última morada de mi padre en este mundo.
Mi memoria ha salvado para mi vejez esa pena que sentí cuando toqué por última vez la fría losa que guarecía al soldado engañado que caminaba por una triste mentira. Esa amargura sabe a años de olvido. A perdida amargura.
Estaban enfrente de nuestra casa. Mario y Fazio, los sicarios que intentaron apresarme en el pueblo. Al verlos, volví a notar el frío de la noche en el humilladero, volví a escuchar las palabras que condenaban a mi amigo Nano a una muerte segura, volví a ver la preocupación en el rostro de Dulce… La carcajada irritante del más canijo de los asesinos aún retumbaba en mis sienes.
Fumaban tranquilamente apoyados en su coche. Nos esperaban.
—Francés, bell' com' a sempr' eh! (¡estás igual de guapo que siempre!) —dijo irónico Mario en cuanto nos bajamos del automóvil—. ¡No sabes cuánto me alegra verte!
Pierre le miró con cara de asco. Sacó su revólver y no disimuló sus intenciones si algo no era de su agrado.
—¿Qué quieres? —replicó Pierre.
—Pareces nervioso, Francés. Solo quiero hablar contigo un momento. Niente e chiù (Nada más).
Mario apagó el cigarrillo y sacó también su pistola.
—Yo nunca uso revólver —dijo el matón rascándose la frente—, me resulta demasiado pesante (pesado). Prefiero una de estas, son mucho más manejables.
—Si lo que tienes que decirme es eso, ya te puedes ir. No puedo perder el tiempo con tonterías.
Me puse detrás de Pierre, intentando que no se me viera demasiado. Tenía miedo.
—Para serte franco… no me gustan l'arm' da fuoco. Prefiero utilizar mis propias manos para lo que tenga que hacer. —Mario guardó de nuevo el arma en la funda que tenía enganchada en su cinturón, detrás de la elegante americana—. Ángelo quiere hablar contigo mañana sin falta, en la casa negra, priésto (a primera hora).
El Francés resopló con delicadeza. Sonrió.
—De acuerdo. Allí estaré. Tenía pensado hacerle una visita de todas maneras. —Pierre amplió su media sonrisa hasta hacerla casi un insulto—. Le dices de mi parte a Ángelo que la próxima vez no hace falta que me mande a sus sabuesos para invitarme a su casa. Es de mal gusto emplear escoria…
Fazio dio un paso adelante dispuesto a plantar cara al Francés sin importarle el medio metro que le sacaba de altura. El otro esbirro, poniéndole una mano en el pecho, le impidió avanzar.
Los dos sicarios, tras unos segundos de tensión, entraron en el coche y se arrellanaron en los asientos, moviendo las cabezas y maldiciendo en voz baja.
—Te mataré algún día —Mario sacó los diez dedos por la ventanilla—… y lo haré con estas manitas.