III. UNA CUESTIÓN DE HONOR
DESPUÉS DE MI FUGA, la gran diversión de la quinta galería, según me han contado los pocos supervivientes, fue el duelo entre Franz y el general. Había empezado ya desde la primera mañana, cuando de la Rovere, al despertar, pidió un barbero.
—Hace falta el permiso del brigada —contestó Ceraso, avergonzado.
—Bien, amigo mío, llame al brigada —dijo el general dando comienzo a cuidadosas abluciones; ya que, excepcionalmente, se le había concedido jabón, un cepillo de dientes, un peine y una toalla.
El brigada acudió poco después y se plantó en la puerta con aire interrogativo y hostil. El general, sin esbozar un saludo, es más, sin apartar siquiera la cara de la servilleta con la que se estaba secando, ordenó con brevedad:
—El barbero, por favor.
—El barbero está disponible cada quince días —contestó Franz.
El general se secó por última vez la cara antes de replicar:
—¿Qué artículo del reglamento carcelario lo establece?
—El artículo que prohíbe a los incomunicados mantener contacto entre sí.
—Pero cada quince días esa prohibición puede ser infringida…
—Bajo mi estrecha vigilancia personal…
—Es que yo, brigada, no rechazo en absoluto su vigilancia. De hecho, le pido que me conceda el placer de verle cada día. Porque yo quiero que me afeiten todas las mañanas. Y espero que no haya necesidad de recurrir al coronel Müller para que me reconozcan ese sagrado derecho. Creo que él estaría un poco sorprendido del modo en que usted interpreta su consigna de tratarme con todos los respetos otorgados por mi jerarquía…
—Está bien. Vete a llamar a Banchelli —masculló Franz a Ceraso, quien corrió a pregonar por toda la galería la noticia de aquella primera victoria.
Cuando Banchelli llegó con los utensilios propios de su oficio, el general había estado conversando desenfadadamente con Franz, a quien preguntó en qué frente había combatido.
—En el Africa Korps —contestó el brigada sin abandonar su aire hostil.
—¡Ah, caramba! —exclamó el general en tono respetuoso—. ¡Buena tropa…! Varias veces he tenido que verme con el general Rommel…
—¡Con el mariscal Rommel! —rectificó Franz, contento de haberlo cogido en un desliz profesional.
—Ah, claro, olvidaba que después de la retirada lo ascendieron a mariscal… Es la moda… Buen soldado, Rommel. En combate siempre lo admiré. En relación con los planes estratégicos, un poco menos… Un magnífico conductor, en suma, pero un mediocre estratega. ¡Lástima…! Oh, aquí viene nuestro hombre… ¿Es usted barbero de profesión?
—Tipógrafo, Excelencia. Pero aquí dentro me obligan a ejercer de barbero. Me llamo Banchelli —contestó el hombrecillo inclinándose levemente. Se acercaba a los cincuenta, era bajito y de aspecto dulce y remiso.
—¡En silencio! —lo amonestó Franz.
Banchelli empezó a enjabonar las mejillas del general y luego las rasuró cuidadosamente sin volver a abrir la boca. Cuando hubo terminado guardó sus utensilios en un pequeño trozo de hule y dijo:
—Cuando lo desee, no tiene más que mandarme llamar. Tendré mucho gusto en servirle, mientras esté aquí… ¿Espera no quedarse mucho tiempo?
—No lo espero. Lo temo. Estoy condenado a muerte.
—¡Te he dicho que te calles! —aulló Franz indicándole la puerta.
Banchelli iba a salir, cuando el general le tendió la mano. Banchelli se la estrechó con una ligera inclinación y salió.
—¡Y ahora, fuera! —ordenó Franz.
Antes de obedecerlo, de la Rovere se lavó la cara, volvió a peinarse el ralo pelo, se puso la sahariana, que se abrochó despacio, limpió el monóculo con el pañuelo, se lo caló en el ojo derecho y, seguido por el brigada, atravesó toda la galería con la cabeza alta, devolviendo con el saludo militar los que le hacían con una inclinación los detenidos destinados a la limpieza de la galería.
La vigilancia especial a la que todavía estaba sometido no le permitía salir a pasear con los demás. Franz lo condujo solo, no al patio en forma de estrella, sino al jardín, en el fondo del cual tres prisioneros ingleses jugaban con una pelota de goma. Eran tres oficiales liberados el 8 de septiembre de un campo de concentración, sorprendidos por los alemanes en Milán vestidos de paisano y retenidos allí, tal vez en espera de alguna orden de traslado atascada en el engranaje burocrático. Dormían también en una celda de la quinta galería, pero no tenían casi relación alguna con los demás detenidos, un poco porque gozaban del privilegio de estar todo el día al aire libre, y otro poco porque ellos mismos tenían interés en permanecer apartados. Fueron los únicos que no saludaron al general, quien parecía no haber advertido su presencia. El general caminaba de un lado a otro, parándose de vez en cuando para llenarse los pulmones de aire, o bien para contemplar las flores que crecían en los arriates bastante bien cuidados. En un momento dado, arrancó una pensée y se la puso en el ojal sin que Franz protestase. Habitualmente, éste castigaba con diez azotes cada atentado a flores o animales. Era su manera de concebir el «civismo».
En aquel momento, una pelota de goma, chutada torpemente por uno de los jugadores, sobrevoló la cabeza del general y fue a toparse con la del brigada. Furioso, el alemán la recogió del suelo, y sacando una navaja del bolsillo, la desgarró, tirándosela desinflada a los tres ingleses.
—Son of a bitch…! Dirty dog…! —prorrumpieron éstos.
Franz los miró riendo, con aire provocador. El general prosiguió su paseo como si no se hubiese dado cuenta de la escena.
Tres días después se produjo otro choque.
Entre las muchas concesiones especiales con que se distinguía al general, se encontraba también la de una baraja de cartas, con la que mataba el tiempo haciendo solitarios. Una noche estaba precisamente intentando el juego de Napoleón, cuando una voz resonó a sus espaldas:
—Excelencia, el diez negro va sobre la sota colorada…
Era Ceraso que, manteniendo abierta la puerta para que se ventilara la celda (corría el mes de junio y comenzaba a dejarse sentir el calor), lo observaba a través de la reja.
—Ah, claro, justo… —dijo el general, rectificando.
En aquel momento Franz apareció por la puertecita que daba a la escalera.
—¿Se conversa aquí? —dijo con aires amenazantes mirando a Ceraso, que palidecía—. ¡Cierra esa puerta!
—Un momento, brigada —intervino el general, levantándose y acercándose a la reja—. Dígame usted en qué artículo del reglamento interior de la cárcel se basa usted para que la puerta de madera permanezca cerrada cuando el calor es sofocante.
—No estoy obligado a contestar.
—Se equivoca. Tiene usted que contestar, no a mí, sino al reglamento, cuyo artículo noveno reza: «Las puertas de las celdas deberán estar cerradas, a menos que el celador no considere tener que dejarlas abiertas para vigilar al recluso…». Ahora bien, el agente Ceraso me estaba vigilando precisamente…
Por respuesta, el brigada cerró la puerta de un puntapié y se alejó furioso. Pero al día siguiente, al volver para su habitual inspección y ver la puerta abierta, no le dijo nada al vigilante, con quien se cruzó delante de ella.
El mismo día llegaron siete nuevos huéspedes. Mike Bongiorno, que estaba encargado de distribuirles las mantas, comentó que todos habían sido detenidos en una redada llevada a cabo en los Ferrocarriles del Norte y que, si bien asustados, estaban seguros de salir pronto, menos uno que afirmaba ser mayordomo de una familia patricia de Bérgamo, estaba enfermo de diabetes y lloraba, temeroso de dejarse el pellejo allí dentro.
Efectivamente, cuando se hizo de noche, en el gran silencio de la galería, se oyó el llanto del desgraciado, seguido poco después de unos pasos, un rechinar de llaves y un confuso parloteo.
El general esperó un poco y después llamó a la puerta. Un vigilante se asomó a la mirilla. No era Ceraso, esta vez, sino Tursini.
—¿Ha llamado, Excelencia?
—¿Qué sucede?
—Uno de los siete nuevos inquilinos está malo… Una crisis de diabetes…
—¿Crisis verdadera o…?
—No, no, una crisis verdadera. Tenemos un ojo clínico, Excelencia.
—Llevadlo a la enfermería.
—Hace falta permiso del brigada, que siempre lo ha rehusado.
—Dígale que venga.
—Pero, Excelencia…
—Dígale que necesito hablarle con urgencia.
Apenas el vigilante se hubo alejado, el general, que ya estaba medio desnudo, volvió a vestirse rápidamente, pero con cuidado. Y ya se había puesto hasta el monóculo, cuando apareció Franz.
—Lamento, brigada, haberle molestado —dijo cortésmente el general—, pero el caso no admitía demora. Resulta que un detenido se encuentra grave a consecuencia de un ataque, al parecer, de diabetes. Le ruego…, le ruego personalmente… que le haga trasladar a la enfermería antes de que sea demasiado tarde.
—Ningún preso político puede salir de la galería sin prescripción facultativa. El médico vendrá mañana por la mañana.
—Cuando tal vez…
—Lo siento, mi general.
—Yo siento, brigada —y la voz del general subió de tono—, tener que recordarle la observancia del reglamento.
—El reglamento dice lo que yo diga.
—¡No, brigada! —y sus palabras fueron tan vibrantes que retumbaron por toda la galería—. El artículo primero es bien explícito: «El recluso que se halle en condiciones de salud tales que hagan temer por su vida, deberá ser inmediatamente trasladado a la enfermería». Por lo que le ordeno… ¿Comprende…? ¡Le ordeno que haga lo que prescribe el reglamento!
Una vez más, por toda respuesta, Franz, con el rostro encendido, cerró la puerta de un puntapié y se fue. Pero por toda la galería le siguieron las carcajadas que resonaban dentro de las celdas. Al día siguiente, cuando fueron a buscar al general para conducirlo al mando, todos tuvieron la seguridad de que había sido él quien se puso en contacto con el coronel para denunciarle las arbitrariedades del brigada.
—Bueno, querido general, ¿qué tal vamos? —dijo Müller indicándole una silla delante de su mesa.
—¡Mal, querido coronel! Si hubiese sabido que en San Vittore se estaba tan mal, no hubiera aceptado nunca… ¿Me permite? —Cogió un cigarrillo de un paquete del coronel, que con un gesto lo invitó a metérselo en el bolsillo y le acercó un fósforo encendido—. En mis tiempos se estaba mejor. Ahora está ese brigada… ¡Un verdadero bruto!
—Se me ha quejado mucho de su indisciplina.
—¿Indisciplina? ¡Ah! Usted llama indisciplina a mi perfecto conocimiento del reglamento. Él, en cambio…
—Es precisamente esto lo que le sorprende. Un general no se sabe de memoria el reglamento carcelario. Y el brigada, que es menos estúpido de lo que parece, me lo ha hecho notar. Además…, parece ser que usted habla demasiado de sus amistades con generales alemanes y se deja llevar a consideraciones de alta estrategia…
—Bien, creo haber dicho tan sólo cosas de sentido común.
—¡Ah, claro! Un general con sentido común…
Lo miró sonriendo. Luego, tras haber sacado de una alacena una botella y dos copitas cambió de tono:
—Pero no es para decirle eso por lo que le he llamado. El premio de la libertad que le he prometido estaría muy cerca, con algunas precisiones eventuales… Esto es coñac francés auténtico. Coja también estos tres paquetes de cigarrillos.
—Gracias, mi coronel. ¿Decía usted, pues…?
—Decía… ¿Qué decía? ¡Ah, sí! Anoche, como seguramente usted sabrá, llegaron a San Vittore siete nuevos inquilinos.
—Lo sé.
—Me lo imaginaba. Aislados, pero al corriente de todo… ¿Sabe también que entre ellos está Fabrizio?
—¿Y quién es Fabrizio?
—Ah, claro, me olvidaba de que usted no es el general de la Rovere. Pero lo hace tan bien que casi casi… Bueno, en fin, Fabrizio es uno de los más relevantes jefes de la Resistencia, tal vez el más importante: aquel con quien usted, es decir, el general de la Rovere tenía que encontrarse cuando desembarcó…
—¡Vaya fastidio! ¿Y si ahora me reconoce? Es decir, ¿y si no me reconoce?
—No hay miedo, Fabrizio y de la Rovere no se habrían visto jamás. Será sólo en la cárcel cuando se encontrarán. O mejor dicho: será solamente en la cárcel cuando Fabrizio verá por primera vez a de la Rovere. A su vez, el general tendrá que ver a Fabrizio, es decir, adivinar quién de los siete es él. Porque nosotros no lo sabemos. A usted le toca descubrirlo.
—¿A mí?
—A usted.
—¿Y cómo me las apaño?
—De la manera más sencilla: no haciendo nada; o sea, haciendo cada vez más de general de la Rovere. Más tarde o más temprano verá usted cómo él dará señales de vida.
El general encendió un segundo cigarrillo con la colilla del primero.
—Dispénseme, mi coronel —dijo con aire perplejo—, pero no comprendo bien. Usted no sabe quién es Fabrizio, pero sabe que es uno de los siete. Cómo lo sabe, lo ignoro, pero…
—Es muy sencillo. Las radios clandestinas anunciaron un determinado día su captura. Nosotros poseemos la clave de sus mensajes y hemos deducido que aquel día habían sido detenidas siete personas sospechosas… ¿Está claro?
—Clarísimo. Pero yo estimo que ustedes los alemanes tienen medios para hacerlos cantar a los siete.
—Menos a Fabrizio. Antes que nada porque ninguno canta cuando sabe que su canto le costaría el pellejo. Y después porque, por lo que sabemos, es un hombre con el cual resulta difícil llegar a un acuerdo. Con respecto a él hace falta astucia, no fuerza.
—Y si yo… lo consiguiese mediante astucia…, ¿tendría que denunciarlo?
—Denunciarlo… Detesto estos verbos… Bastará con que me haga saber quién es.
—No entiendo bien la diferencia, pero… En Génova me pidió hacer de señuelo, y acepté. Pero ahora me propone convertirme en el arma… la cosa cambia… Entenderá que el general de la Rovere no denunciaría jamás al jefe de la Resistencia…
—Es justo —reconoció lealmente, tras una pausa, el coronel. Se puso a pasear, echó una mirada afuera de la ventana y luego volvió cerca de Bertone—. Entonces —dijo—, hagamos una cosa. Yo conocí en Génova a un tal mayor Grimaldi, un oficial que permaneció fiel al pacto de alianza con los camaradas alemanes y que forma parte de las fuerzas armadas de la República Social. ¿No cree usted que el deber de ese bravo y leal soldado sería desenmascarar al jefe de la Resistencia, especialmente sabiendo que ello le procuraría un premio importante?
—¿Por ejemplo?
—Un millón.
—¿En oro?
—En oro.
—¿Y un salvoconducto para Suiza?
—Y un salvoconducto para Suiza.
Bertone se escanció otra copa de coñac y se la bebió de un trago.
—A propósito de Grimaldi —dijo el coronel—, tengo el gusto de informarle de que ese tío suyo compositor, que fue también mi maestro, no ha muerto ni mucho menos. Anteayer vino a verme…
—¿Ah, sí? —respondió, imperturbable, Bertone—. Sea como fuere, creo que su sobrino habrá de aceptar la oferta que usted le hace…
—También lo creo yo —dijo Müller tocando un timbre. Compareció un soldado.
—Custodie al general hasta su celda —dijo el coronel, precediéndolo hacia la puerta y cambiando con él un rígido pero respetuoso saludo.
El general iba a marcharse cuando vio en la antesala, sentados en un banco, a los tres prisioneros ingleses con la pelota destrozada en la mano. Venían sin duda a reclamar. Se los señaló con la mano a Müller.
—He ahí, mi coronel, el enésimo exabrupto de su brigada, del cual yo mismo fui testigo. Hasta ahora, la Wehrmacht nos había acostumbrado a la perforación de la Línea Maginot, no a la de pelotas de goma… Le estaré agradecido, mi coronel, tendrá mi reconocimiento personal si se digna usted en satisfacerlos.
Müller hizo una señal afirmativa con la cabeza. El general desfiló ante los tres ingleses que casi involuntariamente se pusieron de pie y se cuadraron.
Volvió a su celda cuando ya habían servido el rancho de las once. Pero los detenidos habían puesto la escudilla sobre la mesa, tapada con otra escudilla para que no se enfriase el contenido, dejando al lado una servilleta anudada, pescada quién sabe cómo y quién sabe dónde. Además del vaso de aluminio lleno de agua, había otro en el que flotaba algo. Las sábanas estaban limpias.
A Müller le esperaba una sorpresa cuando volvió al Hotel Regina. Un plantón le entregó en una bandeja la tarjeta de visita de una señora que llevaba una hora esperando. Rezaba así: Condesa Bianca Maria Guimet de la Rovere.
El coronel se quedó por un momento perplejo y algo fastidiado. Luego dio orden de hacer pasar a la dama y avanzó hacia la puerta al encuentro de ella.
La condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco años, hermosa aún, y sumamente elegante en su sencillo y usado traje gris.
—¿El coronel Müller?
—Servidor. Siéntese, condesa.
Así lo hizo la condesa y durante un momento calló, ocultando mejor su ansiedad que la cohibición.
—Seguramente, mi coronel, comprenderá usted los motivos de mi visita…
—Creo que sí. Pero también me sorprende un poco, pues las informaciones que poseemos nos aseguraban que usted y sus hijos se hallaban en Suiza.
La condesa tuvo un ligero sobresalto. Müller sonrió.
—No tema, condesa. No tengo la menor intención de reprocharle una repatriación clandestina. Por el contrario, respeto su valor y su abnegación.
—Gracias, coronel. He acudido a usted por sugerencia de Su Eminencia el cardenal, quien me dijo que usted ya ha hecho algo por mi marido: negarse a entregarlo a los fascistas que lo habían reclamado…
—Es exacto. Me negué y seguiré negándome, porque eso entra dentro de mis facultades.
—Se lo agradezco. No he venido a verle para interceder. Sé que hubiera sido inútil y que mi propio marido no lo querría. Es un soldado en guerra: el peligro forma parte de sus deberes. Tengo sólo un ruego que hacerle y espero que usted podrá concederlo… —Aquí, su voz, agitándose un poco, la delató—. Verlo… Verlo aunque sea un breve instante y al otro lado de una reja de cárcel…
Müller no trató siquiera de ocultar su propia desazón.
—Le he dicho, condesa, que yo puedo obrar tan sólo dentro de ciertas facultades. Lo que usted me pide…
—No es mucho, coronel. Sólo verlo, aun sin hablarle… Tal vez sería por última vez…
Y la voz se le quebró en un sollozo, inmediatamente reprimido en el pañuelo. El coronel dio unos pasos por la estancia y luego volvió a sentarse al lado de ella.
—Deseo condesa demostrarle toda mi amistad… ¿Usted quiere ver a su marido? Está bien: concedido… Incluso podrá hablarle… —El rostro de la señora se iluminó—. Pero antes permítame que le exponga con franqueza mi opinión. Una grave acusación pesa sobre el general: usted no puede y no debe ignorarla. Es calmoso y de una serenidad ejemplar. Se comporta como el verdadero soldado que es. En la cárcel goza de una situación privilegiada no tan sólo material, sino también moral, entre los demás detenidos. Es quien da ánimos a todos, y todos reconocen en él a su jefe. Hoy también hemos tenido una franca y amistosa conversación. ¿Y sabe lo que me ha contestado cuando lo he felicitado por su actitud? Que lo que le da fuerzas no es solamente la conciencia de su deber, sino también la certeza de que los suyos están seguros. Me ha hablado de usted, de sus hijos… Gualberto y Ludovico, si no me equivoco… Vea que tengo buena memoria… Y me ha dicho que, confiados a una madre como usted, no tiene preocupación por ellos… Ahora, condesa, le pregunto: ¿cree verdaderamente que el volverla a ver unos pocos instantes, detrás de los barrotes de un locutorio, y saberla aquí, lejos de los chicos y expuesta al peligro de una represalia de los fascistas, pueda servirle a él de consuelo y ayuda? Le hablo como amigo. Tengo una profunda estima por el general y lamento sinceramente que los avatares de la guerra nos obliguen a ser adversarios… Quisiera ayudarlo a salir de una situación grave, que no desesperada, que exige de él la mayor sangre fría. Y temo que todo lo que usted me pide no contribuya… Le repito, condesa: el permiso queda concedido. Sólo le pregunto, muy respetuosamente, si no habrá un poco de egoísmo de su parte, al aprovecharse de ello…
Müller había apostado fuerte, pero jugó bien. La señora, con la cabeza baja, permanecía en silencio.
—¿No cree —insistió el coronel— que una carta sería preferible? Desde Suiza, se entiende… Yo diré que la he recibido a través… a través del cardenal, por ejemplo. Su Eminencia nos perdonará este pequeño embuste. Le doy mi palabra de honor que no será abierta.
—Creo que tiene usted razón —convino la condesa después de una pausa.
—Puede también mandarle ropa y víveres. La comida de la cárcel, desgraciadamente… Tráigalo o mándelo todo aquí. Yo mismo cuidaré de hacérselo llegar. Usted tiene mi palabra de que nada será controlado. Yo tengo la suya de que no pasará nada de contrabando… ¿Puedo ofrecerle un té, condesa? Creo que nos hace falta a los dos.
Hacía un par de horas que había anochecido y toda la cárcel dormía cuando las sirenas, de pronto, se pusieron a aullar la alarma aérea. Sucedía con frecuencia, pero raramente la alarma iba seguida de bombardeos. Habían cesado hacía tiempo y casi nadie dejaba la cama por el refugio. Hasta los detenidos permanecieron tranquilos. Sin embargo, cuando empezaron a retumbar los primeros estallidos, la quinta galería se transformó de golpe en un manicomio. Para el hombre encerrado en una celda, el miedo se torna claustrofobia y le hace perder todo control. Cada uno, excitado por los alaridos del otro, empezó a golpear con los puños la puerta, gritando: «¡Abrid…! ¡Asesinos…! ¡Abrid…!».
Seguido por su gente armada, Franz irrumpió en el pasillo tocando el silbato para intimidar y profiriendo las más terribles amenazas. Pero no lograba siquiera hacerse oír en medio del fragor de las bombas y del ensordecedor griterío de los prisioneros, que las sentían caer cada vez más cercanas. A través de los tragaluces veían enrojecerse el cielo por los incendios, y se pegaban contra las puertas en una desesperada tentativa por derribarlas.
No sabiendo cómo establecer la calma en aquel infierno, el brigada abrió la celda del general, quien, descalzo y en ropas menores, se aferraba a los barrotes, presa a su vez de una crisis de terror. Al ver a Franz, se le echó encima, pero el hercúleo alemán lo inmovilizó contra la pared con el brazo.
—Conque miedo, ¿eh? —le escupió en la cara el brigada—. Usted tiene miedo, ¿verdad, señor general italiano? ¡Vamos, haga callar a esos locos!
—¿Yo?
—Usted, sí. Usted, que siempre está dispuesto a mandar a todos, ¡mándeles a esos idiotas que se calmen!
El general lo miró, y poco a poco su cuerpo dejó de hacer resistencia al puño que lo mantenía inmovilizado contra el muro.
—Quíteme esta mano del hombro, brigada —silabeó entre dientes.
Franz dio una orden en alemán a sus hombres, que corrieron a abrir las puertas, detrás de las cuales se veían los detenidos agarrados a los barrotes de las rejas.
Descalzo, con todo el cabello enmarañado y la camisa fuera de los pantalones, el general se plantó en mitad de la galería con los brazos alzados.
—¡Señores! —gritó—. ¡Señores! ¡Calma! ¡Un poco de calma, os lo ruego…! —Y se puso a recorrer el pasillo de un lado a otro—. ¡Hago un llamamiento a vuestra dignidad…! ¡Señores…! ¡Italianos…!
A la palabra «italianos», gritada en tono más alto, el tumulto, que ya había comenzado a aplacarse, cesó del todo. Sólo siguieron oyéndose los estruendos de las bombas.
—¡Italianos…! ¡Compañeros…! —repitió el general—. ¡Dad ejemplo a quien pretende darnos lecciones de valor! ¡Demostrad lo que sois, lo que somos! ¡Nosotros no tememos estas bombas! ¡Cada una de ellas nos acerca la hora de la libertad…! Gritad conmigo, gritemos todos a una: ¡Viva Italia!
—¡Viva Italia! ¡Viva la libertad! —aullaron todos con el aliento que les quedaba. Y nuevamente la galería fue un averno. Sobre el fondo rojo del cielo que se veía por la gran cristalera, se recortaba la silueta del general, sublime y ridícula a la vez, con sus pantalones de montar colgando sobre los pies descalzos y la camisa flameando fuera de la cintura. Franz, rojo de cólera, lo agarró otra vez del brazo y de un empujón lo metió en la celda, cerrando la puerta.
El general tropezó con un hierro del camastro y cayó encima de bruces. Pero ni siquiera pareció darse cuenta de la lesión. Un temblor le sacudía todo, como si fuese presa de un shock nervioso. Fuera, seguían los gritos entre el estallido de las bombas y el estridente silbato de Franz:
—¡Viva la libertad! ¡Viva Italia! ¡Viva el general! ¡Viva el general!
Este, tumbado aún en la cama, se tapó los oídos con las manos, haciendo con la cabeza que no, que no, que no…
Cuando Müller fue por la mañana a hacer la inspección, halló a de la Rovere sentado en el escabel junto a la mesita, por primera vez despeinado y sin afeitar. Quedándose en el umbral le dijo en voz alta, de modo que pudo ser oído por los de las celdas contiguas:
—Le doy las gracias, mi general, por la valiosa ayuda que dio anoche a mis hombres para devolver la calma a la galería…
El general, en vez de responderle, se refugió en un rincón donde nadie desde fuera pudiese verlo, y le puso ante los ojos un libro abierto entre cuyas páginas había una nota escrita en letras de imprenta: «El viento sopla del oeste».
El coronel cogió el libro, lo cerró fingiéndose interesado por la encuadernación y preguntó quedamente:
—¿Cuándo lo ha recibido?
—Esta mañana.
—¿De quién?
El general titubeó.
—¿De quién? —insistió Müller con impaciencia.
—Del barbero… Un tal Banchelli.
—¡Ah…! Lo conozco. Es de los que no hablan.
—¿Qué hago ahora? ¿Qué hago? —imploró el general con voz aterrada.
—¡Cálmese! Conteste con otra nota evasiva para ganar tiempo… —Y en voz alta—: Estoy desolado, general, pero nosotros no somos responsables de la biblioteca de la cárcel. Los libros estaban ya en este estado cuando nos hicimos cargo de ellos.
Y devolviéndole el que tenía en la mano, murmuró:
—Conteste: «Esperemos que el viento cese de soplar», y entregue la nota a Banchelli. Después… Espere… —se volvió hacia Franz, que permanecía afuera a respetuosa distancia, y le ordenó—: De hoy en adelante el general podrá salir al aire libre con los demás detenidos. La vigilancia especial ha terminado.
Pero cuando llegó la hora del paseo y a los detenidos se les llamó a formar fuera de las celdas, el general se negó a salir de la suya. A través de la reja, los demás, desfilando por delante de él, lo vieron de espaldas, apoyado en el alféizar de la ventana. Y después que todos hubieron salido, cuando en la galería sólo quedaban los barrenderos, llamó a Ceraso y le rogó que cerrase la puerta.
Permaneció tumbado en la cama el resto del día, rechazando incluso el rancho de las once. Sólo por la noche se decidió a comer algo, y luego pidió al vigilante que lo escoltase al retrete. En la puerta se cruzó con los tres ingleses, que, como él, estaban eximidos del orinal en la celda. Se apartaron cediéndole el paso, y Charles, que era el de más edad y mayor graduación, le dijo cordialmente:
—Good evening, sir!
Era la primera vez que los ingleses dirigían la palabra a un detenido italiano, y hasta los vigilantes se quedaron estupefactos. El general hizo con la mano un ademán de saludo algo cohibido y apresuró el paso. Pero la voz de Charles lo obligó a detenerse y volverse.
—General —dijo en un italiano un poco dificultoso, pero correcto—, nosotros le admiramos mucho.
—Gracias, señores —respondió de la Rovere, y se encaminó hacia su celda.
Al día siguiente hizo llamar de nuevo a Banchelli para que fuese a afeitarlo. Y dado que ahora la vigilancia especial había terminado, Franz los dejó solos, o por lo menos así pareció. Con circunspección, mientras el tipógrafo le jabonaba la cara, el general le deslizó en el bolsillo un trocito de papel. Banchelli fingió no enterarse y siguió hablando de naderías.
Cuando hubo terminado, fue al retrete para lavar la navaja y la jabonera. Y, seguro de que nadie lo veía, sacó la nota del bolsillo para meterla en la suela rota del zapato. Franz apareció en la puerta, seguido de dos de sus hombres.
Al salir esposado al corredor, el tipógrafo vio, enfrente, al general esposado a su vez entre otros dos SS y en pasmado silencio; todos los detenidos, desde sus puertas abiertas, los vieron desfilar así, uno detrás de otro, hacia la rotonda. No hubo comentarios ni susurros. Pero uno de aquellos mudos espectadores estaba mortalmente pálido. Pertenecía al grupo de los siete recién llegados, y había sido inscrito con el nombre de Pietro Valeri, contable de la Banca Popular de Como. Banchelli, cuando pasó ante su celda, no le dirigió la mirada.
A pesar de su flema, de tipo más bien británica que germana, esta vez Müller estaba francamente fuera de quicio.
—Pero ¿es posible que un veterano de la cárcel como usted, que ha estado encerrado cinco veces, no logre ni siquiera pasar una nota sin hacerse advertir? —decía al general, que estaba sentado delante de él, mudo y con la cabeza gacha como un colegial pillado in fraganti—. Ahora todos nuestros planes se han ido al traste… ¿No tiene de verdad ninguna idea de a quién hubiera entregado aquella nota Banchelli? —Y como el general hiciera un signo negativo, abrió los brazos con ademán de resignación—. No me queda otra, pues, que hacer hablar a Banchelli. Y puesto que Banchelli no hablará no me queda sino tratar de obligarlo a ello… ¡Son cosas que me repugnan!
Pulsó un timbre, y al guardia que compareció inmediatamente le dijo en alemán:
—Llevad al prisionero a una celda de incomunicados, y que entre el otro.
El general salió con la cabeza baja y en la antesala vio al tipógrafo, esposado todavía, entre dos SS. Lo miró intensamente a los ojos, luego bajó la vista y siguió al guardia que lo custodiaba.
Müller recibió afablemente al tipógrafo y enseguida le hizo quitar las esposas. Luego le rogó que tomase asiento y, desdoblando sobre el escritorio el mensaje, se lo puso bajo los ojos.
—Lo reconoce, ¿verdad?
—Sí, mi coronel. Pero lo que está escrito no lo sé porque no tuve tiempo de leerlo.
—Lo creo, lo creo, amigo Banchelli. Está escrito: «Esperamos que el viento cese de soplar», pero no le pregunto en absoluto lo que significa, pues probablemente esto usted no lo sabe… Estoy seguro, archiseguro, de que usted, en toda esta maniobra, no era más que el cartero. Que no conoce el contenido de las cartas y ni siquiera conoce las señas. Estas son lo único que yo quisiera saber…
—Lo único que puedo decirle es el remitente…
—Claro… —Hizo una pausa para encender un cigarrillo. Luego se levantó y se puso a caminar de un lado a otro por la estancia—. Querido Banchelli, está usted condenado a muerte; ¿lo recuerda?
—¿Cree usted que se puede olvidar?
—No. Pero sí se puede recordar que no todas las penas de muerte se cumplen. A veces pueden ser conmutadas por treinta años de prisión que, en circunstancias como las actuales, pueden reducirse hasta a pocos meses tan sólo… Yo le brindo la absoluta posibilidad de esa conmutación.
—Se lo agradezco, mi coronel. ¿Qué puedo hacer para merecerlo?
—Una cosa sencillísima: añadir a esta nota la dirección del destinatario.
El tipógrafo lo miró con expresión de ingenuo estupor.
—Dispense, mi coronel, pero ¿qué quiere usted que yo sepa? Me he encontrado en el bolsillo este trozo de papel. No sé con seguridad quién lo metió…
—Se lo metió el general. Lo ha confesado él mismo, y no podía hacer de otro modo porque Franz lo había visto.
—Entonces, ¿por qué no le pregunta a él a quién iba dirigido?
—Usted no es ningún estúpido, Banchelli. Pero tampoco lo soy yo. Está claro que la nota iba dirigida a usted, puesto que la estaba escondiendo en la suela del zapato. En todo este asunto, su responsabilidad es mínima, casi sin importancia. Un detenido le pasa un mensaje para transmitirlo a otro detenido. No es más que una infracción del reglamento, merecedor tan sólo de un leve castigo disciplinario. Pues bien, yo no solamente le eximo de ese castigo, sino que le conmuto la pena de muerte si usted me dice a quién iba dirigido.
—Se lo repito, mi coronel: sólo el general lo sabe.
—No lo dudo, pero él no es un hombre de los que hablan…
—¿Y cómo quiere que hable yo, si no lo sé?
Müller lo miró de arriba abajo, hizo un gesto de resignación y oprimió el timbre. Franz apareció a la puerta. A una señal del coronel, volvió a esposar a Banchelli y se lo llevó del brazo.
La celda en la cual se encerró al general era de las que en el lenguaje carcelario se conocían como las tumbas de los vivos, porque estaban en el subterráneo, medían metro y medio por tres, y recibían luz y aire tan sólo de un minúsculo tragaluz del techo. Un catre monopolizaba todo el espacio, y en él yacía el general acurrucado hacía un par de horas, cuando la puerta se abrió y a través de ella dos soldados arrojaron, como un saco de patatas, lo que quedaba de Banchelli.
Anonadado, de momento el general ni siquiera se movió. Luego se acercó a aquel pobre cuerpo, doblado sobre sí mismo, envuelto en una manta, y arrodillándose a su lado, se puso a palparlo murmurando:
—¡Banchelli…! ¡Banchelli…! ¿Qué te han hecho Banchelli?
De la boca del desdichado, cuyo rostro estaba tumefacto, salía un hilillo de sangre, pero ni una sola queja. Las manos estaban hinchadas y violáceas, los pies descalzos y llagados.
—¡Malditos! ¡Asesinos! ¿Qué te han hecho, Banchelli?
Con esfuerzo, Banchelli abrió los ojos y murmuró:
—No he dicho nada…
El general rasgó un faldón de su camisa, lo empapó en el agua de la jarra y se puso a limpiar la sangre que se coagulaba en la barbilla del tipógrafo.
—Banchelli, en el nombre de Dios, ¿qué te han hecho?
—¡No he hablado, mi general! No he hablado. Pero no sé si podré resistirlo otra vez. Es terrible…
—Pero ¿por qué no hablaste?, ¿por qué? —prorrumpió el general, casi con rabia—. ¿Por qué has dejado que te pusieran así…? ¡No es justo!
Esta vez los ojos de Banchelli se abrieron con expresión de sorpresa y se clavaron en los del general.
—No hagas caso, perdón —dijo al tratar de incorporarle—, no sé lo que me digo… Ayúdate un poco,
Banchelli. Quiero ponerte sobre el camastro.
—No puedo, mi general. Déjeme aquí…
—Deja al menos que te ponga las mantas debajo.
—Gracias, mi general. Preferiría un poco más de agua en los labios y la cabeza… Es terrible, ¿sabe? No sé si otra vez podré…
—No habrá más veces, Banchelli. ¡No es posible!
—Usted no les conoce, si quieren saber algo…
—¿Por qué te has metido en eso, Banchelli? ¿Por qué me trajiste aquel mensaje? ¿Por qué te lo dio precisamente a ti?
—Porque sólo me conocía a mí en toda la galería… Pero no he hablado. Nadie sabe quién es. Nadie lo sabe, y nadie ha de saberlo.
—No, nadie. Ni yo tampoco quiero saberlo. ¿Has comprendido, Banchelli? Ni yo tampoco…
—No, ni usted tampoco, mi general.
—Échate y trata de descansar un poco… ¿Qué te duele?
—Todo, pero especialmente los brazos y las piernas. Debo de tener algo roto. Pero no he hablado, mi general.
—Ya sé que no has hablado, lo sé. Eres un muchacho valiente, Banchelli. Estoy contento de haberte conocido.
—Yo también, mi general.
—Echate; procura descansar. Mañana por la mañana verás como te encuentras mejor…
Se quitó la guerrera y se la puso enrollada debajo de la cabeza. Luego volvió a acurrucarse sobre el camastro y allí permaneció de bruces mirando a Banchelli, que, en el suelo, de espaldas, parecía adormecido.
El sueño tardó en dominar su agitación.
Con la primera e incierta claridad del alba que se filtraba por el tragaluz, fue a despertarlo un soldado alemán que traía dos tazones de negro caldo. Sin pronunciar palabra, los puso encima de la mesita y salió.
El general se levantó para coger uno de los tazones y se lo llevó a Banchelli, que dormía con la cabeza tapada por la manta. Vaciló entre despertarlo o no; luego, le sacudió suavemente el brazo. Banchelli no hizo el menor movimiento. El general empezó a sorber el caldo. Después, temiendo que se enfriase, sacudió nuevamente a Banchelli. Fue en vano. Lo llamó y volvió a zarandearlo. Finalmente trató de levantarle la cabeza, que tenía envuelta hacia la pared, y notó que su frente estaba fría como el mármol. Entonces, febrilmente, tiró de la manta, pero al hacerlo su mano tocó algo húmedo y viscoso, y se retiró chorreando sangre.
El general, horrorizado, se irguió de un salto. Banchelli lo miraba con ojos vidriosos. En la mano derecha sostenía la esquirla de vidrio con la que se había abierto las venas de la muñeca.
—¡Está muerto! —exclamó el general dando un paso atrás—. ¡Está muerto! —Y, de golpe, se abalanzó sobre la puerta vociferando—: ¡Está muerto! ¡Abrid! ¡Está muerto! ¡Asesinos…!
La noticia llegó a la galería casi inmediatamente, junto a la que pretendía que también el general había sido torturado hasta morir. La difundieron los tres ingleses, y fue su primer gesto de participación en las vicisitudes de los detenidos.
Dijeron asimismo haber sabido que las dos víctimas no habían despegado los labios y que el general había escupido un diente en la cara de su verdugo gritándole: —¡Mándaselo a Hitler!
A estos detalles que pasaron de boca en boca durante la distribución del café, se añadieron otros al correr de las horas. Eran transmitidos de una celda a otra con el acostumbrado alfabeto Morse, golpeando las paredes con los nudillos.
La galería jamás estuvo tan silenciosa, tan ordenada y tan lúgubre como aquella mañana. Hasta Franz se dio cuenta de ello cuando fue a mandar la formación para el paseo al aire libre. Todos, al salir de sus celdas, permanecieron en pie ante la puerta mirando al brigada, que de momento devolvió sus miradas con burlón descaro, pero luego pareció más bien cohibido y se puso a vociferar más rabiosamente de lo que solía: —¡Adelante! ¡A formar! ¡Silencio!
Pero aquel «¡Silencio!», era más bien pleonástico, puesto que nadie abría la boca. Con los brazos cruzados y mirando al brigada, los prisioneros se encaminaron hacia la escalera. Pero al pasar ante la celda del general y la de Banchelli, abiertas y vacías, se santiguaron todos. Franz fingió no ver nada.
No vio siquiera, cuando volvió a conducir a los detenidos a la galería, que los camastros de los dos ausentes estaban cubiertos de flores.
En el intervalo del paseo, los tres ingleses habían ido a cogerlas al jardín, y las llevaron allí con la complicidad de los vigilantes italianos, que simularon no enterarse.
—¡La culpa es suya, sólo suya! Si usted no se hubiese comportado como un imbécil, el otro imbécil del brigada no hubiera descubierto el mensaje, y ahora nosotros sabríamos quién es Fabrizio, sin tropezarnos con un cadáver en los pies… Los cadáveres no son mi fuerte, se lo confieso… Y, además, ¿cree usted que quiero matar a Fabrizio? Cualquier idiota es bueno para que lo maten… Yo no quiero matar a nadie. Quiero tan sólo saber…
Müller se paseaba de un lado a otro de su oficina ante el general, quien, derrumbado en un sillón, pálido y sacudido por un temblor nervioso, parecía no oírlo siquiera.
—Escúcheme bien, Bertone. No quiero más víctimas. Desde por la mañana hasta la noche lucho con los fascistas, que me piden rehenes para fusilar. También le querían a usted, el otro día por un proceso ante el tribunal de guerra de Verona… Usted, de la Rovere, se entiende, usted, Bertone. Pero no fue por proteger su falsa identidad que me negué a ello. No; me niego por principio. Hasta a Banchelli… su Banchelli, cuyo suicidio ahora correrá a mi cargo, había yo logrado salvarlo de la muerte a la que había sido ya condenado por sabotaje… Sabotaje, digo, no conspiración: hizo volar un tren de municiones, ese hombrecillo… Y él, el muy estúpido, se corta las venas para salvar la vida de un hombre al que yo no tengo la menor intención de quitársela. ¡Locos…! No sois más que un hatajo de locos, vosotros los italianos… Pero dejémoslo correr. El dilema, para mí, es claro. Un hombre, en mi puesto, ha de proporcionar a su mando las informaciones o el pellejo de los que se niegan a darlas. No tengo otra opción. ¿Ha comprendido, Bertone? No tengo otra opción. Por lo tanto, ahora volverá usted a su celda, entre sus compañeros…
—¿Yo? —interrumpió Bertone, levantándose de un salto.
—Usted, por supuesto.
—No, mi coronel, quíteselo de la cabeza. Hágame deportar, si quiere… Hágame fusilar… Pero yo a la galería, entre esos que ahora lo deben saber ya todo, no vuelvo.
—¿Que no vuelve?
—No, mi coronel, no vuelvo, no puedo volver. Todos dudarían de mí, todos me acusarían de traición. Usted no sabe lo que son las cárceles y lo que son capaces de inventar los detenidos contra los delatores. ¡Muy distinto a Banchelli…! No puedo volver, tras la muerte de aquel desgraciado, así…
Müller reflexionó un instante y luego movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Justo, justo —dijo—. Así, en efecto, sería peligroso. Bueno, lo haremos de manera que usted vuelva más general aún y más acreditado que antes…
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Bertone.
—Va a verlo —respondió el coronel, pulsando el timbre.
Entró un plantón y, a una señal de Müller, cogió del brazo al general invitándolo a levantarse.
Cuando ambos hubieron salido, entró otro plantón con un paquete y una carta.
—¿Qué es? —preguntó el coronel.
—Una señora lo ha dejado aquí para el general de la Rovere.
—¡Ah…! ¡Llévaselo a su celda!
Inmediatamente después del reparto del primer rancho, se difundió por la galería la noticia de que también el general había muerto a consecuencia de los malos tratos. Pero enseguida llegó un desmentido: no había muerto, sino que solamente se desmayó de dolor, y ahora estaban esperando a que recobrase los sentidos para comenzar de nuevo. Mike Bongiorno, que había estado en la oficina de registro, volvió diciendo que habían llamado al médico de urgencia porque el general, a consecuencia de la paliza, sufrió un ataque al corazón. Estas noticias, transmitidas a golpe de nudillo, pasaban de pared en pared, sin turbar el silencio de la galería, tan grávido y preñado de cólera. Por ello, Franz dispuso que permaneciera en ella una patrulla alemana de guardia. El ruido cadencioso de aquellos zapatones claveteados hacía más lúgubre aún la sensación de espera que se cernía sobre el gris corredor. Los hombres de la patrulla habían abierto las mirillas de las celdas para vigilar mejor a los presos y estaban estupefactos de verlos a todos sentados en los escabeles con la mirada fija en el vacío, como si obedeciesen a una consigna.
Sólo se movieron hacia las cuatro, cuando escucharon chirriar la reja que daba a la rotonda. Entonces corrieron a sus mirillas, esperando ver al general. Pero no vieron sino a un plantón con un paquete en la mano que entraba en la celda del ausente y que salía sin él. También este sorprendente episodio se transmitió de una pared a otra y llegó hasta quienes no pudieron presenciarlo, y los comentarios se entrecruzaron. ¿Qué significaba aquel paquete, y qué contenía? Por otra parte, el hecho de que lo hubiesen depositado allí quería decir que había de volver el destinatario. A menos que el destinatario fuese un nuevo inquilino, aún en la calle. Sí, pero en tal caso no habrían dejado la cama, el lavabo y la mesa.
Las horas transcurrían en esta ansiedad. Los vigilantes italianos, bajo el control de los alemanes, no se atrevían a acercarse a las mirillas para dar informaciones de las cuales, por lo demás, carecían ellos también. Cuando la patrulla les volvía la espalda, alzaban los ojos al cielo para hacer comprender a los detenidos que no se podía hacer más que esperar con resignación.
Con el alba comenzaron a declinar las esperanzas de volver a ver, al menos aquel día, al general, cuya llegada anunciaron los tres ingleses, volviendo del jardín, a Ceraso, al cerrarles éste la puerta.
—¡Viene! ¡Lo han torturado! —sopló éste a través de la mirilla de otro detenido.
—¡Viene! ¡Viene! ¡Viene! —repitieron en un instante todas las paredes de la galería—. ¡Torturado! ¡Torturado! ¡Torturado! ¡Viene! ¡Viene! ¡Viene!
Transcurrieron, lentísimos, algunos minutos. Todas las mirillas de las celdas estaban pobladas de ojos desorbitados. Estos ojos vieron acelerar el paso a los hombres de la patrulla hacia la reja del fondo, que al poco rechinó.
El general apareció por detrás de la estatua de San Vittore que se alza en mitad de la rotonda. Pero no era él quien iba delante. Eran dos soldados que lo arrastraban casi en vilo aguantándolo por los sobacos. Las piernas, en vez de sostener el cuerpo, lo seguían. El rostro tumefacto y reclinado sobre el pecho aparecía surcado por relucientes regueros de sudor. En el momento de embocar la galería, el general, jadeante, se aferró a uno de los barrotes, como si quisiera oponer resistencia. Todos atribuyeron ese gesto desesperado a la absurda vergüenza de mostrarse en aquel estado. Ahora él, con la expresión de un animal acosado, miraba ante sí el inmenso corredor vacío y silente.
¿Intuía la presencia de aquellos ojos que lo seguían desde las mirillas?
Los soldados le dieron un estirón, y la reja se cerró a espaldas del general. Bertone se apoyó en ellos exclamando algo que nadie entendió, pero que indujo a los soldados a soltar la presa.
—¡Adelante! —conminó Franz.
El general se apretó las rodillas dobladas con los puños, y lentamente logró erguir el busto.
Entonces, de improviso, de una celda en lo alto, se alzó una voz solitaria:
Hermanos…
Otras dos o tres voces se le unieron:
de Italia…
Unánime, solemne, amplio, cundió en aquel corredor gris y desierto el himno de Mameli.
El general pareció de momento como si estuviera aplastado. El busto volvió a doblársele, la cabeza se reclinó nuevamente sobre el pecho. Pero al intentar Franz hacer ademán de volver a cogerlo del brazo, se zafó de modo agresivo y se encaró con el alemán, su rostro desencajado mostraba una carcajada que era a la vez de rabia, de burla y de provocación. El brigada dio un paso atrás.
Del yelmo de Escipión…
Lo cantaba con ritmo lentísimo.
El general se secó el sudor de la frente, se pasó las manos por la guerrera arrugada y adelantó un pie, luego el otro.
El canto se hizo más lento aún para que pudiera acompasar con él su paso todavía incierto y vacilante.
¿Dónde está la victoria…?
El general avanzaba como tanteando el terreno, pero sin perder la cadencia.
La cabeza del general cesó de balancearse. Cada vez estaba más firme y más erguida a medida que sus piernas iban marcando un paso más apretado y más seguro.
Que esclava de Roma…
Ahora caminaba acompasadamente, como al frente de un regimiento desfilando. Habría sobrepasado su celda si Ceraso, con el gorro en la mano, no hubiera estado manteniendo abierta la puerta.
Apenas el general la hubo franqueado, le faltaron las fuerzas y cayó de bruces sobre el camastro. Confusamente, oyó un rumor de aplausos que hacían eco en la galería, mezclado con los pitidos y los alaridos de Franz. Notaba un olor a flores frescas, pero, sin darse cuenta, las había aplastado bajo su propio cuerpo.
Acabó sumido en una especie de modorra.
Era ya de noche cuando se despertó. La luz macilenta de una lámpara de petróleo iluminaba la celda.
La tenía sobre las rodillas Ceraso, sentado en el escabel a su lado. No se había movido de allí desde que Franz saliera. Tursini, desde fuera, montaba la guardia contra un retorno de los alemanes.
—¿Cómo se encuentra, mi general? ¿Quiere que le ayude a desnudarse?
—¿Qué hora es?
—Las diez.
—Las diez…
—¿Le han hecho mucho daño, mi general?
—Banchelli ha muerto…
—Lo sé.
—Se ha suicidado… para no hablar.
—Lo sé. Lo sabíamos todos.
—Se ha suicidado mientras yo dormía, y yo no me he dado cuenta… Pero no habló, ¿comprendes? Díselo a él.
—¿A quién?
—No lo sé. Díselo a todos…
—Ya lo saben, mi general. Siempre estuvieron seguros de que De Banchelli no cantaría.
—Sí, ¿verdad…? Y… ¿y de mí?
—¿De usted, mi general?
Ceraso sonrió ante aquella pregunta que le resultó divertida.
—Echame un poco de agua por la cabeza, tengo la sensación de que va a estallarme…
Mientras obedecía, Ceraso dijo:
—Le han traído un paquete y una carta, mi general.
—¿Un paquete y una carta, a mí? ¿Quién lo ha traído?
—No lo sé. ¿Quiere verlo?
—Sí… No… No puedo volverme y me duele tener los ojos abiertos… Mira tú qué es…
Ceraso deshizo el envoltorio.
—Hay tres camisas —dijo—, un traje, seis pañuelos, un batín, dos calzoncillos y dos camisetas…
Para mostrárselo sin obligarlo a moverse de su posición de bruces sobre la cama, depositó el envoltorio en el suelo, abierto. El general alargó el brazo en el vacío, cogió al azar un pañuelo, lo desdobló y se acercó las iniciales bordadas a los ojos hinchados y salpicados de sangre.
Bajo una corona condal estaban las letras G. E de la R.
—Es lino —dijo Ceraso con admiración—, lino puro…
El general se lo pasó por la cara y se sintió envuelto por un suave olor a agua de lavanda.
—Abre también la carta —dijo.
Ceraso despegó cautamente el sobre.
—Está la fotografía de su esposa y de sus hijos —dijo con voz insegura—. ¡Qué hermosos chicos…!
El general calló largo rato. Luego dijo:
—Lee, por favor…
Ceraso se aclaró la garganta:
Ginebra, 3 de julio.
Mi adorado, espero ardientemente que estas pocas líneas puedan llegar hasta ti. He sabido de tu detención por nuestro cónsul aquí. Se lo he dicho también a los chicos. Han sido todos muy valientes, no han llorado. Tampoco yo he llorado. Hemos releído la carta que nos escribiste después del 8 de septiembre, y nos hemos repetido tus palabras: «Cuando no sepas cuál es el camino del deber, elige el más difícil». Los chicos están bien, en el colegio nos hacen honores. Rezamos por ti, y estamos a tu lado con el pensamiento y el corazón. En todo momento, en toda circunstancia, ocurra lo que ocurra, quiero que sepas que me siento feliz de ser tu esposa y que no cambiaría mi destino por el de ninguna otra mujer. Tuya, para siempre,
Bianca Maria.
Hubo un largo silencio. El general parecía que durmiese. Luego, sin moverse, preguntó:
—¿Cómo decía aquella frase, Ceraso? ¿Elige el camino del deber…?
—Cuando no sepas cuál es el camino del deber, elige el más difícil —repitió de memoria el vigilante.
Hubo otro silencio.
—Reléeme toda la carta, por favor.
Ceraso obedeció. Luego esperó en vano que el general dijese algo. Se le acercó y, al verlo inmóvil, creyó que se había amodorrado de nuevo. Le puso la fotografía bajo el rostro que reposaba sobre el brazo doblado. Luego salió de puntillas.
El general no se movió. Pero, al poco, gruesas y pesadas lágrimas como gotas de mercurio comenzaron a caer sobre la fotografía.
Al día siguiente se negó a salir al aire libre porque, dijo, no se tenía en pie. Tal vez fuera verdad. Hacia el mediodía lo mandaron al médico, quien no halló lesiones, más bien hematomas y dislocaciones por todas partes.
—Trabajaron bien —dijo con rabia—. ¿Cuántas veces se desvaneció, mi general?
—No me desvanecí.
—¿De veras? Le felicito. No quise creerlo cuando los demás detenidos me lo dijeron…
—¿Cómo lo sabían?
—No lo sé. Dicen también que usted le escupió un diente en la cara al verdugo y le dijo que se lo mandase a Hitler. No se habla de otra cosa en toda la cárcel… ¿Quiere que le haga ingresar en la enfermería?
—No.
—¿Por qué, mi general? Tiene derecho a ello. En la enfermería, créalo, se está mucho mejor.
—Ya lo sé, pero prefiero quedarme aquí con mis compañeros.
—Comprendo, mi general. Como quiera.
La noticia de esta negativa también se divulgó en la cárcel, que nunca como en aquellos días había estado tan silenciosa para no turbar el reposo del enfermo. Los barrenderos, cuando pasaban ante su celda, caminaban de puntillas. Y una sola vez Ceraso se avino a abrir la puerta: cuando dos de los últimos ingresados fueron excarcelados porque se comprobó que eran efectivamente dos funcionarios del Gobierno de Saló como habían dicho, pero que no quisieron salir sin saludar al señor general.
Éste consintió en recibirlos y lo hizo con mucha afabilidad en presencia de los vigilantes. Los dos hombres estaban cohibidos e intimidados.
—Excelencia —dijo uno de ellos—, seguramente le sorprenderá esta visita de despedida. Nosotros militamos en el otro bando…
—No, no —sonrió el general—, no importa «dónde» se milita. Importa solamente «cómo»…
Estaba todavía en la cama. Tenía la barba crecida, porque no se la había afeitado desde que murió Banchelli, y esto le hacía aparentar que estaba mucho más enflaquecido de lo que estaba en realidad. Junto a la cama, pegada a la pared con migas de pan, estaba la fotografía de su mujer con Gualberto y Ludovico y la carta.
—Mi general —dijo el otro visitante—, nosotros estuvimos muy mal aquí dentro porque todos los demás presos nos despreciaban. Y ahora nos despreciarán mucho más al vernos salir… Quisiéramos que usted no nos despreciara…
—Yo no tengo derecho a despreciar a nadie, ni siquiera a los alemanes… No hay necesidad de despreciar ni tampoco de odiar al enemigo para combatirlo. Conque… ¿Volvéis a Saló, ahora?
—Sí, Excelencia —dijo el primero, tras un ligero titubeo—. ¿Sabe usted? Nosotros tenemos familia…
—Comprendo… Bueno, si veis a mi examigo y colega Graziani, decidle que le deseo una muerte de soldado, en el campo del honor… Quisiera poderlo respetar…
Y los despidió con un gesto amistoso, pero sin tenderles la mano.
Tres días después salió a tomar el aire con los demás. Como caminaba con dificultad, toda la fila se adaptó a su paso, a pesar de las conminaciones de Franz. En el patio, se sentó en una banqueta, y los demás dejaron de ir de un lado para otro para no molestarlo, pasando continuamente ante él. El brigada, que mientras tanto se había personado en el mando, le dijo, al volver, que si tenía algo que comunicar o que pedir al coronel Müller, éste lo recibiría gustosamente, pues se hallaba en su oficina. El general respondió que no tenía nada que comunicar ni nada que pedir.
Aquella noche le quitaron la cama de la celda, el lavabo y la mesa. En adelante, dormiría en un camastro como todos los demás e iría a lavarse en el sucio aguamanil de la galería. El general no formuló objeciones ni protestó. Pero al atardecer, llovieron siete mantas sobre la celda con las que pudo hacerse un improvisado colchón. Al día siguiente le pusieron un orinal, obligándolo a convivir con sus propios excrementos. También esto lo aceptó el general con desenfado, y sólo se opuso enérgicamente a los dos barrenderos que a la mañana siguiente intentaron eximirlo de vaciar el recipiente. Los rechazó con firmeza y fue a vaciarlo personalmente.
Cuanto más trataban los alemanes de humillarlo, más aumentaba el respeto en torno suyo. Cuando Franz, un día, desde el fondo de la galería, se le dirigió llamándolo no ya general, sino «bandido badogliano», tras las puertas de las celdas estalló una bronca clamorosa que ningún pitido ni ninguna amenaza lograron acallar. El propio general prodigaba en vano, a través de Ceraso, de Sapienza y de Tursini, exhortaciones a la prudencia. Dos detenidos fueron sometidos a flagelación por un sonoro corte de mangas dedicado al brigada, quien, al fondo de la escalera, acuciaba al general, de regreso del paseo, para que subiese más ligero.
Todos, en cuanto podían, iban a llevarle algo. Los tres ingleses, que tenían derecho a un racionamiento de cigarrillos, se pusieron a economizarlos para dárselos al general. Se los mandaban con regularidad por medio de Ceraso, con una rosa o un clavel. Para evitar castigos a sus compañeros y sustraerlos a las tentaciones, el general, pese a que el calor era sofocante, rogaba a los vigilantes de turno que mantuviesen su puerta cerrada. Pasaba horas caminando de un lado para otro de la celda, o bien sentado en el escabel con los ojos fijos en la fotografía de su mujer.
Un día pidió a Ceraso que le procurase a cualquier precio papel y lápiz. Cuando lo tuvo, pasó los días escribiendo. Los tres vigilantes, que de vez en cuando entraban a preguntarle si necesitaba algo y se entretenían un poco con él, vieron que tenía entre las páginas de un libro tres sobres con tres señas: Para mi mujer, Para Ludovico, Para Gualberto. Los sobres se inflaban cada día más. Luego se les agregó otro: Para Su Majestad. Pero, a juzgar por el grosor, no debía de contener más de dos folios.
A la sazón, el general hablaba con frecuencia de sus hijos a los vigilantes. Decía que los quería a los dos por igual, pero reconocía albergar una debilidad por Gualberto, el más pequeño, tal vez porque, por su vivacidad, le causaba más quebraderos de cabeza.
—Temo que le gusten un poco demasiado el juego y las mujeres, como me gustaron a mí de joven. No sé si tendrá la fortuna de dar con una mujer como la mía. Pero se me parece tanto…
Los vigilantes contemplaban la fotografía y reconocían que, efectivamente, Gualberto era el que más se le asemejaba. Entonces el general se ponía a enhebrar elogios de Ludovico, de su diligencia y ecuanimidad, como para hacerse perdonar la confesada parcialidad a favor de Gualberto.
No volvieron a llevárselo para un interrogatorio. No obstante, la sorpresa fue mayúscula cuando lo trasladaron con muchos más al campo de concentración. Al principio se creyó que los habían enviado a Alemania. Luego se supo que habían sido destinados a Fossoli.
A él le consintieron también que se llevase consigo su escaso equipaje. Ceraso lo ayudó a empaquetar. El general no había querido usar nunca ninguna de las prendas interiores y el vestuario que su esposa le había mandado. Todo había permanecido, perfectamente planchado, dentro del envoltorio. Uno de los otros deportados se encargó de transportarlo. El general guardó consigo solamente la carta y la fotografía.
Los presos que quedaban estaban todos detrás de los barrotes de las verjas, viéndolos pasar. Él los saludó uno por uno llevándose la mano a la sien, y se alegró al ver que ninguno de los cinco recién llegados formaba parte del convoy. Cuando pasó por delante de la celda de Pietro Valeri, éste le dijo:
—Me alegra poderle conocer por fin, general.
El general lo miró con una sonrisa, mas luego su rostro se puso grave como el de su interlocutor.
—Yo también —respondió— estoy contento de poder finalmente conocerle…, aunque mejor hubiera sido encontrarnos en otro sitio.
—Sí —respondió Valeri.
—Dios le asista…
—Me ha asistido ya su valor, general. No le olvidaré nunca.
En el momento en que atravesaba la verja de la galería, un grito unánime de adiós salió de las celdas.
En el jardín, cuando le vieron subir al camión, los tres ingleses atacaron alegremente, a coro:
For he’s a jolly good fellow[3]
El general los saludó con un gesto de la mano. Los tres ingleses respondieron:
Good bye, man
Cómo y por qué fue ordenada la represalia sobre sesenta y ocho deportados de Fossoli creo que jamás se ha sabido con exactitud. Se ha sabido tan sólo que un día los sacaron de los barracones y los alinearon contra un paredón para ametrallarlos.
El informe que algunos días después llegó a la mesa de Müller señalaba que el general, cuando supo la suerte que le esperaba a él y a sus compañeros, había pedido solamente una cosa: poder vestir el traje que se le había mandado a la cárcel y que nunca se había puesto. Se lo concedieron y con aquella indumentaria, intacta y bien planchado, avanzó con paso seguro hacia su puesto. Un instante antes de la orden de fuego, de la Rovere se separó de la fila dando un paso adelante y gritó:
—¡Viva Italia! ¡Viva el Rey!
En sus bolsillos se encontraron las cuatro cartas adjuntas al informe: una Para mi mujer, una Para Ludovico, una Para Gualberto, una Para Su Majestad.
Müller las cogió, vio que estaban abiertas y las cerró. Y, llamando a su ayudante, le ordenó que fuesen entregadas a la condesa Bianca Maria de la Rovere, por conducto del consulado italiano en Ginebra.
El ayudante del coronel Müller, que estaba al corriente de la intriga, lo miró verdaderamente asombrado: le parecía una burla de mal gusto y macabra.
—No, no —dijo Müller, moviendo la cabeza—, es el único modo de reparar el error que hemos cometido fusilando a ese hombre. Nosotros los alemanes juzgamos a este país por sus generales auténticos. Y es con los falsos que da su medida.
— FIN —