Capítulo 5
LAGRIMAS EN LA LLUVIA

Los hombres buenos también mueren: Sebastian

Roy ha matado a Tyrell, el único que podía modificar su programa; ahora ya nadie podrá salvarlo, sus días están contados. Pero si él y sus hermanos tienen que morir, entonces nadie puede tener derecho a vivir; ni los dioses que les niegan la vida, ni los hombres que se la quieren quitar. Por eso mata también a Sebastian, testigo horrorizado del asesinato; solo el búho escapa de su furia, impávido notario de la carnicería humana, con sus ojos siempre abiertos y brillantes[1]: «Hubo un momento —dice William Sanderson/J. F. Sebastian— en que pensábamos mostrar como mataba a Sebastian, pero los jefazos dijeron que la escena ya era muy violenta, así que no llegamos a rodar mi muerte. Y creo que Rutger se opuso, no quería que el público lo odiara todavía más de lo que ya debía odiarlo[2]».

El asesinato de Sebastian, el «odioso» asesinato del único hombre bueno que han conocido, el único que les ha ayudado, acogiéndolos en su casa y llevándolos hasta Tyrell, no es, sin embargo, absurdo; antes bien, tiene la lógica terrible del mal, la coherencia del nihilismo. Esa muerte es la llave con la que Roy cierra definitivamente la puerta del mundo de los dioses y los hombres, la puerta de la esperanza. Roy el ángel vengador, quiere romper con ese mundo porque en ese mundo que les niega la vida nada puede ser inocente, ni siquiera ese ser triste y enfermo que admiraba en ellos la perfección que él nunca tuvo, aunque esa perfección fuese tan efímera como su irremediable deterioro.

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Dios ha muerto y, con su muerte, muere también la finalidad que se ocultaba tras el desorden del mundo, la esperanza de que tanto dolor sea al fin retribuido. Si los escolásticos medievales y los deístas de la Ilustración todavía podían oponer la moraleja del Libro de Job (esa extrema injusticia sin aparente causa —el «enigma pavoroso» del que hablaba Ricoeur en Finitud y culpabilidad—, pero que encubría un secreto designio) al viejo razonamiento de Epicuro y los materialistas de la Antigüedad clásica (Malum, ergo non est Deus)[3], tras la muerte de Dios y el advenimiento del nihilismo el sufrimiento y el mal son ya totalmente gratuitos: [hay un sentimiento que] «después de Auschwitz —dice Adorno— se eriza contra toda afirmación de la positividad del ser ahí en tanto que charlatanería, injusticia para con las víctimas, contra que del destino de estas se exprima un sentido, por lixiviado que sea[4]».

¿Qué puede importarle a Roy el sufrimiento de un inocente si él mismo es ya pura inocencia, devenir sin finalidad? Si a Chew y a los demás los ha matado por una razón, para vivir más él, a Sebastian lo mata solo por rabia, para afirmar su desdeñosa superioridad, su libertad absoluta, porque —como ilustró perfectamente Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mister Hyde— no hay expresión mayor de la libertad absoluta que la libertad para el mal; Roy es ya —como quería Dick— ese oficial de las SS que no podía dormir porque le molestaba el llanto de los niños hambrientos:

Así —dice Camus a propósito de esta libertad sin limites que reclama la conciencia nihilista—, de la desesperación absoluta surgiré la alegría infinita, de la servidumbre ciega la libertad despiadada […] La inocencia del devenir desde el momento que se la admite, simboliza el máximo de libertad […] Esta aprobación superior, nacida de la abundancia y de la plenitud, es la afirmación sin restricciones del delito mismo y del sufrimiento, del mal y del asesinato, de todo lo problemático que tiene la existencia. Nace de la voluntad decidida de ser lo que se es en un mundo que es lo que es[5].

Los motivos del lobo

Tras el doble asesinato, Roy regresa al apartamento de Sebastian en busca de Pris, que ha quedado allí esperándolo. Pero, entretanto, esta ha sido «retirada» por Deckard, y Roy la encuentra tirada en el suelo, muerta, un cachivache con los cables al aire, una muñeca hinchable rota y desinflada. ¿No había sido creada precisamente para eso? «Un modelo básico de placer, un item estándar para los clubs militares de las colonias», así la definió el jefe Bryant. Usar y tirar: tal parece ser el destino de los hombres en la sociedad del nihilismo.

Roy besa a Pris con ternura, colocando con su boca, la lengua dislocada del cadáver. Aprovechando el momento, Deckard le dispara y falla; el rostro de Roy, como el de Orc, el ángel de los fuegos ardientes, refulge de ira; comienza la caza. Solo que esta vez él será el cazador y Deckard la presa.

Si por barroco entendemos la utilización superabundante, pero innecesaria desde el punto de vista de la economía narrativa, de motivos estéticos y elementos metafóricos al servicio de un discurso (que no al servicio del propio arte, como en el manierismo), bien podríamos decir que la secuencia del duelo en el interior y la azotea del Bradbury es de un barroquismo extremo. Confluyen en ella tantos elementos, tanta y tan rica simbología, tan dispares estilos artísticos y narrativos, que, a decir verdad, era casi imposible conjugar todo ello sin caer en el pastiche o el kitsch. Y, sin embargo, a Ridley Scott no se le va de las manos; el exceso no tapa el discurso; antes bien, lo realza.

Para empezar, el propio edificio Bradbury ya tiene, dentro de su racionalismo, un no sé qué de excesivo, como hijo que fue de un oscuro sueño[6] (fachada historiada, molduras, etc.), y, por si fuese poco, los decoradores lo recargaron aún más: añadieron los molinos de viento y las cornisas de la azotea, etc. También la iluminación, un complicado juego de luces y sombras, peca de artificiosa (y hasta de exagerada, para un edificio que se supone abandonado), pero ese artificio está siempre al servicio de la historia, ilumina la historia: el rojo encendido del rostro de Roy o el brillo de su cuerpo atlético, los tonos sucios y sombríos de Deckard, la oscuridad de la noche, la claridad final, etc. A esa gama decorativa y cromática se añade, en los interiores, el abigarrado mobiliario del apartamento[7] y los maniquíes biogenéticos de Sebastian, mudos testigos de la cacería; y, en el exterior, la lluvia incesante, que en esta escena desborda la condición tácita del paisaje para convertirse en un personaje con voz propia:

Esperanza o muerte —dice Jordi Balló a propósito de la ambivalencia de este motivo visual en el cine; ambivalencia que en Blade Runner adquiere un especial significado: la incesante lluvia ácida que todo lo disuelve y que finalmente disolverá también la memoria de Roy—, júbilo exultante de vida o premonición del final. Si bien el sentido de la lluvia oscila entre estos dos extremos antagónicos, facilita también que algunas películas hayan encontrado significantes misteriosos y ambivalentes, integrando la fecundidad benefactora con la conciencia de la muerte venidera. Son películas que juntan la alegría y el patetismo, que transmiten una vaga y fértil melancolía[8].

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No menos metafóricos son los diálogos, casi tanto como en la escena del parricidio: Roy aúlla como un lobo mientras persigue a Deckard, y sus palabras, contrapunteadas por la música de Vangelis y el tañido de unas campanas que se oyen a lo lejos, tan pronto tienen el aire de un juego absurdo («vamos, Deckard, estoy aquí; pero procura no fallar… Eso no ha estado muy bien; ahora me toca a mí. Te voy a dar unos segundos antes de entrar: uno, dos… A menos que estés vivo, no puedes jugar y si no juegas…», etc.) como, sin solución de continuidad, el de una tenebrosa letanía («¡Ir al Infierno, ir al Cielo!», etc.); ambivalencia discursiva que contrasta vivamente con el silencio de Deckard, solo roto por sus gemidos de dolor.

Y en el interior de toda esa arquitectura metafórica, como en el interior de las iglesias barrocas, una agobiante imaginería religiosa, más rebuscada aún que en el resto de la película, que ya es decir: el rostro ensangrentado de Roy y el clavo que se clava en la mano antes de morir estigmas de Cristo redentor (Tyrell: Padre; Roy: Hijo), y la paloma (su alma o el Espíritu Santo) que, al morir este, vuela hacia un cielo por primera vez claro y luminoso.

Pues bien, todo ese aparato (o fábrica, por utilizar un término del teatro de magia del Barroco, muy adecuado al caso) es puesto al servicio de una historia que en principio no precisa de retórica alguna, pues por sí misma ya tiene la suficiente intensidad: la caza del hombre. O mejor —porque Scott introduce en esta secuencia elementos propios del western—, un duelo, el típico duelo a muerte entre el bueno y el malo. Un duelo, empero, que no se desarrolla en la limpia geografía mítica de los clásicos del western, ni tampoco en la poética geografía urbana del cine negro, sino en la geografía torturada y agobiante del expresionismo alemán, poblada de sombras y de brumas, de perspectivas imposibles y cornisas góticas; un paisaje en el que la razón no tiene cabida, como los tejados por los que un día huyó el nigromante Rotvvang en la ciudad de Metrópolis.

Lágrimas en la lluvia

Perseguido por Roy, Deckard intenta saltar desde la azotea y cae al vacío, agarrándose en el último instante a una viga de hierro que sobresale de la cornisa. La lluvia le golpea en el rostro y apenas puede sujetarse. Tiene miedo; ahora Roy le tiene a su total disposición: «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? —Le dice, plantado frente a él, sujetando una paloma en la mano—. Eso es lo que significa ser esclavo».

Agotado por el esfuerzo, Deckard pierde asidero y cae. Pero, inesperadamente, Roy lo agarra y lo alza en vilo, dejándole a salvo en el suelo de la azotea. Después se sienta frente a él, adoptando (en un nuevo alarde iconográfico) la postura del loto. Es entonces cuando dice su inolvidable soliloquio, uno de los monólogos más conmovedores y poéticos de la historia del cine:

Yo… he visto cosas que vosotros no creerías. Asaltar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos… se perderán en el tiempo… como… lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir.

Al terminar, reclina la cabeza y muere, mientras la lluvia resbala por su pelo y la paloma alza el vuelo hacia el cielo, un cielo al fin luminoso y despejado.

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Hasta los críticos más encarnizados de Blade Runner no pueden dejar de reconocer que la escena de la muerte de Roy es de una intensidad y una belleza pocas veces igualada. No solo es arte en estado puro; también vida en estado puro, pura verdad. Porque —justamente como en el caso de las grandes construcciones artísticas, de las catedrales y las pirámides tanto como de las cosmogonías y los mitos heroicos— si el artificio, por grande que sea, al cabo se disuelve y absuelve en la verdad de la vida, si el arte y la vida al fin se encuentran (en esa capilla oculta donde las postrimerías ya no son pura retórica, o en el rincón del muro donde un piadoso Cantero escribió Adamo me fecit), es el hombre mismo —su naturalidad y su artificialidad, su ser y su querer— el que al fin se reencuentra en su integridad. Y en este sentido, nada más conmovedor, humanamente conmovedor, pero también más sublime, que el adiós de Roy a la vida.

Roy, la máquina de matar, el ángel vengador, podía haber aniquilado a su enemigo con un solo gesto; era, quién puede dudarlo, lo que la justicia pedía.

Pero él mismo está a punto de morir, ¿para qué más muertes? Él, que ama tanto la vida. Por eso, como aquellos héroes redentores cuyas hazañas cantan los mitos (Hiérax, Prometeo, Cristo, etc.), no solo no lo mata, sino que tampoco le deja morir; antes bien, lo salva, porque salvándolo —así sea su enemigo— de alguna manera también se salva él mismo, ya que solo se puede luchar contra la muerte luchando por la vida, afirmando el sentido de la vida, reivindicando la totalidad de la vida. Y esa es la terrible lección, la vieja lección que Deckard, el hombre del nihilismo, al fin aprende de los labios de su enemigo moribundo:

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No sé por qué me salvó la vida —dice la voz en off de Deckard—. Quizá en esos últimos momentos amaba la vida más de lo que la había amado nunca. No solo su vida: la vida de todos; mi vida. Todo lo que él quería eran las mismas respuestas que todos buscamos: de dónde vengo, adónde voy, cuánto tiempo me queda… Todo lo que yo podía hacer era sentarme allí y verle morir.

La vida de todos, ciertamente, porque, muerto Dios, solo el hombre puede decirse y construirse a sí mismo. Y el hombre se dice y hace junto a los demás, con los demás: es él y los otros. No se trata, por tanto, de caridad cristiana o de amor al prójimo (de todas formas, muy estimables), ni tampoco de una fraternidad o solidaridad abstractas (ese obligado latiguillo de la progresía oficial), sino de algo muchísimo más necesario: aceptar —frente al cálido consuelo de las religiones o el torpe optimismo del racionalismo moderno, es decir, frente a cualquier historicismo— que la muerte tiene, efectivamente, la última palabra. Pero que, porque ello es así, es por lo que la vida, toda vida, y su condición esencial, la libertad, se alzan como bienes sumamente valiosos que hay que preservar y disfrutar sin permitir que nada ni nadie los desvalorice o malogre.

El hombre, y solo el hombre, puede elegir entre el bien y el mal, entre el amor y el odio, la libertad y la tiranía. Y aunque la historia del hombre —ese terror del que hablaba Benjamín— es la triste constatación de que con harta frecuencia fueron Múgica y Bryant los que impusieron su férreo deseo, no por ello esa opción moral ha precluido ni deja de estar siempre encima de la mesa. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Aliosha Karamazov, el prototipo del nihilismo europeo inmortalizado por Dostoievski. Pero la razón humanista dice, precisamente, todo lo contrario: «Porque solo existe el hombre, todo no está permitido». Roy, al morir, no se convierte en humano, que ya lo era, sino que opta por una de las dos posibilidades que tienen todos los humanos.

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Como la Criatura del Dr. Frankenstein, como tantos otros excluidos de la Historia, los replicantes solo querían el amor y el reconocimiento de su padre y de los demás. Y, sin embargo, los demás y su padre mismo les niegan, ya de entrada, la premisa esencial: que sean hombres y que también ellos, tan diferentes, tengan derecho a la libertad. Nada nuevo, por otra parte: el Holocausto y las persecuciones raciales, religiosas, por motivos sexuales, etc., han demostrado sobradamente que, para que la persecución y el exterminio de los diferentes, de los «otros», sea posible, aceptada por la comunidad, es necesario negarles antes su condición de hombres. Empero, nada tan enriquecedor para la condición humana como la diferencia de cada uno de sus miembros, como la experiencia de cada persona[9]. Como cualquier individuo, Roy tenía una historia que contar, una historia personal e irrepetible; y, sin embargo, nadie quiso escucharla, nadie quiso compartir con él su experiencia. Su historia se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

El hombre es, ¡ay!, dolorosamente insuficiente, dolorosamente limitado. Pero tenemos a los otros para compensar en parte nuestra insuficiencia. ¿Cómo no vamos a querer para ellos, sean quienes sean, la libertad y la vida que queremos para nosotros mismos?

Tal vez por ello, porque él sí sabe que la muerte nos aguarda a la vuelta de la esquina, pero que hasta ese momento la vida puede ser (o no) un regalo, es por lo que el mañoso Gaff, que ha tenido a Rachael a su alcance, le perdona la vida:

Lástima que ella no pueda vivir —le grita al estupefacto Deckard a modo de despedida—. Pero ¿quién vive?