CAPÍTULO QUINCE

El agua negra del pozo apesta; un dulce perfume terroso que por su fetidez parece que, cuando menos, debiera ser cálido y arropador, pero que, sin embargo, es frío y acre. También siento indicios de olor humano que indican que el vino y la comida vomitados desde lo alto se han mezclado con la orina para crear tonos aromáticos más agrios que acompañen el propio olor terrenal de este agujero.

Aspiro el olor a sangre en mi propia nariz; el sonido resuena alto dentro del cerrado yelmo de metal. Intento levantarme pero me siento paralizado por el frío. Me pregunto cuánto tiempo llevo tirado aquí, golpeando con ruido metálico el yelmo contra la pared cada vez que intento ver la boca del pozo. Luz. Es posible que sea luz lo que veo a través de los agujeros del yelmo. O quizá no. Parpadeo y la vista me da vueltas. Me duele el cuello. Bajo la cabeza y puedo seguir viendo las luces.

Vuelvo a ver estrellas, de modo que me tiendo en el destripado corazón del castillo, en sus confines trenzados de noche en donde me mantiene encapsulado, infectándome con su cautivadora frialdad, y me siento parte de ese montón de escombros que lo anegan; otra partícula dispersa lanzada primero a los veloces elementos y después al suelo, arrastrada por una corriente, un camino y un lecho que no tengo posibilidad de elegir, ni modo alguno de abandonar.

Pienso: soy células; nada más. Mi presente ensamblaje —huesos, carne y sangre— es más complejo que el de la mayoría de los conglomerados que pueden hallarse sobre la tosca superficie de la tierra, y la armonía que mantiene ese plasma mío cohesionado de sentido puede ser mayor que el que otros animales pueden llegar a conseguir, pero el principio es el mismo, y lo único que hace nuestro superior discernimiento es permitirnos llegar a conocer con más plenitud la verdad de nuestra propia insignificancia. Mi cuerpo, todo mi deslumbrado ser, parece simplemente un montón de hojas otoñales, aventadas y amontonadas por rachas de viento y atrapadas, acorraladas por el azar de una geografía sumisa en un flujo determinado. ¿Qué mayor importancia ostenta mi ser que un ocasional montón de hojas, ese conjunto de células, colectivamente muertas o moribundas? ¿Cuánto más significa cualquiera de nosotros?

Y sin embargo nos arrogamos un mayor dolor, un mayor placer y un peso más importante que el que concedemos a cualquier montón de materia, y así lo sentimos. Nos deslumbramos con nuestra propia imagen; puede ser. La hoja que rueda secamente por la carretera no puede compararse con un refugiado.

Llevamos en nuestro interior el sedimento de nuestros propios recuerdos, como los tesoros ocultos en los desvanes del castillo, que inundan todo nuestro ser. Pero nuestro sedimento es geológico en su profundidad, pues se remonta desde nuestras historias compartidas, nuestros lazos de sangre y nuestros antepasados, hasta los primeros agricultores, al primer clan de cazadores, a la primera caverna compartida o al primer árbol habitado. A través de nuestro entendimiento miramos aún más atrás, y al exterior, de modo que portamos las capas enterradas de toda la geología anterior de nuestro planeta en los estratos de nuestros cerebros, y en el interior de nuestros cuerpos llevamos encerrado el conocimiento preciso de la explosión de soles que vivieron y murieron antes de que el nuestro comenzara a existir.

El sedimento más profundo refleja la corriente de mayor importancia, y sin embargo no puedo unirme a estos escombros subterráneos mientras respiro y pienso y siento. Mis huesos podrían yacer aquí cómodamente —tan solo minerales, objetos fríos, «cosas»— pero no el hombre que piensa precisamente en tal posibilidad.

Desde este hundido agujero intenté un día vislumbrar las profundidades del firmamento, contemplar ese pasado que son las inmemoriales luces de las estrellas, y sin embargo ahora, rebajado a un juicio más preclaro gracias a mis torturadores, me parece divisar un camino hacia el futuro. Desde aquí, con esta nueva perspectiva, me parece contemplar la totalidad de este castillo, con su plan desplegado en lo alto, transparente y confirmado, la tierra traslúcida, revelando cómo las piedras del edificio se separan del suelo para comerciar con la lluvia y el aire.

Aquí está la casa combatiente, un esbozado proyecto agrupado alrededor de un privado y custodiado vacío, con sus estandartes y banderas ondeando flagrantes ante los vulgares y partidarios vientos; un puño enfundado en cota de malla que desafía a cualquier aire igualador.

Seminal, germinal, allí yazgo; algo destinado al barro, destinado a la tierra, evolucionando, perseverante frente a la carga del abismal pasado comprimido debajo y al peso columnar de la atmósfera que oprime desde arriba, ambos estrujándome, forzándome, convirtiéndome en un afluente en busca de una superficie más grande y espesa.

Pero ahora es ahora, y el ahora me reclama, y debo actuar.

Intento desembarazarme del yelmo hundiendo la cabeza entre los hombros o rascándolo contra las piedras, pero no tengo éxito. Decido que primero tengo que desatarme las manos.

Forcejeo, aterido de frío, intentando desanudarme a mí mismo. Doblo los dedos y trato de asir el extremo del cordón de la campanilla con que me han atado las manos. Estiro, halo y retuerzo las muñecas dentro de sus ligaduras.

Un ruido, arriba.

Alzo la cabeza en la oscuridad y se mean encima de mí; la orina chapalea sobre mí provocando un suave ruido metálico en el yelmo y un siseo sobre el agua. No está caliente, está casi tan fría como el agua estancada del pozo por el paso del aire frío que corre por su garganta. Algunos gritos, y después, tras una primera muestra que me hace pegar los codos al cuerpo, algo sólido golpea el yelmo y salpica en el agua. Risas en lo alto; más gritos, que se desvanecen y reaparecen. A continuación sonido de náuseas.

Esta vez es un vómito. Se siente más cálido que la orina. Su acre pestilencia comienza a invadirme. Casi todo vino, pienso. Más risas seguidas de silencio.

Continúo luchando con las ligaduras que rodean mis muñecas. Pienso que si pudiera ver correctamente, aun en la más absoluta oscuridad, podría conseguirlo. Pero necesito las manos para liberarme del yelmo. En lugar de tratar de liberarme intento levantarme desde el cubo en donde estoy metido, pensando que si consiguiera ponerme en pie podría hacer mejor palanca contra la pared del pozo. Pero tampoco lo consigo pues mis piernas se niegan a funcionar.

Me recuesto de nuevo para seguir con las ligaduras. Ahora están húmedas y resbalosas; mis dedos se escurren por su grasienta superficie. Finalmente siento que algo en el exterior del nudo se ha soltado, pero a pesar de retorcer las muñecas y extender los dedos con todas mis fuerzas no puedo tirar de ellas.

Me desplomo, exhausto, viendo de nuevo luces ante mis ojos. Me parece que he vuelto a saltarme algún paso.

No pasa el tiempo, o pasa muy poco.

Me inclino hacia delante para tratar de enganchar la celada del yelmo con el gancho de la cadena y así, eslabón tras eslabón, desplazo la celada hasta que puedo sacudir la cabeza hacia atrás y así abrir por completo la cubierta metálica. Gira y se queda abierta con un chasquido. Por fin puedo ver, aunque no hay mucho que ver. Podría si corriera más aire. Miro hacia arriba; una corona de piedra inundada de reflejos luminosos me contempla, vacía.

Ver no me ayuda a deshacerme del cordón que me liga las manos. Tras otro resollante lapso y más mareos me recuesto, levanto mis manos atadas frente a mí, acercando la boca hasta las ligaduras y doblando el cabo suelto del cordón hacia mis dientes.

El olor es insoportable; el viscoso líquido me gotea en la cara. Me entran arcadas y tengo que parar. Cuando pasa el mal momento y las ganas de vomitar, vuelvo a intentarlo otra vez. Finalmente consigo separar el trozo de cordón suelto y lo agarro con los dientes. Tiro de él y vuelvo a retorcer las muñecas para tratar de deslizar las manos por las ligaduras.

Algo cede. Mis muñecas comienzan a soltarse. Una mano se desliza fuera de las ligaduras, húmeda y resbalosa y cruda como un recién nacido. Escupo el sucio pedazo de cordón de mi boca. Me arranco el asqueroso lazo de la otra muñeca y entonces alzo las manos, ante la protesta de los brazos y la espalda, y me quito el peso del yelmo de la cabeza. Lo dejo caer en el agua que hay a mi lado y trato de incorporarme, haciendo fuerza con las manos en el borde del cubo. No hay manera. Me duele la espalda como si estuviera recién quemada. Agarro la cadena del cubo y la recojo hacia mí, tirando con una mano detrás de la otra hasta que la sarta de eslabones está completamente estirada, recogida en una serie de tramos chirriantes hasta quedarse tensa. La agarro y tiro, y finalmente salen mi espalda y mis espinillas encajonadas en el cubo.

El nivel del agua solo me llega a mitad de las pantorrillas. Intento ponerme en pie pero no puedo; las piernas se me encorvan y tengo que apoyarme en las paredes del pozo para sujetarme, inclinándome precariamente hacia atrás. Finalmente vuelco el cubo y me siento encima, tiritando, esperando recobrar algún tipo de sensación en las piernas.

De nuevo pierdo el conocimiento y me quedo tendido en la fría y apestosa agua, forcejeando torpemente y farfullando. Me arrodillo en su helada superficie espumosa y tanteo alrededor en busca del cubo. Me siento encima.

No sé cuánto tiempo pasa. Me siento con la cabeza entre las manos intentando insuflar de nuevo vida en mi cuerpo, tiritando de vez en cuando. En un momento dado cambia el ruido de fondo, algo se extingue, y cuando siento que hay otro cambio, miro arriba y observo que la noche cerrada ha retomado su curso; el círculo de luz eléctrica reflejada en la piedra del pozo ha desaparecido y ya no tengo en lo alto el halo que me coronaba. Bajo la cabeza y vuelvo a intentar incorporarme. Alfileres y agujas asaltan mis piernas, de la ingle a la punta de los pies. Me quedo tal como estoy, con la vista alzada a la oscuridad.

Pasa un tiempo hasta que me siento con fuerzas para intentarlo de nuevo. No sé cuánto. No viene nadie más para aliviarse el vientre en mi mazmorra, o reírse de mí, y parece bastante claro que ahí arriba está ahora todo perfectamente silencioso y oscuro.

Vuelvo a agarrar la cuerda del cubo y me cuelgo con todo mi peso para probarla. Chirría en lo alto y cede un poco. No parece muy de fiar. No estoy seguro de tener la fuerza suficiente para subirme a pulso hasta arriba. Quizá lo que debería hacer es sentarme en el cubo y esperar a la mañana. Al final se compadecerán de mí, o simplemente se acordarán de que estoy aquí, y me tirarán una soga para subirme. O no; quizá me dejen aquí hasta que muera, o me tirarán piedras hasta enterrarme. ¿Se puede confiar en la compasión de la teniente? ¿O en tu amor? No estoy seguro de ninguna de las dos cosas.

Entonces me recuesto, apoyando los omoplatos contra la pared, y arrastro los pies por el agua más allá del cubo y del yelmo sumergido hasta dar con las punzantes piedras de la pared opuesta. Tenso el cuerpo y forcejeo hasta alzarme un poco. La nuca y la espalda compiten para ver cuál de las dos puede provocar la queja más angustiosa, pero yo las ignoro a ambas; la cadena que hay en el extremo de la cuerda del pozo se recoge en mi regazo. Ahora tengo los pies como a un metro por encima del agua; la cabeza está a un metro de los pies. Allí me quedo encajado, descansando. La última vez que estuve aquí era demasiado pequeño para intentar esto. Sin embargo, con este método puedo detenerme y descansar mientras avanzo lentamente hacia arriba, aliviando así los brazos cuando se me quedan agotados con el esfuerzo.

Vuelvo a empezar, tirando de la cuerda, jadeando, con el corazón latiéndome más aprisa mientras más arriba estoy. Los brazos comienzan a agitarse y a temblar y a quemarme con la fatiga; me detengo a descansar dejando los brazos caídos a los lados, retorciendo el rostro de dolor por los puntiagudos salientes de las piedras que encuentran mi cabeza y mi espalda. Las piernas me empiezan también a temblar. Reanudo la subida y me arrastro lentamente hacia arriba, confiado a un tortuoso y precario ritmo; con una mano agarro la cuerda, tiro de ella para alzarme, después levanto un pie, después la otra mano, y el otro pie.

Ya cerca del final me resbalo. Una mano cansada encuentra algo resbaladizo y grasiento en la cuerda y me falla el agarre; me caigo de repente pero el instinto hace que me aferre con ambas manos a la cuerda haciendo que el tambor del manubrio cruja estrepitosamente en lo alto. Mi sólido agarre consigue frenar la veloz fricción y me detengo, quedándome con las piernas colgando. Las palmas y los dedos me arden como si estuvieran abrasados y me hacen gemir colgado de la cuerda mientras vuelven a pasar brillantes estrellas de luz destellando borrosamente frente a mi campo de visión. Me balanceo como un ahorcado, con los pies chocando contra las paredes del pozo. Me caen lágrimas por las mejillas. Empujo con los pies para volver a encajarme entre las paredes. Podría dejarme caer, rendirme y acabar con el dolor que me inunda las manos entregándome simplemente a la irresistible atracción de la tierra; muerte o inconsciencia, tampoco importaría mucho. Pero hay algo en mí que no suelta y que es consciente de lo que significa la unión de esas dos quemadas manos alrededor de la fría y gastada cuerda; una fusión.

Cuando muevo los dedos, abriéndolos y cerrándolos en esa áspera superficie, me quedo sin aliento. Me pongo a llorar del dolor y el esfuerzo; los brazos me tiemblan tan exageradamente que estoy casi seguro de que se me van a doblar y van a ceder con el próximo intento. Tras decidir descansar, empujo con los hombros en la pared y casi doy un grito de emoción cuando la cabeza se me cae hacia atrás, sin sujeción, y golpea una piedra horizontal.

He conseguido llegar a la cima; estoy en la superficie. Puedo sentir y oír la diferencia, y oler el aire más fresco y agradable.

Alzo los pies y los saco afuera; a continuación ruedo de lado aferrado a la rocosa pared del pozo, casi cayendo hacia atrás cuando se me escapa el agarre en las piedras. Pero consigo darme la vuelta sobre el círculo de piedra y caer sobre los adoquines del patio, junto al cañón de la teniente, apelotonado en el empedrado anillo de oscuridad del patio de armas. Aprieto las manos contra los fríos y calmantes adoquines, dejando que el castillo alivie mi piel abrasada por la cuerda.

El castillo no está completamente a oscuras; las luces eléctricas están apagadas pero aún arden algunas antorchas del jardín, feudales. Reina un belicoso silencio; oigo una tos distante, y un gemido; quizá humano. Me levanto, expectante, resollando, medio tambaleante. El cielo nocturno envía una fina llovizna, salpicando unas gotas sobre mi rostro vuelto a lo alto; levanto las manos hacia ese frescor, como entregándome. La desvaneciente luz de las mortecinas velas se refleja en la sólida masa de metal del cañón, que tiene su muda boca alzada a la oscuridad. Llego a duras penas hasta el jeep más cercano para poder sentarme. Extiendo las manos delante de mi rostro y las flexiono a pesar del dolor.

Al recostarme hallo una bolsa entre los asientos y algo duro en su interior. Meto la mano dentro, inspirando de dolor, y saco una pistola automática, pesada y con un brillo mate. Le doy la vuelta. Está fría y eso alivia mi mano. La agarro y salgo del jeep con esfuerzo para caminar hacia donde el rastrillo bajado bloquea el pasadizo bajo el cuerpo de guardia. Al final del corto y oscuro túnel hay atisbos de una hoguera que ilumina la balaustrada rota del puente del foso. Trato de ver más allá de la negra reja de hierro forjado.

Oigo un ronquido, casi debajo de mí, al otro lado del rastrillo. Comienzo a retroceder. Se oye el sonido de alguien que se acerca arrastrando los pies y murmurando. Tengo la súbita impresión de que algo se mueve en la oscuridad, de gente que se levanta para llenar el espacio que hay frente a mí. Entonces se oye un raspado y se enciende un fósforo. Me protejo los ojos con la mano y, a través del enrejado metálico que nos separa, puedo distinguir primero una mano, después un oscuro rostro y a continuación tres más. Los hombres del campamento me observan a través de la agujereada cancela, dejando constancia gráfica de su resignada inquietud en sus empapados y sucios rostros.

—¿Quién está ahí? —pregunto. El fósforo parpadea. No puedo leer nada en esos rostros; ¿están asustados, resignados, furiosos? No hay forma de saberlo—. ¿Les conozco? —les pregunto—. ¿Conozco a alguno de ustedes? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hora es?

La llama del fósforo vacila, pronta a apagarse. Lanzada en el último momento, cae, pero se apaga antes de chocar con los adoquines del pasadizo. Abro la boca para repetir las preguntas, pero no parece tener ningún sentido. Puedo oír movimiento de pies por el suelo y gente que se queda quieta, y siento cómo los hombres vuelven a tenderse en el suelo otra vez.

Intento mover la rueda de hierro que levanta y baja el rastrillo, pero ha sido asegurada con un candado. Empiezo a darme la vuelta y entonces me acuerdo de la llave que cogí de la mesilla de noche de Arthur y que metí en un bolsillo. ¿Recordé pasarla a este pantalón cuando me cambié de ropa? Me tanteo los bolsillos con la mano libre. Encuentro la llave, la alzo con torpeza entre los dedos y la pruebo, pero repiquetea dentro del candado con holgura, completamente inútil. Los hombres se agitan con el sonido pero vuelven a quedarse quietos y al poco se reanudan los ronquidos.

Me quedo allí como un tonto, aferrado a una llave equivocada en la casi completa oscuridad. Entonces me doy la vuelta y dejo a los hombres esperando detrás de esa cancela cerrada aunque abierta a la vista y me dirijo cuesta arriba hacia el corazón del castillo, ganando terreno y, sin embargo, desganado, aunque ya, creo, haciéndome a la idea de que me acerco a un cierto final de algo.