La noche del Año Nuevo era también oscura para los amantes
EL VIENTO INVERNAL soplaba con violencia; la gente estaba atareada con sus preparativos para el Año Nuevo y aun las nubes corrían raudas en el cielo de diciembre. En unas casas preparaban la pasta de arroz, el mochi, y en otras barrían y sacudían el polvo con ramas de bambú. Como es costumbre liquidar las cuentas para fin de año, aquí y allá se escuchaba el ruido claro producido por el martillito que golpea la aguja de la balanza donde se pesa el oro y la plata. Una sarta de mendigos ciegos pasaba bajo los tejadillos de las tiendas reclamando ruidosamente un centavo; otros, mediante una limosna, acudían a recoger los viejos amuletos para entregarlos al templo de origen. Estaban también los vendedores de bandejas para depositar las ofrendas de Año Nuevo. También se escuchaba la voz de los vendedores de frutos de kaya, castañas peladas, langostas, etcétera. En la gran avenida de Edo se celebraba la feria del año: barracas donde se instalaban panoplias de arcos de juguete, vestidos recientemente confeccionados, calcetines, sandalias, etcétera. El espectáculo recordaba aquel pasaje de la obra del bonzo Yoshida Kenko en el que, al describir el fin de año, dice que la gente está tan apurada que parece no tocar el suelo con los pies. Tanto antes como ahora, los últimos días del año no conceden reposo a quien tiene un hogar.
Cuando el año ya estaba por terminarse, o sea el veintiocho de diciembre, se produjo un incendio en medio de la noche. Delante de las casas que ardían, se escuchaba el ruido de largos baúles que eran arrastrados sobre sus ruedecillas; unos huían, llevando sobre el hombro canastas o cajas que contenían documentos importantes. Algunas personas llegaron a levantar las tapas que cerraban los sótanos y arrojaban objetos ligeros tales como telas de seda; sin embargo, el fuego se propagaba hasta allí en un instante, convirtiendo todo ello en humo.
Como la faisana, cuando ha perdido su nido en la llanura incendiada, no piensa sino en proteger con amor a sus pequeños, cada quien, lamentándose por su mujer y lleno de compasión por su anciana madre, iba a refugiarse en casa de alguna persona conocida, y era aquel un espectáculo de extrema tristeza.
Ahora bien, en el distrito de Jongo había un verdulero llamado Yayoa Jachibei. En otra época, su familia gozó de alto renombre. Su hija, llamada Oshichi, tenía dieciséis años. Era bella como lo son en Ueno las flores abiertas de los cerezos o como la pura claridad de la luna que se refleja en el río Sumida. ¿Era posible que en este mundo hubiera tanta belleza? Cuán lamentable que no se le haya podido mostrar a aquel legendario galán, Narijira, que vivió en otra época y cantó a las gaviotas que sobrevolaban el Sumida. Oshichi era tan bella que quien la veía quedaba enamorado de ella.
Como el incendio se acercaba a su casa, ella y su madre huyeron al templo de Kichiyoyi, en el barrio de Komagome, patrocinado por su familia. No fueron las primeras en llegar. Muchas otras personas se habían refugiado asimismo en el templo. Hasta en la alcoba del Superior se oían los llantos de los recién nacidos; delante del altar del Buda se veían paños femeninos en desorden. Uno ponía las piernas sobre su amo; otro posaba la cabeza sobre el padre, a modo de almohadón. Todos estaban acostados, aquí y allá, en inocente desorden. Al rayar el día, usaron los címbalos que servían para el culto como lavatorios para sus abluciones. Las tazas destinadas a las ofrendas de té en el altar reemplazaron a las escudillas de arroz. Pero en vista de la confusión causada por el siniestro, Buda mismo debía ver estos abusos con ojos indulgentes. En cuanto a Oshichi, su madre la cuidaba y, desde todo punto de vista, la vigilaba estrechamente, pues pensaba que, tal como va el mundo, no se debe relajar la vigilancia, aun tratándose de bonzos.
Habiéndose desatado entonces una tempestad con viento glacial, como suele suceder en esa estación, y siendo penoso de soportar el frío, el prior del templo tuvo piedad de los siniestrados: sacó para prestárselos todos los vestidos de que disponía. Entre ellos, se hallaba un kimono de seda negra y amplias mangas colgantes que llevaba un par de emblemas familiares: las hojas de la paulonia y la hoja del guinko bilobulada. El forro de seda roja tenía los bordes teñidos con un dibujo ondulado. El vestido debía de tener su historia. Aún se podía percibir el incienso con el que se le había perfumado. Ello despertó los sentimientos de Oshichi. «Seguramente debe de haber pertenecido a una muchacha distinguida que ha muerto joven», se decía, «y al serles doloroso conservarlo como recuerdo de la difunta, lo han remitido al templo a modo de ofrenda». Y al pensar que debería de haber tenido más o menos su misma edad, sintió una profunda compasión por aquella joven a la que nunca había visto. Su corazón se impregnó del sentimiento de la no permanencia de los seres. Se dijo: «Este mundo no es sino un sueño; todo en él es inútil; no queda sino desear la salvación en una existencia futura». Hondamente deprimida, abrió la bolsa que guardaba el rosario de su madre y se puso a pronunciar incesantemente la invocación del «Sutra del Loto de la Ley Maravillosa».
En aquel momento, un joven de apariencia refinada abrió la ventana para ver con mayor claridad en el atardecer, intentando con una pinza de plata sacarse una astilla casi imperceptible que se había clavado en el índice izquierdo. Ante su dificultad, la madre de Oshichi se ofreció a ayudarlo. «Voy a sacársela». Y cogiendo una pinza, lo intentó un momento, pero su vista de mujer entrada en años no le permitía descubrir el sitio exacto, de suerte que ella misma parecía fastidiada. Oshichi que, de pie, la observaba, se decía que, por su parte, con los ojos propios de su edad, haría mucho mejor ese trabajo; pero no se atrevía a acercarse. En eso, su madre la llamó y le pidió que interviniera. Se sintió muy feliz por ello, tomó la mano del joven y lo libró de su molestia. Éste, sin querer, le apretó la mano con fuerza. Bien habrían ellos querido no separarse tan pronto, pero por desgracia la madre tenía la mirada fija en ellos. A propósito, Oshichi se quedó con la pinza. Instantes después, so pretexto de devolverla, fue tras él y le devolvió su apretón de manos. Tal fue el origen de su mutuo amor.
La pasión consumía poco a poco a Oshichi. Al preguntarle al ecónomo del templo acerca de la persona del joven, supo ella que se llamaba Onogawa Kichisaburo y que, aunque fuera un samurai sin amo, era de noble linaje; en todo caso, de carácter amable y bueno. Este descubrimiento no hizo sino reforzar los sentimientos de Oshichi, que envió en secreto una carta a su enamorado, el cual, en diversas respuestas, le declaró sus sentimientos. Era lo que se llama un amor compartido. De manera que, sin tener en adelante que responderse, amantes y amados, pronto quedaron profundamente prendados el uno del otro; en espera de una ocasión para encontrarse, sufrían. Para ellos, el último día del año transcurrió en una oscuridad para su amor semejante a las tinieblas de aquella noche. El día siguiente fue el día de Año Nuevo, cuando se adorna la entrada colocando una rama de pino a cada lado: una macho y otra hembra. Un vistazo al nuevo calendario les mostró que el segundo día del año era propicio para reanudar las relaciones entre los dos sexos; sin embargo, no hallaban ninguna circunstancia favorable para verse. El día concluyó sin que hubieran logrado colocar una al lado de otra las almohadas de su unión. El siete se preparaba un plato con las siete yerbas primaverales para ser compartido con el ser amado, pero el día terminó sin ninguna novedad para ellos. Así fueron transcurriendo los días; y cuando llegó la noche en que se retiran los pinos de la entrada, o sea el catorce de enero, aunque los rumores de su ferviente pasión ya se habían propagado, ellos aún no habían logrado hacer el amor.
Pensando en el amado, ni temor por los truenos se siente
El quince del mes, caía la lluvia de primavera; sus gotitas, que se fijaban en las finas ramas de los sauces, parecían perlas en su hilo. Medianoche; alguien que afirmaba venir de Yanaguijara, golpeó violentamente la puerta exterior del templo. Despiertos por el ruido, los bonzos constataron que lo había producido un mensajero despachado para anunciarles que el comerciante de arroz Yazaemón acababa de morir por la noche, a consecuencia de una larga enfermedad, y que, como desde hacía tiempo se esperaba este desenlace, habían decidido realizar los funerales aquella noche misma. Siendo deber de los religiosos dicho oficio, el prior reunió a todos sus bonzos y, sin esperar que el tiempo mejorase, todos partieron, protegiéndose cada uno con su paraguas. Detrás de ellos, no dejaron en el templo sino a una anciana con más de setenta años, encargada de la cocina, a un joven novicio de once a doce años y a un perro de color rojizo. Aunque también quedó el ruido lúgubre del viento en los pinos, con el retumbar de los truenos de enero. Todos estaban espantados. La anciana sacó el resto de los frijoles guisados la noche de Año Nuevo y comió unos cuantos, según ella, para protegerse de los rayos; luego fue a refugiarse a un cuartito con doble techo. La madre de Oshichi, preocupada por el temor que debía de sentir su hija, la había atraído hacia ella bajo el cobertor de su lecho y la consolaba aconsejándole taparse los oídos cuando el estallido del trueno era demasiado violento. Oshichi, como les sucede a las mujeres, se hallaba totalmente aterrorizada. Sin embargo, eso no le impedía pensar que si no aprovechaba las circunstancias esa misma noche, no hallaría otro momento más propicio para un encuentro con Kichisaburo. Envalentonándose con este pensamiento, dijo: «No sé por qué la gente le teme tanto al rayo. Uno se muere y, ya, se acabó, no hay nada más que perder. ¡Yo no le tengo miedo alguno!». De manera que sus mismas sirvientas criticaron aquel inútil desafío, muy fuera de lugar en una mujer.
Avanzada ya la noche, todos se habían acostado. El ruido de sus ronquidos competía con el de las gotas de lluvia que caían del tejadillo; la claridad indecisa de la luna se filtraba por los intersticios de las contraventanas. Todo reposaba. Fue entonces cuando Oshichi salió furtivamente de la sala de recepción. Temblando y sin saber dónde poner los pies, tropezó con la cintura de alguien que, estirado a todo lo largo, dormía profundamente. Quedó tan espantada que sintió desvanecérsele el alma, se le apretó el pecho de angustia, la sangre se le subió a la cabeza e, incapaz de emitir una palabra de disculpa, no pudo sino juntar las manos para implorar que no sucediera nada. Pero, como no hubo protestas, quedó intrigada y, mirando con atención, vio que era Ume, la sirvienta que le cocía el arroz. Cuando iba a sobrepasarla para proseguir su camino, ésta la retuvo, tirándole del borde inferior del traje. El corazón de Oshichi se puso a latir precipitadamente. ¿Así que la muchacha quería detenerla? Pero no era eso, pues Ume le tendió unos pañuelos de papel de seda. Aquello le agradó y se dijo: «¡Tal atención en un caso tan premioso! Esta muchacha es una experta en las cosas del amor». En seguida, fue a la alcoba del prior, pero se entristeció al no ver allí al joven. Entró en la cocina buscándolo, mas se dio con la anciana cocinera que se había despertado y regañaba: «Estos malditos ratones están metiendo ruido toda la noche». Era divertido verla refunfuñar a la vez que escondía con una mano las ollas y platos que contenían la comida de la noche anterior: champiñones cocidos en su jugo, frituras de pasta de harina de trigo (aguefú) y bolsas de harina de arrurruz. De pronto, advirtió a Oshichi y le musitó palmeándole la espalda: «El joven señor Kichisaburo duerme con el novicio en aquel cuartito». La anciana comprendía las cosas del amor. «Merece algo mejor que trabajar en un templo», pensó Oshichi; encariñándose con ella, se desató el cinturón de color violeta jaspeado y se lo ofreció. Luego se dirigió al aposento que le había indicado la anciana. Deberían ser entonces las dos de la madrugada, pues la campanilla de la «bandeja del incensario permanente» resonó durante unos instantes. Ya que era su tarea, el novicio se levantó a fin de sujetar de nuevo el hilo al que estaba enganchada la campanilla y añadir incienso para llenar la bandeja. Como tardaba en dejar el sitio, Oshichi se puso inquieta. Impaciente por verlo volver a su lecho, se le ocurrió —astucia femenina— desordenarse la cabellera y salir súbitamente de la oscuridad mostrando un rostro espantoso, para aterrorizar al boncito. Pero éste, como muchacho verdaderamente compenetrado con la fe búdica, no pareció intimidarse en absoluto; la miró fijamente, con los ojos muy abiertos, y con tono autoritario le dijo: «Eres una mujer lasciva que se entrega a cualquier hombre. ¡Fuera de aquí! Aunque, si quieres ser la mujer del prior, espera a que regrese». Despechada al ver fracasado su plan, se le echó encima diciéndole: «¡He venido para abrazarte y acostarme contigo!». Pero el novicio le respondió riendo: «Se trata tal vez del señor Kichisaburo. Si es él, dormimos juntos, con las piernas entrelazadas, y aquí está la prueba». Levantó el borde inferior de su hábito, de algodón enguatado, que estaba penetrado del olor a crisantemo blanco del incienso. Bajo la influencia de aquel perfume, Oshichi no pudo contenerse. Angustiada, se disponía a entrar al cuarto, cuando el novicio rompió a gritar: «Así, pues, ¡aquí tenemos a la señorita Oshichi, que está haciendo una buena!». Entonces, aún más espantada, le dijo: «¡Todo lo que deseéis os lo ofrezco, pero, os ruego, calláos!». A lo cual el otro respondió: «Sea, pues: ochenta centavos, un juego de naipes de la casa Matsubayá y cinco dulces yoné-manyú de Asákusa. Es todo lo que deseo tener por ahora». «Deseo fácil de satisfacer», le contestó, «mañana mismo los tendréis». El novicio se durmió tranquilamente y, medio en sueños, medio despierto, repetía con la cabeza en la almohada: «Pasada la noche, recibiré de regalo esas tres cosas; con seguridad, las recibiré».
Una vez dormido el novicio, Oshichi quedaba ya libre para actuar a su antojo. Se acercó al lecho de Kichisaburo y, sin decir palabra, se acostó a su lado abrazándolo fuertemente. El joven se despertó de su sueño y, temblando, trató de esconderse bajo el cobertor. Ella le apartó las manos y le dijo que obrando así iba a echar a perder su peinado. Kichisaburo, sin saber qué hacer, balbuceó: «Apenas tengo dieciséis años». Oshichi: «Yo también». Kichisaburo insistió: «¡Le tengo miedo al superior!». Oshichi: «Yo también». El progreso de su primer amor adolecía de una impaciencia refrenada. Ambos se pusieron en seguida a llorar, sin llegar a nada. Pronto el trueno que anunciaba el cese de la lluvia comenzó a retumbar reciamente. Oshichi exclamó: «¡Oh!, ¡qué miedo!» y abrazó con fuerza a Kichisaburo. Del modo más natural, un profundo sentimiento de amor los invadió: la atrajo hacia sí diciéndole: «¡Qué fríos están vuestras manos y pies!». Y ella, con tono de reproche: «¡Vos no me detestáis, ya que me habéis enviado esa clase de cartas! Sin embargo, ¿quién ha dejado que mi cuerpo quede tan frío?». Y se aferró con más fuerza al pecho de Kichisaburo. Poco después, llegaron al fin a satisfacer su pasión. Estrechamente unidos luego, mojaron las mangas con sus lágrimas y se juraron, de por vida, mutuo amor.
Poco después, al avecinarse la aurora, la campana del templo de Yanaka empezó a sonar precipitadamente; el viento matinal soplaba con violencia en los almacenes de Fukiague. Cuánto lamentaban tener que separarse y no poder seguir bajo los cobertores abrigándose mutuamente sus cuerpos. «El mundo es vasto; ¿no habrá un lugar donde el día fuera la noche?». De esta guisa se atormentaban el espíritu anhelando lo imposible. Fue entonces cuando apareció la madre en busca de su hija; la arrastró, lanzando gritos de indignada sorpresa.
Presa de sentimientos semejantes a los del legendario galán Narijira a quien, una noche de lluvia, un ogro le arrebató de un bocado a su compañera, Kichisaburo, en el colmo de la estupefacción, se sentía desconsolado.
En cuanto al novicio, no había olvidado la palabra que le habían dado la noche pasada, y se declaró presto a denunciar lo sucedido de no ofrecérsele las tres cosas prometidas. La madre volvió sobre sus pasos y le dijo: «No sé qué es lo que mi hija os ha prometido, pero sea lo que fuere, yo me encargaré de su cumplimiento».
Como conviene a una madre cuya hija es liviana, comprendía los hechos sin buscar mayor información. Más atenta aún que Oshichi, al siguiente día temprano consiguió el naipe y los dulces, y se los envió junto con los ochenta centavos.
Un albergue de amor en una noche nevada
En este mundo, donde la vigilancia no se debe descuidar, hay ciertas cosas que es particularmente necesario no mostrarlas a un borracho, como el dinero que se lleva al viajar o el sable. Además, hay que cuidarse de no tener cerca de la propia hija a un bonzo depravado. Así los padres de Oshichi, después de haber dejado el templo, vigilaron severamente a su hija y cortaron toda relación entre ella y su enamorado. Pero, por la benevolencia de una criada, ambos pudieron escribirse a menudo y verter en sus cartas toda la pasión que se albergaba en sus corazones.
Cierto día, cuando el sol ya se ocultaba, un muchacho que parecía ser oriundo de un pueblo cercano a Itabashi, pasó frente a la casa de Oshichi vendiendo en un cesto trufas y colas de caballo. Le llamaron y le compraron algunas cosas. Pese a ser primavera, no cesaba de nevar; y como ya había oscurecido, el muchacho se lamentaba de la dificultad de volver a su casa. El amo se apiadó de él y, sin mayor reflexión, le dijo: «Acuéstate en un rincón de la cocina; y cuando sea de día, vuelve a tu casa». Muy contento, el muchacho echó a un lado las esteras que envolvían nabos y raíces de bardanas. Se tapó la cara con el sombrero cónico de hojas de bambú, se rodeó el cuerpo con el manto de paja que le ceñía la cintura y se dispuso a pasar la noche. Como el viento de la tempestad nocturna soplaba en su almohada y el suelo de la cocina estaba helado, su vida estuvo pronto a punto de peligrar. La respiración se le hacía cada vez más corta y los ojos se le velaban. Fue entonces cuando se oyó la voz de Oshichi: «El joven aldeano recién llegado está en un estado lamentable; que al menos se le dé a beber agua caliente». Ume, la cocinera, llenó con agua caliente un tazón usado por los domésticos y se lo pasó al sirviente Kiúshichi, quien se lo llevó al muchacho. «Muchas gracias por vuestra bondad», le dijo éste; y Kiúshichi, a favor de la oscuridad, le acarició los cabellos de la frente: «Si vivieras en Edo estarías justamente en edad de ser buscado para efebo. Lástima grande que no estés allá». El muchacho contestó: «He sido educado rústicamente. Corto leña y tiro de los caballos que aran los arrozales. Es todo lo que sé hacer». Acariciándole los pies, Kiúshichi observó: «Muy felizmente, no sufres grietas. Voy a darte un besito». Al acercarle los labios, notó que el muchacho, muy triste, desamparado, apretaba los dientes y derramaba lágrimas. Kiúshichi cambió de intención. «Mi aliento huele tal vez a ajo o cebolla», dijo; no pasó más allá, con gran alegría por parte del muchacho.
Luego fue la hora de acostarse. Los domésticos subieron al segundo piso por una tosca escalera. Las luces de las lámparas fueron reducidas y su brillo disminuyó. El amo de casa comprobó que las cerraduras de los armarios estaban bien cerradas, mientras que su mujer recomendaba se prestase mucha atención al fuego. Además, preocupada por su hija, fue a cerrar con cuidado la puerta intermedia que daba acceso del fondo de la casa a la tienda, cortándoles, ¡ay!, toda vía hacia el amor.
Cuando sonó la campana anunciando las dos de la madrugada, llamaron a la puerta delantera; mientras, se dejaban oír voces repetidas de mujer y de hombre: «¡Señora!, ¡señora!, nuestra ama acaba de dar a luz. Como es un niño, el amo está sumamente dichoso». Toda la casa se levantó en tumulto. «¡Qué felicidad!», exclamaron marido y mujer, quienes inmediatamente dejaron el lecho para salir en compañía, llevando consigo el alga marina y la raíz de regaliz para purificar al bebé. En su prisa se calzaron las sandalias disparejas y salieron precipitadamente, después de haber encargado a Oshichi que cerrara la puerta exterior. Hecho esto, y a punto de entrar en la casa, ésta se acordó con compasión del joven campesino llegado a la caída del día. Retuvo a la sirvienta que se retiraba con la vela y miró el rostro del muchacho. Al verlo dormido profundamente, lo halló aún más digno de piedad y, aunque la sirvienta le dijo: «¿No puedes dejarlo dormir tranquilo?», fingió no haberla oído y se acercó a él. Sintió la fragancia del perfume Kiobukió que el joven llevaba en una bolsita pegada al cuerpo. Al quitarle el sombrero, percibió un perfil distinguido, de fisonomía serena, y cuyos mechones de cabello en las sienes no presentaban ningún desorden. Durante un momento, se quedó absorta en la contemplación de aquel rostro seductor que le recordaba el de otro, de la misma edad. Introdujo la mano en la abertura de la manga; el vestido interior era de seda fina de color amarillo claro. ¡Extraño! Examinó al muchacho más detenidamente: ¡era Kichisaburo!
Poco le importaba ser oída: «Y ¿cómo es que os veo aquí y bajo este aspecto?». Diciendo esto, lo apretó estrechamente en sus brazos llorando de emoción. Kichisaburo volvió el rostro hacia ella y fue durante un instante incapaz de hablar. Luego dijo: «Si me he disfrazado así, es que deseaba veros, aunque no fuera más que un momento. Comprenderéis la angustia que he experimentado esta noche». En tanto le contaba detalladamente, a partir del comienzo, cómo habían sucedido los cosas, ella le cogió la mano y le rogó que, en todo caso, entrara en la casa, para que pudiera informarle de sus tormentos. Pero el frío de la noche le había dejado el cuerpo tan dolorido que desgraciadamente no se podía levantar. Oshichi y la sirvienta tuvieron que hacerle un asiento con los brazos para trasladarlo al dormitorio. Allí, lo friccionaron lo mejor que pudieron, y le hicieron tomar alguna que otra medicina. Al ver, momentos después, que en los labios de su enamorado se insinuaba una ligera sonrisa, Oshichi se puso contenta y le dijo: «Intercambiaremos, como es propio de los recién casados, unas copas de sake, y pasaremos la noche hablando de nuestro amor». Oshichi hizo que Kichisaburo se escondiera detrás de un colgador de kimonos, y luego, como si nada hubiera sucedido, le dijo a su padre: «¿Qué tal se encuentra la señora Ojatsu? ¿Tanto la madre como el recién nacido gozan de salud?». El padre, muy contento, respondió: «Como es mi única sobrina, me hallaba algo inquieto. Ahora, al fin, siento un gran alivio». De excelente humor, se puso a estudiar la ornamentación que convendría adoptar para el vestido del bebé. «¿Qué os parece», dijo, «si escogemos los cuatro emblemas de la felicidad: grulla, tortuga, pino y bambú? Podrían ir chapados en oro y plata». Oshichi y las sirvientas le contestaron que mejor sería reflexionar al respecto, con la cabeza fresca, al día siguiente. El padre protestó afirmando que, en este género de asuntos, lo más pronto sería lo mejor. Con gran contrariedad de su hija, helo pues que pone sobre su almohada de madera unos fajos de servilletas de papel y que las recorta a fin de hacer modelos para dichos adornos. Cuando al fin hubo terminado, se logró, por medio de toda clase de lisonjas, que se fuera a acostar.
Ambos enamorados deseaban conversar. Pero separados como estaban del cuarto vecino por un simple tabique corredizo, temieron que sus palabras se escucharan. Así, se valieron de papel y pincel bajo la luz de la lámpara y se dieron mutuo testimonio de sus sentimientos. El cariño y la ternura con que se trataban, hacía pensar en una pareja de patos mandarines. Pasaron la noche en esta íntima y premiosa correspondencia. Tuvieron que separarse al amanecer, sin poder agotar las confidencias de su amor. Este mundo efímero es asimismo un mundo muy triste.
Las flores de cerezo que ella contempla por última vez antes de dejar este mundo
Bien miserable es el corazón de una mujer que, sumida de la mañana a la noche en la aflicción, no confía a nadie su quebranto. Oshichi no tenía ya ningún miedo de volver a ver a Kichisaburo. Sin embargo, cierto día, al crepúsculo, mientras soplaba un viento huracanado, se acordó del tumulto que en la ocasión anterior había armado la gente al huir para refugiarse en el templo. Se dijo que, si circunstancias semejantes podían renovarse, hallaría ocasión para ver de nuevo a Kichisaburo. Empujada así por un miserable deseo y por su deplorable destino, decidió cometer un crimen. Habiéndose elevado sólo un poco de humo, resultó de ello un tumulto. La cosa pareció extraña; se quiso conocer el origen y fue entonces cuando, en el lugar mismo, se les apareció el rostro de Oshichi. Interrogada, confesó exactamente, sin ocultar nada, todo lo que había sucedido; el asunto tuvo para ella una conclusión lamentable. En castigo de su crimen, fue paseada a través de toda la ciudad. Un día, su vergüenza fue públicamente expuesta cerca del puente de Kuzuré-bashi en Kanda. Los siguientes días, la exhibieron también a los ojos de la muchedumbre en Yotsuya, Shiba, Asákusa y Nijón-bashi. De todos los que se habían congregado para verla pasar, ninguno, al verla, pudo librarse de un sentimiento de pena. Ciertamente, de nada sirve obrar mal. El cielo no perdona las malas acciones. Pero como Oshichi ya tenía el corazón preparado, no se turbaba ni desmejoraba. Cada día, como tiempo atrás, se hacía arreglar su negra cabellera y se ofrecía en toda su belleza. No existía nadie que no deplorara ver marchitarse aquella flor en la primavera de su decimosexto año. Los cuclillos también parecían compartir aquel sentimiento; el mes de abril había comenzado y por doquier se escuchaban sus tristes cantos. A Oshichi se le exhortó a prepararse para su fin próximo. Su corazón no dio señales de perturbación alguna. «La vida en este mundo no es más que sueños e ilusiones», declaró; dicho lo cual se entregó, con fervor que conmovía, a desear su llegada al país del Buda. Alguien le ofreció, con ocasión de su partida al otro mundo, una rama florida de cerezos tardíos. Oshichi fijó en ella su mirada y entonó este poema improvisado:
Triste es este mundo.
Al soplo del viento primaveral,
dejando un renombre,
como las flores del cerezo tardío,
he de caer.
Al oír este adiós al mundo, la gente se afligió aún más y la acompañó al lugar del suplicio.
La vida humana es limitada. La suya se fue en el humo de Suzú-no-mori, cerca del barrio de Shinagawa, a la vera de un camino herboso, a la hora en que resonaba la campana, nuncio del fin del día. De todos modos, el destino de los hombres es no poder evitar que su vida acabe en humo. Pero Oshichi tuvo un fin particularmente digno de piedad. Esto sucedió cierto día, y quien viera ese lugar, a la mañana del día siguiente, no vería ni polvo ni cenizas. Sólo quedaba el viento de los pinos de Suzú-no-mori. Pero los viajeros que se enteraron de la muerte de Oshichi no pasaban sin detenerse en el lugar de la ejecución a fin de ofrecer una plegaria por la salvación de la difunta. Además, la gente se esforzó en recoger hasta los más pequeños trozos del vestido de seda rayada que Oshichi había llevado el día de su muerte. Era un recuerdo que les serviría para contar la historia a través de varias generaciones.
Mientras que ciertas personas, que ni siquiera habían conocido a Oshichi, no dejaban de depositar, en ofrenda sobre su tumba, una rama de anís de la China, para rendirle el culto femenino cada siete días a partir de su muerte, se decía cuán extraño era que aquel joven, tan íntimamente ligado a ella, no supiera su fin. Ahora bien, precisamente en aquella época Kichisaburo, que había caído enfermo a causa de su amor por ella, no estaba en sus plenos sentidos y parecía a punto de morir en cualquier momento. No se tenía gran esperanza de verlo recuperarse; hacia ya días que deliraba. Temerosos de que si se enteraba de la verdad no sobreviviera, le dijeron: «¡Qué sorpresas tiene la vida! Oshichi había preparado su corazón, estaba ya dispuesta a recibir con serenidad la muerte, pero ¡vaya suerte!, en el último momento la han absuelto». Y para animarlo aún más le decían: «Oshichi debe venir uno de estos días. Pronto podréis estar con ella todo el tiempo que queráis sin que nadie os fastidie». Entonces Kichisaburo quedaba reconfortado, ni siquiera pensaba en tomar la medicina que le presentaban y respondía divagando: «Mi querida Oshichi, ¡cuánto la amo! ¿Todavía no viene? ¿Cuándo va a venir?».
Al llegar el trigésimoquinto día de la muerte de Oshichi, sin que Kichisaburo lo supiera, y a escondidas, celebraron un oficio por el descanso de su alma. El cuadragésimo noveno día, los padres de Oshichi llegaron al templo llevando pasteles de arroz para ser depositados como ofrenda en el altar búdico. Suplicaron a los bonzos que les permitieran entrevistarse con el enamorado de la difunta. Éstos les informaron en qué estado se hallaba Kichisaburo y los disuadieron de su intención alegando que «sería mejor dejar tranquilo al joven y no aumentar su aflicción». Los padres convinieron en que, dada la nobleza de Kichisaburo, si supiera la muerte de su hija no querría sobreviviría y que sería preferible ocultarle la verdad hasta el momento en que, fuera de peligro, los bonzos aceptaran consolarlo transmitiéndole las últimas palabras que Oshichi le había destinado. Se resignaron, por esta vez, a colocar detrás de la tumba una tablilla stupa en memoria de su hija. Luego, llorando de tristeza, rociaron sobre la tumba el agua votiva que, al correr sobre la lápida, les hizo creer que eran las mismas lágrimas de Oshichi. Sin duda alguna, la vida es efímera, pero de todos modos es un crudelísimo dolor para los padres tener que sobrevivir a los hijos.
En vista de las circunstancias, Kichisaburo entró súbitamente en religión
Nada más precario y más incierto que el destino, que se nos escapa. Si sólo hubiera estado muerto, en adelante ya no habría para Kichisaburo ni pena ni amor. El centésimo día después de la muerte de Oshichi, dejó su lecho por primera vez y, apoyándose en un bastón de bambú se puso a dar tranquilamente un paseo por el patio del templo. Le llamó la atención una nueva stupa. ¡Cuál no sería su sorpresa al leer lo que en ella se hallaba escrito! «He aquí algo que ignoraba», se dijo «pero esto la gente no lo querrá creer y esparcirá el rumor de que, por cobardía, no la he seguido en la muerte. ¡Es insoportable!». Repentinamente, se llevó la mano al sable que llevaba en la cintura. Pero los bonzos que lo acompañaban pudieron sujetarlo a tiempo. Trataron de disuadirlo con toda clase de razones. Le dijeron: «Si estimáis que debéis poner término a vuestra existencia, convendría no hacerlo sino después de haberos despedido de vuestro amado protector y haber obtenido el consentimiento del prior. De otro modo, tendremos tropiezos, ya que somos responsables ante aquél que os está ligado como protector y os ha confiado a este templo. No sabríamos cómo disculparnos ante él. Tened a bien, pues, tomar en consideración estas diversas circunstancias y no crearos, además, mala reputación». Comprendiendo lo razonable de tal exhortación, Kichisaburo renunció al suicidio, pero de todas maneras no tenía interés alguno en proseguir un largo trayecto en este mundo.
Fue a ver al prior y le comunicó su propósito. Éste, bastante alarmado, le dijo: «Os tengo a mi lado debido a los ruegos de una persona que os tiene afecto. Ahora se halla en Matsumae y me ha hecho saber recientemente que, sin falta, vendrá aquí este otoño. Si, en el intervalo, os sucediera algo, quien estaría inmediatamente en dificultades sería yo. No dispongáis de vuestra persona sino después del retorno de vuestro amigo». Amonestado así, Kichisaburo, que recordaba la constante benevolencia que hasta entonces le había testimoniado el prior, le prometió no contravenir sus órdenes. Pero sus palabras no bastaron para calmar la inquietud de aquél: le confiscó todo instrumento cortante y le puso numerosos guardianes para vigilarlo. Kichisaburo no tuvo más remedio que retirarse al cuarto donde se hallaba habitualmente. Dijo entonces: «Cuánto siento ser objeto de censura de los demás. Encontrándome aún en la condición de efebo y a pesar de haber jurado fidelidad a mi protector, no sólo he cedido mi corazón a una mujer, sino que he ocasionado su infortunio. ¡Ay! ¡Qué aflicción para mí! ¡No hay nada que hacer, los dioses y los budas que protegen a los homosexuales me han abandonado!». Kichisaburo no pudo contener las lágrimas, «¿Qué le diré a mi protector?, ¿con qué cara lo voy a recibir? ¡Si pudiese morirme antes! Pero no sería viril cortarme la lengua o ahorcarme. ¡Por favor, prestadme un sable! ¿De qué me sirve seguir viviendo?».
Al escucharlo, los asistentes profundamente conmovidos mojaron asimismo de lágrimas sus mangas.
Los padres de Oshichi se enteraron de estos acontecimientos y acudieron al templo. «Comprendemos muy bien vuestro dolor», le dijeron, «sin embargo, he aquí las recomendaciones reiteradas que Oshichi dejó para vos en sus últimos instantes: Si el señor Kichisaburo me profesa un sincero amor, que tenga a bien abandonar este mundo de dolor y hacerse bonzo, no importa de la secta que fuere. Si ruega por la salvación futura de quien va a terminar tan tristemente, jamás sabré olvidar su bondad. El lazo conyugal dicen que también es válido para la siguiente vida. Con vuestros rezos, dicho lazo ha de mantenerse firme y nuestro amor podrá perdurar». De una y otra manera, trataron de hacerlo volver sobre sus propósitos, pero Kichisaburo no quería oír nada. Y cuando parecía que ya iba a cortarse la lengua con los dientes, la madre de Oshichi se le acercó y le murmuró al oído unas palabras. Quién sabe qué le diría, pero Kichisaburo accedió con un movimiento de la cabeza. «En ese caso…», dijo, y renunció a su tentativa.
Días después, el protector de Kichisaburo llegó al templo. Como sus argumentos fueron pertinentes, logró convencer al joven, que decidió hacerse bonzo.
Al ponerse a cortarle el cabello, los bonzos experimentaron tal pena que no pudieron menos que arrojar a un lado la navaja. Cuando su cabellera se desperdigó, sintieron aquella tristeza que producen las flores de cerezo al ser esparcidas por una ráfaga de viento.
Kichisaburo prosiguió su existencia; pero, a quien compare su vida con el fin de Oshichi, su suerte le parecerá aún más digna de piedad. Cuando su cabellera quedó completamente rasurada, tuvieron ante sus ojos el semblante de un bonzo de una deslumbrante belleza. No había nadie que no lamentase el destino de aquel joven que había tenido que abandonar la vida secular. De una manera general, la sinceridad en la fe es la marca de los que, por amor, entran en religión.
Se cuenta que el protector de Kichisaburo, una vez vuelto a Matsumae, su tierra natal, también decidió vestir el hábito negro de los bonzos.
Es ésta, pues, la historia de diversos amores entre dos hombres y una mujer. Un relato triste. El mundo es transitorio; la vida un mero sueño, una ilusión.