Autor de Cinco amantes apasionadas y uno de los más grandes narradores del Japón de todos los tiempos, Ijara Saikaku nació en 1642 en Osaka, ciudad que a la sazón había alcanzado notable importancia tanto por su numerosa población como por su pujanza económica que superaban a la incipiente Edo, la actual Tokio. El Shogunato había asegurado con firmeza el orden y la paz del país, condiciones que favorecieron el repunte de los chōnin, la clase comerciante a la cual pertenecía Saikaku. Es muy escasa la información que se tiene sobre la vida de este eminente escritor, paradójicamente tan conocido y popular en su época. Los escasísimos juicios que, tiempo después de su muerte, se virtieron sobre su obra son, por lo demás, cuando no mezquinos, faltos de comprensión para los valores sustanciales que ésta encarnaba. Como suele suceder, debió transcurrir un largo lapso para que se despertara un legitimo interés en torno al gran escritor, se estudiara su creación y se descubrieran sus altos méritos.

Para tener una idea del trascendente significado literario de Saikaku, basta saber que al escribir Kōshoku ichidai otoko[1] (1682), su primera novela, puso el jalón inicial después de cinco largos siglos (los corridos a partir del Guenyi monogatari), realmente considerable en la narrativa japonesa, creando un nuevo género, el ukiyo-zōchi, a base de libros cuyo tema es el mundo flotante, es decir, el de los barrios licenciosos adonde acudían, en pos de placeres, los comerciantes adinerados. Se origina así el realismo dentro de la expresión literaria japonesa, pero, como luego se verá, de un carácter muy especial.

Por el hecho de haber colaborado con Akira Sugiyama en la traducción al español de Kōshoku gonin onna (obra a la que le hemos dado el título de Cinco amantes apasionadas), es dentro de los límites de ésta donde estas breves páginas pueden pretender alguna validez; sin embargo, no podemos soslayar sus relaciones naturales con las otras obras escritas por Saikaku, tales como Kōshoku ichidai otoko y Kōshoku ichidai onna[2]. De ahí las indispensables referencias a las mismas.

El título del libro que nos ocupa es ya de por sí interesante. Dos de los tres conceptos incluidos en él (Kōshoku y gonin) reclaman una cierta aclaración. Kōshoku constituye toda una constelación semánticamente centrada en la carnalidad (con las denotaciones de impudicia, lujuria, lascivia, sensualidad) que asimismo se presenta en la expresión kōshoku-mono (las cosas referentes al placer sexual, a la voluptuosidad). Tales manifestaciones no se dan, al menos en el grado que parecen prometer, en las conductas de sus protagonistas. No hay nada que raye en lo obsceno o pornográfico en Onatsu, Osén, Oshichi, Omán ni —como más adelante veremos— en la cortesana Minagawa. Ninguna de estas mujeres busca, movida por la avidez carnal, la multiplicación de sus experiencias sexuales con otros amantes, tal como lo hacen la anónima protagonista de Kōshoku ichidai onna, victima de la ninfomanía, o Yonósuke, el insaciable libertino cuyas aventuras se relatan en Kōshoku ichidai otoko, la primera novela de Saikaku. Son todas ellas mujeres que, en aras de la pasión amorosa, todo lo dieron y todo lo arriesgaron. De ahí, la motivación del título que le hemos dado: Cinco amantes apasionadas. Por lo demás, Kōshoku, ya lo hemos visto, es palabra componente de otros títulos de Saikaku y su significado, como precisa Ivan Morris, varía según las épocas, y en las obras de Saikaku se desplaza el énfasis semántico de acuerdo con el tema predominante en las mismas. Por eso, al desplegarse el abanico amoroso, la mirada puede deslizarse por sobre colores y matices que van desde el correspondiente a la galantería basta los que se refieren al epicureismo y el hedonismo, pasando por los relativos al sentimiento romántico, deseo, sensitividad, distinción y dandismo.

En lo concerniente al número de estas heroínas, bien podrían ser seis y no cinco, ya que en la «Historia de Onatsu y Seiyuro», Minagawa pone fin a su vida a causa de su pasión por Seiyuro, y aunque Onatsu, que es la heroína del relato, pierde temporalmente la razón y hasta intenta suicidarse llevada por el mismo apasionado amor por Seiyuro, lo cierto es que su destino fue entrar en religión sin que llegara a pagar tales extremos con su vida.

Por otra parte, si se piensa hallar un desenvolvimiento paralelo en el curso de estas historias, nos percatamos de que tal cosa no existe. Verdad es que Onatsu, Osán, Oshichi y Omán toman por su cuenta y riesgo la iniciativa amorosa y deciden su comportamiento frente a quienes serán sus amantes, pero no sucede así igualmente con Osén, a quien las astutas artes de una alcahueta la inducen a entregarse al tonelero, «ya cegada por la pasión». El fin que las aguarda es también diferente. Si bien en las primeras historias es lamentable —en especial la segunda, tercera y cuarta, en las que perecen trágicamente—, no acontece otro tanto en la última, cuyo desenlace es absolutamente «asimétrico» respecto de las precedentes. En efecto, Omán y Guengobéi, después de arrastrar una existencia penosa, reciben una inmensa fortuna y —lo cual es más significativo— permanecen juntos para disfrutarla tanto como su fogoso amor. Esto es, sin vuelta de hoja, un desenlace feliz e insólito dentro del conjunto de relatos que comentamos.

No queda ahí, sin embargo, el asunto. A Guengobéi, el transformado amante de Omán, lo primero que se le ocurre, al vincular tantísimos bienes a sus deseos más poderosos, es cancelar las deudas contraídas por todas las cortesanas de Edo, Kioto y Osaka. Y aunque Saikaku no nos dice con qué propósito Guengobéi llevaría a cabo semejante empresa (cosa, por lo demás, innecesaria, ya que dicho rescate implicaba que las cortesanas pasaran a ser amantes de sus «redentores»), tal vez el lector no deje de asociarlos con los delirios fornicarios de Yonósuke, el anti-héroe de Hombre lascivo y sin linaje. Su técnica compositiva se presenta, además, con un mayor despliegue, incidente manifiesto en particular en la «Historia de Osán y Moemán», relato estructurado con impecable maestría.

La sensual pasión de Saikaku por lo concreto, múltiple y variado se advierte fácilmente en sus características enumeraciones y descripciones, tan pormenorizadas que, de no mediar su certero instinto artístico, podría reducirse a una fatigosa prolijidad. Son, por el contrario, sugestivos despliegues de objetos que, contrariando toda austeridad, estimulan probablemente el gusto por el boato y la posesión material de la nueva clase adinerada, la del propio Saikaku, los chōnin, por entonces en vigoroso crecimiento. Léase, a modo de ejemplo, en la última historia, la página donde detalla la fabulosa fortuna que los padres de Omán ponen a disposición de Guengobéi al entregarle las trescientas ochenta y tres llaves de la mansión y con ello el deslumbrante inventario de sus bienes. Riqueza y fábula a la vez, ya que en ese tesoro se hallan

salazones de carne de sirena, cubetas de ágata; el mazo para pilar el arroz que aparece en el cuento taoísta «El sueño de Hantan», el cofre del pescador Urashima Taro que visitó el palacio de la princesa Otójime en las profundidades del mar; el bolso de Bensaitén, la diosa de la música; la navaja con la que se rasuraba su amplia cabeza Fukurokuyú, el dios de la felicidad, la lanza del guardián del cielo Bishamenten; el cedazo del dios de la riqueza Dáikoku; el registro de pequeños gastos del dios de los comerciantes Ebisu, etcétera.

Aquí se detiene Saikaku, quizás a regañadientes, venciendo su proclividad a agotar las facetas de un todo. Esta complacencia enumerativa es, verosímilmente, producto de su ya señalada afición sensual por las cosas, por sus calidades de belleza y rareza, y constituye una vía siempre abierta a su humor de burlas. Recordemos, asimismo, que según lo observa Ivan Morris, este cuento, el último del libro, también es el único dentro del conjunto que posee un happy end: «Saikaku habría conducido las cosas para concluir con una nota de deliberada irrealidad».

Es precisamente ante la realidad —es decir, en la perspectiva asumida por Saikaku ante ella— donde se nos plantean problemas muy definidos e interesantes. De un lado, podemos percatarnos de que son esas aprehensiones menudas de la realidad material las que contribuyen en parte a presentárnoslo como un escritor realista. En parte, decimos, porque es bien sabido que nuestro narrador tuvo ojos muy abiertos a los acontecimientos que se producían en su época y en su entorno, así como a todo suceso que hiriera la imaginación popular, al punto que todas las historias integrantes de Cinco amantes apasionadas se inspiraron en acontecimientos concretos, hechos trágicos que ganaron, por tal signo, un vivo lugar en la crónica hablada del pueblo. Saikaku, quien recorrió un buen número de provincias de su país, recogió así muchas historias cuyos valores anecdóticos y emocionales eran sumamente aptos para su exitosa configuración literaria. Las costumbres, tan bien observadas, formaron parte relevante de sus relatos, pero no hicieron de él nada de lo que suele designarse como un escritor costumbrista. El narrador nato que fue captó todo esto y le insuflo una vida convincente.

Sin embargo, el realismo de Saikaku no es, en modo alguno, una etiqueta que se corresponda enteramente con el contenido que designa. De ahí que tal tendencia sea considerada como algo supuesto o, en todo caso, de una naturaleza muy peculiar. Al respecto, opinamos que Donald Keene tiene la explicación justa: realismo que «depende de la suspensión de las reglas normales de la perspectiva» (…) «Minucioso en el detalle, maravillosamente exacto, pero increíble en los hechos mayores». Por nuestra parte, podríamos añadir que si Saikaku fue realista en la descripción, ya no lo fue tanto en la narración.

Señalamos, por cuenta nuestra, algunas de tales inverosimilitudes. En la «Historia de Osén y el tonelero», Saikaku presenta a Osén como dechado de esposa. Entre ella y el tonelero, su marido, no mediaba nada ni nadie que pudiera presagiar una separación y, menos aún, una unión adulterina. Sin embargo, ante la vejación que la celosa mujer de su amo le inflige, Osén emprende súbitamente la seducción de éste y concluye enamorándose del mismo. Un pasaje tan brusco (todo un salto, en verdad, del amor fiel y satisfecho al adulterio) difícilmente puede caber en los términos de la credibilidad. Saikaku no se preocupó, pues, de establecer una cadena de hechos que condujeran congruentemente a semejante desenlace, dándole las espaldas, en cambio, a lo que el sentido común exigiría para lograr explicárselos.

Otro tanto acontece en la «Historia de Osán y Moemón». Osán, mujer de un editor de almanaques, «era el modelo de la esposa deseable para un comerciante». Para ambos la felicidad reinaba, pues vivían en «perfecta unión». El marido se ausentó en una ocasión por razones de negocios. Para atender su comercio y aconsejar a Osán en los menesteres domésticos quedó Moemón, un joven empleado de toda confianza. De éste se enamora una de las criadas de la casa, a quien Moemón responde con burla y desdén. Osán, en su papel de ama de casa, decide darle una buena lección, divirtiéndose a su costa. Misivas de amor, escritas por ella a nombre de la criada, conquistan a Moemón, quien le da cita a ésta. Supuestamente, ella lo esperaría en su lecho por la noche, pero sería Osán quien la sustituiría y quien, al acercársele Moemón, lanzaría la voz de alarma a fin de que las criadas, palo en mano, le dieran su merecido. Un sabroso pasaje de comedia de enredos y un picaresco quid pro quo, sin duda alguna. Pero las cosas tomaron otro rumbo: ama y criadas, vencidas por la agitación de los aprestos punitivos, se duermen. Y aquí ocurre lo inesperado. Moemón se introduce en el lecho y creyendo poseer a la criada, posee a Osán, sin que ésta tuviera la más mínima conciencia de lo que le estaba ocurriendo. Episodio tal como aquellos de los que suele decirse: «Cuesta creerlo». Este hecho, por lo demás, es el punto de arranque de sus relaciones íntimas y apasionadas con Moemón, a las que puso trágico término la ejecución de ambos.

Pensamos que el par de ejemplos que acabamos de aportar debe formar parte de los «hechos mayores» a los que Keene aludía al cuestionar el pretendido «realismo» de Saikaku. A fuerza de gran narrador, su imaginación viola, cuando lo cree conveniente y en vista tanto del desarrollo espectacular de la acción como de los resultados artísticos, la aparente congruencia de los hechos externos para articularlos —acabamos de verlo— de modo muy personal y sui generis.

La naturaleza y el paisaje, su configuración estética, sólo tienen cabida en estos relatos en tanto que referentes físicos indispensables para situar las peripecias de sus personajes. No faltan, en cambio, las menciones a las consabidas peculiaridades propias de las estaciones. En última instancia, aquello que siempre cuenta en la narrativa de Saikaku es el hecho humano. Qué hacen los hombres y cómo lo hacen. En cuanto a por qué lo hacen, nos lo recuerda a menudo: los hombres son inconstantes, terribles son los efectos de la lujuria… Sin embargo, a Saikaku no se le escapan los propios dioses. En la «Historia de Onatsu y Seiyuro» vemos cómo a Onatsu, luego de elevarle al dios del santuario shintoísta de Kamo un voto escrito rogándole por la vida de Seiyuro, se le aparece en sueños un anciano, que es el dios mencionado, diciéndole cuán insensatos son los deseos de los hombres. Así, en la última fiesta del templo, a la que acudieron miles y miles de devotos, «no se halló ni uno solo que no rogara ávidamente por su provecho personal. Todos hacían peticiones ridículas». Y, a renglón seguido, Saikaku le hace decir: «Pero como me era grato oír el sonido de las monedas que depositaban en mi cofre, me quedé a escucharlos pensando que, de todos modos, ése era el trabajo de los dioses». El hecho de que en este pasaje Saikaku recurra al oblicuo testimonio del sueño, en nada invalida la profana y acerada crítica de que hace objeto a las divinidades. Responde a una actitud secular y relativista que desacraliza; en él se manifiesta, pues, un nuevo hombre, un espíritu nuevo.

Puede sorprender al lector el hecho de que, siendo Saikaku un sagaz observador de la conducta humana, y tan adentrado en el corazón de la vida cotidiana y sus singularidades, no haya ahondado en el mundo vivencial de sus personajes. En sus relatos hallamos una suerte de desustanciación anímica que hace de hombres y mujeres algo así como tipificaciones esquemáticas, a lo cual Keene denomina «bidimensionalidad», la misma que tan acertadamente parangona con las figuraciones planas —línea y color— del ukiyoe, la estampa evocadora del mundo flotante —cortesanas y actores de kabuki—, señalando su íntimo parentesco. Yonósuke y la innominada cortesana que cuenta su asendereada existencia son dos pruebas palmares de este aserto. Pero el aporte de esa tercera dimensión, a poco que se medite en ello, no es cosa exigible a un autor de la segunda mitad del XVIII, ya que era absolutamente desconocida en su época, en la que ni la moral confuciana ni el rigorismo del régimen Tokugawa (en el cual no contaba el individuo sino como una dócil pieza moviéndose ordenadamente en el interior del mecanismo social) podrían permitir la aparición de alguna suerte de relieves individualizadores. De ahí, asimismo, el especial modo en que sus retratos se producen. Saikaku es un gran maestro de la descripción y como tal traza con mano segura y grandes rasgos las imágenes de sus personajes, pues todas y cada una de las peculiaridades —morales y físicas— que pone de manifiesto son de una viva relevancia. Le basta además con unos pocos trazos para ofrecernos su presencia cabal, pero en genérico y desde la vertiente externa y sensible del comportamiento. Entre estos retratos sobresalen los de personajes secundarios: el del palurdo Zetaro el Salta-rocas; el de la Charlatana, la vieja celestina que pone a Osén en brazos del enamorado tonelero. Ésta, en particular, se va revelando a través de sus sigilosas tretas.

Saikaku observa, observa siempre pero desde lejos. Asiste a un desfile, como aquel en el que tan brillantemente hace pasar revista a las beldades («espectáculo de flores vivas») que volvían de contemplar los esplendores primaverales, en la «Historia de Osán y Moemón». Esa óptica de la distancia —ya bien vista por notables estudiosos de Saikaku— prevalece a lo largo de los cuentos de Cinco amantes apasionadas. Asistimos a sus devaneos, a sus cuitas, a sus trágicas peripecias, llevados por la mano de un mago razonador y sonriente que, aunque simpatiza de veras con sus desamparadas criaturas, jamás nos pone cara a cara con el dolor que sus vidas conllevan. Se diría que el vigoroso sensualismo vital y artístico de Saikaku se rehusara a alcanzar tales fronteras. Sus recurrentes comprobaciones morales jalonan el curso de sus relatos («Efímero es este mundo», «Triste y fugaz es este mundo», «La vida humana es limitada, pero inagotable la pasión amorosa») poseen un matiz muy peculiar que les viene seguramente, aunque sólo fuera en parte, de su rol estético en el proceso de la construcción del relato. Reflexiones reiteradas y de alcance muy generalizado, así como otras en las que se aprecian agudezas de visión cuyos antecedentes pueden hallarse en la hazañosa peripecia jaikaísta de nuestro autor. Citamos un ejemplo tomado de la «Historia de Osán y Moemón»:

La gente oculta lo que no le conviene: el jugador no habla de sus pérdidas; el galán calla los engaños sufridos en los barrios licenciosos; no cuenta sus derrotas el rufián; el mercader se hace el olvidadizo de sus errores de cálculo. En fin, tratan de disimular sus fracasos como el hombre que pisa en la oscuridad el excremento de un perro.

A fin de cuentas, el punto de vista de Saikaku ante los acontecimientos permite apreciar un permanente contrapunto entre el hombre y el narrador. De un lado, su preponderante inclinación por los aspectos extravagantes de la vida humana, y del otro, la distancia que, al mismo tiempo y ya en su papel de narrador, toma ante ellos y de la cual se siguen, muy naturalmente, los apuntalamientos reflexivos que acabamos de mencionar. De una a otra posición, el giro es netamente perceptible. En la primera sentimos toda la fuerza de su verdad vital y de su clara raigambre popular; en la segunda, vemos que sus ojos ya no ven directamente esos hechos sino a través de la máscara que el arte le impone. Una de las características de su estilo es precisamente la artística mezcla de las sutilezas expresivas del jaikai y los refinamientos de la lengua clásica, por una parte, con los usos coloquiales, por otra. Todo lo cual no quiere decir que exista contradicción alguna, perjudicial a la bondad de su arte. Por el contrario, es debido a esa conjunción de ambos puntos de vista por lo que dicho arte cobra una calidad tan sápida y personal. Súmese a esto la fluidez narrativa que corre parejas con un lenguaje ceñido al primordial designio de servir lealmente a los hechos. Lealtad que vendría a ser un componente de la visión clásica de Cinco amantes apasionadas en abierta oposición al favoritismo artístico del lenguaje que, a modo de torsión barroca, impera en Hombre lascivo y sin linaje. Una y otra obra se distinguen, pues, en técnica y estilo, pero por fuerza de las obsesiones temáticas de Saikaku algo de la una pasa a la otra. Recuérdese al respecto cómo Guengobéi se identifica con Yonósuke en el deseo de rescate total de las cortesanas de Edo, Kioto y Osaka.

En la historia de las letras españolas, Lope de Vega (1562-1635) concita siempre gran admiración no sólo por la genialidad de su creación lírica y dramática sino además por el portentoso número de sus obras. Como él mismo lo dijo, en su Arte nuevo de hacer comedias, «Y más de ciento en horas veinticuatro / pasaron de las musas al teatro». Saikaku, en la tradición literaria japonesa, resulta ser un escritor paralelo en la presteza de la inspiración y de la escritura, ya en la composición de jaiku (de los que se dice compuso veinte mil en un día), ya respecto de sus obras en prosa, pues es bien sabido que escribió veinticinco en un lapso de once años, los últimos de su vida. Y sin ánimo de llevar más allá este asunto de coincidencias, señalemos que tanto Lope como Saikaku abrevaron en las frescas aguas de la vena popular.

Celeridad en la escritura, pletórica disponibilidad interna, ingenio repentista son facetas de una encandiladora personalidad literaria. Saikaku las poseyó en ingente medida. No bastan por si mismas para dar razón cabal de una obra maestra como Cinco amantes apasionadas. En este gran escritor obraron en profundidad, además y decisivamente, su sensibilidad estética y humana.

JAVIER SOLOGUREN