OCHO
El traslado al hotel es lento y penoso. Slatan sube al último autobús para evitar las aglomeraciones y los empujones de los pasajeros nerviosos y desorientados. El autobús va medio vacío. Se sienta junto a la ventana. Copos de nieve se le pegan en la barba y el pelo como adheridos por velcro. Se asoma al pasillo y por el retrovisor interior del vehículo distingue las caras de algunos pasajeros. Sus gestos denotan aburrimiento, contrariedad, cansancio y frío. No saben que a estas horas sus restos deberían estar esparcidos en un radio de cincuenta kilómetros y sus nombres apareciendo por cuentagotas en informativos de medio mundo. Los forenses de la UAR (Unidad Antiterrorista Rusa) se verían obligados a realizar minuciosos análisis de dentadura para identificar correctamente los restos. Muchos de los cadáveres nunca aparecerían. «La combustión del avión fue tan brutal que se evaporaron literalmente», informarían los noticiarios. Pasó lo mismo en el atentado de Lockerbie (Escocia), doscientos setenta cadáveres diseminados por una zona urbana. Tan solo cincuenta cuerpos se pudieron recomponer para enterrarlos dentro de un ataúd.
Pero entre los pasajeros del vuelo con destino Nueva York, nadie lo sabe. Desconocen que sus cuerpos no se han diseminado en trozos de carne de treinta centímetros porque una corriente de aire frío proveniente de Moscú se ha condensado a veinte mil metros de altura y ha chocado con un frente de aire más caliente. Veleidades de la naturaleza. Así fue.
El anciano que hacía trucos de magia en la sala de embarque sube el último al autobús. «Estamos todos —anuncia una azafata—. No queda nadie, tira para el hotel». El anciano avanza por el pasillo del autobús balanceado por el arranque del vehículo. Sus pasos son ligeros, como los de un peso pluma que bailase sobre la lona. Retando a la ley de la gravedad con su cuerpo esquelético y grácil. El anciano se detiene a la altura de Slatan y señala el asiento vacío que hay a su lado.
—¿Está libre?
Slatan niega con la cabeza y coloca su maletín de cuero negro en el asiento vacío dejando claro que está ocupado. Lo último que necesita ahora es compañía. Todos sus pensamientos se centran en cómo ponerse en contacto con Huvlav. Preguntarle cuál es el siguiente paso y aclararle que Slatan sigue con el plan: hacerse estallar por su país. Su vida ya no le pertenece, pero no sabe cómo sacrificarla por la causa karadja. El anciano, ajeno a las reflexiones de Slatan, sonríe.
—No hay problema, hijo. Hay muchos asientos libres.
El anciano prosigue su baile de púgil crepuscular por el pasillo del autobús. Sus huesos gráciles y huecos encuentran otro sitio dos filas más adelante.
El viaje dura más de dos horas y media. La autopista M10, al norte de Moscú, tiene más de quince centímetros de nieve y la tormenta empeora por momentos. Ni la sal ni las máquinas quitanieves dan abasto para orillar la nieve. El autobús apenas puede avanzar ayudado por las cadenas situadas en las ruedas de tracción. El conductor teme verse obligado a detener el autobús y pasar la noche en la autopista. Con la frente apoyada en el cristal, Slatan piensa qué hacer. Alejándose a treinta y dos kilómetros por hora del aeropuerto de Moscú. Alejándose a treinta y dos kilómetros por hora del Boeing con trescientas treinta y dos personas y veinte mil litros de queroseno. Alejándose a treinta y dos kilómetros por hora de su sacrificio heroico y de su muerte. Así fue.
Respira aliviado cuando por fin, a lo lejos, aparecen las luces del hotel. A los pies del valle Umland, en plena montaña nevada.
—Estamos lejísimos del centro de Moscú —dice un pasajero que salió hace más de doce horas de su casa en Irkutsk—. ¿No había un alojamiento más cercano?
—Es una vergüenza —ratifica otro afectado.
—Los hoteles más cercanos al aeropuerto están llenos —aclara la azafata.
El hotel Limbads no aparece en las guías turísticas de Sun Travel Network, ni en los dípticos turísticos facilitados por el Ministerio de Turismo ruso. Tampoco alardea de estrellas ni de excesivas comodidades. Entre las pocas virtudes de las que se sienten orgullosos se encuentran el trato familiar, el entorno natural, cercano a las montañas de Kozlov, y el hecho de que hace tres años se alojó allí Elton John con su novio durante una noche. Evento que atestiguan varias fotos enmarcadas en la entrada.
Dentro del hotel todo son carreras, nervios y protestas entre los pasajeros. La información atropellada que sueltan los recepcionistas se mezcla entre el barullo de la distribución de equipajes: desayunos de siete a diez, dos ordenadores en el vestíbulo que funcionan con fichas y aire acondicionado y calefacción regulable en cada habitación. Tras un rápido check-in y asignación de habitación, Slatan huye escaleras arriba. Atraviesa un pasillo decorado con litografías en blanco y negro de gestas de alpinistas y entra presuroso en una habitación con dos camas de ochenta, televisión de treinta pulgadas y suelo de moqueta. Con dificultad y temblor de manos, consigue arrancarse varias vueltas de cinta americana del pecho y, con sumo cuidado, se desprende del chaleco de explosivos.
¿Qué debe hacer con los doscientos cincuenta gramos de amonal? No puede llevarlo encima, su maletín es demasiado pequeño para ocultarlo y no puede dejarlo a la vista. Tras muchas dudas, decide sacar uno a uno los compartimentos de amonal del chaleco, envolverlo en una toalla de ducha y ocultarlo debajo del colchón, a los pies de la cama.
Antes de que le dé tiempo a comprobar la idoneidad del escondite, se abre la puerta de un portazo y entra Eugene como un huracán, incontinente, sudoroso, arrastrando el trolley rígido y una maleta verde de grandes dimensiones. Sonríe y avanza torpemente pisando la moqueta roída con los zapatos de tacón. Lleva el traje mojado y sobado, aunque hace frío, su cara está enrojecida y sudorosa. En eterno agosto de canícula. Al reconocerlo, sonríe y le da dos palmadas en el hombro, afectivo.
—¡No me lo puedo creer! ¡Qué casualidad! —exclama al ver a Slatan sentado en la cama—. Compañeros de asiento, compañeros de habitación…, ¡es el destino! ¡Yo creo en esas cosas! ¿Tú no?
Al pasar por su lado, le golpea la rodilla con el pico del trolley rígido.
—Una vez, en el oeste de Estados Unidos, coincidí cinco veces con un vendedor de piscinas de riñón a lo largo de una semana. Iba a Tuxon, allí estaba él. A Cleveland, otra vez él. Así son las casualidades. —Eugene le da un cachete familiar en la mejilla—. ¿Eugene, recuerdas? ¿Y tú… a qué te dedicas?
Slatan duda un segundo. Pero rápidamente echa mano de su pasado ficticio, de su tarjeta profesional falsificada.
—Farmacéutica. Vendo medicinas.
—¿Medicinas? ¡Somos del gremio! Yo vendo zapatos, tú medicinas… ¿Y sabes lo que es un buen zapato? Salud. Igual que las medicinas, salud para tus pies, para tu mente y para tu cuerpo… Mira. —Eugene se remanga la pernera del pantalón mostrando sus zapatos de tacón—. Sí. Son zapatos de mujer. ¿Y sabes por qué?
Slatan lo mira fijamente.
—No soy sarasa, ni salgo del armario ni me gusta morder almohadas…, vamos, que no me van los hombres. Aunque no tengo nada contra los gays, entiéndeme, si llevo zapatos de tacón, es por mi trabajo. Porque ese es mi eslogan. —Abre los brazos teatralmente como si estuviese leyendo un cartel de neón situado en la pared—: «Son tan cómodos que hasta un hombre puede llevarlos». Veinte años recorriendo el mundo con zapatos de mujer. ¿Y sabes por qué? Porque yo mismo soy la demostración andante de los zapatos más cómodos del planeta. Cinco continentes pateados y ni un callo, ni una dureza, ni un maldito sabañón. No está mal, ¿eh? ¿Cómo era tu nombre? ¿Vladimir?
Antes de que Slatan pueda contestar, Eugene se quita la chaqueta, la corbata y la camisa, y se queda en camiseta de tirantes y pantalones. Su perorata continúa. Eugene hace preguntas, pero no da tiempo a obtener una respuesta.
—Yo tengo muchos nombres. Por mi profesión, ya sabes. En Michigan gustan los nombres compuestos como John Smith o Aldo Jordan. Y amigo, ahí va un consejo, con los años he aprendido una cosa: nadie le compra zapatos a un tipo con un nombre horrible. —Sin pudor, Eugene se quita los calcetines mojados y los coloca sobre el radiador del cuarto de baño. Sus dedos son gordos. Percebes tremendos—. En el este son más prácticos. Les gustan nombres sencillos, así que allí soy simplemente Pat, Tod. Pero te voy a confesar una cosa: mi verdadero nombre es Eugene. ¿Quién llama a un niño Eugene? Mis padres eran protestantes. ¡Suerte tengo de que no me pusieron Jeremías!
Se detiene un momento mirando al karadjo.
—Perdona, no recuerdo tu nombre.
Todo se para a su alrededor. El silencio inunda la habitación. El ruido de la nieve golpeando los cristales adquiere presencia en la conversación.
—Slatan.
Eugene lo mira intentando descifrar algo en la expresión de su rostro. Finalmente, se da por vencido y sonríe.
—Por tu acento apuesto a que no eres de Michigan, ¿eh? —bromea—. Déjame que lo adivine. Yo tengo un don para las fisonomías. Puedo distinguir un chino de un japonés. Déjame que te mire.
Slatan, que estaba metiendo sus calcetines en los zapatos, nota como la mano de Eugene le levanta la barbilla, invadiendo su espacio físico sin ningún recato para mirarlo. Slatan lo mira fulminándolo. Finalmente, Eugene sentencia.
—¡Eres ruso! ¿A que sí?
Slatan nota cómo le crujen los tendones de la nuca y cuenta hasta diez y hasta veinte para recuperar la calma. Si algo odia en el mundo es a los rusos. Responsables de todo lo malo que le ha pasado en la vida. Sin embargo, asiente levemente para que lo deje en paz. Para que le suelte la barbilla, para que Eugene se aleje y deje de estorbar, de inundar toda la habitación de kilos en movimiento. El representante de zapatos sonríe satisfecho.
—¡Lo sabía! Te lo dije. Dame una cara y te diré de dónde viene.
Eugene levanta la pesada maleta verde y la deja caer con todo su peso en la cama de Slatan. Golpeando el lugar donde está escondido el chaleco de explosivos.
—Pesa como una condenada. Es el muestrario de zapatos. Luego te los enseño y te hago precio de amigo si te gustan para un regalo… ¿Tienes mujer?
—No.
—¿Novia?
—No.
—Pues para una amiga especial. Porque te digo una cosa; regalar zapatos es ir a tiro hecho. Acierto seguro. Y no tiene que ver que yo los venda. Que el zapato lo dice todo de una persona. Enséñame el zapatero de un matrimonio y te diré si son felices. No falla. Muchas parejas ahorrarían dinero si en lugar de ir a un abogado matrimonial, renovasen su zapatero. Porque, al final, ¿qué estamos pisando todo el día? Los zapatos. ¿Qué es lo más importante en un coche? Los neumáticos. ¿Y qué neumáticos tiene una persona?
Eugene se queda callado esperando a que Slatan complete la frase.
—Los zapatos.
—¡Eso es! Lo has entendido a la primera. Por eso yo no soy un comercial de zapatos… ¿Sabes lo que soy?
El karadjo niega.
—Un consejero, un amigo…, alguien que sabe que la felicidad empieza o acaba por los zapatos. Dime un país y yo te diré los zapatos que gasta y el grado de felicidad de sus ciudadanos…, no falla.
La mente del karadjo hace un recorrido fugaz. No piensa en zapatos ni en ciudadanos felices. Piensa en el detonador y en las recomendaciones que le han dado: no lo debe golpear ni humedecer. Todo sería más fácil si asesinara allí mismo a Eugene. Es la única forma de evitar que ese obeso haga estallar la habitación 457 del hotel Limbads donde una noche se alojó Elton John con su novio. Se imagina la cara que pondría Huvlav leyendo los titulares de la prensa: «Muerte de un karadjo y un gordo de ciento cuarenta y dos kilos en una habitación perdida de las afueras de Moscú». Nadie lo entendería. Pensarían en un accidente, en asesinato pasional. Si el amonal estallaba, pedazos de carne de Eugene se incrustarían en trozos de hueso de Slatan y viceversa y quedarían para siempre absurdamente unidos. Lejos de la dramática terrorista y cerca de los titulares de periódicos sensacionalistas.
Eugene, ajeno a todo, no para de sonreír. De pronto, parece recordar que se meaba.
—Espera. Lo primero, cambiar el agua al canario. Con tanto trajín tengo la vejiga a punto de reventar.
Eugene deja la maleta verde bamboleándose en la cama por efecto de los muelles y desaparece en el baño. Slatan se levanta, coge la maleta con delicadeza y la deja en la otra cama. Eugene desde el baño sigue hablando.
—Me gustaría saber quién diseña los baños de los hoteles. ¿Por qué son tan pequeños? ¿Qué quieren? ¿Que acabemos meando en el plato de ducha?
De pronto, se comienzan a escuchar unos gritos de mujer en el pasillo:
—¡No, no, déjame en el suelo!
Eugene sale del baño con la bragueta aún abierta para cotillear de qué se trata. Abre la puerta de la habitación y se asoma. En el pasillo del hotel forcejean cariñosamente el novio que lee a Stephen King y la novia que lee a Henning Mankell. Él la sostiene en brazos e intenta abrir la puerta de la habitación 407 con el pie. La novia tuerce el gesto, casi enfadada.
—¡Que me dejes en el suelo, no quiero entrar…!
—Venga, cariño, igual no es la suite del Áncora Beach que habíamos contratado, con jacuzzi en la habitación, pero cuando apague la luz no vas a notar la diferencia.
La novia lo mira dolida, casi a punto de romper a llorar.
—¿Que no voy a notar la diferencia? Creo que sí, voy a notar la diferencia, ya la noto, Sergey. No cogeremos el enlace a Hawái. No habrá palmeras, no habrá arena de playa, ni cuarenta grados, ni la luna de miel que me pasé más de un año organizando. Solo nieve y frío. Para eso nos podíamos haber quedado en Moscú. ¡¡Creo que sí voy a notar la diferencia!!
—Vale, vale…, no te puedo prometer que nos despertemos en Hawái, pero te prometo una cosa: mañana vas a tener agujetas por todo el cuerpo…, ¿compensa?
A la novia no le compensa. Se mira las uñas como si allí estuviese escrita la hoja de ruta de su viaje de novios arruinado por la nieve. Ni los besos, ni las carantoñas de su novio le hacen cambiar el gesto. En la agencia, especializada en viajes de novios y cuyo eslogan reza: «Luxury Trip (viajes hay muchos, pero viajes con Luxury solo hay uno)», todo parecía sencillo. El paquete Dreams Marriage incluía todo lo que una novia podía desear. Viaje con enlace, hotel de cinco estrellas, tratamientos de spa, masajes, peeling facial y suite con una cama de dos por dos metros. ¿Qué contaría a sus amigas al volver a Londres? Fijo que la interrogarían: ¿Dónde están las marcas del bañador? ¿Fue el viaje soñado? ¿Me enseñas las fotos? ¿No? ¿Problemas con el enlace? ¡Qué faena!, ¿no? ¿Una tormenta? Sí, me suena haber escuchado algo en la televisión.
Pues sí, la maldita tormenta perfecta. Se imaginaba las miradas comprensivas de Susan y Karen (tan amigas desde el instituto, tan sentidas y tan secretamente felices de que todo hubiese salido mal), escuchando su relato sobre las voces que llenarían el Pub Lions, cerca de Camden. Voces ebrias y exaltadas de los hinchas de los Gunners frente a una pantalla gigante de televisión soportando una nueva derrota frente al Manchester United. Susan y Karen la mirarían con condescendencia. Mojarían sus labios en cerveza caliente y con caras de infinita comprensión suspirarían:
—Pobrecita mía. Lo que has tenido que sufrir. ¿Veinte grados bajo cero? Dios…, no me lo quiero imaginar. Tu marido, como es ruso, estará acostumbrado…, ¡pero nosotras somos británicas…!
Karen le cogería la mano. Se la llevaría a sus generosos pechos (ciento cinco de copa de sujetador) y le diría:
—Lo importante es que os habéis casado y os queréis.
Karen sentía la necesidad del contacto físico para transmitir sus estados de ánimo y exclamar sus frases de autoayuda extraídas de algún libro de Paulo Coelho. Susan, sin embargo, era más práctica y visceral.
—Chica, pues hacéis otro viaje para celebrar el primer aniversario de boda, tampoco es un drama —le espetaría.
—Sí, pero no te engañes, viaje de novios solo hay uno.
—¡¡Uno por matrimonio!! —gritaría Susan entre risotadas.
Eso pondría fin a la conversación. Después, al quedarse solas apurando la Heineken de barril, se les escaparía algún comentario mordaz.
—Eso le pasa por querer tenerlo todo atado —diría Susan—. Si hasta las damas de honor tuvieron que ensayar cuatro días el paseíto al altar.
—Es verdad…, las niñas en la iglesia parecían R2-D2 en El imperio contraataca.
Risas cómplices.
—¿Y quién se casa en invierno? Más tarde de septiembre te la juegas. Si se hubiesen casado en verano o en primavera, no les habría pasado esto, vas sobre seguro. Pero en invierno, ya sabes lo que hay.
—Es que en invierno te sale el viaje más barato porque los hoteles están fuera de temporada.
—¡Pues se han lucido! Han llegado para la temporada alta…, ¡pero de esquí!
En las risas vergonzosas y apuradas de Susan y Karen terminaría su frustrado viaje de novios. Sin fotos, sin cenas en playas idílicas y sin noches sudorosas y juegos eróticos.
No. La novia que leía a Henning Mankell no estaba de buen humor y nada le podía compensar. Por la mañana no tendría agujetas ni chupetones y se habría pasado toda la noche acurrucada en el margen derecho de la cama de uno veinte. Mirando hacia la puerta, deseando abrir los ojos y notar un noventa y cinco por ciento de humedad y el arrullo de las mareas vivas que le habían prometido en la agencia de viajes. Sin embargo, la mañana solo le devolvería un día nublado, gris y ventoso. La novia no tenía ganas de escenitas ni sentido del humor. Solo le apetecía ponerse dos jerséis, unos leggings y dormirse pronto.
—Sergey, déjame en el suelo…, no estoy de humor, ¿vale? Para ya y no montes más numeritos.
Varias puertas más se abren en el pasillo. Cuatro o cinco pasajeros contemplan la escena sonriendo. El novio no cede y acaba consiguiendo abrir la puerta con el pie.
—No monto numeritos…, pero aviso a las habitaciones contiguas. Aquí se van a perpetrar uno, dos y hasta tres actos de extremo amor. Así que no se alarmen aunque salgan gritos, gemidos o golpes de esta habitación…, todo está bajo control.
Varios pasajeros sonríen, animan y jalean al novio.
—¡A por todas, tío!
—¡No dejes nada para mañana!
—Derrite la nieve de las ventanas, campeón.
Las quejas y protestas de la novia se escuchan unos segundos más y se pierden dentro de la habitación. Slatan asoma fugazmente la cabeza por el hueco que deja libre el cuerpo de Eugene. En ese momento hay gente en casi todas las puertas del pasillo. El novio se asoma un segundo, a modo de despedida teatral. Hace un gesto reverencial a ambos lados inclinando la cabeza.
—Pueden decir en recepción que saldré cuando deje de nevar o cuando mi mujer me mande a dormir a la calle.
Eugene, alegre, comienza a aplaudir y silbar. Todos los curiosos del pasillo lo secundan y se forma una ovación cerrada y de buen rollo. El novio desaparece en el interior de la habitación. En el pasillo se quedan flotando algunos aplausos y la sonrisa afectuosa de los viajeros.
Unos minutos después, Slatan y Eugene están tumbados en las camas. Slatan tiene cuidado de permanecer sentado, junto a la almohada, para no presionar la zona inferior del colchón. Cualquier golpe podría detonar la bomba. Eugene, espatarrado en la cama de al lado, en calzoncillos y camiseta interior de tirantes, sigue parloteando mientras cambia compulsivamente de canal.
—Tengo una teoría: para qué voy a ver un canal, si puedo ver veinte a la vez. Puedo ver cuatro películas, dos talk shows y un par de documentales y seguir el hilo de todo. Lo tengo comprobado: desde que el guapo y la guapa de la peli se miran antes del beso y el beso en sí, puedo cambiar y ver cómo un cocodrilo se come a un ñu al cruzar un río. ¡Y no me pierdo nada! Cuando vuelvo a la peli, los guapos están empezando a rozar los labios. Hay mucho tiempo muerto en esto de la televisión, te lo digo yo.
Apenas acaba de salir la última palabra de su boca, Eugene se queda dormido instantáneamente con el mando en la mano y presionando el botón para cambiar de programa. Los ronquidos suben gradualmente de volumen como si los estuviera manejando desde el mando a distancia. Slatan lo mira ahora con detenimiento, como un taxidermista analizando la pieza que rellenará de cartón y espuma. Las facciones del vendedor de zapatos de mujer se han relajado y la grasa se apelmaza en la boca, en las cuencas de los ojos, en la papada. Eugene se mueve un poco y la sábana se desliza dejando uno de sus pies al aire. Está lleno de heridas, rozaduras, tiritas y durezas. Los zapatos de mujer, laureados a lo largo de cuatro continentes, no parecen tan cómodos al fin y al cabo.