CAPÍTULO TRECE

El tamaño del cráneo casi encaja en lo que alcanza a asir una mano, dejando así la cubierta de hueso por hueso recubierta. Y al decir esto todo eso encaja en nuestra mente.

En cada uno de nosotros se contiene el universo, la totalidad de la existencia abarcada por todo aquello que tratamos de comprender; una fungosa masa gris llena de surcos servida con un cucharón en un cuenco de hueso del tamaño de un pequeño cazo (los hombres de la teniente deberían mirar en el interior de la enrejillada y grasienta oscuridad de sus propios cascos de hojalata y verían el cosmos). En mis momentos de mayor solipsismo he conjeturado que los humanos no solamente experimentamos todo en el interior de esa apretada esfera, sino que, de hecho, también lo creamos todo allí dentro. Quizá hasta concebimos nuestro propio destino, de modo que podría decirse que, hasta cierto punto, nos merecemos lo que nos ocurre por no haber tenido el ingenio de imaginar algo mejor.

Así que cuando, a pesar de esa certera impresión de desastre que siento en mis entrañas, regresamos sin haber sufrido un accidente, ni una emboscada, y encontramos el castillo en pie y de una pieza, y a todos los que se quedaron presentes y en estado de revista, mis temores previos se desvanecen como una bruma con el viento, y siento una curiosa sensación de victoria y hasta, contrariamente, de vindicación. Como me ocurre siempre que me hallo en una predisposición tan fervientemente autorreferencial, pienso que la incesante fuerza de voluntad que mantiene mi vida permanentemente encauzada en un rumbo apropiado y seguro ha llegado a triunfar sobre los caprichos medio intuidos de una corriente que podría haberme llevado a situaciones peligrosas. Es posible que yo haya mantenido a la teniente y a sus hombres alejados del desastre que habría caído sobre ellos si no hubiera estado yo allí; quizá he sido su guía en un sentido más amplio del que creen.

Y sin embargo, mientras avanzamos ruidosamente por el camino de entrada del castillo construyendo con las luces un túnel entre los grises árboles deshojados, me planteo tal premisa y, siendo caritativo, la considero improbable. Suena demasiado perfecta, demasiado redonda; una de esas fáciles creencias a las que concedemos credibilidad pero que no nos sirven de nada y cuyo único efecto probado consiste en hacer que nos adaptemos a algo que no se adapta a nosotros.

Los camiones aparcan fuera del castillo, los hombres saltan y siguen riendo, gritando y bromeando. Abren las compuertas traseras con ruido de cadenas, desenganchan el cañón y descargan el botín de la mina sin cuidado alguno, arrojándolo al suelo y transportándolo al interior; los soldados que habían quedado en el castillo salen corriendo a recibir a los que regresan del combate. Se dan palmadas en la espalda, se lanzan falsos puñetazos cariñosos, se intercambian fogosos abrazos, se brinda con botellas en el aire, y las estridentes carcajadas de alivio inundan el aire de la noche con el vapor de los alientos.

Yo asciendo esquivo y con la cabeza baja, incapaz de sumarme a aquel clamor entre compañeros. Estoy buscándote, querida mía, pensando que quizá te encuentres en el grupo que viene a recibirnos, o mirando desde una ventana, pero no apareces. Veo a la teniente, sonriendo junto a su recién ganado cañón, rodeada por toda esa escandalosa camaradería, observando, con talante estimativo, a la alborotadora tropa que la rodea, con un rostro claramente calculador. Da un grito, dispara su pistola al aire y, tras un breve agujero de silencio, cuando todas las caras se vuelven hacia ella, anuncia una fiesta, una celebración.

Que se abran más botellas de vino, ordena; que se traigan parejas de baile del campamento de refugiados, que los criados se encarguen de preparar el mejor festín con lo que hay en las despensas y que se cargue el generador con algo del preciado combustible para poder encender esta noche todas las luces del castillo; ¡esta noche nos divertiremos todos!

Los soldados lanzan vítores al aire, aúllan a la luna y, levantando los cañones de sus rifles al firmamento, se ponen a disparar en un ensordecedor y concordante chisporroteo, un feu de joie para despertar a los muertos.

La teniente y míster Cortes, que se encuentra junto al cañón observando el puente que cruza el foso, tienen un aparte mientras algunos de sus hombres se desplazan sin descanso entre los camiones y el castillo, unos transportando cajas, con los brazos arqueados para mantener el equilibrio, otros cargando al hombro bidones de combustible en dirección a los establos, y la mayoría —alumbrado el campamento de refugiados con las luces de uno de los camiones— dispersos entre las tiendas de campaña, invitando a las mujeres, insistiendo en que asistan a la celebración. Oigo gritos, sollozos y amenazas; hay conatos de bronca y se rompen algunas crismas, pero ningún disparo. Los soldados empiezan a volver arrastrando por la muñeca a sus parejas; algunas avanzan avergonzadas, otras imprecando, otras vistiéndose a duras penas mientras caminan y otras dando saltitos en la hierba o en la grava mientras intentan ponerse los zapatos. Los rostros de los hombres que dejan atrás, con sombría desesperación, observan desde la oscuridad de sus tiendas.

La teniente y su ayudante de campo han tomado una decisión; se hará un intento. Desenganchan el cañón del camión y lo vuelven a enganchar a un jeep.

El botín de la teniente es debidamente remolcado y atraviesa las fauces dentadas de hierro del rostro del castillo arrastrado por el jeep de rugiente motor. La pesada pieza de artillería apenas pasa entre los muros; con sus ruedas desplaza piedras de la balaustrada del puente que caen con un sonoro chapoteo al negro foso y el extremo del largo tubo del cañón pasa arañando la parte inferior del pasadizo que hay bajo el antiguo cuerpo de guardia. Las ruedas del jeep resbalan en los adoquines del patio de armas y el cañón parece quedarse atascado, pero aquel grupo de hombres, entre risas, lo empujan y lo levantan hasta que, a duras penas, consiguen pasarlo y dejarlo aparcado junto al pozo que hay en el hueco corazón del castillo. Elevan el cañón para dejar más espacio, y de ese modo aquellas dos bocas bostezantes, pozo y cañón, piedra viva y acero estriado, quedan apuntando a la noche en un silencioso concierto de calibres desparejos.

Entretanto el segundo jeep logra también entrar con el remolque lleno de municiones, rodeado de soldados que arrastran mujeres y niñas con la palidez instalada en el rostro, algunas vestidas con ropas de día y otras aún con sus camisones y pijamas.

Los soldados encienden antorchas, enarbolan cirios, abren habitaciones de par en par y prenden gruesos troncos en las chimeneas. Afuera, otros meten los camiones en los establos y encienden el generador eléctrico inundando el castillo de luz eléctrica y dejándonos a todos parpadeando en aquel inusitado resplandor. Cuando han vuelto todos, bajan el rastrillo de hierro forjado del portón y lo cierran con llave. Sacan de la cama a los criados que aún no están en pie, encienden los fogones de la cocina, allanan las despensas y suben montones de botellas de las bodegas. Abren de golpe las puertas de doble hoja del salón de baile y las dejan de par en par, encuentran una antigua colección de discos y enseguida la música inunda todo el espacio. Sin embargo, pronto se dan cuenta de que los frutos de mi particular gusto no sirven a sus propósitos y encuentran cepas musicales más apropiadas en las habitaciones de los criados.

La teniente hace que se corran las altas cortinas del salón para impedir la huida de la luz y en voz muy queda va dando instrucciones a algunos de sus muchachos para que se lo pasen bien, sea como sea, pero que no se olviden de hacer turnos para mantener la guardia vigilante desde el tejado, no sea que esta jarana atraiga una atención indeseada del exterior.

Los soldados guardan sus rifles y sus granadas, se quitan las guerreras, las bandoleras y otras prendas de sus ropas de combate. Los guardarropas y las habitaciones de arriba son saqueadas y por las escaleras aparece un grupo ataviado con prendas de nosotros y de nuestros antepasados. Mudas, camisas, vestidos, pantalones, chaquetas, estolas, mantones y abrigos de seda, de brocado, de terciopelo, de lino, de cuero, de visón, de armiño y de cueros y pieles de otra docena de especies son arrojados, disputados, colocados, agitados en el aire con exigencia y aceptados a regañadientes; las mujeres se tambalean sobre zapatos de tacón alto, les hacen ponerse medias, corpiños y corsés. Aparece una colección de sombreros. De los soldados y de sus acompañantes comienzan a brotar penachos, plumas, yelmos y velos; toda clase de tocados provenientes de medio mundo danzan bajo las luces. Algunos hombres se ciñen piezas de armaduras a sus cuerpos y se mueven con sonidos metálicos cuando intentan seguir bailando. Dos de ellos simulan una lucha con espadas en el salón y sus risas resuenan mientras las espadas levantan chispas en las paredes desnudas; rajan la tela de un cuadro y tratan de cortar velas por la mitad. La teniente sacude la cabeza y les ordena que suelten las espadas antes de que se hagan daño o se lo hagan a otros.

Yo me encamino hacia las escaleras para buscarte, querida mía, pero la teniente, sonriendo, con un vaso lleno en la mano, me agarra de la muñeca cuando piso el primer escalón.

—¿Abel? No irá a dejarnos, ¿verdad? —Lleva otra vez puesta la vieja capa, con su forro interior de color púrpura ondeando entre el negro mientras se mueve.

—Se me ocurrió ir a ver cómo está Morgan. No la he visto. Puede que esté asustada.

—Déjemelo a mí —me dice—. ¿Por qué no se une a la fiesta? —y con la mano en que sostiene el vaso hace un gesto que abarca el salón en donde la música retumba y los cuerpos saltan y brincan.

Me quedo observando y esbozo una débil sonrisa forzada.

—Quizá más tarde.

—No. —Ella sacude la cabeza de un lado a otro—. Definitivamente nos acompañará ahora mismo —me dice. Se acerca a Lucius y a Rolans cuando pasan a nuestro lado llevando respectivamente una enorme bandeja de comida y una bandeja más pequeña llena de botellas de vino abiertas. Agarra una de las botellas de la bandeja y a continuación les indica con un gesto que sigan su camino hacia el salón de baile. Me pone la botella en la mano.

—Haga usted algo de utilidad, Abel —me dice—. Vaya llenando los vasos de la gente hasta arriba. Ese será su trabajo esta noche. Somelier. ¿Cree que podrá hacerlo? ¿Cree que tiene capacidad para eso? ¿Humm?

Parece estar ya borracha, aunque apenas puede haber tenido tiempo. ¿Se dedicó a beber en el jeep cuando veníamos de vuelta, o será que nuestra aguerrida teniente no resiste una copa? Miro la etiqueta de la botella para intentar averiguar la cosecha.

—Creía que después de haber sido hoy su guía ya había cumplido con mi obligación.

—Normalmente eso habría sido suficiente, no hay duda —me dice subiendo un escalón más arriba de donde estoy para pasarme un brazo por el hombro—. Pero los muchachos se ocuparon del tiroteo y usted no tuvo que hacer nada y, por regla general, no tienen costumbre de montar fiestas en castillos. Sea un buen anfitrión —dice tocándome en el pecho con su vaso y derramándome el vino sobre el chaleco—. Oh, lo siento. —Da unos golpecitos sobre la mancha y la frota con la mano—. Se quitará con un lavado, Abel. Pero sea un buen anfitrión; por una vez en su vida ejerza de criado; haga algo útil.

—¿Y si me niego?

Ella se encoge de hombros y frunce el ceño con cierta gracia.

—Oh, entonces me enfadaría muchísimo. —Se lleva el vaso a los labios y me examina a través del cristal enmarcado en el borde—. Nunca me ha visto cuando me sacan de mis casillas, ¿verdad, Abel?

—Dios me libre —le replico tras un suspiro. Elevo la vista hacia la ascendente espiral de las escaleras—. Por favor, dígale a Morgan que no se preocupe, y le rogaría que no la obligara a bajar si ella no quiere. A veces puede ser muy tímida con la gente.

—No se preocupe, Abel —me dice la teniente dándome unas palmaditas en el hombro—; seré todo delicadeza. —Señala con la cabeza hacia el salón de baile y me presiona en la espalda—. Ahora vaya allí —dice, y a continuación se da la vuelta y se encamina escaleras arriba.

Yo la observo marcharse y después, a regañadientes, me dirijo al salón de baile. Saturnal, deambulo entre los parrandistas llenándoles los vasos hasta arriba; vacío una botella y agarro otra de la reserva que hay sobre una mesa. Por cómo se encuentra el suelo se diría que se bebe tanto como se derrama. Mientras cumplo con mi deber unos me lo agradecen con exagerada y frívola afectación mientras otros simplemente ni me hacen caso. En cualquier caso, no todos requieren de mis servicios; algunos de los hombres se aferran a sus propias botellas y beben directamente de ellas. Sus parejas parecen al principio engatusadas, persuadidas y empujadas a beber su parte, pero gradualmente, llevadas acaso por la música, el baile y la desaforada jactancia de los hombres, algunas comienzan a relajarse y a bailar y beber para divertirse también ellas.

En la habitación de al lado, en el suelo empapado del polvoriento comedor parcialmente demolido, se van colocando bandejas de entrantes, de carnes y de dulces que son igualmente arrasadas tan pronto como aparecen. Una cantidad y variedad sorprendente para algo organizado con tanta premura; sospecho que las reservas de carne enlatada del castillo no durarán más allá de esta noche.

Se oye un grito y bajo una sábana aparece el gran piano del salón de baile. Uno de los soldados saca el taburete de debajo, se sienta, hace crujir sus nudillos y —tras bajar el volumen y apagar finalmente la música— acomete una canción pesada, discordante y sentimental. Me chirrían los dientes y tomo otras dos botellas de una bandeja llena que acaban de subir. Aparece una guitarra y una mujer se ofrece a tocar. Arrancan de la pared un tambor envuelto en los colores de un regimiento y convencen al joven Rolans para que redoble sobre el gastado parche. La banda compuesta por un soldado, un criado y una refugiada toca como podía esperarse, sin concierto, con estrépito y desbocados.

La teniente vuelve a aparecer abriéndote paso. Me quedo a medio llenar un vaso, observando. Te has vestido con un traje de noche, con los brazos enfundados en largos guantes de color topacio, el pelo recogido en alto y un collar ceñido al cuello con un reluciente diamante. La teniente también se ha cambiado, vestida con un esmoquin y corbata negra de lazo. Quizá no pudo encontrar la chistera y el bastón. Es uno de mis trajes, que le queda un poco grande, pero no parece importarle. La música vacila cuando el pianista se levanta para veros entrar. Los hombres de la teniente vitorean, gritan y aplauden. Ella hace una reverencia y se inclina exageradamente, agradece sus aclamaciones, toma otro vaso de vino, te pasa otro a ti y a continuación les ruega a todos que continúen.

La mujer que toca la guitarra es arrastrada a bailar; la banda hace una larga pausa y la música grabada vuelve a sonar. Las botellas de vino circulan sin descanso desde las bodegas a las bandejas y a las manos, y su contenido se vierte en vasos y gargantas. El ambiente de la habitación se va caldeando, suben la música, los montones de comida van menguando, los soldados sacan a sus mujeres a bailar, algunos se las llevan arriba, otros juegan con la torpeza de niños pequeños y desaparecen para volver con algún juguetito nuevo encontrado en algún lugar del castillo. Algunos soldados se lanzan escaleras abajo sobre bandejas; un antiguo globo terráqueo de madera que representa el viejo mundo es arrancado de su peana y echado a rodar por el salón de baile, en donde recibe patadas de todo el mundo; descuelgan de la pared dos lanzas, les atan unos cojines en las puntas, dos soldados se hacen con ellas y subidos cada uno a un carrito de comida que sus compañeros empujan de arriba a abajo por el salón, comienzan una justa, riendo, cayéndose, derribando jarrones, urnas, rasgando alfombras y arrancando retratos de las paredes.

La teniente baila contigo en el centro de la habitación. Cuando la música hace una pausa y ella te dirige hacia un extremo de la habitación para recoger vuestros vasos yo me acerco a llenarlos. Desde lo alto llega de repente el estrepitoso sonido de algo que se rompe seguido de muchas risas. Se oye el ruido atronador de algo que desciende pesadamente por las escaleras, sobreponiéndose incluso a la música que vuelve a sonar.

—Sus hombres se han convertido en unos vándalos —le digo a la teniente en voz alta mientras le vuelvo a llenar el vaso—. Esta es nuestra casa; la están destrozando. —Te miro a ti, pero no pareces preocupada y sigues contemplando con los ojos muy abiertos cómo los danzantes brincan, aplauden y giran en la pista de baile. Un soldado bebe algo que parece parafina y la expulsa lanzando bocanadas de fuego. Junto a una ventana, medio escondidos por la cortina, hay una pareja copulando contra la pared. Se oye otro estallido arriba.

—Usted les ordenó que trataran con respeto el castillo —le recuerdo a la teniente—. La están desobedeciendo.

Ella mira a su alrededor y parpadea sobre sus ojos grises.

—Es un botín de guerra, Abel —murmura cansinamente. Te mira y después me sonríe—. De vez en cuando hay que quitarles la presión de encima, Abel. Todos los hombres que hoy nos acompañaron pensaban seguramente que iban a morir; y sin embargo están vivos, ganaron, se llevaron el premio y, por una vez, ni siquiera perdieron un amigo. Están emocionados con su propia supervivencia. ¿Qué espera que hagan? ¿Que se tomen una taza de té y se vayan temprano a la cama con un buen libro? Mírelos... —Con un gesto señala al grupo. Está chapurreando las palabras—. Tenemos vino, mujeres y música, Abel. Y mañana pueden morir. Y hoy han matado. Han matado a un montón de hombres como ellos. Están bebiendo también a su salud, si ellos lo supieran, o para olvidarlos; algo así —dice frunciendo el ceño y suspirando.

El soldado que intenta escupir llamas se prende fuego en el pelo; se pone a chillar y a correr y alguien trata de lanzarle encima un abrigo de pieles blanco, pero falla. Otro hombre agarra al hombre en llamas y le vacía una botella de cerveza en la cabeza hasta apagar el fuego. Se oyen gritos afuera del salón de baile y el sonido de algo que se acerca con gran estruendo, se rompe mientras baja por la espiral de escalones de piedra, estalla en mil pedazos en mitad de la escalera y se queda tintineando.

—Siento muchísimo que le causen algún destrozo —dice la teniente desplazando la mirada desde ti hacia mí. Se encoge de hombros—. Estos muchachos nunca cambiarán.

—¿Así que no piensa hacer nada? ¿No va a detenerlos? —le digo.

Un hombre está escalando por un lateral del gran tapiz que hay frente a las ventanas. Afuera, en el vestíbulo, otro intenta mantener el equilibrio sobre los hombros de un camarada para alcanzar el pendiente de cristal más bajo de la lámpara de araña.

La teniente sacude la cabeza.

—Son solo posesiones, Abel. Solo son cosas. No tienen vida. Tan solo cosas. Lo siento. —Me arrebata la botella de la mano, se llena el vaso hasta arriba y me la devuelve—. Me parece que debería ir por más vino —dice volviendo a dejar el vaso sobre el aparador. Agarra tu vaso, lo pone también a un lado, y te toma de la mano—. ¿Bailamos? —te pregunta.

Te vas con ella, guiada de su mano hasta el centro del salón, en donde las demás parejas de baile abren un corro. El tipo que subía por el tapiz se resbala y lo rasga, gritando mientras desciende abriendo un gran desgarro que parte la tela de arriba abajo y lo lanza riendo contra un carrito lleno de bebidas y platos que hay abajo.

Yo sigo rellenando vasos por el comedor y el vestíbulo, contemplando cómo los tesoros del castillo van poco a poco marchitándose y fragmentándose a mi alrededor. El estruendo que bajaba por las escaleras era una enorme urna de cerámica que tenía doscientos años, traída de la otra punta del mundo por un antepasado: otro botín de guerra, ahora dividido en mil pedazos, reducido a fragmentos y a polvo que yace en una serie de relumbrantes montoncitos y pilas de residuos desparramados por la mitad inferior de la escalera como una catarata congelada de vidrio y polvo.

Han empezado a descolgar los retratos de las paredes y a recortar las cabezas para pasar las suyas, enrojecidas, por el agujero. Uno intenta bailar, luchando por mantener el equilibrio, con una estatua de mármol blanco; un perfecto desnudo resplandeciente, la cuarta Gracia; rugen de alegría cuando le ven perder pie y perder su presa, así que la estatua también cae y su nívea serenidad le sigue sin protestar para golpear el alféizar de una ventana y quebrarse en pedazos; la cabeza sale rodando y se rompen los dos brazos. Recogen del suelo al soldado y encajan la cabeza de la estatua de mármol en un desyelmado traje de armadura. Uno está subido encima del aro más ancho de la lámpara de araña, balanceándose como sobre un tintineante péndulo de luz centelleante, haciendo que chirríe el punto de anclaje en el techo.

Las doncellas y matronas del campamento exterior, que hacía un rato parecían ultrajadas, ahora se tambalean y dan vueltas vertiginosamente, vociferan embriagadas abriendo sus deshonradas bocas y piernas para acomodar a los hombres de la teniente. Otros hombres pelean borrachos con espadas, que la pervivencia de algún instinto sobrio en ellos les ha hecho dejar envainadas. En el patio de armas, observados por los apretujados rostros de aquellos hombres doblemente desposeídos que miran fijamente desde detrás del rastrillo bajado, unos soldados estrellan una botella de vino en el cañón de la pieza de artillería y la bautizan «La polla de la teniente».

Uno de ellos pierde una carrera transportando bandejas escaleras abajo, lo agarran en volandas con la cabeza por delante y, a través del recién abierto portón de entrada —tras dispersar a los desasosegados padres y maridos que hay afuera con uno o dos disparos al aire—, lo lanzan al foso. Las mujeres son arrojadas a nuestras habitaciones de invitados: el contenido de estómagos atiborrados de vino y de comida es vomitado en el patio de armas, en lavabos, jarrones y bandejas.

El generador eléctrico, una presencia remota en el banquete, ronronea en la distancia. Las luces parpadean, el volumen de la música sube y baja, y el polvoriento y brillante vestíbulo resuena lleno de un vacuo y doloroso jolgorio.

La teniente baila contigo, llevándote. Tu ríes, con tu traje de noche flotando en el aire como frías llamas azules o sedosa agua espumeante en un aire sin sustancia. Yo me quedo mirando, sin participar. Mi mirada te sigue, persistente, tan solo desviándose ocasionalmente hacia los otros. Llegan los patanes, me dan una palmada en la espalda y me obligan a agarrar una botella de bebida más fuerte, ordenándome que beba; bebe esto y lo otro, fuma esto, ahora baila; baila con esto, baila con ella, aquí tienes una copa. Me palmean, me besan y me sientan al piano. Me tiran encima un vaso de vino, me encasquetan un yelmo con plumas en la cabeza y me ordenan que toque. Me niego. Suponen que es porque la música grabada sigue sonando y, tras gritos y discusiones, hacen que pare. Ya está. Ahora puedes tocar. Comienza a tocar. Toca algo para nosotros. Toca.

Yo me encojo de hombros y digo que no puedo; no sé tocar.

La teniente aparece contigo del brazo, ambas deslumbrantes, resplandeciendo con un compartido regocijo que dulcifica el ambiente. Ella lleva en la mano una botella de brandy. Tú sujetas un fragmento arrancado de un lienzo; representa un jarrón con unas flores y se ve apagado y estúpido en tus manos.

—Abel, ¿es que no piensa tocar? —me grita la teniente inclinándose hacia mí, con su ruborizado rostro resplandeciente, su carne tan enrojecida por el vino que lleva dentro como su camisa por el que lleva fuera.

Yo repito calmadamente mi excusa.

—Pero ¡si Morgan dice que es usted un virtuoso! —exclama en voz alta agitando la botella en el aire.

Yo desplazo la mirada desde ella hacia ti. Tú mantienes una expresión que conozco muy bien y por la que creo que me enamoré y quedé para siempre atrapado incluso antes de llegar a verla en tu rostro; los labios articulados en su justa medida, un poco abiertos y con las comisuras tensas y levemente arqueadas como si se tratara de una incipiente sonrisa, tus ojos encapuchados, los oscuros párpados caídos, esas acuosas esferas recostadas tranquilamente, aceptando sus suaves contornos de humedad. Busco alguna señal de disculpa o de reconocimiento en esos ojos, la más mínima alteración en la inclinación o separación de esos labios que pudiera revelar arrepentimiento o hasta compasión, pero no encuentro nada. Te sonrío con mi más triste sonrisa; tú suspiras y te alisas la desparramada melena, después apartas la vista y observas el perfil de la cabeza de la teniente, la curva de su mejilla por encima del alto cuello blanco.

La teniente me golpea en el hombro.

—¡Vamos, Abel; tóquenos algo! ¡Su público espera!

—Está claro que mi modestia no me ha servido para nada —murmuro.

Saco un pañuelo de mi bolsillo mientras los hombres y mujeres que aún quedan por el vestíbulo se congregan alrededor del piano, limpio el teclado de los restos de comida, ceniza y manchas de vino. Algunas manchas de vino se han secado sobre las teclas blancas. Humedezco el pañuelo con la lengua. La lisa superficie resplandeciente del marfil se ha teñido con el tiempo del tono amarillento de los cabellos de un anciano.

Mi público se impacienta, arrastran los pies y murmuran. Yo me siento frente al instrumento, recojo una copa de vino apoyada en las cuerdas expuestas y se la entrego a alguien a mi lado. Los hombres y mujeres arracimados alrededor del piano resoplan y se ríen. Coloco las manos sobre esas teclas que no son más que palancas de colmillos arrancados a cosas muertas, un cementerio de elefantes entre oscuras columnas de madera.

Comienzo a tocar una tonada, algo ligero, casi frívolo, con su propia cadencia y delicado equilibrio, y voy avanzando mediante una secuencialidad natural, una progresión inherente y no forzada, hacia una conclusión más amarga y meditabunda. Se hace un silencio entre los congregados alrededor, algo que cae sobre su enervante deseo de divertirse como un paño lanzado sobre la jaula de un pájaro juguetón. Yo voy moviendo las manos con impulsos cuidadosamente estudiados, como si la elegante danza de mis dedos sobre las teclas fuera un pequeño y precioso ballet en sí mismo, un alado baile hipnótico de huesos cubiertos de carne acariciando marfil con una apariencia de fluida gracia natural cuya adquisición lleva media vida de estudio y miles de aburridas repeticiones de escalas aritméticamente estudiadas.

En el momento en que la estructura de la pieza, por su propia gramática implícita, conduciría a una dulce y embellecedora solemnidad del tema principal y a una delicada resolución del conjunto, lo cambio todo por completo. Mis manos han sido hasta el momento un par de alas fluyendo sobre cada partícula individual de aire por encima del lecho de teclas, solemnes y leves. Ahora se transforman en pesadas garras, en enormes zarpas contraídas con las que aporreo el pavimento del teclado con un petulante ritmo de marcha de un-dos, un-dos. Al mismo tiempo la melodía —cuya forma permite todavía relacionarla con la figura de ágil elegancia con que comenzó— se convierte en un autómata mecánico y descerebrado de discordantes disonancias y de armonías crudamente enlazadas, y cuyos retumbos, siendo un eco de la anterior belleza y remedando al oído su melodiosa propiedad, resultan una mofa más flagrante de aquella, insultando al oyente con más descaro de lo que se conseguiría con un cambio absoluto de melodía y ritmo.

Algunos miembros de mi público, caídos en un escalón tan bajo del mal gusto, se limitan a abrir la boca, a hacer mohines y a asentir con la cabeza, como marionetas de las cuerdas que toco. La mayoría, sin embargo, se aparta un poco del piano o me mira con mala cara, chasqueando la lengua con desagrado o sacudiendo la cabeza. La teniente se limita a alargar la mano y a ponerla sobre la tapa del teclado; consigo apartar los dedos antes de que la tapa caiga con un estruendo.

Me vuelvo hacia ella girando en el taburete.

—Pensé que le gustaría esto —le digo, alzando la voz y las cejas con un tono y un gesto de inocencia. La teniente alza rápidamente la mano y me abofetea. Bastante fuerte, todo hay que decirlo, aunque lo hace con una especie de desapasionada autoridad, como una madre competente de una familia numerosa pegaría a su hijo mayor para mantener a raya al resto. El ruido deja inmóviles a los congregados con más efectividad que mi pretensión de hacer música.

La mejilla me hormiguea. Me llevo allí la mano, en donde tengo un poco de sangre. Supongo que debe de haber sido provocada por el anillo de oro blanco y rubí que la teniente luce en su mano. Me mira poniendo su cara frente a la mía. Yo te miro a ti. Tú pareces levemente sorprendida. Alguien me agarra de los hombros por atrás y una corriente de aliento fétido cae sobre mi rostro. Otra mano me agarra del pelo y me tira la cabeza hacia atrás; el tipo gruñe. Yo intento mantener la mirada fija en la teniente. Ella alza la mano y mira a los hombres que se encuentran detrás de mí. Sacude la cabeza.

—No, dejadlo. —Me mira—. Es una pena, Abel; echar a perder una tonada tan bonita.

—¿Usted cree? Yo pensaba que la había mejorado. Después de todo se trata solo de una tonada. Algo sin vida propia.

Se pone a reír echando la cabeza hacia atrás. Brilla oro en el fondo de su dentadura.

—Bueno, Abel. De acuerdo —dice. Mueve la botella de vino por encima de las teclas—. Entonces siga tocando. Toque lo que quiera. La fiesta es nuestra pero el piano es suyo. Usted decide. No; un vals. Toque un vals. Morgan y yo bailaremos. ¿Sabe tocar un vals, Abel?

Yo te observo, querida mía. Parpadeas. Trato de hallar un destello de comprensión en tus ojos. Finalmente hago una pequeña inclinación.

—Un vals. —Me levanto, abro la tapa del taburete y hojeo las partituras que hay en el interior—. Aquí está. —Abro la tapa y coloco las hojas sobre el atril. Toco la música siguiendo las notas escritas. Leo, toco y añado el típico ornamento ocasional, como un mero conducto de las anotaciones que hay en el papel, de los sonidos en la cabeza del compositor, la forma de la obra; una excusa para abrazar, una música de fondo para coquetear, cortejar, aparearse y hallar la fortuna.

Cuando termino miro a mi alrededor, pero tú y la teniente habéis desaparecido. Todos los soldados y sus tambaleantes conquistas aplauden y, a continuación, los hombres me rodean, me sujetan, me atan las manos y los pies con los bordados cordones de las campanillas para llamar a los criados y me encajan en la cabeza el yelmo de una armadura. Mi respiración resuena en el interior, enclaustrada en el yelmo; puedo oler mi propia respiración y el sudor y el regusto metálico de la antigüedad de la armadura. La vista del exterior se reduce a una serie de mínimas troneras, perforaciones individuales en el viejo acero. La cabeza me retumba contra el metal en el interior cuando me alzan y me llevan, atado de pies y manos, al patio de armas, en donde —cuando me dejan en el suelo y me dan la vuelta y la visión da un desquiciado giro— el cañón destella a la luz de los arcos voltaicos y las llamas, y los adoquines resplandecen. Abren la reja de negro hierro que tapa el brocal del pozo, suben el cubo, chacoloteando las cadenas, colocan el cubo sobre el áspero anillo de piedra que rodea el pozo y me meten dentro, con las piernas dobladas en el interior de modo que el borde del cubo se hunda en mi espalda y las rodillas me queden pegadas a la barbilla. A continuación, entre risas, me empujan hasta que quedo colgando encima del hueco, me sostienen con la cuerda y me dejan caer. Caigo livianamente; las cadenas chacolotean y el viento silba.

El impacto me deja fuera de este mundo, lanzando hacia atrás mi cabeza contra la pared y después estrellándola duramente hacia delante, prendiendo enseguida una línea de fuego que me recorre la espalda y, a continuación, impulsa una punzada de dolor por mi nariz.

Acabo sentado, aturdido, mientras el agua gorgotea a mi alrededor.