CAPÍTULO SEXTO
Marc Hayden paseaba agitadamente junto al borde del abrupto precipicio que se hallaba suspendido como un puesto de observación sobre el poblado de Las Tres Sirenas.
No había vuelto a visitar aquella altura desde quince días antes cuando llegó a la isla. El sendero descendía bordeando el rocoso farallón hasta el rectangular poblado, hundido en el largo y estrecho valle. Mientras andaba por el borde del precipicio, Marc veía de vez en cuando las frágiles y diminutas chozas acurrucadas bajo el saliente de piedra y la brillante cinta del arroyo, que cruzaba el poblado. Era casi mediodía y en la aldea había poca animación: sólo se veían algunos niños morenos, unas cuantas mujeres y nadie más, porque los hombres aún no habían vuelto del trabajo, los adolescentes estaban en la escuela y los miembros del equipo de Matty (no de su equipo) estaban a cubierto, con sus lápices, cintas magnetofónicas y jactanciosos informantes. La vista que se divisaba desde aquel punto elevado y ventajoso era muy bella, pero Marc no le prestaba atención. Allí estaba el poblado, pero él se sentía un extraño. Desde la noche anterior, había dejado de sentirse identificado con aquellos parajes. Le parecían tan remotos e irreales como una fotografía en color del National Geographic Magazine.
Para Marc, el poblado y sus habitantes no eran más que cosas, accesorios que le ayudarían a escapar de una vida rutinaria y aborrecida. Lo que era real, lo que era animado e incluso bello, era aquella Carta Magna del alma, su Declaración de Independencia particular, que llevaba metida en el bolsillo de la derecha de sus pantalones grises.
La carta que llevaba en el bolsillo no era muy larga… sólo ocupaba tres hojas; éstas y el sobre eran de papel avión, pero llenaban su bolsillo, su cuerpo y su espíritu como si fuesen —trató de hallar un símil adecuado— una lámpara de Aladino, dispuesta a satisfacer sus deseos.
Permaneció levantado durante casi toda la noche, en la estancia delantera de la choza, escribiendo aquellas tres hojas dirigidas a Rex Garrity, en la ciudad de Nueva York. Pasó la mayor parte del tiempo sin escribir, pensando únicamente lo que diría a Garrity acerca de sus intenciones. Cuando hubo terminado, se fue a acostar y por primera vez en muchos meses durmió bien, con la sensación de haber trabajado a conciencia, sin remordimientos y lleno de esperanzas. Así, el sueño acudió a él como esperada recompensa. Sin hacer caso de Claire, tendida sobre el saco de dormir a su lado, puso el despertador, cerró los ojos y durmió con el sueño de los justos.
El despertador lo arrancó de los brazos de Morfeo cuando sólo había dormido tres horas. Sin embargo, no se sentía cansado. Mientras desayunaba, apareció Claire, aún con la cara de la noche anterior. Su expresión era tensa y rígida, los buenos días que le dio fueron tajantes y combativos y él contestó a la salutación con unos buenos días tan imperceptibles, que apenas se oyeron. Ella iba de un lado para otro pisando fuerte, haciendo ruido, chocando con las cosas, exigiendo sin hablar pero con su presencia opresiva su atención y sus excusas por la conducta de la víspera. Deseaba ventilar sus diferencias y curar sus heridas acudiendo al remedio casero de la conversación airada.
Quería que él se disculpase por sus palabrotas de la noche anterior y por el modo como la había rechazado, apelando a la excusa de la borrachera. Ella también se esforzaría por salvar la situación, diciendo que más valía olvidarlo. Así su vida en común aún podría proseguir, más o menos remendada.
Pero él no parecía darse por enterado. Comió en silencio, rehuyéndola, sencillamente porque aquella mañana ella ya no existía para él. Su desinterés era total. La noche anterior había crecido, convirtiéndose en el hombre que siempre había querido ser (y por lo tanto en un extraño para aquella mujer) y no deseaba cumplir su parte del antiguo contrato, que ya no tenía razón de ser para él.
Salió de la choza a toda prisa, después de buscar ostensiblemente el cuaderno de notas y la pluma para despistarla y hacerla creer que se iba a trabajar. Con la carta a Garrity en el bolsillo, corrió hacia el sendero que empezaba a la salida del pueblo y ascendía por el monte. No deseaba llegar tarde. Se proponía interceptar al capitán Rasmussen, que aquel día llegaba con el correo y las vituallas antes de que el viejo pirata bajase al poblado y viese a Matty. Si había carta de Garrity, en respuesta a la que él le envió desde Papeete, no quería que Matty la viese o se enterase de su existencia.
Deseaba leerla él solo, lo antes posible. Su contenido decidiría su actitud final: de él dependería que enviase o no a Garrity la carta que llevaba en el bolsillo y en la que le exponía sus intenciones.
Permaneció sentado durante más de una hora a la sombra de las frondosas acacias, las zarzamoras y los árboles kukui, a unos cuantos pasos del sendero por donde pasaría Rasmussen, esperando con nerviosismo al hombre que decidiría su destino. El escandinavo aún no había aparecido y Marc, inquieto, se apartó de la fresca sombra de los árboles para vagar por el borde del acantilado próximo.
Llevaba ya veinte minutos paseando junto al precipicio, preguntándose si tendría carta, si ésta significaría el cumplimiento de sus sueños, si tendría el valor de contestar con la carta que llevaba en el bolsillo cuando comprendió que no podía soportar más aquella exposición al sol matinal.
Volvió lentamente sobre sus pasos, secándose la cara y el cuello con el pañuelo, y subió por el sendero hasta los árboles que había abandonado. El empinado camino que conducía al mar no mostraba aún la figura de Rasmussen. Por un momento Marc se preguntó, muy preocupado, si se habría equivocado de día, si Rasmussen se habría visto retenido por algún contratiempo o habría aplazado su vuelo. Por último pensó que se inquietaba demasiado. Rasmussen terminaría por aparecer.
De pie junto al camino, Marc notó el bulto que hacía la carta en el bolsillo de su pantalón. Sacó el sobre abierto dirigido a Garrity y volvió a sentirse animado. Después se metió de nuevo el sobre en el bolsillo y miró al camino. Aún no se veía a nadie, salvo dos huesudas cabras a lo lejos. Al fin se decidió a volver a la fresca sombra de la vegetación y se tendió sobre la hierba. Sacó un cigarro y cuando se disponía a prepararlo y encenderlo, su mente volvió a Tehura, a lo que había escrito a Garrity acerca de la joven y del papel que ésta podía desempeñar en los días decisivos que se avecinaban.
Cuando consultó de nuevo su reloj de pulsera, faltaba muy poco para el mediodía y él ya llevaba tres horas de guardia. Volvió a sumirse en sus pensamientos y divagaciones; no tenía la menor idea de cuánto tiempo más había transcurrido, cuando lo despertó el sonido áspero y desafinado de alguien que silbaba una canción de marineros.
Marc se levantó apresuradamente y corrió al sendero. El reloj señalaba más de las doce y cuarto. El capitán Rasmussen se acercaba por el sendero.
La gloriosa figura aún estaba a veinte metros, llevaba su gorra de marino muy echada hacia atrás, exhibiendo plenamente su curtida cara de escandinavo, con barba de ocho días. Su atavío consistía en una vieja camisa azul, que llevaba abierta, unos sucios pantalones blancos, zapatos de tenis tan viejos y rotos como siempre y la bolsa del correo colgada del hombro izquierdo.
Al acercarse, Rasmussen reconoció a Marc y lo saludó con la mano libre.
—Hola, doctor. ¿Forma usted el comité de recepción?
—¿Cómo está, capitán? —Marc esperó con nerviosismo a que Rasmussen llegase frente a él y entonces, añadió—: Subí a dar un paseo y al acordarme de que hoy venía usted, pensé esperarlo para recibir antes el correo. Espero una carta muy importante para mi trabajo.
Rasmussen se quitó la bolsa del hombro y la tiró al suelo.
—¿Es algo tan importante que no puede esperar? Aún no he clasificado el correo.
—Verá, yo pensé que…
—No importa, de todos modos, no hay mucho que clasificar.
—Arrastró la bolsa, primero por el polvo y luego sobre la hierba, se sentó con las piernas muy separadas sobre un tronco de cocotero y colocó la bolsa entre sus rodillas—. No me irá mal descansar un momento. —Abrió la bolsa, mientras Marc miraba ansiosamente por encima del hombro. Rasmussen husmeó y levantó la mirada hacia él—. No tendrá otro de esos cigarros, ¿eh, doctor?
—No faltaba más.
Marc se apresuró a sacar un cigarro del bolsillo de la camisa y lo tendió a Rasmussen, quien lo aceptó con un eructo, dejándolo a su lado sobre el tronco. Mientras Marc lo observaba nerviosamente, Rasmussen introdujo su callosa mano en la bolsa y sacó un mazo de cartas, atadas fuertemente por una correa de cuero. La desató y después, murmurando entre dientes el nombre completo de Marc, empezó a examinar las cartas.
Por último sacó tres sobres.
—Aquí tiene, no hay nada más para usted, doctor… como no sea algún paquete grande… pero supongo que no es eso lo que le interesa ahora.
—No, con esto me basta —se apresuró a responder Marc, tomando los sobres.
Mientras Marc consultaba las señas de los remitentes, Rasmussen volvió a meter el mazo en la bolsa y se dedicó a desenvolver y encender el cigarro. Marc vio que la primera carta procedía de un colega de la facultad; la segunda, dirigida a Claire y a él, procedía de un matrimonio amigo de San Diego; y la tercera era de "R. G., Busch Artist and Lyceum Bureau, Rockefeller Center, Nueva York". Era de Rex Garrity, que le escribía desde su agencia para conferencias, y Marc apenas podía contener su impaciencia.
Pero no quería abrir el sobre ante Rasmussen. El capitán continuaba sentado, dando chupadas al cigarro y observando a Marc con sus abotargados ojos de alcohólico impenitente.
—¿Ha recibido lo que esperaba, doctor?
—Pues no —mintió Marc—. Sólo cartas personales. Quizás venga con el correo siguiente.
—Es posible —dijo Rasmussen, sujetando la bolsa y poniéndose en pie—. Tendré que darme prisa. Quiero lavarme un poco, comer algo y prepararme para la fiesta. Como usted sabe, empieza hoy y durará toda la semana.
—¿Cómo dice? Ah, sí, la fiesta. La había olvidado… sí, creo que empieza hoy.
Rasmussen miró un momento a Marc con expresión reflexiva.
—Ahora me acuerdo… cuando llegamos, Huatoro y otros muchachos indígenas fueron a recibirnos a la playa… llevan los víveres por el atajo… ¿sabe usted…?, y entonces él me dijo algo sobre usted… me dijo que participaba en el concurso de natación de hoy. ¿Es eso verdad o quiso tirarse un farol?
De lo último que Marc se acordaba era del concurso de natación, fijado para las tres de la tarde. Le sorprendió que se lo recordasen.
—Sí, capitán, es cierto. Prometí participar.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Para hacer ejercicio, supongo contestó Marc en tono ligero.
Rasmussen se tiró la bolsa al hombro.
—¿Quiere oír el consejo de un viejo? Hará mejor ejercicio yéndose con alguna moza de Las Sirenas, doctor… y no lo tome como una falta de respeto por su señora… pero eso es lo que vale verdaderamente la pena en ese festival. Le doy este consejo en interés de la investigación científica.
Trate de no olvidarlo si una de esas chicas le entrega una concha, durante la fiesta.
—¿Y eso qué significa?
—Eso es lo que sirve para desatar la falda de hierba, doctor. —Soltó una ronca risotada, tosió y se quitó el cigarro de la boca, ahogándose; luego metió de nuevo el cigarro entre sus dientes amarillentos—. Sí, eso significa.
—No lo olvidaré, capitán —dijo Marc con voz débil.
—Sí, señor, eso es lo que significa —repitió Rasmussen, dirigiéndose al camino—. ¿Baja usted conmigo?
—Yo… no, gracias, prefiero pasear un poco más.
Rasmussen empezó a alejarse cuando se volvió para decir:
—Como quiera, pero no se canse demasiado antes del concurso de natación. Y recuerde lo que le he dicho.
Lanzó otra risotada semejante a un ladrido y se alejó renqueando hacia el precipicio.
Ligeramente desconcertado por lo que el capitán había dicho de la fiesta, Marc permaneció de pie, viendo cómo el sueco se alejaba. Cuando Rasmussen hubo atravesado las hileras de acacias y de kukuis para llegar al borde del precipicio y desaparecer por el recodo que conducía al pueblo, el espíritu de Marc volvió a concentrarse en el largo sobre que contenía la carta de Garrity.
Salió a toda prisa del sendero y se metió en la sombra, mientras doblaba dos de los sobres y se los metía en el bolsillo trasero del pantalón. Sin poder dominar su inquietud, dio vueltas entre sus manos a la carta de Garrity, y, casi a regañadientes, rasgó el sobre con el índice.
Con el mayor cuidado, desplegó las cuatro hojas mecanografiadas de papel cebolla. Sin prisas, como un gourmet que deseara saborear una golosina largo tiempo esperada, leyó la carta, palabra por palabra.
Primero venía una cordial salutación: "Mi querido Marc". Después acusaba recibo a la apresurada misiva de Marc, enviada desde Papeete, y por la que se mostraba sumamente complacido. Después pasaba al grano.
Antes de leer la parte más importante de la carta, que revelaría el sesgo que tomaría su futuro, Marc cerró los ojos y trató de evocar, en su mente, un retrato del autor de la misiva. El tiempo, la distancia y sus deseos suavizaron la imagen de Garrity, rubio, alto, esbelto, con sus refinadas facciones patricias propias de Phillips Exeter-Yale, el cincuentón más juvenil de la tierra, el artífice, el ídolo, el triunfador, el apuesto hombre de acción, el aventurero que seguía las huellas de Aníbal… él… el único… que, en una altiva torre del Rockefeller Center, sentado ante una máquina de escribir de oro, escribía: "Mi querido Marc".
Marc abrió los ojos y leyó lo que Garrity se dignaba exponerle, de forma definitiva, acerca del asunto que se traían entre manos:
Ante todo, deseo observar que aprecio doblemente que me hayas escrito tan pronto, porque creo que yo soy la única persona capaz de comprender tu sensibilidad, tu personalidad y tu situación. Sé que tienes que luchar contra innumerables trabas y restricciones. En primer lugar, tu famosa madre —que Dios la bendiga—, pese a todo su genio, posee unas miras estrechas y pedantes acerca del mundo vivo y comercial. La manera como me rechazó, su indudable aversión por todos cuantos nos debemos al público y tratamos de entretenerlo, se basa en un código moral completamente anticuado. En segundo lugar, ha representado para ti un enorme obstáculo vivir encerrado durante tanto tiempo en el mundo de tu madre, ese mundo de los que se dan a sí mismos el nombre de "científicos", cuando la verdad es que no son más que unos pedantes. Pero tú perteneces a una generación nueva, más refinada y para los que son como tú —perdona mi franqueza, Marc—, para los que son como tú, repito, aún hay esperanzas; es más, no sólo esperanza, sino gloriosas perspectivas. A causa de la única conversación en privado que pude sostener contigo en tu casa de Santa Bárbara, a causa de la manera como me defendiste ante tu madre, tu esposa y ese miope de Hackfeld y, desde luego, por la carta que me enviaste de Papeete, que hizo revivir mi fe en ti, en nuestras relaciones y en nuestro futuro, a causa de todo ello, veo en ti a un nuevo Hayden, a una poderosa personalidad dotada de sus propias ideas y ambiciones, dispuesto a salir al mundo para conquistarlo.
Si interpreto bien tus párrafos tan meditados, te preguntas si es justo exponer al público en general los datos que estás en vías de reunir sobre Las Tres Sirenas. Te preguntas también si se hará buen uso de este material y si no corremos el riesgo de que adopte un tono demasiado sensacionalista, en el caso de que caiga en manos de personas sin escrúpulos. Te preguntas si algún hombre de ciencia o algún etnólogo ha presentado alguna vez sus hallazgos "como lo hubiera hecho un Rex Garrity". Manifiestas tus dudas acerca de los beneficios que puede reportar actualmente un ciclo de conferencias y dices, con cierto escepticismo, que estás seguro de que yo bromeaba cuando dije en tu casa que los datos de Las Tres Sirenas, debidamente presentados, nos podrían proporcionar "un millón de dólares" para cada uno de nosotros.
Después de sopesar cuidadosamente tu carta, he resuelto tomarme completamente en serio el interés que en ella manifiestas. Estaba en Pittsburg dando una conferencia cuando me entregaron tu carta e inmediatamente cancelé un compromiso que tenía en Stranton y me fui a toda prisa a Nueva York para entrevistarme con mis agentes de Rockefeller Center.
Les dije de manera confidencial lo poco que sabía de tu expedición, de Las Sirenas y les pregunté qué significaría todo esto en lenguaje práctico, en términos financieros, como tú dices. A los dos días de estancia en Nueva York ya lo sabía. Puedo asegurarte, Marc, que te escribo enormemente entusiasmado. Confío en que mi entusiasmo se te contagiará en ese lugar increíblemente remoto donde ahora estás trabajando y cuyo emplazamiento exacto sólo conozco de manera aproximada.
Ante todo, permite que disipe tus temores acerca de la conveniencia de exponer la aventura de Las Tres Sirenas al público. No temas tampoco que se haga un mal uso del material científico. Sé que tu madre me acusó de ser un divulgador de éxito, capaz de explotar el material reunido en Las Sirenas de una manera que resultaría perjudicial tanto para la etnología como para esos remotos isleños. Marc, tu madre se equivoca. Te ruego que vuelvas a perdonarme, pero es un exponente de la anticuada manera de pensar que prevalecía entre los sociólogos de antes de la guerra, una reducida camarilla o secta que se reservaba todo cuanto consideraba valioso. En realidad, la reputación alcanzada por tus padres se debía precisamente a que rompieron ese cascarón, hasta cierto punto, presentando sus obras de manera más popular. Pero yo digo que se quedaron a mitad de camino. Ni sus descubrimientos ni los que hicieron otros colegas suyos han llegado verdaderamente a las masas, ni han sido de valor o beneficiosos para millones de personas que podrían sacar provecho de ellos. Si lo que habéis visto en Las Tres Sirenas puede ser útil para Norteamérica, ¿por qué no propagarlo ampliamente, a fin de beneficiar a nuestros compatriotas? Y si lo que habéis visto no es de valor para nadie, sólo curioso o exótico, ¿qué mal hay en enseñar a nuestros compatriotas las necias costumbres de otros pueblos, lo que haría que se sintiesen más contentos con las suyas? Recuerda que los grandes impulsores de nuestra época, un Darwin, un Marx o un Freud, no hicieron temblar al mundo hasta que sus descubrimientos cayeron en manos como las nuestras para ser popularizados. Cuando manifiestas tus dudas acerca de si es justo o no es justo hacerlo, yo también manifiesto mis dudas acerca del derecho que pueda tener un grupo determinado para conservar o censurar unos conocimientos que podrían enriquecer el acervo cultural de la Humanidad. No, Marc, no temas; sólo bien puede producir el empleo de este material por personas que conozcan la psicología de las masas.
Y cómo quieres que se haga mal uso de este material, o se le dé un tono excesivamente sensacionalista? Si llevamos nuestro plan adelante, lo haremos juntos, como colaboradores. Tú te ocuparas de editar y presentar el material conmigo. Tú conoces mi obra, mi reputación, que se ha mantenido durante tantos años y se basa en el buen gusto. Entre mis devotos admiradores se han contado durante años personas de ambos sexos, de todas las edades y de las más distintas clases sociales. Las cifras de ventas de mis libros, las ciudades que se han volcado para aplaudirme, el ingente correo de mis admiradores que llena todos los días la mesa de mi despacho, las enormes sumas que Pago todos los años en concepto de Impuesto de Utilidades, son otras tantas pruebas de mi carácter conservador, de la amplitud y universalidad de mi juicio, y de mi buen gusto. Y por último, te diré que esto se haría bajo los auspicios del Busch Artist and Lyceum Bureau, entidad fundada en 1888, que goza del máximo prestigio y que ha contado en su cuadro de honor con nombres como los del Dr. Sun Yat Sen, Henry George Máximo Gorki, Carveth Wells, Sarah Bernhardt, Lily Langtry, Richard Halliburton, Gertrude Stein, el Dr. Arthur Eddington, Dylan Thomas, el Dr. William Bates, el Conde Alfred Korzybski, Wilson Mizner, la reina María de Rumania, Jim Thorpe… y, te ruego que me perdones por tercera vez, tu afectísimo servidor, Rex Garrity.
En cuanto a la preocupación que te produce pensar que los etnólogos puedan presentarse ante un público profano, deséchala, por favor. Poseo pruebas documentales de que docenas de tus colegas lo han hecho, desde Robert Briffault hasta Margaret Mead, consiguiendo con ello enaltecer y no rebajar, precisamente, su prestigio profesional.
Paso a exponer finalmente mis conversaciones con los altos dirigentes de la agencia Busch y el aspecto económico de estos posibles ciclos de conferencias, reputado como uno de los más saneados. Después de analizar a los artistas de la oratoria que han cosechado más laureles, he llegado a la conclusión de que los que mayor éxito han tenido han sido los más famosos (Winston Churchill, Eleanor Roosevelt, etc.) o los que tenían algo apropiado o extraordinario que contar (Henry M. Stanley, el general Chenoault, etc.). Los de la agencia Busch me aseguran que no podemos fracasar, pues entre ambos reunimos todos los elementos necesarios para asegurarnos el éxito. Yo poseo la reputación. Tú tienes y dominas un material apropiado y extraordinario. Entre los dos, podemos convertir Las Tres Sirenas en un nombre tan popular como Shangri-La… sí, el Shangri-La del amor y el matrimonio.
A cambio de encargarse de la publicidad, los transportes, los hoteles, las comidas y el acompañamiento, la agencia Busch percibiría el 33 por 100 de nuestros beneficios brutos. Esto dejaría para cada uno de nosotros un 33.5 por 100 libre de gastos. Si tus descubrimientos son tan electrizantes como yo les he asegurado, creen posible que en una campaña de diez meses (conferencias combinadas con actuaciones ante la radio y la televisión y artículos en exclusiva), nuestros beneficios en bruto podrían ascender a un mínimo de… ¡setecientos cincuenta mil dólares! Piénsalo, Marc: en diez meses podrías embolsarte un cuarto de millón de dólares libres de gastos e impuestos sin contar con que tu nombre se haría famoso en toda la nación.
La agencia Busch sólo requiere de ti una cosa, además de tu presencia. Necesitan una sola prueba demostrativa; es decir, una prueba de la existencia de Las Tres Sirenas y de que este lugar es como tú lo describes.
En una palabra, no quieren saber nada con otra Joan Lowell o con un nuevo Trader Horn. ¿En qué podría consistir esa prueba? Una película en color que mostrase los más extraordinarios aspectos de la vida en Las Tres Sirenas, diapositivas en color o en blanco y negro para proyectarlas y que acompañasen nuestras apariciones en público. O incluso —como hizo el capitán Cook al regreso de su primera visita a Tahití,— un hombre o una mujer indígenas de Las Sirenas, que presentaríamos al público a nuestro lado.
¿Quizás he ido demasiado lejos, al tratar de sondear tus pensamientos y ambiciones. Espero no haberlo hecho. Si puedes encontrar un medio de colaborar conmigo en esta empresa, te aseguro que no lo lamentarás. De la noche a la mañana te convertirás en un hombre independiente, rico y tanto o más famoso que tu madre.
Piensa en todo esto, en todo cuanto te he dicho. No es una fantasía, sino una realidad. Ahora, adopta libremente tu decisión. Si así lo haces, te aguardan la fama y la riqueza. No tengo nada más que añadir, salvo que la agencia Busch y yo, esperamos con ansiedad tu respuesta. Si es favorable, como confío, haremos el acuerdo que mejor te convenga. Si tú lo deseas, tomaré el primer avión para Tahití a fin de esperarte en esa isla y ambos regresaremos triunfalmente a Nueva York, para iniciar nuestro glorioso periplo.
La carta terminaba con estas palabras: "Tu amigo y —así lo espero— futuro colaborador, Rex Garrity".
Bajo la firma había una retorcida rúbrica, reveladora del carácter pomposo y fanfarrón del escritor.
Cuando Marc hubo terminado, dejó la carta sin releerla. Todas y cada una de sus palabras se habían grabado con fuego en su mente. Sostuvo la misiva en una mano, sentado en la hierba, rodeado por el color y la fragancia de la vegetación tropical y se puso a mirar al sendero.
Se apercibió de que, a pesar del calor propio del mediodía, notaba un escalofrío en los hombros, brazos y antebrazos. Aquella suma fabulosa le asustaba, lo mismo que la enormidad del paso que debía dar para alcanzarla y hacerla suya.
Mas después, al ponerse en pie, comprendió que su decisión ya estaba tomada. Lo que le esperaba era desconocido y terrorífico, porque aún no conocía sus fuerzas, pero satisfacía sus más locas ambiciones. Aquel era el camino que le indicaba Garrity. En cambio, el que le indicaba Matty y Claire, era trillado y le causaba horror, porque conocía sus propias debilidades.
Le resultaba más espantoso que cualquier pesadilla… que la perspectiva de haberse enterrado en vida por toda la eternidad. Así, la elección era clara.
Trató de pensar. La primera medida consistía en cerrar y franquear la carta que había escrito a Garrity la víspera. No había que introducir ningún cambio en ella, ninguna ampliación. Se anticipaba y respondía a todo cuanto se hallaba escrito en las hojas que acababa de leer. Sí, la entregaría a Rasmussen cuando se fuese, para que le diese curso. Esto era lo primero que tenía que hacer. La segunda medida consistía en saber si su plan era practicable. Todo dependía de ello y, por lo tanto, todo dependía de Tehura. La vería después del concurso de natación, cuando su corazón primitivo le diese la bienvenida como a un héroe triunfador. En cuanto a Claire, que se fuese al infierno; entonces le parecía una esposa pueblerina fuera de lugar en su vida y que nunca conseguiría adaptarse a ella. Aunque, mirando bien las cosas, quizás más adelante podría obligarla a adaptarse, haciendo que se postrase de hinojos a sus pies para suplicarle que se dignase mirarla y tocarla. Aún tenía que ver qué haría con Claire… En aquellos momentos, era lo último que le importaba. Se avecinaban acontecimientos memorables y esto era todo cuanto le importaba.
Marc dobló la carta de Garrity, se la metió en el bolsillo trasero del pantalón, acercó un fósforo al cigarro apagado y se encaminó al sendero, para regresar a la aldea. Ya le parecía palpar un cuarto de millón de dólares.
En la escuela, las clases fueron más breves aquel día y no cesaron aunque llegó la hora del almuerzo. Mr. Manao anunció a los alumnos, al comienzo de las clases, que esto se debía al festival. La escuela cerraría sus puertas a las dos, pera que los alumnos tuviesen una hora libre antes de que el festival empezara con el concurso de natación que se celebraba todos los años.
—Durante toda esta semana seguiremos este horario —agregó Mr. Manao, declaración que hizo cundir el bullicio y la alegría entre los estudiantes.
Los alumnos que rodeaban a Mary Karpowicz, por lo general tan atentos y discretos, acompañaban las disertaciones del profesor con jubilosos murmullos, bromas, risitas y codazos. Incluso Nihau, siempre tan solemne, se mostraba menos aplicado aquel día. Sonreía constantemente y su mirada se cruzaba con la de Mary, al tiempo que sonreía y le hacía tranquilizadores gestos de asentimiento. Mary sabía que, en parte, su alegría se debía a lo contento que estaba por haber conseguido convencerla de que volviera a clase, después de la escena de la víspera. En realidad, su súbita desaparición durante el recreo que siguió a la clase de faa hina aro y la lección práctica de anatomía efectuada sobre la rozagante Poma y el hercúleo Huatoro, no pasó desapercibida al perspicaz Mr. Manao. Cuando Mary entró en la clase, deliberadamente más temprano que de costumbre, el maestro se acercó a ella y, procurando que los demás no le oyesen, le preguntó si se encontraba bien. Agregó que la había echado de menos en la última clase. Mary repuso con cierta vaguedad que había tenido una jaqueca y tuvo que ir a echarse, y el maestro pareció darse por satisfecho.
Entonces, mientras escuchaba el final de la disertación de Mr. Manao acerca de la historia de la isla, Mary sintió un vacío en la boca del estómago.
Lo atribuyó a la hora y a la falta de comida… pero sabía que no era eso, pues tuvieron un recreo extraordinario, con un abundante refrigerio de fruta.
Terminó por reconocer que se debía a la aprensión de ver nuevamente a Poma y Huatoro desnudos, y el miedo de lo que podían enseñarle luego.
Mientras pensaba en ello, se le pasó la sensación de vacío en el estómago y dejó de notarla, a medida que volvía a sentir confianza. Lo había visto casi todo, se dijo, y no era posible que de momento les enseñasen nada nuevo. Notó que Nihau cambiaba de posición a su lado. La clase de historia había terminado. Recordó entonces las palabras del muchacho, cuando la víspera habló con ella en el fresco claro próximo a la Choza Sagrada. " Lo que echa a perder el amor es la vergüenza, el temor y la ignorancia —le dijo—. Lo que tú has visto y lo que aprenderás no echar a perder nada, cuando tu corazón ame de verdad." Y Nihau agregó que aquello la prepararía para recibir al elegido, cuando viniese, y así ella nunca sabría lo que era la falta de placer. La evidente superioridad que poseería cuando se reuniese de nuevo con sus amigos y amigas de Alburquerque, la hizo sentirse ufana y orgullosa. Muy tranquila, esperó casi con ansiedad que transcurriese la hora que aún faltaba.
Mientras Mr. Manao se preparaba para la última clase, limpiando las antiparras con el extremo de su taparrabos, sujetándoselas después a las orejas a fin de examinar una hoja de papel, y mientras los alumnos susurraban en el aula, la vista de Mary vagó hasta las ventanas abiertas de la derecha. Vio a su padre, que seguía apostado junto a la Rolleiflex, colocada sobre un trípode. Tenía gracia: estaba haciendo lo mismo que acababa de hacer Mr. Manao, o sea limpiando sus gafas modelo Truman.
Mary no había visto a su padre durante el desayuno. Supo que estaba reunido con Maud Hayden, que lo había citado muy temprano. Cuando más tarde llegó a la escuela, le sorprendió verlo cargado con su equipo fotográfico, agachándose, saltando, dando vueltas, poniéndose en cuclillas, poniéndose el índice y el pulgar juntos ante los ojos como si fuesen un visor, tratando de hallar encuadres.
A hurtadillas se acercó a él y con el dedo le hizo cosquillas en el cogote bañado en sudor. El dio un respingo y casi perdió el equilibrio pues estaba agazapado y, poniendo una mano en el suelo, se volvió a medias.
—Ah, eres tú, Mary…
—¿Y quién querías que fuese? ¿Una vampiresa de las Sirenas? —Y mientras él se desplegaba verticalmente, como un acordeón, hasta alcanzar toda su estatura, le preguntó—: ¿Y qué haces aquí?
—Maud quiere un reportaje completo sobre la escuela, en blanco y negro, color y transparencias en color.
—¿Y hay aquí algo que valga la pena? No es más que una vieja escuela como todas.
Sam Karpowicz se descolgó la Rolleiflex del hombro.
—Se te está embotando el gusto, Mary. Los fotógrafos tenemos que andar con cuidado para que esto no nos suceda. Es decir, debemos evitar que el ojo de la cámara no envejezca, no se acostumbre demasiado a todo lo que ve. El ojo de la cámara tiene que ser siempre joven, alerta, deseoso de captar contrastes y curiosidades, sin dar nunca nada por sabido. Mira lo que hace Steichen. Siempre es nuevo y fresco. —Volviéndose a medias, indicó la choza circular con techumbre de bálago—. No, no existe una escuela así en América o Europa, ni alumnos vestidos como los de tu clase, ni un maestro como Mr. Manao. ¿No habrás querido decir que lo que te enseñan te resulta conocido y se parece a lo que aprendías en Estados Unidos. —Se interrumpió, para mirar pensativo a su hija—. Al menos, por lo que nos has contado todos los días, las asignaturas que aquí estudiáis, historia, trabajos manuales y todas las demás, parecen muy similares a las que tú estudiabas en el instituto. —Pareció vacilar—. Lo son, ¿verdad?
La pregunta alarmó a Mary, pues casi dio en el blanco de lo que ella había callado. Le pareció ver otra vez a Poma y Huatoro como los vio el día anterior frente a toda la clase. Se apresuró a borrar aquella imagen de su mente y tragó saliva.
—Sí, papá… más o menos viene a ser lo mismo. —No deseaba continuar aquella conversación por temor a cometer un desliz y por lo tanto afectó desinterés—. Bueno, tengo que irme —dijo—. A ver si haces buenas tomas.
Esto había sucedido hacía varias horas y de vez en cuando vio a su padre cargado con sus pertrechos, por las ventanas abiertas. Miró de nuevo y no lo vio. Parecía haber desaparecido, con la Rolleiflex y el trípode. Supuso que había terminado la serie de fotografías. Mr. Manao hablaba de nuevo y concentró otra vez su atención en el maestro.
Este decía que aquel día no seguirían estudiando los órganos humanos. Mary se sintió aliviada pero le intrigaba saber cuál sería el tema de la clase. Lo supo a los pocos minutos y se enderezó. Su curiosidad se había convertido en embarazo.
Mr. Manao dijo que su comentario acerca de la preparación de la pareja sería muy detallado, requeriría varios días y sólo empezaría cuando hubiese comentado los puntos principales. Aquella tarde comentaría y demostraría las principales posiciones que podían adoptarse al hacer el amor.
Las posiciones básicas se reducían a seis, dijo, y las variantes se elevaban aproximadamente a treinta.
—Empezaremos por las principales —declaró, juntando las manos como un prestidigitador que fuese a comenzar su número.
Huatoro y Poma salieron de la estancia trasera con expresión flemática. Si bien el musculoso atleta conservó su breve atavío, la viuda de veintidós años se apresuró a desatarse el faldellín de hierba y a tirarlo a un lado.
Aunque Mary se hallaba en el fondo de la clase, podía ver claramente la demostración entre las filas de alumnos. Con gran sorpresa vio que no había contacto entre los actores; éstos se limitaban a remedar las posturas.
Se movían con la gracia y la agilidad de un par de acróbatas que efectuasen un número rutinario, obedeciendo las órdenes de su huesudo director.
Aunque algo decepcionada, Mary seguía con la atención fija en los actores, observándolos como si fuesen dos amebas amaestradas que se moviesen en el campo ocular del microscopio. Tan absorta se hallaba, que ni siquiera en el silencio que reinaba en el aula oyó los airados pasos que se le acercaban por detrás.
Mary notó de pronto que una mano se posaba en su hombro, apretándoselo y tirando de ella, haciéndole dar un respingo de dolor.
—¡Mary, sal inmediatamente de aquí!
Era la voz de su padre, llena de cólera, la que le perforó los tímpanos y rasgó la habitación como un cuchillo.
La demostración que se realizaba ante la clase se interrumpió, Mr. Manao dejó una frase a medio pronunciar, todas las cabezas se volvieron simultáneamente hacia atrás y Mary, muy espantada, dio media vuelta.
Sam Karpowicz la dominaba con su estatura. Ella nunca había visto la cara de su padre tan contraída y lívida. Toda su bondad, todo su cariño paternal habían desaparecido ante aquel inaudito ultraje a la decencia.
—¡Mary —repitió con voz estentórea—, levántate y sal inmediatamente!
Ella quedó paralizada y boquiabierta, presa de la confusión que precede a la humillación. La mano de su padre la tomó entonces por el brazo y tiró de ella rudamente para levantarla del suelo.
Mientras Mary se levantaba dando ansiosas boqueadas, la dominó un sentimiento de completa humillación. Sabía que las miradas de todos estaban posadas en su espalda y en aquel rudo anciano que de aquel modo había interrumpido la clase. Y Nihau, Nihau tenía que ver aquello… ¿Qué pensaría… qué debía de estar pensando?
Trató de hablar, movió la boca, pero le temblaban los labios, los dientes le castañeteaban y una mano poderosa parecía atenazarle los pulmones.
Sam Karpowicz la fulminaba con la mirada.
—Has venido aquí todos los días, para solazarte con esta indecente exhibición… para ver este indecoroso espectáculo… y no nos lo has dicho…
Por último Mary pudo hablar, a sacudidas, entrecortadamente, arrancándose las palabras de la garganta:
—Papá… no es eso… te lo ruego…
Sus ojos se llenaron de lágrimas y le fue imposible seguir hablando.
Mr. Manao, perplejo, se materializó entre ambos, todo brazos y piernas.
—Señor… señor… ¿Qué le pasa… qué ha sucedido?
—Váyase usted al cuerno —barbotó Sam, indignado—. ¡Si no hubiese entrado aquí para fotografiar esta asquerosa clase…! Estaba tan ocupado últimamente preparando el equipo, que ni siquiera tuve tiempo de ver lo que estaban haciendo… ¿Cómo se atreve usted a hacer semejantes exhibiciones pornográficas ante una chica de dieciséis años? Había oído decir que en París y Singapur se dan esta clase de espectáculos, pero yo les tenía a ustedes por una sociedad más adelantada…
Mr. Manao se esforzaba por interrumpir la filípica levantando la mano, para ofrecerle una explicación. La mano implorante del maestro temblaba como si sufriese un ataque de epilepsia.
—Mister… Doctor… Karpowicz… déjeme que le explique…
—¡No tiene que explicarme nada, demonio! Me basta con lo que ven mis ojos. Soy tan progresista y liberal como el que más, pero ahora se trata de mi hija… de una criatura que aún no está formada… y usted le refriega la cara por el fango… la obliga a contemplar a esos dos… mírelos… a ese grandullón semidesnudo que trata de excitar a esos jóvenes… y en cuanto a ella, sólo hay que verla… con… con… todas las vergüenzas al aire.
Mary no pudo contenerse más y lanzó un chillido…
—¡Basta, papá! ¡Basta! ¿Quieres callarte? Cállate, cállate de una vez…!
El la miró como si su hija le hubiese abofeteado. Mary dio media vuelta y se volvió de cara a la clase, a todos ellos, a Nihau, que la miraba con el rostro contraído por la desesperación y la angustia, y a todos los demás, que comprendían a medias lo que pasaba, y también a los dos del fondo.
Trató de decirles algo, disculparse, pero no tenía voz. Permaneció de pie ante ellos, muda, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, hasta que se hicieron borrosos y no pudo verlos. Entonces se dirigió con paso vacilante hacia la puerta, tropezó, estuvo a punto de caer, y salió de la clase.
Cruzó a ciegas el patio, sin ver nada, deseando únicamente encontrar una tumba y cubrirse de tierra la cara abochornada y enterrar su corazón sangrante.
Nadie la seguía, pero ella echó a correr. Corrió sin parar hasta su choza, sollozando todo el tiempo y pidiendo al cielo que matase a su padre, y a su madre también, para dejarla huérfana y sola.
No eran aún las tres cuando Claire y Maud alcanzaron el punto culminante desde el que se dominaba el mar y donde los espectadores empezaban a reunirse para contemplar el acontecimiento inicial de las festividades anuales.
Aquella multitud era la más numerosa y bulliciosa que Claire había visto reunida, desde que llegó a Las Tres Sirenas. Había allí entre cien y doscientos torsos morenos, tan apretujados como la muchedumbre que llena los Campos Elíseos la mañana del día en que se conmemora la Toma de la Bastilla. Todos estaban de pie junto al borde curvo del acantilado que caía perpendicularmente sobre el agua.
Los miembros del grupo norteamericano se hallaban presentes en su casi totalidad y se habían congregado en torno al jefe Paoti y su esposa, que estaban sentados con las piernas cruzadas en el saliente más alto de roca, que constituía un mirador privilegiado.
Durante el breve paseo desde el poblado, Claire no se fijó en la dirección que tomaban ni en los lugares donde cruzaban, pues se hallaba absorta contemplando la película interior que se proyectaba en su cerebro, y que no era más que su vida con Marc. Su conducta insensible, incluso brutal, de la noche anterior, su falta de cariño y, aún más que eso, su odio y su desdén patentes; el modo horrible como la rechazó, como rehuyó cualquier explicación o excusa, aquella misma mañana, todo ello puso en marcha la película de su vida. Y lo que vio, en la sala de proyección particular de su cerebro, la asustó en verdad. Porque si bien el año anterior y en especial los últimos meses, fueron muy poco satisfactorios, de todos modos ella se había aferrado a los agradables recuerdos del primer año y del período de relaciones, y vivía con la ilusión de que aquello aún podía resucitarse. Esta esperanza le infundía fuerzas.
Mientras caminaba detrás de Maud, pasando la película hacia atrás, las imágenes que desfilaban por su mente, en vez de resultar embellecidas a causa de su distancia en el tiempo, permanecían tan grandes y sinceras como fotografías actuales. Quizás el presente, se dijo, hacía descoloridas las imágenes del pasado. Pero después tampoco estuvo muy segura de ello.
Su vida conyugal pasada estuvo tan empañada por los sinsabores diarios como la actual, con el resultado de que ninguna de las dos le parecía fresca ni atractiva. La imagen de su luna de miel en Laguna tampoco salía mejor librada. Después de la primera unión de sus cuerpos desnudos en el lecho, mucho después, él se echó a llorar, sin que al parecer hubiese motivo para ello. Ella pensó entonces que era una reacción emocional propia de su carácter tierno y bondadoso y entonces lo abrazó, lo acunó como a un niño, hasta que quedó dormido en sus brazos. Pero entonces, al pasar de nuevo la vieja escena, la vio mucho menos romántica; nada romántica en realidad, sino mala y sospechosa, como si encerrase algo siniestro.
Cuando Claire llegó a su destino y se reunió con los bulliciosos espectadores, el film había terminado. Su mente quedó ocupada entonces, lo mismo que su vista, por la actividad y el dinamismo del momento, olvidándose de Marc y de su desgracia. Saludó a Harriet Bleaska y Rachel DeJong e hizo un amistoso ademán a Lisa Hackfeld y Orville Pence.
Cuando Sam Karpowicz, armado con una pesada motocámara de dieciséis milímetros, se acercó a ellas, Claire lo saludó cordialmente. A pesar de que él la vio, hizo como si no se diese cuenta de su presencia, del modo más grosero. Tenía el rostro extrañamente contraído, como si sufriese una parálisis facial. ¿Aquel hombre era el amable botánico y simpático fotógrafo profesional que ella había tratado durante aquellas semanas? Extrañada, buscó con la mirada a Stelle y Mary, pero no las vio por parte alguna.
Maud, que había ido a saludar a Paoti, volvió junto a ella y Claire le dijo:
—¿Qué le pasa a Sam Karpowicz?
—¿Qué quieres decir?
—Pasó por mi lado sin contestar a mi saludo. Mírale, allí está. ¿No ves cómo empuja a los espectadores para abrirse paso? Sin duda le pasa algo.
Maud hizo un ademán de evasiva.
—¿Qué quieres que le pase? Sam nunca está de malhumor. Eso es que tiene trabajo. Tiene que filmar toda la carrera y siempre está abstraído cuando tiene cosas que hacer.
Claire rechazó esta explicación, pues sabía que provenía del punto ciego que Maud tenía en su sensibilidad y que le impedía comprender las preocupaciones ajenas. Entonces, como en confirmación de sus sospechas, Claire vio que Sam continuaba dando empellones a los espectadores sin el menor respeto, y comprendió que sus temores eran fundados. Sí, estaba de muy malhumor. ¿Pero por qué no podía estarlo?, se dijo. Era una prerrogativa democrática… Todos los seres humanos tenían el derecho inalienable bajo Dios, la Patria y Freud, el privilegio exclusivo de estar de malhumor. Y ella, ¿no lo estaba acaso? Desde luego que lo estaba. Con la sola diferencia de que, al menos, se esforzaba por mantener las apariencias ante las demás personas.
—Ven aquí, Claire —oyó que le decía Maud—. ¿No te parece una vista espléndida?
Maud se hallaba erguida al borde del acantilado "como el fuerte Cortés… con ojos de águila", extendiendo el brazo sobre el Pacífico con ademán posesivo. Claire se acercó a ella para mirar. La luz de media tarde, los cálidos y dorados rayos solares, suavizados por la plácida y glauca alfombra del agua, mostraban un espectáculo imponente. Su vista vagó por la extensión infinita de océano que tenía bajo sus pies. Se hallaba en el empinado centro de una herradura pétrea, que abarcaba con sus dos brazos una pequeña partícula del océano, convirtiéndola en una laguna casi cerrada.
Allí era donde sin duda se desarrollaría la contienda. A su derecha, el agua parecía fundirse con una empinada ladera de rocas que parecía, con sus cornisas dentadas, una escalinata natural de piedra caliza. Más allá de la escalinata se veía el extremo de uno de los dos pequeños atolones madrepóricos deshabitados, adjuntos a la isla principal de Las Tres Sirenas. Navegando entre el atolón y la costa y después de recorrer casi toda la longitud de la isla principal, pensó Claire, se llegaría sin duda a la playa del extremo opuesto, frente a la que se hallaba posado el hidroavión de Rasmussen.
Claire se volvió a medias hacia el acantilado opuesto, que cerraba por aquel lado la laguna, y vio que era completamente vertical. Lo siguió con la mirada y en su cúspide vio reunidos a los concursantes. Quedaban a unos cien metros de distancia y no se podían distinguir muy bien; de todos modos, inmediatamente vio el cuerpo cuadrado de su marido. Le resultó fácil identificarlo porque era el único de color blanco rosado y velludo; además, llevaba un bañador azul marino, que contrastaba con los suspensorios de las dos docenas de jóvenes de Las Sirenas, de tez entre moreno claro y bronceada y cuerpo lampiño. Al ver a su marido mezclado con los indígenas para participar en una prueba de atletismo, Claire pensó que no era un observador participante, sino un niño que estaba en su segunda infancia.
La cólera le inflamó de nuevo el pecho, quemándole el corazón. El dolor que esto le produjo, borró para ella la belleza de la escena. Apartó la vista para no mirarlo.
Vio que Maud se había acercado a Harriet Bleaska y Rachel DeJong y después vio que se unía a ellas un hombre indígena de edad indefinida, expresión intensa y rostro de perfil curiosamente latino. Reconoció entonces a Vaiuri, el nativo que estaba al frente del hospital o dispensario del poblado y con quien Harriet Bleaska colaboraba.
Vuelta de espaldas a la supina estupidez de su marido, Claire se apartó del acantilado, hasta acercarse al grupo que había estado observando. Pese a que le interesaba muy poco el tema de su conversación, fingió un interés puramente formulario.
Vaiuri hablaba con Harriet. Aunque iba en taparrabos, tenía el aspecto solemne y sabio propio de un médico. En aquellos momentos estaba diciendo:
…y a causa del trabajo que hacemos juntos, Ms. Bleaska, me han pedido que sea yo quien le comunique el resultado de la votación final. Tengo el honor de anunciarle que ha sido elegida reina de las festividades.
Se interrumpió, como ejercitado orador que hace una pausa para provocar una tempestad de aplausos. Y no quedó defraudado. Harriet se puso a aplaudir y después se llevó las manos a la boca, uniéndolas en actitud de oración, mientras abría desmesuradamente los ojos.
—¡Oh! —exclamó, añadiendo—: ¿Yo? ¿He sido elegida reina…?
—Así es —aseguró Vaiuri—. La votación se ha celebrado esta mañana. En ella han participado todos los hombres mayores de edad de la aldea, que la han elegido por aclamación. Es uno de los grandes honores de esta semana de fiestas.
Harriet miró indecisa a sus compañeras.
—Me siento abrumada. ¿Os imagináis? Nada menos que reina de la fiesta.
—Es estupendo, verdaderamente magnífico —comentó Maud.
—Te felicito —dijo Rachel.
Harriet se volvió de nuevo a Vaiuri.
—Pero ¿por qué me han elegido a mí?
—No podía por menos de ser así —contestó él, muy serio—. Este honor recae todos los años en la joven más bella de la aldea…
—Usted quiere sofocarme —le interrumpió Harriet con una risita nerviosa—. Vamos, Vaiuri, esto es imposible… yo conozco muy bien mis cualidades y mis defectos… hay docenas de mujeres mucho más bellas que yo… por ejemplo, Claire, aquí presente… la sobrina del jefe…
Claire vio que Vaiuri le hacía una respetuosa inclinación de cabeza, pero volviéndose hacia Harriet, dijo con gravedad:
—Le repito que, mejorando lo presente, los honores del poblado la han elegido como a la más hermosa.
Claire se esforzó por ver a Harriet tal como la veían aquellos hombres. Si le hubiesen dicho que iba a ocurrir aquello cuando le presentaron a la enfermera, Claire hubiera pensado que con aquella distinción sólo se proponían burlarse de ella. La vulgaridad de Harriet… qué vulgaridad… su fealdad absoluta, había llegado incluso a molestar a Claire. Pero a medida que pasaba el tiempo, la cordialidad y carácter risueño de la enfermera fueron borrando su fealdad física y haciéndola aceptable e incluso simpática.
En el momento en que le traían la corona de reina, Claire vio que la alegría que esto producía en la enfermera, su íntimo orgullo, casi la hacían físicamente bella.
—Me he quedado sin habla —dijo Harriet—. ¿Y qué tengo que hacer, para conducirme como una reina?
—Inaugurar y clausurar la danza de esta noche —dijo Vaiuri—. Ya le enseñaré lo que tiene que decir. Habrá otras varias ceremonias similares durante la semana de festejos, que también le tocará presidir.
Harriet se volvió hacia Maud.
—¿Qué os parece? Nada menos que reina… —Una preocupación muy femenina cruzó por su semblante—. Vaiuri… ¿Qué lleva la reina? ¿Un traje de cola con diamantes o algo parecido?
Vaiuri mostró una súbita desazón. Carraspeó.
—No, nada de eso. Tendrá… tendrá que sentarse en un banco del estrado que será erigido para el festival… Su posición ser la más elevada de todas.
Harriet se inclinó hacia él.
—Todavía no me ha contestado. ¿Qué lleva la reina del festival?
—Pues verá… en otros tiempos, de acuerdo con la tradición…
—Déjese de otros tiempos. ¿Qué llevó el año pasado, vamos a ver?
Vaiuri volvió a carraspear y dijo:
—Nada.
—¿Nada? Pero… ¿absolutamente nada?
—Como iba a explicarle, la tradición exige que, puesto que la reina se halla entronizada con su belleza en el corazón de los hombres, su belleza debe brillar esplendorosa. Así, en las ocasiones especiales se presenta desvestida… es decir, sin ninguna clase de atavío. —Y prosiguió apresuradamente—: Pero debo añadir, Ms. Bleaska, que en su caso, tratándose de una extranjera, se ha convenido en que la antigua tradición puede alterarse. Por lo tanto, usted puede presentarse vestida como quiera.
Harriet ya sentía la preocupación propia de un monarca por sus súbditos.
—Pero vosotros, ¿qué desearíais? ¿Qué preferirían los hombres del poblado? Le ruego que me conteste con sinceridad.
El practicante vacilaba. Notaba las miradas de las tres mujeres fijas en él. Se frotó la barbilla con la mano.
—Creo que todos estarían muy contentos si usted aparecía luciendo el… el… atavío diario de nuestras mujeres.
—¿Quiere decir con la faldita de hierba y nada más?
—Eso es.
—¿Lo dice usted de veras?
—Sí.
Harriet sonrió mirando a Claire y después a Maud y Rachel.
—No es que valga mucho la pena verme —dijo—, pero por esta vez nos soltaremos el pelo. —Guiñó un ojo a Vaiuri—. Diga a los muchachos que su reina les está muy agradecida y se presentar ante ellos con falda de hierba y décolleté total. Bonito espectáculo será… pero de veras, Vaiuri, le aseguro que estoy muy emocionada.
El practicante, aliviado y más tranquilo, dirigió entonces su atención a Rachel DeJong.
—Dra. DeJong, me han encargado que le entregue un regalo.
Rachel no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Un regalo? Muchas gracias.
Vaiuri metió la mano en un pliegue de su taparrabos, desató un nudo y tendió un objeto de color dorado a Rachel. Ella examinó el objeto con asombro y después lo mostró a sus compañeras. Era una concha muy pulida, que parecía de porcelana y se hallaba suspendida al extremo de un cordel.
—Un collar —dijo, como si hablase consigo misma.
—El collar del festival —explicó Vaiuri—. Casi siempre son de madreperla, pero a veces los hay de cauri o de terebra. Este es un cauri dorado.
Rachel no salía de su asombro pero Maud se apresuró a tender la mano hacia la luciente concha y preguntar al practicante:
—¿Es ésta la famosa concha con la cual se solicita una entrevista?
Vaiuri inclinó afirmativamente la cabeza. Maud parecía encantada.
—Rachel, lo has conseguido —dijo—. ¿No te acuerdas? Cuando se acerca la semana de festejos, los hombres preparan estas conchas para ofrecerlas a las mujeres que más aprecian durante todo el año. A semejanza de los brazaletes de hierba de la tribu de los mabuiang, esto es una prueba de admiración y una invitación a… a una cita secreta, pudiéramos decir. Si la mujer que recibe el collar se lo pone, significa que da su consentimiento. Después viene la cita y después… bien, eso es cuenta tuya…
¿Es así, Vaiuri?
—Exactamente, Dra. Hayden.
Rachel frunció el entrecejo al contemplar la pequeña concha.
—Aún no sé si acabo de comprenderlo. ¿Quién me lo envía?
—Moreturi —respondió el practicante—. Ahora, si ustedes me permiten…
Claire observaba a la psiquiatra mientras se cambiaban estas frases y vio que Rachel palidecía. Entonces levantó la mirada, se apercibió de la atención con que Claire la observaba y movió la cabeza, apretando fuertemente los labios.
—Este hombre es imposible —dijo, con indignación contenida—. Otro acto de hostilidad. Está resuelto a fastidiarme, a crearme dificultades.
—Vamos, Rachel, no digas eso —dijo Harriet muy alegre—. ¿No ves que nos quieren? ¿Qué más puede pedir una mujer?
Antes de que Rachel DeJong pudiera contestar, Tom Courtney se unió al grupo.
—Buenos días a todas… hola, Claire… Busquen un buen sitio. Dentro de unos momentos se echarán de cabeza al agua y empezarán a nadar.
Obedientes, las mujeres se dispersaron, en distintas direcciones, excepto Claire, que se quedó donde estaba. Courtney se disponía también a marcharse, cuando se hizo el remolón, para esperarla.
—Podemos verlo juntos, ¿no le parece? —dijo.
—Yo no tengo demasiados deseos de verlo pero… bien, como quiera.
Fueron hacia la derecha, en dirección al borde del acantilado. Pasaron junto a Rasmussen, inclinado sobre una joven indígena, a la que estaba susurrándole algo. El viejo lobo de mar les hizo un amistoso ademán, sin levantar la mirada. Encontraron un lugar vacío, en un punto bastante separado de los norteamericanos y los habitantes del poblado.
Antes de sentarse Claire miró a los espectadores, que estaban más allá de Courtney.
—Tom —dijo—. ¿Qué finalidad tiene todo esto?
—¿A qué se refiere usted?
—Me refiero al festival. A toda esta semana de festejos. Maud nos ha hablado de ella una docena de veces, pero aun así, no acabo de entender de qué se trata…
—¿Supongo que habrá leído La rama dorada, de Frezer?
—Cuando estaba en la universidad leí casi toda la obra. Y Maud me ha hecho copiar muchas citas de ella.
—A ver si reconoce esto. —Miró al cielo un momento y después recitó de memoria: "Hemos comprobado que muchos pueblos observaron un período anual de libertinaje en el que la ley y la moral, que de ordinario refrenaban las costumbres… eran dadas de lado; cuando la totalidad de la población se entregaba a la alegría y al bullicio más extravagante y cuando las pasiones más tenebrosas encontraban satisfacción que nunca se permitía en el curso, más tranquilo y juicioso, de la vida ordinaria… De todas estas épocas de libertinaje, la más conocida y cuyo nombre es genérico en el lenguaje moderno, son las Saturnales" —Hizo una pausa—. Aquí lo tiene usted explicado, Claire.
—Sí, ya me acuerdo —dijo ella—. Recuerdo que la primera vez que oí hablar de las Saturnales, me pregunté por qué no teníamos algo parecido en nuestra época. Manifesté mi extrañeza en voz alta, en una reunión social, y mucho me temo que dije una verdadera herejía. —Y agregó—: Es decir, a los ojos de Marc. El cree que el Cuatro de julio, Navidad y el Día de la Bandera ya llenan todas nuestras necesidades. —Fue incapaz de suavizar este juicio con una sonrisa. Miró hacia el mar y vio que a lo lejos los cuerpos morenos y el cuerpo blanco empezaban a alinearse al borde del acantilado—. Creo que la carrera va a empezar. ¿Cómo les dan la señal?
Courtney siguió su mirada.
—El árbitro sopla un silbato de bambú. Entonces todos se zambullen.
—Pero tienen que saltar desde una altura terrorífica.
—Desde dieciocho metros. Después nadan en estilo libre, sin ninguna regla, para atravesar la laguna. El recorrido tiene aproximadamente un kilómetro y medio. El año pasado cronometré la carrera y tardaron veintitrés minutos. Cuando llegan a la terraza opuesta, al otro lado, trepan hasta la cumbre, que se encuentra a quince metros sobre el nivel del agua. El primero que llega a la cúspide es el vencedor y se le proclama rey del acantilado.
—¿Y cuál es el premio del vencedor?
—Considerable mana ante las muchachas. Este acontecimiento deportivo constituye un importante símbolo de virilidad y es muy adecuado para inaugurar las festividades.
—Comprendo —comentó Claire—. Ahora ya lo voy viendo más claro.
—¿A qué se refiere?
—A algo particular. Estaba pensando en mi marido.
—Creo que nada muy bien.
—Sí, esa es una de las pocas cosas que sabe hacer. —Luego dijo brevemente—: Sentémonos.
Se sentaron sobre la pisoteada hierba. Courtney plegó sus largas piernas y las rodeó con los brazos. Claire abrazó sus desnudas rodillas.
Observó el perfil bronceado de Courtney, mientras éste contemplaba a los participantes, dispuestos a comenzar.
—Tom —dijo—, después de esto… ¿Qué pasa por las noches… todas las noches? No puedo quitarme de la cabeza esa cita de Frazer. Hace aparecer ante mí la visión de una semana bastante licenciosa.
—Pues no hay nada de eso. No espere presenciar unas Saturnales al estilo romano. Sólo hay más libertad, más licencia y nada de recriminaciones. Durante esta única semana al año, estas gentes abren la válvula de escape y dejan salir el vapor a presión… un vapor sancionado por la costumbre y legalizado. Todos reciben doble ración en el almacén de víveres de la comunidad. En ello se incluye gallinas y cerdos, cantidad doble de licores y se celebran danzas, concursos de belleza, toda clase de juegos polinesios en los que todos pueden participar si lo desean, mientras se entregan y se reciben las conchas del festival…
Claire pensó en la cólera experimentada por Rachel DeJong al recibir la concha de Moreturi. ¿Era una cólera real o fingida?
Probablemente real. ¿La llevaría? Hay que observar como participante, para citar a Maud Hayden.
—¿A qué se debe esa costumbre de la concha? —preguntó a Courtney—. ¿No les basta con disponer de la cabaña de Auxilio Social durante todo el año?
—Pues no —respondió Courtney—. Los indígenas sólo pueden emplear la cabaña de Auxilio Social cuando una verdadera necesidad les impulsa a acudir a ella. En cualquier momento tienen que poder demostrar esta necesidad. Durante la semana de festejos, nadie tiene que demostrar ni explicar nada. Si una mujer casada está prendada del marido de otra, o de un soltero, sólo tiene que enviarle una concha pulimentada para disponer una cita. Puede enviar tantas como desee. Y lo mismo puede decirse de los hombres.
—Esta costumbre me parece muy peligrosa.
—Pues le aseguro que no lo es, Claire, en especial teniendo en cuenta el substrato cultural de este pueblo. No pasa de ser una discreta diversión.
Suponiendo que yo estuviese casado y usted me hubiese hecho tilín durante todo el año, pues hoy o mañana le enviaría una concha. Si viese que se había puesto el collar hecho por mí, hablaríamos y nos citaríamos para encontrarnos fuera del poblado. Esto no quiere decir que, automáticamente, usted tuviese que acostarse conmigo, sino que de momento nos encontraríamos, hablaríamos, beberíamos y bailaríamos. Y más adelante, si todo iba bien…
—¿Y qué pasaría a la semana siguiente?
—Nada. Mi esposa imaginaria no estaría enfadada conmigo ni yo tendría nada contra ella. La vida continuaría como de costumbre. A veces, aunque no es frecuente, después de esta semana se producen reajustes matrimoniales. Brotan nuevos amores y entonces tiene que intervenir la Jerarquía como mediadora.
—¿Y qué pasa si, nueve meses después, nace un niño como consecuencia de estos inocentes juegos?
—Sucede muy raramente. Ya tienen buen cuidado de que no ocurra y le aseguro que sus precauciones son efectivas. Pero cuando, a pesar de todo, viene un niño al mundo, la madre puede quedarse con él o entregarlo a la Jerarquía, para que ésta lo asigne a una pareja sin hijos.
—Piensan en todo —dijo Claire—. Bien, estoy de acuerdo.
—Entre nosotros no daría resultado —observó Courtney—. Lo he pensado muchas veces, pero creo que sería un fracaso. Esta gente llevan practicándolo un par de siglos. La educación que han recibido desde la infancia los ha preparado para encontrarlo natural. Nosotros no estamos preparados. Y es una lástima. Creo que es muy triste lo que sucede entre nosotros. Nos educan haciéndonos creer que un hombre o una mujer casados deben abstenerse de frecuentar personas que quizás pudieran amar.
Recuerdo que una vez, en Chicago, yo estaba en la esquina de las calles State y Madison, cuando vi a una esbelta joven morena verdaderamente encantadora. Durante diez segundos me sentí enamorado de ella y pensé: "Si pudiera hablarle, acompañarla, ver si era para mí…", pero entonces cambió la luz verde, ella desapareció entre la multitud y yo seguí mi camino; nunca más volví a verla. En aquel momento no tuve una concha para entregarle… En cambio tuve que conformarme con grupos sociales creados artificialmente y limitados, para elegir a mis amistades entre ellos. A veces me sentía como si no tuviese cambio. ¿Me comprende?
—Sí, perfectamente.
—Y después del matrimonio, como saben muy bien los antropólogos, entre nosotros no existe ninguna clase de libertad extramarital; ambos sexos avanzan pesadamente por los mismos raíles hacia la vejez, sin poder contemplar el paisaje ni hacer escapadas laterales. Es el modo de que la Iglesia y el Estado estén contentos. Va contra la realidad. Si uno sigue los raíles, lo hace a costa de un gran esfuerzo, y si no los sigue, si hace algunas escapaditas, también es un esfuerzo. Lo sé por experiencia, Claire. Recuerde que fui abogado especialista en divorcios y separaciones.
—Sí —dijo Claire—. Creo que estos sentimientos han sido compartidos por muchos de nosotros y este festival los ha evocado. Lo que ocurre es que no hemos podido manifestarlos, o tal vez no hayamos querido hacerlo. Sin embargo, ahora recuerdo que Harriet Bleaska me dijo que, cuando llegamos aquí, Lisa Hackfeld le mencionó algo parecido… le dijo lo esclavas que se sentían algunas personas solteras o casadas entre nosotros… poco más o menos lo mismo que hemos estado hablando.
—No me sorprende —dijo Courtney—. Incluso a mí me parecen increíbles los años de mi vida transcurridos en Chicago, desde que vivo aquí…
Un penetrante silbido cercenó la frase de Courtney e inmediatamente se alzó un estrepitoso coro de aclamaciones a su izquierda. Courtney y Claire, olvidándose por completo de su conversación, volvieron simultáneamente la cabeza y vieron cómo la lejana hilera de participantes saltaba del acantilado y hendía los aires. Algunos caían en un gracioso arco y otros giraban locamente, rasgando la atmósfera con desordenados movimientos.
De momento Claire sólo distinguió cuerpos morenos, pero luego, cerca ya del agua Claire vio el cuerpo blanco y velloso, con los brazos formando flecha sobre su cabeza y todo él tan rígido como una tabla.
Marc se encontraba entre los seis primeros que penetraron en el agua. De entre todos ellos, Marc fue el único que no cayó con un ruidoso chapoteo, sino que entró limpiamente en ella, con elegante estilo, hendiéndola como un cuchillo, para desaparecer bajo las ondas. A su alrededor todos chapoteaban y levantaban surtidores de espuma. Empezaron a aparecer cabezas. Y entonces Marc surgió del agua como un delfín, con diez metros de ventaja sobre su competidor más próximo. Sus brazos blancos empezaron a moverse en un perfecto crowl australiano, hendiendo con la cabeza el mar amigo abriendo y cerrando las piernas con un impecable movimiento de tijera y así avanzó velozmente dejando una estela de espuma.
—Su marido lleva la delantera —dijo Courtney, tratando de hacerse oír por encima del tumulto de los espectadores—. El que le sigue es Moreturi y después viene Huatoro.
La mirada de Claire pasó de Marc a las dos figuras morenas que chapoteaban en su persecución. Nadaban de una manera más ruda y primitiva que Marc, levantando grandes cantidades de espuma. Moreturi y Huataro golpeaban con fuerza el agua con las manos, y se volvían completamente de costado para sorber grandes bocanadas de aire, mientras agitaban las piernas de una manera más visible. Fueron pasando los minutos y, a muchos metros detrás de los tres que iban en cabeza, las restantes caras y figuras morenas empezaron a alargarse en hilera.
Claire observaba sin emoción alguna, sintiéndose muy por encima de aquella lucha, como si viese pequeños muñecos de cuerda que compitieran en una bañera.
Se dio cuenta de que Courtney tocaba con el índice el vidrio de su cronómetro.
—Quince minutos y aún no han cubierto un kilómetro —dijo—. De todos modos, es un tiempo excelente. Tenía usted razón. Su hombre nada muy bien.
Mi nombre, pensó Claire por último. Y la frase le resonó en el cerebro.
—¡Mire cómo aún conserva la delantera! —exclamó Courtney.
Ella miraba sin ver y entonces se esforzó por obedecer a su compañero. Era verdad. El mar abierto se extendía entre Marc y la pareja de nadadores indígenas. Les llevaba unos veinte metros de ventaja. Claire contempló al blanco, al gran amante blanco, al hombre superior perteneciente a una raza de señores, superior también y que realizaba aquella simbólica exhibición de virilidad. Y de nuevo surgieron en su mente las preguntas obsesionantes: ¿hacen un hombre los modales masculinos y las hazañas viriles? ¿Es un hombre Marc? Hasta que no lo sepa, ¿cómo sabré si yo soy verdaderamente una mujer?
—¡Qué orgullosa debe de estar!
Era una emocionada voz femenina que se dirigía a ella. Claire vio que la bella Tehura acababa de arrodillarse entre Courtney y ella. Los ojos de la joven indígena brillaban y lucía su blanca dentadura.
Claire asintió en silencio, sin sonreír, y Courtney, zumbón, dijo a la muchacha:
—Tu amigo Huatoro no está acostumbrado a mirar los pies de otro.
—Yo no tengo favorito —dijo Tehura, circunspecta—. Huatoro es mi amigo, pero Moreturi es mi primo y Marc Hayden es mi… —vaciló buscando en su limitado vocabulario, hasta que dijo—:… es mi mentor de lejanas tierras. —Señaló hacia abajo—. ¡Mira, Tom! ¡Huatoro ha pasado al pobre Moreturi!
Sin hacer caso de la carrera, Claire miró intrigada a la joven indígena. Siempre la había considerado como una de tantas muchachas atractivas del poblado, algo distinta de las demás porque la tuvo al lado durante el rito de aceptación de la primera noche. Pero a pesar de ello, comprendió por primera vez que existía una relación más íntima entre la joven indígena, Marc y ella. Marc era su "mentor", y ella era la "informante" de Marc. Durante casi quince días seguidos, Marc había pasado diariamente varias horas con ella. Era probable que aquella muchacha hubiese visto más a su esposo, durante todo aquel tiempo, que la propia Claire. ¿Qué pensaría de Marc, de aquel hombre extraño, ceñudo, casi cuarentón y que procedía de la remota California? ¿Pensaría en él como en un hombre? ¿Y cómo podía pensarlo ella, que tanto sabía, si Claire, que sabía tan poco, no estaba segura? Pero estas preguntas quedarían sin respuesta. Tehura no conocía a Marc en absoluto. Conocía a un etnólogo que le hacía preguntas y tomaba notas. Conocía a un hombre blanco y musculoso que nadaba mejor que sus compañeros de la aldea. Pero no conocía al puritano que insultó su propio faldellín de hierbas, que Claire se puso la noche anterior, en un impulso de esposa enamorada.
Claire vio que Courtney, Tehura y todos cuantos los rodeaban, se hallaban absortos en la lucha que se desarrollaba en el mar. Con un suspiro, se inclinó hacia delante. Desde la última vez que miró, el dibujo que los nadadores formaban en las aguas verdes se había alterado. Unos minutos antes, los comparó a una larga cuerda de espuma, en la que se veían nudos a intervalos, y estos nudos eran las cabezas y los hombros de los contendientes. La cuerda de espuma había desaparecido y en su lugar el dibujo formado en el agua recordaba un triángulo acutángulo que avanzaba hacia la rocosa costa que se extendía a sus pies. En la punta del triángulo se encontraba Marc, cuyos brazos blancos y mojados salían del agua para entrar de nuevo en ella, como las ruedas de un vapor fluvial del Misisipi. Detrás de él, a su izquierda y en diagonal, muy cerca de Marc, avanzaba el indígena de anchos hombros llamado Huatoro. También en diagonal, pero a la derecha y más retrasado, estaba Moreturi. Después, más cerca que antes, seguía el resto del triángulo formado por los otros nadadores morenos, que braceaban sin cesar, mientras sus pies golpeaban el agua y se tumbaban de costado para respirar ruidosamente.
Oyó que Courtney decía a Tehura:
—Lo están alcanzando. Mira, ahí va Huatoro. No creí que aún le quedasen arrestos…
—Es muy fuerte —comentó Tehura.
Claire escuchó el creciente clamor de los espectadores, que de pronto se convirtió en un verdadero pandemónium. Como impulsados por el estallido de doscientas gargantas que gritaban al unísono, Courtney y Tehura se levantaron de un salto.
—¡Míralos… míralos! —gritó Courtney. Se volvió a medias—. Claire, no se pierda el final…
Claire asintió a regañadientes. Los nadadores habían desaparecido por un instante de su campo visual, pero cuando se acercó al punto elevado donde se hallaban Courtney y Tehura, volvió a verlos.
Marc acababa de llegar al pie del gran farallón escalonado y se izaba fuera del mar, chorreando agua como una gran foca blanca. Fue el primero en salir del agua y se incorporó para sacudirse la que aún le cubría el cuerpo. Luego se volvió para mirar a un lado y vio al vigoroso Huatoro poniendo también el pie en tierra.
Espoleado por la proximidad del indígena, Marc empezó a trepar por el acantilado, llevando cinco metros de ventaja a su rival. El farallón era abrupto y empinado y en él no había camino alguno. Era necesario trepar entre las rocas, aprovechando todos los salientes y presas. A veces la roca formaba peldaños naturales, pero otras veces había que contener el aliento y efectuar una verdadera escalada. Marc fue ascendiendo por las terrazas pétreas, con Huatoro pisándole los talones, mientras el grueso de los nadadores llegaba al pie del acantilado.
Marc y Huatoro se encontraban a la mitad de la escalada. Los jueces, de rodillas los contemplaban desde lo alto, gesticulando, llamándolos y profiriendo gritos de aliento. Cuando les faltaban una tercera parte para alcanzar la cumbre, Claire comprendió que Marc empezaba a desfallecer. Después de izarse mediante contracción sobre los sucesivos salientes de roca y erguirse de nuevo, tardaba cada vez más tiempo en coronar el siguiente escalón. Hasta entonces, había ascendido con la misma regularidad que una máquina, pero entonces parecía como si la máquina se hubiese atascado y empezase a fallar. El ascenso de Marc se hizo lento, lentísimo, como una película en movimiento retardado. Daba pena verlo. Sus pausas cada vez eran más largas, como si apenas le quedasen fuerzas.
A menos de cinco metros de la cumbre se detuvo en una estrecha repisa, tambaleándose sobre unas piernas que ya no querían llevarle, más blanco que antes, casi deformado por la fatiga. Fue allí donde Huatoro le dio alcance, trepando a una cornisa paralela que estaba a menos de un metro de distancia. Claire, que hasta entonces sólo había contemplado a su marido, pudo ver entonces por primera vez a su rival. Huatoro se colocó al lado de Marc con el vigor de un toro joven. Vaciló sólo una décima de segundo para mirar a su adversario y entonces levantó un musculoso brazo, luego el otro y se izó tras ellos con los hombros y el torso bañados de sudor.
Claire vio que Marc movía la cabeza enérgicamente, como un gladiador que, acabado de levantar de la arena, se esforzase por ordenar a sus inseguras piernas que se pusiesen en movimiento. El siguiente reborde estaba próximo y Marc trepó a él casi sin ayudarse con las manos. Huatoro ya le llevaba unos pasos de ventaja. Desesperado, Marc, trató de alcanzarlo. Así siguieron trepando, cada vez más cerca de la meta, efectuando contracciones, saltando, deteniéndose, escalando, arrastrándose, parándose y así sucesivamente hasta que ambos llegaron al mismo saliente de roca, pero ya Huatoro llevaba la delantera, subiendo sin cesar, mientras Marc se tambaleaba, a punto de desplomarse, doblando las rodillas, otra vez como el gladiador abatido, no por un golpe sino por agotamiento y porque la voluntad lo había abandonado.
Resonó de nuevo en los oídos de Claire el clamoroso griterío de los espectadores con el que se mezclaron los chillidos de Tehura, que zarandeaba a Courtney por el brazo, gritando:
—Mira… mira… oh, no puede ser…;no!
Claire se volvió para ver el final. Marc estaba de pie, frente a la cornisa inmediata, que Huatoro acababa de escalar. Pero en vez de trepar sobre la roca, la mano de Marc se cerró en torno al tobillo de Huatoro. El indígena, que se disponía a reanudar la marcha, se encontró de pronto retenido por una pierna. Estupefacto, quizás encolerizado (sus facciones no podían verse con claridad), Huatoro gritó algo a Marc, sacudiendo unas dos y tres veces la pierna sujeta por su rival, hasta librarse de Marc, como si hubiese alejado de un puntapié a un perrillo importuno.
Por fin libre, Huatoro ascendió rápidamente hasta alcanzar la cumbre y la victoria, mientras Marc permanecía a gatas donde el otro lo derribó a puntapiés, inmovilizado por la fatiga y la humillación pública que acababa de sufrir. Pero ésta no había terminado, porque mientras permanecía postrado y agobiado bajo el peso de la derrota, Moreturi llegó junto a él, le dirigió una mirada y continuó ascendiendo hacia la cumbre. Después llegaron los demás, los jóvenes tenaces y robustos. El primero de ellos pasó junto a Marc para llegar el tercero a la meta, y después otro y otro, hasta que por último Marc, se incorporó, tembloroso, y, como un tullido, con movimientos agarrotados y lentos, ascendió las últimas rocas, sin ver las manos que se tendían hacia él, para alcanzar finalmente la cúspide. Huatoro y Moreturi, con otros dos o tres, se aproximaron a él, con la evidente intención de hablarle, pero él se apartó y, resollando fuertemente, se dirigió a un lado, para recuperar sus fuerzas y su orgullo herido.
El griterío se convirtió en animado rumor de conversaciones. Claire dio media vuelta y se volvió de espaldas a la escena. Pero entonces notó que Courtney la estaba observando.
No trató de sonreír ni de encogerse de hombros. Con voz queda, en la que había una leve nota de ironía, recitó:
—"Cuando el Gran árbitro apunta el resultado junto a tu nombre, no escribe que has ganado o has perdido, sino cómo jugaste la partida".
Courtney la miró, frunciendo el entrecejo:
—Yo no creo eso, Claire; no creo que intentase de verdad retener a Huatoro. Quería trepar sobre la cornisa y por pura casualidad… no sabía lo que hacía… sujetó el tobillo de Huatoro y lo retuvo… por puro instinto de conservación.
—Gracias por dorarme la píldora, Tom, pero no lo necesito —estalló Claire, súbitamente encolerizada—. Conozco muy bien al paciente. Cometió una estupidez al participar en la prueba, y otra aún mayor al tratar de ganarla con malas mañas. Existen medios mejores y distintos para que un hombre demuestre su valía. Gracias, pero hoy no quiero más píldoras, Tom.
Tehura se acercó a ella con una extraña expresión inquisitiva en el rostro. Miró a Claire de hito en hito.
—¿Usted lo cree así realmente, Ms. Hayden? Pues yo no, la verdad.
—Tras una pausa, dijo, poniéndose muy tiesa—: Yo creo que lo hizo muy bien.
Hizo una leve inclinación de cabeza y se alejó.
Claire enarcó las cejas sorprendida, viendo alejarse a la joven indígena. Luego se volvió hacia Courtney y se encogió de hombros.
—Bien, cuando llegue el Gran árbitro, creo que hará bien en darse antes una vueltecita por Las Tres Sirenas… Gracias por su compañía Tom. Creo que lo mejor que puedo hacer ahora es volver a la choza, para derramar un bálsamo sobre la virilidad herida de mi héroe… —Parpadeó viendo su rostro inexpresivo y añadió—: Habrá que hacer acopio de fuerzas para ese festival.
Pocos minutos después de las ocho, la oscuridad ya se extendía por los alrededores del poblado, acentuando aún más la enorme y decorativa bola de luz que se alzaba en el mismo centro del poblado.
La bola luminosa era en realidad la yuxtaposición de tres círculos de antorchas encendidas que rodeaban la gigantesca plataforma que había sido construida aquella misma mañana. Las antorchas se elevaban desde el suelo como las velas que adornan un pastel de cumpleaños de altura descomunal. Primero venía el círculo exterior de antorchas, roto en dos partes por el arroyo y plantado en la tierra, entre los grupos de indígenas. Las llamas se elevaban verticalmente, sin oscilar ni temblar en la noche sin viento, como si el Sumo Espíritu no jadease ni respirase fuertemente al contemplar a sus hijos, sino que se sentase tranquilo y sereno entre ellos, para compartir sus placenteras diversiones sin pensar en el trabajo. El segundo círculo luminoso estaba formado por las antorchas sujetas a los escalones de madera que rodeaban la plataforma, a poco más de medio metro sobre el césped y también a medio metro bajo el estrado. Por aquella escalera subirían los participantes en la representación. Sobre la plataforma propiamente dicha se extendía el círculo más elevado de luces, formado por antorchas más gruesas y brillantes, que hacían las veces de candilejas, pero sobre los cuatro lados curvados del escenario.
Courtney explicó a los Hayden que la plataforma ovalada medía casi doce metros de longitud por seis de ancho y las tablas que la formaban se utilizaban en todos los festivales anuales, con el resultado de que su superficie estaba lisa y pulimentada por los innumerables pies que habían bailado sobre ellas.
En aquellos momentos el escenario estaba vacío salvo por la presencia de los siete indígenas que componían la orquesta. Eran jóvenes atezados y entusiastas, dos de los cuales tocaban tambores hechos con troncos de árbol ahuecados, uno, la flauta, dos, varillas de bambú que golpeaban rítmicamente y otros dos que se limitaban a batir palmas.
Los miembros del equipo norteamericano ocupaban los puestos de honor, una serie de asientos de primera fila situados a menos de cinco metros del estrado. En realidad estaban sentados en la hierba, frente a hilera tras hilera de indígenas, que se perdían en las tinieblas. Claire estaba al extremo de la fila, con aspecto muy tranquilo y descansado en su blusa de dacrón blanco sin mangas y falda de hilo azul marino que le cubría las rodillas. Sus pies calzados con sandalias estaban discretamente recogidos bajo la falda. Permanecía muy quieta con las manos cruzadas en el regazo. Oyó que Orville Pence, arrodillado junto a Rachel DeJong y Maud, que estaban a su lado decía:… y los músicos se empeñan en afirmar que incluso sus instrumentos son antiguos símbolos sexuales; el tambor hueco representa a la hembra y la flauta de madera, naturalmente, el macho. Todo esto forma parte del programa del festival. Así, si pensamos que… Claire no quiso seguir oyendo el resto. Estaba cansada de escuchar siempre interpretaciones freudianas. Por una parte esto y por la otra Boas, Kroeber y Benedict, sin olvidar a Malinowski, claro, y desde luego Cora Dubois y la isla de Alors, y tarde o temprano se abordaría el tema de la psicodinámica. Para Claire, aquellos eran unos intrusos, unos invitados indeseables, que analizaban, que lo explicaban todo, que desmontaban y volvían a montar lo que veían, que despellejaban la primitiva belleza, para dejarle únicamente el deforme meollo, desfigurado por completo.
Aquella noche Claire no estaba para tales zarandajas. El ambiente y el escenario eran de lo más romántico y Claire quería absorberlos con sus poros y no con su pobre cabeza. Anhelaba escapar de la jerga científica de sus compañeros, de su propia situación en realidad, y aquella noche se hallaba determinada a huir, por breve que fuese la fuga.
Concentró su atención en el escenario y en la actividad que reinaba a su alrededor.
Un carnaval infantil, se dijo, un carnaval mágico para una época en que ella era demasiado pequeña, sus ojos y su mente demasiado diminutos, para ver todo lo que era chillón y de mal gusto, las imperfecciones, las muertes cotidianas. Se acordó —hacía años que no lo recordaba— del carnaval en la playa de Oak Street, en Chicago, a la orilla magnífica del lago, cuando ella tenía pocos años. Cinco o seis, o siete a lo sumo. Se acordaba de que su padre sujetaba su manita con mano firme, mientras ambos descendían a la orilla del lago después de abandonar Michigan Boulevard. Se acordaba también de que todos parecían conocerlo… "Hola, Alex…" "Qué chica tan guapa te acompaña, Alex…", y hasta hubo un par que susurraron, al cruzarse con ellos: "Sí, ése es Alex Emerson, el crítico deportivo".
Y de pronto se acordó que andaban por la cálida arena y ante ellos surgió el tumulto de luz y sonido y la hilera de maravillosas tiendas y bazares.
Se abrieron paso entre la risueña muchedumbre, parándose aquí y allá, ante un puesto y el siguiente, mientras su padre reía sin parar, la levantaba en brazos y volvía a dejarla en el suelo. Se acordaba de los perros calientes, cantidades interminables de ellos, con litros de limonada y billones de caramelos, con palomitas de maíz tan abundantes como los granos de arena de la playa, y miles de muñecas, perros y gatos de porcelana y las ruedas del tiovivo y la noria y el látigo que su padre le compró y que ella no hubiera soltado por nada del mundo.
La huella que aquellos lejanos hechos dejaron en su memoria se desvaneció, pero en su ánimo perduraba la sensación de aquella noche, la maravillosa, enorme e inmortal emoción que la inundaba mientras él la llevaba hacia el coche, medio dormida sobre su ancho pecho… entonces se sintió amada, y no había vuelto a experimentar aquel sentimiento, ni una sola vez, en los años pesados, lentos, despoblados y tristes que siguieron.
Intentó evocar de nuevo aquel lejano carnaval de su infancia para sobreponerlo a la festividad de Las Tres Sirenas, pero todo fue inútil, porque ya no era una niña y sus ojos adultos atravesaban las enramadas, los escenarios y las mascaradas. Los sentimientos habían sido reemplazados por el pensamiento. Y además, además, ¿dónde estaba Alex? Pero viéndolo objetivamente, todo lo que entonces tenía ante sí, primitivo y extraño, poseía una atracción peculiar, propia para adultos. Mas por desgracia ella se sentía aparte, distanciada aunque interesada.
Además, estaba sola. Maud no contaba. Tampoco Rachel, ni el desagradable Orville Pence. Llevaba dos años y un día de casada, era la media naranja de lo que debía ser una naranja entera, según la aritmética del matrimonio, pero allí estaba, sentada como una solterona, media naranja únicamente, y sola. ¿Dónde estaba el fallo de la simple operación de aritmética? Con la tiza de la memoria, verificó el resultado en la pizarra de su mente…
Marc ya estaba en la habitación trasera de la casa cuando ella regresó del concurso de natación. Su bañador, aún mojado, pendía de un colgador de la pared. El, sin camisa y descalzo, pero con los pantalones puestos, estaba tendido sobre el saco de dormir, durmiendo a pierna suelta y roncando suavemente como un perro agotado. Su incursión en el mundo juvenil —ella pensó que mejor estaría decir juvesenil— lo había dejado totalmente agotado. Sintió embarazo al contemplarlo mientras dormía, sin que él lo supiera. No era justo, porque él se hallaba indefenso ante su severo juicio.
Lo abandonó y se fue a preparar la cena. Con motivo del festival, habían recibido una buena cantidad de productos indígenas: langostas, plátanos rojos, cohombros de mar, huevos de tortuga, ñames, taro en cestos de palma, leche de coco en un recipiente de arcilla y vino de palma en otro recipiente. Al lado de aquel montón de comida había un mazo nuevo, hecho con tallos de hojas de palma. Claire transportó los cestos, recipiente y el mazo junto al horno de tierra y empezó a cocinar. Poco después oyó que Marc se levantaba y lo llamó para decirle que la cena estaba servida.
Sin saber por qué, esperaba verlo aparecer manso y sumiso. Hubiera sido mucho mejor. Una vez establecido así el tono de la reunión, ella hubiera podido bromear, hubieran cambiado pullas e incluso hubieran terminado riendo. Pero él se presentó con aire petulante. Claire se dio cuenta de que él la observaba atentamente mientras le servía la cena, como si se pusiese en guardia ante una inevitable y mordaz alusión a su hazaña. Pero ella no hizo comentario alguno.
Cuando se hubo sentado frente a él, Marc dijo:
—Tendría que haber ganado. En realidad, hubiera ganado de no haber sido por esa condenada ascensión. No estaba en forma para hacerlo. Qué diablo, yo participé en un concurso de natación y no de escalada. Nadando, le gané.
La niñería de esta observación causó pena a Claire, que replicó con voz opaca:
—Sí, nadando le ganaste.
—Le agarré el tobillo sin darme cuenta, ¿sabes? Creía que era la roca… y tardé unos segundos en percatarme…
—¿Pero a quién importa esto ahora, Marc? Hiciste lo que pudiste. Ahora come.
—Me importa a mí. Porque te conozco. Sé lo que piensas. Piensas que quedé en ridículo ante todos.
—Marc, yo no digo eso. Vamos, por favor…
—Yo no digo que tú digas eso. Digo que te conozco lo suficiente para saber lo que piensas. No he querido más que dejar las cosas claras…
—Muy bien, Marc, muy bien. —Se atragantó con un bocado y, cuando se le pasó el acceso de tos, dijo—: No sigamos por ahí. Terminemos la fiesta en paz.
Cuando hubieron terminado de cenar y ella limpiaba la esterilla sobre la que habían colocado la comida, él sacó un cigarro y se dedicó a seguirla con la mirada a través de las volutas de humo azulado.
—¿Irás esta noche al festival? —le espetó de pronto.
Ella se detuvo.
—Naturalmente. Todos van. ¿Y tú?, ¿no piensas ir?
—No.
—¿Cómo hay que tomarse esto? —quiso saber Claire—. Te han invitado como a todos nosotros. Se trata de los puntos culminantes, uno de los motivos principales que nos impulsó a escoger esta época del año. Por esto has venido aquí, ¿no? Piensa en tu trabajo…
—Sí, mi trabajo —repitió Marc con un gruñido, agregando con un ribete de sarcasmo—: Pero, al fin y al cabo, tú y Matty ya estaréis allí.
—Marc, debes ir…
—Esta tarde ya cumplí como los buenos con la parte que me corresponde en la investigación. Estoy hecho polvo y tengo un dolor de cabeza espantoso…
Ella le dirigió una escrutadora mirada y vio que fumaba muy sereno y apacible. Lo del dolor de cabeza le sonaba a excusa.
—¿… y qué voy a perder? —continuó—. Un atajo de mozas semidesnudas y a esa idiota de Lisa, todas ellas meneando sus gordos traseros. Me divertiría más en un teatro de variedades de barriada. No, gracias.
—Bien, no puedo obligarte.
—Así me gusta.
—Haz lo que te parezca. Yo voy a cambiarme. —Dio unos pasos hacia el fondo de la cabaña y de pronto se detuvo para girar en redondo—. Marc, yo desearía…
El esperó que continuase y viéndola vacilar, le preguntó:
—¿Qué desearías, esposa?
A Claire no le gustó su tono ni que la llamase esposa; así es que comprendió que de nada serviría exhumar su matrimonio y antiguas esperanzas.
—No, nada —dijo—. Tengo que darme prisa.
Esto era lo que había sucedido, exactamente esto, según Claire recordaba. En la pizarra de su mente la sencilla operación aún no estaba resuelta; es más, daba un resultado inexacto, pues medio y medio eran medio, esta noche y todas las noches. Por desgracia, así era.
Sintió un escalofrío y se instaló cómodamente en el lugar que ocupaba en la primera fila del público. Experimentó una agradable sorpresa al descubrir a Tom Courtney a su derecha, con una rodilla en tierra.
—Hola —le dijo—. ¿Hace mucho que está aquí?
—Sólo unos minutos. ¿Y usted?
—Mentalmente acabo de llegar —respondió ella.
—Lo sabía. Por eso no quise interrumpir. ¿Me permite quedarme aquí, a su lado, o ya me ha aguantado bastante por hoy?
—No me venga con cumplidos, Tom. Será un placer. —Señaló la plataforma—. ¿Cuándo empieza el espectáculo?
—Inmediatamente después del preludio, según la versión de Las Tres Sirenas. Acto seguido aparecerá la enfermera Harriet, reina de la fiesta, para inaugurarla con su presencia.
—La enfermera Harriet desenvainada —dijo Claire con énfasis como si leyese un número del programa—. Si ella está avergonzada, yo no. Me muero de ganas de verla.
—Está muy tranquila. Acabo de verla entre bastidores, por así decir.
Está siempre rodeada de hombres, pegados a ella como lapas.
Claire sonrió de pronto.
—Acabo de acordarme otra vez… ¿Quién soy yo para hablar de eso… después del strep-tease que hice la primera noche, con Tehura, durante el banquete que nos ofreció Paoti?
El rostro de Courtney se contrajo no tanto de pena como de preocupación. Resueltamente, dijo:
—Como ya le he dicho una vez, el rito de la amistad es algo tan natural como lo que ahora vamos a ver.
Ella iba a contestarle: "Sí, dígaselo a Marc. Pero se tragó aquellas palabras y fingió concentrar su atención en el improvisado escenario.
Sobre la plataforma reinaba una gran actividad. La música había cesado pero no dejó un silencioso vacío, pues los rodeaba una babel de voces que zumbaban y cantaban en la noche cálida. Dos muchachos indígenas, cargados con un banco que parecía una mesa para café alta y cuadrada, subían al escenario. Con grandes precauciones, dejaron el banco en el centro mismo de la escena. Después, agachándose simultáneamente, extendieron los brazos para tomar un gigantesco cuenco que les tendían desde abajo y que transportaron con sumo cuidado, pues estaba lleno de líquido hasta el borde. Acto seguido depositaron el cuenco en el centro del banco.
Mientras ambos saltaban del alto estrado, otros dos indígenas subieron a él. Estos eran adultos, esbeltos y apuestos. Claire reconoció a uno de ellos: era el nadador que había humillado a Marc. Cuando ambos se incorporaron, Claire se dio cuenta de que entre los dos ayudaban a subir a una joven, que no era otra que Harriet Bleaska, reina de la fiesta.
Era evidente que Harriet había ensayado su papel, pues se movía con desenvoltura y aplomo. Cuando avanzó hacia el banco, alejándose del círculo de fuego, y se sentó, Claire pudo verla perfectamente.
—Buen Dios —murmuró Claire.
El flequillo color canela de Harriet y su larga cabellera estaban festoneados por una guirnalda de flores de tiaré. Bastante más abajo de la cintura, sujeta en sus huesudas caderas y cubriéndola a unos dos o tres centímetros por debajo del ombligo, llevaba un amplio faldellín de hierba verde que no mediría más allá de cuarenta y cinco centímetros. Lo que más llamó la atención a Claire de momento fue su escandalosa blancura, realzada por su atavío, y después, el espacio ovalado que quedaba entre sus muslos, que se curvaban hasta unirse en las rodillas. En su cuerpo nada se movía mientras se encaminaba con paso majestuoso hacia el banco, y la razón de que nada se moviese era la preponderancia que en su físico tenían las superficies planas y poco femeninas, junto con la falta de glándulas mamarias desarrolladas. Esforzándose mucho, se podían distinguir unos pezones que parecían sujetos a su piel como botones pardos, y sólo cuando se volvió a medias para tomar asiento en el banco, se marcó un principio de pecho. Sin embargo, su porte se mostraba tan lleno de dignidad, tan grande era el deleite que expresaban sus ojillos grises y su amplia boca, que sus feas facciones y su físico poco agraciado parecieron transfigurarse de nuevo y hacerse bellos y agradables, y allí, ante todo el mundo, Ms. Bleaska se convirtió en Ms. Jeckyll.
Claire oía los tambores y la flauta, vítores y aclamaciones, mientras comenzaba la ceremonia inaugural de la gran fiesta. El campeón de natación, el mocetón robusto que había humillado a Marc, sumergió media nuez de coco en el cuenco y tendió la goteante bebida a Harriet. Ella la aceptó como si de un filtro amoroso se tratase, alzándola en alto y brindando a los miembros de su equipo y a los indígenas del fondo. Después se llevó la copa a los labios. Cuando hubo bebido, se sentó a un extremo del banco, volvió a levantarse, brindó a los indígenas de aquel lado y bebió de nuevo. Y así dio la vuelta al banco cuadrado, brindando y bebiendo, acompañada por el jubiloso clamor de toda la población masculina de Las Sirenas.
Cuando Harriet volvió a sentarse en el lugar que ocupaba al principio, Claire percibió una nueva actividad, más cerca de donde ella se encontraba.
Las mujeres de más edad de la aldea, por parejas, recorrían los pasillos, mientras una de ellas repartía tazas de arcilla entre el público y la otra las llenaba con vino de palma que tomaba de una especie de sopera.
Cuando todos estuvieron servidos, Harriet volvió a levantarse, flanqueada por sus dos acompañantes indígenas y rodeada por los jubilosos músicos. La enfermera levantó su copa, giró majestuosamente, exhibiendo ante el público enardecido su largo cuerpo blanco y sus dos broches morenos, y después bebió un largo sorbo.
Claire bajó la vista y miró a Courtney. Este tocó su copa de arcilla con la suya.
—Con esta bebida —le oyó decir— dan comienzo las Saturnales.
Ella le imitó y bebió obedientemente. El líquido, cálido y dulzón, descendió por su garganta, evocando en su espíritu la primera noche pasada en la isla, en que se embriagó con kava y aquel mismo zumo de la palma.
Courtney le hizo un guiño y volvió a beber, imitado nuevamente por Claire, salvo que esta vez el vino de palma no le pareció tibio ni dulzón, sino suave y agradable como un whisky viejo. Continuó bebiendo, hasta vaciar la copa de arcilla, y el efecto que le produjo el líquido fue increíblemente rápido. Por lo que le pareció, el vino de palma borró, y absorbió en su cabeza, especialmente detrás de las sienes, y también de sus brazos y pecho, toda la angustia, la aprensión, los recuerdos desagradables del pasado, aunque éstos sólo fuesen de hacía una hora o datasen de una año. Únicamente subsistía el presente enloquecedor.
Cuando apartó su vista de Courtney, vio ante ella a las dos ancianas indígenas. Una le tomó la copa de la mano mientras la otra sostenía el recipiente lleno de líquido. Luego devolvieron la copa a Claire, rebosante otra vez del extraordinario fluido.
Bebió de nuevo y, levantando la cabeza, la volvió hacia el escenario. De momento no pudo ver con claridad, hasta que comprendió que entre ella y la plataforma estaba agazapado Sam Karpowicz. Tenía la blanca camisa pegada a la espalda por el sudor, el cogote colorado bajo los efectos del sol y un ojo pegado a la Leica.
Claire se acercó más a Courtney para ver qué fotografiaba Sam. Vio entonces lo que éste miraba a través de su visor: Harriet Bleaska, con la guirnalda de flores torcida, el faldellín de hierba a punto de caérsele, blandiendo su medio coco vacío mientras se pavoneaba ante la fila de bailarines de ambos sexos, que palmoteaban rítmicamente y golpeaban el tablado con los pies, jaleando sus improvisados giros. Claire distinguió entonces entre los bailarines del fondo a Lisa Hackfeld, llevando únicamente sostenes y un pareo colgado. El cabello de Lisa rubio con hebras grises estaba desmelenado como la cabeza de Medusa, y sus carnosos brazos y bien conformadas piernas no paraban un momento.
Toda aquella escena, animada y bulliciosa, se dijo Claire, tenía el aspecto curiosamente pasado de moda de una de las primeras películas sonoras, sobre hijas errantes y jóvenes borrachos y calaveras, que hacían furor en los alegres veintes. O mejor aún: dijérase una escena arrancada a la famosa película Ave del Paraíso, de Tully, proyectada hacia 1911 y en la que Laurette Taylor bailaba la hula-hula. Parece increíble, pensó Claire. Pero allí estaba, en realidad.
Un súbito altercado, que casi se perdió en el tumulto general, separó la atención de Claire de la plataforma. Sam Karpowicz, que había estado hasta entonces delante de Claire, se había arrastrado a la izquierda, muy agachado, andando como un cangrejo, para captar mejor a la semidesnuda Harriet Bleaska y conservarla para la posteridad en la película de su Leica.
El fotógrafo, tratando de hallar un punto de vista favorable, se colocó frente a Maud, Rachel DeJong y Orville Pence. De pronto, este último, cuyo cráneo casi calvo brillaba amarillo a la luz de las antorchas, mientras sus gafas de concha saltaban sobre su nariz de erudito, que no cesaba de lanzar bufidos, se puso en pie, dio un salto hacia delante y agarró rudamente a Sam Karpowicz por el hombro, haciendo perder el equilibrio al desprevenido fotógrafo.
Sam le miró y su largo rostro adquirió una lividez cadavérica.
—¡Qué diablos hace usted! Me ha hecho perder la mejor fotografía…
—¿Se puede saber qué está fotografiando, eh… quiere decírmelo? —le preguntó Orville, con voz pastosa a causa del zumo de palma.
—Por Dios, Pence, ¿no ves lo que estoy fotografiando? Fotografío la fiesta, la danza…
—Lo que usted fotografía es el pecho de Ms. Bleaska; eso es lo que hace. Y lo considero muy poco correcto.
Sam lanzó un chillido de incredulidad.
—¿Cómo?
—Usted ha venido para dejar constancia de las actividades de esos indígenas, y no de los vergonzosos excesos que cometa uno de los nuestros.
¿Qué pensará la gente en Estados Unidos, cuando vea esas fotografías de una joven norteamericana exhibiéndose allá arriba, sin recato ni decencia?
—Vaya, ahora sólo nos faltaba que nos saliera un Anthony Comstock.
Mira, Pence, tú ocúpate de tus cosas, que yo me ocuparé de las mías. Ahora, déjame en paz.
Se alejó, resuelto a no hacer caso de Pence, y enfocó de nuevo la cámara fotográfica sobre Harriet Bleaska. La enfermera se alzaba en el estrado, riendo y palmoteando, agitando los hombros y sus morenos pezones, moviendo las caderas y saludando en respuesta a los vítores que surgían de la semioscuridad.
Mientras Sam la hacía pasar a la historia en su película, Orville agarró de nuevo el hombro del fotógrafo, intentando por segunda vez censurar aquella obscena figura.
—¡Déjame en paz! —rugió Sam, apoyando la mano libre en la cara de Orville y obligándole a retroceder. El empellón obligó a Orville a retroceder tambaleándose, hasta caer ridículamente sentado. Se levantó temblando y se hubiera abalanzado de nuevo sobre el fotógrafo, de no haberse levantado Maud para cerrarle el paso con su autoritaria figura.
—Vamos, Orville, por favor. Sam se limita a cumplir su cometido.
Orville trató de hablar, sin conseguirlo de momento. Luego indicó la escena con un ademán y terminó amenazándola con el puño cerrado.
—Este… este vergonzoso espectáculo…
—Por favor, Orville, todos los habitantes del poblado nos miran…
—No pienso soportar un minuto más este… este repugnante espectáculo. Me escandaliza ver que tú lo apruebas, Maud. No me oirás pronunciar una palabra más. Buenas noches a todos.
Con un bufido de rabia, se arregló el nudo de la corbata, se metió los faldones de la camisa en los pantalones y se alejó entre la muchedumbre.
Claire vio que Maud estaba muy turbada. La etnóloga los miró a todos y murmuró:
—Hay personas que no debieran beber.
Después se sentó junto a Rachel, dispuesta a hacer un esfuerzo para seguir disfrutando del espectáculo.
Durante unos segundos, Claire siguió pensando en el altercado. "Es extraño, muy extraño —se dijo— lo que la estancia aquí parece provocar en algunos de nosotros. La isla tiene un embrujo que acentúa nuestras mejores y peores cualidades: Orville, incapaz de matar una mosca en Estados Unidos, sufre aquí arrebatos de indignación; Sam Karpowicz, siempre tan amable y tranquilo, aquí monta en cólera; Marc, serio y ensimismado en casa, aquí se muestra furioso y cruel. Y yo, Claire, tan… bien lo que sea… en casa y tan… bien, basta de esto aquí dándome a la bebida…
Bebió. Ella y Courtney bebieron. Todos bebieron. A veces veía ondular y balancearse el escenario y los bailarines, entre las antorchas. Otras veces Lisa Hackfeld dominaba la escena, tan jubilosa y abandonada como la enfermera Harriet, que había desaparecido con su séquito… era la Lisa de Omaha (no la de Beverly Hills), la Lisa que había vuelto a descubrir la juventud y exorcizaba los demonios de la edad madura.
Claire no sabía cuánto tiempo había pasado ni cuántas copas había bebido, pero oía débilmente la voz de Courtney. Se dio cuenta de que la llamaba desde arriba, pues él estaba de pie, lo mismo que todos los demás, pese a que ella seguía sentada. Después él se inclinó y la levantó tan fácilmente como si se tratase de una almohada de plumón.
—Todos bailan —le susurró al oído—. ¿No quiere bailar?
Ella asintió, mirándolo con ojos lacrimosos, le dio la mano y la otra se la tomó un indígena, y todos se dispusieron en círculo para empezar a vociferar y saltar como pieles rojas, para retroceder después gritando y riendo. Por todas partes se formaron círculos semejantes. De pronto el suyo se rompió en otros más pequeños y Claire quedó libre en medio del tumulto.
De un puntapié se libró de las sandalias, se soltó el pelo y empezó a mover las caderas.
Luego desaparecieron los círculos y sólo quedó ante ella Tom Courtney. Las antorchas estaban muy lejos, lo mismo que la música. No conseguía ver a Maud ni a Sam. Tuvo un fugaz atisbo de Rachel DeJong paseando con un indígena, y en distintos lugares, mientras giraba abrazada a Courtney… vio parejas indígenas que bailaban… todos bailaban… Las piernas le flaqueaban y aunque Courtney la sostenía dio un traspiés y cayó en sus brazos. El la sostuvo y Claire, jadeante y exhausta, apoyó la cabeza en su pecho… y se sintió casi como aquella vez, en que subía del lago, en Chicago, en brazos de su padre y medio dormida sobre su pecho… aunque ahora era distinto, pues oía los latidos del corazón de Courtney, que se mezclaban con sus propios latidos. Los del hombre eran ajenos, pero los suyos, ella los conocía muy bien y sabía que no estaban causados por el ejercicio de la danza… no, aquello era distinto, porque el pecho de su padre significaba sentirse amada, un refugio cálido y acogedor, y el pecho de aquel hombre alto que era casi un desconocido, significaba… otra cosa, algo ignorado, y por lo tanto peligroso.
Consiguió desprenderse de su abrazo y, sin mirarle, dijo:
—He terminado agotada, como mi marido. —Y agregó: Gracias por su compañía, Tom. ¿Quiere hacer el favor de acompañarme a casa?
Únicamente cuando estuvieron en la estrecha canoa y mientras él movía rítmicamente el canalete, rasgando la plateada sábana que cubría las negras aguas, haciendo deslizar la pequeña embarcación por el silencioso canalizo, que parecía a infinita distancia de la populosa isla principal pero más cerca del atolón madrepórico más próximo, Rachel DeJong empezó a serenarse y pensó en ordenarle que se detuviera, que se detuviera y diera media vuelta, para regresar a la playa, permitiendo así que ella se reuniera de nuevo con sus cultos amigos y la civilización.
Se disponía a expresar en voz alta su cambio de opinión pero, al ver en la semioscuridad las sonrientes facciones de Moreturi, y sus poderosos bíceps que se hinchaban cuando él hundía el canalete en el agua, comprendió que no podría expresar lo que sentía. Su instinto le decía que su voz sería la voz del miedo. Recordó entonces algo que había leído: " No hay que demostrar miedo ante un animal; la menor debilidad conferiría ascendencia a la bestia". Ella era aún Rachel DeJong, Doctora en Medicina, acostumbrada a sentirse superior por su educación, dueña del destino humano, del suyo propio, del de su compañero, y que siempre dominaba todas las situaciones.
Por lo tanto, mantuvo su silencio en complicidad con el de la noche. Para percatarse de nuevo de que se hallaba sentada y profundamente hundida en una hueca canoa con las piernas extendidas. Era la primera vez que navegaba en una canoa. ¿Por qué no lo habría hecho antes? A causa de la fragilidad de las canoas, se dijo… ¿qué las mantenía a flote? ¿Y qué mantenía un avión en el aire…? Siempre había supuesto que volcaban fácilmente y sus tripulantes terminaban en una tumba líquida como la pobrecilla muchacha del libro de Dreiser… sí, como Roberta Alden, pero en aquel caso se trataba de una barca de remos… y Clyde la golpeó con la cámara fotográfica. En cambio ella estaba en una canoa y se veía a la legua que Moreturi había nacido en uno de aquellos chismes. Sin duda no había volcado jamás.
Trató de relajar su tensión en la estrecha superficie de madera que la sostenía entre el fragante aire nocturno y las frías aguas. ¿Qué solía hacer la gente en una canoa? Tocaban la guitarra, el banjo… cielos, esto la hacía vieja… ¿Y qué más? Dejaban colgar las manos en el agua. Rachel DeJong levantó su mano flácida y la dejó caer por la borda baja, hasta meterla en el agua, que corría rápidamente junto a la canoa. El agua tenía un tacto sensual y pareció penetrar por sus poros para ascender por el brazo y el hombro, extendiéndose por su pecho y rodeando el corazón. Vio que Moreturi la atisbaba mientras manejaba el canalete. Temiendo que considerase debilidad su aspecto de bienestar, cerró los ojos para que él no pudiera leer nada en ellos.
Acunada y arrullada por el movimiento de la veloz canoa, permitió que sus pensamientos vagasen libremente.
Debió de haberse embriagado, se dijo, para haber llegado tan lejos. Rachel DeJong no bebía; apenas probaba el alcohol. De vez en cuando, en una fiesta, tomaba alguna bebida azucarada, y después muchos entremeses y tapas. No bebía porque sabía de qué modo tan lastimoso se portaban los alcohólicos, y no deseaba dar espectáculos, convencida de que no se debía perder jamás la cabeza. El Sumo Hacedor daba una personalidad a cada ser humano y la bebida disolvía aquella personalidad. ¿Y si en realidad existiesen dos personalidades distintas en cada ser humano, una la pública y otra la que ascendía flotando de lo más recóndito del ser, cuando el alcohol la liberaba? Así era, en efecto, y ella, como psiquiatra, lo sabía, y rehuía la bebida porque con una sola personalidad le bastaba y le sobraba. Una sola personalidad era el buen barco. La bebida era alcohol que incendiaba el barco. Y entonces sólo quedaba el que subía a flote con la bebida, que no era nada de fiar.
Señor, qué fantasías tan absurdas e incoherentes… Había ingerido varias copas de aquel zumo de palma porque le pareció una bebida azucarada e inofensiva, como las que bebía en los cumpleaños de su sobrinita. Pero aquella inofensiva apariencia la engañó. El zumo de palma paralizaba los sentidos, pegaba fuego al barco y una tenía que conformarse con lo que le ofreciesen, una canoa, por ejemplo. Y esto la llevó a pensar de nuevo en Moreturi.
Cuando el baile del escenario terminó, ella creyó que la velada tocaba a su fin. Buscó a Maud para irse con ella, pero Maud se había marchado en compañía de Paoti y la esposa de éste. Después buscó a Claire pero ésta descalza, bailaba como una loca con un grupo de indígenas y Courtney.
Rachel se encaminó entonces a su choza. Se iba a regañadientes, porque en el fondo quería seguir allí, participando en el bullicio y la alegría generales.
Hubiera deseado estar con alguien, no necesariamente Joe Morgen aunque no hubiera rehuido su presencia. Alguien, en fin, alguien que no fuese un tipo solemne y aburrido.
Sintiéndose muy distanciada de los que se divertían, se escabulló entre los grupos de bailarines, observando que Claire parecía estar muy achispada, como todos, aunque no los censuraba, pues ella también se sentía flotar sobre el suelo, como si anduviese sobre un trampolín. Se alejó de la fiesta y de la zona iluminada por las antorchas. Cuando se hallaba sola, oyó que alguien se aproximaba. Aminoró el paso, se volvió y sintió alegría y aflicción al mismo tiempo al ver que quien venía era Moreturi.
—La he estado buscando por todas partes —dijo, sin añadir "Ms. Doctor" y con un tono muy serio.
—Estaba en primera fila —contestó ella.
—Ya lo sabía. Quiero decir después… fui a buscarla… y ya se había ido.
Ella confiaba encontrarse con Moreturi casualmente aquella noche, y al propio tiempo temía encontrarlo, sin querer buscar la causa de su temor.
Después de la entrevista que sostuvo a primeras horas de la mañana con Maud, para explicarle lo que hizo en compañía de los dos miembros de la Jerarquía la noche anterior, se esforzó por olvidar todo aquel episodio. Al ver a Moreturi ante ella, todo volvió a su memoria. Le disgustó ver su desnudez. Desde luego, llevaba la bolsa púbica, pero quizás hubiera parecido menos desnudo sin ella. Era un montón de músculos bronceados, el varón más desvestido del poblado, y su proximidad la desconcertó. Mientras se esforzaba por sofocar el recuerdo de lo que vio la víspera, su imagen penetrando en el dormitorio de su esposa, comprendió que no lo conseguiría.
El gemido de Atetou reverberaba aún en sus tímpanos y le producía una punzada en el corazón. Deseó al instante escapar y estar sola.
—Estaba cansada —dijo—. Me voy a dormir.
El la observó con atención.
—Pues no tiene aspecto de cansada.
—Lo estoy, se lo aseguro.
Su mirada se posó en su garganta y tendió la mano hacia ella.
—Le envié el collar del festival, pero veo que no lo lleva.
—Claro que no —dijo, indignada, acordándose de lo que aquello significaba y pensando que lo tenía en el bolsillo de su falda.
—Habla como si la hubiese insultado —dijo él, inquieto—. Este regalo se considera aquí un gran cumplido.
—¿Y a cuántas ha enviado esta clase de regalos? —preguntó ella con aspereza.
—Sólo a una.
La manera como lo dijo, sencilla y grave, la avergonzó. Se había esforzado por mostrar una ira que no sentía, por luchar contra el sedante efecto del vino de palma, porque su presencia la enervaba. Empezó a deponer su falso enojo, pero lo mantuvo en parte.
—En este caso, tal vez debiera darle las gracias —dijo—, aunque no sé si a su esposa le gustar saber que se muestra tan generoso, enviando collares a otras mujeres.
Sus ojos revelaron desconcierto.
—Todas las mujeres lo saben. Ellas también envían collares. Es nuestra costumbre y estamos en la semana del festival.
Rachel comprendió que se había tirado una plancha y se esforzó por rectificar su error.
—Yo… verá, creo que no me acordé de que esto era una costumbre.
—Además —prosiguió Moreturi— yo he sido su paciente y Atetou también, y usted sabe todo lo que hay entre nosotros.
Ya lo creo que lo sé —pensó ella—; ya lo creo que sé lo que hay entre vosotros dos, pues lo he visto y lo he oído a través de las hojas entreabiertas de tu cabaña." Pero en voz alta, dijo:
—Eso nada tiene que ver con el hecho de que yo no lleve su collar. Si ustedes tienen costumbre de regalar esas cosas, nosotros tenemos costumbre de no aceptarlas.
—Mi padre dice que han venido para aprender nuestras costumbres y vivir con nosotros.
—Naturalmente, Moreturi, pero todo tiene su límite. Yo soy psiquiatra, como usted sabe muy bien, y usted es el objeto de mi estudio. Eso también lo sabe. Quiero decir que no podemos celebrar entrevistas clandestinas.
El pareció comprenderla en parte, porque la interrumpió:
—Si pudiera llevarlo ¿se lo pondría?
Rachel notaba un gran calor en los brazos, la cara y el cuello y maldijo la bebida. Sabía que podía darle la respuesta perfecta, que pondría fin a aquella violenta escena. Podía decir que estaba enamorada de otro hombre, de uno de su propia raza, con el que se hallaba comprometida. Podía hablarle de Joseph E. Morgen. Esto interpondría una pared de vidrio entre ambos. Se propuso invocar la presencia de Joe, lo cual anularía a Moreturi, pero no lo hizo. La noche no había hecho más que empezar y ella no quería estar sola.
—Pues… la verdad… no sé… no sé si en otras circunstancias… lo llevaría. Quizás si nuestras relaciones fuesen distintas, si nos conociésemos mejor, lo llevaría.
La cara de Moreturi se iluminó.
—¡Sí! —exclamó—. Eso es, debemos hacernos amigos. La acompañaré a su choza y hablaremos…
—No… no, no puede ser…
—Entonces, sentémonos en la hierba para descansar y hablar un rato.
—Me gustaría, Moreturi, pero es tarde.
El puso los brazos en jarras. La miró sonriendo y por primera vez lució aquella sonrisa maliciosa que le era tan familiar.
—Me tiene usted miedo, ¿Ms. Doctor?
Ella se enfureció pero contestó con voz insegura:
—No diga ridiculeces. No trate de tentarme.
—Sí, tiene miedo —afirmó él—. Sé la verdad. Esta mañana habló usted con la doctora Hayden. Ella habló con mi madre y mi madre me lo ha dicho. Pidió que la relevasen de este trabajo para que yo no volviese a su choza.
—Sí, creí conveniente dar el análisis por terminado, pues estoy convencida de que no le hace ningún bien y sólo sirve para que pierda el tiempo. Fue entonces cuando pedí que la Jerarquía vuelva a ocuparse de su caso.
—No me ha hecho perder el tiempo. Siempre esperaba con ansia las sesiones.
—Sí, para burlarse de mí.
—No, esto no es cierto. Hablaba en son de mofa para ocultar mis sentimientos. He aprendido mucho de usted.
Ella vacilaba.
—Bien… mi decisión ya está tomada. Tendrá que arreglarse sin mí.
—Si no puedo verla de nuevo, mayor motivo para que nos veamos esta noche.
—Otra vez será.
—Esta noche es la noche más bella del año. No quiero ver a nadie sino a usted. Deseo explicarle unas cosas.
—Por favor, Moreturi, no insista…
El sonrió de nuevo.
—Quizá sea mejor así. Quizá usted será más femenina. Está acostumbrada a dar órdenes a los hombres, a aconsejarlos, a decirles que hagan esto y aquello, a estar por encima de ellos. Tiene miedo de estar a solas con un hombre al que no puede tratar como un enfermo. Yo soy normal. La miro, no como Ms. Doctor, sino como una mujer como Atetou, salvo que usted vale más, mucho más que ella. Esto es lo que le da miedo.
Recordaba que fue aquel discurso lo que la convenció. Las palabras de Moreturi penetraron hasta el fondo del pozo de sus temores y ella no hubiera querido que Moreturi supiese tanto y poseyese aquel dominio sobre ella. Hizo que le resultase imposible volver sola a la cabaña, para tratar de conciliar el sueño mientras resonaban aún en sus oídos su clarividente discurso y los gemidos de Atetou. ¡Ni en aquella remota isla del Pacífico podía estar tranquila! El vino de palma que había ingerido fermentaba en su interior anegando y arrastrando sus últimas defensas de superioridad. Y de pronto decidió afrontarlo y desafiarlo, demostrándole que no tenía miedo. Como mujer podía hacerlo; como psiquiatra, no.
No trató de discutir con él. Continuó la conversación hasta que surgieron aquellas palabras que facilitaron su asentimiento, sin pérdida de su prestigio y sin el menor signo de rendición, y le permitirían ir con él a donde otras no irían. Así, pues, aceptó acompañarle un momento para charlar.
Cuando ambos se fueron juntos en dirección a la Choza Sagrada, frente a la cual pasaron, ella se sentía complacida en secreto ante su fortaleza.
Ascendieron una colina, dejaron atrás el acantilado donde se había celebrado el campeonato de natación y ella asió fuertemente la mano de Moreturi, mientras éste la precedía, guiándola por un empinado sendero que conducía a una pequeña bahía rocosa que ella no había visto antes.
Rachel le preguntó:
—¿Adónde me lleva? Supongo que no iremos muy lejos. Ya le he dicho que no puedo estar mucho tiempo con usted.
Moreturi contestó:
—Hay tres Sirenas y usted sólo ha visto una de ellas. Yo la acompaño a otra.
—Pero ¿dónde es…?
—A pocos minutos de aquí… al otro lado del canal. Podremos sentarnos en la arena y hablar sin que nadie nos moleste. Así conservará un recuerdo único de la belleza de este sitio. Yo voy allí muchas veces cuando deseo estar tranquilo. No hay más que arena, hierba y cocoteros, con el mar alrededor. Buscó la canoa en la oscuridad, la botó al agua, montó en ella y esperó por Rachel. Viendo que ésta no venía, él la llamó:
—¿Aún tiene miedo de mí…?
—No diga tonterías.
Permitió que él la ayudase a subir a la canoa y a la sazón aún seguía en ella, con los ojos cerrados y arrastrando la mano en el agua, mientras notaba ante ella la presencia invisible y fluida de Moreturi, que manejaba el canalete con soltura. Notó un suave choque y oyó que él decía:
—Ya estamos. Éste es el pequeño atolón que forma la segunda Sirena.
Rachel abrió los ojos y se incorporó.
—Descálcese —le ordenó él—. Puede dejar los zapatos en la canoa. Obediente, ella se quitó las sandalias. Moreturi ya estaba en el agua. Rachel trató de salir por sí misma de la canoa, pero él la tomó en brazos, alzándola como si fuera una pluma, para dejarla de pie en un palmo de agua. Luego extendió el brazo. —Vamos ala playa.
Rachel caminó por el agua, sobre el fondo arenoso y ondulado, hasta alcanzar la arena seca. Al volverse, vio que Moreturi varaba la canoa entre unas rocas.
Después se reunió con ella la tomó por el brazo y la condujo a través de un gran palmeral, cuyas copas se perdían en las tinieblas. Dejaron atrás una laguna poco profunda, una extensión de hierba y tras descender una suave pendiente, llegaron a una diminuta playa de gruesa arena, que centelleaba como un cielo estrellado. —El lado del atolón que mira al océano —dijo Moreturi. El agua de la cerrada laguna que habían dejado a sus espaldas era tranquila y llana como un espejo; pero en cambio, en aquel lado había un fuerte oleaje. Ambos se detuvieron ante miles de millas de vientos y mareas, y contemplaron las olas coronadas de espuma que avanzaban hacia el islote, para romperse con fragor en la arena, por la que ascendían a gran altura. El mar estaba sumido en la noche, sin que pareciese tener horizonte ni fin, y las espumeantes crestas de las olas avanzaban hacia ellos como la carga de una brigada blanca, cuyos jinetes eran derribados de sus monturas al llegar a la playa.
—Es magnífico —susurró Rachel—. Me alegro de que me haya traído aquí.
Moreturi se dejó caer sobre la arena de la playa y extendió su cuerpo bronceado, para quedarse tendido con la cabeza apoyada en sus manos cruzadas. Ella se sentó a su lado, con las rodillas levantadas y la falda baja sobre ellas, pero una suave brisa le acariciaba suavemente las piernas, introduciéndose bajo la falda.
Durante largo rato, ambos guardaron silencio, pues no sentían necesidad de hablar. Pero cuando ella notó que Moreturi la miraba se sintió tentada de romper la intimidad de aquella hora silenciosa. Le pidió que le contase cosas de su vida y él evocó recuerdos de su primera juventud. Rachel apenas lo escuchaba, pues su voz quedaba dominada por el fragor de las olas que surgían de la noche para lamer la arena y se maravilló al comprobar hasta qué punto su sonido le recordaba el gemido amoroso que Aletou dejó escapar la noche anterior. Sin darse cuenta, se sintió tentada de mencionar aquella noche y referir lo que sus ojos habían visto. Luchó contra el impulso, suscitado por el vino de palma y en cambio, recordando unos fragmentos de sus sesiones analíticas, le preguntó por una semana de festival de hacía varios años en que poseyó a doce mujeres casadas en siete días con sus noches. Él le habló de ellas y de las diferencias que las separaban, y entretanto ella recordaba su vida estéril y lamentaba no haber gozado más del amor… por su mente cruzaban el zángano que conoció en la Universidad de Minnesota, las tres noches pasadas con aquel remoto profesor casado en Catalina, los escarceos con Joe…
Dijo de pronto:
—¿Ha traído a alguna de ellas aquí?
Moreturi pareció sorprendido.
—¿Cómo dice?
—¿Trajo alguna vez a sus conquistas a este atolón para… para hacerles el amor?
Él se incorporó sobre un codo.
—Sí, traje algunas.
Ella se sentía extrañamente enfebrecida… la frente, la nuca y las muñecas le ardían. Empezó a darse aire con la mano.
—¿Se encuentra bien? —preguntó él.
—Sí, muy bien. Pero aquí hace calor…
—Vamos a bañarnos, pues…
—¿A bañarnos?
—Pues claro. El agua está maravillosa, de noche. Se sentirá mejor que nunca.
Se puso en pie y, tomándole la mano, tiró de ella hasta levantarla. —Yo… yo no traje bañador —dijo Rachel, presa de un súbito embarazo al tener que decirlo.
—Báñese sin él. —Tras una pausa, sonrió amablemente—. Aquí no estamos en América. Además, le prometo no mirar.
Ella intentó negarse y mandarlo al infierno, pero al estar allí de pie, sabiendo que él esperaba, recordó con una punzada de dolor aquel momento en la playa de las afueras de Carmel, cuando salió a pasear con Joe por la orilla. Él también quiso tomar un baño y, aunque no tenían trajes, dijo que no importaba porque era como si ya estuviesen prácticamente casados. Ella se escondió tras una roca para desnudarse, se desabrochó la blusa, fue incapaz de continuar, salió corriendo para decírselo y se lo encontró en cueros. Entonces huyó de él y de su matrimonio. ¡Ella había hecho aquello! ¡Dios mío!, pensó. "¿Volverá a presentárseme una ocasión de superar mi malsano complejo?"
—Muy bien —oyó que otra voz decía por ella en voz alta—. Me quedaré en ropa interior. Pero usted no mire. Ya… ya me reuniré con usted en el agua.
El la saludó alegremente y descendió corriendo hasta la orilla del mar.
Rachel pensó que iba a zambullirse de cabeza en el agua, pero se detuvo, se llevó las manos a la cintura y vio que se quitaba la tirita con el suspensorio.
Tiró la prenda sobre el hombro y permaneció erguido ante el mar, como una hermosa estatua. Acto seguido penetró corriendo en el agua, como un Dionisio liberado, para alejarse chapoteando en las tinieblas.
Con ademán resignado, sintiéndose una Afrodita fraudulenta, Rachel se desabrochó la blusa de algodón, dispuesta a no repetir lo de Carmel. Se despojó de ella y la tiró a la arena, ajustándose los sostenes para que cubriesen totalmente sus senos demasiado visibles. Con lentitud desabrochó después la falda, corrió la cremallera hacia abajo, se bajó la falda y salió de ella.
Notaba extraordinariamente apretados en sus caderas de muchacha los pantaloncitos de nailon blancos. Por un momento se preguntó si la prenda sería transparente pero acto seguido comprendió que lo avanzado de la hora la protegería.
De pie en la playa, sintiéndose más libre que lo estuviera jamás en muchos años, notó con agrado la caricia de la brisa sobre su cuerpo, y se sintió menos febril. Llevaba cuidadosamente recogido su pelo castaño, y sin ningún motivo se lo mesó de pronto, despeinándolo. No se sentía en absoluto como una mujer de treinta y un años, con carrera. Sentía un júbilo alocado y mentalmente le sacó la lengua a Carmel y a su antiguo yo. Después de realizar este gesto particular echó a correr por la gruesa arena en dirección al agua.
El primer contacto con ella le produjo impresión, pues estaba más fría de lo que suponía, pero penetró en el agua, pues quería que ésta cubriese su ropa interior. Cuando el agua le llegó a la cintura, se echó de bruces en ella y empezó a nadar, primero con energía y después lánguidamente, dejando que el agua la llevase.
En el gozo que le producía el agua, mientras retozaba en ella, casi olvidó que, entre las tinieblas, una persona del sexo opuesto la esperaba.
—¡Aquí estoy! —oyó gritar a Moreturi. Ella empezó a nadar de espaldas sumergida hasta los hombros, hasta que lo vio avanzar hacia ella a grandes brazadas. A los pocos segundos lo tuvo a un par de metros y vio su negro cabello pegado a su cara y frente.
Una ola llegó inesperadamente, más alta que las anteriores, y ella consiguió advertirla a tiempo, remontándola y hundiéndose con ella, pero la ola cubrió momentáneamente a Moreturi.
—¡Allá voy! —gritó él.
Rachel dio media vuelta y lo vio a su espalda, subiendo y bajando en el oleaje como un alegre idiota. Una vez se elevó fuera del agua, surgiendo de ella hasta el abdomen. Rachel contuvo un grito, tragó agua y rogó al cielo que no se elevase más. Se alejó nadando, preguntándose cómo se las compondría para volver a la playa y vestirse sin que él la viese, y cómo se vestiría él para que ella no tuviese que verlo desnudo.
Pero mientras nadaba, su aprensión se hizo menor, calmada por el mar, jubiloso y apaciguador. Empezó a probar diversos estilos de natación, de costado, braza, sintiéndose maravillosamente, como una criatura marina, una sirena, y dando gracias a las copas que había bebido y al hombre que la llevó allí.
Resolvió decirle que estaba muy contenta; lo merecía por todas las molestias que se había tomado, y empezó a buscarlo para decírselo. Y mientras lo buscaba, oyó de pronto su nombre, un grito frenético… era la primera vez que él la llamaba por su nombre de pila. Y entonces ella penetró de cabeza en la gigantesca ola, que la golpeó, como una bofetada digna de Gargantúa y la concavidad líquida la arrolló y la hizo descender volteando hacia las verdes profundidades marinas. Permaneció un tiempo interminable bajo el agua, entre las brillantes formaciones del fondo del mar, donde todo era como un extraño planeta de movimiento retardado.
Emergió pataleando, hacia la superficie, y cuando surgió del agua, notando que sus pulmones iban a estallar, pensó que se ahogaba, que le faltaba aire… un negro velo se tendía sobre ella, y ella luchaba desesperadamente por rasgarlo. Y entretanto, desde muy lejos, traído débilmente por el viento, oía pronunciar su nombre, y cuando se le acababan las fuerzas, un brazo hercúleo la rodeó y la sacó del agua. Entrevió confusamente la cara de Moreturi.
—¿Se ha hecho daño? —le preguntó—. La ola la golpeó con mucha fuerza.
—No, estoy bien —respondió ella, tosiendo.
—La ayudaré.
—Sí, gracias… sí…
El la agarró por el cuello, y manteniéndole la cabeza fuera del agua, nadó de costado, con un solo brazo, hacia la playa. Al instante siguiente se incorporó y la puso en pie, pero las rodillas de Rachel se doblaban y él tuvo que sostenerla con ambas manos. La levantó y la sacó del agua para tomarla en brazos, uno por debajo de las piernas y el otro en torno a los hombros, y así la llevó a la arena.
Cuando él salía del mar, con ella en brazos, Rachel empezó a reponerse de la impresión sufrida. Tenía la cabeza apoyada en el duro y musculoso brazo del nativo, cuya mano le cubría el seno izquierdo. Se miró con sorpresa y comprobó que tenía los senos al aire. Con la mente aún embotada, trató de recordar lo sucedido y entonces comprendió que la violencia de la ola le había arrancado los sostenes.
—¡Buen Díos! —gimió.
—¿Qué?
—¿Llevo aún algo encima… los pantalones…?
—Sí, no se preocupe.
La pregunta sin duda le sorprendió, pero ella no estaba afligida sino contenta, pues no había perdido el sostén deliberadamente. Presa de un sentimiento irracional, deseó haber perdido también sus pantaloncitos de nailon, pues esto lo hubiera resuelto todo.
El la depositó con delicadeza sobre la cálida arena, tendiéndola de espaldas y allí permaneció, tal como él la dejara, con los brazos extendidos, las rodillas levantadas en parte, mirando el negro dosel de la noche que los cubría. Cerró los ojos, deseando rendirse a la lasitud, pero tenía demasiadas cosas que pugnaban por salir a flor de piel. Y el agua no había enfriado su ardor. Abrió los ojos y lo vio arrodillado a su lado y entonces, pese a su somnolencia, se asustó, porque había olvidado que él estaba completamente desnudo. Sí, estaba completamente desnudo y dispuesto para el amor.
Esto fue lo que más la asustó.
Y con todo, no se movió. La piel que recubría su cuerpo estaba tan tensa que sintió deseos de gemir, como lo hiciera Atetou la víspera. Fue entonces cuando Rachel lanzó un suave quejido. Se dio cuenta de que lo profería y le produjo disgusto, porque no pudo dominarlo… fue un gemido involuntario que permaneció suspendido en el aire sobre ella como el deseo, tan real y concreto como su miembro viril. Tuvo miedo de gemir nuevamente, pues sus pezones se habían endurecido y eran tan dolorosos como dos contusiones. Pero haciendo un esfuerzo, contuvo el gemido que iba a surgir de su garganta. Y allí tendida, notó que él le ponía sus grandes manos en las caderas, para asir los húmedos y apretados pantaloncitos de nailon y bajarlos por los muslos, después por encima de las rodillas, para bajar luego por las pantorrillas. Sus defensas reaccionaron, pero se sentía incapaz de protestar. Y de mirarlo. Después de llegar hasta allí, se dijo, ya nada importaba. De una vez por todas, que pase lo que pase. Había llegado el momento tan temido de cruzar la frontera, pero en realidad no era tan temible como creía. La peor de las muertes era aquella agonía continuada que lo había precedido, pero cuando se llegaba allí, a la frontera, nada importaba ya.
Mientras notaba sus movimientos, se preguntaba por qué no la besaba en los labios o calmaba con un beso el dolor de sus erectos pezones, pero entonces el dolor se esparció por todo el cuerpo, desplegándose en abanico, mientras él la acariciaba con dedos suaves y expertos. Rachel comprendió que no podría soportar aquello ni un segundo más, pues todos los órganos de su cuerpo estaban a punto de estallar y que si él no cesaba en sus caricias, chillaría o haría alguna locura.
Pero entonces ocurrió algo increíble, algo que nunca le había sucedido de aquel modo. Apenas se dio cuenta de que él estaba con su bulto entre sus piernas, pero de pronto notó claramente que la estaba penetrando poco a poco con su ser, suavemente. Sentíase llena de él de manera tan continuada y progresiva, tan incesante e inesperada, que petrificó su cerebro y anestesió todo dolor psíquico.
Cuando el movimiento del hombre empezó, fue, para ella, como si su dolor hubiese cobrado nueva vida, para descender desde sus rojos pezones, de las costillas y el pecho, y ascender desde pantorrillas y muslos hasta el punto por donde él la había invadido. Por primera vez, algo la arrancó de su desvalida inercia, con la palpitante sensación de que aquello no la aliviaba, sino que la dañaba.
Presa de una súbita repulsión, trató de escapar. Apoyó las palmas de sus manos en los hombros de él, tratando de quitárselo de encima, de despojarse de él. No lo consiguió y sus esfuerzos sólo intensificaron los movimientos del hombre y el dolor resultante. Dejó caer los brazos a ambos costados, mientras sus labios suplicaban libertad, pero fue inútil. Seguía tendida en la arena, sintiéndose como una criatura marina arrojada a la playa, fuera de su elemento natural, extranjera, asustada, dando ansiosas boqueadas, pero profundamente alanceada y capturada, por más que intentara regresar a su antiguo reino y a su perdida libertad.
Así transcurrieron minutos y minutos, una eternidad de dolor infinito y humillación y ella apeló en su interior secretamente, para sorprenderlo, a todo cuanto le quedaba de orgullo y reserva. Reunió de pronto todas sus fuerzas, las alineó para conquistar la libertad, abrió los ojos y clavó las uñas en sus hombros sudorosos, para vengarse, para causarle un dolor idéntico, incorporó el torso para librarse de él. Mas comprendió entonces que él interpretaba mal sus esfuerzos, pues sus anchas facciones bronceadas sonrieron con agradecimiento.
Se debatió desesperadamente en la arena, pero sus contorsiones la hacían descender por la playa y sus hombros, espinazo y nalgas se hundían profundamente en la arena, trazando un surco en ella. Y así continuó debatiéndose y arrastrándose por la blanca arena seca, hasta que notó en su carne la arena más firme y húmeda del borde del mar y comprendió que, si seguía retirándose, se metería en el agua.
Confusa, sin fuerzas ya, cesó de resistirse. Notaba cómo una ola se retiraba bajo sus paletillas, y luego una nueva ola que rodeaba su espalda y las plantas de sus pies descalzos. Y después el agua suave le acarició el cabello, salpicándole los enrojecidos pezones y por último lamiendo mansamente y envolviendo su íntima unión.
¡Qué extraño era lo que le hacía el agua! De manera inexplicable, convertía aquella unión, que ella quería y no quería a la vez, en una especie de rito pagano, lleno de gracia. De manera también inexplicable, lavaba las sucias heridas que le había causado la civilización, limpiándola de vergüenza, de sensación de culpabilidad, de temor y, por último —sí, por último—, de recelosa contención. El agua fresca y acariciadora hacía natural y justo aquel interminable acto de amor, en aquel tiempo y lugar, y le daba los medios para cruzar la temida frontera. Y ella la cruzó.
Lo que era doloroso se hizo placentero, envió un gozo bárbaro y voluptuoso por las venas de su cabeza, las arterias de su corazón y las de más abajo.
Así, sobre la arena dura y húmeda, aplaudida por las olas, ella sucumbió a una cópula hasta entonces inimaginada y que no había encontrado en todo cuanto había leído, oído o soñado. Es la vida del hombre, pensó, su vida, toda su vida, y así no hay que extrañarse. Pensó una vez en los otros dos que la poseyeron y lo que le contaron las víctimas tendidas en el diván, aquellos pobres seres, de los que ella formó parte, con su rigidez, su inhabilidad, su afectación, su continuo pensar… ellos, los bárbaros que encadenaban y torturaban aquel acto con sus habitaciones, sus vestidos, sus bebidas, sus drogas, sus palabras, siempre palabras, para aniquilar todo cuanto importaba de verdad, el primitivo acto amoroso en sí, tal como entonces ella y aquel hombre lo realizaban, sin estar diluido por nada pero lleno únicamente de deseo y plenitud…
Todo su cuerpo se animó, con el milagro que representó cruzar la frontera. Miró ciegamente al hombre, como si alzara la vista a una criatura celestial entrevista en un rayo de luz divina, y tuvo la visión de haberse convertido en uno de los pocos elegidos y ungidos. Después de aquello, su vida se colocaría en lugar aparte de todas las vidas de la tierra. Compadeció instantáneamente a todas las mujeres que conocía o había tratado en aquel remoto y distante mundo civilizado que había existido hacía tanto tiempo, las débiles mortales que nunca conocerían aquella nueva dimensión de pura dicha, aquellas pobres mujeres que vivirían y morirían sin haber jamás conocido lo que entonces ella conocía, y la apenó no poder hacerlas partícipes del goce supremo que la embargaba…
De pronto dejó de importarle todo cuanto sucediese en la tierra, salvo ella y aquel hombre. Lo abrazó, lo poseyó, locamente, y por último el gemido ascendió por su garganta y ella lo dejó escapar al fin… para estar segura de que ella también había escapado…
En la aldea reinaba quietud de nuevo. Todo dormía bajo el manto de la noche. Incluso los últimos participantes en la fiesta, que se iban a sus casas a dormir o al monte para hacerse el amor, incluso aquellos últimos rezagados hablaban en susurros más suaves que la brisa.
Dentro de la choza de bálago situada por encima del poblado que le era tan familiar, él permanecía sentado, a la débil luz de una temblorosa candela. Así estuvo mucho tiempo. Esperaba oír los pasos que anunciarían el regreso de ella. Se preguntaba si oiría los pasos de una persona o de dos, y, en este caso, qué diría para explicar su presencia en la habitación.
Antes de ir allí había bebido más de lo acostumbrado; cuatro whiskies colmados, que no lo afectaron en absoluto, Aunque quizás fuesen precisamente aquellas cuatro copas las que le habían infundido valor para ir hasta allí, para correr el riesgo que iba a correr; él no hubiera permitido que el licor le embotase los sentidos para la tarea que se proponía realizar.
Sabía que era cerca de medianoche y el bullicio del festival había cesado hacía media hora. A partir de entonces reinó un silencio enervante, pero de pronto le pareció que algo rasgaba aquel silencio. Ladeó la cabeza, distendiendo las aletas de su nariz aquilina, frunciendo sus finos labios y aguzando el oído. El leve rumor estaba producido por unos pies humanos que andaban sobre la hierba; sí, eran unos pasos, no de dos personas sino de una, y conjeturó, por el ligero pisar de los pies descalzos, que era ella y que volvía sola.
Hasta entonces había estado medio caído contra la pared. Entonces se incorporó, para sentarse muy erguido y atento, cuando la puerta de cañas se abrió. Tehura, cubierta únicamente por las dos trenzas de largo cabello negro que caían sobre su pecho y el breve faldellín de hierba, entró en la cabaña. De momento no lo vio. Parecía estar sumida en sus pensamientos, mientras cerraba la puerta con gesto maquinal. Después se echó las dos trenzas sobre los hombros y se volvió de cara al centro de la habitación.
Fue entonces cuando lo vio.
Sus facciones no denotaron sorpresa alguna, sólo interés.
—Hola, Marc —dijo—. Me extrañó no verte esta noche.
—La he pasado casi toda aquí —dijo él—. Quería verte a solas. Me preocupaba pensar que pudieras volver con Huatoro.
—No.
—Por favor, siéntate aquí conmigo —le dijo—. Si… si no estás demasiado cansada, me gustaría hablar contigo de algo importante.
—No estoy cansada en absoluto.
Tehura cruzó la estancia y se sentó en la estera a unos pasos de él. La mirada de Marc se dirigió a la pared opuesta, con expresión pensativa.
—Sí, temía que Huatoro te acompañase. Dijiste que concederías tus favores al que ganase la carrera de natación.
—Y lo sostengo —dijo ella.
—Pero no esta noche, por lo visto. ¿Por qué?
—No lo sé… El me entregó su collar del festival.
—Veo que no lo llevas.
—No esta noche —repitió ella.
—Debe de haberse enfadado.
—Eso no es cuenta mía. Que espere.
—¿Querrás hacer el amor con él?
—Aunque lo supiese, no te lo diría —repuso la joven—. Pero no lo sé.
—Hizo una pausa—. Quiere que sea su esposa.
—¿Y tú qué dices?
—Te repito que no estoy de humor para semejantes decisiones. —Reflexionó unos momentos—. El es fuerte y muy admirado. Me han dicho que hace muy bien el amor. Después de ganar la carrera, posee mucho mana.
Marc se agitó con desazón.
—Lamento mucho haberme conducido de aquel modo, Tehura. He dicho a todos que fue una casualidad, que fue completamente involuntario. Pero tú sabes que no.
—Sí —dijo ella.
—No pude contenerme. Deseaba ganar, como fuese, porque te lo había prometido y tenía que hacerlo. Esto era lo único que contaba. —Tras una vacilación, añadió—: ¿Me permites que te diga un disparate?
Ella esperó con expresión impasible.
—Tehura, durante toda la carrera estuve pensando en ti. Mientras nadaba no hacía más que mirar al acantilado que tenía enfrente diciéndome que eras tú. Al acercarme, incluso adquirió tu forma. Hablo en serio. En lo alto había unas rocas redondeadas y me parecieron tus senos. Una grieta del acantilado se convirtió en tu ombligo. Y más abajo, en la pared de roca, había una especie de… —Se interrumpió—. Ya te dije que era un disparate.
—No es un disparate.
—Lo único que podía pensar mientras nadaba era que tenía que ser el primero en llegar a ti, antes de que nadie lo hiciese y entonces, ascender hasta lo alto y así serías mía. —Contuvo el aliento—. Casi lo conseguí.
—Nadas muy bien —observó Tehura—. No tienes por qué avergonzarte. Provocaste mi admiración.
El volvió a moverse, para acercarse más a ella.
—Entonces, contéstame a esto: ¿me admiras tanto como a Huatoro?
—Mejor no hablar de ello. El es más fuerte que tú y más joven. Tú resultas débil bajo nuestro punto de vista y a veces te encuentro extraño.
Pero admiro en ti que hayas aceptado nuestras costumbres a causa de mí… que lo hayas hecho todo, incluso lo que estuvo mal, para demostrarme que eras digno de nosotros y de mí. Esto provoca mi mayor admiración. Sé que en tu patria posees gran mana. Pero ahora también lo posees aquí.
—No puedo decirte hasta qué punto me siento halagado al oírte decir esto, Tehura.
—Pues es verdad —dijo ella con sencillez—. Me has preguntado si siento por ti lo mismo que por Huatoro. Para ser sincera, debería añadir una cosa. —Tras una breve reflexión, dijo—: Huatoro me quiere muy en serio. Y esto tiene mucha importancia para una mujer, ¿sabes?
Llevado por un súbito impulso, Marc le tomó la mano.
—Pero por Dios, Tehura, tú sabes también que yo te quiero… recuerda lo de ayer.
—Sí, lo de ayer —repitió ella, a tiempo que retiraba la mano—. Hablemos de ayer. Tú trataste de quitarme la falda, para poseer mi cuerpo con el tuyo. Nada tengo que decir a ello. Estaba muy bien y esas cosas suceden.
Sin embargo, cuando sucedió, yo aún no me sentía atraída por tu cuerpo. Pero no me refiero solamente a eso. El amor que me ofrece Huatoro es así también, naturalmente, pero más, muchísimo más.
El le agarró el brazo con ambas manos.
—El mío también lo es, Tehura, puedes creerme; el mío también lo es…
—¿Cómo quieres que lo sea? —dijo ella—. Nosotros somos… ¿Cómo dices tú? Sí, ya lo recuerdo… nosotros somos dos personas muy extrañas. A veces yo soy el insecto que tú estudias. Otras veces, la hembra que tú deseas para satisfacer tu apetito momentáneo. Nunca soy yo misma. Pero no me he quejado. No sé quejarme. Comprendo tus sentimientos, porque tú posees una gran riqueza, representada por tu trabajo y tu mujer. Tienes amor, un gran amor, el que te prodiga tu bella esposa, que lo es todo para ti…
—¡Ella no es nada para mí! —gritó Marc.
Este exabrupto dejó a Tehura sin habla, momentáneamente. Luego lo miró con renovado interés, los labios muy apretados y expresión expectante.
—Este es el verdadero motivo que me ha impulsado a esperarte aquí esta noche —prosiguió él, hablando atropelladamente—. He venido para decirte que es a ti a quien amo, no a Claire. ¿Te sorprende esto? ¿Has visto u oído que yo le demuestre mi amor?
—Los hombres se muestran diferentes en público.
—Yo soy el mismo en público que en privado. Conocí a esa chica, la cortejé, la encontré agradable y como sabía que tenía que casarme tarde o temprano, pues así lo querían las normas de la sociedad en que vivo, la tomé por esposa. Ahora puedo afirmar que no ha habido amor entre nosotros. Yo nunca he sentido deseo por ella, ni el ardor que siento al estar a tu lado. Cuando estoy con Claire, puedo pensar en mil cosas distintas. Cuando estoy contigo, sólo puedo pensar en ti. ¿Me crees?
Ella lo contemplaba y sus líquidos ojos brillaban.
—¿Por qué no te separaste de ella? —le preguntó—. Tom dice que en Norteamérica existe el divorcio.
—He pensado hacerlo muchas veces, pero… —Se encogió de hombros—. Tenía miedo. Bajo el punto de vista social, esto me hubiera perjudicado. Me preocupaba pensar lo que dirían mis amigos y la familia. Así es que preferí seguir como antes, porque esto era más fácil. Además, no existía otra mujer. Así he vivido durante dos años, satisfaciéndola físicamente y también de otros modos, aunque yo siempre me he sentido secretamente insatisfecho. Hasta que vine aquí y te conocí. Y ahora que ya puedo decir que sí existe otra mujer, ya no tengo miedo de nada ni de nadie.
—No te entiendo —dijo Tehura con voz queda.
—Voy a expresarme con más claridad —dijo Marc, poniéndose de rodillas y metiendo una mano en el bolsillo de su camisa deportiva—. Sé la importancia que para vosotros tienen los ritos y las ceremonias. Ahora voy a realizar un rito, por medio del cual transferiré todo mi amor de la mujer que era mi esposa a la mujer que… —Encontró lo que buscaba y se lo ofreció con la palma abierta de la mano. Toma, Tehura, es para ti.
Sorprendida, ella tomó lo que Marc le ofrecía en la palma de la mano y lo contempló, suspendido de sus dedos. Era el rutilante medallón de brillantes engarzados en oro blanco y suspendido de una finísima cadena, el mismo medallón que Claire llevaba la primera noche y que Tehura admiraba tanto.
Con gran satisfacción, Marc vio que el regalo la había dejado muda de asombro. Tenía los ojos muy abiertos, los labios entreabiertos con expresión temerosa y la mano morena con que sostenía la joya temblaba. Levantó la mirada y la posó en Marc, con una inmensa expresión de agradecimiento.
—Oh, Marc… —fue todo cuanto pudo decir.
—Tuyo es —dijo él—, completamente tuyo. Y no es más que la primera de las numerosas muestras que tendrás de mi amor.
—¡Marc, pónmelo! —exclamó ella con júbilo infantil.
Se volvió sobre la esterilla para ofrecerle la espalda desnuda. El le pasó las manos sobre los hombros para tomar el broche de brillantes y abrocharlo en torno al cuello de Tehura. Mientras ella ladeaba la cabeza para contemplarlo y acariciaba con los dedos la rutilante joya, Marc le acariciaba los hombros y después deslizó las manos por sus brazos. Impresionado ante su carne dura y suave al propio tiempo y las promesas que encerraba para él, sus manos se posaron sobre sus turgentes senos. A ella no pareció importarle, pues se hallaba absorta contemplando la joya. Las manos de Marc le oprimieron los senos y el contacto inflamó todos los miembros y órganos de su persona. Entonces una de sus manos descendió hacia la falda de Tehura, que ésta llevaba muy recogida, y empezó a acariciarle el interior el muslo. Nunca, en toda su vida, había deseado poseer algo como entonces deseaba a Tehura.
—Tehura —susurró.
Ella apartó la mirada de la joya para mirarle a él, pero no intentó apartar ninguna de sus manos.
—Tehura, quiero que seas mía para siempre. Dejaré a Claire. Quiero que seas mi esposa.
Por primera vez, aquella noche, el rostro de la joven parecía hipnotizado por sus palabras.
—¿Quieres que yo sea tu esposa? —dijo.
Giró en redondo para mirarlo frente a frente, apartando así su pecho y su muslo de sus caricias.
—¿Quieres casarte conmigo? —Entonces pareció apercibirse de sus manos y las tomó entre las suyas—. Me amarás, Marc, pero espera… antes tengo que saber…
—Quiero casarme contigo, cuanto antes mejor.
—¿Cómo?
Marc se sentó, esforzándose en enfriar su ardor. Se decía que Tehura tenía razón, que ya tendrían tiempo de amarse, y que se amarían, pero antes tenía que explicarle lo que se proponía hacer. El momento decisivo había llegado. Era inminente, lo sabía, y si podía acallar la voz acuciante de su deseo, podría mostrarse racional y persuasivo.
Se había propuesto declararse a Tehura, como había escrito a Garrity.
Ante todo, tenía que hacer de ella una aliada para sus ambiciones. Era la única persona de Las Tres Sirenas en quien podía confiar, y que podía convertir sus sueños en realidad. Sin su ayuda todo sería imposible. La oferta de matrimonio, fríamente calculada, anularía sus defensas y haría de ella un cómplice. Pero lo que son las cosas… la oferta de matrimonio no resultó tan fría y calculada, tan comercial, como él se había propuesto. Se convirtió en una cálida declaración de amor, dictada por el deseo avasallador que ella le inspiraba, su deseo de estrujarla entre sus brazos, de arrancarla de su altivo pedestal de mujer difícil e intocable, de tenderla a sus pies, bajo él, para que le suplicase una migaja de amor. De aquel amasijo de turbios sentimientos surgió su declaración, la declaración que de todos modos pensaba hacerle, pero que de pronto se convenía en algo no previsto. Comprendió que debía plantear las cosas de otro modo, o de lo contrario no conseguiría nada. Su vehemencia le había facilitado la victoria y aquel estúpido regalo, junto con su oferta de matrimonio, terminaron de remachar el clavo. Debía explotar su éxito sin pérdida de tiempo. Si ella no accedía a todo lo que tenía que proponerle, la partida podía darse por perdida.
Exhaló un suspiro y se esforzó por mirarla con la objetividad de que hubiera hecho gala un Garrity.
—¿Cómo? —repitió Tehura, deseosa de saber cómo Marc podría casarse con ella. El se lo diría inmediatamente y así su plan sería el plan de ambos.
—Tehura, me iré contigo de Las Sirenas. Primero a Tahití y después a California —dijo—. Así que lleguemos a mi país, me divorciaré de Claire y el mismo día en que me concedan el divorcio, me casaré contigo.
—¿Y por qué no hacerlo aquí? —preguntó ella, con una malicia que él siempre había barruntado.
—Sabes muy bien que esto es imposible, Tehura. Aquí sólo existe la Jerarquía y no sirve para concederme él divorcio. Tendrían que someternos a Claire y a mí a una investigación. Suponiendo que yo lo permitiese y aunque ampliásemos nuestra estancia aquí luego tendríamos que casarnos según vuestras leyes, que no son válidas en mi país. Mi separación y nuestra boda deben legalizarse en Estados Unidos, porque allí es donde viviremos. Vendremos de vez en cuando a esta isla, desde luego, para visitar a los tuyos. Pero tu vida tendrá que adaptarse a la mía. Esta isla es un paraje encantador, pero pequeño e insignificante, comparado con lo que verás y tendrás en mi gran país. Allí todos te tratarán como una belleza exótica, millones de hombres te admirarán y millones de mujeres te envidiarán. En vez de una cabaña, tendrás una casa diez veces mayor que esta choza, sirvientes y vestidos lujosísimos, y un coche; conoces todo esto por lo que has estudiado, y tendrás piedras preciosas como estos brillantes, y mejores si quieres.
Ella escuchaba como una niña que oyese un cuento de hadas, pero no parecía totalmente convencida. Había en su expresión algo impropio de su juventud, una expresión astuta y desconfiada.
—En tu país no todo el mundo es rico —dijo—. Se lo he preguntado a Tom y dice que en Estados Unidos los ricos son los menos.
Esto le dio pie a Marc para atacar.
—En cierto modo, tiene razón. Yo soy rico comparado con un hombre como Huatoro u otros del poblado, por ejemplo. En mi país, desde luego, no soy de los más ricos. Ocupo una posición desahogada como tú sabes, y tengo mucho mana. Pero como tú también sabes, este broche de brillantes vale un dineral. Sin embargo, seré más rico aún, Tehura, riquísimo. Mas para serlo, es preciso que lo que voy a decirte quede entre nosotros, pues es confidencial.
Ella asintió.
—Entre nosotros quedará.
—En mi patria existe un enorme interés por lugares como Las Tres Sirenas, como tú también sabes. De lo contrario, ¿a qué habríamos venido, para perder el tiempo estudiando vuestras costumbres? Dentro de un par de meses, cuando mi madre difunda sus hallazgos en Norteamérica y todo el mundo se entere de vuestra existencia, esto le dar fama pero no dinero; no hagas que te explique el porqué esta noche, pues es demasiado complicado, pero así es. Los descubrimientos científicos no enriquecen a nadie.
En cambio, si yo me fuese de aquí contigo lo antes posible, llevándome preciosas informaciones sobre este lugar, para difundirlas de una manera popular entre el público norteamericano y el público mundial, nos colmarían de honores y riquezas. Te aseguro que seríamos tan ricos, como ni siquiera puedes imaginarte. Tengo la prueba de ello. Puedo enseñarte cartas.
En Tahití nos espera un hombre que nos ayudará de manera decisiva. El lo ha organizado todo. Entonces los tres iríamos en un avión a Estados Unidos… en un avión como el de Rasmussen, para contar al mundo lo que sabemos sobre tu extraordinaria isla…
—¿Rompiendo así el tabú? Esto significaría el fin de Las Sirenas.
—No… no, Tehura, esto no significaría el fin de Las Sirenas, como tampoco lo serían los escritos y discursos de mi madre. Te prometo que guardaríamos el secreto de su situación. Ya tendríamos bastantes pruebas de su existencia con los informes y noticias que llevaríamos con nosotros… y contigo, que serías mi esposa…
—¿Conmigo? —dijo ella, lentamente—. ¿Las gentes de tu país querrían verme?
—Querrían verte, conocerte, oírte, amarte. Te colmarían de honores y regalos. Te aseguro que todo esto es posible.
—Sí, ya he visto las fotografías de los libros que tiene Tom.
—Pues todo eso podría ser tuyo.
Ella jugueteaba con el medallón, con expresión ausente.
—Estaría tan lejos de aquí… me sentiría sola…
Marc se acercó a ella y le rodeó la cintura con el brazo.
—Serías mi esposa.
—Sí, Marc.
—He prometido dártelo todo.
Ella miró la estera y alzó despacio la cabeza con una sonrisa triste.
—Muy bien —dijo con voz casi imperceptible.
A Marc el corazón le dio un brinco en el pecho.
—Te casarás conmigo? ¿Me acompañarás?
Ella hizo un gesto de asentimiento.
Marc sentía deseos de saltar y gritar de alegría. ¡Lo había logrado! ¡Si Garrity lo supiese!
—Tehura… Tehura… cuánto te quiero…
Ella asintió en silencio, abrumada aún por la enormidad de su decisión.
Marc se sentía lleno de vida y deseoso de actuar. Apartó el brazo con que le rodeaba la cintura.
—He aquí lo que vamos a hacer… primero, esto tiene que quedar como un secreto entre nosotros… así, no conviene que lleves en público ese medallón, para que no se entere Claire…
—¿Y por qué no tiene que saberlo ella?
—Porque aún me quiere. Esto provocaría terribles escenas. Deseo irme contigo pero sin que ella se entere de momento; después ya le escribiré por intermedio de Rasmussen. Y mi madre tampoco debe saberlo de momento, ni ninguno de su equipo, porque tratarían de impedir nuestra marcha. Quieren reservarse todas las ganancias que produzca el descubrimiento de esta isla para ellos. Son gente codiciosa, que no desean que nos beneficiemos de las riquezas que esta información puede procurar. Y los tuyos tampoco deben saberlo, ni Paoti, ni Moreturi ni Huatoro, absolutamente nadie. Sin duda tratarían de detenerte, y también a mí, por temor o envidia. ¿Me prometes guardar el secreto?
—Sí.
—Muy bien. —La cabeza le daba vueltas al vislumbrar el botín que aquella victoria podía procurarle; poniéndose en pie, empezó a medir la estancia con sus pasos—. He aquí lo que vamos a hacer. Lo he pensado cuidadosamente. Según tengo entendido, de vez en cuando hay jóvenes valientes que van en canoa o embarcaciones de vela a otras islas…
Ella asintió.
—Son muy buenos navegantes.
—Necesitamos uno de estos jóvenes, Tehura, uno de confianza. ¿Podríamos encontrarlo?
—Es posible.
—Podríamos ofrecerle lo que quisiera de lo que yo tengo. Nos iríamos de noche, tú y yo, y nos reuniríamos con este joven amigo tuyo, que tiene que disponer de una embarcación de vela. Nos llevaría con ella a la isla más próxima, donde podríamos fletar un barco o un hidroavión para Tahití o hallar pasaje para otra isla, desde donde seguiríamos a Tahití. Después, todo sería muy sencillo. ¿Crees que esto es posible?
—El joven que nos ayudase lo pasaría muy mal.
—A su regreso, podría decir a Paoti que yo le obligué por la fuerza amenazándole con un arma. Así lo absolverían. O quizá prefiriera no regresar. Yo podría darle lo suficiente para que se quedara a vivir fuera de aquí. Desde luego, tiene que haber alguien.
—Puede haberlo. No estoy segura.
—Puedo confiar en que tú lo buscarás?
El la dominaba con su estatura y la miraba con expresión radiante.
—Ya sabía que querrías ayudarme. Es en beneficio de ambos. ¿Cuánto tiempo tardarás… en tenerlo todo preparado?
—No lo sé.
—¿Qué te parece más o menos?
—No tardaré mucho tiempo. Algunos días. Una semana. Pero no más.
—Vaciló antes de añadir: Si es que es posible.
—Anda con tiento, Tehura.
—Descuida.
Inclinándose, él la levantó. Al tomarla en brazos le pareció liviana y dócil.
—Y piensa que te quiero mucho, Tehura.
Ella movió la cabeza afirmativamente, a la altura de su camisa.
—Tengo que enseñarte a besar. Esto forma parte de nuestras costumbres. Tenemos que sellar nuestra alianza, Tehura, con un beso…
Ella levantó la cabeza, con los carnosos labios entreabiertos y él aplicó su boca sobre la de Tehura y las manos sobre sus senos. Durante la última hora, su egolatría había ido en aumento constante, pues se sentía muy lisonjeado por aquel triunfo, que por primera vez le permitía sentirse independiente. Casi se sentía un hombre hecho y derecho. Sólo quedaba una cosa por hacer, para demostrar a Tehura su flamante virilidad… lo cual también serviría para demostrarse a sí mismo que efectivamente la poseía.
—Tehura… —susurró.
Ella se apartó de Marc y dio un paso atrás, con los brazos a los costados, muy seria.
—Por esta noche ya basta, Marc —le dijo—. La noche de la partida nos conoceremos íntimamente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Entonces me voy, Tehura. —Con estas palabras se encaminó a la puerta de cañas—. Nos seguiremos viendo todos los días, tú como informante y yo como etnólogo, haciendo ver que trabajamos. En apariencia, nada habrá cambiado. Cuando lo hayas dispuesto todo, me lo dices. Y a las pocas horas ya podremos irnos.
—Te lo diré.
—Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, Marc.
Cuando salió fuera, y mientras atravesaba el poblado, Marc resolvió escribir una segunda misiva, muy breve, a Rex Garrity. En la primera, que por la tarde había recogido Rasmussen, le exponía sus intenciones en líneas generales. En la segunda, posdata a la anterior, le anunciaría su triunfo y pediría a Garrity que fuese a esperarlos a Tahití. Dio gracias a Dios porque Rasmussen se hubiese quedado un día más a causa del festival, lo cual le permitiría entregarle la carta con las últimas noticias al amanecer.
Al cruzar el puente del arroyo, sus pensamientos volvieron a Tehura. Había algo que le preocupaba. ¿Hasta dónde llegaba su ingenuidad? ¿Y si fuese muy lista y hubiese adivinado sus verdaderas intenciones? Pese a que todo había salido conforme al plan previsto, sentía cierta desazón al pensar que quizás también hubiese salido de acuerdo con los planes de Tehura.
Sin embargo, esto no tenía que inquietarle, pues sus objetivos coincidirían y en realidad eran los mismos. Sin embargo, la súbita sospecha de que ella pudiera ser tan lista como él, no su inferior sino su igual, incluso su superior, le desconcertó. Sin duda no era cierta; de todos modos, era posible. Se sentía menos dueño de la situación y por consiguiente ya no correspondía tanto a su propia imagen. Diablo con aquellas condenadas introspecciones. Pero, sin saber por qué, se sentía algo menos satisfecho que antes… Que las mujeres, que todos se fuesen al cuerno…