ONCE
Slatan sale al porche del hotel en busca de aire fresco. Dos ventanales lo protegen del frío bajo cero. Sin embargo, abrigado tan solo con una camisa de franela, pequeñas rachas de viento ártico se cuelan por las junturas de la ventana y le hacen estremecerse. Algo a sus espaldas, en la recepción, huele a moridero. A matadero suspendido por inclemencia meteorológica. Horas antes ha escondido el chaleco de explosivos debajo del colchón. La muerte hiberna paciente en la habitación 457.
Ahora, plantado delante del paisaje monocromático, lo ve claro: lo mejor para su misión suicida es no relacionarse con ningún pasajero. No quiere ver sus caras, conocer sus nombres ni estrechar sus manos. No soporta que le guarden cruasanes para el desayuno ni que le den los buenos días por el pasillo. Evitará conocer las pequeñas historias del centenar de pasajeros que aguardan impacientes la reanudación del viaje de muerte y sacrificio por Karadjistán.
Solo debe resolver una pregunta:
¿Morir ahora o esperar?
Tarde o temprano la tormenta remitirá y todos los pasajeros del vuelo 4583 destino Nueva York volverán a embarcar en el avión. ¿Debe aguardar e inmolarse en el avión con el riesgo que ello conlleva de pasar los controles de seguridad del aeropuerto? ¿O debe hacerse explotar en el mismo hotel? Necesita contactar con los Mártires de Instalood y preguntarles. Su vida no le pertenece, su corazón no le pertenece, su cerebro no le pertenece y como un trozo de carne muerta expuesta al sol, necesita que alguien le diga en qué momento debe comenzar a pudrirse y llenarse de moscas y gusanos.
Mira al frente. A cincuenta metros, en la linde del bosque, se distingue la figura de la novia que lee a Henning Mankell, que camina con dificultad entre la nieve. A cada paso, sus piernas se entierran bajo medio metro de nieve. Su expresión denota enojo y frustración. Avanza oculta bajo un plumas oscuro. El mismo color que ahora tiñe su estado de ánimo después de que el viaje de novios que con tanto mimo había diseñado se haya arruinado.
De pronto, recibe un bolazo de nieve en la espalda. El novio que lee a Stephen King va detrás de ella. Sonríe feliz. Como un chiquillo. En cualquier parte del mundo hay gente feliz. Probablemente en Auschwitz también había gente feliz. Y en las plantas de oncología. Y detrás de un hijo con síndrome de Down. Gente feliz que habita el mundo y lo hace un poco mejor. Probablemente el novio es así y no le importa estar en Hawái o tirado en un hotel de tercera. Le da igual porque es feliz.
Ella se da la vuelta y lo mira seria, casi enfadada. El novio responde a la hostilidad con una sonrisa. Tarda un segundo en darse cuenta de que su recién estrenada mujer no está para bromas ni batallas a bolazos. La luna de miel a quince grados bajo cero ha congelado las instantáneas sonrientes que se hicieron hace menos de cuarenta y ocho horas vestidos de boda y con un trozo de pastel en la boca.
De pronto, un sonido mate, a sus espaldas, devuelve a Slatan a la realidad del hotel Limbads. Se trata del llamador que usa mamá July para que Alex, su hijo sordo, la oiga. Slatan ignora el sonido y concentra su mirada en el ventanal exterior donde la nieve sigue decolorando las hayas y los abetos. La madre, con el bebé en brazos, se acerca preocupada.
—Perdone…, ¿ha visto a mis hijos? Alex y Oliver…, los dejé en el comedor hace un minuto y ya no están, ¿los ha visto pasar?
En la hoja de ruta que le entregaron en el hotel Emperator cuando le adosaron doscientos cincuenta gramos de amonal en el pecho pone claramente cómo actuar en estos casos: no hablar con nadie, no relacionarse, no interesarse por sus vidas y sus problemas. Slatan, sin mirarla, niega con la cabeza. La madre escruta el exterior del hotel, preocupada.
—Siempre igual, me doy la vuelta y salen corriendo…, no puedo con ellos, de verdad. Después veo el programa de Supernanny en televisión, y chico, todo parece fácil. Coser y cantar. Pero que me digan cómo se hace con dos niños y un bebé colgado al pecho veinticuatro horas… —Vuelve a mirar hacia el bosque, inquieta. Tras los cristales todo está blanco y nevado—. Hace demasiado frío para que los niños estén fuera jugando, pero, claro…, ¡son niños!
Mamá July mira al bebé y duda. No tiene el don de la ubicuidad. Probablemente sus hijos estén jugando en la nieve y sabe cómo acaba el juego: antitérmicos, antibióticos y semana y media en la cama con cuarenta de fiebre. Finalmente, desesperada, le tiende el bebé a Slatan.
—¿Me podría hacer un favor…? ¿Me puede sostener al bebé un minuto? He prohibido salir del hotel a los niños, pero seguro que están jugando con la nieve… y no quiero que el bebé coja frío. ¡Tardo un minuto, se lo prometo!
Antes de que pueda reaccionar, Slatan sostiene entre los brazos a un bebé que le sonríe. Antes de que pueda reaccionar sujeta cinco kilos de carne, huesos y leche materna entre los brazos. Antes de que pueda reaccionar unos ojos infantiles color almendra lo escrutan. Y antes de que pueda reaccionar una manita infantil, con olor a primavera y potito de fruta, le repasa la barbilla, la nariz y los pómulos dejando un rastro de inocencia y baba en la mirada suicida de Slatan.
La mamá sale fuera llamando a gritos a los niños al tiempo que agita el cilindro sonoro. Slatan, convertido en piedra, sostiene al bebé como el que sostiene una ristra de chorizos. Ortopédico, incómodo, perdido. Sabe cómo cargar un subfusil de asalto, sabe desactivar una mina y esconderse de los aviones no pilotados de los rusos, pero no sabe cómo sostener a un bebé que lo mira y le sonríe.
Hace menos de treinta segundos ha enumerado su manual de supervivencia: no mezclarse con los pasajeros, no hablarles, no conocerlos. Entonces, ¿qué demonios hace con un bebé en brazos?
Desconcertado, sale detrás de la madre para devolverle el bebé, mira a ambos lados, pero no hay rastro de mamá July. Se ha debido de internar en el bosque buscando a los niños.
Fuera hace frío. Un vaho denso y culpable se escapa por la boca del karadjo. Evita mirar al bebé, que gorjea a quince centímetros de su cara. Ve un columpio en el porche. Se acerca, limpia de escarcha y nieve la superficie y deja al bebé encima. La criatura se ríe mecida por el columpio oxidado. Hace ruidos graciosos e infantiles. El frío extremo debe de ser una nueva sensación en sus escasos meses de vida. Una novedad excitante y prohibida. Cuando Slatan se da la vuelta para irse, se encuentra de bruces con Nancy. Los dos se miran varios segundos. Finalmente, Nancy habla.
—Tú… estabas al otro lado de la puerta, en el servicio, ¿no?
Silencio. Solo el lenguaje ininteligible del bebé penetra el helador mutismo del paisaje. Slatan arranca con un discurso profesional. Frío y desprovisto de valoraciones.
—Si quisiera suicidarme, me tomaría un bote de somníferos y me tumbaría en la nieve. Es una muerte sin dolor. —Nancy lo mira sin sorpresa. Triste. Se frota la muñeca vendada—. Pero si has escogido cortarte las venas, hazlo con incisiones en zigzag y en vertical, en el sentido de las venas. Así son imposibles de suturar.
El bebé, desde el columpio, acompaña la conversación con una risa eléctrica. Inocente. Nancy le mira y coge al bebé del columpio.
—… después, métete en una ducha con agua caliente. El calor acelera la hemorragia y el sueño. Morirás en pocos minutos.
Nada más. Ruido de respiraciones. Slatan se da la vuelta y se va. Nancy, sobrecogida, acerca el bebé a su cuerpo para transmitirle calor humano, vida. El contacto de la piel contra la piel. Una lágrima silenciosa cae por su mejilla. El bebé, inmerso en un mundo paralelo de olores y sensaciones, vuelve a reír. El sonido mate del cilindro y los gritos de mamá July, en la lejanía, indican que sigue buscando a los niños.
Slatan atraviesa la recepción de cuatro zancadas pasando por delante de la puerta del comedor camino de su habitación. Eugene y el anciano están subidos al pequeño escenario. Afinan un viejo piano. En realidad el anciano afina el piano mientras Eugene cuenta cómo una vez le tocó bajar un piano de un octavo piso sin ascensor.
—Era una mudanza, al final dejamos el piano en el quinto y allí sigue. En el recibidor.
Eugene, al ver pasar al karadjo, le grita.
—¡¡Slatan…!! —El terrorista se detiene—. Estamos preparando un karaoke para esta noche, para dar un poco de vidilla al retiro, ¿te apunto y te cantas un rock and roll?
Slatan ni los mira, ni les contesta. Sigue andando camino de su habitación con la firme determinación de no volver a hablar con ningún pasajero. El anciano que afina el piano mira extrañado al representante de zapatos.
—No creo que tu compañero de habitación sea de cantar en un karaoke.
—¿Que no? Ya verás cómo al final se anima y se lanza con algo. En la habitación ya va cogiendo confianza.
El anciano, sin dejar de presionar los agudos del piano, niega con la cabeza.
—A ese chico le pasa algo.
—¿A Slatan? Claro que le pasa…, que es ruso y los rusos son muy suyos. De perestroika lenta. Se abren, pero a su ritmo, como las ostras.
—Igual tienes razón…, pero tengo más de ochenta años, he superado un cáncer de colon y he vivido dos guerras… —Eugene lo mira sin entender—. Lo que quiero decir es que he visto sufrir a mucha gente en mi vida… y todos tenían esa misma cara.
Eugene se queda un segundo pensando.
—Pues ahora que lo dices…, no lo he visto ir al baño todavía. Hay tipos que si no es su váter, nada, no se sueltan. Igual lleva dos días con el tapón…, estreñido y no suelta lastre. Le dejaré caer que tengo laxantes en la maleta.
El anciano se ríe y niega con la cabeza.
—Me refiero a otro tipo de sufrimiento, hijo. Algo que no se arregla con un laxante…
Slatan avanza por el pasillo de la cuarta planta, camino de su habitación. Si tiene que pasarse encerrado entre cuatro paredes hasta que deje de nevar para no volver a hablar con nadie más, lo hará. En unas horas acabará todo. Los muertos no hablan, no dan abrazos ni organizan karaokes. De pronto, se detiene. A cuatro puertas de su habitación, escucha unas voces y un sonido chirriante de muelles forzados. Se acerca a su habitación, nervioso, y comprueba que la puerta está abierta. Centímetro a centímetro la empuja y palidece ante el escenario que ve dentro. Los dos niños de mamá July no están jugando en el bosque, ni haciendo muñecos de nieve. Los niños están brincando sobre el colchón de la cama donde está escondido el chaleco de explosivos. Juegan y se ríen pisoteando la cama del karadjo. Con sus zapatillas Nike con cámara de aire del número treinta y uno. Ajenos al peligro, con el liviano peso de la inocencia.
El tiempo se detiene en el cerebro de Slatan. Su corazón empieza a bombear al ritmo alocado y caótico de los muelles oxidados de su somier. Los doscientos cincuenta gramos de amonal son zarandeados y golpeados por cuatro pies infantiles. Las risas y los empujones se solapan en el juego suicida de saltar encima de las camas. Mamá July no tiene por qué preocuparse. Sus hijos no han salido al bosque a jugar a diez grados bajo cero. Sus manos no están amoratadas de escarbar en la nieve, ni mañana tendrán placas infecciosas en la garganta. Han preferido colarse en la habitación de Slatan y saltar sobre doce compartimentos de explosivo en polvo.
¿Cómo podría explicar a los Mártires de Instalood que dos niños detonaron el amonal?
Se imagina la conversación:
¿Traspasar el control policial del aeropuerto?
Un juego de niños.
¿Subir al avión?
Sencillísimo.
Pero no fui capaz de mantener fuera del alcance de dos niños de siete y nueve años la bomba. Lo siento. Tanto esfuerzo, tanto predicamento nacionalista, tanta frase engolada y sentenciosa. Todo, para que el pasatiempo infantil de dos niños traviesos lo truncase todo.
¿Por qué tenía que pasarle a él? ¿Por qué el odio concentrado que sentía por los rusos no podía circunscribirse en un minuto, en un segundo de irracionalidad que le permitiese apretar el detonador y terminar con todo?
Slatan entra loco en la habitación. De su boca salen escupidas palabras en karadjo. Gritos de rabia y miedo. Maldice y grita al mismo tiempo. Al escucharlo, Oliver, el hermano mayor, salta de la cama, aterrorizado, y sale corriendo de la habitación. Sin embargo, Alex, el niño sordo, no ha escuchado nada y continúa encima de la cama mirándolo sin atisbo de miedo. Para Alex, la boca desencajada de Slatan no significa rabia. El karadjo tarda un segundo en traducirle al lenguaje corporal su estado de ánimo. Lo agarra de las pecheras y lo levanta en volandas. Fuera de sí. Slatan estampa al niño sordo contra la pared tirando la litografía de Caravaggio que representa a san Pablo cayéndose del caballo. Sostiene a la criatura a cuarenta centímetros del suelo. Oliendo su aliento. Se miran retándose. Las caras muy cerca. El niño sordo no aparta la mirada, no intenta escapar, no tiene miedo.
Slatan, después de unos segundos, consigue recuperar cierta cordura y deja al niño en el suelo. El niño sordo se rasca la cabeza. Quizá molesto por el final de su aventura y sin atisbo de arrepentimiento. Se da la vuelta y sale andando de la habitación. Quizá vaya a la calle a jugar con la nieve. Desde que a los tres años perdió el noventa y dos por ciento de audición, su universo sensorial se basa en el tacto, el olfato y la vista. No entiende ese mundo adulto de frases categóricas y ruidos ensordecedores. Tampoco tiene una memoria sonora de lo que escuchaba antes de la infección. Ni siquiera recuerda la infección. Recuerda los médicos. Todos esos aparatos de metal frío que le introducían por el oído. También recuerda el dolor y las lágrimas de mamá. Y poco más. Después se fue sumergiendo en un mundo cada vez más silencioso que convertía las voces de la gente en ruidos producidos lejos, en las afueras. Tampoco lo echó de menos. Tenía su propio vocabulario silencioso. Con solo mirar a los ojos sabía cuándo alguien estaba enfadado o tenía miedo.
Por eso, cuando Slatan lo sostiene a cuarenta centímetros del suelo y su boca se abre y se cierra escupiendo palabras que él ni entiende ni oye, Alex mira dentro de los ojos desencajados del terrorista y lee en ellos como en dos libros abiertos. No hay odio. Ni enfado. Solo una infinita y dolorosa soledad. Alex no tiene miedo de Slatan, tiene pena. Así fue.
El terrorista cerró la puerta y la bloqueó con una silla encajada en la base del pomo. Levantó el colchón y sacó la bolsa de los explosivos con mucho cuidado. Casi con mimo. Escrutó los escasos veinte metros de habitación, preocupado, buscando dónde esconder el chaleco. Dónde meterlo para evitar que dos críos de siete y nueve años reventasen el atentado orquestado durante dos años por los Mártires de Instalood. Fue hacia un rincón junto a la ventana y comprobó que un trozo de la moqueta estaba despegado. Pegó un tirón seco y lo levantó como una tirita mojada. Depositó los explosivos y volvió a extender la moqueta en el suelo. Después puso encima las tupidas cortinas de la ventana y colocó una silla para que nadie pisase esa zona de la habitación. Se alejó dos pasos y quedó satisfecho. Nadie podía percatarse de que en ese rincón se escondía un chaleco de explosivos. Además, no era una zona natural de paso. Quedaba libre de los zapatos de tacón del cuarenta y cuatro de Eugene.
Se tocó la frente llena de sudor. El cupo de mala suerte lo tenía completo. Estaba harto de niños, de bebés y de compañeros de habitación. Miró por la ventana y el reflejo de un cielo gris color antracita le comunicó la enésima mala noticia del día: no dejaría de nevar. La noche estaba cayendo y se sentía incapaz de proseguir en ese limbo suicida. Esperando. Esa misma noche, después de cenar, saldría a buscar nuevas instrucciones de los Mártires. Necesitaba, deseaba que alguien le diese permiso para morir.