Cuatro

Era el mago el que me lo dio, me dijo que era un familiar; sí, sí, un duende de esos que sirven para ayudar a los magos y eso, sentado en mi hombro dando el coñazo todo el rato. No se puede aguantar, pero no tengo más cojones, porque lo tengo ahí pegado y no para de hablar y hablar. El mago me dijo que me ayudaría; me dijo que me diría cosas, pero pensaba que eran cosas útiles y no mierdas, porque solo dice cosas raras y no calla. Quería sobornarme porque pensaba que lo iba a matar, y sí que iba a matarlo, y me dijo que si no lo mataba me daría a un familiar para vigilar por las noches y ayudarme y eso. Y le dije, bueno, vale, a ver qué hace el familiar ese, y el mago va a su armario y saca una caja pequeña y mete algo dentro y dice unas palabras o algo así (yo lo vigilaba de cerca, por si intentaba algo raro, tenía la espada en su cuello, por si intentaba convertirme en algún bicharraco o algo, pero no). Saca de la caja una cosa rara como un gato o un mono, todo peludo y negro, con dos alas negras en la espalda y los ojos bizcos, y me lo pone en el hombro y me dice: «toma, muchacho». Y a mí me acojonó un poco porque era una cosa rara sentada aliado de mi cabeza, pero yo aún tenía la espada en el cuello del mago, y miré a la cosa de ojos saltones y le pregunté: «entonces, ¿dónde está el puto oro?», y me contestó, «en el baúl detrás de la cortina, pero es un baúl mágico y parece que no tenga nada, pero tú podrás sentir el oro y se hará visible cuando lo saques». El mago podía sacar el oro como yo, así que le hice ir y cogerlo, y lo que dijo el familiar era verdad, así que le pregunté qué tenía que hacer entonces y me dijo: «Para empezar, mata a este viejo; es un cliente conflictivo». Así que me cargué al mago, pero la cosa peluda no dijo nada útil desde ese momento, está agobiando todo el día y eso.

- … por supuesto, según las normas preceptivas de la Nueva Simbología, y tal como se representa en la Gran Cábala francesa, la torre representa el refugio, la limitación de contacto con el mundo real, una extrospección filosófica. En resumen, no guarda relación alguna con la preocupación literalmente infantil por el simbolismo fálico que mencioné anteriormente. De hecho, excepto en el caso de las sociedades más opulentas de moralidad, cuando las personas quieren soñar con el sexo, sueñan con el sexo. En realidad, la combinación de las cartas La Toury La Mine en el juego menor se considera particularmente reveladora, y la preeminencia de la torre sobre el foso, ciertamente, denota una resonancia sexual de propósitos predictivos, que la simple combinación de refugio y miedo al fracaso no parece implicar de inmediato; no obstante…

Lo que decía, para volverse loco, joder. Y no puedo quitarme al puto bicho del hombro porque tiene las garras clavadas en mi carne y eso. Ahora no me duele, pero verás cuando me lo haya quitado… y ni siquiera puedo darle un golpe con una roca o clavarle la espada porque se pone a gritar como un loco y a saltar y no hay forma de darle, así que mejor no pierdo el tiempo y eso.

Igualmente, todo me ha ido bien desde que está conmigo, así que a lo mejor me da suerte y todo. Porque pensaba que las cosas serían fáciles sin el mago, pero no; yo soy un caballero de la espada, y no un puto brujo. Además, se conoce que se me ha dado todo bien desde que llevo al familiar en el hombro, y encima me ha enseñado palabras nuevas y eso, así que ahora soy mucho más culto y todo. Ah, sí, y me he olvidado de decir que si intento quitármelo del hombro o no le doy de comer, se pasa toda la noche hablando y no me deja dormir; pero no come mucho, así que se puede decir que es mejor que nos llevemos bien y eso. Espero que no se me cague por la espalda.

- Interesante observación. Es decir, poseo una seguridad plena en que no se habrá percatado, precisamente por ser tan monotemático (o más bien mononeuronal, si se me permitiese la franqueza), pero en las tierras de abajo la situación es precisamente la inversa a la de esta extraña altitud (¿se ha dado cuenta de que apenas puede respirar? No, probablemente, no). Aquí, en las campiñas cuya quintaesencia es el verde prado, las mujeres ostentan el mando y los hombres viven como párvulos durante todas sus vidas.

Ya está otra vez con su rollo, y ya me veo que lo vendré escuchando hasta arriba de esta puta torre, con la espada llena de sangre y dolor de brazo y eso, porque uno de los guardas me ha pillado antes en la puerta y me he perdido en este laberinto que tiene muchas habitaciones pequeñas, y además hay el fuego que he encendido antes, porque aquí huele a humo y no quiero quemarme vivo y eso, y el puto bicho no calla, para variar. A este paso nunca cogeré a la reina con sus poderes y eso. Otro guarda se me ha echado encima, pero me lo he cargado y he pasado por encima de él para seguir hasta arriba de la torre.

- Dios, estos zánganos resultan tediosos. Es cierto que su mentalidad colmenar resultaría de gran utilidad entre los vertebrados (etiqueta aplicable a usted, en mi opinión, únicamente en lo que a la estatura se refiere). ¿Sigue perdido? Me lo temía. ¿Preocupado por el humo? Naturalmente. Un tipo inteligente resolvería ambos inconvenientes de una vez simplemente mediante la observación de la dirección seguida por el humo, ya que este tiende a desplazarse hacia arriba y en este piso no proliferan las ventanas. No obstante, temo que existen pocas posibilidades de que usted pueda llegar a dicha conclusión, dado que su ingenio es tan vivaz como el de un haragán ahíto de tranquilizantes. Lástima que su flujo de conciencia no haya entrado aún en su era interglaciar, pero no todos podemos ser gigantes mentales. Imagino que todo se debe a una descodificación genética deficiente, posiblemente iniciada en el vientre materno, cuando todas las reservas sanguíneas fueron destinadas a la formación de los músculos y el cerebro se limitó al desarrollo de la parte reservada en casos normales para el dedo gordo del pie, o algo por el estilo.

Pensaba que ya estaba perdido y eso, pero miré para dónde iba el humo y vi la trampilla, así que pienso que se podrá salir por ahí o algo, pero es difícil intentar pensar algo cuando el familiar con los ojos bizcos me come la oreja todo el rato.

- Volviendo al tema de los niños, como decía antes, hemos hallado una salida hacia la planta superior, ¿no es así? Bien, felicidades. ¿Recordaremos cerrar la trampilla? Fantástico, allá vamos. El siguiente paso será atarse usted mismo los cordones de los zapatos… posiblemente unos con los otros, pero en cualquier caso, es un comienzo. ¿Por dónde iba? Niños, efectivamente. En las tierras de abajo, son las mujeres quienes están a cargo de todo. Los machos nacen bajo una aparente normalidad, pero únicamente crecen durante un tiempo, y su desarrollo se interrumpe en la estatura de un niño de dos años. Sexualmente, su madurez se completa y sus cuerpos se revisten de vello y, en ocasiones, se ensanchan ligeramente. Poseen unos genitales completamente desarrollados, pero se mantienen todas sus vidas en una talla idónea para ser acunados, y de ningún modo llegan a crecer hasta el punto de convertirse en una posible amenaza. Por supuesto, jamás alcanzan una evolución mental completa, pero, si preguntamos a cualquier mujer, este hecho no supone cambio alguno. Estos pequeños seres peludos son utilizados para procrear y perpetuar estirpes, y los resultados son pequeñas y maravillosas mascotas, pero las mujeres tienden a establecer relaciones serias entre ellas, lo que, en mi opinión, resulta de lo más procedente. Y, exceptuando otros aspectos irrelevantes para el caso que nos ocupa, se necesitan tres o cuatro machos para formar un quórum táctil satisfactorio en las relaciones sexuales, en contraposición con la mera inseminación…

Joder, es que no puede callarse la boca. Este pequeño cabrón ya estaría chamuscado si yo no hubiera encontrado la salida. Aquí arriba hace un viento del carajo, parece un pedo de dragón haciendo volar todas las cortinas y eso. Estoy buscando el camino al piso de arriba y unos guardas como osos con cabezas de hombres me han perseguido con hachas, pero también me los he cargado, y uno se ha caído por un balcón y lo he visto mientras caía hasta que se ha hecho papilla abajo, y parecía una mancha pequeñita, pero todo esto no me ha ayudado a encontrar a la puta reina y eso.

- Apostaría a que, en estos momentos, el pobre está lamentando no haber tomado aquellas clases de vuelo. Pero contemple el paisaje, hágame el favor. Cadenas de colinas, bosques, arroyos que emulan venas de mercurio… Una belleza extraordinaria que deja sin respiración. Aun con máquina de respiración asistida, me temo. No, pero usted tampoco lo requeriría, supongo; no existen excesivas posibilidades de que usted sufra de una falta de oxígeno. Imagino que posiblemente le basten un par de moléculas diarias. Dios mío, mírese; convertirse en un vegetal supondría un ascenso en su caso.

»No obstante, debo ser justo y admitir que se ha deshecho de los ofensivos carnívoros con una notable tranquilidad. Casi han logrado intimidarme, pero usted los ha abordado calmosamente, ¿no es así? Sí; tiene agallas, amigo. Es una lástima que se encuentren donde debería hallarse su cerebro, pero, como creo haber dicho anteriormente, no se puede tener todo. Personalmente, no pensaba que el trono fuese tan importante. No parece existir enlace alguno entre este piso y el superior, pero debe de haberlo en algún lugar. Si yo fuera monarca, querría un paso rápido y accesible, por si las cosas se torcieran en el salón del trono. Curiosamente, no es frecuente encontrarse ante una línea de unión entre un trono y su estrado. Pero este no es el tipo de detalle que esperaría que usted apreciase, amigo sin cerebro.

Un día este puto bicho se la va a ganar, todo el día hablando y hablando en mi oreja y eso. Me lo quitaría de encima, pero no sé cómo hacerlo. Ni puta idea. Me siento en la silla grande esta, el trono, la trona, o como coño se llame, y cuando me siento resulta que esto empieza a subir, y el maldito familiar sigue dale que te pego en mi oreja.

Y lo mejor de todo es que este es Jimmy, ya lo verás.

- Vaya, menuda sorpresa. Un ascensor poco convencional, ¿no es así? Planta setenta y nueve: lencería femenina, ropa de cama y accesorios.

Vaya sitio más raro, es para alucinar. Una sala enorme con camas pequeñas y sofás y eso, y mujeres encima, pero las mujeres no están enteras, les faltan trozos.

Están todas tumbadas en las camas pequeñas y huele a perfume por todas partes y un tío raro y gordo llega todo brillante de aceite y con una voz de pito como las mujeres. Se frotaba las manos y cantaba con una voz fuerte y lloraba como una nena y tenía la cara llena de lágrimas y eso, así que me quedé sentado un rato y luego fui a dar una vuelta por ese sitio tan raro con el gordo persiguiéndome y el familiar clavado en el hombro.

Las mujeres todas estaban vivas pero les habían cortado trozos, ninguna tenía brazos o piernas, solo los cuerpos y las cabezas. Parecía como si hubieran estado en una batalla y eso, pero no tenían cicatrices en la cara o en el cuerpo, algún cabrón les había hecho eso. Pero estaban buenas, tenían las tetas grandes y buenos cuerpos y caras bonitas. Estaban atadas con correas y algunas también lloraban.

Joder, hay tíos que tienen gustos muy, pero que muy raros, sobre todo si esto es para la reina, pero los brujos y las brujas también son muy retorcidos y eso. Aunque el gordo no me seguía a mí porque creo que se estaba tirando a las tías esas, pero yo ya me estaba hartando y me lo cargué y luego encontré a unos bichos raros como mi familiar detrás de una cortina que iban vestidos con una ropa muy rara y eso.

No sé cómo no los he visto antes, pero se me acercan y empiezan a agacharse y a tocar con las manos una antorcha y se ponen a gritar. Les pregunto dónde está la reina y el maldito oro pero empiezan a hablar raro y eso, y no entiendo una mierda. Pero yo sé de uno que sí que lo entiende.

- Qué felicidad la del hombre indocto. Estoico aun cuando es vencido. El amigo de ustedes, me refiero al individuo obeso, colisionó con la espada de mi acompañante muscular hará unos instantes, un corte desafortunado, más aún si cabe que su lesión original. Creo que la paciencia de mi adjunto está mermando de forma considerable, y ya en circunstancias óptimas es mínima, con lo que, si no desean terminar como el susodicho gordinflón (bien cuando estaba vivo, bien como se encuentra en estos momentos), yo, en su lugar, cooperaría. Dicho lo cual, ¿cómo podemos encontrar a la reina? Ah, Molochius, sí, tú siempre fuiste el hablador, ¿no es cierto? Sí, por supuesto que quedarás libre. Tienes mi palabra. Aja, ya veo. El espejo. Solo plástico, imagino. Escasamente original, pero efectivo.

Corro el espejo de detrás de los bichos raros y salen unas escaleras que suben y eso. Cojonudo.

- Fantástico, descerebrado, ahora déjese llevar por su instinto natural y veamos adónde nos dirigimos.

Me cargué también a los tíos raros esos. Solo eran huesos y piel porque la espada casi no se manchó de sangre. Mejor, porque ya me estaba cansando y me dolía el brazo de tanto matar gente y eso. La reina estaba arriba de la torre en una habitación abierta y pequeña y muy alta, acojonaba un poco por la altura y eso. Pero, bueno, la reina estaba allí vestida con un vestido como de novia, pero negro, y una bola en la mano y me miraba como si yo diera asco o así. No está muy buena, pero no es tan vieja como me creía, te la podrías hacer a oscuras y todo. No sabía lo que tenía que hacer y sus ojos eran como raros, no podía dejar de mirarle los ojos y sabía que me estaba haciendo algo de magia y eso pero no podía moverme ni abrir la boca. Hasta el familiar se quedó callado un rato y todo, y luego dijo: «Mi pobre señora. Esperaba una lucha algo mejor. Esperad un momento, que debo cruzar unas palabras con mi amigo».

- ¿Se sabe aquel del hombre que entra en un bar, con un cerdo en los brazos, ornado con una cinta roja de regalo, y el camarero le pregunta «¿de dónde lo ha sacado?», y el cerdo responde…?

«Él no importa», le dice la reina… ¡al puto familiar! Y yo que no puedo mover un maldito músculo y eso. Será zorra, lo que me ha hecho… «¿Cómo has salido?», pregunta.

- El viejo Xeronisus fue algo estúpido. Contrató a este bruto y luego intentó no pagarle. Este idiota ha sido astuto. Siempre afirmé que los viejos fraudes se sobrevaloraban. Imagino que olvidó en qué caja me había guardado y me clavó en el hombro de este memo pensando que yo era uno de esos familiares baratos con una garantía de dos días y la perspicacia de un juanete.

- ¡Idiota! -le dice la reina-. No sé por qué te confié a él en primer lugar.

- Uno más entre vuestros muchos errores, querida.

¡Ya le daré yo errores cuando pueda volver a mover el brazo de la espada! ¡Los dos cabrones hablando como si yo no estuviera aquí!

- Entonces, vienes a reclamar tu lugar legítimo, ¿no es así? -dice la reina.

- Efectivamente. Y en el nanosegundo preciso, por lo que puedo apreciar; parece que las cosas se han descontrolado un poco bajo vuestro mando.

- Bueno, tú me enseñaste todo lo que sé.

- Sí, querida, pero afortunadamente, no os enseñé todo lo que yo sé.

(Y yo pienso: joder, venga, esto está fatal, vamos a hacer algo ya de una puta vez).

- ¿Qué es lo que piensas hacer? -dice la reina con una voz que parecía que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.

- Deshacerme de esta reserva de animales escaleras abajo, en primer lugar. ¿Y vos?

- Ya sabes cómo me gano el sustento. Las damas los excitan y luego yo… los ordeño.

- Podríais haber elegido sementales más jóvenes.

- Ninguno tiene más de veinte años, en realidad. Lo que ocurre es que el proceso los deja secos.

- Y la espada de mi amigo todavía más.

- Bueno, no se puede tener todo -dice la reina, y parece un poco triste y se seca una lágrima de la cara y eso, y yo sigo ahí como un pasmarote sin poder moverme y pensando pobre tía y ¿qué coño pasa aquí?, cuando de repente la tía se levanta de la silla y viene hacia mí como un murciélago y eso, con la bola apuntando directa al familiar.

Casi me cago del susto, pero el familiar salió de mi hombro y fue directo a la cara de la reina y la pegó fuerte y la sentó otra vez en la silla y eso. El bicho no se despegaba de su cara y se le cayó la bola y probó a intentar despegarlo, chillando, arañándolo y dándole leches y eso.

Menuda suerte que tuve. Por fin el bicho se había quitado de mi hombro. Los miré mientras peleaban y luego quería cogerla bola de la reina, pero quemaba un huevo, así que me fui hacia las escaleras y de repente una explosión de la hostia me echó para atrás y lo dejó todo hecho polvo. Joder, menos mal que no me había dado ningún golpe con nada, pero ahora las escaleras ya no estaban y todo se había quedado al aire libre y eso, como si todo hubiera desaparecido, y ni rastro de la reina y del familiar. Cabrones.

No encontré el maldito oro. Me tiré a las mujeres aquellas y me largué. Menuda pérdida de tiempo, pero por lo menos me quité al puto familiar de encima y eso, pero no he vuelto a tener tanta suerte y a veces echo en falta al tonto ese, pero da igual. Soy un puto caballero de la espada.

No, no, no, no, era mucho peor que todo aquello (el futuro, el presente, el despertar frente a la pálida luz gris que atraviesa las cortinas, con los ojos legañosos, un nauseabundo sabor de boca y un terrible dolor de cabeza). Yo estaba allí. Aquel era yo, y deseaba a aquellas mujeres mutiladas. Me excitaban y las violé. Para el bárbaro, eso no significaba nada, menos que una mancha de sangre en su espada, pero yo ansiaba poseerlas y las hice mías. Me ahogo en mi propia repugnancia. Dios mío, es preferible la ausencia de deseo que la excitación provocada por la mutilación, el desamparo y la violación.

Salgo a trompicones de la cama, tengo una jaqueca horrible y me mareo. Un sudor frío emana de mi piel como aceite sucio y me duelen todos los huesos. Descorro las cortinas.

Hay muchas nubes bajas. El puente (en este nivel) está envuelto en una inmensa masa gris.

Dentro, enciendo todas las luces, el fuego y el televisor. El hombre postrado en la cama de hospital está rodeado de enfermeras. Su pálido rostro no demuestra sensación alguna, pero yo sé que siente dolor. Oigo mi propio lamento y desconecto el aparato. El dolor de mi pecho viene y va a un ritmo regular, con insistencia, sin descanso.

Voy dando tumbos, como un borracho, hasta el cuarto de baño. Aquí, todo es blanco y matemático, sin ventanas que muestren la niebla húmeda que hay en el exterior. Puedo cerrar la puerta, encender más luces y rodearme de reflejos precisos y superficies duras. Abro el grifo de la bañera y me quedo mirando mi imagen en el espejo durante un buen rato. Al cabo de un momento, es como si todo se volviese oscuro de nuevo, como si el mundo a mi alrededor se desvaneciese. Los ojos, según recuerdo, solo ven mediante el movimiento; unas vibraciones minúsculas los agitan de forma que la imagen apreciada cobra vida; si se paralizan los músculos oculares, o se fija algo a la córnea de forma que el objeto fijado se desplace con el ojo, la visión desaparece…

Sé que sé todo eso. Lo aprendí una vez, en algún lugar, pero no sé dónde ni cuándo. Mi memoria es un páramo inundado y yo me encuentro en un acantilado estrecho, mirando lo que en otros tiempos era un paisaje de llanuras fértiles y valles escarpados. Ahora solo se aprecia la superficie uniforme del agua, y algunas islas que fueron montañas; recortes producidos por la tectónica insondable de la mente.

Me despierto de mi pequeño trance para descubrir que mi imagen ha desaparecido; el agua corriente es muy caliente y el vapor que se arremolina frente al espejo se ha condensado en su fría superficie, enmascarándola, cubriéndola, borrándome de ella.

Vestido y aseado de forma impecable, bien desayunado y habiendo comprobado -casi con sorpresa- que la consulta del doctor sigue donde ayer y que mi cita no ha sido cancelada ni aplazada («Buenos días, señor Orr, qué alegría verlo. Por supuesto que el doctor se encuentra aquí. ¿Desea una taza de té?»), me siento en el despacho del médico, preparado para las preguntas de mi mentor.

Mientras desayunaba, he decidido que mentiré sobre mis sueños. Después de todo, si he podido inventarme los dos primeros, puedo hacer lo mismo con los sucesivos. Diré al doctor que esta noche no he soñado, e improvisaré el presunto sueño del día anterior. Ni que decir tiene que de ningún modo le explicaré lo que he soñado en realidad. Una cosa es el análisis y otra, muy distinta, la vergüenza.

El doctor, vestido con su atuendo gris habitual, y con esquirlas de hielo en la mirada, me observa expectante.

- Bien -empiezo con un tono como de disculpa-, tengo tres sueños. O un sueño con tres partes.

- Ajá. Bien, adelante -responde el doctor asintiendo y anotando algo en su bloc.

- El primero es muy breve. Me encuentro en una mansión grande y lujosa, mirando una pared negra del final de un pasillo oscuro. Todo el entorno es monocromo. De un lateral sale un hombre; anda lentamente y con pasos pesados. Es calvo y sus mejillas están sonrosadas. No oigo ningún sonido. Camina de izquierda a derecha, pero cuando pasa por el punto que yo estoy mirando, me percato de que la pared más lejana en realidad es un espejo enorme, y de que su imagen se repite una y otra vez gracias a otro espejo que debe estar frente al primero, por detrás de mí. Así, puedo ver a todos esos hombres gruesos en una gran fila, caminando con un compás perfecto, más que digno de cualquier formación de soldados… -Miro al doctor a los ojos. Tomo aliento-. Lo más curioso -prosigo- es que el reflejo más cercano al hombre, el primero, no mimetiza sus movimientos; durante un segundo, solo un instante, se vuelve y lo mira, sin perder el paso, moviendo únicamente los brazos, llevándoselos a la cabeza de esta forma -muestro la pose al doctor- y extendiéndolos, para llevarlos inmediatamente a la posición normal. El hombre auténtico, el original, no se da cuenta de nada de lo que ha sucedido. Y… bueno, eso es todo.

El doctor frunce los labios y chasquea sus gruesos dedos.

- ¿También se identificó con el hombre del mar en algún momento? Igual que se sintió como el hombre que observaba desde la orilla, ¿en algún punto tuvo la sensación de ser el otro? Después de todo, ¿cuál de ellos era más real? El hombre de la playa parece haber desaparecido en un momento concreto; el hombre del látigo con cadenas dejó de verlo. En fin; no responda ahora, piense en ello, y en que el hombre que era usted no tenía sombra. Continúe, por favor. ¿Cuál es su siguiente sueño?

Miro al doctor Joyce con la boca abierta. No doy crédito.

¿Qué es lo que acaba de decir? ¿He oído lo que creo haber oído? ¿Qué es lo que le he contado? Dios mío, esto es todavía peor que lo de anoche. Estoy soñando y usted forma parte de mi sueño.

- ¿Cómo…? Perdone, ¿qué…? ¿C-c-cómo ha podido…?

- ¿Discúlpeme? -el doctor parece atónito.

- Lo que acaba de decir… -balbuceo.

- Lo siento -apunta el doctor Joyce mientras se quita la gafas-, pero no sé a qué se refiere. Lo único que he dicho ha sido «continúe, por favor».

Dios mío, ¿acaso aún estoy dormido? No, no, definitivamente no. Resulta impensable pretender que esto sea un sueño. Vamos, adelante, seguro que se trata de un desfase temporal; todavía tengo algo de fiebre, eso es todo. Seguro que es eso. Tengo la mente algo obnubilada, pero no debo permitir que eso me inquiete. El espectáculo debe continuar.

- Sí, sí. Lo siento muchísimo. Es que hoy no estoy muy concentrado. He dormido mal esta noche; posiblemente por eso no he tenido ningún sueño -afirmo y sonrío intentando aparentar normalidad.

- Por supuesto -responde el doctor, poniéndose de nuevo las gafas-. ¿Se siente bien para continuar?

- Sí, sí, claro.

- De acuerdo. -El doctor sonríe con un toque de artificialidad, como un hombre probándose una corbata chillona que sabe que no le sienta bien-. Por favor, prosiga cuando esté listo.

No tengo elección. Ya le he dicho que eran tres sueños.

- En mi siguiente sueño, también en monocromo, estoy observando a una pareja en un jardín, tal vez un laberinto. Están sentados en un banco, besándose. Detrás de ellos hay un seto, y una estatua de… bueno, una estatua, una escultura sobre un pedestal cercano. La mujer es joven, atractiva, y el hombre -que lleva un traje elegante- es mayor que ella y tiene un aire distinguido. Se abrazan apasionadamente.

He evitado mirar al doctor a los ojos; recuperar el temple y enfrentarme a su mirada requiere una considerable dosis de voluntad.

- Entonces, aparece un sirviente -continúo-, un mayordomo o un lacayo, que dice algo así como «su excelentísima, llaman de la Embajada», mientras el hombre mayor distinguido y la joven miran a su alrededor. La mujer se levanta del banco, se alisa el vestido y dice algo así como «maldita sea. El deber me llama. Lo siento, cariño», y se marcha tras el sirviente. El hombre mayor, frustrado, se acerca a la estatua, se queda mirando uno de los pies de mármol de la figura y saca un martillo enorme que estrella contra el dedo gordo de la escultura.

El doctor Joyce asiente, toma algunos apuntes y dice: -Me interesaría saber qué cree que significa el dialecto. Pero, siga, siga.

Trago saliva. En mis oídos, resuena un extraño zumbido.

- El último sueño, o la tercera parte del sueño, tiene lugar durante el día, en las escarpas que dan a un río en un hermoso valle. Un niño está sentado comiendo un trozo de pan, junto a otros niños y una bella profesora… Están todos comiendo, creo, y detrás tienen una cueva… No, no hay ninguna cueva… Bueno, el niño tiene un bocadillo en la mano y yo lo estoy mirando de cerca. De pronto, aparece una gran salpicadura roja en el sándwich, y luego otra. El niño mira hacia arriba, perplejo, para ver una mano en el saliente de la escarpa, sosteniendo una botella de salsa de tomate que va vertiendo sobre el pan del niño. Es todo.

¿Y ahora qué?

- Mmm… -empieza el doctor-. ¿Fue un sueño húmedo?

Lo miro de nuevo. La pregunta es suficientemente reveladora y, por descontado, todo lo que se dice aquí es completamente confidencial. Me aclaro la garganta antes de responder:

- No. No lo fue.

- Ya veo -prosigue el doctor, que se toma un rato para anotar media página de impecables notas microscópicas. Me tiemblan las manos. Estoy sudando.

- Bien -dice el doctor-, parece que hemos llegado a un… fulcro, ¿no cree?

¿Un fulcro? ¿Qué querrá decir?

- No sé de qué está hablando -respondo.

- Tenemos que pasar a otra fase del tratamiento -aclara el doctor Joyce. No me gusta cómo suenan sus palabras.

El doctor suspira de una forma profesionalmente calculada.

- Aunque pienso que podríamos tener una… una buena cantidad de material -vuelve atrás en el bloc y consulta algunos apuntes-, no creo que vayamos a acercarnos al núcleo del problema. Estamos dando vueltas en círculo a su alrededor, eso es todo. ¿Sabe?, si pensamos en la mente humana como en un castillo…

Vaya, mi doctor cree en las metáforas.

- … lo único que ha hecho en las últimas sesiones ha sido llevarme en una visita guiada alrededor del mismo. Atención, no estoy diciendo que intente decepcionarme de forma deliberada, estoy seguro de que quiere ayudarse a sí mismo tanto como yo quiero ayudarlo a usted, y posiblemente usted piense que estamos avanzando, pero, según mi experiencia, puedo asegurarle que no vamos a ninguna parte, John.

- Ah. -No se puede sacar más jugo de la comparación con el castillo-. Y ahora, ¿qué? Siento mucho no haber…

- Oh, no tiene que disculparse por nada, John -asegura el doctor Joyce-, pero pienso que necesitamos utilizar una técnica nueva con su caso.

- ¿Qué nueva técnica?

- La hipnosis -revela el doctor con una sonrisa entre triunfal y condescendiente-. Es la única forma de adentrarnos en el castillo. Pero no se preocupe, que no será difícil, lo hará usted muy bien -añade al ver mi expresión sombría.

- ¿En serio? -pregunto, algo incrédulo-, bueno…

- Es posible que sea la única forma de avanzar -asiente el doctor. ¿La única forma de avanzar? Y yo que pensaba que de lo que se trataba era de retroceder…

- ¿Está seguro? -Tengo que pensarlo. ¿Hasta dónde quiere llegar el doctor Joyce? ¿Qué es lo que espera de mí?

- Segurísimo -contesta el doctor-. Completamente seguro.

¡Menudo énfasis!

Jugueteo nervioso con mi brazalete. Voy a tener que pedirle que me deje un tiempo para pensarlo.

- Pero tal vez necesite pensarlo un poco -se adelanta el doctor Joyce, sin conseguir aliviarme-. Además, tengo una reunión en media hora -añade mientras consulta su reloj de bolsillo-, y me gustaría programar su visita sin restricciones, con lo que tal vez ahora no es el momento adecuado. -Empieza a recoger, guarda el bloc en el cajón de su escritorio y comprueba que su lápiz plateado está convenientemente introducido en su bolsillo. Se quita las gafas y las limpia con un pañuelo-. Usted tiene unos sueños excepcionalmente intensos y… coherentes. Una notoria fertilidad mental.

¿Me lo parece a mí, o le brillan los ojos?

- Eso es muy amable, viniendo de usted, doctor -le digo.

El doctor se toma uno o dos segundos para digerir lo que he dicho y luego esboza una sonrisa. Me dispongo a marcharme, comentando con el médico lo molesta que resulta la niebla. Me someto a la ceremonia inane e impecable de ofrecimiento de té o café por parte del recepcionista, ya que al menos no me provocará efectos psicológicos nocivos.

Cuando salgo, me encuentro con el señor Berkeley y su policía. El aliento le huele a bolas de naftalina. Supongo que en este caso cree ser una cómoda o una cajonera.

Camino por Keithing Road, a través de la nube de niebla que nos ha inundado. Las calles se han transformado en túneles entre la bruma; las luces de las tiendas y las cafeterías emiten un resplandor borroso sobre la gente que surge de la niebla como pálidos fantasmas.

Tras de mí, se oye el sonido de los trenes. Cada cierto tiempo, una nube gruesa de humo ferroviario se eleva de la plataforma, como un coágulo de niebla. Los trenes aúllan como almas perdidas, con un llanto angustioso que la mente no puede evitar interpretar a su manera; tal vez los silbatos fueron diseñados con el propósito de inspirar acordes animales. Desde el agua, ahora invisible, a cientos de metros hacia abajo, se oyen las sirenas de los barcos en coros aún más lastimeros, como si cualquier sitio en donde sonasen fuese el escenario de un naufragio terrible y llorasen por los navegantes ahogados en el desastre.

Uno de esos taxis propulsados por muchachos aparece con furia de entre la niebla y advierte de su llegada mediante las bocinas de los zapatos del conductor. Transporta a una mujer joven. Me vuelvo instintivamente a mirarla y veo un rostro blanco con una melena negra dentro del vehículo, ataviada con ropas igualmente oscuras. Pasa por delante de mí a toda velocidad (y juraría que me devuelve la mirada) y me deja una tenue luz roja que se abre paso entre la niebla desde la parte trasera del taxi. Entonces, se oye un grito -al tiempo que la pálida luz se desvanece y desaparece- y el sonido de las agudas bocinas de los talones se ralentiza hasta detenerse por completo. Camino en la dirección del vehículo hasta alcanzarlo. El rostro blanco, brillante entre la niebla, dirige la mirada hacia mí a través del palio.

- ¡Señor Orr!

- Señorita Arrol.

- ¡Qué sorpresa! Parece que vamos en la misma dirección.

- Y con prisa -añado. Me quedo de pie junto al vehículo de dos ruedas. El conductor me mira, jadeante, con gotas de transpiración rodando por su piel. Tengo a una sonrojada Abberlaine Arrol en primer plano. Siento un extraño placer al ver que sus arruguitas siguen bajo sus ojos; tal vez sean permanentes, o quizá haya pasado otra noche loca por ahí. Puede que en estos momentos se dirija a su casa…, pero no; la gente tiene un aspecto por la mañana y otro por la noche, y la hija del ingeniero Arrol rezuma frescura por todos los poros de su piel.

- ¿Quiere que lo acerque a algún sitio?

- Muy agradecido… y encantado de verla -le digo mientras ejecuto una versión abreviada de una de sus exageradas reverencias. Se echa a reír, con una risa profunda y algo masculina. El chico que conduce el taxi nos observa con fastidio y mira su reloj con ademán ostentoso.

- Es usted muy amable, señor Orr -dice la señorita Arrol, asintiendo-. Suba al taxi, por favor.

- Encantado -acepto, desarmado. Me subo al vehículo. La señorita Arrol, ataviada con unas botas, una falda pantalón y una chaqueta oscura, me hace sitio en el asiento. El conductor hace sonar un bocinazo y empieza a hablar y a gesticular efusivamente. Abberlaine Arrol le responde en su idioma, con ademanes conciliadores. El chico suelta el manillar con otro bocinazo y se dirige a un café al otro lado de la calle.

- Ha ido a buscar a otro chico -aclara la señorita Arrol-. Lo necesitará para mantener la misma velocidad con dos pasajeros.

- ¿Es seguro este transporte cuando hay tanta niebla? -Puedo sentir cómo se filtra por mi abrigo el calor del banco acolchado antes ocupado por ella.

- Claro que no -afirma Abberlaine Arrol. Sus ojos, más verdes que grises bajo esta luz, se entornan, lo mismo que su boca-. Forma parte de la diversión.

El chico regresa con un compañero, sujetan un asa del manillar cada uno y, con una sacudida, emprendemos la marcha entre la niebla.

- ¿Estaba dando un paseo, señor Orr?

- No. Vuelvo de una visita con el doctor.

- ¿Cómo van sus progresos?

- Son algo irregulares -confieso-. Ahora mi médico quiere someterme a hipnosis. Lo cierto es que estoy empezando a cuestionar la utilidad de mi tratamiento, si es que se lo puede llamar así.

La señorita Arrol me mira los labios mientras hablo; un gesto entrañable, pero curiosamente inquietante. Esboza una gran sonrisa y mira hacia delante, a los dos jóvenes conductores abriéndose paso entre la niebla, dispersando a los transeúntes a un lado y al otro.

- Tiene que tener fe, señor Orr -asegura.

- Mmm… -murmuro mientras también observo nuestro precipitado avance a través de la nube gris-. Creo que debería optar por llevar a cabo mis propias investigaciones.

- ¿Sus propias investigaciones, señor Orr?

- Efectivamente. Supongo que nunca ha oído hablar de la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, ¿me equivoco?

- No. Lo siento -niega con la cabeza.

Los conductores profieren un grito. Por apenas un palmo, esquivamos a un anciano que se encuentra en medio de la calle. Con la sacudida del vehículo, mi cuerpo se precipita sobre el de la señorita Arrol.

- La mayoría de personas a las que he preguntado no la conoce. Y quienes han oído hablar de ella, no saben dónde está.

La señorita Arrol se encoge de hombros, sin dejar de mirar entre la niebla con los ojos entornados.

- Esas cosas pasan -añade con cierta solemnidad. Me mira de nuevo-. ¿Es ese el límite de sus investigaciones, señor Orr?

- No. Me gustaría saber más sobre el Reino y la Ciudad, sobre lo que hay más allá del puente. -Observo su rostro, esperando alguna reacción por su parte, pero ella parece muy concentrada en la niebla y en la calle por la que circulamos-. Pero, posiblemente, eso me obligaría a viajar -prosigo- y sufro bastantes restricciones a ese efecto.

- Bueno. -Se vuelve hacia mí, arqueando las cejas-. Yo he viajado bastante. Tal vez…

- ¡Abran paso! -grita uno de los chicos que conducen el taxi. La señorita Arrol y yo miramos al frente a la vez, y vemos un palanquín justo delante, aparcado en pleno centro de la plataforma de la calle que transitamos. Dos hombres sostienen una de sus varas rotas y se lanzan a un lado de la calle mientras nuestros chicos intentan frenar, pero ya estamos demasiado cerca. Ellos esquivan el palanquín y el vehículo empieza a inclinarse. La señorita Arrol me protege con un brazo en el pecho y yo miro al frente como un estúpido, mientras nuestro taxi derrapa, vibra, chirría y vuelca junto al palanquín. Su cuerpo sale despedido contra el mío y el lateral del techo del taxi me golpea en la cabeza. La niebla se espesa durante un momento, y luego todo se desvanece.

- ¿Señor Orr? ¿Señor Orr?

Abro los ojos. Estoy tumbado en el suelo. Todo es gris y extraño, y una multitud se agolpa a mi alrededor y no deja de mirarme. Una joven de pelo largo y oscuro, de pálido rostro y ojos caídos, está de pie junto a mí.

- Señor Orr…

Oigo el sonido de unas naves aéreas. Oigo el zumbido de los aviones que sobrevuelan la bruma marítima. Inmóvil, escucho (intentando determinar sin éxito) hacia qué dirección vuelan (me siento frustrado, así que debe de tratarse de algo importante).

- ¿Señor Orr?

El ruido de los motores se desvanece. Decido esperar a que las manchas débiles de sus señales de humo aparezcan entre la niebla fantasmal.

- ¿Señor Orr?

- ¿Sí? -estoy mareado, y mis oídos también emiten su propio sonido, similar al de una catarata.

La niebla es espesa y las luces tintinean como trazos de un lápiz sobre una página gris. Hay un palanquín destrozado y un taxi propulsado a pie en medio de la calle. Dos chicos jóvenes y dos hombres mantienen una discusión acalorada. La joven, que se ha arrodillado junto a mí, es bella, aunque un hilo de sangre cae bajo su nariz, y su mejilla izquierda está manchada, posiblemente por haberse frotado con el puño. Una sensación de calor, como una cálida luz roja entre la niebla, me aborda desde mi propio interior cuando me doy cuenta de que conozco a la joven mujer.

- Ay, señor Orr, cuánto lo siento, ¿se encuentra bien? -se sorbe la nariz, se limpia la sangre, y sus ojos brillan entre la confusa luz, pero no parecen lágrimas. Su nombre es Abberlaine Arrol, ahora lo recuerdo. Pensaba que había más personas agrupadas junto a mí, pero no hay nadie. Solamente ella. Entre la niebla, veo cómo la gente mira con curiosidad los vehículos accidentados.

- Estoy bien. Perfectamente -respondo mientras me incorporo para sentarme.

- ¿Está seguro? -La señorita Arrol se agacha frente a mí. Asiento, mientras me palpo una sien dolorida. Parece que tengo un golpe, pero no sangro.

- Sí, estoy seguro -afirmo. En realidad, siento que todo lo que me rodea se encuentra algo distante, pero ya no estoy mareado. Incluso tengo el aplomo mental para buscar mi pañuelo en el bolsillo y ofrecérselo a la señorita Arrol. Lo acepta y se limpia la sangre de la nariz.

- Gracias, señor Orr -dice. Los cuatro conductores de los dos vehículos se están gritando e insultando. Otras personas se añaden a la comitiva. A duras penas, me levanto como puedo, ayudado por la chica.

- En serio, estoy bien -aseguro. El zumbido de mis oídos se desvanece gradualmente.

Caminamos hacia donde se encuentran los dos vehículos accidentados. Ella me mira y me dice a través del pañuelo:

- Supongo que el golpe en la cabeza no le ha hecho recuperar la memoria, ¿verdad? -Su voz suena nasal, como si estuviera resfriada. Su mirada tiene un aire malicioso. Mientras la señorita Arrol rescata un pequeño maletín de piel del interior de nuestro vehículo y limpia los restos de polvo, niego con la cabeza.

- No -respondo, tras pensar durante unos segundos (no debería haberme sorprendido en absoluto descubrir que aún recordaba menos que antes)-. ¿Y usted cómo está? Su nariz…

- Sangra con relativa facilidad -contesta-. No la tengo rota. En todo caso, tendré algunas magulladuras. -Empieza a toser y a emitir unos extraños sonidos y me doy cuenta de que, en realidad, se está riendo. Niega violentamente con la cabeza-. Lo siento, señor Orr. Ha sido todo culpa mía. Es mi pasión por la velocidad. -Me muestra el maletín-. Mi padre, que está en la próxima sección, necesita estos planos y me pareció una buena excusa. Hubiera llegado antes en tren, pero… Mire, debo marcharme urgentemente. Si está seguro de encontrarse bien, tomaré un ascensor y un tren desde aquí. Usted debería sentarse. Aquí arriba hay un bar, le invitaré a un café.

Intento protestar, pero mi vulnerabilidad me vence y me dirijo, escoltado, hasta el bar. Fuera, la señorita Arrol discute acaloradamente con los conductores de ambos vehículos durante un minuto más o menos, y seguidamente detiene otro taxi. Cruza unas palabras con el chico que lo conduce y después vuelve conmigo al bar, donde ya estoy disfrutando de mi café.

- Solucionado. Ya tengo otro taxi -me dice con la respiración entrecortada-. Debo irme -separa el pañuelo manchado de su nariz, lo mira, sorbe experimentalmente y lo guarda en su bolsillo-. Se lo devolveré. ¿Está seguro de que se encuentra bien?

- Sí.

- Bien. Adiós. De verdad que lo siento. Cuídese. -Se aleja, saludando con la mano. Una vez fuera, chasquea los dedos para avisar al chico del taxi, hace otro aspaviento, y se aleja entre la niebla.

El camarero se acerca para volver a llenarme la taza de café.

- Esta juventud… -dice, sonriendo y negando con la cabeza. Ni que me hubieran declarado ciudadano honorífico por veteranía… (aunque, viendo mi imagen en un espejo del bar, se entiende). Estoy a punto de responder cuando las bocinas estridentes de un taxi propulsado por un chico nos obligan a mirar al exterior. El nuevo vehículo de la señorita Arrol reaparece, derrapa y se detiene justo frente a la puerta del bar. Ella asoma la cabeza.

- ¡Señor Orr! -exclama. Le hago un gesto con el brazo mientras observo la cara de circunstancias de su nuevo chófer. Los dos anteriores, así como los portadores del palanquín, la miran sin dar crédito-. ¡Debemos hablar sobre mis viajes! Seguiremos en contacto, ¿de acuerdo?

Asiento con la cabeza. Parece satisfecha. Esconde de nuevo la cabeza en el taxi y chasquea los dedos. Tras una sacudida, el vehículo se aleja definitivamente. El camarero y yo nos miramos.

- Dios debió de estornudar al darle la vida -comenta. Asiento y tomo un sorbo de café, para mostrar que no me apetece entablar conversación. El hombre se marcha a fregar vasos.

Estudio el pálido rostro del espejo, por encima de una fila de vasos y por debajo de otra de botellas. ¿Debo someterme a hipnosis? Creo que ya estoy hipnotizado.

Me recupero durante un rato más en el bar. Los conductores de los vehículos siniestrados se marchan por fin, arrastrando lo que queda de sus automóviles. La niebla se torna aún más espesa, si cabe. Me marcho del bar y tomo un ascensor, un tren y otro ascensor hasta casa. En la puerta, hay un paquete esperándome.

El ingeniero Bouch me ha devuelto el sombrero, junto con una nota con disculpas tan variadas como poco originales, y con mi nombre mal escrito: «Or».

El sombrero está como nuevo. Se nota que ha sido limpiado y arreglado por unas manos expertas; cuando lo llevé al Dissy Pitton's no olía tan bien ni gozaba de aspecto tan impecable. Lo saco afuera y lo lanzo desde el balcón. Desaparece entre la niebla siguiendo una curva descendente, rápido y silencioso, como si se hubiera embarcado en una importante misión en las aguas grises del profundo mar invisible.