CAPÍTULO SEGUNDO

De las cuatro personas que formaban la familia Hayden —cuatro contando a Suzu, la doncella japonesa, de perpetua sonrisa que de día trabajaba en la casa—, Claire Emerson de Hayden, se dijo, fue la que vio menos afectada su vida y costumbres diarias por la llegada de la carta de Easterday, hacía cosa de cinco semanas.

La transformación que en cambio experimentó su madre política, Maud (Claire aún la seguía considerando una personalidad demasiado formidable para atreverse a llamarla Matty, pese a que habían transcurrido casi dos años desde su boda), fue en verdad muy marcada. Maud era una persona continuamente ocupada y de gran capacidad de trabajo, pero en aquellas últimas cinco semanas adquirió la actividad frenética de un derviche y se puso a trabajar por diez. Pero, lo que era más importante, se fue transformando ante los ojos de la propia Claire en una persona cada vez más juvenil, enérgica y creadora. Esta suponía que así debió de ser cuando se hallaba en el apogeo de sus facultades creadoras, cuando Adley era su colaborador.

Sumida en estos pensamientos, Claire, sumergida hasta los hombros en su lujoso baño de espuma, trazó perezosamente con la palma de la mano un sendero entre las burbujas, mientras su espíritu evocaba fugaces recuerdos del Dr. Adley R. Hayden. Lo vio únicamente dos veces antes de su boda, cuando Marc la presentó en Santa Bárbara en los círculos que frecuentaba; la joven quedó muy impresionada en presencia de aquel estudioso alto, encorvado y ligeramente panzudo, dotado de un humor cáustico y vastísimos conocimientos y experiencia. Cuando Marc en presencia de su padre empezó a tartamudear, aquél se deshizo de sus pullas con hábiles y elegantes respuestas que pusieron a Marc en ridículo; ella quedó estupefacta ante el tono de autoridad de Adley. Se hallaba convencida de haber causado una impresión lamentable, aun cuando Marc aseguró que su padre la había calificado como "una joven muy linda". Con frecuencia deseó haber intimado más con Adley, pero una semana después de su segundo encuentro, él falleció repentinamente de un ataque al corazón y Claire estaba segura de que, desde su Walhalla, continuaba considerándola nada más que como una joven muy linda.

Las burbujas de jabón se adhirieron de nuevo al cuerpo de Claire y ella empezó a apartarlas con ademán ausente. Se dio cuenta de que estaba divagando y trató de recordar en qué pensaba. Ya estaba: en la carta de Easterday, recibida hacía cinco semanas, y en el efecto que la misiva produjo en todos ellos. Maud se había lanzado a una frenética actividad, desde luego. Y en cuanto a Marc, estaba más atareado, tenía mayor tensión (si esto era posible), estaba más nervioso, más susceptible ante cualquier pequeñez y sobre todo se mostraba muy quejoso acerca de la conveniencia de aquella expedición. "Tu amigo Easterday me parece un novelista", dijo a Maud dos noches antes. "Una cosa así debería ser objeto de una investigación a fondo antes de perder tanto tiempo y tanto dinero." Maud le respondió como siempre lo había hecho, tratándolo con la infinita paciencia y cariño que muestran todas las madres con sus hijos precoces. Acto seguido se puso a defender a Easterday, presentándolo como hombre serio y solvente y explicando que las circunstancias no permitían aquella investigación, recordándole al propio tiempo que tenía un olfato infalible para todo lo bueno, lo cual era resultado tanto del instinto como de la experiencia. Como de costumbre, abrumado por los argumentos de su madre, Marc se batió en retirada sumergiéndose en el fárrago de su agobiante trabajo extraordinario.

La rutinaria vida de Claire fue lo único que no pareció verse afectada por los recientes acontecimientos. Tuvo que escribir más a máquina y archivar más correspondencia, pero estas ocupaciones no bastaron para llenar su jornada de manera apreciable. Aún podía holgazanear todas las mañanas en el agua tibia del baño espumoso, leer durante el desayuno, celebrar consulta con Maud, hacer su trabajo acostumbrado e irse después a jugar el tenis con otras jóvenes señoras casadas de la facultad, tomar el té o asistir a una conferencia. Y por las noches, cuando Marc no podía llevarla al cine o a pasear en coche, a causa del trabajo, o cuando no los invitaban a una fiesta de sociedad, ella dejaba que su esposo estudiase sus notas, consultara sus fichas o corrigiera sus comunicaciones —todo ello labor propia de hombres—, mientras ella leía novelas o miraba, soñolienta y aburrida, la pantalla de la televisión. Nada de esto cambió a causa de Easterday y Las Tres Sirenas.

Sin embargo, Claire estaba segura de que algo había cambiado para ella. No tenía nada que ver con la rutina diaria. Estaba relacionado con un sentimiento, con una emoción efervescente y casi tangible que surgió en su interior. Hacía ya un año y nueve meses que era la señora de Marc Hayden, oficialmente, ante la ley, para bien o para mal, para siempre. Cuando contrajo matrimonio —"un buen partido", en opinión de su madre y su padrastro— aquellos sentimientos interiores se hincharon jubilosos, como una burbuja que la levantase por los aires cada vez más arriba, haciendo que todo lo que quedaba por debajo de ella pareciese maravilloso. Pero de manera paulatina, a medida que fue pasando el tiempo, aquella jubilosa burbuja se fue deshinchando y disminuyendo, para terminar convertida en una manchita húmeda que no representaba nada. En eso se convirtió la hinchada burbuja: en nada. Esto era lo que ella experimentaba entonces ante la vida: nada. Le parecía que toda su excitación y esperanzas de dicha habían huido. Era como si todo fuese predecible, como si ya supiese de antemano cómo sería su vida en los días venideros, hasta el último de ellos, sin que hubiese esperanza de nuevas maravillas. Estos eran los sentimientos que la dominaban y cuando oyó a las jóvenes que habían sido madres hablar de niños azules, se preguntó si habría también matrimonios azules.

No podía culpar a nadie de su desilusión, y menos que nadie a Marc, como no fuese a la propia esposa inexperta, con su ramo marchito de esperanzas románticas y novelescas. Si tuviese dinero, se dijo, subvencionaría un equipo de expertos para que descubriesen qué fue de las Cenicientas después de que fueron muy felices y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Pero hacía aproximadamente cinco semanas, Claire había acusado el impacto de algo beneficioso, el efecto que esto produjo sobre todo su ser fue inmediato, aunque los que la rodeaban no se percataron. Sintió que algo despertaba en su interior. Experimentó una sensación de bienestar.

Comprendió que en la vida podía haber algo más que insatisfacción. Y supo que todo ello se debía a la carta de Easterday, ella había mecanografiado con amor resúmenes a doble espacio de aquella misiva. Se sabía de memoria todo cuanto prometía Easterday.

A excepción de un viaje de ocho días a Acapulco y Ciudad de México, en compañía de su madre y su padrastro, efectuado cuando ella tenía quince años (recordaba las pirámides, los jardines flotantes, Chapultepec y que no había estado sola un instante), Claire nunca había salido de Estados Unidos. Y he aquí que de la noche a la mañana, como quien dice, iba a verse transportada a unos parajes desconocidos y exóticos de los Mares del Sur. Aquella promesa de cambio era tan estimulante que casi resultaba insoportable. Los detalles que daba Easterday acerca de Las Tres Sirenas resultaban bastante irreales y por consiguiente apenas significaban nada para ella. Se parecían demasiado a los millares de palabras que contenían los libros de Maud u otras incontables obras etnológicas que ella había leído; le parecían datos históricos pertenecientes al pasado, sin relación con su vida actual. Sin embargo, la fecha de la partida estaba cada vez más próxima y si Easterday no era el "novelista" que Marc veía, si aquellas cosas eran reales y no simples palabras, no tardaría en hallarse en el interior sofocante de una cabaña, entre hombres y mujeres semidesnudos, cuyos alimentos procedían de un almacén comunal, que consideraban la doncellez como un defecto y la educación sexual práctica como una necesidad, que hacían el amor en una cabaña de Auxilio Social y que durante un festival desenfrenado, en el que se celebraba nada menos que un concurso de belleza, los participantes acudían en el traje de nuestros primeros padres.

Claire consultó el reloj esmaltado puesto junto a la bañera. Eran las nueve y cuarto. La primera clase de Marc ya debía de haber terminado.

Hoy él dispondría de cuatro horas libres antes de dar la clase siguiente. Se preguntó si volvería a casa o se iría a la biblioteca. Pensó entonces que había llegado el momento de vestirse. Tendió la mano hacia la palanca situada bajo el grifo la accionó, abriendo el desagüe, y el agua jabonosa empezó a desaparecer borboteando.

Se incorporó, pasó con cuidado una pierna sobre el borde de la bañera y permaneció erguida, goteando sobre la gruesa estera blanca. Mientras el agua descendía aún por las curvas de su carne reluciente, volvió a pensar en la carta de Easterday. ¿Qué había dicho acerca de la moda imperante en Las Tres Sirenas? Los hombres llevaban bolsas púbicas sujetas por cordeles. Mirándolo bien, no había por qué escandalizarse teniendo en cuenta el sumario atavío que lucían los hombres en la playa durante el verano. Sin embargo, ellos sólo llevaban aquellas bolsitas y nada más. Pero se trataba de nativos, lo cual confería un aspecto decente, casi clínico, a la costumbre.

Ella había visto cientos de fotografías de nativos, algunos de los cuales ni siquiera llevaban bolsas púbicas, y le pareció algo muy natural para ellos.

Se le ocurrió entonces la idea, de pie en el centro del cuarto de baño, tan desnuda como cuando vino al mundo, de que así es como debería presentarse en público en Las Tres Sirenas. Aunque no, eso no podía ser cierto. Easterday había escrito que las mujeres llevaban faldellines de hierba "sin nada debajo" y el torso desnudo. Aunque, cielos, esto era casi como si fuesen desnudas.

Claire se volvió para contemplarse en el espejo, que ocupaba toda la puerta. Trató de imaginarse cómo la verían así, desnuda, los nativos de Las Tres Sirenas. Medía 1,62 metros y pesaba 51 kilos; éste era el peso que había leído en la balanza aquella misma mañana. Tenía el pelo oscuro y brillante muy corto, con las puntas formando rizos sobre las mejillas. Sus ojos almendrados tenían un vago aire oriental, que evocaba las sumisas y recatadas doncellas de la antigua Catay, pero el efecto que producían se veía desmentido por su color azul ahumado, "sexy", como los tildó una vez Marc. Tenía la nariz pequeña con aletas muy delicadas, los labios de un rojo cereza y la boca amplia y generosa, demasiado generosa. Los senos se desarrollaban suavemente a partir de la curva de los hombros y el pecho.

Eran voluminosos, hecho que le había producido gran turbación en su adolescencia, pero aún firmes y juveniles, lo cual no dejaba de ser un consuelo a sus veinticinco años cumplidos. Se le marcaban un poco las costillas… ¿qué pensarían de ello los indígenas?, pero tenía el vientre muy poco pronunciado, tan sólo levemente redondeado y las proporciones de sus muslos y esbeltas piernas, bien mirado, no estaban mal del todo. Sin embargo, era imposible saber qué opinarían gentes pertenecientes a otras culturas… los polinesios acaso la considerarían flaca, a excepción de su pecho.

Entonces pensó en el faldellín de hierbas. De treinta centímetros. Comprendió que aquellas dimensiones apenas permitían medio palmo de recato suplementario. Y esto con tal de que no se levantase viento… Dios mío; ¿qué pasaría si tenía que inclinarse o levantar la pierna para ascender un peldaño? ¿Y cómo se las arreglaría para sentarse? Resolvió hablar a fondo de la cuestión del vestuario con Maud. Teniendo en cuenta que aquella sería su primera expedición científica, debía preguntar a Maud qué tenía que hacer cuando se encontrase en Las Tres Sirenas.

Volvió a contemplarse en el espejo mientras se secaba. ¿Qué aspecto tendría cuando estuviese encinta? Tenía el vientre tan pequeño, realmente… ¿Habría lugar en él para otra persona, para su hijo? Tenía que haberlo y la naturaleza siempre resolvía estos problemas, pero en aquellos momentos le pareció algo absolutamente imposible. Al pensar en el hijo que tendría, pero que no llegaba, frunció maquinalmente el entrecejo. Desde el primer día habló con anhelo de tener un hijo; más tarde se refirió a ello en términos más prácticos, pero también desde el primer día Marc se opuso. Es decir, se opuso por el momento, aunque más adelante lo aceptaría, según solía decir. Los motivos que exponía parecían importantes cuando los escuchaba, pero al encontrarse sola y libre para pensar, los encontraba siempre insignificantes.

En una ocasión dijo que primero debían adaptarse a la vida conyugal. Debían disponer de algunos años de libertad juntos, sin responsabilidades suplementarias, dijo otra vez. Y últimamente argüía que para poder hablar propiamente de constituir una familia, primero tenían que instalar a Maud en otra casa, en lugar de vivir juntos como hasta entonces.

Mientras se frotaba las piernas con la toalla, empezó a poner en duda la sinceridad o la validez de todas estas razones, preguntándose si no ocultarían la única verdad; Marc no quería un hijo, le daba miedo la idea de tenerlo porque él aún continuaba siendo un niño, un niño talludo que dependía demasiado de su madre para ser capaz de adoptar una responsabilidad por su cuenta. Esta momentánea sospecha le desagradó y decidió no hacer más cábalas ni conjeturas.

Llamaron con los nudillos en la puerta que había detrás del espejo.

—¿Claire?

Era la voz de Marc, ella se sobresaltó ligeramente y se sintió culpable de que Marc la hubiese sorprendido sumida en aquellos pensamientos.

—¡Buenos días! —exclamó alegremente.

—¿Ya has desayunado?

—Todavía no. Me estoy vistiendo.

—Te esperaré, pues. Esta mañana me dormí y no he podido ir a la clase. ¿Qué quieres que le diga a Suzu? ¿Algo especial?

—Lo de siempre.

—Muy bien… A propósito, han llegado de Los Ángeles los últimos datos que pedimos.

—¿Hay algo de interés?

—Aún no he tenido tiempo de verlo. Lo examinaremos juntos mientras desayunamos.

—Muy bien.

Cuando oyó que Marc se había ido, se apresuró a abrocharse el sostén, luego se puso los pantaloncitos, el portaligas, se subió las finas medias, las sujetó y se puso la rosada combinación. Al salir del cálido cuarto de baño para dirigirse al soleado dormitorio del primer piso, más fresco, se preguntaba si aquella última investigación habría aportado algún nuevo dato.

Dentro de pocos minutos lo sabría. Se peinó a toda prisa, se pintó los labios sin maquillarse el resto de la cara, y después se puso su falda de lana color cacao claro, el suéter de cachemira beige, que abrochó cuidadosamente, buscó unos zapatos de tacón bajo, en los que introdujo los pies, salió al rellano y descendió a toda prisa la escalera.

Suzu, con su invariable sonrisa, estaba sirviendo el desayuno y Marc se encontraba junto a la mesa de la cocina, inclinado sobre una carpeta, cuando Claire hizo su entrada en el comedor. Después de saludar a Suzu, acarició el cabello de Marc, cortado casi al cero, mientras depositaba un beso en su mejilla.

Instalándose en una silla empezó a beber su zumo de uvas e hizo una mueca, pues había olvidado azucararlo. Después miró a Marc.

—¿Aún no ha regresado Maud?

—Aún está paseando por los pantanos —dijo Marc, sin levantar la mirada.

Claire rompió el extremo de una tostada.

—Bien, dime —dijo, indicando los documentos recibidos—. ¿Existe de verdad esa Disneylandia de la Polinesia?

Marc levantó la cabeza y se encogió de hombros.

—No puedo asegurar nada. Me gustaría estar tan seguro de ello como Matty. —Golpeó con el dedo los papeles que tenía delante—. Nuestros licenciados parecen haber hecho una labor muy concienzuda y meticulosa en la Biblioteca del Congreso. Han consultado toda la literatura sobre los Mares del Sur, tanto lo publicado como lo inédito. No han encontrado ninguna mención de Las Tres Sirenas en parte alguna. Ni una sola palabra…

—No hay que sorprenderse, creo. Easterday dijo que era un archipiélago desconocido.

—Yo me sentiría más tranquilo si existiese alguna referencia impresa. Aunque por supuesto —empezó a hojear nuevamente las notas—, hay ciertos hallazgos que parecen corroborar hasta cierto punto las afirmaciones de Easterday.

—¿Por ejemplo? —preguntó Claire, mascando a dos carrillos.

—La existencia de Daniel Wright es cierta y efectivamente vivía en Londres, antes de 1795, y en Skinner Street. También había hasta hace poco tiempo un abogado llamado Thomas Courtney que ejercía en Chicago…

—¿De veras?… ¿Se sabe algo más sobre él?

—Principalmente fechas. Tiene treinta y ocho años. Estudió en Northwestern y en la Universidad de Chicago. Era el socio más joven en una empresa antigua y acreditada. Fue aviador en Corea en 1952. Después volvió a ejercer en Chicago. A partir de 1957 no se conocen más datos.

—Fue cuando se dirigió a los Mares del Sur —afirmó Claire, rotundamente.

—Pudiera ser —dijo Marc, cauto—. De todos modos, pronto lo sabremos.

Cerrando la carpeta, concentró su atención en la papilla de avena con leche.

—Nos quedan once semanas para hacer compras antes de Navidad —observó Claire.

—No creo que se puedan comparar Las Tres Sirenas a unas Navidades —dijo Marc—. Este sitio poblado de gentes primitivas no es lugar para una mujer. De buena gana, si pudiera, te dejaría aquí.

—Ni lo intentes —dijo Claire, indignada—. Además, no son completamente primitivos. Easterday dice que el hijo del jefe habla un inglés perfecto.

—Muchos primitivos hablan inglés —repuso Marc. De pronto sonrió—. Incluso algunos de nuestros mejores amigos, con los que tampoco me gustaría que convivieras mucho tiempo.

Complacida ante aquellas insólitas muestras de preocupación por su suerte, Claire le acarició la mano.

—¿De veras te importo tanto?

—Es el deber y el instinto propios del macho —dijo Marc—, que le llevan a proteger a su compañera… Pero hablando en serio, las expediciones científicas no son jiras campestres. Ya te he contado varias veces lo mal que lo he pasado en algunas de ellas. Nunca son tan idílicas en la realidad como parecen cuando las leemos en letra impresa. Generalmente comprobamos que apenas tenemos nada en común con los indígenas, como no sea el hecho de que trabajamos juntos. Se echan de menos todos los placeres y amenidades de la vida. Tarde o temprano se acaba por sucumbir víctima de la disentería, la malaria o cualquier fiebre de los Trópicos. No me gusta exponer una mujer a todos estos contratiempos y penalidades, aunque sea por poco tiempo.

Claire le oprimió la mano.

—Eres un cielo. Pero estoy segura de que no será tan malo como tú supones. Además, piensa que os tendré a ti y a Maud…

—Nosotros estaremos muy atareados.

—Yo también trataré de estarlo. Pero no quiero perderme este viaje.

—Después no digas que no te hemos advertido.

Claire retiró la mano para recoger el tenedor y empezó a comer los huevos fritos con aire pensativo. Conociendo a Marc, empezó a dudar de si su preocupación se debía realmente a su bienestar o sólo era causada por el temor que sentía ante una empresa tan nueva y extraña. ¿No había en Marc, como en tantos hombres, dos seres distintos, constantemente en guerra y decididos ambos a imponer su propia clase de paz? A pesar de que en secreto odiaba aquella vida rutinaria, en el fondo no se hallaría cómodo y seguro en ella? En todas sus acciones diarias era tan regular como los movimientos que hacían las manecillas de un cronómetro. Mas al propio tiempo, y pese a las comodidades que le ofrecía su atareada existencia, acaso quisiera huir de ella. Claire intuía que, bajo su compostura superficial, se agazapaba otro Marc, un Marc que efectuaba viajes en los que ella nunca le acompañaría, expediciones a Montecristos secretos que lo liberaban temporalmente de prisiones económicas y de los calabozos del no ser. Para él acaso Las Tres Sirenas no ofreciesen la posibilidad de un progreso personal, sino tan sólo una labor rutinaria y desagradable. Y por esta causa transformaba el desagrado que le producía su propio desarraigo en preocupación por el ser más allegado a él. Claire, desde luego, no podía estar segura, pero el corazón le decía que así era.

Cuando hubo terminado los huevos fritos, Claire levantó la vista para mirar a su esposo, que aún estaba comiendo. No deberíamos contemplar a nuestros semejantes mientras comen, se dijo, el acto de comer no confiere a los seres humanos una apariencia muy gallarda. Adquieren un aire estúpido, deforme y glotón. Trató de separar a Marc de lo que estaba comiendo. Siempre parece más bajo de lo que es, se dijo. Mide 1,77 metros, pero hay algo en su interior, alguna hormona perversa e insegura, que lo encoge.

Sin embargo, ella lo encontraba físicamente atractivo. Sus facciones y su porte eran correctos, regulares, equilibrados, el pelo tan corto parecía un anacronismo que contrastaba con aquel semblante tan rígido y frecuentemente preocupado, aunque cuando sonreía, bromeaba, estaba contento o esperanzado, le cuadraba perfectamente. Los ojos, de un gris opaco, estaban profundamente hundidos en las cuencas pero muy separados. La nariz era aquilina. Los labios finos. Pero su aspecto general era atractivo, sincero, a veces amable, propio de un hombre bronco y estudioso. Tenía el cuerpo macizo y excesivamente musculoso de un atleta que siempre se clasificase segundo. Llevaba trajes anchos y sueltos, pero elegantes y atildados. Si el físico lo fuese todo, se dijo Claire, él sería más dichoso y ella reflejaría su felicidad. Pero sabía que su yo interior llevaba con demasiada frecuencia ropas distintas, que le sentaban más mal, de lo cual él se daba cuenta. No se proponía suspirar ruidosamente, pero lo hizo.

Marc le dirigió una mirada inquisitiva.

Claire comprendió que tenía que decir algo.

—Estoy un poco nerviosa por la cena de esta noche.

—¿Por qué tienes que estar nerviosa? Hackfeld ya está de acuerdo en conceder una subvención.

—Tú ya sabes que Maud dice que necesitamos más dinero. ¿Cómo es posible que Hackfeld insista en que debemos llevar un equipo tan numeroso y al propio tiempo mostrarse tan tacaño?

—Lo hace porque es rico. Además, tiene que atender a muchas otras cosas.

—Me gustaría saber cómo se las arreglará Maud para abordar esta cuestión —dijo Claire.

—Tú déjala a ella. Es su especialidad.

La mirada de Claire siguió a Suzu hasta la cocina.

—¿Qué nos darás esta noche, Suzu?

—Pollo a la Teriyaki.

—El camino que lleva a la cartera del hombre pasa por su estómago. Te felicito, Suzu.

—Vamos, señorita —dijo Suzu, sonriendo.

—¿La cartera y el estómago de quién? —dijo Maud Hayden, apareciendo por la puerta del comedor. Sus cabellos grises estaban muy revueltos y despeinados, sin duda a causa del viento. Sus viejas y anchas facciones estaban arreboladas por el paseo al aire libre. Su cuerpo rechoncho y robusto desaparecía bajo la bufanda, el chaquetón color guisante, la camisa de franela azul marino y los anatómicos zapatos, manchados de tierra. Blandió su nudoso bastón, recuerdo del Ecuador y la tribu de los jíbaros.

—¿De quién estabais hablando? —quiso saber.

—De Cyrus Hackfeld, custodio de nuestro dinero —dijo Claire—.

¿Ya has desayunado?

—Hace horas —repuso Maud, quitándose la bufanda—. Brrr. Hace frío, ahí fuera. A pesar del sol y las palmeras, una se hiela paseando al aire libre.

—¿Esperabas acaso otra cosa en marzo? —dijo Marc.

—Esperaba el clima propio de California, hijo mío. —Miró sonriendo a Claire—. De todos modos, no faltan muchas semanas para que tengamos todo el clima tropical que podamos soportar.

Marc se levantó alargando la carpeta a su madre.

—Acaban de llegar los últimos datos que faltaban. Ni una sola palabra sobre Las Sirenas. Existió un Daniel Wright en Londres. Y hasta hace muy poco tiempo, hubo un Thomas Courtney que ejercía la abogacía en Chicago.

—¡Estupendo! —exclamó Maud, quitándose con ayuda de Marc el chaquetón color guisante—. Courtney es quien me va a ser más útil. No tenéis idea del tiempo que nos ahorrará. —Entonces se dirigió a Claire—.Una expedición normal requiere de medio a un año y en ocasiones dos años. La más corta en que participé fue de tres meses. Pero ahora tendremos que conformarnos con la mitad… con unas ridículas seis semanas. A veces ya se necesita ese tiempo para localizar al informante principal, o sea, una persona del pueblo que sea de confianza, que posea conocimiento de las leyendas y la historia locales y se halle dispuesta a hablar. Es imposible encontrar tal persona en una semana y conquistar su amistad en un santiamén. Hay que jugar al escondite, sin prisas, dejando que todos se acostumbren a la presencia del etnólogo, confíen en él y por último acudan a contarle sus cuitas. Entonces llega el momento de descubrir al hombre adecuado, que con frecuencia pone a todo el pueblo en la justa perspectiva en que hay que contemplarlo. En este caso podemos considerarnos como muy afortunados al disponer de Courtney. Si este hombre es lo que Easterday asegura, tenemos al perfecto intermediario. Ha preparado al pueblo de Las Sirenas para recibirnos. Comprende a esas gentes y sus problemas, pero, al ser al mismo tiempo uno de nosotros, nos comprende y comprende nuestras necesidades. Este hombre puede ser una mina de información y nos puede poner inmediatamente en contacto con nuestros informantes.

Créeme —dijo, volviéndose de nuevo a Marc—, estoy enormemente satisfecha de haber hallado pruebas de la existencia de Courtney. —Blandió la carpeta—. Voy ahora mismo a mi estudio para consultar todo esto.

Claire se levantó.

—Subiré dentro de un minuto.

Cuando Maud se hubo ido y Marc pasó al cuarto de estar con el periódico en la mano, Claire despejó la mesa de la cocina. Haciendo caso omiso de las protestas de Suzu se puso después a lavar los platos.

No vale la pena —dijo a Suzu—. Tú estás muy ocupada preparando la cena para esta noche.

—Sólo seremos cuatro personas más —observó Suzu.

—Excepto que Mr. Hackfeld come por ocho. Así, es como si fuese un banquete.

Suzu soltó una risita y continuó enlardando el pollo.

Cuando Claire hubo terminado de lavar los platos y se secó las manos, lanzó una admirada exclamación al ver el pollo que había preparado Suzu y después subió al primer piso para ayudar a su madre política.

Encontró a Maud con la butaca giratoria apartada de la mesa y balanceándose levemente mientras examinaba las notas que le habían enviado.

En aquiescencia a una inclinación de cabeza de Maud, Claire se acercó a la mesita de café para tomar un cigarrillo del paquete que siempre estaba preparado allí. Lo encendió y, aspirando satisfecha el humo, empezó a recorrer aquella estancia familiar, contemplando la tela de tapa sepia y blanca colgada en la pared, las enmarcadas fotografías dedicadas de Franz Boas, Bronislaw, Malinowski, Alfred Kroeber y la máquina de escribir eléctrica colocada junto a la mesita en que ella trabajaba, y después se detuvo frente a las estanterías. Observó la colección encuadernada de Culture, órgano de la Liga Antropológica Americana, y Man, publicación del Real Instituto de Antropología. Junto a estas doctas publicaciones, vio también el Diario americano de Ciencias Físicas.

—Esto es magnífico —oyó que decía Maud—. Ojalá hubiese tenido todo este material cuando preparé el memorando con el presupuesto para Hackfeld. No importa; esta noche le proporcionaré algunos de los datos que faltaban.

Claire se acercó a la gran mesa y se sentó frente a Maud.

—¿Ha terminado ya la investigación? —preguntó.

Maud sonrió.

—No termina nunca. Anoche, por ejemplo, estuve levantada hasta cerca de la una tratando de descubrir el origen de algunas de las prácticas existentes en Las Sirenas, según el testimonio de Easterday. Algunas proceden de otras islas. La antigua civilización que floreció en la Isla de Pascua sentía tanto desprecio por la virginidad como los actuales habitantes de Las Sirenas. Y el rito durante el cual todos los invitados masculinos a la boda obtienen los favores de la novia, se practica también en Samoa y las islas Marquesas. Por lo tanto, Easterday tuvo razón al hacer esta afirmación. En cuanto a esa misteriosa cabaña de Auxilio Social, he conseguido localizar algo parecido, una casa del placer, o arepopi, en el estudio que hace Peter Buck de Mangareva. Pero algunas de las prácticas de Las Sirenas parecen absolutamente originales. Por ejemplo, esos comentarios que hace Easterday acerca de la Jerarquía que examina los motivos que puedan existir para el divorcio. Te aseguro, Claire, que apenas puedo esperar a ver todo esto y estar allí para estudiarlo directamente.

Claire comprendió que había llegado el momento de exponer lo que había pensado después de bañarse.

—Yo tampoco puedo esperar —dijo, mordisqueando el extremo del cigarrillo—. Aunque debo confesar que siento cierta aprensión.

—No hay motivo alguno para que sientas aprensión.

—Quiero decir que… yo nunca he participado en una expedición como ésta… y no sé cómo tengo que conducirme.

Maud pareció sorprenderse ante estas palabras.

—¿Cómo tienes que portarte? Pues como te has portado siempre, Claire. Continúa siendo como has sido siempre… cordial, modesta, cortés, interesada… sin esforzarte por ser otra cosa. —Tras una momentánea reflexión, agregó:— Aunque en realidad, creo que no estará de más que te dé algunos consejos, teniendo en cuenta tu inexperiencia en esta clase de expediciones. Procura no mostrarte remilgada, altiva ni condescendiente. Tienes que adaptarte a la vida sobre el terreno y a la nueva situación social.

Tienes que demostrar que la estancia allí te produce placer. Tienes que mostrar respeto por los naturales del país… a los que nosotros llamamos indígenas o nativos… demostrando respeto por tu marido en su presencia.

Es muy probable que visitemos una sociedad de tipo patriarcal. En tal caso, las mujeres polinesias siempre se muestran deferentes en público ante los hombres, aunque en privado y en su casa no sea así. Siempre que te inviten a participar en una fiesta, un trabajo o un juego, no te niegues a hacerlo y trata de portarte, siempre que te sea posible, como ellos. Todo es cuestión de grado. Por lo general, por ser mujer debes evitar emborracharte y hacer tonterías en público, mostrarte excesivamente irascible y, en tu calidad de casada, cohabitar con hombres polinesios.

Claire se sonrojó antes de comprender que Maud bromeaba al referirse a la cohabitación. La joven sonrió entonces.

—Creo que conseguiré ser fiel a mi marido —dijo.

—Claro —asintió Maud, añadiendo con seriedad—: Naturalmente, acerca de esto tampoco existen normas estrictas. Depende a menudo del carácter que tenga la tribu que se estudia. Ha habido muchos casos en que los indígenas se mostraron muy complacidos por el hecho de que un etnólogo cohabitase con uno de ellos. Lo consideraron como una muestra de aceptación y amistad. Si el etnólogo es una mujer y no tiene vínculos exteriores, nada le impide sostener relaciones con un indígena, lo que le granjeará el respeto general, pues en su calidad de forastera, se hallará rodeada por una aureola de riqueza, poder y prestigio.

—Supongo que no lo dirás en serio —observó Claire.

—De lo que quiero que te des cuenta, principalmente —dijo Maud— es que ese pueblo de Las Sirenas, al que consideraremos ante todo polinesio, no está formado por seres primitivos e inferiores. Tú ya sabes que el viejo K —Claire sabía que se refería a Kroeber— solía decir que las hormigas poseen una sociedad, pero no tienen una cultura… pues la cultura en este caso no significa refinamiento, sino costumbres transmitidas por tradición oral, técnicas y creencias tradicionales a las que se avienen. Pero los polinesios no son hormigas ni seres primitivos. Poseen muchas culturas, antiguas y sólidas. Cuando los profanos hablan de primitivos, suelen referirse a brutos analfabetos de mentalidad atrasadísima. Estos seres existen, desde luego, en algunas regiones de África, el Ecuador, Brasil o Australia.

Estos son los auténticos aborígenes. No esperes encontrarlos en Las Sirenas, y en especial teniendo en cuenta que se trata de polinesios cruzados con blancos. Es probable que esas gentes posean una profundidad en el tiempo tan grande como la nuestra. Tal vez no tengan una cultura material compleja, pero sí poseen una estructura social complicada. Son primitivos únicamente en el sentido técnico. Puedes tener la seguridad de que en el terreno social se hallan extraordinariamente avanzados.

Aquél era el momento oportuno para sacar el asunto a colación.

—Me cuesta imaginar que son civilizados, teniendo en cuenta que los hombres únicamente llevan unos suspensorios y las mujeres van desnudas, pues una falda de hierba de dos palmos no se puede llamar vestido.

—Estoy convencida de que éste es el atavío adecuado en aquel clima y para su concepto de la vida —dijo Maud con placidez.

—¿Y nosotros tendremos que andar de esta guisa, como los indígenas? —preguntó Claire.

La pregunta pareció sorprender a Maud.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir si… tú y yo tendremos que desnudarnos y…

—No, por Dios, Claire. Imagínate la facha que tendría yo con un faldellín de hierba. Mis fláccidas carnes y mi autoridad estarían a la merced de una simple ráfaga de viento. ¿Cómo has podido pensar tal cosa? Tú irás vestida lo mismo que aquí en California. Ropa de verano, pero algo más ligera, y mucho desodorante. Esto me hace pensar que tenemos que hacer cuanto antes algunas compras. Lo único que allí es tabú para las mujeres son los pantalones. Si los indígenas te viesen con pantalones, te tomarían por un hombre y esto los confundiría y alarmaría. Antes que ponerte pantalones, valdría más que fueses desnuda, ya que pasarías más desapercibida, puedes llevar blusas y faldas desahogadas, o vestidos estampados sin mangas. Esto resultará aceptable para ellos. Lo principal es que demuestres interés por esa gente, que noten que les tienes simpatía. Ninguno de nosotros es capaz de portarse como aquel joven y aristocrático antropólogo inglés que Robert Lowie solía citar, el tal inglés pasó una temporada entre los indígenas y a su regreso hizo el siguiente dictamen, sobrio y lacónico:

"Costumbres escasas, modales viles, moral ausente".

Claire rió y se sintió más aliviada. Al ir a buscar los cigarrillos a la mesita de café, vio que Maud tomaba un mazo de papeles del cajón de su mesa.

—¿Son éstas las copias de las cartas para las personas que invitaremos tomar parte de nuestro equipo? —preguntó Maud y volvió a su asiento.

Claire miró por encima del hombro, asintió y dijo: —He escrito a cuatro de ellas, extractando los párrafos de la carta de Easterday que tú me indicaste. Firmé por orden.

—Cuándo las enviaste?

Ayer por la tarde, a tiempo de que alcanzasen la última recogida. Las franquee todas por correo aéreo, excepto la de la Dra. Rachel DeJong, puesto que vive en Los Ángeles.

—Sí… vamos a ver… sí, ésta es la carta para ella. Prefiero echar una mirada por si he olvidado algo. En este caso, me serviría de excusa para subsanar la omisión. Confío en que ninguno de ellos se encontrará de viaje y que todos aceptarán unirse a nosotros. Hackfeld quedó muy bien impresionado por la lista. No me gustaría tener que apelar a suplentes…

—Todos recibirán la carta hoy, en distintas horas del día —dijo Claire—. Supongo que empezaremos a recibir respuestas a fines de semana.

—Hum —murmuró Maud, leyendo la primera carta—. Ojalá Rachel disponga de seis semanas libres.

—¿Es la psicoanalista? Me he estado preguntando, Maud por qué la has escogido.

—Leí un artículo de Rachel, titulado "Los efectos del noviazgo galanteo sobre el matrimonio" y lo encontré soberbio. Esto me hizo pensar que resultaría una ayuda inapreciable en Las Sirenas. Además es el tipo de persona adecuado para una expedición de este género: completamente desprovista de emoción, totalmente objetiva, sin excesivas preferencias por Freud y muy equilibrada para ser tan joven. Siento una marcada referencia por colegas que sean capaces de dominarse y de dominar las situaciones nuevas e imprevistas que puedan surgir. Rachel es una persona así. Confío en que yo también sea de su agrado.

—La conquistarás enseguida —dijo Claire con confianza.

Faltaban diecinueve minutos para las doce del mediodía. En el consultorio psiquiátrico tenuemente iluminado y que dominaba el Wilshire Boulevard de Los Ángeles, la doctora Rachel DeJong permanecía sentada junto a la paciente, dando vueltas entre sus dedos al lápiz y diciéndose que si aquello continuaba un minuto más de los nueve que faltaban para terminar la sesión empezaría a gritar sin poder contenerse por más tiempo.

La voz de la paciente se había convertido en un murmullo y Rachel experimentó un momentáneo pánico profesional. ¿Se habría dado cuenta la paciente de su hostilidad? Descruzando las piernas, Rachel se inclinó hacia el diván para observarla y entonces vio que miraba hacia lo alto, sumida en sus propios pensamientos y sin acordarse de la inquisitiva presencia de Rachel.

Al inclinarse sobre el diván, la psiquiatra se percató de otra cosa, el cuadro que ofrecían ella y su paciente, en aquellos fugaces segundos, se parecía a una anticuada pintura que vio una vez —acaso en un anuncio— y que representaba al bello Narciso inclinado sobre el agua de la fuente, hipnotizado por su propio reflejo en la líquida superficie. Aquella imagen era muy exacta: Ella, Rachel DeJong, era Narciso, el diván de cuero era la fuente y Ms. Mitchell, tendida sobre el diván, era propiamente el reflejo de sí misma. La imagen sólo era inexacta en un punto: Narciso languidecía de amor por sí mismo, mientras que Rachel se hallaba dominada por el odio que su propia imagen le inspiraba.

Examinando a Ms. Mitchell, se esforzó por analizar el torbellino de emociones que la sacudía interiormente. No odiaba a Ms. Mitchell como persona. Lo que odiaba era lo que veía de sí misma, tan irónicamente exacto, en el problema que le presentaba Ms. Mitchell. A través de su paciente, Rachel se miraba a sí misma.

En sus pocos y ajetreados años de ejercicio médico, aquello nunca le había sucedido, al menos bajo esta forma. Hasta hacía dos meses, hasta el día en que Ms. Mitchell apareció en su vida, Rachel DeJong había sido una mujer relativamente dueña de sí misma y desapasionada, equilibrada hasta los más mínimos detalles. Conocía la existencia de su problema personal, siempre presente, que había salido triunfador de su propio análisis. Sabía también que no fue Ms. Mitchell quien le creó aquel problema. Lo único que Ms. Mitchell había hecho era airearlo, exponiéndolo con visos dramáticos a la luz del día. Entonces vio Rachel que su problema era hermano gemelo del problema que agobiaba a Ms. Mitchell.

Rachel volvió a recostarse en su butaca, mientras seguía jugueteando nerviosamente con el lápiz. Sabía que debería haberse librado de su paciente después de la cuarta semana, cuando Ms. Mitchell ya se había desahogado lo suficiente para sentirse capaz de hablar sin tapujos de su problema.

"Pero en lugar de eso, Rachel soportó toda la exposición del caso y no una, sino varias veces seguidas, hasta torturarse, escuchándolo con masoquismo, para examinarlo de noche, llena de odio hacia sí misma. Hubiera debido acudir al Dr. Ernst Beham, el analista con quien colaboraba, para aliviarse desde el principio de aquel peso. Comprendía que esto hubiera sido la solución profesional y, sin embargo, no fue capaz de recurrir a ella. Era como si hubiese querido hacer durar aquella autoflagelación, como si hubiese querido resistirla en un intento por negar su propia flaqueza, para demostrar que era fuerte y lo tenía todo resuelto. Pero había algo más que le impidió visitar al psiquiatra amigo. Rachel comprendió que no hubiera permitido que continuasen sus relaciones con Ms. Mitchell. De eso estaba segura. Y Rachel, en cambio, quería que continuasen. Era como si tres veces por semana y cada vez por espacio de 50 minutos, sintonizase con un serial cuyo protagonista era ella misma y no quería perderse ni un solo episodio, pues tenía el deseo de conocer el desenlace de aquella desdichada trama.

Y aquel día era el peor. Tal vez a causa de que su propia situación, su vida privada, pasaba también por el peor momento. La sesión de aquel día era sencillamente insoportable. Miró de reojo el reloj de la mesa, faltaban aún siete minutos. Iban a ser terribles. ¿Y si abreviase?

… ¿no le parece, doctora? —preguntaba la paciente.

Rachel DeJong carraspeó, envolviéndose en un aire profesional, y cuando hubo recuperado su compostura, dijo:

—Más tarde le expondré mi opinión, Ms. Mitchell. Ahora, como le he dicho en otras ocasiones, lo más importante es airear la causa de esta perturbación, sacándola a la luz para que pueda verla claramente. Creo que pronto no necesitar mi opinión, pues adquirir su propia clarividencia interior y comprender usted misma el remedio que hay que poner a esto.

Ms. Mitchell no ocultó su disgusto y volvió la cabeza sobre la almohada para mirar al techo, de un frío color de aguamarina.

—No sé por qué sigo viniendo y pagando sus honorarios —dijo, quejosa—. Apenas me ha dado el menor consejo.

—Cuando sea necesario dárselo, se lo dar‚ —dijo Rachel, con voz tensa—. En estos momentos, lo importante es que usted me diga el mayor número de cosas posibles. Por favor, trate de continuar.

Ms. Mitchell guardó durante unos instantes un ceñudo silencio. Finalmente dijo:

—Bien, si usted insiste…

Y continuó dando rienda suelta a su asociación de ideas.

Rachel, como había hecho ya en anteriores ocasiones, se puso a examinar en secreto la persona de Ms. Mitchell. La paciente frisaba en los treinta años y era hija única de una ilustre familia de la buena sociedad, que poseía una cuantiosa fortuna. La joven recibió una esmerada educación antes y después de Radcliffe, viajó mucho y se vio asiduamente cortejada por una nube de pretendientes. Poseía un glacial atractivo, que iba desde su cabello rubio crespado, peinado impecablemente, a sus largas y oblicuas facciones, muy parecidas al antiguo busto egipcio de Nefertiti, sin olvidar su alta y derecha figura de maniquí. Los hombres la deseaban físicamente y era objeto de sus constantes atenciones; sin embargo, ella rehuyó todo compromiso formal hasta fecha muy reciente.

Rachel apartó la mirada de su paciente y fijó la vista en la alfombra, pensando en sí misma. El problema que tenía Rachel no se debía ciertamente a un sentimiento de falsa modestia. Sabía muy bien que, a su manera, ella era tan atractiva a los ojos del sexo opuesto como su paciente. Si bien no era tan alta ni esbelta ni había recibido una educación tan esmerada, podía rivalizar con su paciente en cuanto a belleza. A decir verdad, su belleza le había creado siempre dificultades en su trato con los pacientes masculinos. Estos efectuaban una entrega a menudo total, que a veces revestía formas agresivas. Se preguntó cómo la veía Ms. Mitchell como mujer, no como terapeuta. Los severos trajes sastre oscuro con blusa de cuello alto que llevaba Rachel no la despojaban totalmente de su feminidad. Llevaba también, como Ms. Mitchell, crespado su cabello castaño claro, aunque no de forma tan exagerada. Sus ojos de lince eran pequeños y vivaces, tenía la nariz clásica, pómulos altos y salientes, que daban una forma triangular a su cara, terminada en un firme mentón aguzado. La figura de Rachel era larga y huesuda, de anchos hombros, pecho amplio, pero no muy opulento, cintura de avispa y caderas de muchacho. Posiblemente tenía las pantorrillas demasiado rectas. Pero en conjunto, no era inferior físicamente a su paciente ni a la mayoría de sus amigas. Sin embargo, a los treinta y un años seguía aún soltera.

Su problema, pues, como el que agobiaba a Ms. Mitchell y que se parecía al suyo como una gota de agua a otra, no era el de falta de atractivo para el sexo opuesto. Antes bien, la enfermedad que sufrían las dos mellizas espirituales era de carácter interior, una enfermedad compuesta de temor por el sexo opuesto. En ambos casos el daño y la parálisis se produjeron en la primera infancia para ambas, la dolencia se manifestó al llegar a la edad adulta con la retirada de cualquier forma de enlace sentimental. Ambas mantenían una actitud de extremada independencia, rehuyendo cumplir sus obligaciones hacia sus semejantes.

Escuchó de nuevo la voz de la paciente, que la distrajo de sus propios pensamientos, y con sus quejas y torturas despertó en Rachel una punzada de culpabilidad. Se esforzó por dirigir su atención hacia Ms. Mitchell.

La joven estaba diciendo:

—No hago más que recordar y evocar aquellas primeras semanas después de que lo conocí. —Ms. Mitchell hizo una pausa, movió la cabeza, cerró los ojos y prosiguió: el era completamente distinto a todos los demás, o acaso no era él quien era distinto, sino yo, es decir, los sentimientos que me inspiraba como hombre. Cuando los demás trataban de flirtear o juguetear conmigo, o cuando se me declaraban, yo siempre podía pararles los pies o contestar con una negativa, sin sentirlo en lo más mínimo, porque en realidad ninguno de ellos me importaba nada. No eran más que niños, niños mimados. Pero cuando él apareció en mi vida todo cambió. Comprendí que lo quería de veras. Tenía miedo de perderlo. ¿Se imagina usted? Yo con miedo de perder a un hombre… Sus sentimientos hacia mí eran similares… ya se lo he dicho una docena de veces… pero estaba segura… aún lo estoy… de que él también me amaba. ¿Por qué hubiera querido casarse conmigo, si no me hubiese amado? Tenía casi tanto dinero como papá, de modo que no podía ser por eso. No, él me quería por esposa. Yo quería serlo. Pero aquella noche en que íbamos a salir juntos… desde muchas horas antes… yo ya sabía que se me iba a declarar, mi intuición me lo decía… y entonces me indispuse… por conveniencia, como diría usted… sí, eso… por conveniencia… Creo que tiene usted razón. Yo deseaba ser amada y lo amaba, mas por otra parte quería que nuestro ingenuo compromiso aplazado continuase indefinidamente, como un cuento de hadas, un hermoso cuento de hadas desprovisto de pasión… únicamente amor platónico… sin cuerpo ni realidad… sin responsabilidades que afrontar… sin contactos propios de adultos… sin tener que dar ni exponer, dependiendo de otro y no sólo de mí misma… Sé, doctora, que esto es lo que hice… lo he vivido y lo sé…

Rachel escuchaba refrenando sus tumultuosos sentimientos y pensando: "¿Qué vas a saber tú, Ms. Mitchell?".

La mente de Rachel volvió vacilante al pasado y su alma gemela se reunió con el alma de Ms. Mitchell en unos días no lejanos. Cuando estudió en la facultad de Medicina, y cuando terminó la carrera, hubo varios hombres en su vida, unas veces estudiantes y otros hombres de más edad. Tuvo que escuchar bastantes declaraciones, muy hermosas y atrayentes. Será perfecto, Rachel; tú tendrás tu trabajo y yo el mío. Podemos tomar a alguien para que cuide de los niños. Compraremos dos camas y así nos harán un descuento, ja, ja. Vamos Rachel, dime que si. Recuerda lo que dicen: "La familia que trabaja junta, permanece unida". Y ella siempre había contestado con la misma frase estereotipada: Eres encantador, Al (o Billy o Dick o John), pero verás… y además de eso… y después… y lo siento mucho pero no puede ser, no, no puede ser.

Siempre había intentado con éxito reducir la pasión y el fervor a la más gris de las amistades. Solamente dos veces, en el año en que decidió especializarse y estudiar psiquiatría, permitió que una de aquellas relaciones fuera más allá de la simple amistad. El era un condiscípulo suyo, un alto y desgarbado muchacho de Minnesota. La escena se desarrolló en su modesto apartamento de soltero y el lugar fue el diván (ambos hicieron simultáneamente un chiste sobre ello). Ella acudió ya preparada y lo soportó con el mismo estoicismo que si le empastasen un diente. No dio nada y él poco más. Aquella fue la primera representación. Deseosa todavía de nuevas experiencias —¿cómo podría guiar más adelante a los demás, sin experiencias de primera mano?— flirteó con un joven y alocado profesor, esposo y padre, yéndose a pasar un fin de semana con él en un bungalow de la isla Catalina. Esto le proporcionó mayor grado de profesionalismo pero ni el menor goce. Mantuvo la intimidad, incluso en el momento de su unión más íntima. Desempeñó el papel de observador inocente, ajeno e imparcial y, por lo que a ella se refería, él podría haber estado muy bien fumando.

Aquellas relaciones terminaron tras tres representaciones más. El no llegaba a entender por qué cortó por lo sano, terminando bruscamente aquellos idílicos fines de semana. Fue la última experiencia directa de Rachel. Posteriormente, los conocimientos de Rachel procedieron de lo que aprendió en conferencias, libros y escuchando a sus propios pacientes. Estaba convencida de que su libido permanecía tranquilo y en paz, como la bella durmiente que sólo esperaba que llegase el príncipe para despertar con toda normalidad, junto con su paciente.

Catorce meses antes se presentó el hombre que esperaba. Y su alma y sus pasiones, en efecto, despertaron. Todo se produjo con la mayor precisión. El tenía entonces cuarenta años, a la sazón cuarenta y uno, y ella treinta, que ahora eran treinta y uno. El era un hombrón tierno, de mirada bovina y cariñosa, un físico vigoroso y fuerte. Era soltero y poseía una sólida cultura, muy buenos instintos, una amplia curiosidad y elevados ingresos. Se llamaba Morgen y pertenecía a la empresa de corretaje Jaggers, Ulmy Morgen. Joseph E. Morgen. De muy buena familia, además. La pasión de Rachel despertó, se sentía dichosa y él prendido en su encanto.

La cronología de los primeros diez meses, era, en forma condensada, muy sencilla. Capítulo I: Galerías de arte, museos. Capítulo II: Teatros, cines. Capítulo III: Night Clubs, bares selectos, vamos a tomar una copa. Capítulo IV: La casa de sus padres, su familia, gente encantadora. Capítulo V: Las amigas de ella, sus casas, personas maravillosas. Capítulo VI: Fiestas, muchas fiestas. Capítulo VII: Coche parado en Laguna, Newport, Malibú, Trancas, besos, muchos besos. Capítulo VIII: El apartamento de ella, caricias muchas caricias. Capítulo IX: Fin de semana en Carmel, paseo a orillas del lago por la noche…

Ms. Mitchell sollozó y Rachel no lamentó tener que dejar aquel paseo nocturno a orillas del lago. Así que Ms. Mitchell empezó a hablar de nuevo, Rachel sintió deseos de desaparecer, porque ya sabía lo que iba a venir ahora, por haberlo escuchado muchas otras veces.

Durante todo aquel día, en la Costa Azul, yo creí que obraba bien —decía Ms. Mitchell—. Salí corriendo como una colegiala asustada y él, llevado por su amor, me siguió, decidido aún a hacerme la pregunta fundamental. Pero yo ya estaba más tranquila y cuando regresamos en coche a Cannes, estaba segura de que todo estaba resuelto y le daría el sí… sí, contestaría afirmativamente y terminaría de una vez, para que todo acabase bien, como en las películas. Pero aún hacía sol y él quiso que nos pusiésemos el bañador para ir a la playa a nadar un poco y después tomar allí mismo unos cócteles. Entonces yo me cambié de ropa en la cabaña y después lo hizo él. Cuando salió creí que iba a ponerme enferma, lo digo en serio.

El muy sinvergüenza llevaba solamente pantalones de bikini. Yo nunca le había visto así… tan grosero, tan bestial… aunque él, como persona, no era diferente, seguía siendo el mismo… pero de aquella manera parecía distinto. Yo no podía ni mirarlo y entonces él se tendió a mi lado y allí mismo me lo dijo todo… se declaró… añadiendo que podíamos casarnos enseguida… y comprendí lo que quería decir… y entonces me eché a llorar y huí corriendo al hotel. Los médicos le impidieron la entrada… pero ¿qué hubiera podido decirle?… y además, mire cuál es mi estado… aquello fue la ruptura, como usted sabe muy bien… la causa de todo… sí, aquello fue el principio.

El fin había sido aquello, se dijo Rachel.

Encontraron aquella solitaria playa al norte de Carmel, pararon el coche entre los árboles y él la ayudó a descender por la empinada cuesta hasta la arena. En la playa hacía calor y el agua cabrilleaba suavemente bajo el claro de luna. Se descalzaron y pasearon por la orilla, cogidos de la mano.

Ella sabía que aquel hombrón tan sensible iba a declarársele, pues estaba muy enamorado de ella y ella de él, guardó silencio y escuchó su declaración. El la estrechó entre sus brazos mientras ella por último podía pensar y decirse que no quería saber nada fuera de aquel instante de dicha, limitándose a asentir con la cabeza mientras él susurraba palabras cariñosas en su oído.

El quiso celebrarlo metiéndose en el agua con ella. Rachel preguntó cómo sería posible, sin trajes de baño. Y él respondió riendo que no los necesitaban, ahora que eran prácticamente marido y mujer. Desconcertada ante lo que ocurría en su interior, ella asintió en silencio y se ocultó tras una roca saliente para desnudarse. Desabrochó un botón de la blusa y se quedó helada, inmóvil y temblorosa, sintiendo escalofríos y temblando durante más de quinientos segundos. Entonces oyó pronunciar su nombre y vio que él venía, salió corriendo de detrás de la roca para darle una explicación y lo encontró con el traje de Adán, desnudo como esperaba que ella estuviera también. La expresión de agudo horror que mostró su rostro, borró instantáneamente la despreocupada sonrisa del hombre. Ella contempló el pecho macizo y velludo, e involuntariamente, como en sueños, bajó la mirada… sí, Ms. Mitchell, sí… y echó a correr por la arena, cayendo y levantándose para continuar corriendo, mientras los gritos de él la perseguían.

Cuando él regresó al coche, vestido, la encontró esperándole, con los ojos secos, dueña ya de sí misma, y durante todo el camino de regreso, que le pareció larguísimo, se mostraron terriblemente razonables e intelectuales al comentar lo sucedido, con el resultado de que cuando amaneció y Los Ángeles aparecieron entre la niebla, quedó bien sentado que la culpa había sido enteramente del hombre. Hubiera debido tener más prudencia.

Las mujeres son distintas, más sensibles, más emocionales, claro. Los hombres suelen tomar por el camino de en medio, son impetuosos y descuidados. Su profesión no tenía nada que ver; ella continuaba siendo un ser frágil, como todos los de su sexo. Había accedido a casarse con él y se dejó desbordar por las emociones. Pero estaban de acuerdo. Se casarían y todo se arreglaría. El tiempo todo lo cura. "Te amo, Rachel", "Te amo, Joe". "Verás cómo todo irá bien, Rachel." "Lo sé, Joe" "Convendría que empezaras a pensar en la fecha, Rachel." "Lo haré, lo haré, Joe." "¿Te parece bien mañana por la noche, pues?" "Sí, mañana por la noche".

Entonces siguió un período de cuatro meses de "mañanas por la noche", de citas mantenidas y de otras canceladas. Joseph Morgen pedía con insistencia que Rachel fijase una fecha para la boda. Rachel apeló a todas las estratagemas conocidas en los anales de la feminidad para evitar dar una fecha. Se defendía pretextando casos urgentes, exceso de trabajo en la clínica, artículos sobre psiquiatría que tenía que escribir, congresos a los que no podía faltar, parientes que tenía que acompañar, jaquecas y enfermedades y así llegó hasta la semana anterior. Luchando sin parar. Joe dijo que se estaba burlando de él. Si no lo quería, ¿por qué no se lo decía claramente? Pero ella respondió que sí lo quería, lo quería mucho. Entonces, ¿por qué salía siempre con evasivas y pretextos, como si de veras no quisiera casarse con él? Pronto estaría todo arreglado, dijo ella, sí, muy pronto. Y entonces él dijo esto y ella replicó aquello, pero fue él quien pronunció la última palabra: ya no insistiría más, pero su ofrecimiento seguía en pie y cuando ella se considerase dispuesta, podía ir a comunicárselo.

Aquel desastroso forcejeo se había producido sólo la semana anterior.

La noche antes leyó en la sección de noticias de Hollywood que Joseph Morgen había sido visto cenando en Perino's con una actriz italiana.

Aquella noche no durmió ni tres horas.

Empezó a darse cuenta de que el tiempo pasaba. Consultó el reloj de la mesa y se agitó inquieta en la butaca.

—Bien, Ms. Mitchell, me parece que la sesión ha terminado —anunció Rachel—. Ha sido extraordinariamente útil. Aunque usted crea lo contrario, la verdad es que realiza grandes progresos.

Ms. Mitchell se incorporó, arreglándose el peinado y por último se puso en pie, con expresión más tranquila y apaciguadora.

Rachel también se levantó.

—Que pase un fin de semana agradable. Confío en verla nuevamente por aquí el lunes, a la misma hora.

—Sí —repuso Ms. Mitchell. Se dirigió a la puerta, seguida por Rachel, y de pronto volvió la cabeza con vacilación—. Yo… ojalá pudiera ser como usted, doctora DeJong. ¿Cree que podré serlo, algún día?

—No, ni lo desee. Un día, muy pronto, volverá a ser usted misma, tendrá una personalidad que apreciará en el más alto grado y con esto debe bastarle.

—Espero que sea verdad, porque usted lo dice. Adiós.

Cuando su paciente se hubo marchado, Rachel DeJong se apoyó en umbral, experimentando una extraña desorientación. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para darse cuenta de que era mediodía y que ya no tenía ningún paciente más hasta las cuatro. ¿Y por qué? De pronto lo recordó. Tenía que participar en un coloquio con el Dr. Samuelson y el Dr. Lynd, en el hemiciclo de la Escuela Superior de Beverly Hills. Se trataba de un coloquio sobre la adolescencia y el matrimonio entre los jóvenes, en el que después podían participar con sus preguntas los padres y maestros que asistieran al mismo. El coloquio había sido organizado hacía unos meses y se celebraría de una a tres aquella misma tarde. Cuando la invitaron a participar, ella aceptó complacida, pues siempre le había gustado el toma y daca, los desafíos mentales y las preguntas estimulantes que acompañaban a un coloquio. Mas a la sazón se sentía débil y cansada, desdichada por lo de Joe, disgustada consigo misma y, por si aún no fuese bastante, se despreciaba profundamente. No estaba de humor para exhibir su ingenio y conocimientos psiquiátricos. Deseaba estar sola para recuperar sus fuerzas, para reflexionar y resolver sus enigmas. Sin embargo, sabía que no podía faltar al coloquio. Nunca lo había hecho y menos podía hacerlo entonces. Era demasiado tarde para buscar a alguien que la sustituyese. Tendría que aguantarlo, tratando de hacerlo lo mejor posible.

Cuando salió del lavabo se maquilló un poco, se puso el abrigo y salió del consultorio. Al pasar por la sala de espera, vio el correo de la mañana en la mesita, al lado de la lámpara. Había media docena de cartas. Se las metió en el bolsillo, cerró con llave la puerta del consultorio y descendió en ascensor hasta el vestíbulo.

En la calle, el aire era fresco y el día tan sombrío y cargado como su corazón. Había pensado sacar su automóvil convertible para ir a Beverly Hills, tomar el aperitivo antes de almorzar tranquilamente en uno de los mejores restaurantes y regresar con el tiempo justo para llegar al coloquio antes de que éste comenzara, a la una. Pero se hallaba demasiado preocupada para tomar el aperitivo o hacer una comida completa; así es que subió por Wilshire Boulevard para ir a pie hasta el bar de la esquina.

El mostrador estaba ocupado casi totalmente, pero quedaban aún dos mesitas vacías. Se sentó en la más próxima, porque deseaba intimidad. Después de pedir una sopa de judías, un bocadillo de jamón con queso y café, se sentó, las manos cruzadas sobre la mesa, tratando de construir algo coherente con las ruinas de los últimos meses.

No podía censurar a Joe porque hubiese salido con la actriz ni porque siguiese saliendo con ella, esto era claro. El tenía que vivir su vida. Aquella cita no quería decir forzosamente que se hubiese enamorado de la actriz.

Probablemente todo se reducía a terminar acostándose con la chica. Joe insistió en que quería casarse con ella y Rachel era quien tenía que decidir.

Pues bien, ella quería casarse con Joe y así lo había decidido. Lo más juicioso sería acudir a él para exponerle su problema, desnudarse espiritualmente en su presencia y hacerle comprender hasta qué punto su inhibición la dominaba. El era un hombre que tenía una cultura psiquiátrica y la comprendería. Contando con su comprensión y apoyo, ella iría a ver a un colega e iniciaría un tratamiento. Así, al fin, podría casarse con Joe.

Como psiquiatra, esto le parecía lo más sencillo y el único procedimiento viable. Sin embargo, como mujer —escuchando la voz más profunda de su alma femenina—, no se mostraba de acuerdo. No quería revelar al hombre amado su problema fundamental. Aquello complicaba un poco las cosas, pero sólo un poco. La desposada tiene un problema; no puede quitarse el velo. Esto era una locura, la actitud propia de una persona enferma, pero así era. Volvía a sentirse comprendida, y lo que le pareció tan sencillo se convertía ahora en un problema complicadísimo.

En el bar hacía mucho calor y cuando se quitó el abrigo, notó en un bolsillo el bulto del correo de la mañana. Dobló el abrigo, lo dejó en la silla contigua y sacó del bolsillo las cartas.

Mientras tomaba la sopa, empezó a examinarlas. Ninguna parecía de interés hasta que llegó al último sobre. Las señas al dorso rezaban: "Dra. Maud Hayden. Colegio Raynor, Santa Bárbara, California". Esto resultaba sorprendente. Si bien Rachel conocía muy bien a Maud Hayden, sólo la consideraba una amiga-conocida, y sus relaciones eran puramente profesionales. Nunca había estado en casa de Maud Hayden ni ésta la había visitado en su apartamento. Anteriormente nunca se habían escrito. No podía imaginar por qué le escribiría Maud Hayden, pero la admiración que experimentaba por aquella mujer entrada en años a quien consideraba una de las grandes figuras de la antropología mundial era tan grande que se apresuró a abrir el sobre. Desplegó la carta ante sí y al instante penetraba en el remoto mundo de Las Tres Sirenas. Mientras terminaba la sopa y masticaba despacio el bocadillo de jamón con queso, siguió leyendo. Continuó leyendo también mientras tomaba el café. Después de leer una pagina, luego dos y devorar con avidez los extractos del informe de Easterday, su mundo privado, lleno únicamente, hasta entonces, de sus propios problemas, de Joseph Morgen, de Ms. Mitchell, se fue poblando de otros personajes:

Alexander Easterday, el capitán Rasmussen, Thomas Courtney, un polinesio llamado Moreturi y su padre, el jefe Paoti Wright.

El impacto que le produjo la carta de Maud Hayden y sus documentos anexos, la lanzó, vibrante y emocionada, por el espacio, para hacerla aterrizar en un sereno y extraño planeta que era una mezcla de la Boyawa de Malinowski, el país de ensueño que Tully sitúa en los Mares del Sur en Ave del Paraíso y el Wragby Hall de D. H. Lawrence.

Trató de verse a sí misma en el panorama de Las Tres Sirenas y encontró que su yo sensible experimentaba una gran fascinación ante aquella cultura, mezclada con cierta repulsión por el evidente erotismo de la misma.

En una época anterior, cuando no tenía los nervios tan de punta y sus represiones se hallaban aún bien enterradas, sabía que aquello la hubiese interesado hasta llegar a telefonear instantáneamente a Maud Hayden.

Rachel se acordó que, en efecto, como Maud recordaba en su carta, hacía un año que se ofreció para participar en una expedición científica bajo la guía de un mentor cuyas enseñanzas pudiese aprovechar. Sentía a la sazón un vivo interés por las costumbres relativas al matrimonio. Pero esto fue en otro tiempo, cuando su espíritu, su trabajo y su vida social (fue cuando empezaba a salir con Joe) estaban organizados y reprimidos. En la actualidad, semejante viaje sería una locura. Un estudio de las relaciones sexuales libres y de un afortunado sistema de matrimonio le resultaría insoportablemente doloroso. Ya no poseía la objetividad ni el aplomo necesarios para emprenderlo. Además, ¿cómo podía irse, dejando en el aire sus relaciones con Joe? ¿Cómo podía dejar durante seis semanas a Ms. Mitchell y otros treinta de sus pacientes? Desde luego, en otras varias ocasiones había abandonado a sus pacientes durante períodos prolongados y nada indicaba que quedándose consiguiese resolver sus relaciones con Joe. Sin embargo, tal como estaban las cosas, Las Tres Sirenas eran pura fantasía, un capricho imposible, que debía olvidar sin tardanza.

La llegada de la camarera con la nota la arrancó de aquel país de nunca jamás. Consultó su reloj. Era la una menos dieciocho minutos. Tendría que darse prisa para llegar con puntualidad al coloquio.

Salió del bar corriendo para ir en busca de su coche y dirigirse a la Escuela Superior de Beverly Hills. Llegó al hemiciclo cuando el mantenedor la estaba llamando. El público esperaba, todo el paraninfo estaba lleno y a los pocos instantes se sentó ante la mesa, entre los doctores Samuelson y Lynd, para participar en una animada discusión acerca de los matrimonios entre adolescentes, pese a que aquella tarde todo tenía para ella un aire ausente y sonámbulo.

Los minutos fueron transcurriendo y Rachel comprendió que representaba un papel pasivo en el debate, permitiendo que los doctores Samuelson y Lynd llevasen la voz cantante, sosteniendo el peso del diálogo, mientras ella se limitaba a hablar sólo cuando le preguntaban. Por lo general, salía siempre muy airosa de estas polémicas públicas. Sin embargo, se daba cuenta de que aquella tarde su actuación era menos que mediana, limitándose a utilizar la jerga del oficio, a decir cuatro palabras vacías y a hacer citas rutinarias… aunque, en realidad, esto no le importaba en absoluto.

Rachel apenas se dio cuenta de que la exposición del tema había terminado y que el público empezaba a hacer preguntas, ella fue el blanco de dos interpelaciones y sus colegas tuvieron que responder otra docena de preguntas. El reloj de la pared indicó que la prueba tocaba casi a su fin. Se recostó en la silla, pensando en que acaso tendría que hacer una escena con Joe.

De pronto oyó pronunciar su nombre, lo cual indicaba que alguien deseaba hacerle una pregunta. Se irguió en la silla de madera y se esforzó en comprender bien de qué se trataba.

Una vez hecha la pregunta, su semblante asumió una expresión pensativa —que no hubiera engañado a Joe— y empezó a contestar:

—Sí, la comprendo, señora —dijo—. No he leído esta pieza popular del autor que usted menciona. Pero si su contenido es el que usted afirma, le aseguro muy sinceramente que yo no tocaría el pene popular de este autor por nada del mundo…

Rachel se interrumpió, desconcertada. Un grito histérico rasgó el susurro del auditorio, seguido por risitas, animados murmullos y divertidos comentarios después.

Rachel vaciló, aturrullada, y concluyó con voz temblorosa:

… Bien, estoy segura de que usted me comprende.

De pronto, una tempestad de carcajadas estalló en el paraninfo.

Mientras aún duraba el tumulto, Rachel se volvió desvalida al Dr. Lynd, que se había puesto muy colorado y miraba fijamente al aire como si fingiese no haber oído aquel lapsus linguae. Después Rachel se volvió hacia el Dr. Samuelson, cuyos labios estaban plegados en una sonrisa, mientras miraba directamente al público.

—¿Qué les pasa? —susurró Rachel, tratando de hacerse oír en medio del barullo— ¿De qué se ríen?

Trató de recordar qué había dicho… algo de no tocar aquella pieza para nada… para nada… aquel artículo… aquella pieza popular… aquella pieza… aquella cosa…

De pronto se quedó boquiabierta y susurró al Dr. Samuelson:

—¿Acaso dije…?

Y él, sin dejar de mirar al frente, le respondió con tono risueño, apenas audible:

—Mucho me temo, Dra. DeJong, que su lapsus freudiano no haya pasado desapercibido.

—Oh, Dios mío —gimió Rachel—. þ De veras dije eso?

El mantenedor golpeó con el mazo sobre la mesa y no tardó en restablecerse el orden. El lapsus no tardó en quedar olvidado entre las preguntas y respuestas que siguieron. Rachel no se atrevía a hablar de nuevo. Para su carácter era una verdadera prueba seguir allí sentada como si tal cosa, exhibiéndose muy seria y con cara inexpresiva.

Mientras las preguntas y respuestas levantaban una empalizada de palabras a su alrededor, volvió en espíritu a sus días de estudiante y a lo que había leído acerca de los lapsus linguae en la Sicopatología de la vida diaria, de Sigmund Freud: Una señora se expresó del modo siguiente en una reunión. Las mismas palabras que escogió demuestran que las pronunció con fervor y bajo la presión de numerosas y fuertes emociones secretas: "Sí, una mujer tiene que ser bonita si desea agradar a los hombres. A este respecto, la situación de los hombres es más ventajosa. "Mientras posean cinco miembros bien proporcionados, ya no necesitan más…!". En el método psicoterapéutico que yo utilizo para resolver y suprimir los síntomas neuróticos, tengo que enfrentarme a menudo con la tarea consistente en descubrir el pensamiento oculto tras las frases pronunciadas casualmente por el paciente y que, pese a que intenta permanecer oculto, revela su existencia de manera no intencionada" Rachel estaba pensando aún en esto y en el lapsus que ella misma había cometido, cuando se dio cuenta de que la discusión había terminado algunos segundos antes y que todo el mundo se levantaba para marcharse.

Cuando abandonaba el estrado, ligeramente separada de sus colegas, se dijo que aquella noche escribiría dos cartas. Una a Joseph Morgen, confiándole la verdad acerca de su problema y dejando que él mismo decidiese si estaba dispuesto a esperar a que ella lo resolviese, en un sentido o en otro. La segunda carta sería para Maud Hayden, informándola de que Rachel DeJong arreglaría todas sus cosas y se hallaría dispuesta para acompañarla a Las Tres Sirenas en junio y julio, durante seis semanas.

Maud Hayden tomó la copia de la carta que Claire había dactilografiado y enviado al Dr. Sam Karpowicz, que vivía en Alburquerque, localidad de Nuevo México. Antes de leerla, miró a Claire y dijo:

—Confío en que esto lo deslumbrará. La verdad es que no podemos pasarnos sin Sam. No sólo es un botánico excelente, sino un fotógrafo de primera fila, uno de los pocos fotógrafos creadores que existen en el mundo. Lo único que me preocupa es que… verás, Sam es un hombre tan apegado a su familia… y yo expresamente he evitado invitar a su esposa e hija. Tal vez no serían un problema, pero me propongo reducir en lo posible el número de personas que formar n el equipo.

—¿Y si él insiste en llevarlas consigo? —preguntó Claire.

—En tal caso, no sé qué haremos. La verdad es que no lo sé. Desde luego, Sam es tan imprescindible que creo que terminaría aceptándolo bajo cualquier condición, aunque tuviese que cargar con su abuelo, su perro de lanas favorito y su invernadero… pero pensándolo bien, ya resolveremos esta dificultad, caso de que llegue a presentarse. Veamos antes qué dice Sam.

Habían dado ya las diez de la noche, cuando Sam Karpowicz cerró con llave la puerta de la cámara oscura y recorrió los pocos metros de prado sembrado de verde césped húmedo que lo separaban de la escalera de losas, cuyos peldaños ascendió cansadamente hasta llegar al reducido patio. Se detuvo ante el canapé de mimbre puesto al aire libre, aspirando el fresco y seco aire nocturno, que le despejaba la cabeza de las emanaciones que había respirado en la cámara oscura.

Aquel aire era delicioso y embriagador. Cerrando los ojos, efectuó varias aspiraciones profundas, después los abrió para gozar por un momento del espectáculo que ofrecían las hileras de faroles callejeros y las esparcidas luces de las residencias que se extendían hacia el lado de Río Grande. Las luces callejeras parecían temblar y moverse, con una amarillenta grandeza, semejantes a las antorchas de la procesión nocturna que presenció el año anterior entre Saltillo y Monterrey, cuando estuvo en México.

Permaneció inmóvil en el patio, pues no deseaba abandonar los placeres que le ofrecía aquel sitio y las escenas que desde allí se contemplaban.

El cariño que sentía por aquellos barrios de las afueras, por los polvorientos pueblos próximos de Acoma y San Felipe, los llanos terrenos de pastos y los campos de ají con sus acequias de riego y las azules montañas pobladas de abetos, era profundo e inquebrantable.

Recordó con una punzada de dolor lo que le había llevado hasta aquel lugar tan poco apropiado para un hombre que no se había movido del Bronx neoyorquino desde su primera infancia hasta la edad viril. Durante la guerra —la guerra organizada por Hitler— llegó a conocer muy bien a Ernie Pyle —(Louis L. Snyder, en su libro La Guerra 1939 ? 1945 (Ed. Grijalbo, 1964), se refiere a Ernie Pyle en términos conmovedores. Pocas semanas después de la caída de Iwo Jima, en la isla próxima de Ie Shima, el pueblo norteamericano experimentó una pérdida irreparable cuando un retraído, y diminuto corresponsal de guerra fue muerto por una bala de ametralladora japonesa A pesar de que Ernie Pyle detestaba la guerra y todo cuanto ésta representaba creía que su lugar estaba junto a los hombres que luchaban en el frente. Sus despachos abundaban en bellos detalles acerca de actos de bondad y abnegación, la soledad de los hombres dominados por el abatimiento y la melancolía en la retaguardia, el extraordinario valor desplegado por simples muchachos que en el combate se crecían hasta hacerse hombres. Hablaba de soldados cansados y mugrientos que no querían morir, de heroísmo y cobardía, de flores y tumbas… No comprendo cómo los que sobreviven a la guerra pueden volver a mostrarse crueles con nada. "Los combatientes sentían un profundo afecto por el pequeño y calvo reportero de Indiana que representaba con tanta perfección la visión que ellos tenían de la guerra desde su humilde estatura de soldados. Llenos de desconsuelo colocaron esta inscripción sobre el sencillo monumento levantado sobre el lugar donde él cayó para no levantarse más.

Sam era oficial de prensa y, fotógrafo del cuerpo de Señales, a pesar de ser licenciado en Botánica. Pyle era corresponsal de guerra. Durante los largos paseos que dieron juntos por tres islas del Pacífico, Sam discurseaba acerca de las maravillas de la flora polinesia mientras Pyle, a petición de Sam, hablaba de la pasión que sentía por la paz y el sosiego de su Nuevo México. Pocos meses después de que Pyle muriese en acción de guerra, Sam fue enviado a California para ser desmovilizado. Adquirió un coche viejo y baqueteado con el que atravesó el Sudoeste norteamericano en dirección a Nueva York, decidido a visitar aquellas regiones antes de enterrarse en la vida monótona de profesor metropolitano.

En el curso de este viaje pasó por Alburquerque y comprendió que no podía abandonar aquella ciudad sin visitar a la viuda de Ernie Pyle, la casa en que éste había vivido y los lugares que su difunto amigo había mencionado con tanto afecto. Sam tomó una habitación de cuatro dólares al día en el hotel Alvarado, próximo a la estación de Santa Fe. Después de lavarse, asearse y cenar, obedeciendo las indicaciones que le dieron en el hotel atravesó en su coche el caluroso y tranquilo barrio comercial, cruzando frente a la universidad, hasta llegar a Girard Drive. Entonces torció a la derecha por la calle adoquinada, que le resultaba tan familiar y acogedora por habérsela descrito tantas veces su amigo muerto, y siguió adelante cosa de kilómetro y medio, entre casas de adobes, típicamente españolas, hasta que cesaron los adoquines y empezó la grava. Después de recorrer varias manzanas llegó a la esquina de Girard Drive y Santa Mónica Drive. Ernie Pyle le había dicho que su casa estaba en el 700 de South Girard Drive, una casa que hacía esquina con algunos arbolillos, un patio de cemento y un perro que se llamaba Chita; una pequeña mansión blanca de techumbre verde, construida para vivir en paz.

Sam se detuvo, se apeó del coche, se acercó a la casa y llamó con los nudillos a la puerta. Una enfermera le abrió, él se dio a conocer y explicó lo que le llevaba allí. La enfermera dijo que la señora Pyle estaba muy enferma y no podía recibir visitas, pero añadió que si era un antiguo amigo de Ernie, sin duda le gustaría ver la habitación de éste, que seguía tal como estaba cuando Ernie la dejó para siempre. Sam había visto muchas veces en imaginación aquella estancia, que no encerraba sorpresas para él. Hasta cierto punto, era más suya que la que ocupaba en el apartamento del Bronx, donde Estelle le estaba esperando. Visitó despacio la habitación, viendo el diccionario abierto sobre el atril, el dibujo dedicado por Low, las dos paredes ocultas por libros, la fotografía enmarcada de Ernie hablando con Eisenhower y Bradley, el mugriento gorro verde de béisbol colgado de una percha… Por último, rogando a la enfermera que saludase a la señora Pyle y le diese las gracias, Sam se marchó.

Una vez fuera de la casa empezó a pasear por la calle enarenada, saludando con una leve inclinación de cabeza a un vecino que segaba el césped, observando las edificaciones de la universidad desde cierta distancia, fisgoneando en unos solares vacíos, deteniéndose con frecuencia para contemplar las distantes montañas, hasta que por último subió de nuevo al coche y regresó a la ciudad.

No pasó solamente aquella noche en Alburquerque. Pasó una semana.

Durante aquella semana solicitó un puesto en la Universidad de Nuevo México y después continuó el viaje por la región.

Un año después ya era profesor en dicha universidad, disponiendo de un laboratorio particular y un rutilante microscopio que él estrenó. Dos años después, ya tenía su propia casita de adobes en South Girard Drive.

Y allí estaba aquella noche en el patio de su casita. No tuvo que lamentar ni un solo día aquella decisión, y tampoco tuvo que lamentarla Estelle.

Las únicas ocasiones en que se lamentó, fue cuando tuvo que abandonar Alburquerque, a causa de las obligaciones que su profesión le imponía.

Respiró por última vez aquel aire vigorizante, dejando que llenase su flaco pecho y, resucitado en parte, penetró en la casa por la abierta puerta vidriera del comedor. Después de haberla cerrado dijo casi gritando:

—¿Y si me preparases un poco de café, Estelle?

—¡Ya lo tienes preparado! —respondió ella— ¡En la sala!

Encontró a Estelle acurrucada en el enorme butacón. Su cabello gris violáceo formaba bucles y su amplio y flotante albornoz estaba extendido, de modo que cubriese su amplia anatomía y los brazos de la butaca. Sam pensó que parecía una tienda india, cómoda y acogedora. Estaba leyendo, con la profunda concentración que denota el deseo de perfeccionarse, la Nueva consideración sobre el individualismo, de Riesman. Dejando el libro a un lado, se levantó para tomar la cafetera de la bandeja portátil. Sam se dirigió a la butaca opuesta y, como si una grúa lo descendiese, depositó su larga y huesuda persona en el asiento, mientras sus articulaciones crujían. Una vez sentado, extendió sus flacas piernas y lanzó un gruñido de contento.

—Gruñes como un viejo —dijo Estelle, sirviendo café en la taza puesta sobre la mesita de laca.

—La Torá —(Torá entateuco comprende los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, que constituyen la ley mosaica, el corazón de la Escritura para el pueblo judío.)— dice que cuando un hombre cumple cuarenta y nueve años, tiene permiso para gruñir a discreción.

—Entonces, gruñe. ¿Qué has estado haciendo?

—He revelado algunas de las fotos que hice en Little Falls. El sol de México es tan fuerte que hay que trabajar duro para obtener un buen contraste. De todos modos, la pitahaya (Planta de la familia de los cactos. (N. del T.) salió magníficamente. Casi he terminado. Creo que podré acabarlo en pocas semanas. ¿Y tú, lo has pasado todo a máquina?

—Estoy al corriente —dijo Estelle, volviendo a su sitio—. Cuando tú escribas el resto de los epígrafes, yo los mecanografiaré.

Sam probó el café, sopló ruidosamente para enfriarlo y después lo bebió con deleite, dejando sobre la mesita la taza medio vacía. Se quitó las antiparras cuadradas sin montura, que su hija llamaba "las gafas de Schubert", porque se había formado vaho en ellas, y después, al sentirse desaseado, se alisó el desgreñado cabello de color gris azafrán, se atusó con el dedo sus pobladas cejas y por último buscó un cigarro y lo sacó. Mientras lo preparaba, miró de pronto a su alrededor.

—Y Mary, ¿dónde está? ¿Aún no ha vuelto?

—Sam, no son más que las diez y cuarto.

—Pensé que era más tarde. Para mis piernas es una hora más avanzada.

—Encendió el habano y tomó un sorbo de café—. Hoy apenas la he visto…

—Lo mismo podemos decir de ti. Te has pasado el día encerrado en ese negro agujero del patio. Un ser humano al menos hubiera venido a cenar. ¿Comiste los bocadillos?

—Caray, olvidé traer la bandeja y los platos. —Dejó la taza vacía—. Sí, limpié la bandeja. —Dio una nueva chupada al puro, lanzó una nube de humo y preguntó: ¿qué hora se fue.

—¿Cómo? —dijo Estelle, que de nuevo se había puesto a leer.

—Mary. ¿A qué hora se fue de casa?

—Alrededor de las siete.

—¿Con quién ha salido esta noche… otra vez con el chico Schaffer?

—Sí, con Neal Schaffer. La invitó a una fiesta de cumpleaños en casa de los Brophy. Imagínate, Leona Brophy ya ha cumplido diecisiete años.

—Imagínate, Mary Karpowicz ya tiene dieciséis —remedó Sam—. Lo que no puedo imaginar es lo que ve Mary en esa chica Brophy. Es completamente vacía y hay que ver cómo viste…

Estelle dejó caer el libro sobre el regazo.

—Leona es una chica estupenda. Lo que a ti no te gusta son sus padres.

Sam lanzó un bufido.

—Haría las mismas objeciones a todos aquellos que pusieran emblemas norteamericanos en su coche… Te aseguro que más de una vez he intentado comprender lo que piensa esa gente. ¿Qué necesidad hay de ir por ahí pregonando el hecho de que son norteamericanos en Norteamérica? Claro que son norteamericanos, como lo somos nosotros y casi todos los que viven en nuestro país. La verdad, es algo que resulta sospechoso. ¿Qué se preponen demostrar… que son supernorteamericanus, norteamericanus especiales o más norteamericanos que los norteamericanos corrientes y molientes? ¿Tratan de demostrar que todos los demás acaso deseen derrocar el Gobierno, algún día, o vender secretos de Estado a una potencia extranjera, y que los emblemas son la garantía segura de que ellos mientras vivan no harán nada de eso? ¿Qué cosas oscuras y desquiciadas se ocultan en el interior de esa gente, que tienen que demostrar su ciudadanía y su lealtad al orden constituido? ¿Por qué el viejo Brophy no se pone también una insignia en la solapa para demostrar que está casado, que es hombre o que cree en Dios? Estelle escuchó pacientemente la larga parrafada de su espeso. A decir verdad, lo adoraba en secreto en esos momentos de indignación. Cuando vio que Sam ya se había desahogado, volvió, con sentido práctico, al tema principal.

—Todo esto no tiene nada que ver con Leona, su fiesta de cumpleaños o el hecho de que Mary haya asistido a ella.

—Tienes razón —dijo Sam sonriendo. Se puso a examinar el cigarro—.

¿Te ha hablado alguna vez Mary del chico Schaffer?

Estelle denegó con la cabeza.

—Vamos, Sam, no te metas ahora con el chico, ¿eh?

Sam volvió a sonreír.

—Eso es lo que iba a hacer, aunque no pensaba mostrarme muy severo. Sólo tengo una impresión fugaz de ese muchacho, pero me parece que es de los que se pasan de listos. Además, es demasiado mayor para ella.

—Todos te causarán esa misma impresión mientras ella aún no sea una mujer y tú la mires con ojos de padre.

Sam estuvo tentado de contestar con una frase mordaz, pero se contuvo y asintió plácidamente.

—Sí, tienes razón. Mamá siempre tiene razón…

…En lo que se refiere a papá. Claro que sí.

—Cambiemos de tema —dijo Sam, dirigiendo una mirada escrutadora a la mesita de laca—. ¿Ha habido visitas, hoy… llamadas… correo?

—No ha sucedido nada de particular… el cartero sólo ha traído una invitación para la fiesta que dan en la Base Sandia… algunas facturas… un informe de la Unión para las Libertades Civiles… La Nueva República… más facturas… y eso es todo… —Se enderezó de pronto—. Oh, casi lo olvidaba… hay una carta para ti de Maud Hayden. Está sobre la mesa del comedor.

—¿De Maud Hayden? ¿Por dónde andará ahora? Tal vez piensa volver por aquí.

—Iré a buscártela. —Estelle se puso en pie y se dirigió al comedor, arrastrando las zapatillas. Regresó con un largo sobre, que tendió a Sam—.

Viene de Santa Bárbara.

—Se vuelve sedentaria —dijo Sam, rasgando el sobre.

Se puso a leer la carta y Estelle quedó de pie a su lado, ahogando un bostezo pero sin decidir marcharse hasta saber de qué se trataba.

—¿Es algo importante?

—Por lo que puedo colegir… —y se interrumpió mientras continuaba la lectura, absorto—…, efectuar una expedición al Pacífico en junio. Quiere que la acompañe.

Le tendió la página que acababa de leer, buscó las antiparras con gesto abstraído, se las caló y prosiguió la lectura.

Cinco minutos después había terminado la carta y esperó pensativo, mirando a su esposa, hasta que ésta llegó al final del extractado relato de Easterday.

—¿Qué opinas, Estelle?

—Fascinador, desde luego… pero, Sam, tú me prometiste que este verano lo pasaríamos aquí… y no quiero que te vayas sin nosotras…

—No he dicho que lo haga.

—Hay que hacer mil cosas en la casa, tienes mucho trabajo atrasado y yo prometí a mi familia que este año podrían venir a pasar una temporada aquí y además…

—No te excites, Estelle, que no nos iremos. En mi opinión no creo que Las Tres Sirenas puedan ofrecernos nada distinto a lo que hemos visto en el resto de la Polinesia. Lo único es que… verás, ante todo, me gustaría estar de nuevo con mi vieja amiga Maud. Da gusto trabajar con ella… en segundo lugar, tendrás que reconocer que ese sitio parece verdaderamente extraño, pues esas costumbres y todo lo demás… Yo me llevaría la cámara y tal vez podría hace un libro de fotografías que, para variar, se vendiese bien.

—¿Para qué lo necesitamos? No nos falta nada. Estoy cansada de ser una mujer nómada o la viuda de un botánico. Por un verano al menos, seamos una familia con hogar y vivamos en un sitio que conocemos.

—Mira, yo también estoy cansado. Me gusta este lugar tanto como a ti. Eran simples cábalas. No tengo la menor intención de alejarme de aquí ni que sea un centímetro.

—Así me gusta, Sam. —Se inclinó para besarle—. Se me cierran los ojos. No te acuestes demasiado tarde.

—Esperaré a Mary…

—Le di permiso para regresar a medianoche. ¿Quién te figuras que eres…? ¿Grover Whalen, que quiere darle la bienvenida? ella tiene llave y conoce el camino. Vete a dormir, que lo necesitas.

—Muy bien. Esperaré a que salgas del cuarto de baño.

Cuando Estelle se alejó por el vestíbulo en dirección al dormitorio, Sam Karpowicz tomó la carta de Maud para releerla con calma. Con excepción de la época de guerra, sólo una vez había estado en los Mares del Sur y aún por breve tiempo. Fue a herborizar a las islas Fidji, un año después de que Maud estuvo allí. Recogió una maravillosa variedad de ñames silvestres, algunos pertenecientes a una especie que él desconocía, pero después de tomarse un ímprobo trabajo para medirlos y aprender su nombre e historia, cometió algún error al conservarlos y todos ellos se echaron a perder durante el viaje de regreso. Ahora se le presentaba la ocasión de procurarse una nueva colección de ñames, en el caso, naturalmente, de que estos tubérculos se cultivasen en Las Tres Sirenas. También existía la posibilidad de realizar el libro de fotografías que complementaría el bestseller que Maud indudablemente escribiría y que sin duda beneficiaría la venta del suyo. La idea era tentadora, pero Sam sabía que esto no bastaba. Estelle tenía razón. Ante todo estaba la familia y él tenía que permitir que sus raíces creciesen y floreciesen. Pasarían un verano magnífico en Alburquerque, lo cual no le importaba; por el contrario, se alegraba de ello. Dobló con todo cuidado la carta de Maud y la meció de nuevo en el sobre. Apagó las luces, dejando sólo encendida una lámpara y la bombilla del portal, para que Mary no se encontrase a oscuras.

El dormitorio estaba ya sumido en sombras cuando llegó a él. Entornando los ojos, distinguió el bulto de Estelle en la cama.

Se dirigió a tientas al cuarto de baño, cerró la puerta, encendió la luz del lavabo y se preparó para acostarse. Cuando hubo terminado, le sorprendió ver que eran las doce menos diez. Se puso su descolorido batín azul sobre el pijama. Había resuelto dar las buenas noches a Mary.

Se dirigió al dormitorio de su hija y vio que tenía la puerta abierta.

Cuando llegó a ella, vio también que la cama aún estaba hecha. Decepcionado, regresó al abarrotado estudio, encendió de nuevo la lámpara de pie puesta sobre la mesa y separó las persianas. Miró al exterior y Girard Drive apareció vacío y desolado. Aquello no era propio de Mary, y Sam se sentía inquieto. Pensó en fumarse otro puro, pero como ya se había limpiado los dientes, prefirió no hacerlo. Se sentó ante su mesa, sin poder contener su desazón y se puso a hojear unas revistas de botánica.

Al poco tiempo oyó un automóvil acercarse. En el reloj de la chimenea vio que eran las doce, treinta y cuatro minutos. Se levantó con rapidez, apagó la lámpara de pie y abrió las persianas. Distinguió el Studebaker de Neal Schaffer. Pasó frente a la casa, describió un viraje en U y se detuvo junto a la acera, frente a la puerta de la mansión. El motor paró. Sam soltó las persianas como si le quemasen. Un padre preocupado, sí, pero un espía, jamás.

Sus zancudas piernas llevaron lentamente su alta e inclinada persona a la cama. Se quitó el batín y se deslizó entre las sábanas. Tendido de espaldas, se puso a pensar en Mary y en su infancia, dejando luego que su mente fuese hacia Maud y la expedición que efectuó con ella, para volver después a la guerra y la época posterior. De pronto, todavía completamente desvelado, volvió a pensar en Mary. A pesar de que estuvo escuchando con atención, no la había oído entrar. Y entonces, como para castigarlo, oyó el tintineo metálico de la llave, el chirrido de los goznes y el golpe apagado de la puerta al cerrarse. Sonrió en la oscuridad y esperó para oír sus pasos desde la sala hasta el dormitorio.

Continuó esperando oír los pasos maquinales, pero no los oyó. Más despierto que nunca, aguzó el oído. Pero seguía sin oír pasos. Qué extraño.

Trató de contenerse, se volvió sobre el costado izquierdo e intentó dormir, pero sus tímpanos seguían esperando. Silencio. Aquello era insólito y él empezó a sentir cierto nerviosismo. Habían transcurrido cinco minutos al menos desde su entrada, casi podía asegurarlo. Incapaz de soportar por más tiempo aquel misterio, apartó la manta, introdujo los pies en las zapatillas, se puso el batín y salió al vestíbulo.

De nuevo fue a echar una mirada a su habitación. Continuaba vacía.

Después pasó a la sala. Estaba silenciosa y en apariencia desocupada, hasta que la vio sentada en su butaca. Se había quitado los zapatos de tacón alto, a los que él aún no había podido acostumbrarse, y permanecía sentada en la butaca, muy tiesa, sin percatarse de su presencia, mirando ante sí con expresión ausente.

Presa cada vez de mayor curiosidad, se acercó hasta ponerse frente a ella.

—Mary…

Ella levantó la cabeza y su carita de melocotón era tan encantadora y fresca, tan juvenil, que él vio que estaba algo empañada alrededor de los ojos, como si la niña hubiese estado llorando.

—Hola, papá —dijo ella en voz baja—. Creí que estabas durmiendo.

—Te oí entrar —dijo él, con tacto. Pero cuando no oí que te fueses a la cama, empecé a preocuparme. ¿Te encuentras bien?

—Sí, me encuentro bien.

—Esto no es propio de ti. ¿Qué haces aquí sola? Es muy tarde.

—Estaba pensando un poco. No recuerdo qué.

—¿De veras no te ha ocurrido nada, esta noche? ¿Te has divertido?

—Sí. Como siempre.

—¿Quién te acompañó a casa? ¿El chico Schaffer?

—Sí…

Pareció animarse y se inclinó hacia delante, dispuesta a ponerse en pie.

—Vaya si me acompañó.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Oh… nada, papá, por favor…

—Bien, si no quieres contármelo…

—No hay nada que contar, te lo aseguro, únicamente que se portó como un grosero.

—¿Como un grosero? ¿Quieres decir que se portó como un fresco?

—No, quiero decir como un grosero. Una cosa es besarse un poco pero cuando se figuran que una les pertenece…

—Me parece que no te entiendo. O tal vez sí.

Ella se puso en pie rápidamente.

—Vamos, padre…

Sam sabía que sólo le llamaba padre cuando estaba enfadada con él, cuando se mostraba cabezota, como su hija solía decir.

—No hagas una montaña de un grano de arena —añadió Mary—. Resulta violento.

El no supo qué añadir. Se sentía espoleado por la necesidad de mantener la autoridad paterna y la imagen del padre ante su hija, mas por otra parte, ella ya no era una niña y tenía derecho a cierta intimidad. Sam la observó mientras recogía el bolso. Llevaba muy bien peinado el cabello castaño, tenía unos bellos ojos oscuros que resaltaban en su rostro dulce y de delicado óvalo. Su nuevo vestido rojo se ajustaba perfectamente a su cuerpo esbelto, que sólo revelaba a la mujer inminente en el pecho firme y muy desarrollado. ¿Qué podía decir a aquella criatura medio niña aún, que se sentía violenta?

—Bien, cuando sientas deseos de que hablemos… —dijo Sam con mansedumbre, volviéndose para irse.

Con el bolso y los zapatos en la mano, ella dijo:

—Me voy a acostar, papá.

Adelantó un pie y cuando iba a pasar junto a él, pareció tropezar… sus rodillas se doblaron como si tuviese las articulaciones rotas y empezó a caer tratando de recuperar el equilibrio. Sam en una zancada se acercó a ella, la tomó al vuelo y la ayudó a incorporarse. Sus caras se rozaron. El olor de su aliento era inconfundible.

Ella trató de continuar, dando las gracias en un murmullo, pero Sam le cerró el paso. Había expulsado la indecisión de la estancia. Sabía perfectamente lo que estaba bien y lo que estaba mal.

—Tú has bebido, Mary.

Ante aquel tono tranquilo de desaprobación, el aplomo de Mary desapareció. La transformación fue instantánea. Ya no era una joven de veintiséis años, sino una muchacha de dieciséis… o acaso una niña de seis. Trató de mantener su compostura durante un segundo, apartó la mirada y él la vio allí de pie, a su niñita, con su complejo de Edipo, que la hacía sentirse culpable.

—Sí —reconoció con voz casi inaudible.

—Pero antes nunca lo habías hecho… —dijo él—. Creía que estábamos de acuerdo sobre el particular. ¿Qué te ha pasado? ¿Cuántas copas has tomado?

—Dos o tres, no me acuerdo. Lo siento. Tuve que hacerlo.

—¿Tuviste que hacerlo? Vaya, sólo nos faltaba esto. ¿Quién te obligó a tomarlas?

—No puedo explicártelo, papá, pero tenía que hacer como todos. No se puede ir contra la corriente ni ser un aguafiestas. De todos modos, me parece que más vale esto que lo otro…

Sam notó una opresión en su pecho huesudo.

—¿Lo otro? ¿A qué te refieres?

—Ya sabes a qué me refiero —repuso ella, jugueteando nerviosamente con el asa del bolso—. Todos quieren que una lo haga. Si una no lo hace, no la consideran. Todas lo hacen.

—¿Hacen, qué? ¿Quieres decirme a qué te refieres? —insistió él—. Te refieres acaso a las relaciones sexuales?

—Sí.

El la oía como en sueños.

—¿Y dices que todas lo hacen? —insistió.

—Sí. Casi todas.

—Pero hay un casi. Eso quiere decir que algunas chicas no lo hacen.

—Sí, pero pronto tendrán que marcharse.

—¿Y tus amigas… Leona, por ejemplo… lo hacen?

—No está bien que te lo diga, papá…

—Entonces, es que sí. Y por eso dices que el chico Schaffer se portó como un grosero. ¿Porque quería que tú hicieses eso con él?

Mary permanecía con la vista baja, sin pronunciar palabra. Al ver tan compungida aquella hermosa e inocente parte de sí mismo, él no tuvo valor para seguir adoptando la actitud de severo juez. Su corazón rebosaba amor y compasión por ella y únicamente deseaba cuidarla, protegerla, apartar todo lo desagradable de su reino puro e inmaculado.

La tomó por el codo para decirle cariñosamente:

—Ven, Mary, vamos a sentarnos en la cocina para tomar un poco de leche… o mejor aún, preparar un poco de té… para tomarlo con unas galletas.

Cuando la niña tenía seis años y después ocho y diez, paseaba por la casa con ojos llenos de sueño, con sus bucles rebeldes y su pijama arrugado, llevando un caballito de fieltro en brazos; entonces él solía llevarla a la cocina para tomar juntos leche con galletas, contarle un cuento y después llevarla a su camita.

Sam entró en la cocina, dio la luz, puso la tetera en el fogón y sacó las galletas. Ella se sentó ante la mesita, siguiendo con ojos abotargados todos sus movimientos. Su padre preparó las tazas, puso las bolsitas de té y los terrones de azúcar y después vertió el agua casi hirviendo en ellas.

Después se sentó frente a su hija, observándola por encima de su taza mientras ella mordisqueaba una galleta que había mojado en el té. No habían cambiado una palabra desde que salieron de la sala.

—Mary… —empezó a decir Sam.

Sus miradas se cruzaron y Mary esperó a que prosiguiese.

…bebiste porque querías sentirte formando parte del grupo, porque querías hacer algo, ya que no deseabas hacer lo otro. ¿No es eso?

—Tal vez sí —repuso Mary.

—¿Pero lo otro aún tiene que realizarse?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no dejas este grupo y vas con otros muchachos que tengan mejores valores?

—Papá, éstos son mis amigos. Me crié con ellos. No se puede ir a buscar nuevos amigos y amigas, cada vez que una se cansa de los que tiene. Yo siento afecto por todos ellos… son muy buenos chicos… hasta ahora nos hemos divertido… y nos seguiremos divirtiendo, si no fuese por esto.

Después de una breve vacilación, Sam preguntó:

—¿Te explican siempre tus amigas lo que hacen?

—Oh, sí, siempre.

—¿Se sienten… cómo diría, preocupadas o culpables? Quiero decir si les preocupa esta actividad o la encuentran divertida.

—¿Divertida? Claro que no. ¿Qué puede tener de divertida una porquería como ésta… es decir, que te obliguen a hacer una cosa así? Creo que a casi todas mis amigas las deja indiferentes. No lo consideran divertido, pero tampoco lo consideran malo, ni una cosa que deba preocuparlas.

Creen que es una de esas cosas aburridas que hay que soportar para complacer a los chicos.

—¿Y por qué es tan importante complacer a los chicos, como tú dices?

Si lo consideras aburrido y desagradable, ¿por qué no os negáis a hacerlo y así viviréis más dichosas?

—Tú no lo entiendes, padre. Es una de esas cosas que hay que soportar para conseguir una felicidad mayor. Quiero decir que así se pertenece al grupo, una se puede divertir de verdad, salir con todos los chicos, reírse mucho, ir a pasear en coche y al cine.

—Pero antes os obligan a pagar el derecho de admisión.

—Bien, si quieres decirlo así… Casi todas las chicas creen que es un precio muy barato por todo lo que permite conseguir. Si todas mis amigas lo hacen, ¿por qué ser tan…?

—Mary —interrumpió él—. ¿Por qué no lo has hecho, esta noche?

Porque supongo que él te lo propuso.

—Sí, trató de convencerme…

Sam dio un respingo.; Su inocente hijita vestida con el arrugado pijama color de rosa!

—Pero tú no quisiste. ¿Por qué?

—Porque… tenía miedo.

—¿De qué? ¿De tu madre y de mí…?

—Oh, no. Esto no era lo principal. Yo no tenía ninguna necesidad de decíroslo. —Bebió el té a sorbitos y con expresión ausente, frunciendo el entrecejo—. No sabría decirlo exactamente…

—Entonces ¿es que tenías miedo de quedar embarazada? ¿O acaso de contraer una enfermedad venérea?

—Por favor, padre. Las chicas no pensamos en esas cosas. De todos modos, he oído decir que los chicos emplean preservativos.

Sam volvió a dar un respingo. Era como si el Niño Azul de Gainsborough hubiese pronunciado una palabra obscena. Contempló con incredulidad a su pequeña Niña Azul.

Mary estaba sumida en sus pensamientos.

—Creo que lo que me asustó fue pensar que no lo había hecho nunca.

Para mí es algo misterioso. Una cosa es hablar de ello y otra hacerlo.

—Desde luego.

—Supongo que todas las chicas de mi edad son curiosas, pero no creo que quieran llegar hasta el final. Es decir, esto no nos atrae. Primero en la fiesta y después en el coche, cuando me esforzaba por quitarme sus manos de encima, no hacía más que pensar que debía de ser algo horrible, que me mancharía y haría que ya no volviese a ser la misma.

—No sé si te comprendo, Mary.

—Pues… no sé explicarlo mejor.

—Siempre hemos sido… muy francos en lo concerniente a las cuestiones sexuales… así, que no se por qué eso tiene que causarte tal repulsión.

—No. Es otra cosa.

—¿No pudiera ser la frialdad con que él te lo propuso, como si fuese una especie de toma y daca… como si te dijese que si querías continuar con ellos y gozar de su amistad, tendrías que pagar un impuesto…?

No lo sé, papá, de veras que no lo sé.

Sam hizo un gesto de asentimiento, tomó las tazas y los platillos de ambos, se levantó y los llevó al fregadero. Después regresó despacio junto a su hija.

—Y ahora, ¿qué piensas hacer, Mary?

—¿Ahora?

—Piensas ver de nuevo a Neal Schaffer?

—¡Claro que sí! —exclamó la niña, poniéndose en pie—. Me gusta.

—¿A pesar de que tenga las manos tan largas y de sus proposiciones?

—No debiera habértelo dicho. Aún lo has hecho parecer más repugnante. Neal no es distinto de los demás chicos del grupo. Es un chico normal y corriente. Su familia…

—¿Qué piensas hacer la próxima vez? ¿Y si él no se conforma con una negativa? ¿Y si los demás te amenazan con echarte del grupo?

Mary se mordió el labio inferior.

—No les creo capaces de hacerlo. Ya me las arreglaré. Hasta ahora siempre he conseguido arreglármelas. Encontraré la manera de pararle los pies, a él y a los demás. Creo que me aprecian demasiado para…

Se interrumpió de pronto.

—¿Te aprecian demasiado para qué? —quiso saber Sam—. ¿Para esperar hasta que finalmente cedas?

—¡No! Para respetar mi voluntad. Saben que yo no soy una aguafiestas. No me importa un beso de vez en cuando y… bien, ya me entiendes, divertirme un poco.

—Pero ahora ellos ya saben que bebes.

—Papá, hablas como si tuviese que convertirme en una alcohólica empedernida. No creo que llegue a tal extremo. Esta noche he hecho una excepción… y te aseguro que no pienso dar motivos para que te avergüences de mí…

Volvió a tomar el bolso y los zapatos y se encaminó al vestíbulo.

—Mary, sólo quiero decirte dos palabras. Tal vez ya seas demasiado mayor para que te eche sermones y reconozco que tienes tu personalidad y tu espíritu propio. Pero de todos modos, aún eres muy joven. Algunas cosas que ahora te parecen importantes, te lo parecerán mucho menos dentro de unos años, cuando tengas que adoptar decisiones ante otras cosas importantes de verdad. Lo único que puedo decirte es esto y deseo que lo tomes muy en serio. Yo no puedo llevarte de la mano cuando sales con tus amigos. Eres una chica decente e inteligente a la que todos respetan. Tu madre y yo estamos orgullosos de ti. Lamentaría mucho que con tu conducta nos causases una decepción, que por último, te lo aseguro, también tú sentirías.

—Te lo tomas todo demasiado en serio, papá… —Se acercó a él de Puntillas, estampó un beso en su mejilla y sonrió—. Ahora me encuentro mucho mejor. Puedes confiar en mí. Buenas noches.

Cuando su hija fue a acostarse, Sam Karpowicz todavía permaneció un momento en la cocina, apoyado en la alacena, con los brazos cruzados, examinando todo el problema. Su hija de dieciséis años y su alocado grupo de amigos. Sabía que no podía apartarla de aquel ambiente. Si se la llevaba a Phoenix, Miami, Memphis, Pittsburg, Dallas o Saint Paul, acabaría por girar en la órbita de las mismas amistades, los mismos alocados muchachos con diferentes caras. Era el estado de la sociedad juvenil moderna, no de toda ella, pero sí de gran parte, y Sam lo detestaba (cargando con parte de culpa por su existencia) y lamentaba que su hija se moviese en semejante círculo.

Preveía con claridad meridiana lo que ocurriría indefectiblemente. Lo que más temía era el próximo verano, que tendría una importancia capital.

Durante los meses siguientes, el grupo estaría aún absorbido por sus tareas escolares, los exámenes y las actividades internas, y no se verían mucho ni tendrían demasiado tiempo libre. Cuando llegase el verano y empezasen las vacaciones escolares, todo cambiaría. El grupo se encontraría en libertad y Mary con él, de día y de noche. Era posible que consiguiese defenderse de las solicitaciones que le harían Neal Schaffer y otros tipos como él durante los meses siguientes. Pero el verano estaba que ni pintiparado para el amor. Neal se impacientaría y se disgustaría cuando Mary parase sus escarceos en los labios y en el pecho; se pondría furioso cuando Mary le quitase las manos de encima, cuando tratase de introducirlas bajo su falda. Insistiría y la apremiaría para consumar el acto y si ella rehusaba, se iría con sus deseos y ofrecimientos sociales a otra parte, dejando a Mary. Esta no tardaría en ser una chica marcada. ¿Tendría bastante fortaleza para resistir esta tentación? Sinceramente, Sam lo dudaba. En realidad, ¿quién podía considerarse capaz de soportar la amenaza del ostracismo, o culpado por aplazar deliberadamente la soledad?

La bebida era otro peligro. De pronto, Sam se apartó de la alacena, al comprender el motivo que impulsó a Mary a beber. De momento creyó que lo había hecho para demostrar que, pese al apego que tenía a la virginidad, sabía divertirse como los demás. Entonces lo vio bajo otra luz, con unos motivos distintos. No había querido diferenciarse de las demás chicas. Pero tenía miedo de las relaciones sexuales. Y entonces, probablemente por sugerencia de alguien, de Leona o de Neal acaso, bebió dos copas para reblandecer su resistencia y hacer posible su capitulación. Aquella noche no consiguió aún vencer su temor. Pero otra noche, cuando en vez de dos hubiese bebido cuatro o cinco copas…

Sam se sentía mareado y desvalido. Apagó la luz de la cocina. Se dirigió al vestíbulo y se desvió para apagar la lámpara de la sala. Al hacerlo, vio la carta de Maud Hayden. La miró en la oscuridad y después se encaminó a su dormitorio.

Apartando las sábanas, se metió en la cama.

—Sam… —susurró Estelle.

El volvió la cabeza sobre la almohada.

—¿No duermes…?

—Sam, lo he oído casi todo. Me levanté para escuchar. —Hablaba con voz trémula y preocupada—. ¿Qué vamos a hacer?

—La mejor solución posible —repuso Sam con firmeza—. Mañana por la mañana escribiré a Maud Hayden, indicándole que tenemos que ir todos, o no cuente conmigo. Si acepta, sacaremos a Mary de aquí y nos la llevaremos con nosotros a una isla pequeña y apacible, donde no se hallará sujeta a tentaciones.

—Esto resolverá este verano, Sam. Pero ¿y después?

—Después, ya veremos. Lo único que quiero es que sea mayor. Hay que empezar por lo primero y más inmediato. Y lo más inmediato es resolver la situación este verano…

Maud Hayden levantó la vista de la copia de la carta enviada al Dr. Walter Zegner, que vivía en San Francisco.

—¿Dices que qué es esto, Claire? ¿Que por qué invitamos a un médico para este viaje, preguntas? Pues voy a decírtelo… —Tras una vacilación, dijo con solemnidad—: Quiero que sepas que lo invito porque el Dr. Zegner está especializado en geriatría, he sostenido una larga y agradable correspondencia con él, y Las Sirenas pueden ser un valioso campo de estudios para su especialidad.

Hizo una nueva pausa y una sonrisa asomó a su rostro.

—Ahora voy a decirte la verdad. Es algo estrictamente confidencial y que debe quedar entre nosotras. Te lo diré porque estamos entre cuatro paredes y nadie nos oye. He invitado a un médico, querida, por motivos pura y exclusivamente políticos. Conozco muy bien a Cyrus Hackfeld y el negocio en que se ocupa. Es dueño de una gran cadena de farmacias y uno de los principales accionistas de la empresa farmacéutica que abastece esos establecimientos. Por consiguiente, Hackfeld siente un interés constante por las sencillas pócimas o hierbas que emplean las tribus primitivas… por cualquier menjurje exótico capaz de convertirse en un inofensivo estimulante, en una crema para las arrugas o en un medicamento para quitar el apetito. Así es que, cuando alguien le pide una subvención, suele preguntar si habrá médicos en la expedición científica. He supuesto que esta vez también lo haría y me he anticipado a la pregunta.

—¿Y la doctora Rachel DeJong? —preguntó Claire— ella también tiene el título de Doctor en Medicina, además del de analista, ¿no es verdad? ¿No bastaría para satisfacer a Hackfeld?

—Ya he pensado en eso, Claire, pero creo que no —repuso Maud—.

Pensé que Rachel se hallaría falta de práctica al frente de la sección de medicina general y tendría exceso de trabajo ocupándose simultáneamente de la psiquiatría, con el resultado de que Hackfeld podría sentirse defraudado.

Prefiero no arriesgarme con nuestro mecenas. Necesitamos un médico que se ocupe pura y exclusivamente de la medicina general, nos guste o no nos guste. Confío en que Walter Zegner sea la persona que nos hace falta.

Eran las ocho menos veinte de la noche y Walter Zegner había dicho que pasaría a buscarla a las ocho. En las diez semanas transcurridas desde que se conocieron y en las nueve semanas con seis días pasados desde que comenzó su íntima amistad, Harriet Bleaska no había tenido que esperar nunca a Walter Zegner después de la hora convenida. A decir verdad, ella recordaba que en tres ocasiones —e incluso entonces el recuerdo hizo acudir una sonrisa a sus labios—, él había llegado entre quince minutos y media hora antes a la cita, impulsado por lo que él manifestó ser "un deseo irreprimible".

Sí, llegaría puntual, especialmente esta noche, en que había tanto que festejar. Y ella debía hallarse dispuesta y preparada.

Con un último tirón, alisó el flamante vestido de seda verde botella para cóctel que acababa de comprar y después, haciendo subir la cremallera por su espinazo y hurgando para sujetarse las presillas y corchetes, se acercó a la ventana. Desde la altura de su apartamento, que se alzaba sobre la colina, veía las enormes garras de la niebla, que de un color grisáceo resaltaba sobre la negrura nocturna y las luces amarillentas, deslizándose sobre la ciudad que se extendía a sus pies. Todo San Francisco estaría pronto oscurecido y únicamente las vigas del puente sobre el Golden Gate continuarían siendo visibles, como barras distantes y aisladas sobre el cielo.

Sabía que Walter aborrecía la niebla y aunque había dicho que aquella noche bajarían a la ciudad, algo le decía que no pasarían del restaurante del muelle de pescadores. Después de tomar el aperitivo y cenar, si hacían las cosas como siempre. Volverían directamente a su cómoda y acogedora habitación única y al amplio lecho que Walter ayudaría a preparar. No le importaba. A ella le complacía ver aquel hombre de gran reputación, rico, con influencia, poder (y actualmente con un nuevo e importante cargo) reducido a la igualdad por su carne que era la de un animal sensual y desprovisto de complicaciones. Aquel talento que ella poseía para despojarlo de su orgullo mundano, para reducirlo a su yo sin adornos, a su yo esencial (en su opinión, la mejor parte de él), era su mayor triunfo, su mayor esperanza. Apartándose de la ventana, se dirigió al tocador para buscar, en la caja barata y baqueteada donde guardaba sus joyas, alguna combinación adecuada para engalanarse. Probó de emparejar varios pendientes propios para trajes de noche con distintos collares… de manera inexplicable, sus amantes siempre le regalaban grandes libros de arte o pequeñas copas de licor (tenía una teoría que se negaba a aceptar aunque en el fondo la creía: a saber, que, en general, sus amantes pensaban que regalarle joyas sería un gasto inútil), y por último se decidió por unos sencillos pendientes y un collar de perlas, porque era lo que menos llamaba la atención.

Harriet Bleaska no se contempló en el espejo del tocador para ver si las joyas realzaban su apariencia. Sabía muy bien que no la favorecían y no deseaba que el espejo le recordase la falta de corazón que había demostrado la naturaleza. Si tuviese amor propio —en realidad, lo tenía en grado superlativo—, éste no se veía realzado por su porte ni, a decir verdad, por ningún atractivo visible en su figura. Como los lisiados de nacimiento, Harriet aprendió muy pronto que su aspecto le impedía automáticamente participar en ciertas satisfacciones que proporciona la vida.

Pero esta vez, contraviniendo su propia regla de conducta, contempló su imagen reflejada en el espejo, a fin de comprobar si su maquillaje se conservaba aún en buen estado. La familiar cara que la miraba desde el espejo, a la que en secreto ella llamaba Máscara, pues ocultaba a los ojos de todos su auténtica belleza y sus virtudes, le dirigió una mirada solemne. Si sólo se hubiese visto afligida por la vulgaridad, por una falta de belleza o por algo de tipo indiferente, su situación no hubiera sido tan mala. No era esto lo que la afligía. Durante todo el tiempo que a sus veintiséis años cumplidos podía recordar, Harriet había vivido convencida de que era extraordinariamente fea y de facciones ordinarias. Su cara parecía ahuyentar a los hombres de su camino, como una bocina en medio de la niebla. Incluso su atributo más aceptable, representado por su cabello, hubiera sido el peor de los atributos en una mujer agraciada. Los cabellos de Harriet le llegaban hasta los hombros; eran ásperos y de color gris ratón. Además, eran lisos sin remedio. En un intento por peinárselos de algún modo, se había hecho un rígido flequillo sobre la frente. De cabellos para abajo, las cosas no hacían más que empeorar. Tenía los ojos demasiado pequeños y juntos. La nariz tan respingona que ya dejaba de ser graciosa. La boca era una ancha herida, casi desprovista de labio superior pero con el labio inferior excesivamente carnoso. Tenía el mentón largo y puntiagudo. Suponía que algunas personas debían decir que su fisonomía recordaba la de una yegua belga.

El resto de su persona no ofrecía otras compensaciones. Su cuello tenía la gracia de una tubería de plomo; parecía llevar almohadillas de rugby en los hombros; sus senos no llenaban ni una taza de tamaño "A"; tenía las caderas y los tobillos tan gruesos como los de un percherón que hubiese ganado premio en un concurso, o así se lo parecía. En una palabra, como Harriet dijo en una ocasión, cuando Dios hizo a las mujeres, aprovechó los trozos y retazos sobrantes para crear a Harriet Bleaska.

Se encogió de hombros con resignación —era una mujer demasiado juiciosa y dotada de sentido práctico para sentir amargura—, se apartó del tocador, tomó un cigarrillo con filtro, lo encendió con el mechero plateado que representaba un galeón y que le había regalado Walter y después volvió a dejar el encendedor sobre el enorme y reluciente libro de arte, también regalo de Walter. Como aún le quedaban doce minutos de espera, y no sabía cómo llenarlos, decidió pasarlos enumerando sus bendiciones.

Mientras paseaba por la estancia fumando, llegó a la conclusión de que las cosas no le habían ido tan mal, para ser un patito feo. Desde luego, había un buen puñado de apuestos caballeros que, basándose en sus investigaciones personales, asegurarían al unísono que no había mujer más hermosa en la tierra que Harriet Bleaska… cuando estaba en la cama.

Tenía que dar gracias a Dios por esta bendición, se dijo, y llorar por todas sus hermanas que eran emocionalmente feas, deformes y tullidas de cintura para abajo.

Sin embargo, el placer que le producía pensar en aquella facultad suya tan incomparable se veía entenebrecido por las duras realidades de la vida.

En el mercado de la época, los hombres adquirían hermosas fachadas. Lo que había detrás de las fachadas les parecía menos importante, al menos de momento. Toda una generación masculina se hallaba influida por la poesía, las novelas románticas, la radio, la televisión, el cine, el teatro, los espectáculos, sin olvidar los anuncios de revistas y periódicos, que les hacían creer que si una joven poseía un rostro encantador, un busto prodigioso, una figura bien proporcionada, modales provocativos (boca entreabierta, voz aterciopelada, andar ondulante), sería automáticamente una maravilla en la cama y la mejor compañera que un hombre podía hallar en este mundo.

Cuando una joven poseía este exterior, no le faltaba un cortejo de pretendientes, entre los que se mezclaban hombres apuestos, aristócratas, ricos y famosos. Los exteriores más modestos provocaban menos ofertas y, así sucesivamente, cada vez más abajo en la escala, hasta llegar al sitio solitario que habitaba Harriet Bleaska.

La estupidez de aquello, aunque no resultase suficiente para amargarla, hacía que en ocasiones sintiese deseos de clamar ante la imbecilidad de los hombres. ¿No podían ver, comprender, darse cuenta, de que la belleza es algo que existe sólo a flor de piel? ¿No eran capaces de suponer que, con harta frecuencia, tras las hermosas fachadas sólo existía egoísmo, frialdad y psicosis; ¿No podían ver que había otras cualidades que eran mejor garantía de felicidad conyugal en la sala de estar, la cocina y el dormitorio? No, no podían verlo; los habían educado para que no lo viesen, y ésta era la cruz de Harriet.

Los hombres equiparaban la Máscara —su fealdad— con un matrimonio poco atrayente y una vida sexual sosa. Muy raras veces le permitían demostrar que ella era algo más; y cuando lo hacían, lo cual no era muy frecuente, tampoco bastaba. Había que tener en cuenta que en la sociedad actual se consideraba acertado casarse con una mujer hermosa porque, aunque se supiese que ésta nada valía, aquello simbolizaba éxito a los ojos del mundo. En cambio, se consideraba un error casarse con una mujer fea, aunque ésta fuese virtuosa, porque la fealdad simbolizaba en parte fracaso.

Los hombres eran unos necios, la vida una locura, mas, así y todo, había ocasiones en que ambos encerraban mayores promesas.

Harriet nació en Dayton (Ohio), en el seno de una familia decente y sencilla de la clase media. Sus padres, que la amaban, eran unos menestrales lituanos que habían trabajado durante toda su vida. En su niñez ella no se percató de lo que la hacía distinta a los demás, pues sus padres y su extensa familia la colmaban de atenciones, regalos y elogios. Cuando llegó a la pubertad, se consideraba una personilla importante, especial y muy querida.

Hasta que su padre, empleado en una empresa tipográfica, fue ascendido y se trasladó a Cleveland, donde ella ingresó en la Escuela Superior de Cleveland Heights, ella no tuvo el primer atisbo de lo que se interponía entre su persona y una vida normal de sociedad. El obstáculo era la Máscara. Su fealdad había alcanzado su pleno desarrollo. Era un cacto entre camelias. Tenía numerosas amistades, principalmente de su propio sexo.

Despertaba la simpatía de las muchachas por un motivo inconsciente. Era una perfecta piedra de toque para poner de manifiesto, por contraste, las gracias ajenas. Y durante el primer semestre, los muchachos simpatizaron con ella, en los corredores, en las actividades internas de la escuela, como pudieran haber simpatizado con otro muchacho. A fin de explotar y conservar aunque sólo fuese aquella limitada aceptación por parte de los muchachos, durante varios cursos seguidos ella se volvió aún más desenvuelta.

Cuando inició el último curso en Cleveland Heights, comenzó a reprimir sus modales desenfadados. Sus condiscípulos ya eran muchachos más mayores y no les gustaban los chicos con faldas. Querían chicas. Afligida, Harriet se esforzó en volver a la feminidad. Y se dijo que, ya que no podía proporcionar a los muchachos lo que éstos pedían a las demás chicas, les daría todavía más. Sus amistades femeninas eran tan conservadoras y timoratas como les enseñaron a ser sus padres, y los chicos de Cleveland aprendían muy pronto que sólo podían llegar hasta un límite permisible.

Besarse era agradable, incluso a la francesa. Por medio de las caricias podía llegarse muy lejos, pero sólo de cintura para arriba. Era posible arrimarse mucho a la pareja durante el baile, lo cual producía un estímulo considerable, gracias al contacto y al movimiento, pero aquí terminaba todo. Harriet, a causa de sus limitaciones y la libertad con que había sido educada, a causa de la necesidad en que se hallaba y de su espíritu desenvuelto, pero principalmente a causa de sus limitaciones, que crearon la necesidad de llegar mucho más lejos para obtener también mucho más, fue la primera en romper aquel acuerdo tácito.

Un atardecer, terminadas las clases, en la oscuridad de la última fila de la galería del vacío hemiciclo, Harriet permitió que un granuliento y despabilado muchacho que acababa de llegar de la universidad, metiese las manos bajo su falda. Al ver que ella no ofrecía resistencia y sólo entornaba los ojos con un murmullo de placer, él se sintió tan estupefacto que casi no se atrevió a continuar. Pero lo hizo, y cuando la convulsiva reacción de Harriet a su amor manual lo excitó inconteniblemente, ella le pagó en la misma moneda, con la mayor naturalidad. Aquel intercambio fue breve, acalorado e irreflexivo, pero resultó muy útil a Harriet. Por último, le permitió considerarse una chica.

En su último año de Escuela Superior, Harriet hizo grandes progresos, convirtiéndose en maestra consumada en el arte de la excitación mutua. Los muchachos la consideraban un pasatiempo; las chicas, una persona sin valor. Harriet, empero, se hallaba satisfecha al ver que los que consideraba su mejor mitad la aceptaban. Asimismo, durante sus ocasionales acrobacias —aquella vez no llegó hasta el final, pues tenía sus propias normas— encontraba una liberación para su naturaleza cálida, afectuosa y amante. Le producía una profunda satisfacción el hecho de causar placer. En aquellos abrazos embrionarios, inexpertos por ambas partes, ella nunca tenía que satisfacer en profundidad. Lo principal era su simple capitulación y entrega. Con esto bastaba. Sus parejas ni siquiera podían soñar en su dimensión oculta. En conjunto, Harriet guardó un grato recuerdo del último año y medio que pasó en la Escuela Superior. Solamente un enigma la tuvo intrigada durante aquella época. Pese a su popularidad nocturna, la popularidad que le proporcionaron sus sesiones en la galería, en los asientos posteriores y entre los matorrales del jardín, tenía que pasar sola la noche de fin de curso y la del baile de graduados. La víspera de cada una de estas solemnidades públicas, su legión de enérgicos adoradores la abandonaban completamente.

Aquel abandono en masa se hizo comprensible dos años después, en Nueva York, cuando Harriet hacía prácticas en el Hospital Bellevue para convertirse en enfermera diplomada. La decisión de estudiar la carrera de enfermera fue tan natural como elegir entre la vida y la muerte, ella deseaba una válvula de escape para su natural cálido y afectuoso, una profesión respetable en que el ofrecimiento de cariño fuese bien recibido y aplaudido, un modo de vida en el cual la Máscara ya no ocultase su verdadera belleza interior.

Mientras la mayoría de las quinientas muchachas estudiantes de enfermera alojadas en la residencia de Bellevue gemían y se quejaban por lo mucho que las obligaban a estudiar, Harriet rebosaba satisfacción a causa del trabajo precisamente. Se sentía muy orgullosa de su uniforme a rayas azules y blancas completado por medias y zapatos negros y muy satisfecha por el hecho de que le pagasen doscientos cuarenta dólares anuales por aprender una profesión. No tardó en considerar como su casa el comedor que dominaba el East River y la cocina, que frecuentaba a menudo, sin olvidar la bolera a la que asistía con otras compañeras de estudios. Esperaba con ilusión la tradicional ceremonia que se celebraría al final del primer año, durante la cual les darían la toca, acompañada de un ritual de velas encendidas. Y sentía envidia por las estudiantes de segundo año, que ya podían llevar medias y zapatos blancos y que habían pasado de los libros de texto a las prácticas en el quirófano y las salas.

Los únicos momentos tristes eran los fines de semana, en que las demás chicas salían con muchachos y Harriet tenía que quedarse en el hospital, dueña no tan sólo de su habitación, sino de casi todo el dormitorio. Su soledad terminó a mitad del primer año. Un tosco estudiante de segundo año, futuro enfermero, miope, que (según se aseguraba) perseguía todo lo que llevase faldas, la encontró sola en un aula vacía. La besó el cuello sin demasiado entusiasmo y al instante siguiente ella se arrojó en sus brazos, respondiendo a sus caricias con fervor. Tan apasionada fue su reacción, que el enfermero, para quien su cara era apenas una borrosa mancha, se sintió alentado a invitarla al contiguo apartamento de un amigo, para comprobar si verdaderamente era tan apasionada como demostraba. Incluso antes de apagar la luz, ya pudo comprobar que, en efecto, lo era. No tardó en descubrir más cosas. Durante la velada, noche y madrugada siguientes, se sintió transportado a una nueva y hasta entonces desconocida dimensión del placer. No hubiera podido asegurar si Harriet poseía todo el repertorio de las técnicas amorosas inventadas por el hombre. Únicamente sabía que nunca, en todas sus numerosas y variadas conquistas, había encontrado una mujer que se entregase tan sin reservas. Su instinto, después de aquella primera noche, le impulsaba a pregonar la noticia de aquel increíble descubrimiento a Bellevue y al mundo entero. Pero, aun cuando le costó mucho, se contuvo. Deseaba reservar aquel prodigio para sí. Sus relaciones, raramente verticales, duraron cuatro meses. Al fin de este período, Harriet empezó a creer que había encontrado al compañero de su vida.

A medida que se aproximaba al término de su carrera, empezó a hablar de "su futuro". Cuando se llegó a esto, él fue espaciando sus visitas y al terminar la carrera se esfumó por completo.

La herencia que el enfermero le dejó era doble. En primer lugar, antes de poner pies en polvorosa difundió a los cuatro vientos la fantástica historia de su virilidad y las notables dotes de Harriet, haciendo que se enterase más de la mitad de la población masculina de Bellevue. En segundo lugar, contó a un amigo, que a su vez lo contó a otro, que lo repitió a Harriet, picado cuando ésta le apartó las manos, que "es una gran chica, la más sensacional que existe en la tierra, pues empieza donde todas las demás terminan… pero, qué diablos, a quién se le ocurriría casarse con ella para exhibir una chica que hay que mostrar con la cabeza cubierta con un saco, a menos que uno la lleve a una reunión de brujas".

Aunque poseía realismo suficiente para aceptar este veredicto, Harriet no pudo por menos de sentirse interiormente dolida. A partir de entonces, casi todos los enfermeros, internos, empleados e, incluso, algunos miembros de la facultad y médicos, rivalizaban para conseguir los favores de Harriet, ella se mostraba recelosa ante todos ellos, muy esquiva, y durante los tres años en que permaneció en Bellevue, sólo en otras cinco ocasiones llegó a creer que sus cortejadores la querían por sí misma y se entregó a ellos… sin perder la esperanza de que esta vez terminaría ante el altar. Con excepción del pretendiente que murió en accidente de automóvil, dejándola en la más completa incertidumbre acerca de sus verdaderas intenciones, todos los demás se portaron de la misma forma. Ofrecían a Harriet palabras cariñosas y unión sexual y ella disfrutaba del placer de sus cuerpos y de frases amables. La llevaban a sitios oscuros, con mucha gente, como Radio City y Madison Square Garden, a restaurantes apartados y clubes nocturnos ocultos en sótanos, pero nunca la acompañaban a desfiles de modelos, fiestas familiares, reuniones con parientes o banquetes importantes. Y cuando Harriet con el mayor tacto los sondeaba para conocer sus verdaderas intenciones, todos se esfumaban. Y ella, con tristeza pero no muy sorprendida, los veía desaparecer para siempre.

Cuando Harriet terminó sus estudios en Bellevue, de donde salió como enfermera diplomada, adquirió, además de su redonda toca, escarolada y almidonada, una gran devoción por su nueva carrera, un talante afable invariablemente bondadoso y la certidumbre práctica pero resignada de la actitud que adoptarían siempre los hombres hacia ella (hasta que su pobre y baqueteado sueño se convirtiese en realidad y apareciese el casi imposible mirlo blanco).

Su primer empleo lo obtuvo en un dispensario de Nashvile, el segundo, ya mejor pagado, en una clínica de Seattle y finalmente seis meses antes consiguió ingresar en aquel enorme hospital de San Francisco. El mundo que la rodeó en Nashville y Seattle parecía estar desprovisto de hombres.

La Máscara los asustaba y su reputación no la había precedido aún. En cambio en San Francisco, las cosas adquirieron un sesgo inesperado e inmejorable casi de la noche a la mañana.

Un día terminó muy tarde una operación cardíaca muy grave y complicada; cuando salió del quirófano, exhausta, el joven anestesista, que también se hallaba agotado, salió con ella. Después de lavarse las manos y asearse, la invitó a tomar café. Ambos lo necesitaban, pero en aquella hora tan avanzada de la noche todas las cafeterías estaban cerradas. Como estaban cerca del apartamento de Harriet, ella invitó a su vez al anestesista a tomar café en su habitación. Mientras lo saboreaban, descansando de la fatigosa jornada, ella empezó a tirar la lengua de aquel joven desgarbado, torpe e introvertido, haciendo que le contase su vida, que era una sarta de desdichas: huérfano a los pocos años de edad, confiado a la custodia de unos espantosos tutores, años de trabajo agotador a través de diversas escuelas, un matrimonio prematuro que dio por resultado un hijo idiota y la fuga de su mujer con el dueño de la empresa donde ella trabajaba… San Francisco significó un nuevo comienzo para él, lo mismo que para Harriet, que se apiadó de aquel joven tímido. Se dijo que no debía dejarle regresar a su casa tan cansado y a hora tan avanzada. Como en la habitación sólo había una cama, ambos la compartieron.

Aquella noche reveló al anestesista un mundo cuya existencia ignoraba. Después de otras dos noches como aquélla, comprendió que él no era para Harriet ni ella para él. Era un hombre que desconfiaba de la buena suerte y no se consideraba merecedor de aquellos deleites carnales. Además, la habilidad desplegada por Harriet le causaba una sensación de torpeza, pues ponía de relieve su propia falta de maña, lo cual le dejaba muy furioso. Sin embargo, acaso hubiera continuado adelante —la sesión semanal era irresistible y acallaba sus escrúpulos casi por completo— de no haber visto en Harriet un instrumento para afianzar su propia posición que, después de todo, era lo único que le importaba.

Recién ingresado en el hospital, el anestesista buscaba médicos que solicitasen y pagasen sus servicios para operar a los pacientes más importantes.

Tuvo ocasión de conocer al Dr. Walter Zegner, pero hasta entonces éste no había recomendado sus servicios a ningún colega. Sabía que si Zegner decidía hablar de él, su posición en el hospital se hallaría definitivamente consolidada y se abriría ante él un brillante futuro. Lo que hizo que pensara en Zegner no era tanto su reputación profesional como su fama de hombre mujeriego. Así pues, el joven esperó que se presentara la ocasión y cuando ésta llegó, señaló Harriet a Zegner —ésta pasaba en su blanco y almidonado uniforme—, y le dijo todo cuanto pudo acerca de sus extraordinarias facultades. Durante esta exposición, Zegner no quitó la vista de encima a Harriet y su poco agraciada figura, mirándola con expresión ceñuda y dubitativa, sin demostrar que tomase muy en serio las palabras de su interlocutor.

Una semana después el anestesista fue llamado para participar en una serie de operaciones muy bien remuneradas, para las que había sido recomendado por el Dr. Zegner. Fue entonces cuando comprendió que sus palabras habían surtido el efecto apetecido. A partir de entonces, el anestesista ya no se molestó en seguir visitando a Harriet.

Esta supo todos los detalles que anteceden de boca del propio Walter Zegner, una noche en que ambos permanecían tendidos y agotados en el diván que ella tenía en la sala de estar. De todos modos, no le importó en absoluto. Ambas partes habían hecho un buen negocio y a la sazón ella iba en camino de hacer realidad su esperanza más querida.

Una tarde, diez semanas antes, Harriet estaba tomando café con bollos en la cafetería del hospital. Los taburetes de ambos lados estaban desocupados. De pronto alguien se sentó en uno de ellos. Se trataba nada menos que de la ilustre figura que todos reverenciaban en el hospital: el Dr. Zegner en persona. La conversación brotó con facilidad. El se mostraba interesado, incluso encantador. Y demostró una alegría infantil cuando, al hablar de sus investigaciones geriátricas, ella demostró hallarse suficientemente enterada del tema para hacer preguntas inteligentes. Tenía prisa, dijo él, pero sentía grandes deseos de proseguir la conversación. ¿Cuándo estaría libre? ¿Aquella noche? Casi muda de emoción, ella respondió afirmativamente, haciendo un esfuerzo. El dijo que la esperaría en el aparcamiento reservado a los médicos del hospital. Cuando ella apareció, temblando de excitación, él la ayudó a subir al Cadillac. Fueron a cenar a un restaurante bohemio de las afueras de la ciudad. Bebieron, comieron ligeramente, hablaron sin cesar y después volvieron a beber. Cuando él la acompañó a su pisito, ella al pensar en su pobreza se sintió demasiado cohibida para invitarle a subir. Pretextando que necesitaba beber una copa antes de acostarse, se invitó él mismo. Una vez en la habitación, sentados ante sendas bebidas, su conversación se hizo me nos académica, de un carácter más personal y equívoco. Cuando por último él se levantó para darle las buenas noches con un beso, a ella le pareció que quien la estrechaba entre sus brazos era el Dr. Martín Arrowsmith o el Dr. Philip Carey, los ídolos de sus fantasías, y se pegó a él, incapaz de desprenderse del abrazo. Pero resultó que él no sentía el menor deseo de marcharse y pasó aquella noche con ella, sobre la cama sin deshacer. En ninguna de todas sus anteriores uniones con hombres, se había abandonado ella tan completamente, y por las ahogadas frases que él pronunciaba y los confusos e inarticulados susurros, comprendió que nunca en ningún otro momento de su vida, se había sentido tan plenamente satisfecho.

Cuando se marchó al amanecer, conjeturó, acertadamente, que regresaría. Iba a verla tres, cuatro y hasta cinco veces por semana, y la llevaba a discretos restaurantes, donde bebían, cenaban juntos y bailaban, regresando después a su apartamento, para gozar uno en brazos del otro durante horas. Ella se sentía emocionada y orgullosa. Hubiera deseado pregonar su conquista ante todas las enfermeras y médicos del hospital, sin olvidar a sus pacientes. Pero guardaba celosamente el maravilloso secreto, para no comprometer a Walter. Lo que más agitación le causaba era escuchar los comentarios que enfermeras e internos hacían, cuando sacaban al retortero, la vida íntima de los médicos, acerca de las aventurillas de Walter con damas de la alta sociedad, ricas herederas y todas las mujeres encopetadas que vivían en las lujosas residencias de Nob Hill. Cuando escuchaba tales chismes la dominaba el irreprimible deseo de gritar: ¡Pero idiotas, ¿no sabéis que esos estúpidos rumores no son ciertos? ¿Queréis saber con quién pasa todas esas noches? ¡Conmigo! Sí, conmigo, desnudo conmigo, acariciándome, amándome como yo le amo… sí, conmigo, Harriet Bleaska"

Sin embargo, el recuerdo de antiguos y dolorosos desengaños le impedía alimentar aquella remota esperanza. Es decir, se negó a alimentarla hasta el día anterior al mediodía. Entonces, por primera vez, tuvo el convencimiento de tener tan seguro a Walter, que ya era imposible que la traicionase.

Por primera vez, un hombre había atisbado tras la Máscara, para ver entera, su belleza interior.

El suceso de la víspera estuvo precedido, tres horas antes, por la sorprendente noticia de que el Dr. Walter Zegner había sido nombrado director del hospital. Al escuchar la extraordinaria noticia, la cabeza de Harriet empezó a dar vueltas. Que si la influencia de la familia Fleiseher, que si la anciana viuda, que si su hija menor, etc‚ etc, etc… Pero la verdad era que aquello era cierto. Walter era director del hospital y, de la noche a la mañana, se convertía oficialmente en uno de los médicos más importantes del Oeste. Ella no se atrevía a pensar en lo que esto podía significar en sus relaciones. Sería una prueba y prefirió esperar.

Al mediodía, tuvo la anhelada respuesta. El llegó, se detuvo en el corredor, todos lo rodearon para felicitarle. Ella se hizo la encontradiza y oyó que la llamaba.

—Oiga, enfermera… señorita Bleaska… ¿Es que no va usted a felicitarme? A partir de ahora, soy su nuevo jefe.

El corazón le dio un brinco en el pecho. En presencia de todos, le tomó la mano con solemnidad y se la estrechó, mientras se le hacía un nudo en la garganta. Entonces él la tomó por el brazo. —Ahora, vamos a trabajar —dijo—. ¿Cómo sigue el paciente de la habitación…?

Con estas palabras la alejó de los demás y después le dirigió una sonrisa, mientras susurraba:

—Supongo que aún sigue en pie la cita para mañana por la noche, ¿eh? Ella asintió en silencio. Entonces él prosiguió:

—Muy bien; tenemos que celebrarlo. Iremos a cenar juntos a la ciudad y… bien, nos veremos luego… Aquí viene el Dr. Delgado.

Aquello sucedió el día anterior al mediodía. Fue para ella una hora gloriosa. Ahora faltaban tres minutos para las ocho y dentro de ciento ochenta segundos estaría en brazos de Walter. Esta idea y las posibilidades que se abrían ante ella, hicieron que sintiese vértigo.

Con sorpresa se dio cuenta de que ya no paseaba por la habitación fumando, sino que se había sentado en el brazo de la única butaca. Se percató de ello porque sintió dolor en la rabadilla, a causa de lo incómodo de su posición. Se levantó para desperezarse, se alisó el vestido de cóctel y después decidió preparar dos whiskies dobles con hielo, uno para darse ánimos y otro para Walter. Así demostraría qué esposa tan buena podía ser; qué compañera tan maravillosa y amante, llegado el momento. Tomó dos copas de estilo anticuado, sacó varios cubitos de hielo de la bandeja de su pequeña nevera y después vertió lenta y generosamente el líquido sobre el hielo, que había depositado en las copas. Después de dejar la copa para Walter en la mesita contigua al butacón, permaneció de pie, bebiendo y paladeando su whisky.

Cuando faltaba un minuto para las ocho, llamaron a la puerta y ella gozosa fue a abrir a Walter.

Cuando abrió de par en par la puerta, quedó sorprendida al ver que el visitante no era Walter. La figura masculina que se erguía en el umbral tenía un aspecto hispanoamericano. Era un hombre de estatura media, delgado y musculoso, que ella reconoció como el Dr. Herb Delgado, un interno amigo de Walter, que lo sustituía con frecuencia cuando tenía que salir para realizar visitas nocturnas. La primera reacción de Harriet, tras su natural sorpresa, fue de disgusto. El Dr. Delgado no gozaba de muchas simpatías entre las enfermeras del hospital. Las trataba con desdén, con muy poco respeto, como si perteneciesen a una casta inferior.

—Buenas noches, señorita Bleaska —dijo, con tanta volubilidad como si ella ya le esperase—. ¿Le sorprende verme por aquí?

—Yo… yo creía que era Wal… el Dr. Zegner…

—Sí, lo sé. Pero como solían decir a la puerta de los locales donde antes se bebía whisky clandestinamente… me envía Walter.

—¿El le ha enviado?

—Exacto. ¿Me permite que pase un momento?

Sin esperar su invitación, pasó junto a ella y penetró en la estancia, mientras se desabrochaba el gabán.

Desconcertada, ella cerró la puerta.

—Y él, ¿dónde está? Tenía que venir a las…

—No puede. —Delgado la atajó con tono risueño—. Le es imposible acudir a la cita. ¿No es así como se dice? —Sonrió antes de añadir—: Lo retuvieron en el último momento y me pidió que viniese para decírselo…

—Podía haberme telefoneado.

… y sustituirle en lo posible, durante la velada.

—Oh —Harriet seguía aún confusa, pero no pudo por menos de pensar que Walter había tenido una atención para con ella, al enviar aquel sujeto—. ¿Se reunirá con nosotros, más tarde?

—Mucho me temo que no, Harriet.

Ella se preguntó a santo de qué señorita Bleaska se había convertido en Harriet y cuánto faltaba para que Harriet se convirtiese en simple enfermera. El Dr. Delgado frunció los labios y prosiguió:

—Los Fleischer decidieron en el último instante celebrar el nombramiento… y Walter, naturalmente, tuvo que asistir a la fiesta.

—¿Tuvo que asistir?

—Son sus protectores.

—Sí, eso oí decir.

—Naturalmente. Así es que compréndalo usted. —Observó la copa preparada en el extremo de la mesita—. ¿Es para mí?

—Era para Walter.

—Bien, yo vengo en representación suya. —Tomó la copa y la levantó para brindar—. A su salud.

Apuró el whisky de un trago. Harriet no acercó su copa a los labios.

—Me parece que no saldré, esta noche —dijo.

—Claro que saldrá. Orden del doctor.

—Walter y usted son muy amables, pero prefiero no salir. Cuando Walter esté libre, ya me llamará.

El Dr. Delgado la examinó con suma atención.

—Mire, nena, yo no confiaría en eso. Le hablo con sinceridad, como miembro de la profesión. Yo no confiaría en eso.

Por primera vez, la remota aprensión se convirtió en una aguda punzada de dolor. Un temor innominado agarrotó su estómago y sintió vértigo nuevamente.

—Yo no confío en nada —dijo con voz débil—. Sé que está muy ocupado y que ha contraído nuevas obligaciones. También sé cuáles son sus verdaderos sentimientos. Sin ir más lejos, ayer al mediodía…

—Ayer al mediodía era la Edad Media —dijo Delgado, casi con brutalidad—. Hoy ha empezado una nueva época en su vida. Ha ascendido, ha pasado delante de todos, incluso de mí. Se encuentra en una situación distinta. No puede seguir divirtiéndose por ahí, como antes.

—¿Divirtiéndose? —repitió ella, terriblemente ofendida—. ¿Qué clase de lenguaje es ése? ¿Qué pretende usted decir con estas palabras?

—Bah, dejémoslo —dijo Delgado con impaciencia, mientras ella se percataba de que por último había efectuado la transición de Harriet a enfermera, pasando por nena. Ni siquiera era capaz de conservar los modales propios de un médico en la cabecera de un enfermo—. Tiene usted que saber —agregó— que él me lo ha contado todo.

—Y eso, ¿qué quiere decir? —repuso Harriet, tratando de dominar su voz.

—Pues quiere decir que yo soy su más íntimo amigo y que no tiene secretos para mí.

—No me gusta el tono con que habla. Parece como si quisiera insinuar que ha oído algo… inconfesable entre nosotros…

—Nena, lo ha dicho usted, no yo. Yo no me proponía decir eso. Walter la quiere y para obligarme a salir en una noche como ésta, tuvo que explicarme el motivo. Contrariamente a lo que pueda pensar, usted me causa una gran impresión. Sé que Walter y usted se han visto mucho. A eso me refería al decir que ahora no tiene tiempo para diversiones. Esta noche le ofrecen una recepción en casa de los Fleischer, que lo reciben no como médico ilustre, sino como a uno de los suyos. También me han dicho que una de las chicas Fleischer se ha propuesto pescarlo y le aseguro que es muy linda.

Harriet notó el dolor que estas despreocupadas palabras le causaban y después observó otra cosa. La Máscara que había empezado a quitarse, cubría de nuevo su rostro.

—Y él… le envió para que me contara todo esto? —consiguió articular.

—Me pidió que tocase de oído. La letra es mía pero los sentimientos son suyos.

—No… no puedo creerlo —dijo ella—. Ayer… precisamente ayer, me dijo…

La voz se quebró y no pudo continuar.

El Dr. Delgado se acercó a ella inmediatamente y pasó un brazo en torno a sus hombros con gesto paternal, tratando de consolarla.

—Mire, nena, lo siento mucho. Créame que lo siento de veras. No se me ocurrió pensar que usted… en fin, no podía imaginar cuáles eran sus proyectos. Los hombres como Walter…

—Los hombres como todos —dijo ella, casi para sí misma.

—Si se detuviera usted a pensar un poco, nena, recordaría el pequeño texto básico que solían citarnos en el primer curso de Psicología. El experimento consistía en tomar un ratón macho y hacerle pasar hambre de dos maneras… impidiéndole acercarse a la comida e impidiéndole acercarse a la hembra. Después lo soltaban en una jaula con comida en un extremo y una hembra en el opuesto. Se trataba de saber si el ratón iría en busca de la comida, que significaba su supervivencia, o iría en busca de la hembra y el amor. Usted ya sabe la respuesta. El instinto de conservación se impone siempre.

—¿Dónde quiere usted ir a parar? —preguntó Harriet, que sólo había escuchado a medias.

—Quiero decir que esta vez, el instinto de conservación se ha impuesto también.

—Oh, Dios, no, no.

Sintió que le daba un vahído y trató de sostenerse en el brazo del sillón.

El Dr. Delgado la sostuvo para que no cayese.

—Vamos, mujer, no se lo tome tan a pecho. Esto no significa el fin del mundo. —La ayudó a sentarse en la butaca y le alargó lo que quedaba de su whisky—. Acábeselo. Me parece que lo necesita. Voy a preparar otro para mí.

Ella aceptó la copa. Delgado se quitó el gabán y se esfumó por detrás de Harriet. La joven oyó cómo preparaba la bebida. Escuchó también en la mansión de su alma un gemido distante. Provenía de Mary Shelley, sentada en el primer piso de Casa Magni, mirando a Trelawny, que acaba de regresar de la playa próxima a Viareggio, donde acababa de identificar el cuerpo que las olas habían arrojado a la arena. Trelawny guardaba el elocuente silencio que sólo significa dolor y malas noticias. Mary Shelley exclamó: "¿No hay ninguna esperanza?". A pesar de que sabía que no la había…

Harriet había leído la escena en una antigua biografía de Shelley, sin acordarse más de ello ni de Mary Shelley durante los últimos años, hasta que en aquel momento acudió de nuevo a su mente.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó el Dr. Delgado, de pie junto a ella.

Tomó un sorbo de whisky y dejó la copa sobre la mesa. Lo había asimilado todo y se inclinaba ante el destino.

—Por lo menos —dijo— podría habérmelo dicho él mismo.

Lo único que le quedaba eran estas quejas baladíes.

—No podía. Ya sabe cuán sensible es. Aborrece las escenas. Además, no podía soportar la idea de causarle dolor.

—¿Y no piensa que me lo ha causado igualmente?

—Verá, viniendo la noticia de un extraño…

—Sí, claro.

El se sentó en el brazo de la butaca y con la mano derecha le acarició el cabello.

—No se trata sólo del hecho de ser yo una enfermera —dijo Harriet, con la vista perdida en el vacío y sin dirigirse a nadie en particular—, sino de que soy como soy. Hay muchos médicos importantes que se casan con enfermeras. Es algo muy corriente. Pero para casarse con ellas, tienen que ser bonitas, ricas o poseer alguna otra cualidad especial. No censuro a Walter. La pena es que los hombres sólo aprecian determinadas cualidades. Yo no correspondo a la imagen exterior que de una esposa se forman los hombres. Para un hombre, la esposa representa su buen gusto, su prestigio y situación social, su buen juicio, su vanidad satisfecha… es su embajador que hace las presentaciones durante el cóctel, o que preside la mesa cuando ofrece un banquete, o que se cuelga de su brazo cuando les invitan a una fiesta… y yo no sirvo para nada de eso… únicamente para la cama.

—Vamos, no diga tonterías. Walter sólo tenía elogios para usted.

—Sí, para mí en la cama, y nada más. Pero de todos modos, continuaba visitándome, a pesar de mi físico. Los ratos que pasábamos en la cama le cegaron… por un tiempo.

El Dr. Delgado la asió por el hombro con expresión risueña.

—No voy a negar que también me habló de eso. Si no lo conociese muy bien, le consideraría un embustero. No me imagino una mujer capaz de poseer todas las cualidades que él le atribuye.

Ella apenas escuchaba, mirando con tristeza la alfombra, absorta en sus pensamientos.

El la zarandeó levemente.

—Vamos, nena, sea juiciosa. Ahora la cosa ya no tiene remedio. El rey ha muerto, viva el rey. Walter se ha ido, pero aquí está Herb. ¿Por qué no aprovecha la situación? Usted me parece una chica juiciosa. ¿Por qué no nos reímos juntos y decimos pelillos a la mar? Muchas mujeres me consideran un buen partido. Ellas no pueden tenerme, pero usted, sí.

Ella empezó a prestar atención a sus palabras y le miró con estupefacción.

—Vamos a cenar juntos, como estaba planeado —dijo Delgado—.

Después podemos regresar aquí, animarnos y…

—¿Regresar aquí para hacer qué?

El se interrumpió.

—Pues para animarnos.

—¿Quiere decir que desea acostarse conmigo?

—¿Y eso es un crimen?

—¿Quiere acostarse conmigo esta noche?

—Y todas las noches. No se muestre tan ofendida. Después de todo, usted no es exactamente lo que se dice…

—¡Fuera de aquí!

El se quedó de una pieza.

—¿Cómo?

Harriet se levantó.

—¡Fuera de aquí, ahora mismo!

El Dr. Delgado se levantó despacio del brazo del sillón.

—Usted no es… ¿Habla en serio?

—Se lo he dicho dos veces.

—Señorita, apéese del burro. ¿Quién se figura que es? Trato de ofrecerle una oportunidad. He venido porque tiene usted muy buena prensa.

Representa una magnífica escena, según parece, pero todo se limita a esto.

Suprima la escena y morirá por falta de compañía.

—Por tercera y última vez, váyase, o haré que el portero lo eche.

Una desdeñosa sonrisa apareció en la cara del Dr. Delgado. Con insolente deliberación, terminó de beber el whisky, recogió el gabán y se dirigió a la puerta. Mientras sujetaba el picaporte, comentó:

—Reciba mi más sentido pésame.

Cuando ya había abierto la puerta, se volvió de pronto.

—Casi lo olvidaba —dijo. Del bolsillo interior del esmoquin sacó un largo sobre de papel de avión—. Walter me dijo que le entregase esto. Es una carta para usted.

Le tendió el sobre pero ella no lo tomó. Disgustado, lo tiró sobre la mesita de la lámpara.

—Ya nos veremos en el hospital, enfermera —dijo. Con estas palabras se fue.

Harriet permaneció en el centro de la estancia, inmóvil, contemplando fijamente la carta de Walter. No le interesaba lo que ahora él pudiese decirle. Aquello era como besar un muerto, como aquella escena que Hemingway sitúa en Lausana, durante la cual un personaje cuyo nombre ahora no recordaba, besaba a la enfermera Catherine Barkley cuando ésta ya estaba muerta y fría.

Al cabo de un par de minutos, Harriet regresó junto a la alacena cubierta de cortes y muescas, que estaba contigua a la cocinilla, para servirse un nuevo whisky. Con la copa en la mano, tiró de un puntapié sus zapatos de tacón y vagó sin rumbo por la habitación, bebiendo sorbitos de whisky.

Fue al armario, dejó la copa y se desnudó. Descolgó después su albornoz de un colgador y se envolvió en él. Permaneció indecisa un instante, pensando si preparaba algo para cenar, aunque sólo fuese un bocadillo, pero decidió continuar bebiendo durante un rato.

Volvió a pasear por la estancia, para finalmente detenerse ante la ventana. Le gustaba ver que la niebla se había espesado. Por lo menos no tendría que salir con aquel tiempo húmedo y desapacible. Cuando se apartó de la ventana, vio el sobre de papel fino puesto sobre la mesita. De pronto apuró el whisky, tomó el sobre y lo rasgó. Mientras lo hacía pensó si Walter habría tenido la osadía de enviarle dinero. Si así fuese, la próxima vez que lo viese le abofetearía. Pero después comprendió que aquella escena no tendría lugar ya que no le vería más, ahora sería imposible continuar en el hospital.

Dentro del sobre encontró una larga carta, con membrete del Colegio Raynor, dirigida a "Querido Walter", y firmada "Maud". Sujeta con un clip había una notita en cuya parte superior estaba impreso: "Consultorio del Dr. Walter Zegner". Una mano femenina había escrito debajo lo siguiente: "Apreciada señorita Bleaska: El doctor me ruega que le envíe la adjunta carta, pues cree que puede ser de gran interés para usted. Escribir a la doctora Hayden para recomendarla". La nota llevaba la siguiente firma: "P. O., Ms. Sander".

Desconcertada, Harriet fue con la carta y la copa vacía al butacón, para sentarse en él. Durante el siguiente cuarto de hora dejó que la carta la transportase en imaginación al irreal mundo de Las Tres Sirenas.

Terminada la lectura, comprendió cuán generoso había sido Walter.

Quería que se marchara de la ciudad. Durante unos momentos de rebeldía, estuvo tentada de quedarse y seguir en el hospital como conciencia culpable del médico. Pero entonces comprendió que aunque eso consiguiese amargar la vida a Walter, no por ello conseguiría ella ser más feliz.

Releyó la carta de Maud Hayden y de pronto sintió deseos de abandonar San Francisco para siempre. Las Tres Sirenas representaban la perfecta transición para semejante cambio. La divorciarían del presente, que ahora era pasado, para siempre jamás. Deseaba empezar de nuevo, empezar de forma absolutamente distinta.

Veinte minutos después y tras una nueva copa, con un bocadillo de queso en el plato y una taza de café a su lado, sobre la mesilla, desenfundó su bolígrafo azul, tomó una hoja de papel con membrete y empezó a escribir: tomar parte de nuestro Distinguida doctora Hayden…,"

Maud Hayden acabó de leer la copia de la carta para el Dr. Orville Pence, que habitaba en Denver (Colorado).

—Bien —observó Maud—, supongo que Marc estará contento.

—Nunca he comprendido qué es lo que ve Marc en ese hombre —dijo Claire.

—Oh… conoces ya a Pence. Lo había olvidado.

—Lo conocí el año pasado, cuando fuimos a Denver.

—Sí, desde luego. Pero creo que es una de esas personas que hay que conocer a fondo para emitir un juicio…

Claire no estuvo de acuerdo.

—Es posible —dijo, agregando—: Marc es más ecuánime que yo en tocando a los demás. Yo me dejo llevar por la primera impresión. Una vez he formado opinión sobre una persona, me es difícil cambiar el Dr. Pence me causó la misma repulsión que me inspiran esos animales marinos, rastreros y pegajosos.

La observación hizo gracia a Maud.

—Tienes mucha fantasía, Claire…

—Hablo en serio. Me hace pensar en una solterona remilgada, de esas que no permiten que se fume en la sala. Únicamente sabe hablar de lo mismo: de cuestiones sexuales. Cuando ha terminado, se diría que hacía referencia a una epidemia que va siendo puesta poco a poco en cuarentena para su estudio. Lo despoja de todo aspecto placentero y agradable.

—No me ha preocupado nunca su actitud ante esas cuestiones —dijo Maud con tono cariñoso—, pero como tú sabes muy bien, son su especialidad, toda su carrera. El Consejo de Investigación para las Ciencias Sociales y la Fundación Científica Nacional tienen buenos motivos para ayudarle.

La Universidad de Denver no lo tendría en su facultad, si no gozase de alta consideración. Puedes estar convencida de que sus estudios comparativos sobre las costumbres sexuales le han granjeado una sólida reputación.

—De todos modos, a mí me parece como si estudiase estas cuestiones con métodos de hace cien años.

Maud se echó a reír. Después, más seria, añadió:

—No te dejes llevar por los prejuicios, Claire, y menos después de una sola entrevista… Además, fue Marc quien pensó que Las Sirenas podían interesar a Orville Pence, pues se trata de un tema que encaja perfectamente dentro de su especialidad… y sus descubrimientos pueden ser muy valiosos para mi obra.

—Sin embargo, aún no he conseguido reponerme del efecto que aquella espantosa noche me causó. ¡Si conocieses a su madre!

—Pero no la invitamos a ella, Claire.

—Le invitas a él —repuso Claire—, lo cual viene a ser lo mismo.

La ventilada y espaciosa aula de la Universidad de Denver estaba helada, en aquella hora de la mañana, y Orville Pence, mientras hojeaba sus notas en el atril, pensó que el frío reinante le recordaba lugares y momentos importantes de su infancia. Se acordó del día en que lo subieron por la escalinata del Capitolio de su estado natal, para indicarle la placa que figuraba en el decimocuarto peldaño, sobre la que se leía: "Altura sobre el nivel del mar:1 milla"; recordó también el ferrocarril de cremallera que, en compañía de su madre, le subió a la cumbre del pico de Pike; y también el día en que fue a visitar en compañía de su madre la tumba de Buffalo Bill y los cachorros de boy scouts, en el monte Lookout. Recordaba lo aterido que quedaba a causa del frío y la frase favorita de su madre en tales ocasiones:

"Es bueno estar arriba, Orville, porque así la gente tendrá que levantar la vista para mirarte". Pero aquella mañana, parecíale como si hubiesen estado siempre tan arriba que nunca hubiese descendido sobre la tierra.

Sin embargo, no era el frío reinante en la sala lo que más turbación le causaba aquella mañana en particular. Lo que más le inquietaba era la muchacha sentada junto al pasillo, en la primera fila de asientos, que tenía la desconcertante costumbre de cruzar constantemente sus largas piernas, primero la derecha sobre la izquierda, después cambio de posición, para poner la izquierda sobre la derecha.

Orville Pence, mientras daba la clase, trató de apartar su atención de las piernas pero le era imposible dejar de lanzar furtivas miradas. Trató de analizar racionalmente el hecho. El acto de cruzar las piernas era entre mujeres algo universal y natural. Considerado en sí mismo, no tenía nada de malo. Únicamente podía considerarse como tal, cuando se apelaba a una técnica equívoca, o sea, inmoral o deliberadamente provocativa. Si una señorita cruzaba las piernas con rapidez, manteniéndolas apretadas y ocultando el movimiento por el simple expediente de tirar hacia abajo el borde de la falda, la acción era decente. Pero si no lo hacía así, podía considerarse sospechosa. En su propia especialidad de estudio, había observado que cuando determinadas mujeres cruzaban las piernas levantaban automáticamente la falda o el vestido a bastante altura sobre la rodilla.

Como en el caso de la joven estudiante que tenía ante sí, el vestido era corto, las piernas largas y los movimientos lentos, el observador podía distinguir, con su indiscreta mirada, partes que debieran quedar ocultas, la carne del muslo que comenzaba al borde de la media de nailon. ¡Qué clase de mujer podía comportarse de manera tan descocada? Miró atenta mente a la joven. Era una muchacha alta y bien conformada, de cabello rojizo muy desgreñado, una carita inocente, un suéter de cachemira color limón y una falda de lana a cuadros, que cuando estaba de pie no le llegaba a la rodilla.

De pronto la joven cambió de posición y volvió a cruzar las piernas, levantándose la falda: centelleó la carne expuesta brevemente. Orville llegó a la conclusión de que se proponía deliberadamente ponerle nervioso. Era un juego al que muchas mujeres se entregaban. Pero él la dominaba, se hallaba en una posición elevada y le daría una lección, no sólo a ella, sino a todas. Levantó la mirada, para contemplar a los demás estudiantes que llenaban el aula. Eran casi una cuarentena, enarbolando sobre sus cuadernos plumas y lápices, esperando a que prosiguiese.

Tosió llevándose la mano a la boca y reanudó el, hilo de su discurso.

Mientras pasaba revista a los problemas que suscitaba la monogamia, como desde los tiempos primitivos hasta la antigua Grecia, Orville observó con complacencia que de nuevo había conseguido captar la atención de la clase.

Incluso la joven del suéter color limón se hallaba tan ocupada tomando notas, que olvidó cruzar las piernas. El profesor continuó hablando con tono confiado, pero mientras lo hacía su activo espíritu se desentendió de la exposición oral y siguió su propio camino. Aquella facultad, que le permitía hablar de un tema y pensar simultáneamente en otro, no era exclusiva de Orville, pero sin embargo era su cualidad sobresaliente. Aquella mañana resultó más fácil hacerlo porque la lección formaba parte de un serie de lecciones que el verano anterior dio en la Universidad de Colorado, radicada en Boulder, donde conoció a Ms. Beverly Moore.

Mientras hablaba, evocó claramente la imagen de Beverly Moore. Era una muchacha de unos veinticinco años, de cabello oscuro y muy corto, facciones patricias y figura grácil. No la veía desde hacía un mes, pero su imagen continuaba tan clara como si en aquellos instantes… la tuviese enfrente, sí, allí delante, sentada en primera fila, con aquellas piernas extraordinariamente largas.

Orville carraspeó, tomó el vaso que había sobre el atril, se lo llevó a los labios y lentamente bebió un sorbo. Después, para recobrar completamente su compostura, sacó el pañuelo y se secó la frente, lo cual le produjo una punzada de dolor al notar que su frente era cada vez más espaciosa. En los últimos años sus entradas se habían hecho muy pronunciadas. La tercera parte de su sonrosado cráneo mostraba calvicie prematura. Metiéndose el pañuelo en el bolsillo atisbó por encima de las gafas de montura de concha, que se habían deslizado hacia la punta de su nariz de hurón, para inspeccionar la clase. Después, inclinándose sobre sus notas, volvió a dirigir una furtiva mirada a la joven de suéter color limón y largas piernas. Pensó que no podía tener más de diecinueve años. El era un solterón de treinta y cuatro y si se hubiese casado a los quince años, aquella chica podía haber sido hija suya. Era ridículo distraerse así. Además, el tiempo pasaba. Su mente vagó hasta Boulder, donde vivía Beverly Moore experimentando un sentimiento de pesar, después fue hacia su madre, Crystal, con sentimiento de culpabilidad hacia su hermana Dora, con resentimiento, y por último hacia Marc Hayden, Maud Hayden el profesor Easterday y el jefe Paoti con interés, para terminar observando con pesar a la joven, que acababa de cruzar de nuevo las piernas, levantando la falda. Se dio cuenta de que sus alumnos empezaban a murmurar, lo que no ocurría casi nunca. Por lo general prestaban mucha atención y estaban pendientes de sus palabras, pues el tema que había tratado últimamente consistía en la evolución de la moral sexual durante los últimos trescientos años. Comprendió entonces que la inquietud de sus alumnos se debía únicamente a su propio ensimismamiento, cosa que a veces le ocurría, olvidándose de todo.

Cuando fue a Boulder para dar aquellas lecciones, que formaban parte de un curso de verano, Beverly, que trabajaba como secretaria en la administración de la universidad, recibió el encargo de acompañarlo y ayudarle en sus necesidades académicas. Aunque él trabajosamente había edificado a su alrededor, en el curso de los años, una fortaleza de ambición y actividad, para protegerse de los asaltos de jóvenes agresivas y peligrosas, había deja do siempre un puente levadizo tendido sobre el foso. Alguna que otra vez había invitado a una joven a cruzarlo. Pero cuando la chica iba en camino de convertirse en una distracción indeseable, era expulsada de su fortaleza. En Boulder, alentó a Beverly —o se lo permitió, no estaba muy seguro al respecto— a que cruzara el puente. Desde el primer momento la seriedad, intelectualismo y sentido común de la joven le causaron una viva impresión. Por encima de todo, ella parecía comprenderle y entender la importancia de su trabajo.

Sus relaciones, completamente cerebrales, fueron madurando durante el verano, hasta el punto de que él llegó a sentir deseos de que no termina sen. Cuando regresó a Denver, comprendió que Beverly se había convertido casi en parte integrante de su ser, en una costumbre, como lo eran su madre, Crystal o su hermana Dora. Cuando empezó a echarla de menos, hizo algo completamente insólito en él… alteró su rutinaria vida para poder continuar viéndola. Todas las semanas recorría los cincuenta kilómetros que había hasta las Montañas Rocosas, para dirigirse al noroeste y llegar hasta Boulder, donde vivía Beverly. Empezó cada vez más a acariciar una idea que antes le hubiera parecido imposible: casarse con una joven que no introduciría cambios en su vida ni trastornaría su programa de trabajo, sino que, por el contrario, mejoraría su existencia diaria.

Pero de manera insensible, empezó a verla cada vez menos durante los tres últimos meses. Hacía ya un mes a la sazón que no la veía. Ella telefoneó y aceptó sus excusas de que estaba sobrecargado de trabajo. Cuando telefoneó de nuevo, escuchó con menos amabilidad sus circunloquios y, desde entonces, no había vuelto a llamar.

Al pasar revista a todos esos acontecimientos trató de recordar qué había habido entre ellos. La verdad era que no había habido nada. No se habían peleado y su mutuo afecto no había disminuido. Pero entonces, Orville se acordó de algo, de algo que se le había ocurrido hacía una semana, antes de dormirse, y también la noche anterior, aunque en ambas ocasiones lo había desechado por inverosímil. La insidiosa idea había vuelto y esta vez, armándose de valor, decidió mirarla frente a frente.

Hasta entonces, de manera vaga había creído que si no quería seguir viendo a Beverly ni reforzar los vínculos sentimentales que a ella le unían, se debía a algún defecto en la personalidad de la joven. Este defecto era simplemente su superioridad como ser humano. Era una joven de una pieza, desprovista de complicaciones, segura de sí misma, culta y atractiva. Si se casaba con ella, lo eclipsaría. De momento lo necesitaba, por ser una joven soltera que quería integrarse en la sociedad por medio de un buen enlace. Esto hacía que de momento él gozase de cierta superioridad. Una vez casados, la íntima convivencia pondría de relieve sus propios defectos…

Nadie se halla libre de defectos. Al mismo tiempo, el carácter independiente de Beverly, incrementado aún más por la confianza que el matrimonio proporciona a las mujeres y reforzado por el inevitable conocimiento de sus imperfecciones, terminaría por imponerse, amargándole la vida. Ella sería la superior y él, el inferior. Este cambio de posición en el matrimonio redundaría únicamente en su perjuicio. En una palabra… no era persona adecuada para él. Quería una compañera que le fuese inferior y continuase siéndolo siempre, que lo contemplase con admiración, que dependiera de él, que se considerase afortunada de haberlo encontrado. Beverly no pertenecía a esta clase de mujeres. Así es que la expulsó discretamente de su fortaleza y elevó el puente levadizo.

Estaba convencido de que a ello había que achacar la ruptura de sus relaciones. A la sazón, sin embargo, creía que podía haber algo más, aunque lo que acababa de descubrir no invalidaba en absoluto los primitivos sentimientos que ella le inspiró.

Acababa de descubrir que empezó a rehuir a Beverly una semana después de haberla presentado a su madre, su hermana y su cuñado, hacía de ello tres meses.

Resuelto a llegar a una decisión, la sometió a la prueba final, la carrera de obstáculos, como gustaba llamarla. Sólo en otras dos ocasiones había sometido anteriormente otras jóvenes a aquella prueba. Beverly aceptó con entusiasmo. Vino de Boulder por ferrocarril y él fue a esperarla a la estación Unión, orgulloso de su porte y atavío. Después la llevó a casa de su madre en coche, donde esperaban heroicamente Dora y Vernon Reid, su marido, que acababan de llegar de Colorado Springs, en compañía de su madre, medio baldada aún, a consecuencia de un ataque de artritis y estornudando sin cesar a causa de la fiebre del heno que había contraído.

Pese a lo apresurado de la entrevista, Beverly salió de ella con matrícula de honor. Se mostró digna pero cordial. Acaso el nerviosismo que sentía la hizo hablar más que de costumbre, pero su conversación fue siempre interesante. La velada transcurrió como una seda. Después, cuando Orville acompañó a Beverly en coche hasta Boulder, experimentó mayor afecto por ella que en ninguna otra ocasión anterior, considerándola ya como algo muy suyo.

La inicial reacción de sus parientes, cuando a la mañana siguiente desayunaron todos juntos, fue favorable, según pudo colegir. A decir verdad, apenas hablaron de ella, limitándose a decir que era "una criatura simpática y agradable", y "bastante inteligente". A pesar de todo, la semana siguiente, empezaron a criticar a Beverly. Orville se percató de esto entonces, ya que de momento le había pasado desapercibido. Su madre empezó a hablar no de Beverly en particular, sino de "las jóvenes intelectuales", que "hacen pasar por el aro a los hombres". Dora nombró a Beverly explícitamente, diciendo que "tenía ideas propias, vaya, vaya", hecha esta última observación con cierta sorna. Vernon se refirió a ella de forma bastante irreverente diciendo que era "estupenda" y apostó a que "sabía mucha gramática parda", diciendo que le recordaba a una condiscípula que tuvo, muy alta y bien plantada, que entendía perfectamente esto de la confraternización. Para añadir: "No interpretes mal mis palabras, Orville. No quiero dar a entender nada determinado. Únicamente el parecido físico de esa joven con Lydia me hizo pensar en ella".

Sin saber por qué, en los días que siguieron Orville empezó a pensar en Beverly con preocupación, preguntándose cuál debió haber sido su pasado y proyectando su fuerte personalidad hacia el futuro. De un modo que no alcanzaba a definir, su perfección aparecía empañada. Era como si hubiese comprado una escultura obedeciendo sólo a su instinto, a la amorosa impresión inmediata y no a un frío examen, para gozar con su presencia hasta que los amigos empezaron a hacer observaciones casuales acerca de las dudas que su originalidad podía ofrecer, así como su belleza o su valor, haciendo que al fin uno se sintiese inseguro, el puro gozo se alterase y por último se disipase, a causa de la excesiva reflexión.

Con súbita claridad, hija de la honradez, un lujo que Orville se permitía muy raras veces, vio que había terminado rehuyendo a Beverly, no por los propios defectos de ésta sino por la sospecha de que pudiera poseerlos, sospecha que había sido inculcada por su familia. Como a resultaba normal, le habían hecho un perfecto lavado de cerebro familiar desde hacía tiempo. Conocía muy bien a su familia desde hacía tiempo, pero su dependencia hacia ella le había llevado a cerrar los ojos ante la verdad. Jamás quería reconocer que la táctica empleada por sus familiares tuviese relación con su estado de soltería.Su madre estuvo casada cuatro años y tuvo primero a Dora y después a él hasta que su padre la abandonó para irse con una mujer más joven, menos exigente y más femenina. Su madre atribuyó la catástrofe a la concupiscencia, la maldad natural de su padre y aquel impulso feo, sucio y tortuoso llamado falacidad. Así que Dora alcanzó la mayoría de edad, se rebeló contra la excesiva tutela materna, se fue de casa para casarse con Vernon, se instaló en Colorado Springs y tuvo hijos que se dedicó a tiranizar. Orville, al no contar con el genio de su hermana mayor para protegerle creció pegado a las faldas de su madre, como rehén por su errante padre. Diez años tuvieron que transcurrir después de alcanzada su mayoría de edad, para que se atreviese a buscar un apartamiento que le permitiera cierta intimidad… pero incluso viviendo por su cuenta, hablaba por teléfono con su madre dos veces al día, cenaba con ella tres veces por semana y la llevaba en coche a visitar su legión de médicos y a las reuniones de sociedad.

Merced a los rayos Roentgen de esta introspección, Orville pudo relacionar aquellos seres de su propia sangre con su estado de soltería. Comprendió claramente lo que se proponían al mantenerle soltero. Si se hubiese casado con Beverly o con alguna de las que la precedieron, su madre se hubiera sentido como abandonada por un segundo marido, para quedar sola y desamparada. Si se hubiese casado para vivir por su cuenta, su hermana y cuñado se hubieran visto obligados a mantener a su madre. Tal como estaban las cosas, soportaban a su madre durante una semana al año que pasaba en su casa de Colorado Springs, aportando una módica suma mensual para ayudarla a pagar su piso en Denver. Ellos ponían dinero, se dijo amargamente, mientras que él ponía sentimientos. Pagaban en efectivo, pero él pagaba en libertad. Hallándose solo él en Denver, se veía obligado a cargar totalmente con el fardo más pesado. Dora continuaba viviendo al margen, egoísta y encerrada como siempre en sí misma. Orville comprendió que si se casaba, contaría con un aliado para defender su independencia y Dora tendría que contribuir con la parte que le correspondía.

Iluminado con el resplandor de aquel rayo de verdad, Orville detestó a su hermana. No se atrevía a alimentar una emoción tan fuerte como el odio hacia su madre, pero se dijo que si bien no era capaz de odiarla, por lo menos no la amaba. Sabiendo todo esto y dominado por aquellos sentimientos, ¿por qué no corría a Boulder para postrarse de hinojos ante Beverly y pedía su mano? ¿Por qué estaba paralizado? ¿Por qué no actuaba? Conocía la respuesta a estas preguntas y acabó por despreciarse a sí mismo. Sabía que un temor sin nombre, lo mantenía atado. Trató de nombrar y definir aquel temor: sentía miedo de la soledad, miedo de abandonar y acaso perder lo que consideraba seguro y constante, o sea aquellos dos senos, el materno y el sororal, por un seno desconocido y extraño que un día podía llegar a mostrarse tan superior, que ya no le necesitase. Éste era el quid de su indecisión. ¿Qué hacer? Ya lo vería, ya tomaría una decisión.

Volvió su atención al atril, a sus notas, a su clase, a la chica del suéter color limón que en aquel instante descruzaba las piernas y las abría para cruzarlas de nuevo. Orville consultó el gran reloj de pared y vio que faltaban unos segundos para terminar la clase. Terminó lo que estaba diciendo, arregló las notas y añadió:

—La semana que viene trataremos con detalle de las numerosas amenazas que rodean la institución del matrimonio, indicando cuál fue su papel en la evolución de las costumbres sexuales durante las distintas épocas. Para empezar, estudiaremos el papel desempeñado por la mujer que suele llamarse la Otra. Durante varios siglos, la «esposa» ilícita del hombre, casado a veces, soltero otras, ha tenido muchos nombres y caras… adúltera, concubina, cortesana, hetaira, manceba, barragana, entretenida, cocotte, ramera, manfla, querida, amante, favorita, amiga, quillotra, coja, coima, amasia, daifa, tronga, combleza. Todos estos nombres, con ligeras variantes, se han empleado para describir a la misma mujer… la amante. La semana próxima me ocuparé de la amante en la evolución de las costumbres sexuales. Muchas gracias. La clase ha terminado.

Mientras recogía sus notas en medio del bullicio causado por los estudiantes al levantarse, mientras llegaba a su oído rumor de risas y conversaciones, se preguntó si la chica del suéter color limón lo estaría mirando aún para continuar el flirteo. Aunque Orville tenía inclinada la reluciente calva, consiguió mirarla a hurtadillas. La joven estaba de pie, con libros y cuadernos bajo el brazo, vuelta de espaldas a él, esperando a dos compañeras suyas. Después, las tres juntas, se dirigieron a la salida del aula. La chica del suéter color limón, cuyas intimidades conocía, pasó ante él sin tan siquiera mirarle. Hubiérase dicho que Orville era un gramófono neutro que acababa de pararse. Se sintió estúpido, burlado y después, embarazado.

Cuando el aula se hubo vaciado y él cerró su cartera, no se hizo el remolón como otros días. Por lo general, le gustaba reunirse con algunos de los más inteligentes miembros de la Facultad para tomar café, hablar de cuestiones profesionales y chismes universitarios. Aquella mañana no tenía tiempo. Había prometido a la Comisión de Censura de la Asociación Femenina de Colorado, que a las once y cuarto estaría en el local de proyección, donde iban a pasar una película francesa recién importada, titulada Monsieur Bel Ami. No tenía tiempo que perder.

Salió apresuradamente de la Universidad, perdió algún tiempo maniobrando para sacar su nuevo Dodge del aparcamiento reservado a los miembros de la Facultad, y por último emprendió el camino. Al pasar por Broadway hacia el centro urbano, recordó la carta de la doctora Maud Hayden. Casi nunca despachaba la correspondencia por la mañana. Las cartas de índole personal que recibía en sus señas particulares, las dejaba para leerlas tranquilamente por la noche; el correo profesional que recibía en su despacho, lo leía después de comer. El correo de aquella mañana contenía un sobre con el nombre y señas de la doctora Hayden al dorso y no pudo resistir la tentación de abrirlo. La historia de Las Tres Sirenas lo absorbió tan completamente que, casi por única vez en el curso de una década, estuvo a punto de olvidar telefonear a su madre. A causa del tiempo que la carta le robó, sólo pudo hablar cinco minutos con la despótica señora. Prometió concederle más tiempo cuando ella le telefonease al despacho, después de comer. Pero entonces, al atravesar el centro urbano, ya no estuvo tan seguro de concederle más tiempo.

Mientras seguía por Broadway, se puso a meditar el contenido de la carta de la doctora Hayden. Sus propios estudios acerca de las costumbres sexuales comparadas habían sido casi siempre de segunda mano, y estaban basados, por lo general, en escritos y memorias de observadores y etnólogos. En cuanto a él, sólo había efectuado dos modestas expediciones científicas: la primera, para reunir materiales con destino a su tesis doctoral, consistió en seis meses pasados en una reserva Hopi, mientras su madre se alojaba en un hotel cercano; la segunda, financiada por el Instituto Polar de la Universidad de Alaska, consistió en una estancia de tres meses en las Aleutianas, islas que se extienden frente a la costa de Alaska. Esta estancia tuvo que abreviarse, ya que su madre cayó enferma en Denver. En ninguno de ambos casos pudo adaptarse bien a la vida en condiciones primitivas. Los pueblos primitivos le atraían tan poco como las incomodidades y, a decir verdad, se sintió muy contento al tener que abandonar las Aleutianas para regresar a la cabecera de su madre. Juró que nunca volvería a vivir como un salvaje. Se dijo que la participación activa y la observación no eran necesarias. ¿Tuvo que asistir Leonardo de Vinci a la Santa Cena para pintarla? ¿Y sir James Frazer, que era la estrella que lo guiaba, no escribió su obra inmortal, La rama dorada, sin ver ni visitar jamás una sociedad primitiva? (Una vieja anécdota abonaba este parecer. Una vez, William James pidió a Frazer que le hablase de algunos de los aborígenes que debió conocer. A lo que Frazer contestó: "Dios me asista"

Sin embargo, pese a la aversión que los viajes le inspiraban, Orville tuvo que admitir que la posibilidad de una visita a Las Tres Sirenas lo encandilaba, como lo encandilaban las costumbres sexuales imperantes en las islas de los Mares del Sur. Las hallaba más bellas, menos rigurosas y repugnantes que las costumbres practicadas entre los indios hopis en las Aleutianas. Siempre se había sentido fascinado por la orgía, tal como se practicaba en el grupo Aríoi de Tahití, por el coitus interruptus practicado en Tikopia, por la desaprobación de que eran objeto las caricias en el pecho pero la aprobación que merecía el hecho de que las parejas se rascasen durante la cópula, costumbre practicada en Puka Puka, el ensanchamiento del clítoris femenino, por el simple expediente de colgarle un peso, que se practicaba en la isla de Pascua, o la aceptación del estupro colectivo, tal como se practicaba en Raivavae.

A juzgar por la carta de la doctora Hayden, las costumbres de la tribu que habitaba Las Tres Sirenas eran aún más prometedoras.

Orville comprendió que podían ser muy útiles para su obra. Además aunque sólo conocía a la doctora Hayden superficialmente, tenía bastante amistad con su hijo Marc, con quien se avenía considerablemente, pues ambos tenían mucho en común. Le sería muy agradable colaborar con Marc durante aquella expedición. Sin embargo, al embocar con el Dodge Welton Street, comprendió que soñaba despierto. Era imposible participar en aquella aventura. Su madre no lo permitiría. Su hermana Dora le haría una escena. Y además, si se iba perdería definitivamente a Beverly, si no la había perdido ya. Tendría que declinar aquella misma noche la invitación, dando las gracias de todos modos a la doctora Hayden, junto con afectuosos recuerdos para Marc y su señora.

Una vez zanjado este asunto, Orville dejó el automóvil en el aparcamiento de Welton y recorrió a pie la media manzana que lo separaba de la calle Dieciséis, donde estaba la sala de proyecciones. Al penetrar en el vacío vestíbulo del cine, se preguntó cuánto duraría aquella película francesa y si valdría la pena. Hacía más de un año, la Asociación Femenina de Colorado, estimulada por los editoriales que publicaba el Post de Denver, creó aquella comisión de Censura y lo invitó a participar como experto en ella.

El colaboró sin remuneración alguna —lo consideraba un servicio a la comunidad—, a no ser por una favorable publicidad personal en el Post. Hablando en términos generales, aquel cargo le gustaba, pues le permitía ver películas extranjeras y algunas de Hollywood completas, en una forma que el público no vería. Estos conocimientos prohibidos lo convertían en una persona interesante durante las reuniones de sociedad. También le agradaba pensar que salvaba de influencias corruptoras a la ciudad y elevaba su tono moral. Experimentaba cierta satisfacción al compulsar las estadísticas: de treinta películas examinadas durante los últimos doce meses, él era el responsable por la prohibición de cuatro, de que quince hubiesen sido expurgadas a fondo y de que otras seis se hubiesen proyectado con algunos cortes. Sus conciudadanos se beneficiarían de su inteligente vigilancia.

Penetró en el interior del local y encontró esperándole en el patio de butacas a las tres señoras de la comisión. Con una sonrisa y corteses inclinaciones de cabeza, estrechó la mano de las tres… primero la de Ms. Abrams, una mujercita alegre y vivaracha que parecía una bolita de mercurio escapada de un termómetro roto; después la de Ms. Brinkerhof, que parecía un jugador de baloncesto tocado con una gris peluca de mujer, y por último la de Ms. Van Horne, que siempre le hacía pensar en un entrante abundante, mechado y gelatinoso; incluso, le sorprendía ver que no llevaba una trufa en la boca.

Acto seguido, Ms. Brinkerhof hizo una seña al encargado de la proyección. Las luces se atenuaron y los títulos empezaron a aparecer en la pantalla. Orville se repantigó en la butaca de cuero, se caló bien las gafas y leyó el título: Producciones Versalles presentan Monsieur Bel Ami, según la obra de Guy de Maupassant.

Orville se había preparado ya para aquella proyección. La noche anterior leyó una sinopsis de la novela de Maupassant, publicada en 1885 y cuya acción transcurría en aquella época. También leyó el folleto publicitario editado por la distribuidora de la película y supo que el film intentaba remozar la acción de la vieja novela, situándola en el año 1960. Pero todo lo demás permanecía invariable y fiel a la novela, desde los personajes, el truhán periodista Georges Iluroy, las mujeres seducidas, Madeleine Forestier, Clotilde de Marelle y Basile Walter, los bienhechores a quienes traicionó, Charles Forestier y M. Walter, incluso, la trama, que refería el ascenso de Duroy desde el periodismo de tres al cuarto hasta la Legión de Honor y la candidatura a la Cámara de Diputados, sin olvidar los escenarios, París y Cannes.

Orville concentró la atención en la pantalla. Apareció la escena panorámica con el avión de transporte militar procedente de Argelia. La escena siguiente mostraba el aterrizaje en el aeródromo de Orly. Los ocupantes del avión, veteranos licenciados del ejército francés combatiente en Argelia, caían en brazos de parientes y amigos. Solamente uno permanecía solitario, sin que nadie saliese a recibirle. Era el alto y apuesto Georges Duroy, que después de mirar a sus compañeros, se dirigía cojeando al autocar que esperaba. Tras un fundido, la escena encadenaba con los Campos Elíseos a media tarde. Venía después un travelling de Duroy paseando y examinando unas tarjetas en busca de una dirección. Nuevo fundido y aparecía la redacción de La Vie Francaise, cuyo director, Forestier, daba cordialmente la bienvenida a su antiguo compañero de armas, Duroy. Seguía un interminable diálogo entre los dos antiguos oficiales, Forestier ofrecía un empleo en el periódico a Duroy y de pronto aparecía Madeleine, la esposa del director, y era presentada al viejo amigo.

Orville estudió a Madeleine al igual que en el film hacía Duroy.

Quienquiera que fuese aquella actriz, tenía un busto y unas nalgas formidables y sus ojos eran un auténtico afrodisíaco. Espectador veterano de películas francesas Orville intuyó que se aproximaba el clímax y metió la mano en el bolsillo para sacar su cuaderno de notas y la pluma provista de bombilla. No había de quedar decepcionado. Forestier invitó a Duroy a su mansión rural, situada en las cercanías de Chartres. A su llegada, Duroy supo que el director estaba en cama, a causa de una bronquitis. En la casa sólo estaba Madeleine para dar la bienvenida a Duroy. Se produjo entonces el fundido que ya era de esperar, y después otro y otro, y de pronto la pluma de Orville entró en gran actividad. Madeleine, luciendo sólo unos breves pantaloncitos de encaje, aparecía tendida en el diván del pabellón de caza, situado a un kilómetro de la mansión principal. Tenía los ojos cerrados, los carnosos labios entreabiertos, los turgentes senos desnudos y Duroy, que en la pantalla sólo se veía de medio cuerpo para arriba, pues estaba desnudo, apareció en escena para sentarse a su lado. Ella se agitó, murmuró algo en francés, y él la acarició, susurrando algo también e inclinándose hacia ella, cada vez más cerca, más cerca…

Después de esto, durante casi hora y media, Orville no dejó de tomar notas ni un momento… La indecencia del placer no disimulado que experimentaba Madeleine, sus entrevistas con Duroy… la desagradable escena entre el acaudalado propietario del periódico, M. Walter y Basile, su esposa, en la que la impotencia de aquél era ridiculizada… La sorprendente manera en que Duroy seducía a Basile, con la mayor sangre fría y desfachatez, en el coche cama de un tren que se dirigía a Cannes… los repugnantes fotogramas mostrando a las desvergonzadas jóvenes francesas que se exhibían en bikini por la Costa Azul… ¡qué ángulos… qué primeros planos…! El encuentro de Duroy y Susana, hija de Basile Walter, sus apasionadas acrobacias en el estrecho y húmedo espacio de una cabaña… El chantaje de que Duroy hacía objeto a sus amantes para alcanzar poder e influencia, sin ninguna recompensa al fin.

Las luces se encendieron. Orville meditó sobre lo que había visto. En su opinión, aquella película debía prohibirse en su totalidad. No obstante, no quería coger el rábano por las hojas. Si a las señoras de la comisión les gustaba, él no se opondría a que la proyectasen. No quería pasar por puritano.

Se volvió en la butaca para preguntar:

—Bien, ¿qué opinan, señoras?

Por sus expresiones arrobadas y ausentes, comprendió que la película les había gustado mucho. Las tres damas estropajosas guardaban silencio, hasta que Ms. Abrams se atrevió a opinar:

—En algunas escenas es un poquito fuerte y no creo que el protagonista dé muy buen ejemplo, pero… —Tras una breve vacilación, aventuró—: Yo… creo que tiene mérito artístico.

—Sí —repitió Ms. Brinkerhof, como un eco—, eso es, mérito artístico.

—Habría que declararla "No Apta" —agregó Ms. Van Horne.

Las damas habían dictaminado y Orville supo lo que tenía que decir.

No había que olvidar que los maridos de aquellos esperpentos eran hombres importantes.

—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo con animación—. De todos modos, considero que habría que hacer un corte principal… me refiero a la escena de la impotencia que resulta desagradable y no afecta en nada a la trama… y acaso cinco o seis supresiones menores. ¿Quieren ustedes que se las lea?

Las señoras experimentaban un sentimiento de culpabilidad colectiva y deseaban expiarla. Se mostraron muy dispuestas a escuchar las supresiones. Orville, con la monótona y doctoral voz que utilizaba siempre en tales ocasiones, les leyó las notas que había tomado. La comisión aprobó por unanimidad sus sugerencias, con alivio mal disimulado. Resuelto así el asunto, parecieron haberse librado de un peso y se mostraron alegres, enriquecidas en su romanticismo y libres de vergüenzas interiores.

Cuando Orville se despidió de ellas y salió del cine, tras alcanzar una nueva y juiciosa decisión, únicamente un enigma subsistía en su espíritu.

Este enigma, antiguo y gastado por el paso de los años, se resumía en una sola palabra: mujer. El era doctor en Antropología. ¿Cuántos años tendrían que pasar todavía para que pudiese considerarse doctor en aquella nueva asignatura: las mujeres? ¿Cuándo conseguiría entenderlas, él o cualquier otro hombre?

Una vez dentro del automóvil, y cuando se dirigía a su despacho pasó revista al film, a lo que tenía de bueno y a lo que tenía de desagradable, pensó en las pocas mujeres que había conocido y se acordó de su madre, su hermana y Beverly. Después de aparcar en el acostumbrado lugar de Arapahoe Street, y mientras se encaminaba a su despacho, situado en el edificio comercial que se alzaba en la esquina de las calles Arapahoe y Catorce, comprendió qué lo desazonaba tan profundamente. En realidad, él no quería ser un nuevo sir James Frazer, sino otro Georges Duroy. Esto, desde luego, no sería del agrado de su madre y de Dora, pero era lo que deseaba en aquellos momentos. Aunque no tenían por qué preocuparse, pues ya se le pasaría.

Su talante cambió tan pronto entró en la sala de espera, alfombrada de azul, de su despacho. Oyó a su secretaria que hablaba por teléfono:

—Un momento, por favor, creo que viene.

El la dirigió una mirada inquisitiva.

La secretaria cubrió el micrófono con la mano.

—Es su madre, doctor Pence.

Sin consultar el reloj, supo que debían de ser las dos en punto. Lo miró y, en efecto, eran las dos.

—Muy bien, dígale que espere un segundo. —Al dirigirse a su despacho, se acordó de que había olvidado almorzar—. Gale —dijo, volviéndose—, cuando me la haya pasado, pida unos bocadillos abajo. De bistec… sin salsa. Y leche desnatada.

Después de cerrar la puerta, se quitó el sombrero y el gabán, se instaló en la butaca giratoria, frente a la gran mesa de roble, y tomó el receptor.

—Hola —dijo, e hizo una pausa para que Gale, al oír su voz, cortase la línea. Cuando oyó el clic que indicaba que sólo le escuchaba su madre, su voz prescindió de su dignidad profesional.

—Hola, mamá, ¿cómo estás?

Le parecía como si la voz de Crystal se hiciese más chillona a cada nuevo año que pasaba.

—Sabes muy bien cómo estoy, todo sigue igual —dijo ella—. Lo que me importa es saber cómo está mi hijito.

El dio un respingo al oír "mi hijito"; nunca tuvo valor para recordar a su madre que le habían puesto un nombre de pila. Ella prosiguió:

—Parecías fatigado, esta mañana. ¿Estuviste trabajando por la noche?

El trató de decir que sí, que, efectivamente, había trabajado hasta muy tarde, pero ella no le escuchaba, y entonces él, resignado, se calló ante el torrente de palabras:

—"Y pensar que tienes el sueño tan fácil… como el de un niño! —prosiguió Crystal—. No sabes cómo envidio a las afortunadas personas que, puf, ponen la cabeza sobre la almohada y se quedan dormidas. Yo no tengo esa suerte. Cuántos más años tiene una, más difícil es conciliar el sueño. Tal vez he vivido demasiado. —El le aseguró que no había vivido demasiado.

Su madre le oyó sin duda, pues dijo—: Cuando quieres eres muy cariñoso; continúa siéndolo, hijito. ¡Hay tantos hijos que, cuando son grandullones, se olvidan de las únicas personas que les quieren de verdad! Amigos hay muchos, pero se pierden, y no se puede confiar en ellos. Solamente una madre, un corazón de madre, es digno de confianza. Las veces que he leído en el periódico el caso de una madre que ha dado su vida para salvar a sus hijos, metiéndose entre las llamas de un incendio, arrojándose al mar, lo que sea…: Algún día lo entenderás, hijito mío. Pero como te decía… no he podido dormir en toda la noche… las grageas no me sirven… y no hago más que soñar… los que no han sufrido insomnio no lo comprenden. Tienen que ser viejos para comprenderlo. Las grageas de nada sirven, hijo mío, no hay nada contra el insomnio, no confío ni en mi propio médico. Cuando yo era joven, el médico de cabecera era como un miembro de la familia, incapaz de mentir… incapaz de engañar al paciente y aprovecharse de su ignorancia, administrándole terrones de azúcar y hablándole de cosas sin pies ni cabeza, atribuyéndolo todo a trastornos psíquicos. ¡Qué tonterías! Lo que a mí me duele son los huesos, no el cerebro. Ah, hijito, si supieses lo mal que me siento hoy, el ardor que tengo en los brazos, en los pies, en los tobillos… es una verdadera tortura…

Orville comprendió que su madre no pediría su parecer hasta dentro de tres minutos, por lo menos, pues se hallaba arrebatada por sus propias palabras. Encajó el aparato receptor entre la oreja y el hombro y se puso a toser levemente de vez en cuando, para que ella pensara que escuchaba con atención, pero en realidad apenas prestaba oído a su resumen de achaques, que hubieran conseguido enriquecer la Anatomía de la melancolía, de Burton. Aprovechó aquella forzada inactividad para ver el correo. Dejando a un lado la carta de la doctora Maud Hayden, que pensaba leer después con más atención, abrió los demás sobres uno a uno, apartando algunos para contestar las cartas más tarde, dejando algunas para archivar y otras para el cesto de los papeles. La última carta que examinó procedía de París, de un vendedor de ediciones raras, que le anunciaba jubilosamente haber localizado un ejemplar, en perfecto estado, de la edición de 1750 de la obra de Freydier, Alegato contra el empleo de los cinturones de castidad. Satisfecho al ver que el precio de la obra era bastante razonable, Orville escribió al margen de la carta:

"Contestar a vuelta de correo, ordenando compra inmediata".

Quedaba el montón de revistas. Como Orville prefería examinarlas con plena atención, en espera de quedar libre, las puso a un lado.

Durante otro minuto dejó hablar a su madre a rienda suelta, hasta que al fin la interrumpió:

—Escucha, mamá… escucha, por favor… espero una conferencia de Pensilvania… tengo que dejarte… sí, mamá, debes ir a visitar a ese nuevo médico, si es como dicen… sí, desde luego, yo te llevaré en el coche… pasaré a buscarte mañana a las tres menos cuarto… no, no me olvidar‚… sí, te lo prometo. Muy bien, mamá, muy bien. Adiós.

Colgó y permaneció inmóvil, sorprendido, como siempre lo estaba, de lo agotado que se encontraba al terminar estas llamadas maternas. Al cabo de un minuto, más repuesto, acercó a la mesa la butaca giratoria y empezó a abrir las revistas. Orville estaba suscrito a todas las revistas pornográficas o picantes que se publicaban en el mundo. Esto formaba parte de la documentación que reunía para sus estudios comparados sobre las costumbres mundiales. Unos años antes tuvo ocasión de visitar al doctor Alfred Kinsey, ya fallecido, en el Instituto de Investigaciones Sexuales que dirigía en Bloomington (Indiana), y quedó impresionado ante su valiosa colección de temas eróticos. Deseoso de compilar su propio archivo, inició su propia colección y a partir de entonces anotó y archivó todas las semanas diferentes artículos, obras diversas y, lo que era más importante, dibujos y fotografías.

Orville encontraba invariablemente que esta parte del día era la más agradable y la que mayores recompensas le ofrecía. Gale tenía orden de no molestarle con llamadas telefónicas o visitas durante la media hora que seguía al fin de la conversación con su madre. Durante esta media hora, hojeaba sus revistas, sin anotarlas todavía, sino únicamente para hacerse una idea de lo que merecía la pena y de lo que no ofrecía interés. Durante el fin de semana, las llevaba a su piso y las estudiaba más a fondo, para tomar notas entonces.

Cogió cariñosamente la primera revista de tapas brillantes de la pila de siete. Era aquélla una de sus publicaciones favoritas, Clásicos femeninos, una revista quincenal muy bien presentada, publicada en Nueva York al precio de setenta y cinco centavos ejemplar, y que representaba una aportación de valor inapreciable para el estudio de las costumbres sexuales norteamericanas. Pasó despacio las páginas… aquí una pelirroja con pantalones blancos y los brazos cruzados por debajo de los desnudos senos… allí una rubia platino apoyada en el quicio de una puerta, completamente desvestida a no ser un retazo negro que le cubría la vulva… más allá una morena metida hasta las rodillas en el agua, con la espalda y las nalgas desnudas vueltas hacia la cámara fotográfica… después una magnífica doble página, para dejar ver a una completa belleza posando ante un lecho provisto de dosel… era una joven cubierta con un suéter lila que le llegaba hasta las caderas, desabrochado para mostrar sus enormes pezones, pero abrochado en el último botón para ocultar sus partes pudendas.

La mirada de Orville quedó fija en la provocadora muchacha, y, como siempre, no pudo dominar su incredulidad. La modelo tenía la cara tan suave y casta como la de una Madona. Su complexión, su tez, su pecho, su vientre y sus muslos eran juveniles y sin tacha. No aparentaba más de dieciocho abriles. Sin embargo, allí estaba, exponiéndolo todo, excepto su último secreto, a la mirada turbia y acalorada de millares de ojos. ¿Cómo era capaz de hacer aquello, y por qué? ¿No tenía madre, padre, o hermano? ¿No había recibido educación religiosa? ¿No deseaba salvar un vestigio de decencia para el amor de verdad? Una desnudez tan deliberada, tal postura descocada, eran una constante sorpresa para Orville, que no podía evitar sentirse escandalizado. Aquella linda jovencita había entrado en un estudio o en una mansión, para despojarse de todas sus prendas de vestir y ponerse un ridículo suéter nada más, mientras un hombre desconocido, o varios, le daban instrucciones acerca de la cantidad de pecho que debía revelar y de cómo el último botón debía taparle el… el… Dios del cielo, ¿cómo era capaz de hacerlo? Cuando extendía los brazos, andaba por el estudio o asumía diversas poses a buen seguro que lo enseñaba todo a aquellos extraños.

¿Qué placer le producía aquello? ¿Cumplidos y adulación? ¿El perverso placer del exhibicionismo? ¿La exigua cantidad que le pagaría el fotógrafo? ¿La esperanza de que la viese algún productor cinematográfico y la contratase? ¿Por qué lo hacía?

Mientras continuaba examinando la fotografía a doble página, Orville se preguntaba dónde se encontraban todas aquellas lindas muchachas que se despojaban con tal presteza de sus ropas. ¿Podría examinar clínicamente a alguna de ellas… por ejemplo la de la doble página? ¿Se mostraría dispuesta a posar ante una de las primeras autoridades norteamericanas en cuestiones sexuales? ¿Y cuando hubiese posado, y tras responder a sus preguntas, accedería a…?

Mirando aquellos desvergonzados pezones rosados, Orville se enfureció de pronto. Joven perra pecadora, se dijo.

"Impúdica mujerzuela —pensó—, que permaneces ahí de pie, en postura provocativa y salaz, para incitar a una multitud de hombres desvalidos, posando de manera tan indecente para hacer mofa de todo cuanto tiene de sagrado y santo la procreación y el amor". Ningún castigo era bastante riguroso para aquellas desvergonzadas. Una frase y luego otras acudieron al cerebro de Orville: "Una gran merced me ha sido concedida. Anoche tuve el privilegio de llevar un alma descarriada a los amantes brazos de Jesús". ¿Qué era esto? ¿Dónde lo había oído o leído? Entonces se acordó.

Lo había dicho el reverendo Davidson, refiriéndose a Ms Thompson.

Con un suspiro, Orville cerró la doble página y continuó hojeando la revista. Cuando terminó la primera, tomó las restantes, una a una, sin permitirse nuevas reflexiones de escándalo ni nuevas filosofías. Casi media hora después, terminó su labor científica. Colocó pulcramente las revistas con las otras, en lo alto de su librería, donde esperarían la llegada del fin de semana, y regresó a su mesa para leer el Post de Denver, antes de comenzar el dictado.

Después de aquellas revistas, Orville encontró insípido su periódico favorito. Recorrió con la mirada las columnas impresas, que trataban de guerra o de política, pasando de la sección de sucesos a la sección de divorcios. Tuvo que llegar a la séptima página para que los titulares que figuraban sobre una gacetilla retuviesen su atención y le obligasen a incorporarse, muy tieso. Los titulares rezaban:

BODA DE DISTINGUIDO PROFESOR INGLES CON SEÑORITA DE BOULDER.

Una débil campanilla de alarma resonó en el fondo de la mente de Orville. Se inclinó sobre la gacetilla, un suelto que apenas ocupaba cinco centímetros, para leerlo con avidez primero y releerlo después, más despacio.

Las palabras caían sobre él como mazazos:

"El Dr. Harvey SEIT", profesor de Arqueología en Oxford, que se encuentra en intercambio de un año en… y Ms. Beverly Moore, agregada a la Administración de la Universidad de Colorado… sorprendieron a sus amigos… ayer estuvieron en Las Vegas… para regresar anoche… segundo matrimonio para el novio… establecerán su hogar en Inglaterra, patria del novio donde el año próximo el doctor Smyth… será festejado esta noche por los miembros de la facultad".

Orville dejó que el periódico cayese de sus manos a la mesa. Permaneció sentado, apenado y silencioso, mirando con ojos secos la gacetilla, ataúd de sus ilusiones.

Beverly Pence era ahora Beverly Smyth, para hoy y para toda la eternidad, para siempre, de modo irrevocable. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

Pese al dolor que sentía, Orville fue capaz de razonar serenamente.

No culpaba a Beverly Moore. El no era su víctima. La culpa la tenían su madre y hermana. De quienes sí era víctima, juguete de dos tiranos consanguíneos, su mártir, el mártir de sus pálidos cromosomas y genes.

Después de varios minutos de aturdimiento, dobló el periódico y lo tiró en el cesto de los papeles. Sobre la mesa quedaban los restos del correo que había abierto y a un lado, la carta de la doctora Maud Hayden.

Orville tomó el teléfono y se lo puso delante. Su primera idea fue llamar a su madre para decirle que mañana tomase un taxi para ir a visitar a su nuevo médico y si no, que se fuese al cuerno. Pero pensó que la llamada a su madre podía esperar. En cambio, ordenó a Gale que le marcase un número de Colorado Springs.

Esperó con pleno dominio de sí mismo, relamiéndose por anticipado.

Cuando oyó la voz de su hermana, notó con agrado que era tan chillona como la de su madre.

—¿Dora? Soy Orville.

—¿Qué es eso de llamar en pleno día? ¿Ocurre algo? ¿Está bien mamá?

El hizo caso omiso de la última pregunta.

—Lo que ocurre es esto, Dora… este verano me iré… me voy al Pacífico para trabajar en colaboración con la doctora Maud Hayden. He querido que tú fueses la primera en saberlo, para que luego no te quejes y digas que no tuviste tiempo de prepararte… para recibir a mamá en tu casa.

—¡Orville! ¿Estás loco…?

—Me voy, Dora, me voy, y tú y Vernon me sustituiréis. Que te vaya bien, Dora, y feliz Día de la Madre.

Depositó el receptor en la horquilla y el agudo chillido de Dora se ahogó en la indiferente garganta del teléfono.

Tenía el corazón destrozado, pero esto no le impidió sonreír, finalmente.

Cuando Claire Hayden hubo archivado las copias de las cartas dirigidas al doctor Orville Pence, Dr. Walter Zegner, Dr. Sam Karpowicz y doctora Rachel DeJong, y sacó copias de los nuevos datos que habían llegado, descendió con Maud a la planta baja para tomar un tentempié en la cocina, donde Marc se les reunió. Después, él regresó a sus clases, mientras Claire y Maud subían de nuevo al estudio.

Eran las dos menos cinco de la tarde y Claire estaba sentada frente a la máquina de escribir, puesta al lado de su mesita de trabajo. Tecleaba con rapidez, transcribiendo una carta al profesor Easterday que Maud había dictado antes y ella había tomado taquigráficamente. La carta versaba sobre diversos problemas prácticos. Cuando llegó a un punto y aparte, se interrumpió para desabrocharse el suéter de cachemira, quitarse los zapatos planos e inclinarse hacia la mesa para coger un cigarrillo. Mientras lo encendía, vio a Maud reclinada en el sofá, absorta en la lectura y en las notas que tomaba de Les derniers sauvages, de Radiguet.

Maravillada ante el poder de concentración de Maud, Claire continuó escribiendo a máquina. Acababa de pulsar el tabulador, cuando sonó el teléfono colocado detrás de la máquina de escribir. Tomó el receptor para contestar. La telefonista anunció una conferencia de Los Ángeles.

Escuchó y dijo:

—Un momento, por favor. Ahora se la paso… Maud, conferencia de Los Ángeles. Cyrus Hackfeld quiere hablar contigo.

Maud pegó un brinco en el sofá.

—¡Dios mío, supongo que todo seguirá igual para esta noche!

Claire cedió el receptor y la silla a Maud, y empezó a pasear por la estancia, fumando y escuchando.

—¿Mr. Hackfeld? ¿Cómo está usted? —La voz de Maud denotaba una ligerísima ansiedad—. Espero que nada habrá…Se interrumpió y se puso a escuchar atentamente.

—Vaya, cuánto me alegro de que usted venga. A las ocho me parece muy bien.

Escuchó de nuevo.

—¿Ha dicho usted Rex Garrity? No, nunca he tenido el gusto, pero sé quién es, claro… es un hombre muy conocido… con tantos libros como ha publicado…

Al oír mencionar el nombre de Garrity, Claire, que estaba cerca del sofá, prestó más atención. Ella y Maud escuchaban ahora con suma atención.

Estaba hablando Maud:

—¿Es esto lo único que le preocupa? Pues no tenía necesidad de llamar para decírmelo, hombre de Dios. Naturalmente que puede venir. Nos sentiremos muy honrados recibiéndolo en nuestra casa. Únicamente tendremos que poner otro plato en la mesa. Dígale que será una cena sin cumplidos ni ceremonias… al estilo polinesio. —Se echó a reír, escuchó y después preguntó—: Supongo que usted vendrá con su esposa, ¿no es eso? Tengo muchas ganas de verla nuevamente. Por favor, dígale que también estarán los Loomis. Creo que tiene mucha simpatía por él… Hasta esta noche, Mr. Hackfeld. Todos le esperamos con impaciencia. Adiós.

Después de colgar, Maud meditó un momento, mientras se balanceaba en la silla giratoria. Después, al darse cuenta de la curiosidad de Claire, se levantó.

—Quería saber si puede traer otro invitado. Rex Garrity estaba en su despacho, Hackfeld mencionó casualmente Las Tres Sirenas y Garrity manifestó deseos de acompañarle. —Hizo una pausa—. ¿Sabes quién es Rex Garrity…?

—Leerlo equivale a odiarlo —dijo Claire, risueña—. Cuando aún iba a la escuela superior, un verano, durante las vacaciones leí todas sus obras.

Entonces me pareció la figura más romántica de la época. Cuando pasé a la universidad, tuve que releer algunas de sus obras para un estudio que preparaba, y aún no había llegado a la mitad cuando tuve que salir en busca de Biodramina.

—No acabo de entenderte.

—Para evitar las náuseas producidas por el mareo, causado a su vez por tanto viaje. ¡Qué dramones tan teatrales, truculentos y falsos! Viene a ser una especie de Richard Halliburton pasado por agua, si es que tal cosa es posible. El Camino de la aventura, donde atraviesa nadando el canal de Suez y asciende al Ixtlachihuatl. La Mujer Dormida… para decir que la ama; una noche pasada en la tumba del rey Tut… ¿Qué títulos tenían las demás obras? Ah, sí, ya me acuerdo… Tras las huellas de Aníbal, Tras los pasos de Marco Polo, Siguiendo la sombra de Ponce de León, La huida de Lord Byron… qué sarta de falsedades… y con ese estilo de revista, rodeado por un bosque de signos de admiración…

Maud se encogió de hombros.

—Supongo que tiene un lugar, de todos modos…

—En el cubo de la basura.

… después de todo, sus obras se venden a millares.

—Eres demasiado objetiva al enjuiciar a las personas —dijo Claire—.

Este hombre y los restantes escritores melodramáticos corrompieron a una generación con sus mentiras y su romanticismo trasnochado, ocultando la verdad acerca de las realidades del mundo en que vivimos. Y ten en cuenta que hablo como romántica, tú lo sabes muy bien.

Maud vacilaba.

—Reconozco que no he leído muchos libros suyos, pero los que leí… sí, me parece que estoy de acuerdo contigo. Sin embargo, esto no quita que pueda ser un compañero de mesa muy agradable.

—Muy bien, Maud; esperemos que tengas razón.

Maud regresó pensativa al sofá.

—Lo que más me preocupa, de verdad, es que me será muy difícil hablar a solas con Cyrus Hackfeld en presencia de Garrity… y también de Lisa Hackfeld. No puedo confiar demasiado en que los Loomis los acaparen.

—Pero puedes confiar en Marc y en mí —dijo Claire—. Tú quédate con Hackfeld después de cenar, que yo atenderé a nuestro autor de libros de viajes y a Ms. Hackfeld. A decir verdad, no es Garrity quien me preocupa. Estoy segura de que nada debe gustarle más que hablar de sus viejos triunfos. Lo que me preocupa… —y miró a Maud—. Lisa Hackfeld es quien más me preocupa. No sé si podremos congeniar. La única vez que te oí hablar de ella, dijiste que la considerabas una mujer frívola.

—¿Frívola? ¿Eso dije?

—Creo que sí…

—Es posible. Pues sí, esa fue la impresión que me produjo. Aunque reconozco que puedo haberme equivocado porque, en realidad, apenas la conozco. —Movió la cabeza, turbada—. Ojalá la conociese.

Hasta aquel momento, Claire no comprendió plenamente la importancia que aquella velada tenía para Maud. En cierto modo, Claire imaginaba que, si tan necesaria fuese la ayuda financiera de Hackfeld para efectuar la expedición, Maud iría a visitar al potentado en su despacho. Pero Claire se dio cuenta entonces de que su madre política no quería discutir el presupuesto acordado para la expedición en un ambiente de negocios, donde Hackfeld era el amo y estaba acostumbrado a contestar con negativas. Maud había querido servirle la cuestión en bandeja, durante la sobremesa, para que la encontrase tan agradable como un aromático coñac, en una atmósfera suave y desprovista de tensión, donde un duro y tajante "no" quedase fuera de lugar. Al comprender esto y la importancia que tenía obtener una buena tajada, Claire decidió calmar la desazón de su madre política.

—No quiero preocuparme más por lo de esta noche —dijo, con decisión—. Los ricachos no hacen lo que no les gusta. Si Mr. Hackfeld no sintiese interés por ti y por la expedición, no se molestaría en venir aquí esta noche. Esto es un tanto a nuestro favor. Maud, confío en que todo irá bien si la dejas a ella —y también a Garrity— al cuidado de Marc. Yo haré lo que pueda para ayudarlo, aunque no sé si será mucho. Verás como cuando hayamos terminado de cenar, ya habremos podido conquistar a Lisa Hackfeld… y después nos divertiremos todos como locos.

A las cinco y cinco de la tarde, Lisa Hackfeld al volante de su Continental blanco penetró en la entrada para coches de la enorme mansión de dos plantas de Bel-Air, que daba a Bellagio Road, y se detuvo frente a la puerta de servicio.

Tuvo que tocar dos veces el claxon para que acudiese Bretta, su doncella, a sacar varios paquetes que llevaba de la casa. Imagino a su lado en el asiento. Después se apeó del lujoso automóvil y entró con aire cansado en la mansión. En el vestíbulo se quitó el pañuelo de seda con el que había protegido sus rubios cabellos, lo dejó caer sobre el banco estilo Directorio, se despojó de su abrigo de piel de leopardo y, llevándolo medio a rastras, penetró en la espaciosa y soberbia sala, y lo tiró sobre el brazo de la butaca más próxima. Examinó distraídamente el correo, puesto sobre la repisa de la chimenea, se acercó después a las revistas, colocadas sobre la mesita del café y hojeó sin interés el último Harper's Bazaar. Por último se dirigió al sofá, para dejarse caer sobre los mullidos cojines, esperando con impaciencia que apareciese Averil, el mayordomo.

Al cabo de medio minuto vino Averil con el doble Martini seco acostumbrado sobre la bandejica de laca.

—Buenas tardes, señora. No ha llamado nadie.

—Gracias, Averil —dijo, tomando el Martini—. Sólo lo que ha prescrito el doctor—. El mayordomo se dispuso a marchar, mientras ella paladeaba la fría y agria bebida, pero Lisa lo llamó—. Tráigame otro dentro de un cuarto de hora. Y diga a Bretta que me prepare el baño.

—Sí, señora.

Cuando el mayordomo se hubo marchado, bebió medio Martini, hizo una mueca al probarlo —parecía que oliese a sales— y después notó con agrado el calorcillo que esparcía por sus miembros. Era aún demasiado pronto para notar su benéfico efecto. Tenía que dar tiempo a la poción. Hizo girar la copa entre sus dedos, hipnotizada por el brillo de la aceituna y después la dejó sobre la mesita, a su lado.

Inclinándose hacia delante con los codos apoyados en las rodillas, recriminó en silencio al Martini, por no poseer el poder mágico que hubiera podido curarla.

Aquel poder mágico no existía en el mundo, como sabía muy bien. Lloró de ojos para adentro, para que no se viera su llanto. Oh, Señor —rompió en llanto—. Oh, Mentiroso, tú no me dijiste que sería así, no me dijiste lo que ocurriría. Sin embargo, así es, sollozó. Hoy es el último día de la Vida y mañana empieza el largo, lento y tortuoso descenso hacia el Olvido. Mañana, a las nueve y tres minutos de la mañana, el Viejo revisará y apuntará sus últimos bienes en el Libro del Día del Juicio y la anotación que hará mañana rezará: "Tiene cuarenta años".

¿Qué artes mágicas podían impedir esta anotación que el Sumo Hacedor efectuaría al día siguiente? Cuando una mujer llegaba a los cuarenta años de vida, sus efectivos se acumulaban con rapidez y pronto era cincuenta, después sesenta, hasta que por último El se quedaba con todo y la mujer no tenía nada porque nada era y el dedo del destino borraba su nombre en el Libro del Juicio Final.

Lisa sabía que había perdido miserablemente el día, porque se ocultara donde se ocultase para proteger el último día de sus treinta y nueve años, sabía que el Viejo estaba allí, empujándola sonriendo con su boca desdentada y esperando en cada Samarra.

Desde el momento en que el sol, filtrándose a través de las persianas, acarició sus párpados a las diez de aquella mañana, ella supo que el día estaba predestinado, lo mismo que ella, y que ya nunca jamás volvería a ser joven. Lo supo porque al despertarse por completo y pasar a la ducha, se puso a pensar no en aquel día en particular, sino en todos los días anteriores, hasta el punto donde alcanzaban sus recuerdos.

Evocó su infancia en Omaha, cuando se llamaba Lisa Johnson y su padre era dueño de la ferretería que se alzaba cerca de las instalaciones de la Unión Stock. Estaba muy satisfecha de ser la niña más linda en la escuela de primeras letras, después la muchacha más popular en la escuela de segunda enseñanza y la actriz más joven que tuvo un papel en el teatro de Omaha. Necesitó muy pocas lecciones para convertirse en la mejor cantante y bailarina y en la más atractiva de la ciudad. De manera completamente natural sus aptitudes la llevaron a Hollywood, donde fue con una amiga que, como ella, tenía poco más de veinte años, dispuesta a convertirse en estrella de la noche a la mañana.

Quedó muy sorprendida al ver que, pese a ser la mejor cantante y bailarina y la más atractiva muchacha de Omaha, no obtuvo una situación parecida en Hollywood, ya que en Cineápolis había jóvenes agraciadas como ella a espuertas. Se convirtió en una del montón. Tuvo numerosas amistades y una de éstas, agente teatral, hizo de ella una corista y pasó a trabajar en cuatro vistosas comedias musicales producidas por uno de los principales estudios. No consiguió pasar de allí y continuó haciendo carrera, participando en emisiones comerciales y actuando como vocalista en algunos de los clubes nocturnos menos selectos. Gastó parte de sus ahorros tomando varias lecciones de arte dramático en un teatrito de La Brea Avenue, al cual Cyrus Hackfeld acudió como espectador, cuando después de la guerra fue licenciado honorablemente con el grado de oficial de Intendencia. Fue allí donde la vio por primera vez, quedó prendado de ella y consiguió hábilmente serle presentado. Aunque tenía quince años más que ella, Cyrus se mostraba más juvenil que los jóvenes con quienes Lisa salía. Tenía mayor vivacidad, más dinamismo, mayor prosperidad. Después de un año de relaciones continuadas, se casó con él muy contenta, experimentando un sentimiento de gran seguridad y amparo.

Recordó todo esto mientras se duchaba y no pudo por menos de sorprenderse al pensar con cuánta rapidez habían transcurrido los diecisiete años de su vida conyugal. Durante aquellos años lo único de sus antiguas aficiones que conservó, fue un gran interés por la danza. Continuó tomando algunas lecciones de manera esporádica, cada vez con más irregularidad cuando su hijo Merrill, que poseía su talante despreocupado en vez de la férrea energía de su padre, ingresó en la escuela preparatoria de Arizona. Y, por increíble que pareciese, allí estaba, con un solo día interponiéndose entre ella y los cuarenta años.

Durante toda aquella mañana, se esforzó por tomarlo con filosofía y reflexionar profundamente, proceso desconcertante que solía dejar para los conferenciantes que tomaban la palabra en la reunión mensual titulada Foro de los Grandes Libros, a la que ella nunca dejaba de asistir. Aquella particular mañana se aventuró por su cuenta en esta peligrosa estratosfera. Se puso a pensar que, si bien se miraba, los calendarios eran obra humana y por lo tanto arbitrarios y sujetos a error. Si no se hubiesen inventado los calendarios ni los relojes, y los hombres no se hubiesen puesto a contar las idas y venidas de la Luna, nadie sabría con certeza su edad, con el resultado de que todos serían siempre jóvenes. ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana una se volviese vieja? Ello se debía a lo engañoso del sistema empleado para medir el tiempo.

Pero sus profundas cavilaciones no le aportaron el menor consuelo. En primer lugar, se puso a pensar en el pasado, lo cual, según todos decían, era señal segura de vejez. En segundo lugar, se puso a pensar en Merrill y se dio cuenta de que no podía tener un hijo tan mayor, pretendiendo al propio tiempo ser una mujer joven. Después pensó en Cyrus, recordando que, si bien antes, su marido era corpulento, a la sazón se había convertido en un paquidermo y que si cuando le conoció sólo tenía la primera fábrica, actualmente poseía veinte o treinta empresas, sin olvidar su Fundación; sólo los hombres ricos y viejos creaban fundaciones, los hombres jóvenes y ambiciosos no lo hacían y aunque ésta se hallase libre de impuestos y representase un pasatiempo, también significaba que habían transcurrido muchos años. En último lugar, pensó en sí misma.

Hubo un tiempo en que tenía un cabello sedoso de un rubio natural, pero ahora no tenía ni idea de cómo era en realidad, después de una década de champús, lavados de cabeza y tintes. En cuanto al resto de su persona, si por esta vez quería ser sincera, tenía que reconocer que había ido cambiando poco a poco, con el resultado de que el semblante de la joven más linda de Omaha se convirtió en el rostro de una mujer madura, de facciones marchitas, que había estado expuesto al sol demasiados años, redondo y carnoso, con arrugas en la frente, patas de gallo junto a sus ojazos y alguna que otra arruguita aquí y allá. Lo que estaba peor eran la garganta y las manos, pues habían perdido su primitiva tersura. Su figura ya no podía llamarse tal, a menos que se considerase la O una figura, había engordado, desdibujando las curvas, haciéndose cada vez más informe, aunque no podía decirse aún que estuviese obesa, no, eso no. Sin embargo, pese a las emboscadas que le tendía la naturaleza, su íntimo ser no había sucumbido al paso de los años. Una frase certera y penetrante, que había oído en una de aquellas conferencias mensuales, resumía a la perfección sus actuales sentimientos. La frase era de uno de aquellos autores teatrales ingleses que disfrazaban la verdad bajo el manto de la comedia. Probablemente, casi sin ninguna duda, Oscar Wilde. ¿Cuál era la frase? Sí: "La tragedia de la vejez no consiste en que uno es viejo, sino en que uno es joven"; Sí, exacto. Así transcurrió aquella aborrecible mañana.

Había llegado la tarde y allí estaba ella paladeando el Martini a sorbitos, mientras pensaba en las catastróficas horas transcurridas entre el despertar y aquel momento. Trató de huir de los recuerdos del pasado y de los espejos que poblaban su mansión, yendo en coche a Beverly Hills, intentando estar ocupada, creando demasiada actividad para poder pensar profundamente.

Mientras degustaba el Martini, pasó revista a las primeras horas de la tarde, como si participase de nuevo en todas las acciones y acontecimientos, como si de nuevo se actualizase todo, y de este modo dejase de ser pasado.

Volvió en espíritu a las doce y media.

A la una estaba citada con Lucy y Vivian para ir a almorzar a un nuevo restaurante escandinavo de Beverly Hills, The Great Dane, pero a las doce y media pensó que anularía el compromiso, si pudiese convencer a Cyrus para ir a comer juntos. Llevaba su última adquisición, un vestido verde jade que caía en suaves pliegues, con el resultado de suprimir kilos y años, y era una lástima malgastar aquel vestido luciéndolo ante personas de su propio sexo.

Marcó el número y la pusieron inmediatamente con su esposo.

—Dime, Lisa.

—Hola, querido. Tuve ganas de llamarte.

—Me has pescado por casualidad. Ahora mismo salía para encontrarme con Rex Garrity en el club.

—Oh. Eso quiere decir que tendrás que comer con él.

—Concertamos el compromiso hace unos días. Vino en avión para dar una conferencia y dijo que quería verme para hablar de algo relacionado con la Fundación. No estaré mucho tiempo con él… después volveré aquí y…

—Hizo una pausa—. ¿Por qué lo dices? ¿Te gustaría comer con nosotros?

—No, no. Sólo quería decirte hola.

—Te gustaría conocerle. Es un gran conversador.

—Te lo agradezco mucho, querido, pero no. Estoy citada con Lucy y Vivian.

—Lo siento. ¿Qué harás, hoy?

—De momento, ir a comer con ellas. Después al peluquero. Iré de compras. En fin, nada importante.

—Bien. Tengo que irme ahora. Hasta luego.

—Sí, hasta luego. Adiós, querido.

Después tomó el coche para dirigirse a Beverly Hills. Cyrus había sido muy amable al invitarla, pensó, teniendo en cuenta lo atareado que estaba siempre. Pero no tenía paciencia para soportar aquel autor de libros de viajes, al que no había leído, ni conocía, y tampoco sentía deseos de conocerlo o leer sus obras. Deseaba estar a solas con Cyrus para sentarse y charlar, de nada concreto, acaso de ellos mismos. Habían hablado tan poco aquellos últimos años, tal vez porque él hablaba durante todo el día en su despacho o quizá porque ella vivía tan apartada de su trabajo (o de cualquier cosa interesante) que a la sazón apenas sabían de qué hablar, como no fuese de Merrill, los amigos comunes y las últimas noticias.

Lucy y Vivian la esperaban ya en la mesa reservada, cuando ella llegó al restaurante escandinavo. Ambas admiraron su vestido. Ella admiró los suyos. Invirtieron algún tiempo pidiendo el aperitivo y escogiendo el menú. Luego se pusieron a hablar de una amiga común que se había separado del marido e hicieron cábalas para conjeturar si había otro hombre de por medio. Comentaron después la obra representada por una compañía de cómicos ambulantes en el Biltmore. Después hablaron del último bestseller, preguntándose lo que habría en él de autobiográfico y si la heroína se basaba e inspiraba en una actriz cinematográfica, famosa por sus escándalos. Luego hablaron del nuevo peinado que lucía la primera dama de la nación. Cuando sirvieron el entrante, Lucy y Vivian se pusieron a hablar de sus respectivas hijas, y cuando Lisa vio que aquello llevaba trazas de nunca acabar, empezó a sentir fastidio y aburrimiento. Las conversaciones acerca de la educación de los hijos la aburrían tanto como hablar de testamentos y le producían la misma depresión. El único tema que le hubiera interesado comentar con sus amigas era el de su cumpleaños, pero éstas no hubieran comprendido su angustia, de momento al menos, pues Lucy tenía treinta y seis años y Vivian sólo treinta y uno. Ambas poseían aún aquel lujo llamado tiempo.

Cuando faltaban sólo diez minutos para ir al peluquero, que le había dado hora para las dos y media, dejó con alivio su parte de la nota en el platito y se despidió de sus amigas. Hubiera podido ir a pie, pero prefirió recorrer en el Continental las cinco manzanas que la separaban de Rodeo Drive y aparcó en la zona especial reservada detrás del salón de belleza Bertrand's.

Una vez en el interior, dejó el abrigo en el guardarropa, se puso la bata que le entregó la señorita y penetró en el tocador particular. Después de quitarse el vestido y de ponerse la bata, salió para dirigirse al último lavabo, donde la esperaba su peinadora acostumbrada. Por el camino agradeció el cariñoso cumplido que Bertrand le dirigió en francés y contestó al saludo que le hizo con la mano Tina Guilford, que tenía la cabeza dentro del secador.

Al llegar frente al lavabo, se recostó en la butaca extendida, para lavarse la cabeza con champú. El agua y el jabón produjeron en ella un efecto apaciguador. Lo que más le gustaba de aquel salón de belleza era el ritual con que la belleza femenina se mantenía y se hacía resaltar. Aquello le producía una agradable euforia, que disipaba todas las preocupaciones y ansiedades de su espíritu. Una se convertía en un objeto pasivo, que no tenía que adoptar decisiones. Su único deber consistía en permanecer allí, existiendo como una simple presencia, sometida a los cuidados de manos expertas. Una llegaba a sentirse como… como madame Pompadour.

Lisa se trasladó maquinalmente a su cubículo particular, tomó el gorro perforado, y notó cómo sacaban delicadamente las hebras de su cabello por los orificios. Mientras la peluquera atusaba y coloreaba sus cabellos, ella extendió las piernas y se levantó la combinación hasta la cintura, mientras la segunda joven, que había traído el tubo de cera, le deshacía las medias, las enrollaba, le quitaba los zapatos y luego las medias de nailon. Ella contempló sus torneadas pantorrillas, satisfecha al comprobar que no la habían abandonado, como hiciera la juventud. Después perezosamente miró cómo la joven, arrodillada, extendía las tiras de cera sobre sus piernas con el instrumento de madera, para tirar luego de ellas con rapidez, depilándola completamente al arrancar de raíz los pelos indeseables.

Cuando sus cabellos estuvieron coloreados y tuvo las piernas finas como el alabastro, avanzó por la cadena de montaje, con espíritu ausente.

Entonces vino el segundo y más completo lavado con champú, seguido de masaje, enjuague, el cepillo duro y la blanda toalla. Después pasó quince minutos en manos de Bertrand, que la peinó, le mesó los cabellos y los cepilló, manipulando los rulos de metal, dejándole por último el cabello preparado para la permanente.

Con la red puesta, permaneció una hora sentada bajo el secador. Empezaba a sacudirse el depresivo estado de la mañana, cuando de pronto vio que Tina Guilford, ya vestida para irse, se acercaba a ella. No le importaba hablar con Tina, pues según le parecía, ésta debía de haber cumplido ya los cincuenta, lo cual confería cierto sentimiento de superioridad a Lisa. Tendió la mano para desconectar el secador.

—Lisa, querida —dijo Tina con excitación—, no quiero robarte un minuto, pero acabo de enterarme de algo verdaderamente milagroso que ha ocurrido en Pasadena. Un cirujano plástico suizo, diplomado, ha abierto allí un consultorio y todas las señoras están entusiasmadas. Es caro, carísimo, pero todas dicen que vale la pena. Es un nuevo método descubierto en Zúrich.

Es rápido y no deja la menor señal. Una sesión y se han acabado las papadas, las bolsas bajo los ojos y, si quieres que te arregle el busto, querida…— ¿Qué te hace pensar que yo necesito sus servicios? —preguntó Lisa en tono glacial.

—Verás, querida, yo pensé que… todas hablan de él y me dije que… cuando se tiene nuestra edad…

Lisa sintió la tentación de decir: "¿Nuestra edad? Será la tuya, idiota".

Pero se contuvo y dijo:

—Gracias, Tina. Si alguna vez creo que lo necesito, ya te pediré más detalles. Ahora perdóname, pero tengo ganas de acabar pronto.

Puso nuevamente el secador en marcha y las últimas palabras de Tina se perdieron en el zumbido del aparato.

Cuando su amiga se fue, el buen humor de Lisa también se desvaneció.

Estaba furiosa ante el descaro de Tina. ¡Mira que aquel vejestorio de cincuenta y pico de años, atreverse a compararse con una joven de treinta y nueve como ella! Casi instantáneamente, su cólera se disipó, convirtiéndose en melancolía. Lo único que Tina había pretendido era serle útil y darle un buen consejo. Los cuarenta años ya debían ser evidentes, se dijo Lisa, todos debían verlos ya. Se sintió muy desdichada y decidida a escapar de aquel mundillo de chismes.

Una vez tuvo el pelo seco y Bertrand le quitó los rulos, para peinarla con destreza, sin dejar de hablar de los grandes triunfos que había alcanzado en París, ella pasó al vestidor. Pagó en caja, dio tres espléndidas propinas y regresó al automóvil, preguntándose cómo debía ser el método que aquel cirujano facial suizo había inventado. Tal vez tuviese el secreto de la belleza eterna. Quizás había descubierto el medio, también, de procurar la juventud interior. Esta clase de cirugía, pese a las frasecitas de Oscar Wilde, bien valdría toda su cartera de acciones y obligaciones.

Cuando llegó al coche, se dio cuenta que sólo estaba a una manzana y media de la tienda de Jill's. Hacía más de un año que no visitaba aquel elegante establecimiento de prendas deportivas. Le hacían falta una juvenil fina taleguilla de torero o unos capris para primavera y verano, para llevarlos en su finca de Costa Mesa. Llena de creciente optimismo ante el futuro, se dirigió a Jill's.

Había olvidado los sentimientos que le inspiraba aquel establecimiento, hasta que penetró en él. Así que atravesó la gruesa alfombra hasta llegar al centro de la enorme sala cuadrada rodeada de espejos, deseó dar media vuelta y huir corriendo. Jill Clark, propietario de la tienda pero que nunca estaba en ella, sentía debilidad por los ambientes rudos y juveniles y esto se reflejaba en la decoración, en el mobiliario, aquellos condenados espejos, el corte de los pantalones, los tejanos y los bañadores, pero principalmente en las dependientas. Lisa las vio reunidas junto a una columna, charlando por los codos. Todas ellas eran jovencísimas y virginales, pues sus edades oscilaban entre los diecisiete y los veintiún años. Su tez no necesitaba maquillaje, pues era tersa y brillante, todas tenían los pechitos altos y derechos, nada de estómago, caderas esbeltas y todas eran lisas por detrás. Fumaban, lucían atrevidas blusas, capris, sumarias sandalias doradas y atendían a la clientela con la insolencia y arrogancia de la juventud. Eran insoportables.

Antes de que Lisa pudiera dar media vuelta y marcharse, una flexible y ágil adolescente se aproximó a ella. Aquella joven llevaba un brazal de identidad sobre el que podía leerse "Mavis" Era una rubia platino, de facciones pequeñas, perfectas, cuerpo grácil y esbelto. Al detenerse frente a Lisa, la miró con expresión caritativa y condescendiente, como si se enfrentase a una pobre mujer harapienta que acudiese a su puerta huyendo de la nieve.

—¿En qué puedo servirla, señora?

—Esos capris violeta del escaparate… Enséñeme un par.

—¿De qué medida los desea?

—Tienen ustedes todas las medidas en mi ficha, de costado, de arriba y de abajo. Busque la ficha de Mr. Cyrus Hackfeld.

Pronunció su nombre con tono retador, pero Mavis permaneció impertérrita, como si no lo conociera. Se dirigió al mostrador del cajero, mientras Lisa se acercaba a los pantalones, echando espumarapos de rabia.

Sin prisa alguna, transcurrido un largo intervalo, Mavis regresó con una tarjeta.

—Sus últimas medidas fueron tomadas hace tres años —dijo con tono significativo.

Lisa explotó.

—Pues utilícelas.

—Como usted desee, señora.

Mavis rebuscó entre los pantalones colgados y finalmente sacó unos capris violeta.

—¿Desea usted probárselos, Ms. Hackworth?

—Sí. Pero me llamo Hackfeld.

—Hackfeld. Ya me acordaré. Por aquí, haga el favor.

Temblando de ira y finalmente sola en el probador, Lisa se apresuró a despojarse del abrigo de piel de leopardo, del vestido, de su media combinación y se puso el apretado pantalón capri. Después trató de cerrarlo con la cremallera, pero no hubo forma de hacerlo. Intentó abrocharse la cintura, pero el botón quedaba a cinco centímetros del ojal. Dio media vuelta y se observó en el espejo, viendo que los pantalones le estaban demasiado ajustados, de una manera excesiva, pues formaban feos bultos en las caderas y muslos. Sintiendo compasión por sí misma, Lisa se bajó los capris y se los quitó con esfuerzo.

De pie, con sostenes y portaligas, llamó a la dependienta.

A los pocos segundos, Mavis entró en el probador, fumando.

—¿Cómo le van, Ms. Hack… Hackfeld?

—Me ha dado usted una talla demasiado pequeña.

—Es la talla que le corresponde —dijo la implacable Mavis—. Es la que corresponde a las medidas que figuran en su tarjeta. La furia consumía a Lisa, al notar que la joven se burlaba de ella.

—Es igual, no me van, así es que deme otra talla.

Mavis le dirigió una sonrisa de simpatía. Lo siento muchísimo, Ms. Hackfeld, pero ésta es la talla más grande que tenemos en existencia. Ms. Jill no quiere tallas grandes. Mucho me temo que tendrá que buscar lo que desea en otro establecimiento.

El furor de Lisa había dado paso a un sentimiento de humillación y pena. Notaba sus mejillas arreboladas y aborrecía tener que rendirse así Muy bien, gracias —dijo. La dependienta salió y Lisa volvió a quedarse sola. Mientras se vestía, se sentía perpleja. Era la primera vez que no encontraba nada que le sentase bien en Jill's.

Pero mientras se ponía el abrigo se dijo también que era asimismo la primera vez que iba a cumplir cuarenta años. Salió casi corriendo de la tienda, mirando fijamente hacia delante pero dándose perfecta cuenta de que aquel grupo de estúpidas jovencillas la miraban con expresión irónica. Al cruzar la puerta de entrada pensó que había una cosa ante la cual la riqueza era impotente: los años. Aquellas estúpidas mocosas eran más ricas que ella. "Adiós, Jill, adiós para siempre. Y te aseguro que un día tú también sabrás lo que es cumplir cuarenta años."

Casi a ciegas se dirigió a su Continental blanco y, subiendo a él, se fue a Magnin's, donde sí que se sentía verdaderamente a gusto. Recorrió la tienda haciendo compras a diestra, y siniestra, adquiriendo artículos de tocador que no le interesaban en absoluto. Cuando estuvo cargada de compras innecesarias, salió por la puerta posterior, esperó a que le trajesen el automóvil, dio una propina excesiva al botones y en su vehículo se dirigió al Wilshire Boulevard. Mientras estaba parada ante un semáforo, su reloj le recordó que aún le quedaba bastante tiempo libre entre las cuatro y cuarto y las seis, y se preguntó en qué podría emplearlo. Por un momento pensó en dirigirse hacia el este, por Wilshire, hasta el Cyrus. Pero inmediatamente desechó la idea. No se sentía capaz de afrontar a los empleados de su marido, a la señorita de la recepción, a sus secretarias, más jovenzuelas estúpidas, las mocosas que habían heredado su perdida juventud. Cuando ella hubiera pasado, todas se darían codazos y hablarían en susurros, diciendo… ahí va la señora Hackfeld, la esposa del jefe… ¿Cómo consiguió pescarlo?

En lugar de dirigirse al este, hizo girar el volante y se marchó en sentido opuesto. Pasaría por el club de tenis de la costa, pues le pillaba de camino a casa… ella y Cyrus eran miembros honorarios… y tal vez tomaría algo, jugaría una partida de canasta o de bridge. Diez minutos después, al notar la opresión que le causaba aquel cielo plúmbeo, decidió que había hecho muy bien en dirigirse al club de tenis. Dejando el coche, entró en aquel ambiente de refugio de montaña, con chimenea y todo, pero donde el derecho de admisión era muy limitado. El resplandeciente ascensor la subió al primer piso y, mientras escuchaba a medias los compases de Cóctel para dos, que interpretaba la orquesta, se dijo que no quería pensar en el mucho tiempo que hacía que no había bailado a los acordes de aquella música.

Arriba, la terraza cubierta estaba medio vacía… dos mesas con caballeros maduros que jugaban al rummy y bebían ginebra, una mesa con dos apuestos jóvenes con aspecto de pertenecer a una empresa de publicidad, enfrascados en una grave conversación y bebiendo, y otra mesa con señoras, todas ellas caras familiares, jugando al bridge.

Lisa indicó con un ademán al camarero uniformado que se alejase y se quedó de pie junto a la ventana, contemplando las pistas de tenis de tierra rojiza. Todas estaban desiertas a causa del frío, excepto una, en la que un joven y una muchacha, ambos con blancos pantalones cortos, corrían y golpeaban la pelota con la raqueta, riendo, saltando y haciendo payasadas.

Con un suspiro, Lisa se apartó de la ventana para dirigirse a la mesa de bridge. Las caras familiares la saludaron efusivamente, como a una de ellas, y una de las reunidas se levantó de pronto para ceder su sitio a Lisa. Casi en el mismo instante, Lisa perdió todo interés por aquellas estúpidas cartulinas numeradas. Rechazó cortésmente la invitación, explicando que sólo había entrado para ver si Cyrus estaba allí y no se quedaría más que un momento. El camarero le había acercado una silla para que se sentase a ver el juego y ella aceptó, encargándole al propio tiempo una limonada.

Durante el siguiente cuarto de hora, mientras mordisqueaba las pajas de colores de la limonada trató de concentrarse en la partida de bridge, esforzándose en compartir la alegría o el disgusto de las jugadoras cuando alguna de ellas daba un capote inesperado, pero sólo se daba cuenta de que la mirada de alguien estaba posada en ella.

Mirando por el rabillo del ojo, hacia la pared opuesta, le pareció ver al más atractivo de los dos jóvenes publicitarios mirándola a hurtadillas. Notó que un escalofrío de excitación le recorría el cuerpo y, tratando de hacerlo con disimulo, irguió la cabeza para que la línea del cuello resultase más airosa, se enderezó en la silla para sacar el pecho y cruzó las piernas (sus mejores triunfos) para exhibir su esbelta pantorrilla. Volvía a sentirse como la lejana muchacha de Omaha, sensación verdaderamente agradable y placentera. Se animó más y empezó a hacer comentarios y bromear con sus amigas acerca del juego. Notaba que la mirada del joven continuaba posada en ella y se arriesgó a echar otro furtivo vistazo. Sí, ahora la miraba fijamente con sus profundos ojos negros; tenía una boca irónica y una mandíbula cuadrada.

Sonrojada por su atrevimiento, decidió devolver la mirada para ver qué sucedía. Lo miró de hito en hito, pero no se produjo ninguna reacción en el joven. En aquel instante se dio cuenta de que sus miradas no se cruzaban. Se le cayó el alma a los pies y dio media vuelta, tratando de seguir la línea de su mirada, pues comprendió que no era a ella a quien se dirigía, aunque le pasaba muy cerca. Entonces vio el bar. Sentada en un alto taburete, que antes estaba vacío, estaba la joven, no tendría más de veinticinco años, que ella había visto jugando al tenis. Era pelirroja y parecía escandinava. La fina tela de su blusa hacía resaltar su pecho y los ajustados pantaloncitos blancos ponían de relieve sus piernas espléndidas y musculosas. Bebía whisky con soda. Devolvió la mirada al joven del otro lado del salón, mientras sonreía con expresión pícara, y después siguió bebiendo.

Lisa se sintió avergonzada y dolorida: era una loca, una loca ni joven ni vieja, a la que aquellas cosas estaban vedadas, por lo que sólo podía ser espectadora o intrusa. Su estúpida equivocación la hizo sonrojar y en aquel día de huida, volvió a desear únicamente la fuga. Unos instantes después, salió del club de tenis, tan abrumada por la derrota como si fuese un granadero de Napoleón durante la retirada de Rusia.

Al notar la discreta tosecita se incorporó, dándose cuenta con asombro de que se encontraba en el sofá amarillo de su propia sala, saliendo del reciente pasado y entrando en el presente, mientras el impecable Averil permanecía de pie ante ella con un segundo Martini seco doble.

La copa de cóctel que tenía en la mano estaba vacía. Con ademán huraño, la cambió por la copa llena.

—Gracias, Averil. Nada más de momento.

Cuando Averil se hubo marchado, ella se puso a beber, pero sin resultado alguno. La flotante euforia no acudía. En cambio, el Martini hizo que se sintiese blanducha, empapada, saturada, como un periódico mojado y arrugado.

La distrajo el ruido de una llave en la cerradura de la puerta principal.

Esta se abrió y, unos segundos después, Cyrus se materializó en la sala mientras se despojaba del gabán. Mostraba aún un aspecto activo y enérgico; todavía no se había desprendido de su aire de hombre de negocios importante, y su corpulenta humanidad se acercó a ella con paso firme y vigoroso, para detenerse y darle un beso en la frente.

—¿Cómo estás, querida? —preguntó—. Me sorprende encontrarte aún aquí. Suponía que ya estarías vistiéndote.

"Sí, vistiéndome —pensó ella—, vistiéndome en mi mortaja plisada."

—¿Vistiéndome? ¿Para qué?

—¿Para qué? —repitió Cyrus con expresión severa—. Para ir a Santa Bárbara. Vamos a cenar en casa de Maud Hayden.

—¿De veras? —preguntó ella con aire estúpido—. No me acordaba…

—Vamos, Lisa, lo sabes desde hace quince días. Últimamente lo he mencionado varias veces.

—Debo de haberlo olvidado. He estado pensando en otras cosas.

—Pues date prisa. Rex Garrity se empeñó en acompañarnos y yo no me opuse. Nos distraerá durante las horas que pasaremos en la carretera.

Estará aquí dentro de media hora o cuarenta minutos. Y nos esperan para cenar a las ocho.

—¿De verdad tenemos que ir, Cyrus? Yo no tengo muchas ganas. Empiezo a tener jaqueca.

—Ya se te pasará. Toma algo. Lo que tú necesitas es salir un poco más.

Encerrándote en casa como una ostra no te encontrarás mejor. Esta velada es muy importante.

—¿Y por qué es importante, se puede saber?

—Mira, querida, yo no soy nadie al lado de Maud Hayden. Esa mujer es uno de los primeros antropólogos del mundo. Está empeñada en que vayamos a su casa. Quiere que esta noche sea una verdadera solemnidad.

Ha descubierto unas islas tropicales… creo que ya te lo expliqué hace unas semanas. Las llaman Las Tres Sirenas y están en el Pacífico. Las visitará en compañía de un equipo formado por primeras figuras y nuestra Fundación le concede una importante subvención. Yo me apuntaré un gran tanto cuando ella presente su comunicación a la Liga Antropológica Americana. Los Ford y los Carnegie se darán cuenta entonces de quién es Hackfeld. Y el libro que escribirá será un bestseller seguro y además…

—Cyrus, por favor, ahora no estoy para eso…

Averil se presentó, trayendo un whisky con soda, y Cyrus lo engulló, como si fuese agua. Se atragantó, tosió y se esforzó por seguir hablando, pese a los accesos de tos.

—Además, en las últimas semanas no he hecho más que pensar en esta velada. Maud tiene una lengua de oro. A su lado, Sheherezada es una joven pesada, tímida y medio tartamuda. Pensé que la tribu de Las Tres Sirenas te interesaría tanto como a mí, con todas esas tonterías sexuales como eso de la cabaña de Auxilio Social, donde al parecer tienen un truco para resolver todos los problemas sexuales de las personas casadas… y la semana de fiestas que celebran a finales de junio, que se distinguen por su manga ancha y durante la cual…

Lisa se incorporó a pesar suyo.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué dices? ¿No lo habrás inventado?

—Lisa, por amor de Dios, te di el resumen de Maud, en el que expone los puntos principales de la cultura y costumbres de estas islas ¿No recuerdas esas páginas mecanografiadas que te di a leer? ¿Pero es que no las has mirado?

—Pues… la verdad, no lo sé. No, creo que no las miré. No me pareció interesante… sólo uno de esos pesados estudios sociológicos.

—¿Pesado? Ni por asomo. Lo que probablemente hacen allí esos indígenas, mestizos de blanco y de polinesio, haría parecer la Casa de Todas las Naciones tan grave y sosegada como el palacio de Buckingham.

—¿Es cierto… lo que has dicho… acerca de la cabaña de Auxilio Social?

—Maud cree que es cierto. Su fuente de información es buena. Irá allí al frente de un equipo, durante seis semanas de junio y julio, para verlo por sí misma. Esta noche nos reunimos para hablar de ello. Por eso nos invita a cenar.—Se frotó su cara rubicunda y pequeña—. Voy a afeitarme y vestirme. —Empezó a maniobrar con su corpachón, que parecía un dirigible, para dar la vuelta y marcharse, cuando de pronto se volvió a su esposa— Querida, sí de verdad tienes jaqueca, en ese caso… bien, no insisto…

Pero Lisa se levantó, casi con tanta energía como su marido.

—No… no te preocupes. Ya empiezo a encontrarme mejor. Sería un crimen perder una velada con Maud Hayden. Tienes razón. Voy a tomar un baño, y me vestiré volando.

Cyrus Hackfeld sonrió.

—Así me gusta. Que seas buena chica.

Lisa pasó su brazo por el doblado brazo de Cyrus, para agradecer lo de "buena chica" y después se preguntó si las mujeres cuarentonas se considerarían viejas en Las Tres Sirenas. En compañía de su esposo, ascendió después al primer piso, dispuesta a acicalarse para su última noche de juventud…

La cena fue servida en el comedor de los Hayden a las nueve y cuarto y Claire observó, mientras Suzu servía el postre, consistente en tartas de cereza, que eran casi las once menos veinte.

A Claire le parecía que la cena se había desarrollado de manera maravillosa. La sopa china de huevo fue consumida hasta la última cucharada.

El pollo a la Teriyaki acompañado de arroz, los guisantes chinos con castañas de agua y bolas de melón, acompañado de sake o aguardiente de arroz japonés, servido caliente en diminutas tacitas blancas. La cena fue del agrado general y todos los comensales repitieron, a excepción de los Loomis.

Incluso Rex Garrity, que se consideraba un gourmet internacional, felicitó a Maud por la cena, admitiendo que no había probado una mezcla de platos chinos y japoneses preparada con tanto arte desde que visitó Shangai en 1940, cuando las fuerzas de ambas naciones ocupaban la ciudad. La conversación también fue admirable bajo todos los aspectos, cordial y de un interés sorprendente. Claire disfrutaba tanto, que todo cuanto oía le parecía nuevo. Al comenzar la velada, durante el aperitivo y los entremeses —Suzu había preparado Rumaki, bollos de queso y cangrejo asado—, se produjo una breve y aguda escaramuza, un torneo verbal, entre Garrity y Maud. Ambos eran los que, entre los reunidos, habían visto más mundo, ambos estaban llenos de experiencia y de conocimientos, los dos estaban acostumbrados a ser escuchados y rivalizaron entre sí para llevar la voz cantante aquella noche, enzarzándose en una centelleante esgrima. Aquel asalto entre dos maestros consumados resultó fascinante. Garrity parecía ansioso por impresionar a Hackfeld y Maud, con sus dotes de hombre de mundo y su importancia. Maud estaba decidida a ser el centro de la velada y a conseguir que Hackfeld se sintiese orgulloso de financiar la expedición a Las Tres Sirenas. Cuando Suzu anunció que la cena estaba servida, Garrity, que había bebido más de la cuenta y estaba desconcertado por la terminología científica que esgrimía Maud, comprendió que los invitados sentían más interés por la dueña de la casa que por él. Bajando su lanza, se retiró de la liza.

Durante toda la cena, Maud llevó la voz cantante, y la manera como supo sacar partido de su victoria y presentó su nuevo hallazgo, acapararon la atención general. Después de poner a salvo su orgullo profesional confirmando, de autoridad a autoridad, varias de las digresiones que hizo Maud al hablar de su viaje, Garrity se consagró por entero a la cena. Dos o tres veces, hablando en voz baja, inició un téte a téte con Marc, que parecía escucharlo absorto.

A Claire le gustó ver que Garrity era exactamente como esperaba que fuese, a no ser porque se mostraba aún más lastimoso y patético. No le produjo ninguna sorpresa. Para Claire la verdadera sorpresa de la noche fue Lisa Hackfeld. Con la sola excepción de su atavío, Lisa no tenía nada de frívolo. Se mostró desenvuelta, agradable, falta de pretensiones e interesada por lo que se decía. Acudió dispuesta a postrarse a los pies de Maud, lo cual quería decir que se presentó sin darse aires de falsa importancia. Sus conocimientos etnológicos eran muy escasos y lo mismo podía decirse en lo tocante a las expediciones científicas y la Polinesia, y ella lo reconocía, pero deseaba saber más, saberlo todo inmediatamente, asimilar el mayor número posible de información. Durante toda la cena hizo numerosas preguntas a Maud, especialmente sobre Las Tres Sirenas, con gran placer por parte de Maud y tranquila satisfacción por parte de Hackfeld.

A la sazón, mientras apenas probaba el postre —estuvo demasiado nerviosa durante toda la velada para comer debidamente—, Claire estudió a hurtadillas a sus invitados. Al redactar aquella tarde las tarjetas que debían ponerse frente al lugar que ocuparía cada comensal, Claire preguntó a Maud si debía colocar a los caballeros y las señoras alternados, pero Maud respondió negativamente. Deseaba disponer a los invitados del modo más ventajoso para ella. Así, Maud ocupó la cabecera de la mesa, con Cyrus Hackfeld a su derecha y Lisa a su izquierda. En aquellos momentos, se dedicaba a profetizar las condiciones de vida que encontraría el equipo científico en Las Tres Sirenas.

Junto a Lisa se sentaba el presidente Loomis, de Raynor, que recordaba bastante al achacoso presidente Woodrow Wilson. En aquellos momentos estaba dedicado a la importante tarea de cortar su tarta de cereza. Frente a él, haciendo lo propio, estaba su esposa, que no se parecía a nadie en particular. En una ocasión, cuando sirvieron el segundo vino y también mientras tomaban la sopa, Loomis intentó exponer sus opiniones sobre los contrastes que ofrecía la educación universitaria norteamericana y soviética, sin que viniese a cuento, pero al ver que nadie le prestaba atención, excepto Claire, se encerró en la actitud de oyente culto, lo mismo que su esposa. Ambos permanecían silenciosos, tomando el postre, convertidos en dos distinguidas columnas de sal. En el lado opuesto de la mesa, frente a Garrity, estaba Claire, sentada junto al presidente Loomis, y al otro lado de ésta, al extremo de la mesa, Marc escuchaba atentamente al autor de libros de viajes, inclinado hacia él y asintiendo ante sus palabras, que llegaban a Claire en un confuso susurro.

Al ver que todos se hallaban ocupados, Claire examinó a Rex Garrity con mayor atención. Antes de aquella noche ya había conjeturado cómo era, pero entonces comprendió que lo conocía mucho más y que sabía quizás todo cuanto había que saber. Al verle inclinado y absorto en su conversación con Marc, se dijo que en otro tiempo debió de ser un hombre muy apuesto, como un antiguo poeta griego que hubiese sido también vencedor en las Olimpiadas. En la flor de la vida, o sea un cuarto de siglo antes, debió de ser un joven agraciado y esbelto, de cabellos rubios y ondulados, facciones finas y angulosas y modales curiosamente afeminados en aquel cuerpo fuerte y nervioso. El tiempo fue su peor enemigo, y bajo más de un aspecto, según sospechaba Claire. Tenía aún el cabello rubio y ondulado, pero rígido, como briznas de paja, y de aspecto tan artificial como si gastara tupé. En su cara se leían mil batallas libradas para adelgazar y probablemente estuvo lucida y chupada muchas veces consecutivas; en la actualidad estaba tan ajada por las vanidades de la vida y la bebida, que la piel le pendía fláccidamente, y su tez aparecía congestionada y surcada por pequeñas venas. En cuanto a su figura, era una triste ruina de aquella esbelta y gallarda apostura de Yale, de los antiguos tiempos en que sus obras conocieron éxitos sin precedentes. Aún tenía los hombros anchos y las caderas estrechas, pero poseía una grotesca y saliente panza como si el vientre hubiese sido la única parte de su anatomía que se hubiese rendido al paso del tiempo.

Mientras Claire lo sometía a este implacable examen, calculó que su edad debía de oscilar entre los cuarenta y ocho y los cincuenta y dos años.

Y se dijo, completamente convencida, como si de algo propio se tratase, que se encontraba en el peor período de su vida. Poco después de que llegara Garrity, escuchó sin proponérselo una breve e irónica conversación entre aquél y Cyrus Hackfeld. La discusión le reveló que Garrity había ido aquel mismo día a ver a Hackfeld para pedir que la Fundación le subvencionase un viaje, pero Hackfeld contestó con una negativa, añadiendo que la Fundación no disponía de fondos para empresas carnavalescas que no tuviesen carácter científico. Claire sospechaba que lo peor de todo, para Garrity, era que el mundo había seguido adelante, dejándolo a un lado del camino, donde él se quedó con su viejo repertorio, sin que el mundo se interesara ya por el histrión que había abandonado.

Durante los años treinta hubo un público para Garrity. En aquel período de entreguerras aún perduraba la resaca de los felices veintes que, combinada con la gran depresión económica, provocó deseos de evasión en los hombres, felices de adoptar una identidad distinta. Garrity les proporcionó una identidad romántica que les permitiera disfrazarse y huir.

Personificó por un tiempo todos los sueños y anhelos de lugares remotos y aventuras exóticas. Siguió las pisadas de los caballeros errantes, evitando la muerte, salvando doncellas afligidas, descubriendo ruinas ocultas, escalando inaccesibles montañas, musitando oraciones a la sombra y al claro de luna de los Taj Mahals de la tierra. Pero además describió en sus libros estas heroicas aventuras juveniles y habló de ellas en sus conferencias, mientras millones de seres humanos pagaban para salir de su envoltorio carnal y acompañarle en sus quiméricas empresas.

El declive empezó para Garrity en los años cuarenta, y los cincuenta le asestaron el golpe de gracia. En la década anterior, los hijos de sus lectores se vieron obligados a salir de su insularidad para recorrer el mundo; visitando las viejas ciudades de Francia, Italia y Alemania, los arenales africanos, las junglas del Pacífico, viendo todos estos lugares bajo la dura y cínica luz de la realidad. Así, visitaron todos los lugares descritos por Garrity y supieron que sus románticas aventuras no eran más que una sarta de mentiras. Conocieron mejor que él la verdad sobre los lugares remotos y les faltó paciencia para seguir soportando a Garrity, pese a la permanente credulidad de sus padres, que no sabían otra cosa. Al comenzar los años cincuenta, su antiguo público iba en disminución y el nuevo no le hacía caso.

Este nuevo público y sus descendientes no se sentían inclinados a leer relatos de aventuras, suponiendo que aún quedasen aventuras en el mundo, cuando en el tiempo que necesitaban para leer un libro de Garrity podían visitar en persona, después de volar en turborreactor, las ruinas de Angkor, la isla de Rhodas y la torre inclinada de Pisa. El mundo se hizo de pronto demasiado pequeño, demasiado accesible en todas sus partes, para que las gentes sintieran interés por novelas de viajes de segunda mano. Cuando fue posible ver el interior de la caja del prestidigitador, mientras éste aserraba a la joven por la mitad, aquellos trucos dejaron de tener interés. La guerra mundial y el turborreactor enterraron a Garrity.

Estas reflexiones hicieron que Claire sintiese casi compasión por aquella reliquia. Aún seguía publicando libros, pero apenas se vendían; continuaba dando conferencias, pero casi nadie acudía a oírle. Aún explotaba su nombre, pero entre los que tenían menos de cincuenta años, apenas nadie lo recordaba o le importaba. Aquel ídolo de las masas había quedado arrinconado, pero se negaba a creerlo. Llevaba su pasado siempre consigo y lo mantenía vivo en alcohol y fantásticos proyectos. Mientras hablaba con Marc, hacía ademanes y gestos que aún eran más afeminados que antes. A consecuencia de una súbita revelación, Claire vio lo que había permanecido oculto durante tanto tiempo, pero que entonces, a causa del miedo irrefrenable a fracasar, se manifestaba con frecuencia. Garrity era homosexual, siempre lo había sido, pero antes sus viriles novelones le habían proporcionado un oportuno camuflaje. Aquella noche, sin aquella máscara, la verdad se hizo evidente con claridad meridiana.

Claire se apresuró a analizar el juicio que le merecía Garrity, visto bajo aquella nueva luz. Ella no abrigaba sentimientos de repulsión hacia los homosexuales. Los pocos que había conocido en su breve vida le habían parecido más agudos, más inteligentes y sensitivos que los hombres normales.

Asimismo, se sentía más tranquila con ellos, más segura y confiada, porque no representaban una amenaza. No, desde luego, no era su evidente homosexualidad lo que hacía que Claire abandonase el desagrado que le inspiraba para sustituirlo por la compasión. Era su deseo de aparentar lo que ya no era lo que despertaba su conmiseración.

Mientras observaba de nuevo al escritor, situado al otro lado de la mesa, renunció a la comprensión en favor de sus primeros sentimientos de desaprobación. Se recostó en su asiento, acercándose la servilleta a los labios, para preguntarse de nuevo cómo era posible que Marc se hallase tan absorto en lo que le contaba aquel hombre que no era más que un bluff, que sólo se sostenía en pie gracias a amarillentos recortes de prensa y antiguos agasajos.

Volvió la cabeza para mirar al otro extremo de la mesa, mientras quitaban los platos del postre, y observó que Maud la miraba. De manera casi imperceptible, Maud le hizo, una leve inclinación de cabeza, que Claire contestó del mismo modo.

—Bien —dijo Maud, dirigiéndose a los reunidos—. Creo que estaremos mucho mejor en la sala. Claire, por favor…

Claire ya se había levantado, mientras el presidente Loomis hacía ademán de ayudarla.

—Sí, me parece muy bien. Mr. Hackfeld… Mr. Loomis… y Marc… perdóname, Marc, siento interrumpiros, pero iremos a tomar el café y los licores a la sala…

Todos los invitados se levantaron de la mesa. Claire, de pie junto a la arcada de la sala, invitó a pasar a los Loomis y después a Garrity y a Marc.

Cuando tomó por el brazo a Lisa Hackfeld, vio por encima del hombro que Cyrus Hackfeld también se disponía a pasar a la sala. Pero Maud, que estaba hablando con él, dijo algo más; Hackfeld le dirigió una mirada interrogadora, hizo un gesto de asentimiento y se alejó con ella hacia la ventana del comedor, situada en el extremo opuesto. Había llegado la hora de la verdad, pensó Claire. Deseando suerte a su ilustre suegra, pasó con Lisa Hackfeld al salón, para llevar a cabo su maniobra diversiva.

Mientras Marc servía licor de albaricoques y Cointreau, con unas gotitas de Armagnac, Benedictine y brandy, los invitados se dispersaron con incertidumbre por la amplia y espaciosa sala, y Claire pensó que aquello recordaba los momentos iniciales de una comedia, antes de que los principales actores hagan su aparición en escena, cuando suena el teléfono y la doncella va a contestar, mientras los comparsas cruzan el escenario diciendo frases convencionales, para ganar tiempo. El público, ansioso, espera entretanto que salgan las estrellas. Sin embargo, Claire tenía una misión que realizar y se hallaba decidida a cumplirla.

Tomó asiento junto a Lisa Hackfeld.

—Ms. Hackfeld, me pareció oír que usted hacía una pregunta a mi madre política acerca del festival de Las Tres Sirenas, ¿no es eso?

—Sí —repuso Lisa—. Me parece algo extraordinariamente fascinante, y creo que deberíamos implantarlo entre nosotros.

Marc hizo una pausa, mientras servía los licores.

—Nosotros ya tenemos nuestras fiestas… el Cuatro de julio, por ejemplo —dijo, torciendo el gesto. Y al ver la estupefacción pintada en el semblante de Lisa Hackfeld, se apresuró a explicar, con una sonrisa forzada—.

Desde luego, estoy— bromeando. Pero hablando en serio, en el interior de nuestra civilizada nación tenemos las formas más variadas de festejar un acontecimiento. Para bien o para mal, tenemos sitios donde… podemos ir a beber, divertirnos, pasar el tiempo de mil maneras…

—No es lo mismo, Marc —intervino Claire—. Todas estas diversiones son artificiales y poco naturales. Bromeabas al referirte a nuestras festividades, como el Cuatro de julio, pero esto constituye un buen ejemplo de la distancia que nos separa de Las Tres Sirenas. Nosotros celebramos el Cuatro de julio con fuegos de artificio…, pero en Las Sirenas, los indígenas son los que se convierten en fuegos de artificio vivientes.

Lisa Hackfeld dirigió a Claire una mirada radiante.

—Exacto, Ms. Hayden! Nosotros no tenemos nada comparable…

—Porque, como acaba de indicar el Dr. Hayden, nosotros somos un pueblo civilizado —terció Garrity. Su rostro congestionado asumió la solemnidad de un cardenal leyendo una encíclica del papa—. Yo he visitado esas islas. En todas se celebran festivales que no son más que una excusa para resucitar sus antiguas costumbres bestiales. Es la manera que tienen para burlar a los misioneros y los gobernadores, para encenagarse en las más bajas pasiones. Yo no puedo soportar a los sabihondos y etnólogos que dan toda clase de interpretaciones elevadas y fantásticas a estos juegos y bailes festivos, que no son más que vergonzosas e impúdicas exhibiciones.

La civilización ha puesto freno a sus indecentes costumbres, pero ellos se valen de cualquier excusa para quitar ese freno.

Claire quedó consternada.

—¿Y esto le parece mal?

Marc se apresuró a intervenir.

—Vamos, Claire, cualquiera diría que…

Claire no daba su brazo a torcer.

—¿Defiendo a los salvajes? A veces desearía serlo, pero no lo soy.

—Se volvió a Lisa Hackfeld, que escuchaba, mirándola con los ojos muy abiertos—. Usted me comprende, ¿no es verdad, Ms. Hackfeld? Estamos todos tan pisoteados, tan cohibidos y amordazados, en lo que se refiere a nuestras emociones… Esto no es natural. No es que tenga nada contra las leyes, las normas de conducta y las prohibiciones, pero de vez en cuando debería ser posible gritar y mandarlo todo a paseo. Todos nos sentiríamos mucho mejor.

—Me ha quitado usted las palabras de la boca —dijo Lisa Hackfeld, satisfecha—. No podemos estar más de acuerdo.

—Bien, todo depende de cómo se mire —dijo Marc, reflexivo y pesando cuidadosamente las palabras—. Es posible que Mr. Garrity no ande muy lejos de la verdad. Los estudios recientes han demostrado que los habitantes de esas islas suelen valerse de sus antiguas costumbres para disimular su erotismo. Tomemos los de Fidji por ejemplo. Durante sus festividades, ponen en práctica un juego llamado veisolo. En principio, se trata de que las jóvenes invadan las casas de las personas de su misma edad pero de sexo opuesto para robarles la comida. Pero nadie se llama a engaño acerca de la verdadera finalidad del juego. No hay duda de que se trata de un pretexto para… mantener relaciones sexuales. Basil Thomson ya describió este juego en 1908. Una rozagante moza fidjiana penetró en la cabaña de un joven para robar comida y se encontró rodeada por los ocupantes masculinos de la choza. "Entonces tuvo lugar una escena —escribió Thomson— indicadora de que esa costumbre tiene un significado sexual, pues la joven fue despojada de sus ropas y cruelmente violentada, de una manera que no puede describirse" Ahora bien, yo, como etnólogo, encuentro esto muy interesante. Y el único juicio que me merece sería… —Se volvió completamente hacia su esposa y Mrs. Hackfeld—. Supongo, Claire, que no irás a decir que esto es divertido o una práctica que se debe implantar en nuestro país… para que todos la sigan, ¿no?

Claire le conocía y sabía que estaba dominando su irritación, por el ligero retintín de su voz, por su entrecejo fruncido, que no estaba de acuerdo con su media sonrisa. Comprendió que tenía que resolver la situación.

—Marc, parece mentira… deberías conocerme mejor. ¿No te has dado cuenta de que estaba bromeando? ¿Acaso me crees capaz de proponer en serio semejante cosa?

Oyó el suspiro de decepción que dejaba escapar Lisa Hackfeld, como si acabase de perder un aliado. Mientras ablandaba a su marido, Claire trató al mismo tiempo de conservar la fe que Lisa había depositado en ella.

—Pero volviendo a ese festival de Las Tres Sirenas, sin duda debe de ser bueno para ellos, ya que llevan tanto tiempo practicándolo. Aunque, desde luego, no nos hallamos en situación de opinar, porque apenas nadie sabe nada de ese pueblo. —Sonrió a Lisa Hackfeld y le hizo un guiño—. Le prometo darle un informe completo en agosto.

Después de esto, la conversación se hizo menos animada, más forzada y lenta. Lisa Hackfeld hizo algunas tímidas preguntas acerca de la música y los bailes polinesios, y Marc se las contestó con pedantería, citando diversos estudios publicados sobre la cuestión. El presidente Loomis sacó a colación el tema de Kabuki, pero Garrity lo redujo al silencio, cuando se puso a referir una aventura que una vez le sucedió en un harén de bailarinas de hula, en Waikiki.

Mientras terminaba su relato, resonaron unas pisadas. Cyrus Hackfeld, muy risueño, penetró en el salón y se dirigió a la bandeja del brandy.

Inmediatamente después entró Maud. Por la forzada sonrisa de su madre política, Claire dedujo que no estaba satisfecha. Se interpuso por un instante entre Marc, Claire y sus invitados, tapándolos físicamente, para quedarse frente a su hijo y su nuera, momento que aprovechó para hacer un rápido gesto, cerrando el puño con el pulgar hacia abajo, al propio tiempo que hacía una rápida mueca.

A Claire se le cayó el alma a los pies. Maud quería decir que Hackfeld había rechazado su solicitud de una subvención más elevada. Claire se preguntó qué iba a ocurrir. Aquello no significaba que la expedición se cancelase, pero ésta habría de ser más limitada, reducida y dispondría de nuevos medios. ¿Querría decir también que algunas de las cartas que se habían dirigido a diversos expertos, invitándoles a participar en la expedición, tendrían que quedar sin efecto? Claire se preguntó también por qué Maud se había arriesgado a anunciar su fracaso. ¿Confiaba aún en invalidar aquella decisión? ¿Esperaba que Claire o Marc consiguiesen obtener lo que a ella le había sido negado?

Confundida ante el inesperado fracaso, Claire se encerró aún más en sí misma. Había perdido sus risueños modales de sociedad. Se hundió en la butaca y se dedicó a escuchar.

Oyó la voz de Garrity, extraordinariamente fuerte y aguda, dirigiéndose a Maud.

—Doctora Hayden —decía—, voy a explicarle por qué vine a Los Ángeles. La agencia que organiza mis conferencias, Busch Artist y Lyceum Bureau, me han conseguido una serie fabulosa de contratos para el año que viene… pero, francamente, a condición de que presente un nuevo tema. A decir verdad, yo también deseo encontrarlo. Empiezo a estar cansado de los viejos. Bien, la verdad es que se me ocurrió una idea y empecé a estudiarla. Me pareció maravillosa. Digan lo que digan, incluso en nuestra época la gente desea escapar, hundir la cabeza en la arena. Los avestruces son muy maltratados, pero la verdad es ésta. Así fue como se me ocurrió que para escapar de toda esta horrible cháchara sobre cuestiones nucleares y lluvia radiactiva, a mis lectores les gustaría acompañarme por una noche a la Ciudad de Oro, en las selvas inexploradas del Matto Grosso brasileño.

Como usted sabe, se asegura que esa ciudad existe. Decidí entonces organizar una pequeña y modesta expedición, con guías, un equipo cinematográfico, etc., y subir por el Amazonas, siguiendo la antigua ruta de Fawcett, para vivir una rara aventura. Pero para estas cosas hace falta dinero y entonces pensé en Cyrus, que es un viejo amigo mío, y le expuse la idea, pero Cyrus opinó que no era lo bastante científica…

Hackfeld se agitó con desazón.

—Yo no, Rex, sino el consejo de administración, el consejo de la Fundación.

—Bien, sea como sea, sigo creyendo que se equivocan —dijo Garrity, a quien la bebida había desatado la lengua—. No importa, no importa; de todos modos, ya he desechado la idea. —Se volvió de nuevo hacia Maud. Usted me ha convencido esta noche, doctora Hayden, de que la Ciudad de Oro no vale nada al lado de sus Tres Sirenas.

—Muchas gracias, pero no son mías —contestó Maud.

—No sabe usted lo que tiene, doctora Hayden. Se trata de una aventura, de un tema interesantísimo y al propio tiempo… perdóneme… puede ser tomada como empresa científica… es ciencia, pero con la taquilla preparada para la venta de localidades.

Claire se estremeció al pensar en el efecto que esta observación produciría a su madre política, pero sabía también que Maud tenía los nervios muy templados.

—No estoy de acuerdo con la descripción que ha dado a nuestro estudio etnológico, Mr. Garrity —dijo Maud, muy tiesa.

—No se ofenda —replicó Garrity—. Interprételo como un cumplido.

Dígame… ¿no tratamos los dos, usted y yo, con el público? De todos modos, voy a ir ahora mismo al grano… tiene que saber que siempre voy derecho al grano. Me gustaría ir con usted a Las Tres Sirenas. Hablaba de ello con Marc durante la cena. Me ha convencido usted. Se trata de un tema completamente nuevo. Podría ser sensacional. Nada menos que una isla desconocida convertida en laboratorio donde se experimentan nuevas formas de vida sexual y conyugal. Estoy seguro de que el número de mis contratos se duplicaría… se triplicaría… y escribiría un best seller que podría rivalizar con el suyo, porque ambos se ayudarían mutuamente, se lo aseguro. Yo puedo ayudarla mucho. A decir verdad, estoy dispuesto a ofrecerle parte de mis royalties…

—No —atajó secamente Maud.

Garrity se balanceó sobre una frase y no llegó a pronunciarla, quedándose con la boca entreabierta.

—Pero…

Marc se volvió hacia su madre.

—Matty, acaso más tarde podríamos hablar de ello con Mr. Garrity.

—No, de ningún modo —dijo Maud.

Todas las miradas se concentraron en ambos e inmediatamente Marc trató de defender su posición como científico.

—Lo que yo quiero decir, Matty, es que… sí, estoy completamente de acuerdo contigo en que debemos rehuir cualquier forma de publicidad barata… pero se me ocurrió que puede haber otras zonas… no sé, zonas más reducidas, en las que Mr. Garrity podría resultarnos beneficioso y donde nosotros podríamos… —Se interrumpió, alzó las manos con las palmas hacia fuera y se encogió de hombros—. Me limitaba a sugerir que acaso sería mejor hablar de ello en otro momento.

Maud contestó:

—Agradezco tu sugerencia, Marc, pero la verdad es que no hay que dejar nada para otro momento. —Pronunció estas últimas palabras con una leve sonrisa, que desapareció cuando se volvió para dirigirse a Garrity—. Respeto su situación y sus deseos, Mr. Garrity, pero usted debe hacer lo propio conmigo. Vamos a visitar un pueblo único en el mundo, que habita en una isla ignorada, bajo la condición de que se conserve para siempre su incógnito y no se revele la situación de la isla…

—¡Yo no la revelaría! —dijo Garrity con fervor.

… y que el relato que de su vida y costumbres se haga no peque de sensacionalista —prosiguió Maud—. Debido a su propia actitud ante la vida y a los éxitos que se ha apuntado como divulgador, podría usted querer sacar partido de Las Sirenas en forma que a la larga resultase perjudicial.

Estoy decidida a mantener enteramente esta empresa dentro del terreno científico. Cuando más adelante me refiera a ella, redacte libros o artículos sobre este pueblo, y lo mismo puedo decir de los demás miembros de mi equipo, será siempre dentro del terreno etnológico y las interpretaciones serán puramente sociológicas. Confío de esta manera presentar a esta tribu bajo la luz apropiada y hacer que su estudio resulte útil. Me he comprometido a no salirme de estos límites. Le ruego, por Dios, Mr. Garrity, que no se lo tome como un desprecio… usted tiene un lugar… usted y sus obras… y nosotros tenemos otro, pero no creo que sea posible una colaboración entre ambos… Marc, sirve otro brandy a Mr. Hackfeld.

A partir de aquel momento, Garrity cesó de intervenir en la conversación general y se hundió en un sombrío silencio, moviéndose únicamente para llenar de nuevo su copa con Armagnac. Lisa Hackfeld recuperó su animación, acribillando a Maud con nuevas preguntas acerca de lo que esperaba encontrar en Las Tres Sirenas y la vida en la Polinesia. Hackfeld parecía satisfecho al ver a su esposa tan interesada.

Poco antes de medianoche, Claire oyó que Garrity con voz ronca preguntaba a Marc dónde estaba el teléfono, pues tenía que llamar para una cuestión de negocios. Marc amablemente se levantó y acompañó al escritor por el vestíbulo hasta el teléfono, instalado en la sala donde estaba también el aparato de televisión. Hacía cinco minutos que ambos habían salido, cuando Hackfeld se levantó pesadamente.

—Querida —dijo a su esposa—, nos espera un largo viaje de regreso.

—¿Ya se van? —preguntó Maud.

—Con gusto me quedaría un poco más, se lo aseguro —dijo Lisa, levantándose—. Hace años que no sostenía una conversación tan interesante.

Los Loomis también se pusieron de pie y Claire fue al vestíbulo a buscar los abrigos. Desde el guardarropa vio a Marc y Garrity de pie dentro de la pequeña sala de la televisión, enfrascados en una animada conversación sostenida en voz baja. Qué raro, se dijo Claire. Garrity no quería telefonear, sino hablar con Marc…

Se detuvo con los gruesos abrigos al brazo.

—Mr. Garrity —dijo—. Los señores Hackfeld se van.

Garrity salió de la habitación haciendo signos afirmativos, dirigió una falsa sonrisa a Claire y atravesó el vestíbulo para regresar a la sala.

Marc le siguió, con aire pensativo, pero Claire se interpuso entre su marido y Garrity.

—Marc, ayúdame a llevar los abrigos.

Mientras él lo hacía, quedaron a solas.

—¿Qué estáis tramando, vosotros dos? —preguntó Claire.

La mirada de Marc se animó.

—Me hablaba de sus conferencias. Dice que con un tema como el de Las Tres Sirenas, podría conseguir para todos nosotros más de un millón de dólares, ¡un millón, imagínate! y sólo para empezar.

—¿Para todos nosotros?

—Es decir, caso de que Maud acepte su participación…

—Ese hombre sería la ruina de la empresa. Lo encuentro horrible.

—Deja por un momento tus juicios precipitados, Claire. Cuando se le conoce, es muy agradable. Y la fortuna le sonríe. A decir verdad, creo que es más pacato y conservador de lo que parece. En mi opinión, lo que a ti y a Matty os disgusta son sus modales en público.

—Es una sanguijuela —dijo Claire—. Hay docenas de chupadores de sangre como ése, desprovistos de talento, que viven gracias a personas que como tú y Maud, sí lo tienen. Os engañan con el espejuelo de las ganancias fabulosas exactamente como hace Garrity.

—Cuidado, Claire —dijo Marc, mirando con nerviosismo a su alrededor—. Puede oírte.

—Que me oiga.

Se dispuso a regresar a la sala, pero Marc la retuvo.

—Mira, sostengo lo que he dicho. Desde luego, no nos interesa hacer sensacionalismo con nuestros descubrimientos, pero… en fin, tú sabes tan bien como yo cuántos datos inocuos hay sepultados en los archivos. Creo que podríamos pasar los que no nos interesaran a Garrity, sin que eso significase comprometernos. Yo pienso que vale la pena aprovechar una ocasión como ésta, ¿no te parece? Me gustaría comprar un coche para ti, tener un guardarropa mejor provisto.

—A mí también —repuso Claire—, pero debe haber medios más fáciles. Por ejemplo, atracar un banco… No seas infiel a tus principios, Marc.

Deja que Mefistófeles se busque otro Fausto.

—Oh, no eran más que figuraciones, querida. Simple charla.

—Como la de Garrity. —Le tiró de una manga—. Vamos, nos esperan.

Cinco minutos después, Maud Hayden estaba de pie junto a la puerta, despidiendo a sus invitados. Claire se situó a su lado, sin poder dominar un escalofrío al contacto del frío aire nocturno. Pudo ver un extraño cuadro frente a la casa. El coche de los Loomis ya se había ido, pero el lujoso Cadillac de los Hackfeld estaba aún parado junto a la acera. Garrity ya se había instalado en el asiento delantero y el chofer permanecía de pie junto a la abierta portezuela posterior. Lisa Hackfeld había llevado a su marido a cierta distancia del automóvil, y ambos parecían estar discutiendo.

—Me gustaría saber qué pasa —comentó Claire.

—A mí también —repuso Maud—. Lo único que sé es que, por mi mala suerte, me ha dado un "no", diciendo que aún sabemos muy poco sobre Las Sirenas para ampliar la subvención.

—¿Cómo habrá que interpretar eso?

—Pues, verás…

Se interrumpió. La maciza figura de Cyrus Hackfeld se acercaba lentamente por el sendero, mientras su esposa se metía en el automóvil. El magnate se detuvo a unos metros.

—Doctora Hayden —dijo—. ¿Puedo hablar con usted un momento?

Maud se apresuró a abrir completamente la puerta corredera.

—Espera —dijo Claire—, voy a buscarte un suéter.

—No, no importa…

Con estas palabras descendió hasta el sendero. Claire la siguió un momento con la mirada, vio que empezaba a hablar con Hackfeld, después que asentía, y Claire abandonó la entrada para que no creyeran que estaba fisgoneando. Ayudó a Marc, llevando botellas y copas a la cocina, y vació los ceniceros, hasta que finalmente su madre política regresó.

Maud cerró la puerta de entrada y se apoyó de espaldas en ella, mientras frente a la casa el Cadillac se ponía en marcha, calentaba un momento el motor y después se alejaba, haciendo crujir la grava. Claire y Marc trataron de leer en el semblante de Maud cuando ella se acercó despacio a la mesita de café. Su expresión era de alivio, pero no de alegría.

—Bien, hijitos —dijo—, nos amplían la subvención… pero tendremos que cargar con Lisa Hackfeld.

Marc fue el primero en reaccionar.

—¿Qué demonios significa eso, Matty?

—Pues significa que Lisa Hackfeld se ha divertido esta noche como nunca se había divertido. Es una mujer rica que se aburre sin hacer nada y todo cuanto aquí se ha dicho esta noche sobre Las Sirenas la ha fascinado.

Mañana es su cumpleaños y ha pedido a su marido como único regalo que la permita acompañarnos. Sí, quiere ir con nosotros. Está decidida a ello.

Necesita tomarse unas vacaciones pero cree también que puede resultar de utilidad para nosotros. Dice que ha estudiado danza. Hackfeld haría cualquier cosa por complacerla. A decir verdad, no me dio ni tiempo de presentar objeciones. Me dijo: "Naturalmente, doctora Hayden, si usted tiene que llevar a otra persona, eso significará. Más gastos y yo tendré que aumentar la subvención, ¿no le parece? Muy bien, vamos a dejarlo en la suma que usted solicitó después de cenar. La pondré de mi propio bolsillo e incluso añadiré cinco mil más. ¿Le parece bien?". —Maud lanzó un bufido—. ¿Qué podía hacer yo? Tuve que decir que sí. Seremos un grupo extraño y abigarrado, pero lo importante, hijitos, es que iremos. ¡Esto es lo único que cuenta!

Aunque eran ya más de las dos de la madrugada y estaba físicamente cansada, Claire, a decir verdad, no estaba demasiado cansada para aquello.

Sabía que él la deseaba, como siempre que le dirigía taimadas indirectas y se le comía el busto con los ojos, aunque justo era reconocer que ello no sucedía con mucha frecuencia.

Ambos se habían desnudado y Claire estaba ya en la cama de matrimonio, con el leve y blanco camisón de nailon de finos tirantes y falda completamente plisada. El estaba aún en el cuarto de baño y entre tanto ella, tendida de espaldas, lo esperaba. A excepción de la tenue luz que esparcía la lamparilla de la mesita de noche, en la estancia reinaba una íntima semioscuridad y un agradable calor, pero ella esperaba con la mente y no con sus miembros inferiores, y se preguntó por qué sería. En realidad, lo sabía muy bien, pero le disgustaba reconocerlo. Siempre le había disgustado tener que reprocharse algo. La verdad era que aquel acto no le producía placer, sino únicamente la romántica idea que lo justificaba. Su realización era un símbolo. Aquella íntima unión hacía que se sintiese una mujer casada y normal, que vivía al unísono con las demás mujeres de la tierra. La simple unión carnal no le producía placer físico. En los últimos meses, temió que él adivinase sus verdaderos sentimientos. De no ser así, ¿por qué acudía a ella tan de tarde en tarde?

Marc salió del cuarto de baño, vistiendo su pijama a rayas, y cuando ella volvió la cabeza en la almohada para mirarlo, vio por su expresión y movimientos que ya se hallaba dispuesto. Permaneció tendida, esperándolo sin tensión ni expectación, porque aquello le era ya familiar. El empezaba por sentarse al borde de la cama, después se quitaba las zapatillas, se deslizaba entre las sábanas, apagaba la lamparilla y se tendía a su lado. Luego su mano avanzaba hacia ella, y de pronto se volvía para besarla en la boca, bajando al propio tiempo los finos tirantes, para besarle después los senos y asir finalmente el extremo inferior de su camisón. A los pocos minutos, todo había terminado y ella volvía a estar como antes. Valía cualquier cosa ser una persona normal y casada, se dijo Claire, mientras lo esperaba.

El se sentó al borde de la cama y se quitó las zapatillas.

—Hemos pasado una velada muy agradable, querido —dijo Claire—.

Me alegro de que todo haya ido tan bien.

—Sí —asintió él, pero una sombra de desaprobación cruzó su semblante—. Aunque hay una cosa que…

Se deslizó entre las sábanas pero permaneció medio incorporado sobre un codo.

Claire lo miraba con expresión intrigada.

… hay una cosa que me preocupa, Claire. ¿Qué te pasa, qué tienes para hablar tan libremente delante de personas completamente desconocidas? Me refiero a todas esas tonterías que dijiste al manifestar tu aprobación a esos obscenos festivales, diciendo que ojalá los tuviésemos aquí. ¿Qué pensarán los que te oyeron? Sin duda les produjo muy mal efecto. Como no te conocen, no podían saber que bromeabas.

Tendió la mano hacia la lamparilla y la apagó.

—No bromeaba, Marc —dijo ella en aquellas súbitas tinieblas—. Yo creo que vale la pena hablar con más respeto de esas fiestas de los pueblos primitivos. Si me callé, lo hice únicamente al ver que tú te enfadabas.

Unos segundos antes, la voz de Marc, pese a censurar sus acciones, aún estaba cargada de deseo. De pronto cambió, y el deseo se convirtió en disgusto.

—¿Qué quieres decir, con eso de que me enfadaba? ¿Dónde quieres ir a parar?

—No quise decir nada, Marc. Dejémoslo, por favor…

—No, te exijo que me expliques qué querías decir.

—Pues que cada vez que menciono el tema sexual —y lo hago muy raramente—, tú te disgustas conmigo. Siempre es así… no sé por qué ser ni por qué motivo.

—¿Por qué motivo? Vaya.

—Vamos, Marc, no hagamos una montaña de un grano de arena. No sé ni lo que digo… estoy cansada…

—Desde luego, es verdad que no sabes lo que dices. Me gustaría saber lo que piensas en realidad, pero voy a decirte una cosa: valdrá más que te esfuerces por convertirte, lo antes posible, en una persona responsable, como corresponde a una mujer casada, en vez de…

Ella se sentía débil y agotada.

—¿En vez de qué, Marc?

—Bueno, dejémoslo. Yo también estoy cansado.

La cama se movió cuando él, incorporándose, se sentó en el borde. Buscó a tientas las zapatillas, se las puso y se levantó en la oscuridad.

—Marc, ¿qué te pasa…? ¿Adónde vas?

—Voy abajo a beber algo —dijo con tono hosco—. No puedo dormir.

Cruzó a tientas la habitación, chocando contra una silla, y Claire le oyó salir y bajar las escaleras.

Claire continuó tendida de espaldas, con el inútil camisón blanco, inmóvil. Estaba triste, aunque tampoco era la primera vez que aquello sucedía. Por extraño que resultase, la verdad era que aquellas explosiones ocasionales de mal humor tenían un ritmo. Cada vez que ella repetía algo que había oído, un chiste o un chisme de carácter más o menos picante, cada vez que ella decía con franqueza lo que pensaba, él se disgustaba. La última escena ocurrió dos semanas antes, en un momento de intimidad como aquél. Ambos fueron al cine, a ver una película cuyo protagonista era un campeón de boxeo. Cuando ella comentó después la cinta y trató de analizar en qué consistía el atractivo que el apolíneo campeón ejercía sobre las mujeres, Marc tomó a mal estas observaciones y se enfadó con ella. Sí, la verdad era que cada vez que Claire hacía alguna referencia favorable al sexo o a cualquier aspecto de la sexualidad, Marc lo tomaba como una afrenta personal, un insulto a su virilidad. En aquellos momentos, su talante bondadoso y afable, su espíritu sólido de hombre cultivado, se esfumaban en un santiamén, quedando tan sólo una tensa y defensiva petulancia. Gracias a Dios, aquello no era frecuente, pero sin embargo sucedía, sumiéndola como entonces, en la mayor confusión. Qué ridículo resultaba que él hiciera eso, se dijo, preocupada. ¿Qué le ocurría cuando se ponía así? Se preguntó si aquellas explosiones de mal genio serían también frecuentes entre los demás hombres…

Soñolienta, recordó sus antiguos sueños sobre el amor y el matrimonio, los sueños que acarició en Chicago, cuando tenía once y doce años, después en Berkeley, cuando tenía dieciséis, y después en Westwood, cuando tenía dieciocho y diecinueve, y por último cuando conoció a Marc a los veintidós. En cierto modo, podía relacionar sus sueños con la realidad actual. El matrimonio proporcionaba cierto bienestar y seguridad, especialmente de día. De noche, y sobre todo en noches como aquélla, el abismo que separaba los sueños de la realidad era insondable.

Sabía que Marc estaba abajo, bebiendo coñac. Esperaría allí a que ella se durmiese, antes de volver a la cama.

Durante una hora se esforzó en conciliar el sueño sin conseguirlo.

Cuando él finalmente regresó al dormitorio, ella fingió dormir. Quería que Marc fuese feliz…