Eoceno

¿… Está conectado el micrófono?

Ah, sí, aquí. Bien, bueno…, nada que temer, no me siento confuso en absoluto, en serio. Todo está bien, maravilloso, todo bajo control. Cojonudo, de verdad, en todos los sentidos. Sabía que todo estaba bien. Solo citaba al inmortal (¿cómo? vale, vale) perdón, al mortal Jimi Hendrix. De verdad. Bueno, ¿dónde estaba? Ah, sí.

Bien, el estado del paciente es estable; está muerto. Más estable no se puede estar, ¿no? Bueno, sí, la descomposición y eso; era una broma. Dios, hay personas que no tienen sentido del humor, de acuerdo, venga, vamos a calmarnos ahí detrás.

Me muevo de nuevo, tíos. ¿De dónde a dónde? Buena pregunta.

Me alegro de que me hagáis esa pregunta. ¿Alguien sabe la respuesta? ¿No?

Mmmierda. Vaya.

¿Adónde me llevan? ¿Qué he hecho para merecer todo esto? ¿Acaso me habéis preguntado, cabrones? ¿Eh? ¿Alguien se ha molestado en decir: «te molesta si te muevo, como te llames»? Pues… no. A lo mejor estaba bien donde estaba, ¿a nadie se le ha ocurrido?

Vale, podéis toquetearme las tripas y eso, y darme la vuelta como a una tortilla y hurgar dentro de mí y perder el tiempo y arreglar trocitos y meterme quién sabe qué y pellizcarme, pero no podéis cogerme, no podéis encontrarme, no podéis entrar en mí. Estoy aquí arriba; al mando, controlando todo, invulnerable.

Y qué truco más guarro, qué gran malentendido indecente, indignante e indigno por parte de la propia reina mala. ¿Cómo ha podido caer tan bajo? (Bueno, solo hay que agacharse, tal que así.) Provocar a los putos bárbaros contra mí, ¡ja! ¿Fue lo más ingenioso que se le ocurrió?

Seguramente. Nunca tuvo demasiada imaginación. Bueno, menos en la cama (o donde fuera), creo. No, eso no es verdad. Es porque estoy de mala leche; lo justo es justo (a menudo con una pizca, un matiz, una ínfima nota de rojo, normalmente, he visto… bueno, eso no importa).

No obstante, qué osadía, levantar una rebelión así. Nada que hacer, por supuesto, pero

ya estamos. Y ahora, ¿qué? Dios, ¿acaso un tío no puede tener una pequeña charla consigo mismo sin

¡Otra vez!

¿Qué cojones está pasando aquí? ¿Qué pensáis que soy, cabrones chapuceros? Es parte de

¿Queréis parar? ¡Vale ya de sacudidas!

¡Me hacéis daño! Es parte del tratamiento, ¿no? Si de verdad quisiera, me levantaría y os daría un buen susto a todos. Cabrones. Cose ahí, Jimmy.

Gracias a Dios, por fin se ha acabado. Un pequeño movimiento lateral, nada de qué preocuparse; podría estar en una barca o algo. No sabría decirlo.

No, no es una barca. El balanceo es acuoso; algo con suspensión, con amortiguadores. ¿Chillidos? ¿Oigo voces? (Todo el tiempo, doctor. Me lo ordenan. No es culpa mía. La coartada perfecta, inexpugnable defensa).

¡Violación! ¡Maldito valor! Pienso denunciar (¿cierras eso? Pienso denunciar. No, lo siento, no tiene gracia, pero es así. Qué libertad más cojonuda, ¿eh?).

Nunca significó nada para mí. O para ella, seguramente. Era una mujer de letras y eso. Sí. Se lo dije una vez y se echó a reír, y lo calculamos todo. No solo letras, también signos. La cosa es así.

Tras cada rodilla, una «H», detrás del trasero un +, la nariz era,s (espero que esto no resulte demasiado confuso), su cintura era) (, y el puesto de honor era para la «V» (en plano, boca abajo), y! (en el plano frontal). Por supuesto, lo asimiló todo y señaló que también tenía: y un buen.s (eran juegos de palabras, no signos. Como decía, era una mujer de letras). Da igual, en ese. yo era yo, y ella «O».

Vaya, allá vamos. Nos movemos. Brum, brum, parte de la máquina de nuevo, con todas las conexiones y en marcha (ni-no, ni-no, nunca vendo helados a semejante velocidad, tío. Bocata de mermelada, por favor. Con mucha frambuesa). Qué risa si chocáramos. No vía puente, espero (ay, Caronte, me sabe mal, pero con el aumento del tráfico estos días…). No sé, tal vez ya estoy muerto o quizá piensan que lo estoy. Es difícil de decir (no, no lo es); me he perdido un poco. Esto es un poco traumático (¿traumatismo? ¿Trauma? Más letras. Re velación re volución re ceptor bla bla bla…).

(¿Qué está diciendo?

«bla bla bla»

una mejoría).

Para haberme visto antes. Estaba impresionante. Bueno, eso pensaba. Hay pendiente en el acoplamiento. Tenía dos oo. No dos o. Dos ojo. Dos ojos (se puede tener ojo y tener ojos, y dos ojos, no me lo hagan pasar tan mal, ahora no estoy bien). Sí, sí. Tan fácil como eso.

Vaya, esta cosa chirría. Tenía que haberlo sabido. Es la historia de mi puta vida. No hay justicia en este mundo (bueno, sí, pero ha caído como la lluvia que dejan caer los nimboestratos, erráticamente, con inundaciones y sequías ocasionales en estas últimas décadas).

En fin, ¿por dónde iba? Ah, sí. Aquí estamos, en la máquina. Encerrado y eso, a la deriva. Esperemos no ir vía ya-sabemos-qué. Esto me recuerda una historia. Una historia de lo más vulgar; nada especial, sin disparos ni persecuciones ni nada parecido (lo siento). Una historia mundana y real de hecho, según mi opinión sincera; más que una historia, una biografía… pero de todas formas, es

Ella se

tranquilo, tío, estaba empezando a contarlo y eso, déjanos un rato, ¿eh? Joder, no se puede terminar de hablar sin

Ella se li

enseguida, enseguida, pero cállate la

Ella se licenció

soy yo, ¿eh? ¿Sí? ¿No se oye mi voz y eso?

Ella

sí, ella se licenció, ya lo sabemos. Venga, va. Déjame ser tu anfitrión. Dios, hay gente tan jodidamente

Ella se licenció en literatura. Él había dejado su habitación de Sciennes Road para trasladarse a un pequeño apartamento de alquiler en Canonmills. Andrea vivía a caballo entre él y su casa, aunque mantuvo el piso de Comely Bank. Una prima suya de Inverness, cuyo nombre era Shona, vivía allí mientras estudiaba Educación Física en Cramond, lugar de origen de la familia de Andrea.

Él tuvo que seguir trabajando durante sus vacaciones, y ella seguía pasando las suyas en el extranjero, con la familia y los amigos, lo que despertaba en él los celos y la envidia. Pero cada vez que volvían a reunirse era como si no hubiera pasado el tiempo y, en cierto momento (nunca pudo determinar exactamente cuándo), él empezó a pensar en su relación como en algo que podría prolongarse más allá del siguiente curso académico. Incluso pensó en pedirle en matrimonio, pero un punto de orgullo en su interior no toleraba la idea de someterse al Estado (y mucho menos a la Iglesia) de esa forma. Lo que realmente importaba residía en sus corazones (o más bien en sus cerebros), no en un registro. Además, tenía que reconocer ante sí mismo que, probablemente, la respuesta de ella hubiera sido no.

Ahora eran ex hippies, según él pensaba; si es que en algún momento fueron hippies realmente. La presunta fuerza de las flores… bueno, cada cual escoge su eslogan, se había marchitado, la semilla había brotado, crecido y muerto (él sugirió en una ocasión que el problema era el cansancio de los pétalos).

Ella había trabajado mucho para licenciarse con buenas calificaciones, tras lo que decidió tomarse un año sabático, mientras él terminaba sus estudios. Se tomó unas vacaciones breves para visitar a otras personas de otras partes de Escocia e Inglaterra, también se marchó a París, y emprendió viajes más largos a Estados Unidos, el resto de Europa y la Unión Soviética. Aprovechó para contactar de nuevo con sus amigos de Edimburgo, cocinó para él mientras estudiaba, visitó a su madre, en ocasiones jugó al golf con su padre (quien, para su sorpresa, descubrió que podían charlar de forma distendida) y leyó novelas en francés.

Cuando regresó de la Unión Soviética, tomó la firme decisión de aprender ruso. Él llegaba muchas noches y la encontraba en el apartamento, sumergida en novelas y libros de texto con el extraño y medio familiar alfabeto cirílico, el ceño fruncido y un lápiz junto al bloc de notas. Ella levantaba la mirada, miraba con expresión incrédula su reloj y se disculpaba por no haber preparado nada para comer; él le decía que no fuera ridícula, y se hacía él mismo la cena.

Él se perdió el día de su graduación, ingresado en el Royal Infirmary, donde se recuperaba de una operación de apendicitis. Aun así, su padre y su madre fueron a la ceremonia, solo para escuchar cómo decían su nombre. Andrea los conoció y se llevaron bien enseguida. Incluso cuando sus padres y los de ella coincidieron, a él le sorprendió que charlasen como viejos amigos; entonces se avergonzó de haberse avergonzado de su propia familia.

Stewart Mackie conoció a Shona, la prima de Inverness, y se casaron durante el primer año de posgrado de Stewart. Él fue el padrino de la boda y Andrea la dama de honor. Ambos leyeron discursos en la fiesta de la boda; el de él era el mejor escrito, pero el de ella, el mejor pronunciado. Mientras hablaba, él se sentó a mirarla y fue cuando se dio cuenta de lo mucho que la quería y la admiraba. Incluso se sintió vagamente orgulloso de ella, aunque sentía que aquello no era correcto. Entre aplausos entusiasmados, ella tomó asiento. Él levantó su vaso y brindaron.

Unas semanas después, ella le dijo que estaba pensando en marcharse a París para estudiar ruso. De entrada, él pensó que era una broma. Él seguía buscando trabajo mientras jugaba con la idea de irse con ella (podría hacer un curso intensivo de francés y buscar trabajo por allí), pero justo entonces le ofrecieron un buen puesto en una empresa que diseñaba centrales eléctricas y no pudo rechazarlo. Tres años, le había dicho ella. Solo serán tres años. ¿Solo? Ella intentó contentarlo con la idea de pasar las vacaciones juntos en París, pero a él le resultaba difícil apoyarla en todo aquello.

De todas formas, él no tenía poder y ella estaba decidida.

Él no iría a despedirla al aeropuerto. En lugar de eso, salieron la noche anterior a cenar en Fife, cruzando el puente, en un pequeño restaurante costero de Culross. Fueron en el coche nuevo que él había comprado a crédito, un BMW pequeño que pagaba con su recién adquirida nueva fortuna de empleado. Fue una cena un tanto incómoda y él bebió demasiado vino; ella no lo probó porque volaba al día siguiente (le encantaba volar, siempre viajaba en ventanilla) y condujo de vuelta a casa. Él se quedó dormido en el coche.

Cuando se despertó, pensó que se encontraban de nuevo en el apartamento de Canonmills, o en su antiguo piso de Comely Bank, pero las luces rielaban a lo lejos, cruzando el agua oscura, frente a ellos. Antes de apagar ella los faros, él vio de refilón algo inmenso que se cernía sobre ellos, algo sólido, pero al aire libre.

- ¿Qué demonios es esto? -preguntó, frotándose los ojos y mirando a su alrededor. Ella salió del coche.

- North Queensferry. Ven a ver el puente -le pidió, abrigándose con su chaqueta. Él la miró con cierta suspicacia; la noche era fría y lloviznaba-. Vamos -insistió-, te despejará la cabeza.

- Y una puta pistola también lo haría -refunfuñó mientras salía del coche.

Caminaron entre varios letreros de advertencia sobre objetos que caían del puente, y de información sobre la propiedad privada de más adelante, hasta que llegaron a un círculo de grava para dar la vuelta, unas viejas construcciones, una pequeña pendiente, rocas cubiertas de hierbas y musgo, y los soportes de granito del puente ferroviario. El contacto de la lluvia helada y el viento lo hizo estremecer. Alzó la mirada para contemplar las enormes vigas de la estructura que tenía encima. Las aguas del Firth of Forth se lanzaban contra las rocas, y las luces de las boyas parpadeaban sobre el gran río oscuro. Ella le tomó la mano. Siguiendo el río hacia arriba, estaba el puente-carretera, una gran telaraña de luces, un murmullo distante del tráfico que lo cruzaba.

- Me gusta este sitio -confesó ella abrazándolo, con el cuerpo tembloroso por el frío. Él no dejó de mirar la gran masa de acero que tenía encima, perdido en su oscura fuerza.

Solo podía pensar en los tres años que pasaría ella en otra ciudad.

- El puente de Tallahatchie se ha caído -dijo finalmente él, dirigiéndose más al viento gélido que a ella.

Ella lo miró y refugió su nariz en el presentable vestigio de fina barba que él se dejaba crecer desde hacía dos años.

- ¿Cómo?

- El puente de Tallahatchie, de la canción Ode to Billy Joe, de Bobby Gentry, ¿recuerdas? Pues se ha caído -respondió él con una carcajada amarga.

- ¿Ha habido heridos? -preguntó ella, rozando con sus labios la nuez de él.

- No lo sé -contestó él, repentinamente triste-. Ni siquiera se me ocurrió leerlo, solo he visto el titular.

Un tren pasó a toda velocidad sobre el puente y llenó la atmósfera nocturna de cientos de voces de otras personas que se dirigían a otros lugares. Él se preguntó si los pasajeros seguirían la vieja tradición de lanzar monedas desde los vagones para pedir fútiles deseos a las sordas aguas del gélido río Firth.

No se lo dijo, pero recordaba haber estado en ese mismo lugar hacía años, un verano. Un tío suyo que tenía coche los llevó a él y a sus padres a dar una vuelta por los Trossachs y luego hasta Perth. Y regresaron por ese camino. Fue antes de que inaugurasen el puente-carretera en 1964 (antes incluso de que empezasen a construirlo, creía), en un día festivo en que las colas del ferry eran kilométricas. Su tío bajó a aquel lugar con el coche, para enseñarles «uno de los monumentos más majestuosos de Escocia».

¿Qué edad tendría él? No lo sabía. Posiblemente unos cinco o seis años. Su padre lo llevaba sentado sobre los hombros; él había tocado con las manos el frío granito de los soportes del puente, y había extendido los brazos con todas sus fuerzas para tocar las vigas pintadas de rojo…

La cola de coches no había menguado cuando regresaron. Así, decidieron cruzar por el puente de Kincardine.

Andrea lo besó y lo despertó de sus recuerdos, lo abrazó muy fuerte, más fuerte de lo que él pensaba que ella podría hacerlo jamás, tan fuerte que casi respiraba con dificultad. Cuando lo soltó, volvieron al coche.

Ella condujo sobre el puente-carretera. Él miró por la ventanilla, contempló sobre las aguas oscuras el puente ferroviario bajo el que estaban unos minutos antes y observó la larga fila punteada de luces de un tren de pasajeros que cruzaba sobre el río, en dirección sur. Parecían series de puntos al final de una frase o al principio de otra; tres años. Puntos como un código Morse sin sentido, una señal compuesta por letras E, H, I y S. Las luces parpadeaban entre las vigas del puente; los cables del puente-carretera pasaban demasiado rápido como para interferir en la imagen.

Nada romántico, pensaba mientras contemplaba el tren. Recuerdo cuando los trenes eran máquinas de vapor. Yo solía acudir a la estación local y quedarme en el puente peatonal que cruzaba las vías para ver los trenes que llegaban, escupiendo humo y vapor. Cuando pasaban bajo el puente de madera, el humo explotaba contra las planchas de metal que protegían las vigas; una bocanada repentina que te cubría, durante lo que parecían unos segundos eternos, con una incertidumbre deliciosa, un mundo de misterio espiral que distorsionaba el ambiente.

Pero cerraron la línea, desmontaron las máquinas, derruyeron el puente peatonal y convirtieron la estación en una atractiva residencia con un agradable aire sureño y mucho terreno. Muy exclusiva. Eso lo decía prácticamente todo. Aunque lo hubieran hecho bien, se habían equivocado.

El tren se deslizó sobre el largo viaducto y desapareció para seguir su camino. Tal cual. Nada romántico. Nada de fuegos artificiales al esparcirse las cenizas, nada de colas de cometa anaranjadas que salían de la chimenea, ni tan siquiera una nube de vapor (intentaría escribir un poema a este respecto al día siguiente, pero no saldría nada satisfactorio y lo tiraría a la basura).

Volvió de nuevo la cabeza y bostezó mientras Andrea aminoraba la marcha para pasar el peaje.

- Sabes el tiempo que tardan en pintarlo, ¿no? -le preguntó.

- El qué, ¿el puente ferroviario? -inquirió ella mientras bajaba la ventanilla y buscaba monedas en su bolsillo-. Ni idea. ¿Un año?

- Incorrecto -respondió él, cruzando los brazos y contemplando la luz roja de la cabina-. Tres. Tres putos años.

Ella no dijo nada. Pagó el peaje y la luz cambió a verde.

Él se puso a trabajar y progresó. Sus padres estaban orgullosos de él. Le concedieron una hipoteca para adquirir un apartamento pequeño en Canonmills. La empresa para la que trabajaba le permitió añadir cierta suma de dinero a su coche de empresa, una vez hubo ascendido al nivel de la decadencia burguesa, con lo que cambió su BMW por otro mayor y mejor. Andrea le escribía cartas y siempre hacía la misma broma cuando hablaba de los dos.

John Peel era el locutor nocturno de Radio 1. Gracias a él, compró el álbum Past, Present and Future, de Al Stewart. Había canciones como «Post World War Two Blues» que casi le hacían llorar; de hecho,«Roads to Moscow» lo consiguió una vez, y «Nostradamus» lo dejó preocupado. También escuchaba mucho el álbum The Confessions of Doctor Dream, tumbado en el suelo con los auriculares puestos y las luces apagadas, canturreando al son de la música a todo volumen. La primera canción de la épica segunda cara se titulaba «Daño neuronal irreversible».

Todas las cosas siguen un determinado patrón, según había comentado con Stewart Mackie. Shona y Stewart se habían trasladado a Dunfermline, al otro lado del río, en Fife. Ella había estudiado para dar clases de Educación Física en el Dunfermline College of Physical Education (que curiosamente no estaba en Dunfermline, como su nombre podría sugerir, sino cerca de Edimburgo) y parecía casi apropiado que empezase a ejercer en el propio y auténtico Dunfermline; de una capital desahuciada a otra. Stewart aún estaba terminando el posgrado en la universidad, donde posiblemente se quedaría a impartir clases. Shona y Stewart llamaron como él a su primer hijo. Nunca pudo expresarles lo mucho que aquello había significado para él.

Viajó. En tren por Europa, y también por Canadá y América. A pie y en autobús por Marruecos; aquel viaje no le gustó, solo tenía veinticinco años, pero ya se sentía mayor para ciertas cosas. Su mata de pelo ya empezaba a clarear. No obstante, aún realizó un maravilloso viaje en tren, recorriendo España en veinticuatro horas, desde Algeciras hasta Irún, con unos americanos que tenían el mejor hachís que había probado jamás. Había contemplado el amanecer en las llanuras de La Mancha, mientras escuchaba las sinfonías que interpretaban las ruedas de acero del tren contra las vías.

Siempre encontraba excusas para no ir a París. No quería verla allí. Ella venía de visita de vez en cuando y siempre estaba cambiada, distinta, más seria e irónica y aún más segura de sí misma. Ahora llevaba el pelo corto; muy chic, se suponía. Pasaban las vacaciones en la costa este y en las islas (cuando él tenía varios días acumulados) y visitaron una vez la Unión Soviética, primera ocasión para él y tercera para ella. Recordaba los trenes, por supuesto, pero también la gente, la arquitectura y los monumentos conmemorativos. Aunque no era lo mismo. Él se sentía frustrado, incapaz de pronunciar más que unas simples palabras sueltas, mientras ella charlaba distendidamente con todo el mundo, lo que le hizo sentir que la había perdido por un idioma (y por una lengua extranjera, pensó amargamente; sabía que había otro hombre en París).

Trabajó en diseños de plataformas petrolíferas y refinerías, con lo que consiguió bastante dinero. Le mandaba una parte a su madre, ahora que su padre se había jubilado. Se compró un Mercedes y lo cambió poco después por un viejo Ferrari que le trajo problemas. Finalmente, se decidió por un Porsche de segunda mano de tres años, aunque hubiera preferido uno nuevo.

Empezó a salir con una chica llamada Nicola, una enfermera a la que conoció cuando estuvo ingresado por la apendicitis. La gente bromeaba con sus nombres, los llamaba imperialistas y les preguntaba cuándo pensaban recuperar Rusia. Ella era rubia y bajita, y tenía un cuerpo generoso y permisivo; no le gustaba que él fumase hachís y siempre le decía -cuando tiraba la casa por la ventana y compraba cocaína- que era una total locura malgastar el dinero metiéndoselo por la nariz. Él sentía un gran cariño por ella, y así se lo dijo cuando creyó que había llegado el momento de decirle que la quería. Pero ella se lo tomó a broma y rieron juntos, aunque él se percató de que fue lo único con lo que bromearon a lo largo de su relación. Ella conocía la existencia de Andrea, pero nunca hablaba de ella. Se separaron al cabo de seis meses. A partir de entonces, cuando le preguntaban, él decía que iba de flor en flor.

El teléfono sonó una noche a las tres de la madrugada, mientras él se estaba tirando a una antigua compañera de clase de Andrea. El aparato estaba en la mesita de noche, y ella le dijo entre risillas que contestase. Así lo hizo. Era su hermana Morag, llamaba para decirle que su madre había muerto de un infarto hacía una hora en el hospital Southern General de Glasgow.

La señora McLean debía volver a su casa de todos modos. Lo dejó sentado en la cama, con la cabeza hundida entre las manos y pensando que, al menos, no había sido su padre, y odiándose a sí mismo por ello.

No sabía a quién llamar. Pensó en Stewart, pero no quería despertar a su hijo pequeño; ya habían tenido problemas porque el niño no dormía bien. Llamó a Andrea a París. Contestó un hombre, y cuando ella se puso al teléfono con voz somnolienta, parecía no saber con quién estaba hablando. Él le dijo que tenía una mala noticia… y ella colgó.

No podía creerlo. Intentó llamar de nuevo, pero el teléfono comunicaba. La operadora internacional tampoco pudo contactar. Dejó el teléfono sobre la cama, sin oír siquiera los tonos intermitentes mientras se vestía, tras lo que salió a toda prisa con el Porsche, tomó una carretera larga y helada iluminada por las estrellas hacia el norte, en dirección a los Cairngorms. La mayor parte de las cintas que llevaba en el coche eran álbumes de Peter Atkin, pero las letras de Clive James eran demasiado profundas y melancólicas como para conducir rápido e intentando no pensar, y las cintas de reggae -la mayoría de Bob Marley- estaban algo pasadas. Le hubiera gustado escuchar a los Stones. Al final, encontró una cinta vieja, que casi había olvidado, y puso a todo volumen el radiocasete para escuchar Rock and Roll Animal una y otra vez durante todo el camino con una expresión entre sarcástica y despectiva en el rostro. «Allo?», espetaba con voz nasal a los faros de los escasos coches que se cruzaban con él. «Allo? Ça va? Allo?».

Volvió a aquel lugar en el camino de vuelta. Se quedó allí, debajo del gran puente rojo cuyo color comparó una vez con el del pelo de Andrea. Espiró vaho mientras el Porsche rugía en el círculo de grava para dar la vuelta, y mientras los primeros rayos del amanecer dibujaban el puente, una silueta de arrogancia, gracilidad y poder contra las pálidas llamas del cielo de una mañana de invierno.

El funeral se celebró dos días más tarde; él se había quedado con su padre en su casa todo el tiempo tras preparar una maleta rápida en su apartamento y arrojar con rabia el quejumbroso teléfono. Ignoró totalmente el correo. Stewart Mackie asistió al funeral.

Mirando el ataúd de su madre, esperó lágrimas que no llegaron y rodeó a su padre con los brazos para darse cuenta en aquel preciso instante de que el hombre era más delgado y menudo que antes, y de que temblaba en silencio, como un alambre fino.

Cuando se marchaban, en las puertas del cementerio, se encontraron con Andrea, que salía de un taxi del aeropuerto, vestida de negro y con una pequeña maleta. Él no pudo pronunciar palabra.

Ella lo abrazó, habló con su padre y luego se acercó a explicarle que había intentado devolverle la llamada cuando se cortó la comunicación. Lo había intentado durante dos días, había mandado telegramas, había pedido a varias personas que se acercasen a su casa a buscarlo. Finalmente, había decidido acudir personalmente; telefoneó a Morag a Dunfermline en cuanto bajó del avión, y averiguó lo que había ocurrido y dónde se celebraba el funeral.

Lo único que pudo decir él fue «gracias». Se volvió hacia su padre y lo abrazó, y entonces lloró, empapó el cuello de su padre con más lágrimas de las que jamás pensó que sus ojos podrían albergar; lloró por su madre, por su padre, por él mismo.

Ella solo podía quedarse una noche; debía regresar para estudiar para unos exámenes. Los tres años se habían convertido en cuatro. ¿Por qué no iba él a París? Durmieron en camas separadas en casa de su padre, que pasó la noche entre el sonambulismo y las pesadillas, por lo que él había decidido dormir en la misma habitación, para despertarlo o procurar que no se hiciese daño.

La llevó en coche hasta Edimburgo, comieron allí con sus padres y la acercó al aeropuerto.

- ¿Quién era tu amigo, el que respondió al teléfono en París? - le preguntó, aunque deseó haberse mordido la lengua.

- Gustave -se limitó a responder ella-. Te caería bien.

Él le deseó un feliz vuelo.

Observó cómo el avión despegaba hacia el cielo aguamarina de una gélida tarde de invierno; e incluso lo siguió con la mirada mientras viraba hacia el sur; se inclinó hacia delante al volante de su Porsche, contemplando a través del parabrisas el avión que se elevaba por el azul inmaculado del cielo despejado, y condujo tras él como si quisiera alcanzarlo.

Empezaba a emanar una estela de vapor cuando lo perdió de vista, centelleando y desapareciendo más allá de las Pentland Hills.

Se sintió remolcado por la edad. Durante un tiempo, leyó The Times, alternando con Morning Star. Miraba el logotipo del primero y pensaba que apenas podía parar las páginas del tiempo presente mientras pasaban, casi oía el crujido de las hojas que giraban; el futuro se convertía en presente, el presente en pasado. Una verdad tan banal, tan obvia y tan asumida que, de alguna forma, había conseguido ignorar hasta aquel momento. Se empezó a peinar de forma que no se notasen las entradas de su cabeza, que eran del tamaño de una moneda de dos peniques. Cambió a The Guardian.

A partir de entonces, dedicó más tiempo a hacer compañía a su padre. Muchos fines de semana iba a su nueva casa, un apartamento más pequeño, y regalaba los oídos del hombre con historias sobre el maravilloso mundo de la ingeniería en los setenta: tuberías y fibras de carbono, el láser, la radiografía, los productos derivados de la investigación espacial. Le describía la fuerza furiosa, la energía increíble, de una planta eléctrica cuando se somete a una purga, cuando las calderas recién llenadas se encienden, el agua las alimenta, por las tuberías corre el vapor a temperaturas máximas, y cualquier pedacito de soldadura, tornillo, guante, corazón de manzana o lo que sea que se haya perdido en la inmensidad de la maquinaria, explota dentro de las enormes tuberías y vuela en el ambiente, y limpia todo el sistema de residuos antes de que las turbinas y las calderas se unan, con sus miles de hojas, delicadas y caras, y sutiles resistencias. Una vez, vio la cabeza de un martillo lanzada a cuatrocientos metros por una purga de vapor; fue a dar a una furgoneta aparcada. El ruido habría avergonzado al mismísimo Concorde; era el sonido del fin del mundo. Su padre sonreía y asentía atentamente en su silla.

Seguía viendo a los Cramond; el abogado y él se sentaban a veces hasta las tantas, como dos viejos, a arreglar el mundo. El señor Cramond creía que las leyes, la religión y el miedo eran necesarios, y que un gobierno fuerte, aunque fuese malo, era mejor que ninguno. Discutían, pero siempre de forma amigable; él nunca pudo explicarse por qué, o cómo, se llevaban tan bien. Tal vez porque, en el fondo, ninguno de los dos se tomaba en serio nada de lo que decían, o tal vez porque ninguno de los dos se tomaba en serio nada en absoluto. Coincidían en que todo era un juego.

Elvis Presley murió, pero a él le sentó peor que Groucho Marx muriese la misma semana. Compró álbumes de los Clash y los Sex Pistols; menos mal que por fin había muestras de algo anárquico, aunque escuchase más a Jam, Elvis Costello y Bruce Springsteen. Todavía se veía con gente de la universidad, además de Stewart, incluidos algunos militantes de pequeños partidos revolucionarios. Dejaron de intentar convencerlo de unirse a ellos cuando él les confesó que era totalmente incapaz de seguir una línea política. Cuando China invadió Vietnam y tuvieron que intentar demostrar que al menos uno de ellos no era socialista, encontró que las contorsiones teológicas resultantes fueron la mar de divertidas. Conoció a gente más joven que él en un grupo de escritura de poesía de la universidad con el que se reunía esporádicamente, también conoció a una minoría selecta del antiguo grupo de Andrea, y salía de vez en cuando con un par de compañeros de la nueva empresa para la que trabajaba. Era joven, se ganaba bien la vida y aunque le hubiera gustado ser más alto y no tener el pelo de un tono castaño vulgar (con entradas del tamaño de una moneda de cincuenta peniques: la inflación), era bastante atractivo; había perdido la cuenta del número de mujeres con las que se había acostado. Cada dos o tres días compraba una botella de Laphroaig o Macallan; compraba hachís cada dos meses y se fumaba un porro antes de irse a dormir. Dejó el whisky durante algunas semanas, solo para asegurarse de que no se estaba convirtiendo en un alcohólico, y cuando se hubo cerciorado, se racionó la dosis a una botella semanal.

Los dos compañeros de trabajo intentaron convencerlo de unirse a ellos para montar su propio negocio, pero él no estaba seguro. Habló sobre el tema con el señor Cramond y con Stewart. El abogado le dijo que, en principio, era una buena idea, pero implicaba trabajar duro; la gente siempre pensaba que las cosas eran más fáciles de lo que eran. Stewart se limitó a reír y a decir: «Bien, ¿por qué no?» Si otros lo habían hecho, bien podía hacerlo él, si pagaba los impuestos y contrataba a un buen asesor contable si los tories se entrometían. Pero Stewart tenía sus propios problemas, y más graves; llevaba años encontrándose mal y finalmente le habían diagnosticado una diabetes. Bebía botellines de Pils cuando se reunían y miraba con envidia las pintas de los demás.

Él no tenía claro lo de asociarse con sus compañeros. Escribió una carta a Andrea, que le animó a hacerlo sin dudarlo. También le dijo que regresaría pronto, ya que le faltaba poco para tener al ruso dominado hasta su entera satisfacción. Él pensó: lo creeré cuando la vea aquí.

Empezó a jugar al golf, convencido por Stewart. También se unió a Amnistía Internacional, tras años de dar vueltas al asunto y de enviar un generoso cheque al ANC después de que su empresa firmase un contrato con Sudáfrica. Vendió el Porsche y compró un Saab Turbo nuevo. Conducía hacia Gullane un soleado sábado de junio para jugar al golf con el abogado, escuchando una cinta cuyas dos únicas canciones eran Because the Nighty Shot by Both Sides, grabadas seguidas en las dos caras del casete, cuando se cruzó con el Bristol 409 azul del abogado, remolcado por una grúa. Pasó de largo, intentando convencerse de que el coche con el frontal destrozado y el parabrisas roto no era el del señor Cramond, pero dio la vuelta y regresó donde dos jóvenes policías tomaban medidas de la carretera, del arcén lleno de cristales y del muro destrozado.

El señor Cramond había muerto al volante; un ataque al corazón. Pensó que tampoco era una forma tan mala de morir, dado que no había colisionado con nadie más.

Lo único que no debía decir a Andrea, pensó, es «no debemos seguir viéndonos así». Se sentía algo culpable por haberse comprado un traje negro para el funeral del señor Cramond, cuando lo único que pudo llevar al de su madre fue un brazalete de tela.

Conducía en dirección al crematorio con el estómago revuelto; tenía resaca porque la noche anterior se había bebido una botella de whisky casi entera él solo. Sentía que estaba incubando un resfriado. Por alguna razón, mientras atravesaba una enorme puerta gris con el coche, supo que ella no estaría allí. Se sentía mal físicamente, y estaba a punto de dar la vuelta y marcharse, sin rumbo, a cualquier parte. Intentó controlar su respiración y los latidos de su corazón y el sudor de sus manos; estacionó el Saab en una de las hileras de coches del aparcamiento inmaculado del crematorio.

En el funeral de su madre no se había sentido así, y eso que tampoco podía decirse que estuviera tan unido al abogado. Tal vez los demás pensarían que aún estaba borracho; se había duchado y cepillado los dientes, pero probablemente el olor a whisky rezumaba por todos los poros de su piel. Pese a su nuevo traje, se sentía sucio. Se preguntó si debía haber llevado una corona de flores. Ni se le había ocurrido.

Echó un vistazo por los coches. Seguro que ella no estaría, aunque irónicamente, cuando él se vio rendido ante la tumba de su madre, apareciera de repente. Todo formaba parte del rico patrón de la vida, según se dijo a sí mismo, mientras se ajustaba la corbata antes de acercarse a las puertas abiertas del crematorio. Recuerda, hijo, pensó, este es el país de los murciélagos.

Evidentemente, ella estaba allí. Se la veía mayor, pero también más bella; bajo sus ojos había unas pequeñas arrugas que él jamás había visto; bolsitas que le otorgaban el aspecto de una persona que había expuesto eternamente su mirada a una tormenta del desierto. Ella le tomó la mano, lo besó, y lo abrazó durante un segundo; él quería decirle que estaba guapa, que el color negro le sentaba tan bien; pero aunque mentalmente él se decía lo cretino que era, de su boca salió un balbuceo igualmente inane, pero algo más aceptable. No había lágrimas en los ojos perfectamente maquillados de ella.

La ceremonia fue breve y de sorprendente buen gusto. El ministro había sido amigo personal del abogado, y al escuchar sus cortos pero sinceros encomios, sintió que se le inundaban los ojos. Pensó que debía de estar haciéndose mayor; o eso, o bebía demasiados licores fuertes que lo estaban ablandando. El hombre que era diez años antes se hubiera reído de este, a punto de llorar por las palabras pronunciadas por un ministro deshaciéndose en alabanzas hacia un abogado de clase media alta.

Qué más daba. Tras la ceremonia, habló con la señora Cramond. Si no la hubiera conocido bien, habría jurado que estaba bajo los efectos de alguna droga; tenía el rostro enrojecido, los ojos vacíos y un brillo enérgico en la piel; ni una lágrima en su gesto de incredulidad, un estado de shock producido por la pérdida del hombre que, durante más de media vida, había sido su media vida; una pérdida más allá de lo apremiante del propio dolor. Lo asoció al instante que sigue de inmediato a una lesión, como el ojo que ve el martillo machacando el dedo, o el cuchillo rebanando la carne, pero antes de que fluya la sangre o de que la señal de dolor llegue al cerebro. En aquel momento, ella se encontraba en aquella penumbra, flotando en la calma que precede al huracán. Al día siguiente se marchaba de vacaciones con una hermana suya, a Washington DC.

Lo último que le dijo fue:

- ¿Cuidarás de Andrea? Estaban muy unidos y ella no vendrá conmigo. ¿La cuidarás?

- Estará bien cuidada…, hay alguien en París, y quizá…

- No -interrumpió la señora Cramond, negando efusivamente con la cabeza (gesto heredado por su hija, de pronto vio a una en la otra)-. No. Eres tú. Ahora tú estarás más cerca de ella que nadie.

Le estrechó la mano antes de dirigirse al Bentley de su hijo.

Él se quedó allí de pie, atónito, durante un momento, tras el que se dirigió en busca de Andrea. Estaba fuera, en el aparcamiento, inclinada ante el coche fúnebre. Encendía un cigarrillo mentolado More mientras él se acercaba a ella.

- No deberías hacerlo -dijo él-. Piensa en tus pulmones.

- Solidaridad -respondió ella amargamente, con la mirada destrozada-. Mi viejo ahora también está echando humo.

Su mentón empezó a temblar de forma casi imperceptible. De pronto, un sentimiento piadoso se adueñó de él. Le alargó la mano, pero ella retrocedió, se dio la vuelta y se acurrucó en su abrigo negro. Él permaneció inmóvil un momento, conocedor de que unos años antes se habría sentido herido ante semejante rechazo y se habría marchado sin dudarlo. Pero esperó, y ella volvió hacia él, tirando el More en la gravilla y pisándolo con un giro de talón.

- Sácame de aquí, anda. ¿Dónde está el Porsche? Lo estaba buscando.

Se marcharon a Gullane en el Saab; ella quería ver el lugar donde había muerto su padre. Se detuvieron en el arcén, aún lleno de cristales, junto al muro destrozado. Él la miró por el retrovisor, mientras ella miraba el suelo como esperando que la hierba volviera a crecer ante sus ojos. Tocó el suelo y las piedras del muro de la granja, y regresó al coche sacudiéndose la tierra y el polvo de las pálidas manos. Le contó que su hermano pensaba que era morbosa por querer ver aquel lugar.

- Tú no opinas lo mismo, ¿verdad? -le preguntó. No, no, por supuesto que no era una morbosa. Se fueron a la casa fría y vacía de las dunas de la bahía de la costa este.

Ella se volvió y lo abrazó en cuanto cruzaron el umbral de la puerta; cuando él intentó besarla con delicadeza y suavidad, ella apretó sus labios contra él, clavó las uñas en su nuca, en su espalda, en sus nalgas. Emitió una especie de gemido que él nunca antes había oído y le arrancó la chaqueta de los hombros. Él ya había decidido seguir la pauta de aquella reacción erótica desesperada y angustiada, e intentó dirigirla a un lugar algo más cómodo que la puerta de entrada, con sus corrientes de aire, sus azulejos fríos y su felpudo áspero, cuando su decisión se convirtió en algo totalmente innecesario. Fue como si su cuerpo se despertase de pronto ante lo que estaba sucediendo, como si una fiebre que se contagia al instante hubiese pasado de ella a él. De pronto, estaba tan consumido, tan salvajemente y absurdamente abandonado como ella, y la deseaba más de lo que recordaba haberla deseado nunca. Cayeron sobre el felpudo, ella lo atrajo hacia su cuerpo, sin quitarse apenas la ropa. Los dos terminaron en segundos y, solo entonces, ella rompió a llorar.

El abogado le había dejado en herencia los palos de golf. No pudo evitar sonreír, fue un gesto amable por su parte. A su esposa (que tenía sus propias fuentes de ingresos) le dejó la casa de Moray Place. El hijo heredó todos sus libros de leyes y los dos cuadros de más valor; y Andrea se quedó con lo demás, exceptuando una suma de dinero destinada a los hijos de su hijo, a algunas sobrinas y sobrinos, y a un par de causas benéficas.

El hijo estaba ocupado con la herencia, por lo que él y Andrea fueron los encargados de acompañar a la señora Cramond a Prestwick para tomar el vuelo nocturno hacia Estados Unidos. Rodeó los hombros de Andrea con el brazo mientras contemplaban el despegue del avión, que viraba sobre el oscuro Clyde para encararse en dirección a América. Él insistió en esperar hasta perderlo de vista, y se quedaron allí, mientras observaban cómo el parpadeo de las luces menguaba cada vez más en los últimos albores del día. En algún lugar sobre el Mull of Kintyre, cuando ya apenas se veía, el avión salió de entre las sombras de la tierra hacia los rayos postreros del sol, cerrando su paso con una estela de humo, rosado glorioso en contraste con un azul profundo y oscuro. Andrea contuvo el aliento y luego soltó una risita suave, la primera vez que reía desde que se había enterado de lo de su padre.

De nuevo en el coche, en dirección norte junto al río oscuro, él confesó que no habría imaginado que la estela aparecería de aquella forma tan repentina y, tras dudarlo un momento, le contó que había intentado seguir al avión que la llevó a París un año antes. Ella lo llamó tonto sentimental y lo besó.

Fueron a ver al padre de él y después se tomaron unos días libres. Ella disponía de dos semanas antes de regresar a París, y él no tenía ningún trabajo urgente, por lo que viajaron en coche sin un destino determinado, pasaron las noches en pequeños hoteles y pensiones, sin rumbo decidido al salir por las mañanas. Vieron Mull, Sky, Cape Wrath, Inverness, Aberdeen, Dunfermline -donde pernoctaron en casa de Stewart y Shona-, rodearon los puentes y la ciudad para dirigirse a las fronteras vía Culross y Stirling, Blyth Bridge y Peebles. Durante el viaje, fue el cumpleaños de ella y él le compró una pulsera de oro blanco. El último día, volvían desde Jedburgh a Edimburgo cuando ella vio la torre a lo lejos.

- Vamos allí -dijo.

Solo pudieron acercarse a unos ochocientos metros en coche. Aparcaron en una carretera estrecha y desértica, ella se puso las botas de montaña, él sacó la cámara y se pusieron a caminar a través de un campo y de un bosque de helechos, subiendo por la colina hacia la torre que se erigía sobre una cima de roca y hierba. Desde la carretera, no parecía tan inmensa. Era enorme; una solución del terrateniente local contra el desempleo de principios del siglo anterior, al tiempo que un monumento a un hombre y a una gran batalla.

Sus piedras oscuras parecían erguirse hasta el infinito entre el viento; una colosal estructura gris en la cumbre sostenía lo que parecía una plataforma abierta bajo un obelisco cónico de madera. Él hubiera apostado por la presencia de una carretera hasta allí, lo mismo que de un aparcamiento, un tenderete de recuerdos, trabajadores de mantenimiento y un puesto de venta de entradas. Pero ni siquiera había un triste sendero. Permanecieron allí de pie, estirando el cuello para no perderse detalle. La vista desde la ladera de la colina era lo suficientemente impresionante. Él tomó algunas fotografías.

Ella se volvió y lo miró con una gran sonrisa.

- ¿Cómo dijiste que se llamaba este sitio?

- Penielhaugh, creo -respondió él tras consultar el mapa.

- Me pregunto si podemos entrar -prosiguió ella, acercándose a una puerta pequeña, bloqueada por tres grandes rocas. Intentó apartarlas.

- Estás de suerte -añadió él, empujando las rocas. La puerta se abrió, ella aplaudió entusiasmada y entraron.

- ¡Vaya! -exclamó ella. La torre estaba vacía, solo era un gran tubo de madera. Reinaba la oscuridad, y el suelo de tierra estaba cubierto de excrementos de paloma y plumas diminutas, mientras el sonido de los pájaros interrumpidos en su cotidianeidad resonaba débilmente en la penumbra. De pronto, se oyó un aleteo repentino, como un aplauso dubitativo que se atenuara. Arriba, unos pájaros volaban a través de los rayos polvorientos del sol que se filtraban desde la cúpula. El aire estaba cargado del olor de los animales. Una escalera minúscula y estrecha que sobresalía de la pared ascendía en espiral hacia la luz que coronaba las tinieblas.

- Qué sitio más sorprendente -susurró él.

- Es como… tolkienesco -repuso ella, con la cabeza hacia atrás, mirando hacia arriba con la boca abierta.

Él se acercó a la escalera de caracol. Había una pequeña barandilla de acero con los barrotes oxidados. Pensó que tendría un siglo y medio de antigüedad, si es que era la original. O tal vez más. La agitó, dudoso.

- ¿Crees que es segura? -preguntó ella, en voz baja. Él echó otro vistazo. Parecía que la cima era muy alta. ¿Cuarenta y tantos metros? ¿Tal vez sesenta? Recordó las rocas que bloqueaban la entrada. Ella también miró arriba, atrapó al vuelo una pluma que caía y la miró. Él se encogió de hombros.

- Qué diablos… -Empezó a subir por la escalera. Ella siguió sus pasos.

- Deja algo de espacio entre los dos. Yo peso más. -Siguió subiendo otros veinte escalones más o menos, con los pies pegados a la pared, sin apoyarse en la barandilla de acero. Ella lo siguió sin acercarse demasiado-. En principio, parece seguro -afirmó cuando se encontraba a medio camino, a la vez que miraba el pequeño círculo de tierra que parecía ahora la base de la torre-. Seguro que el equipo local de rugby entrena subiendo y bajando esto cada día.

- Segurísimo -se limitó a decir ella.

Llegaron a la cima. Era una plataforma ancha y octogonal, de madera pintada de gris, vigas gruesas, tablones sólidos y un juego firme y seguro de pasamanos. Llegaron casi sin aliento. A él le palpitaba fuerte el corazón.

El día era soleado. Se quedaron allí de pie, para recobrar la respiración; el viento acariciaba sus cabezas. Inspiraron el aire fresco y puro sobre la plataforma, bebieron de las vistas y tomaron varias fotografías.

- ¿Crees que desde aquí se ve Inglaterra? -preguntó ella, acercándose a él, que miraba hacia el norte, preguntándose si una lejana mancha que había en el horizonte, al otro lado de unas colinas distantes, estaría justo encima de Edimburgo. Tomó nota mental de comprar unos prismáticos para dejarlos en el coche. Miró a su alrededor.

- Seguramente -respondió él-. Dios mío, hasta podríamos ver a tu madre desde aquí, en un día tan claro como el de hoy.

Ella le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Él acarició sus cabellos.

- ¿En serio? -dijo ella-. ¿Y se verá también París?

Él suspiró, mirando hacia otra parte, más allá de la frontera, más allá de las colinas, los bosques, los campos y los setos.

- Sí, tal vez se vea París. -Miró sus ojos verdes-. Creo que tú ves París desde cualquier lugar.

Ella no respondió. Se limitó a abrazarlo un rato más. Él la besó en la cabeza.

- ¿De verdad piensas volver?

- Sí -contestó ella, y él sintió cómo su cabeza asentía abrigada en su pecho-. Sí, pienso volver.

Él contempló el lejano paisaje durante un rato, observando cómo el viento balanceaba las afiladas copas de los abetos. Soltó una única carcajada, un repentino encogimiento de hombros, un ruido sordo en su pecho.

- ¿Qué? -preguntó ella, sin levantar la cabeza.

- Solo estaba pensando -respondió-. Supongo que, si te pidiera que te casaras conmigo, no me dirías que sí, ¿verdad? -acarició de nuevo sus cabellos. Ella levantó lentamente la mirada y no supo interpretar la expresión de su calmado rostro.

- Yo también lo supongo -dijo suavemente, parpadeando y mirándolo a los ojos, serenos bajo un ceño levemente fruncido.

Él se encogió de hombros y volvió a mirar al infinito.

- Bien. Qué más da.

Ella lo abrazó de nuevo, apoyando la cabeza en su pecho.

- Lo siento. Si fuera alguien, serías tú. Pero es que yo soy así.

- Sí, qué diablos… Supongo que yo también soy así. Simplemente, no quiero volver a separarme de ti tanto tiempo.

- No creo que tengamos que volver a hacerlo. -El viento llevó un mechón de sus rojos cabellos contra el rostro de él y le hizo cosquillas en la nariz-. No es solo Edimburgo, ¿sabes? También eres tú. Necesito mi propio lugar. Pero me temo que siempre me dejaré llevar por una voz dulce o un buen trasero, pero… bien, tú decides. ¿Seguro que no quieres encontrar una buena esposa? -lo miró, sonriendo.

- Ah… -dijo él, asintiendo-. Completamente seguro.

Ella lo besó, suavemente al principio. Él se apoyó contra uno de los postes grises y cuadrados de la estructura de la torre, apretando las nalgas y paseando la lengua dentro de su boca, pensando, bueno, si el poste cede, qué demonios. Nunca habré sido más feliz. Hay peores formas de morir.

Ella lo apartó, con una sonrisa familiar y satisfecha en el rostro.

- Mira lo que has conseguido con tus dulces palabras, cabrón.

- Eres una guarra insaciable -dijo él, volviendo a apretarla contra su cuerpo.

- Siempre sacas lo mejor de mí. -Le sobó las pelotas a través de los pantalones y acarició su erección.

- Pensaba que te había venido el período.

- Venga, hombre, no tendrás miedo de un poco de sangre… ¿o sí?

- No, claro que no, pero no tengo pañuelos, ni…

- Joder, ¿por qué eres tan maniático? -rugió ella; le mordió el pecho y sacó un pañuelo blanco de su chaqueta, como un mago que extrae una paloma de su chistera-. Toma, por si tienes que limpiarte.

Silenció la boca de él con la suya. Sacó su camisa de los pantalones y miró el pañuelo que sostenía con la otra mano.

- Es de seda -dijo él.

- Será mejor que lo tengas claro, muchacho; me merezco lo mejor. -Le bajó la cremallera.

Después permanecieron tumbados, tiritando ligeramente por la brisa de un fresco día de julio que desaparecía lentamente entre la estructura de madera pintada. Él le dijo que sus areolas eran arandelas rosadas; sus pezones, tornillos dulces, y los diminutos cortes de las puntas, ranuras para un destornillador. Ella reía, divertida ante semejantes comparaciones. Lo miró a los ojos, con una expresión picara en la mirada.

- ¿Me quieres de verdad? -preguntó, con una aparente incredulidad.

- Me temo que sí -respondió él, encogiéndose de hombros.

- Estás loco -lo riñó en broma, levantando una mano para jugar con un mechón de su pelo, sonriendo.

- ¿Tú crees? -preguntó él, besándole la punta de la nariz.

- Sí -respondió ella-. Soy inconstante y egoísta.

- Eres generosa e independiente. -Le apartó el pelo que tapaba sus ojos por culpa del viento.

- Bueno, el amor es ciego -dijo ella, riendo.

- Eso dicen. -Suspiró-. Yo no lo veo.