Desdicha segunda
Los demonios del género
En el prólogo a Enrique V, el personaje que encarna al Coro solicita a los espectadores que imaginen la batalla de Agincourt en el indigno andamio que el autor ha elegido para abrigar tan gran objeto.[3] ¿Puede ese parco gabinete acoger los amplios campos de Francia?, inquiere. La pregunta es desde luego retórica, pues sabemos que Shakespeare sabe que en el teatro, paradigma absoluto de la suspensión de la incredulidad, la respuesta es naturalmente afirmativa, y sabe también que su audiencia lo sabe. El autor de ésa y muchas obras conoce y domina desde hace muchos años los límites del género dramático, y cuenta con la cautividad de su muchedumbre para transgredirlos en pos de la perfección de su oficio. Así lo entiende Shakespeare, así lo ha aprendido desde el momento mismo en que eligió el teatro como forma de vida o desde que el teatro lo eligió a él. Este conocimiento, esta imbricación plena del artista con el género para el cual escribe es quizás una de la más afortunadas conjunciones entre las muchas que explican, así sea en parte mínima, la inaudita aptitud del bardo inglés para crear tipos humanos con la complicidad de cada uno de los eslabones de la cadena teatral.
Estas mismas circunstancias genéricas explican por qué Miguel de Cervantes no logra un similar prodigio. Si el inglés asume plenamente las virtudes y las trampas de su arte a partir de una vocación temprana, Cervantes parte siempre para escribir del desconocimiento de sus capacidades y del trágico desfase entre su temperamento de dramaturgo y su talento de narrador, discordancia que no pocas veces lo distrajo y que muchas otras fue en detrimento de su propia obra.
Lo que en Shakespeare puede considerarse una feliz coincidencia de vocación, talento y oficio, fue en el alcalaíno una colisión brutal nada bien resuelta. Cervantes se considera hasta la muerte un pasable poeta y un innovador dramaturgo incomprendido, y es desde tal perspectiva que escribe gran parte de sus novelas, género hacia el cual suele mostrar un cierto menosprecio de valentón incontinente. La interpolación constante de recursos y ademanes teatrales en las obras previas al Quijote de 1615, su aprecio incondicional por Lope de Rueda y su confrontación con Lope de Vega, ponen en evidencia la opinión que de sí mismo tenía Cervantes como consumado versificador a quien consumían a veces las tentaciones de la prosa. Asimismo, su obsesiva defensa de la demasiado poética y demasiado bucólica Galatea, y su renuncia a las exquisitas subversiones del humor en el Persiles, al que considera su mayor legado literario, exhiben a un autor que luchó siempre contra los demonios del buen narrar que insistían en ser sus mejores aliados. Shakespeare, por contraste, deviene precozmente en una suerte de Avellaneda talentoso y venturoso que sí alcanza a superar a los modelos que imita, reconstruye, critica y escarnece. Desde el primer instante, el inglés de Stratford se sabe hombre de teatro, vampiriza a sus competidores y los trasciende, asume sus fantasmas y sus cotos para emprender acto seguido la batalla para domesticarlos primero y emplearlos después esquivando aquellas lides en las que sabe que no tiene esperanza alguna de salir airoso.
Pese a las críticas de las que han sido objeto —algunas de ellas bien fundadas—, creo que los historiadores de la recepción del teatro isabelino han entendido mejor que los filólogos hasta qué punto la perfección shakesperiana depende en buena parte del momento que el autor vivió y del dominio de la técnica del género en el cual se desenvolvió. A autores y creadores como Stoppard, Shapiro y Rosenbaum debe también la crítica contemporánea la radiografía de la comprensión y la pasión que Shakespeare tuvo del teatro desde sus primeras obras, y puede que aun desde antes. Más de una vez, tanto en ficciones como en obras historiográficas, tales autores han diseccionado el proceso de transformación, revisión, corrección y pulimento del que es objeto una idea seminal en su camino al estreno y aun después del estreno. En lecturas sobre cómo se escribía y se recibía el teatro isabelino se adivina enseguida hasta qué punto la experiencia vital y performativa moldea el proceso de la creación dramática, y se explica también, con apabullante claridad, cómo refinan una obra dada las contingencias de la industria, las demandas del género y la participación de los restantes actores de la cadena teatral: el empresario que olfatea y propone una trama primitiva; el director y los actores para quienes la obra ha sido pensada en primer lugar y que quitan versos o los añaden de su cuño; el público que cuenta ya con un cartabón para medir la obra en proceso y al que sin embargo es necesario sorprender, y hasta los funcionarios responsables de hacer valer la legislación censora y la regulación laxa o estricta de la escena. A esta enorme turba de agentes humanos que indefectiblemente intervienen en la obra del playmaker isabelino cabría añadir tanto los avatares económicos, sociales, religiosos y políticos como las ventajas y limitaciones ópticas, acústicas o en general espaciales del foro teatral en general y del escenario en particular donde se sabe de antemano que se verificará la obra. Todo aporta, todos confabulan en la cohesión de la obra, por no hablar de lo que sucede después del estreno en cada una de las ulteriores representaciones, que a su modo son también y siempre ensayos, oportunidades para sopesar y afinar la obra reduciendo o aumentando parlamentos, aniquilando personajes que resultan aburridos o exaltando a aquellos que provocaron en el público una euforia que ni el autor se esperaba.
Shakespeare conoce bien todas estas ventajas y objeciones, y las asimila tan pronto como tarde lo hará Cervantes. El dramaturgo sabe que no es un buen inventor de tramas, por lo que no tiene empacho en adueñarse, como Lope de Vega, de historias preexistentes que rehace, recompone y corrige emulando y parodiando a los autores a los que más admira y a los que sin embargo no ha tenido empacho alguno en saquear con desparpajo de corsario inglés. Shakespeare sabe quién es su audiencia, quienes interpretarán sus personajes y hasta qué esperan o temen de él sus patronos; puede calcular con escaso margen de error para cuántos, dónde, qué día y a qué hora serán representadas sus obras, y se da el lujo de educar a un público que de cualquier modo está mejor dispuesto para la tragedia de lo que jamás fueron las audiencias continentales de Tirso o Calderón de la Barca.
Este tipo de conocimiento experiencial y enmienda constante de la escritura le está vedado a Cervantes por la naturaleza misma del género narrativo, así como por las circunstancias en las que el cuento o la novela llegaban por entonces hasta sus lectores. Empujado más por las circunstancias que por personal inclinación, Miguel de Cervantes se ve de pronto instalado en un género literario bastante más joven que el dramático, y no puede enmendar sus obras si no es con prólogos y segundas partes, especulando sobre su éxito o sobre su fracaso, explicando sus errores en otros libros que también tendrán errores, propios o de sus impresores, en un embrollo de muñecas rusas acorde con el carácter impuro de la novela como extenuante y brillante labor de Sísifo. Verdad es que Cervantes resolvió como nadie y antes que nadie esta problemática merced a sus intuiciones inter y metatextuales, pero al leerlo queda claro que ni siquiera esas joyas del genio cervantino alcanzaron para aflojar la estrecha camisa de fuerza de la letra impresa, tan propia de la novela como extraña al teatro. Con todo esto, llama la atención que sea precisamente esta rigidez, esta imposibilidad para la enmienda a posteriori, lo que gracias a Cervantes da origen a la novela moderna en una revolución de la técnica novelística que Shakespeare jamás alcanzó a proponer para la poesía ni para el teatro.
Todavía en el dominio de las limitaciones y ventajas técnicas de uno u otro género literario, debo decir que no me fío de Ben Jonson cuando escribe que Shakespeare nunca borroneó una sola línea de sus obras dramáticas. En pareja medida, disiento de los críticos que sustentan esta versión del genio espontáneo shakesperiano con el argumento falaz y atroz de que el dramaturgo nunca entregó sus obras a la imprenta. Aún corren ríos de tinta entre los partidarios y los detractores del Shakespeare revisor, como si eso importara y no fuera evidente que el instrumental del dramaturgo es opulento en cuchillos, cernidores y segundas intenciones. Que falte un manuscrito comprobable del puño de Shakespeare en modo alguno excluye que el talento de éste para vaciar su depurada prosa o su eximio verso blanco directamente en papel no haya admitido revisiones sustantivas que explican, entre otras cosas, las variaciones en Hamlet, los problemáticos dos finales de Lear o el runrún de versiones aún más primitivas, si cabe, de las tres partes de Enrique VI.
No consigo aceptar a este playmaker isabelino como un desaliñado redactor; está claro que Shakespeare escribió sus obras para la escena y casi desde la escena, no así para la imprenta, si bien era consciente de que en algunos casos prácticos y en algunas épocas mórbidas su trabajo tendría que ser impreso y leído en voz alta fuera de los teatros. Creo que esas revisiones, registradas o perdidas, sucedieron indefectiblemente en el proceso tumultuario y feliz de todo el teatro isabelino y jacobeo, que no debió ser muy distinto del actual. Cada representación de una obra es ya su propio borroneo, y cada figurante en ella es su editor, su coautor y hasta su plagiario. Shakespeare habría sido en este caso el brillante orquestador de obras adicionadas por muchas voces durante mucho tiempo en circunstancias semejantes, pero nunca idénticas.
Que Shakespeare reconociese tempranamente su vocación en tanto Cervantes bregaba constantemente con su instrumental dramático para escribir novelas, tiene consecuencias sensibles en muchos órdenes de la obra de ambos autores. Lo más notable de ellas, me parece, está en la caracterización de los personajes, asunto que difiere obviamente según sea el género de que se trate.
A Shakespeare no puede reprochársele la teatralidad de sus tipos humanos porque lo suyo es el teatro; a Cervantes, que casi está inaugurando un género, nos sobran motivos de mera perspectiva para criticar la sobrada teatralidad de la mayoría de sus personajes y algunas de sus tramas: la reunión de una cuarentena de entes de ficción en el reducido espacio de la venta de Juan Palomeque, los suicidios fingidos de Lucinda y Basilio, la metamorfosis parateatral del palacio de los duques, la transfiguración escenográfica de España por y para don Quijote, son todos recordatorios de que la mayor novela de Cervantes es la lectura del mundo como teatro. De ahí que los más shakesperianos de los personajes cervantinos sean aquellos que desentonan en sus novelas o los que figuran en su irregular obra dramática, tales como Chirinos y Chanfalla, los apicarados farsantes de El retablo de las maravillas tan semejantes a los dos hidalgos de Verona.
Los personajes shakesperianos que Cervantes incorpora a sus novelas no acaban de habitarnos porque el género mismo no lo autoriza para hacerlo. No acabo de creer que Cardenio sea, como se ha dicho, gemelo de Hamlet, pero es sin discusión su pariente más cercano en el dramatis personae cervantino. Tampoco me atrevería a decir que los caballeros crápulas de Cervantes son parientes de los gentilhombres de La comedia de los errores ni que algún gracioso cervantino sea compatible con Falstaff: cierto, algunos distinguidos pícaros de Cervantes podrían ser hijos naturales del estridente caballero shakesperiano, pero es también verdad que este último niega sin embargo cualquier descendencia.
Largo sería detenerse aquí en el cotejo de todos los personajes parangonables de Shakespeare y Cervantes. No hablaré de los pícaros que en Cervantes nunca alcanzan a ser pícaros y en Shakespeare superan el vitalismo; tampoco hablaré de las dueñas monstruosas en Cervantes y complejísimas en Shakespeare. Me detendré solamente en sus villanos, sus locos y sus damas.
En términos de caracterización y caracterología, es evidente que Shakespeare, desde su posición de privilegio gélido y tranquilo, se da el lujo de mirar y entender lo erótico y lo letal; al socavado y cautivo Cervantes se le niega siempre la asunción de lo letal y la comprensión de lo erótico. De ahí que el alcalaíno no haya podido o no se haya atrevido a construir villanos como Yago, Edmundo y Macbeth, ni siquiera otros más elementales como Aarón. A lo mucho, intuimos la maldad en el bachiller y en los duques, y dejamos pasar la más sutil mezquindad del barbero y el cura, no digamos del siniestro don Diego de Miranda, personaje que bien pudo ser un émulo aragonés de Shakespeare como don Armado, de Trabajos de amor perdidos, es émulo oxoniense de don Quijote. Se trata de seres de maldad tan elusiva como inaccesible, como si en el último instante el autor, demasiado involucrado con ellos, los hubiese perdonado.
El hidalgo manchego asevera saber quién es, mientras Yago dice no ser quien es. El pensativo Hamlet enfrenta la violencia del mundo mientras el cobarde Cardenio huye de él y el temerario don Quijote violenta el mundo. En Shakespeare, la duda y la reticencia y la impotencia se imponen, mientras que Cervantes es el fracaso de la certeza. Si Macbeth, como decía Shaw, representa la tragedia del hombre de letras moderno como asesino y cliente de brujas, Cervantes somete al hidalgo a la seducción del mono adivino de maese Pedro.
Los más entre los personajes de William Shakespeare tienen el carácter necesariamente hipertrofiado de la máscara dramática. Tocados por los dones de la autoconsciencia y la autodeterminación son, como afirma Harold Bloom, más grandes que sí mismos y más grandes que nosotros. Pueden por eso prosperar tanto en la tragedia como en la comedia hasta ser más reales que lo real. De ahí que al contemplar las obras de Shakespeare acabemos por asumirnos como meros actores en el gran teatro del mundo.
En el reino estricto de la caracterización dramática siempre será más sencillo ecualizar a Shakespeare con Calderón de la Barca y aun con Tirso de Molina. Por contraste, a pesar o gracias incluso a la teatralidad de algunos de sus rasgos, los personajes de Cervantes son implacablemente seres de novela, impuros, abatidos por la realidad que se impone al género. Cruda y trágicamente verdaderas, Camila y Lucinda nos atraen porque son como nosotros, en tanto Cleopatra nos estremece porque es cualquiera por encima de nosotros.
Desde su posición de privilegio gélido y tranquilo, Shakespeare puede darse el lujo de entender lo erótico, lo cómico y lo letal. Por su parte, el amilanado y cautivo Cervantes remedia con su negra destreza cómica su habitual reticencia para llevar hasta el límite lo letal y lo erótico. De ahí que Rinconete y Cortadillo nunca alcancen a ser enteramente pícaros, ni Pedro de Urdemalas un completo donjuán; por eso también a Marialonso o a doña Rodríguez se les niega la oportunidad de dejar de ser monstruosas; por eso, en fin, las mujeres, los villanos y hasta los locos de Miguel de Cervantes suelen apagarse a sólo un paso de ser reconociblemente humanos.
Con excepción de Altisidora y tal vez Ginés de Pasamonte, Cervantes no se permitió construir villanos tan complejos como Yago, Edmundo o los Macbeth. La maldad para el alcalaíno carece de matices, y es sólo el autor quien puede redimir o condenar a un malvado. Sólo la bruja Cañizares apela como Shylock a nuestra compasión, y sólo el traidor Fernando es redimido en uno de los vuelcos más abruptos, incómodos e inverosímiles de la obra cervantina. El resto será maldad sin claroscuros. La planitud de los villanos en el Persiles o en el teatro de Cervantes, que suelen ser más antipáticos que malvados, es apenas comparable con la de Ricardo III o la de Aarón en Tito Andrónico, criaturas de un Shakespeare primerizo o de plano distraído. Cervantes permite cierta malicia a sus personajes más entrañables, pero al mismo tiempo escamotea a sus villanos el don de la inteligencia, como no sea la que conceden las instituciones eclesiásticas y universitarias, a las cuales emparenta con la mezquindad. El alcalaíno parece más interesado en denunciar, sin castigarla, la estupidez académica y la hipocresía clerical, si bien se contiene siempre a la hora de apuntalar la maldad burguesa, monárquica y aristocrática encarnada en seres tan esquivos como los duques, don Antonio Moreno o don Diego de Miranda, plausible émulo aragonés de Shakespeare.
Más complejo todavía, si cabe, es el asunto de los locos que tachonan la obra de Shakespeare y Cervantes. Si algo tienen en común esos autores es claramente su interés por la locura, devoción por otro lado endémica en los artistas del barroco, que bien que mal leyeron a Erasmo. Bien conocido es el hecho de que en ambos casos la insania descrita es complicada y más literaria que verosímil, pero esto no obra nada contra la elocuencia ni la magnificencia de los personajes. Con todo, el trayecto hacia la demencia que expone Shakespeare en Lear, Jaques, Timón de Atenas, Celso u Ofelia es gradual y se traduce en una convincente radiografía del proceso de enajenación de cualquier mente o de ninguna. La locura de don Quijote, en cambio, es sólo suya, está destinada a ser clínicamente insostenible y se declara brevemente en el arranque de la novela: ciertamente la obra describe un proceso, pero no es el de la locura sino el del poder que la realidad tiene para remediarla, confrontarla o rematarla. Con excepción del príncipe Hamlet, la locura en Shakespeare denuncia la insuficiencia de la voluntad para resistir los embates de la monomanía, mientras que los locos cervantinos, incluido Cardenio, exaltan la locura como ejercicio pleno de la libertad. La cordura es paradójicamente producto de la negación de lo único: mientras don Quijote declara saber quién es y quién puede ser, Yago se limita a anunciar que no es quien es. Nunca cesaremos de preguntarnos si el hidalgo está loco o se hace el loco, y puede ser que ni Cervantes mismo lo sepa. Mientras don Quijote al parecer opta por la locura para violentar a su salvo los mandatos de lo real, Lear se resiste a enloquecer aunque el empellón mismo de la realidad lo arroje a los abismos de la sinrazón.
Acaso sea en la caracterización de sus mujeres donde Shakespeare alcanza sus mayores vuelos. Lo mismo habría podido decirse de Cervantes si éste, en el último momento, no les hubiese negado la oportunidad de ser sinceramente grandes y libres de las imposiciones sociales y morales de su tiempo. Ni a Dorotea ni a Sigismunda les permite Cervantes llevar hasta sus últimas consecuencias la rebelión que en cambio Shakespeare concede sistemáticamente a Beatrix, Rosalinda, Lady Macbeth y Portia. Incluso en el caso de Kate, la doma de la fierecilla es sólo aparente, como aparente debe ser la sumisión de la mujer al varón, según debió entenderlo Shakespeare.
Protagonistas sin discusión, las mujeres de Shakespeare conducen sus vidas y las de los varones que las desean o maltratan, ejercen una centralidad que Cervantes se resiste a concederles. Sólo la Marcela cervantina —y en menor medida, tal vez, la bella Altisidora— queda libre del pecado de la sumisión a los designios autorales y sociales, pero Cervantes la extrae aprisa de un panorama dominado por hechiceras redomadamente malvadas, por nobilísimas fieras al final domesticadas o por alcahuetas y dueñas barbudas que reflejan pero niegan la agudeza celestinesca. Dicho de otro modo, se necesita una Dorotea más una Marcela para conseguir una media Rosalinda.
Contra la opinión de Leslie Fiedler y muchos de los críticos culturalistas, no creo que Shakespeare mostrase nunca hostilidad hacia sus personajes, les permite ser grandes aun en sus miserias. Cervantes, en cambio, es hostil y cruel, no puede desdibujarse, no puede apartarse porque está presente en todas sus líneas… Shakespeare reconoce que ha creado personalidades que nunca podrán acomodarse a sus papeles, y no pretende que lo hagan. Lo excesivo, lo hiperbólico marloviano está en Cervantes, mientras que en Shakespeare los personajes, libres de la injerencia del autor y de las limitaciones de la prosa, y asistidos por la voluntad del espectador teatral y su suspensión de incredulidad, «son más significativos que la suma de sus acciones». En los personajes shakesperianos, la interioridad ilumina todo como nunca antes había sucedido ni parece que sucederá jamás.
¿Cómo pudo el inglés alcanzar tal arte de la caracterización? Hegel escribió una vez que los personajes shakesperianos son «libres artistas de sí mismos», y Luis Rosales sugirió algo similar cuando hablaba del «hacerse» de don Quijote, de quien Sancho mismo afirma en reiteradas ocasiones que es vencedor de sí mismo. Pero ¿lo es de veras? Se trata evidentemente del eterno problema de la libertad, en estos casos legibles en el registro del hacer o dejar hacer a las criaturas de la ficción. En este sentido, los personajes del inglés, aunque cautivos de sus pasiones, son indudablemente más libres y más grandes que las obras que habitan, y por eso apenas se molestan en violentar el mundo. Cervantes en cambio acomoda personajes grandes en un mundo raquítico, los suprime, los confronta y finalmente hace que ese mismo mundo, mezquino como es, derrote y coarte en las criaturas reales o ficticias que lo habitan cualquier posibilidad de grandeza.
Ni Cervantes ni don Quijote consiguen determinar el tamaño de la vida; Shakespeare, asqueado de gestos heroicos, produce seres empáticos con las reglas de la naturaleza y la experiencia del mundo: Falstaff muere cortando flores y pidiendo más vida mientras don Quijote se resigna a su «no puedo más» para acabar muriendo cuerdo. La resignación de los personajes shakesperianos parece producto de su independencia de los anhelos del autor, anhelos que en Cervantes se traducen en una descorazonadora violencia hacia sus criaturas y hacia sí mismo.
Cervantes es eventualmente cruel con sus criaturas y apenas logra no intervenir con dureza en la vida de sus ficciones. La hostilidad de Cervantes hacia sus personajes, que tanto indignó a Nabokov y a Unamuno, no está en los palos, mojicones y pedradas que padecen los protagonistas; está antes en el hecho de que el autor no les permitió elegir sus vidas ni sus muertes. Shakespeare supo hacerse a un lado, en cambio. El rico Camacho perdona, el traidor Fernando es perdonado, Basilio es feliz, Dorotea perdona al traidor don Fernando. La realidad de un Shakespeare nos aleja tanto como la humanidad de Cervantes nos acerca.