Desdicha primera

La armadura de sus letras

Desde una perspectiva meramente estadística, no hay duda de que Shakespeare desarma con mucho no sólo a Cervantes sino a la mayor parte de los escritores del llamado canon occidental. En este sentido, el inglés es sólo comparable con el ubicuo y longevo autor de la Biblia, quien como Shakespeare fue un dios y muchos hombres, o en términos más realistas, con Goethe y Victor Hugo, quienes también supieron ser a un tiempo Javert y Valjean, Fausto y Mefistófeles. No encajan en ese rasero estadístico los más prolijos Lope de Vega ni Erasmo de Rotterdam, el uno por la dispersión y la escasa hondura de sus miríadas de personajes, y el otro porque nunca le atrajeron gran cosa los retruécanos de la creación de personajes en los territorios del teatro o la novela.

En ese mismo balance matemático de cantidad y calidad, la producción cervantina queda muy a la zaga. Si fuese posible elaborar una fórmula que midiese sin disputa tanto los vectores de la destreza dramática como el impacto y la opulencia de personajes memorables, o algún otro que permitiese calibrar las cifras duras de la magnificencia del verso blanco, Shakespeare quedaría seguramente muy por encima del resto de los clásicos en una posición rayana en lo extraterrestre, como un intérprete de lo humano tan sublime que por fuerza acaba por parecernos inverosímil. Intuimos por lo menos que su destreza para interpretar y reinventar lo humano es tan avasallante que nos parece dudosa, tan improbable y tan turbia como lo que sabemos de su biografía.[2]

Por parejas razones, si lo miramos con el rigor que exigen los clásicos, Cervantes se agiganta paradójicamente por su inconsistencia estadística. Él mismo un precario matemático y un muy dudoso contable, al alcalaíno no le cuadran los números, pues él mismo no sabe cuánto sabe ni cuánto puede. Frente a la inhumana consistencia de Shakespeare, Cervantes nos asombra e interpela por su semejanza con la de todos los hombres. Su pugna pertinaz contra sus propias limitaciones técnicas, la inequidad entre sus derrumbamientos poéticos y sus iluminaciones narrativas, su dolorosa brega contra los obstáculos que tuvo que vencer para interpretar con lucidez las turbulencias de su época, lo ennoblecen porque reflejan su escandalosa impericia para la vida, su conmocionada humanidad, su sabiduría muchas veces intuitiva. Su perpetuo barateo entre lo humano y lo divino lo convierten en uno de nosotros que sin embargo pudo hacer más que cualquiera de nosotros.

Si nos resistimos al coqueteo de los números y nos atenemos a lo poco que sabemos de las vidas de nuestros autores, la de Shakespeare es tan parca que no alcanza para estimular aquel desahogo sentimental biográfico que según Borges es necesario para alcanzar la gloria literaria. Es justamente el laconismo documental lo que ha favorecido en buena medida que se apodere de nosotros su tumultuaria invención de símbolos a partir de la recreación de tipos humanos; fue su casi no existir lo que nos empujó a resignarnos a la muerte del autor, pues nos ahorró tener que sospecharle una religión, una sexualidad, un pensamiento político cuya determinación nos estorbara para atender tan sólo a la indagación de cuánto hay de luciferino en la persona humana. Intencionada o fortuita, la invisibilidad biográfica permitió que Shakespeare sembrase en la consciencia occidental una caterva de individualidades separadas que sin embargo constituyen un mismo orbe de sonido y furia. Shakespeare es apenas una sombra que sin embargo hace vibrar los diapasones de la música de las esferas; sus obras literalmente nos arponean porque su creador logró ser casi nadie para ser todos; su grisura y su usura, su laconismo estoico y hasta su hastío de burguesito rapaz con ínfulas nobiliarias parecen hoy un postrer golpe de su genio, una artimaña audaz que nos permite enajenarlo de sus titánicos personajes para que éstos queden libres de las ataduras de la fantasmagoría autoral.

De Cervantes, en cambio, tenemos materia suficiente para considerarlo parte esencial de nuestra experiencia lectora. No es que contemos con un número significativamente mayor de datos sobre su vida y su muerte; es sólo que su persona es tan ubicua en su obra como sólida en su escueto registro existencial. Por ello, quizás en un sentido opuesto al de Shakespeare, el paso del alcalaíno por la tierra se entremete siempre en el efecto que sobre nosotros tienen sus personajes y en la estima que profesamos por su obra: creo que la suma cervantina es impensable sin el protagonismo rabioso de su autor; su legado apenas se aprecia sin su constante presencia y sin el obcecado reproche que hace al mundo desde su postura de hombre derrotado, emponzoñado, tan extraviado y tan complejo como el tiempo que le tocó vivir.

Así como es sencillo exaltar hasta la divinidad al grisáceo William Shakespeare, podemos encumbrar al bilioso Cervantes por la plenitud de su humanidad. Utópico pese a sí mismo, el alcalaíno se distrae en la destrucción mientras que el distópico Shakespeare se contenta con la escritura crítica desde un nicho recóndito de superioridad que puede llegar a parecer malvado. Hay en el alcalaíno una suerte de impudor, un exhibicionismo del yo autoral que Shakespeare en cambio domina con una pericia que raya en lo luciferino, pues ya sabemos por Baudelaire que la más bella astucia del diablo es convencernos de que no existe.

Pacifista demasiado frío para ser militante, receloso de los levantamientos populares tanto como de las intrigas palaciegas, Shakespeare desprecia por igual a los miserables y a los privilegiados. No se inmuta ni se compadece de nadie, no se compromete con otra causa que no sean letras y lo que éstas revelan sobre las complejidades anatómicas del alma; como Falstaff, desprecia su tiempo y al Estado; estoico y escéptico, sólo tiene fe en el teatro, descree de cualquier tipo de redención y rechaza de plano que las armas algún día vayan a importar más que las letras.

Cervantes es a su vez un ser beligerante e irritado que colgaría gustoso la péñola si le diesen una nueva oportunidad para empuñar la espada. Aunque el mundo no le haya hecho justicia como guerrero, conserva a pesar suyo una abstrusa fidelidad al sentimiento épico de la vida. Si el bardo inglés es grande por sus galaxias homéricas y bíblicas, Cervantes lo es por sus constelaciones, forjadas con una pasión que el inglés rara vez debió dejarse experimentar en carne propia. A Shakespeare le sobró la luz de los libros para ser todos los hombres y mujeres que le vino en gana ser; Cervantes, por su lado, buscará siempre ser otro para señalar a todos los que nunca le permitieron ser él mismo.

Soldado al fin y hasta el fin, defiende las armas sobre las letras de modo que se resigna, también en eso, a sentirse fuera de su elemento en un mundo que no está menos empeñado en renegar de su deterioro o su desacomodo político, estético y religioso con las corrientes del uso. Remitidos lentamente hacia las márgenes del poder y del saber, Cervantes y su nación existen sin embargo convencidos de que aún pueden ser protagonistas, y es allí y entonces cuando, a despecho de ellos mismos, nacen los fantasmas del barroco.

Instruido en su arte a partir del ejercicio de cada uno de los eslabones de la cadena teatral, Shakespeare nos habla desde innúmeras voces pero lo hace siempre tras bambalinas. El dramaturgo que comenzó siendo apuntador, actriz y finalmente actor habría nutrido una voz de registro tan amplio que tolera un también extenso crisol de interpretaciones. Así, por ejemplo, tanto Chesterton como Burgess subrayaron en su momento la vitalidad de Shakespeare. En este sentido, yo iría un punto más allá para llamarlo más bien vitalista según lo fueron su mercurial Jack Falstaff o su Jaques, el metafísico gruñón de Como gustéis. Cervantes por su parte muestra una velada inclinación por los infiernos más deseados que temidos de la celestinesca y la picaresca, pues carece seguramente del cinismo necesario para ser un vitalista auténtico y, por ende, un místico de veras.

Sobran quienes afirman que, contrastado con el nihilista dramaturgo de Stratford, Cervantes fue un romántico. Ciertamente lo parece en los términos edulcorados con los que hoy leemos el romanticismo, pero hay que recordar aquí, también con Baudelaire, que el romántico moderno requiere ser frío, y que en ese sentido Cervantes se muestra demasiado apasionado para serlo: su vapuleado idealismo lo castra para el análisis, su secreta confianza en el hombre limita la impiedad necesaria para construir villanos o para aniquilar a algunos de sus héroes, como no sea don Quijote; las pavesas de su fe en el hombre no le permiten entregarse plenamente a los finales trágicos del teatro del horror; su puerilidad caballeresca lo desautoriza tanto para la rapacería violenta cuanto para la auténtica renuncia melancólica.

Fugitivo señorón de los caminos, disfuncional asiduo de las academias literarias, inadaptado en las grandes urbes, el alcalaíno rumia su obra en soledad y en cautiverio bregando siempre contra las distracciones y encomiendas de supervivencia cotidiana, enemistado con sus pares, incluidos sus impresores, y luchando en vano con la sombra ominosa, admirada y envidiada de Lope. Entretanto Shakespeare, ese otro monstruo de la naturaleza, triunfa enseguida en su labor: no le debe nada a nadie ni siente que la vida le deba nada más que la anulación del duque de Southampton y quizá el desamor de la Dama Oscura; tira dados que parecen cargados siempre a su favor, elude las riñas con los contemporáneos que lo ofenden, bebe y juega para celebrar la feliz negociación con su entorno, persigue mezquinas hidalguías, trabaja en, con y para la complicidad de actores geniales, se sale con la suya, se deja querer, intercambia impunemente honras y deshonras, y muy pronto se ve libre de la sombra de Chris Marlowe, a quien sucede, critica, imita y finalmente supera. Cuando lo miramos en lo poco que es posible descifrar sobre su vida, el empresario teatral isabelino nos parece todo menos atormentado: es un urbanita cínico que reniega de los desplazamientos para poder moverse sólo con mirada pétrea, petrificante y lúcida por los cuatro puntos cardinales de la condición humana.

Por vías distintas, tanto Cervantes como Shakespeare detectan la ironía del enorme vacío que media entre la persona y su ideal. El primero sin embargo es esclavo de la experiencia, por lo que apenas reflexiona sobre su propia incapacidad para acatar sin perder el juicio el desmoronamiento de sus sueños. Su derrota es la del niño que la emprende a puntapiés contra el objeto que antaño creyó animado, suyo y obediente a sus designios. En su vejez Cervantes se muestra enfadado y espantado frente a la crudeza de una realidad y un tiempo que no estuvo en su mano detener mientras buscaba un remanso para escribir, un corral para ver representadas sus obras, una venta donde recostar la cabeza sin temer a los cuadrilleros o al donoso escrutinio inquisitorial. Por su parte Shakespeare, afincado en la apacibilidad de una vida sin grandes desencantos y en un sedentarismo de aspiraciones mesuradas, halla sobrado espacio para domesticar su excepcional oído de poeta y su intuitivo razonar los sentimientos. En la holgura desapasionada de Stratford y de Londres, el inglés se abastece de las herramientas propicias para versificar, escenificar y delinear tipos más que humanos tomando vidas de otras vidas y de otros libros, pues sabe que la suya no merece ser contada, no digamos reconocida o reivindicada por nadie.

Cervantes, que halla en el choque de la vida con los ideales su fuente de inspiración, representa intuitivamente la gran tragicomedia de la negación al cambio. Traza con apremio y víscera la biblia de la inadaptabilidad al progreso y de la falta de resignación ante el infortunio al tiempo que Shakespeare encarna con parsimonia y cálculo las tragedias y las comedias de la mutación perenne a la que nos obligan no sólo los efectos y decaimientos de la persona en su mundo, sino la voluntad misma, a cuyos titubeos somos todos escandalosamente vulnerables.

Harold Goddard afirmó una vez que Shakespeare podía catarlo todo sin tragarlo. En efecto, desde la comodidad del playmaker exitoso y del tedio pequeñoburgués, el inglés parece bien equipado para resistir hasta el final la tentación de inmiscuirse en demasía con el difícil destino de sus criaturas. En este mismo tenor podríamos decir que Cervantes traga sin remedio todo lo que cata. Mientras el bardo de Stratford construye galaxias bíblicas y homéricas desde un distante punto de fuga, el español fragua constelaciones horacianas y cómicas desde el centro mismo del sistema planetario. Al uno le bastaron las luces del tablado para ser cuantas personas le vino en gana ser mientras que al otro le sobraron las irradiaciones de la carne propia para denunciar a todos los que nunca le permitieron ser él mismo.

Las diferencias vitales entre Shakespeare y Cervantes son drásticas incluso en aquellos aspectos de su educación intelectual en los que los eruditos suelen ubicar sus semejanzas. Que ambos fuesen contemporáneos y europeos permite sin duda ecualizarlos, pero a veces también impide que notemos el acusado contraste entre un artista criado en la España filipina y otro forjado en la Inglaterra isabelina. Mientras en la España de Cervantes se enquistaban con trabajos traducciones prohibidas y confusas de la devotio moderna, en la Inglaterra de Shakespeare pensadores como Erasmo y Tomás Moro escribían frente a frente y discutían abiertamente sus obras más críticas, modernizantes y revolucionarias. Hasta Alcalá y hasta Avon llegó diferida la noticia de la muerte del infante don Carlos, pero las versiones de esta muerte tan notoria para las letras barrocas fueron tan distintas en uno y otro lado del Canal de la Mancha como distintos habían de ser los personajes shakesperianos y cervantinos en él inspirados. Algo similar cabría decir de incidentes y acontecimientos históricos como la abdicación de Carlos V, la derrota de la Armada Invencible, la Noche de San Bartolomé o el movimiento reformista luterano.

Se insiste en que los hechos, ideas y libros que forjaron el pensamiento barroco fueron comunes a nuestros autores y parejamente determinantes en su educación sentimental e intelectual. La afirmación, empero, importa ciertos matices. Las magnas obras del humanismo cristiano, los avances de la ciencia y los hechos históricos en los que se gestó la modernidad fueron vistos por estos dos autores desde perspectivas tan distintas y con guías tan contrastantes que casi se diría las leyeron y experimentaron no sólo desde naciones intelectual, devocional y artísticamente enemigas sino desde galaxias por completo divergentes.

Es un hecho que Cervantes y Shakespeare nacieron en el turbulento siglo XVI y que coincidieron en algunas lecturas de los clásicos grecolatinos y quizá bíblicos. Que tuvieron matrimonios infortunados de los que hicieron lo posible por distanciarse, y que fueron bebedores y ludópatas, es bastante probable. Que enfrentaron mal que bien las opresiones de cetros y mitras sacudidos por el fantasma reformista, no se discute. Los une eso, alguna lectura deslumbrada de los clásicos latinos y de Boccaccio, y poco más. En muchos otros sentidos, quizás en los más importantes, sus biografías son agua y aceite. Se ha especulado que ambos estudiaron sus primeras letras con los jesuitas, pero incluso esta influencia, de ser cierta, tiene que haber sido dispar según se haya ejercido desde el temperamento de los Tudor o desde el rigor de los Habsburgo. Aunque tuvo acceso directo a las obras de los humanistas italianos, Cervantes sólo pudo conocer de oídas los planteamientos de Erasmo, Moro y tal vez Montaigne, autores que en cambio estuvieron siempre a disposición de Shakespeare, que hablaba al parecer mejor francés que latín. Muy pronto en su vida, el inglés tuvo acceso inmediato a obras fundamentales, a maestros que lo guiaran en sus lecturas y a colegas con los cuales discutirlas. Cervantes, en cambio, que hablaba portugués e italiano, apenas tiene quien le oriente en su lectura de los papeles rotos que se encuentra por las calles. Su inestabilidad doméstica y su temprana movilidad lo obligan a una formación autodidacta que continuará en su periplo callejero, soldadesco y eventualmente carcelario. Ocupado en observar la vida mientras la va viviendo, el futuro autor del Quijote apenas puede interpretar con calma a Séneca, no digamos leer a Rabelais. En buena medida, si bien dista mucho de ser el ingenio lego que quisieron algunos de sus intérpretes, Cervantes es en efecto un genio experiencial, intuitivo, acaso más parecido que Shakespeare a ese talento de poco latín y menos griego al que se refería Ben Jonson aludiendo al autor de Hamlet.

La firmeza de un poder emergente como el isabelino dio a Shakespeare la opción de consagrarse a sus aspiraciones y entretenimientos, así como a imaginarse, asimilar y criticar la relativa tranquilidad y la evidente libertad de las obras de los grandes autores del primer Renacimiento. Esto lo convierte en un ser dialógico y omnímodo en su crítica, si bien distante en grado superlativo. Ciertamente, ni a él ni a Cervantes les gusta lo que ven, pero las sendas vitales y estéticas que eligen para denunciar lo visto son enteramente distintas: el uno es un ser claridoso en una nación cínica que tiene todo demasiado claro; el otro es un ser consternado en una nación hipócrita que lo ve todo oscuro.

Cervantes vive inserto, preso y apremiado en un escenario de reiteradas simulaciones que se sostienen cada vez menos; por eso riñe, señala, enristra, arroja la piedra y, por más que lo intenta, jamás consigue esconder la mano herida y seca. De allí que se embata constantemente contra aquellas incoherencias del mundanal progreso que él se ha tomado como cosa personal. El autor de La Galatea da rienda suelta a su genio de manera casi automática, aprendiendo y tropezando sobre la marcha, atribulado porque su inteligencia y su potencia no acaban de protegerlo de las contradicciones a las que lo someten su educación sentimental y una vida militar signada por la censura, la ingratitud, la amenaza y una doble moral de la que él mismo, en más de una ocasión, ha sido paladín o abanderado. Sirviendo idealmente a señores poco leales y aún menos ideales, atolondrado y brutal a veces, incendiario y cáustico, Cervantes edifica y se deja edificar un universo caótico y conflictivo, transformándose así, sin estar plenamente consciente de ello, en espejo cóncavo de un mundo que es también un espejo cóncavo.

Shakespeare tiene más tino y mejor fortuna. Escribir entre telones, recibir el estímulo de las tablas y las urgencias de la tramoya, escuchar lo escrito en voces plurales y educadas, ser dueño asociado de su teatro, administrar sus bienes con usura, hacer mutis constante y sólo salir definitivamente de escena cuando vende The Globe para versificar sobre sí mismo sin ser enteramente él mismo, son algunos de los privilegios que el dramaturgo supo aprovechar al tiempo que su contemporáneo español administraba mal bienes ajenos, escribía para recriminarle a un lector que lo negaba, se quejaba y pugnaba por un protagonismo en la escena literaria que nunca le sería concedido. Shakespeare existe como una esfera infinita desde cuya invisible circunferencia puede espiar a los hombres para trascender sus propios límites; por su parte, Cervantes se desplaza en esa misma esfera sin dejar de ser jamás su ubicuo centro, capaz sólo de entender al hombre a través de su propia persona.

Nadie puede negar que con Erasmo y Moro comenzaron a morir los dioses del Occidente medieval, pero en la España atrabiliaria y dominica del Concilio de Trento la agonía de las viejas deidades fue lenta. Incluso en el alma atormentada del alcalaíno los demonios de la intransigencia teocéntrica y escolástica se resistieron a emitir un certificado de defunción para la Antigüedad, un certificado que Isabel y Jacobo de Inglaterra sí que supieron proclamar sobre los cadáveres de María Tudor y María Estuardo. Cervantes perpetra pero desconoce la extinción de esos mismos dioses; disimula o reniega de su parte en el nacimiento de la modernidad con la misma fatal vehemencia de don Quijote, en cuya compañía se deja disolver hacia la extinción del pensamiento utópico convertido en espantajo y coco del mundo que acreditó su ventura de estar loco y creerse cuerdo.

A su vez, el acomodado Shakespeare asume la muerte del idealismo clásico con el nihilismo chocarrero de su Falstaff y con el demencial cinismo de Timón de Atenas. Esto acaso, hacia el final de una vida sin senectud, le permitió además abandonar la escena con sus romances alegres y refugiarse en la poesía. Harto del mundo aunque bien asimilado a él, el dramaturgo inglés hace como que se adapta, manipula las emociones para empollar el tramposo huevo del romanticismo, festeja el triunfo de la vida sobre las rancias luminarias del honor y la fe que Cervantes añorará siempre. Shakespeare vive y muere resignado a la miseria de una humanidad de la que se sabe parte, una miseria que Miguel de Cervantes no acabará nunca de acatar y contra la cual se resistirá hasta el último suspiro, nunca reconciliado consigo mismo, reticente al silencio, prometiendo secuelas de sus obras menos afortunadas y despidiéndose con el Persiles, esa última manifestación de su enorme y entrañable ser contradictorio, esa casi traición a sí mismo, a sus criaturas y a no pocos de sus lectores.