EL ÚLTIMO DÍA
EL domingo de Pentecostés del año 1852 hubo una mañana divinamente apacible y fresca en Copenhague. El aire no estaba muy limpio, pero lo llenaban la luz y las voces de todas las campanas de la ciudad sonando en las alturas de tal modo que parecía perfectamente posible que el Espíritu Santo estuviese allí en persona el día de su festividad. Una brisa suave y alegre corría por las calles, agitaba los letreros de las panaderías y las peluquerías, y jugueteaba con briznas de paja sobre el pavimento. Durante todo el invierno, el viento había sido un enemigo mortal para los lugareños, aunque hoy el hálito del aire era dulce como un beso. Resultaba levemente intoxicante para las chicas de Copenhague, quienes aquella misma mañana se habían desembarazado de sus vestiduras invernales, y paseaban por las calles con medias blancas de algodón, vestidos de tela liviana y luciendo sus sombreros de verano. A medida que la caricia del viento ascendía por sus piernas, sentían un leve estremecimiento de frío bajo las enaguas almidonadas y tenían la impresión de estar volando. Todo el mundo se dirigía a la iglesia con la idea de ir a pasear más tarde por el bosque. De ahí que muchos llevaran consigo al recinto de altas, sombrías y silenciosas bóvedas, junto con los devocionarios y los pañuelos blancos cuidadosamente doblados, el verde sueño de los bosques que rodean Copenhague, y por eso el suave temblor de las hojas de los castaños que crecían frente a los pórticos sonaba para los fieles como el primer y dulce saludo de la naturaleza.
El joven Johannes Søeborg, hijo de un párroco rural y, él mismo estudiante de teología, avanzaba por las calles con un cachorro negro de perro de lanas bajo el brazo. Transitaba por las calles laterales y se movía con rapidez, mirando a derecha e izquierda, porque se dirigía a una casa de mala reputación en Pistolstraede. Jamás hubiese ido allí a plena luz del día, en aquella mañana sagrada, de no haber sido por el cachorro. Tres días atrás lo había salvado de morir ahogado en el canal al que daba su ventana, a manos de un grupo de marineros borrachos —tenía la pata rota a causa de los malos tratos recibidos—. Madame Kraft, la casera de Johannes, se negaba a dejarle tener el perro en su habitación y él conocía a poquísimas personas en Copenhague. La única a quien podía pedir ayuda en tales circunstancias era una chica llamada Boline, de profesión prostituta. Se trataba de una campesina que emigró a la ciudad y acabó siguiendo el mal camino. Echaba de menos a los animales de su infancia en Pistolstraede, y una de las pocas veces en que Johannes y ella hablaron, le dijo cuánto deseaba tener un perro propio. Agregó además que el dinero abundaba tanto en la casa, que fácilmente hubieran podido alimentar a unos cuantos perros, de haberlos tenido.
Mientras caminaba, Johannes sentía una duda en su corazón, pues recordaba que antes de decidirse a llevar el cachorro a Boline, había pensado en la manera de enviarlo a la isla de Funen, donde vivía su novia. Se llamaba Lise, tenía diecisiete años y era nieta de otro viejo párroco rural. Johannes y Lise no se veían desde hacía dos años, su compromiso era secreto, y él temía que quizá para ella solo fuese un juego infantil, en tanto que para él era algo muy importante. Pensaba en ella día y noche. Pero había algo en la idea de la existencia de esta chica —carente de ambiciones, entregada al bienestar de los demás, e inocente y pura como el capullo de una flor—, algo ante lo cual su mente retrocedía con reverencia o con temor, del mismo modo que retrocedía ante el concepto de eternidad. Si hubiera sucedido al revés, y se le hubiese ocurrido dar primero el cachorro a Boline, jamás habría cometido la blasfemia de ofrecérselo después a Lise. Pero aunque no fuera así, y aunque solo mentalmente y por un breve lapso de tiempo aquel animal había pertenecido a Lise, por el hecho de que ahora iba a hospedarse en aquella casa de Pistolstraede —mientras lo llevaba en brazos el perrito intentaba de vez en cuando lamerle el rostro—, sentía sobre su corazón un ligero peso que simbolizaba el pecado y la tristeza de este mundo.
La senda de la vida no era fácil para Johannes, no, por el contrario, estaba sembrada de espinas. Dos de estas espinas se habían clavado más profundamente que las otras. Una era su incredulidad respecto a ciertos dogmas de la Iglesia, sobre los cuales, sin embargo, tendría que hacer un juramento cuando se ordenara. Por ejemplo, le resultaba difícil creer en la resurrección de la carne, porque desconfiaba de la carne; y debido a que este dogma se hallaba incluido en el tercer artículo de fe del evangelio de aquel día, su duda parecía enemistarlo con el Espíritu Santo, y le hacía sentir que el sonido de las campanas no era para él. La segunda espina clavada en su carne era nada menos que uno de los pecados capitales: la avaricia, un temor a perder o gastar el dinero heredado de una larga línea de antepasados rurales.
Nunca lograba estar mucho tiempo fuera del alcance de sus dos Erinias —cuando se encontraba en poder de una no podía recordar a la otra ni pensar en que ambas le parecían igualmente horribles—. Su aflicción era aún peor debido a que era un joven con una imaginación inconexa. En la vida no tenía la capacidad de prever ni adivinar, y se veía obligado a aprender por la experiencia y a descubrir su camino paso a paso. Es así como, a causa de amargas experiencias anteriores, había llegado a la conclusión de que la forma de desprenderse del dinero que le causaba mayores remordimientos era gastarlo en comida. Durante su infancia había escuchado la siniestra historia de su bisabuelo, un rico campesino de Jutlandia. Allí, en su remota finca, aquel anciano se había aferrado al principio de que en la práctica, tanto las bestias como los seres humanos debían eliminar su necesidad de alimento, y vio cómo sus vacas y cerdos morían en los establos antes de que, para gran alivio de todos, él también sucumbiera, víctima de sus principios. En el fondo de su corazón, Johannes experimentaba una especie de simpatía hacia su bisabuelo. Los incesantes gastos de manutención del cuerpo le resultaban tan odiosos que dejaba de comer. Del mismo modo la experiencia le había enseñado a no preocuparse por el dinero que pagaba a Boline —en realidad desaparecía de su mente en el momento de pagarlo—. Por ese motivo su relación con la chica le producía una extraña paz interior.
Cuando Johannes llegó a Pistolstraede, la casera le dijo que Boline dormía. Tuvo que esperar en una habitación fría, entre dorados sofás y sillas del siglo pasado que algún día estuvieron en las casas nobles de Copenhague, pero que ahora se veían gastadas e irremediablemente pasadas de moda. Sin embargo, el salón había sido limpiado después de la última noche, e incluso habían prendido una fresca rama de haya en el gran espejo. No se sentó ni puso el perro en el suelo. Un par de veces pensó en irse para no ver a Boline a la luz del día.
Por fin la chica hizo su entrada en la habitación, vestida con una enagua y una bata corta. Su rostro estaba hinchado de sueño y manchado con pintura del día anterior; se hallaba en un estado de ánimo agresivo y pendenciero. Desde la cama había escuchado las campanas de la iglesia sintiéndose tentada a ir al templo junto con la gente decente. Con la nariz hundida en la almohada había recordado los himnos y los tímidos pasos de los feligreses por el pasillo central. Estaba de acuerdo con los reglamentos de la religión y de la policía, que impedían que personas como ella fuesen a la iglesia. Y su extraña y profunda emoción se transformó en una violenta rabia de carácter moral contra Johannes —era hijo del párroco de la región de donde ella provenía— por ir a esa casa a la hora de la iglesia en un día tan sagrado. Comenzó la conversación diciéndole lo que pensaba de él con voz áspera y palabras claras. Su discurso le producía al muchacho un placer sombrío y curiosamente intenso, como si ella realmente le estuviera leyendo el evangelio de principio a fin.
Boline era una chica alta, rubia y guapa; podría haber hecho carrera como cortesana. Pero tenía un alma demasiado sencilla, para la que solo las necesidades primarias de la vida significaban algo, aparte de que carecía de interés por el lujo, como un sordo carece de oído. Con mejor suerte se habría transformado en una enfermera capaz de arriesgar su vida cuidando a los apestados, y de burlarse de las dolencias menores. O pudo haber sido nodriza —pues muchas excelentes nodrizas provenían de su lugar de origen—, y como tal, hubiese renunciado a comer y a dormir por el bien de los niños a su cargo, quienes a pesar de todo no habrían obtenido de ella ni mimos ni delicadezas. Fuera cual fuese su actividad, habría sido siempre un ser sometido, una esclava dispuesta a satisfacer las más terribles necesidades. Y de haber sido elevada a un rango más alto, puesta en contacto con una existencia más regalada, se hubiera sentido incómoda, y en el fondo despreciable. A pesar de su vida disipada, Boline era en realidad fiel a su vocación, y por decirlo así, era monógama: a su entender todos los hombres con que trataba eran el mismo hombre, un hombre en abstracto, con una espantosa necesidad de ella. Si algún cliente le pedía algo que estuviera más allá de sus estrictas obligaciones, era violentamente vapuleado y rechazado como correspondía a un sinvergüenza. En esto estaba muy de acuerdo con Johannes, quien no habría tolerado ningún intento por parte de ella de darle algo más. Era un ave rara entre sus clientes, en principio reconocía en él al hijo de un pastor y a un futuro párroco pero en la práctica y en su corazón no era más que otro hijo de Adán. Sin embargo, para diferenciar al hombre instruido de los marineros, mostraba ante él una expresión más ceñuda que ante los demás. Tanto Johannes como Boline se habrían sorprendido al enterarse de que en realidad ninguno tenía un mejor amigo que el otro en Copenhague.
Al ver el cachorro, Boline interrumpió su perorata. Cuando Johannes le dijo que quería dárselo, sospechó que se estaba burlando de ella y se enfadó muchísimo. Pero, cuando para probar su sinceridad y poder irse se lo entregó, y ella sintió el peso y el calor del animalito en sus brazos, de inmediato su rostro perdió aquella expresión ceñuda. Palpó la pata quebrada, miró a Johannes y luego examinó otra vez al perro, embelesada. Hizo esperar al joven, muy contra la voluntad de este, mientras traía un plato con leche y pan para el perrillo. El cachorro, desconcertado por el lugar, que le era desconocido, no quiso probar bocado aun cuando Boline le puso el plato bajo la nariz. Se acuclilló junto a él en el suelo y comenzó a susurrar lentamente algo en el dialecto de su provincia. Con sus grandes manos, que se habían vuelto suaves en la ciudad, le dio ligeros golpes, empujándolo con suavidad, y el perro se excitó tanto que empezó a ladrar y a girar en medio de la habitación intentando morderse el rabo.
—¿Por qué no te has quedado con él? —dijo Boline a Johannes en voz baja.
—Imposible, no puedo tenerlo en mi habitación —contestó él.
A pesar del rencor que sentía por madame Kraft, evitó mencionarla en aquel sitio, pues era una mujer honrada. Sus palabras dejaron pensativa a Boline por segunda vez aquella mañana y Johannes tuvo la impresión de hallarse frente a una piedra absorta en sus cavilaciones. El curso de sus pensamientos terminó por dibujar una extraña, concentrada y triunfal expresión en su ancho rostro. «Boline no puede ir a la casa de Dios —pensó—, pero el perrito negro viene a la casa de Boline.» Miró a Johannes cuando este se disponía a marcharse; le hubiese gustado decirle que a partir de ese día podría ir a verla sin tener que pagar, pero ella sabía que los hombres como él no aceptaban nada gratis de una mujer de su calaña. Por lo tanto adoptó la expresión ceñuda de siempre y lo acompañó hasta la puerta. Al abrirla, oyó el tañido de las campanas sonando sobre sus cabezas y le pareció que Johannes salía directamente a su encuentro. Boline, con el cachorro en los brazos, lo vio alejarse, y de pronto comprendió que jamás regresaría. Al despedirse deseó que fuera feliz, pero no supo qué pedir para él, pues las vidas de sus visitantes, que iban y venían en todas direcciones, eran materia que desde hacía mucho tiempo había dejado de concernirle. Sin embargo, mientras la silueta del joven se hacía cada vez más pequeña a lo lejos en la calle, sintió la nariz del perro sobre su hombro desnudo y lentamente logró aclarar sus ideas. «Deseo que haga una buena comida», pensó. (Con frecuencia le había parecido macilento y desnutrido, y sabía que los estudiantes y las personas instruidas eran pobres.) «Y deseo que hoy escuche un buen sermón de Pentecostés.»
Johannes se alejó con los brazos libres y la mente despegada, y con una saludable sensación de vacío. Ahora Boline y el cachorro, que por separado eran más humildes que él, al unir sus fuerzas habían adquirido tal superioridad que dudaba poder regresar algún día a Pistolstraede. Volvía a desconocer el efecto de sus acciones y tenía que limitarse a aprender de la experiencia. Pero mientras avanzaba, al llegar a calles más anchas y mezclarse con los grupos de feligreses, olvidó los acontecimientos de la mañana y se unió a la multitud como cualquier hombre joven vestido con sus ropas domingueras, libre de la responsabilidad de ser Johannes Søeborg. Durante largo tiempo había vivido rodeado solo de libros, y ahora las voces y los gestos de las personas resultaban nuevos y sorprendentes. Sus pensamientos tomaron otro rumbo, y pensó en el Espíritu Santo.
Si ahora, en este preciso instante —reflexionó— el huésped celestial de aquel día descendiera por el aire, ¿en cuál de todas estas personas pondría su morada? Johannes observó uno por uno los rostros, rechazó al serio comerciante con sombrero de copa, a las dos jovencitas vestidas para su confirmación, que reían a hurtadillas detrás de sus devocionarios, y hasta al reverendo obispo que pasó a su lado en dirección al pulpito. El Espíritu Santo se sentiría solo, muy solo entre sus adoradores de Copenhague. Estas meditaciones podrían haberse prolongado hasta mediodía, hora en que empezaba a pensar en el costo de su comida, si no hubiese sucedido que, al disminuir la velocidad de sus pasos frente a la iglesia, sin saber si entrar o no, fue arrancado de ellas por una voz jubilosa que lo llamaba.
—Johannes —y añadía—: Johannes Søeborg.
Se volvió y vio a un joven con uniforme de oficial de marina, parado al otro lado de la reja, que lo miraba con una expresión radiante en el rostro.
Ese rostro trajo a Johannes un vago recuerdo de su infancia, que no pudo precisar, hasta que el joven oficial se le acercó y le estrechó la mano con fuerza.
—¡Soy Viggo! —le gritó—, Viggo Lacour.
Entonces Johannes lo recordó. Viggo Lacour era el hijo menor de un terrateniente del lugar de nacimiento de Johannes, y nueve años atrás, cuando ambos tenían doce, juntos recibieron lecciones del tutor de Viggo en la casa solariega. Viggo era un muchacho perezoso y torpe, lento para aprender, pero con un amor apasionado por la poesía y la aventura, y hacía recitar a Johannes los libros que él nunca leería. Ahora tenía todo el aspecto de un joven y alegre petimetre. Seguía siendo bajo de estatura y corpulento, aunque de movimientos ágiles; tenía ojos color azul claro y hablaba con voz melodiosa.
—¿Ibas a entrar? —preguntó a Johannes—. Yo también pensaba hacerlo. Pero ahora que te he encontrado tengo algo mucho mejor. Mira —continuó—, hazme un favor. Acompáñame a mi barco, que está anclado en la bahía, y cena conmigo. Mañana salimos para las Indias Occidentales.
A Johannes no se le ocurrió ninguna excusa, aceptó la invitación, y muy pronto los dos jóvenes se encontraron sentados en un lanchón que esperaba junto a las gradas del muelle y que luego avanzó por la bahía entre barcos y barcazas, movido por los remos que manejaban seis marineros con gorras relucientes. Se acercaron a la corbeta Iphigenia, que con sus velas recogidas, se alzaba, mucho más alta de lo que parecía desde el muelle, rodeada de una sombra verde, en las claras y profundas aguas. Johannes recordó a Lise, quien también era blanca, inmóvil y erecta. El ascenso por la escala hasta la cubierta le pareció muy largo. Una vez arriba, se encontró en un mundo nuevo: marcial, con los viriles cañones a ambos costados, y pulcro como el salón de una dama. Se le veía lleno de vida y actividad, incluso en la calma del domingo. Viggo dio algunas órdenes y luego llamó al camarero para encargar los platos y vinos de la cena. Finalmente hizo traer a cubierta una mesa y sillas, y una botella de su propio vino, comprado en Madeira a un precio muy alto. Dijo que, mientras esperaban tomarían una copa, y como el tiempo estaba tan hermoso, bien podían hacerlo allí mismo.
Johannes miró a su alrededor. Todo aparecía teñido de un color azul pálido, como si el barco, con ellos en él, estuviera anclado en el aire. Hasta los techos de tejas rojas de Copenhague tenían una apariencia etérea y parecían absorbidos por la atmósfera. Hacia el norte había un espacio infinito y despejado donde podía verse la sinuosa línea del litoral. Un mes antes, el perfil de la tierra era desnudo y angular, pero ahora se desplegaba lleno de curvas y cúpulas, debido a que los ligeros bosques de hayas acababan de brotar. Un grupo de muchachos en un bote remaba en torno a la corbeta hablando de ella. Johannes volvió a dirigir sus pensamientos hacia el Espíritu Santo. Había pensado en el cielo y la tierra como sus posibles moradas; sin embargo, tal vez el Espíritu Santo prefiriese habitar en el mar.
Viggo llenó los vasos y brindó por sus huéspedes. Parecía tan feliz de haberlo encontrado, que Johannes, quien interiormente sabía que durante nueve años no había recordado ni una sola vez a su compañero de estudios, al principio se sintió un poco avergonzado. No obstante, terminó por pensar que ya antes de su encuentro, su acompañante se sentía profundamente feliz y emocionado, y, que solo necesitaba un pretexto para expresar su estado de ánimo, de modo que cualquier persona hubiera sido igualmente bienvenida. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Había recibido una herencia o era afortunado en el amor? Johannes pensó que estaba fuera de su alcance adivinar el origen de la felicidad del oficial de marina. Viggo le preguntó qué hacía, y al enterarse de que estudiaba teología, declaró que con su inteligencia no se podía esperar menos de él. Le preguntó si tenía novia y habló sobre los placeres de Copenhague mientras escanciaba vino.
Llegó un momento en que la conversación se agotó y permanecieron en silencio. Viggo alzó su copa y dijo:
—¡Brindo por la ciudad de Copenhague! —vació su copa y la arrojó por la borda hacia el mar—. Pues nunca volveré a verla —agregó.
Johannes quedó tan sorprendido por el gesto que no supo qué decir. Después de una pausa, Viggo exclamó con vehemencia:
—¡No sabes lo afortunado que eres al permanecer aquí! He leído que no hay más mundo que Copenhague, y es verdad.
—Pero tu barco regresará dentro de seis meses —dijo Johannes.
—Sí —contestó Viggo—, volverá dentro de seis meses. Pero yo no regresaré. Cuando lleguemos a las Indias Occidentales renunciaré a mi cargo.
—¿Qué harás entonces? —preguntó Johannes.
—Oh, no lo sé, y no tiene importancia —contestó Viggo—. Mira, podría ingresar en la armada americana. O encontraré otro sitio al que dirigirme.
Johannes, atento al rostro y a la voz de su anfitrión, se preguntó si no estaría borracho a pesar de que era tan temprano.
Viggo apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo la cabeza entre las manos como si se sintiera abrumado por la bebida:
—No, no volveré —dijo lentamente—. No puedo decirle a nadie el motivo, ni siquiera a ti, a pesar de que eres mi amigo y pienso que la providencia nos hizo encontrarnos hoy. Si lo dijera, Copenhague no me creería. He sido favorecido por los dioses, Johannes. No te lo habrías imaginado, ¿verdad?, pues ¿quién soy yo? Un chico más bien lerdo, un marino. Sin embargo he tenido tanta suerte y he sido tan feliz en Copenhague como uno entre un millón.
—¿Y ahora, temes la envidia de los dioses? —preguntó Johannes sonriendo.
—No —dijo Viggo con lentitud y solemnidad, como antes—, a pesar de que podrían envidiarme, como tú has dicho. Júpiter en persona podría envidiarme. Pero aunque están complacidos, ha llegado el momento de pagar el precio de mi felicidad y es por eso que debo marcharme. Abandonar Copenhague ahora es como morir. Y en cierto modo moriré, Johannes; este es mi último día y tú debes comportarte conmigo como si fuera un moribundo. Morir no es difícil, es extrañamente esclarecedor, es como subirse al mástil de la existencia. Sobreviene la sabiduría, y cuando uno no es un sabio, ni nunca antes lo ha sido, esto resulta muy sorprendente. Creo que la gente lo llama experiencia.
Johannes lo escuchaba algo dudoso. Pensaba que los seres humanos podían tener preocupaciones de índole muy variada, y se hacía preguntas respecto a qué se sentiría al estar preocupado por un asunto así.
Después de un largo silencio Viggo volvió a hablar.
—Es muy extraño y nadie lo imaginaría antes de experimentarlo. Cuando uno pasa a mejor vida, como suele decirse, lo que más desea es contar a alguien los pormenores de su existencia, para así en cierto modo continuar viviendo. Solo hay una cosa de la cual no puedo hablar, pero no importa, porque eso me lo llevo conmigo. Pero puedo referirme a todas las cosas bonitas que abandono y que hoy se acaban para mí. Si fuera un poeta, escribiría sobre esto antes de partir, y mi corazón se sentiría menos apesadumbrado.
»Por eso al encontrarte me sentí muy contento. Recordarás muchas cosas de nuestra época en Sophiendal, de modo que al menos estas continuarán vivas. Recordarás cómo prendimos fuego al granero y ahorcamos al gato de mi abuela. Recordarás a mi perro Caro. —Johannes no recordaba ninguna de estas cosas, pero no lo dijo—. ¿Recuerdas el cuento de los cíclopes y de aquel llamado Nadie? Podías leer mucho más rápido que yo. Pero ahora yo seré Nadie.
—¿Qué otras cosas recuerdas? —preguntó Johannes.
—¿Qué otras cosas? —repitió Viggo—. Lugares, riñas, favores que me hizo la gente. La nieve invernal, la pesca en las noches de verano. Permitir que todo esto desaparezca, que lo olvide, me haría sentir desgraciado, Johannes, como si estuviera traicionando algo muy noble y tierno que hubiera confiado en mí. ¿Qué otras cosas? —caviló un segundo y agregó—: Sobretodo, como comprenderás, a las mujeres.
»Desde el momento en que supe que debía partir —continuó—, no he dejado de pensar en las mujeres que he conocido, y no solo he recordado a las chicas jóvenes y bonitas. No. No. También he recordado a las viejas doncellas de este mundo. De niño tuve una vieja institutriz francesa, que era una virgen vestal, semejante a una antigua aguja de tejer hecha de marfil. Sin embargo, tenía una manera de amenazarme con el dedo cuando me reñía, que era sutil como un enigma sin resolver, o como una promesa. Aun ahora sería digna de ser seducida por cualquier hombre. Si hoy hiciera mi testamento, y te dejara su retrato, sería una bonita herencia. Pues las chicas jóvenes... —hizo una breve pausa—, mientras miro el mar o el cielo estrellado durante la guardia, a menudo pienso lo siguiente: podemos mirarlas todo lo que queramos pero siempre permanecerán invisibles. Las chicas jóvenes son así.
»Quisiera brindar por todas las mujeres de Copenhague (las solteras, las casadas y también las putas), y poner sus nombres en el cielo para poder contarlas o nombrarlas como quien nombra las estrellas. Quisiera hablarte de ellas, a ti, mi viejo amigo, que hoy has venido a mi barco.
Guardó silencio durante un rato.
—También, si tienes deseos de oírla, quisiera contarte la historia de cierta chica a la que, no sé por qué razón, he recordado estos últimos días. Hoy, cuando avanzábamos hacia el barco en el bote de remos, me pareció que estaba con nosotros. Pero para empezar mi historia debo retroceder mucho en el tiempo.
»Todo comenzó hace siete años, cuando yo tenía quince. Una vez, mientras caminaba por el bosque de Sophiendal, vi una chica que parecía un elfo, que era como una ninfa de los bosques. Yo salía de la espesura, de la densa sombra, a un claro donde el sol y el aire danzaban sobre la hierba. Y allí estaba ella sentada sobre una valla. Vestía una falda de color azul pálido y una camisa púrpura. Era tan rubia que irradiaba luminosidad. Me miró fijamente, con ojos muy abiertos y semejantes a los claros ojos de un halcón; su expresión no era suave, no, era severa, indómita, se diría que lo miraba a uno con disgusto. Pero al mismo tiempo era infinitamente amistosa y alentadora. Lo sabía todo y se burlaba del peligro. Permaneció allí solo un minuto. Luego, desapareció en el resplandor del sol de mediodía y el sitio donde se hallaba quedó vacío. Un gavilán alzó el vuelo desde la valla y rozó mi rostro con sus plumas grises y de tonos castaños. No la olvidé y siempre me preguntaba si volvería a verla.
»Antes de encontrarla pensaba poco en las mujeres. Como sabes, era un niño lerdo y apagado. Me sentía feliz cuando estaba solo. Pero esa ninfa de los bosques me hizo algo; sus ojos tan abiertos abrieron los míos. A partir de ese día tuve conciencia del mundo. Sobre todo de las mujeres, que habían estado siempre allí sin que yo reparase en ellas. Recuerdo que aquella misma tarde, al volver a casa, mientras cruzaba el puente del molino de Sophiendal, en la pradera y a cierta distancia vi a las dos hijas del molinero, que eran mayores que yo, bañándose en el río iluminadas por los declinantes rayos del sol. Bajé al río a lavarme las manos, pues había estado cazando palomas y las tenía ensangrentadas. Allí, bajo los grandes olmos, la sombra era fresca y azul, el agua oscura, y me pareció que estaba solo y olvidado del mundo. Pero arriba, en la pradera, el río y las chicas dentro de él eran de oro, y sentí en mis dedos y muñecas el contacto con el agua dorada que fluía de ellas hacia mí.
»Poco después... —Viggo se interrumpió y dijo—: No. Mi intención solo era contarte la historia de aquella chica.
»Y entonces sucedió —dijo continuando con el relato— que el último verano fui a Funen a casa de mi viejo tío Waldemar. Puede que hayas oído hablar de él en Sophiendal. Era marino y debió haber alcanzado el grado de oficial, pero cuando no era más que un cadete, llegaron los ingleses y se llevaron nuestra flota, así es que se quedó sin barcos en los que navegar. Por lo tanto se dedicó al comercio; viajó por todo el mundo, y durante un tiempo fue oficial de la marina portuguesa. Era un excelente hombre de mar y poseía algo que hacía que las mujeres lo amaran dondequiera que estuviese. Se dice que estuvo casado con una dama portuguesa, y con una princesa de Java. No podría asegurar que todas las historias sobre él fueran verídicas; pero sé que una de ellas lo es, y aunque alguien se ría al escucharla, es una historia triste. Una aldeana de Funen tuvo un hijo de él. Siguió en la vida por el mal camino y terminó aquí, en Copenhague. Se dio a la bebida y enfermó. Una noche, en la taberna en que se hallaba, un marinero le dijo que tío Waldemar se había casado con una dama portuguesa, y la chica se arrojó a la bahía. Pues bien, como verás, en ocasiones la familia de tío Waldemar estaba muy satisfecha de él, y en otras, preocupada por él; por eso preferían que navegara en el archipiélago y en el Pacífico antes que en el Báltico. De niño, en cuanto lo vi me inspiró una gran admiración, yo también le gusté y al morir me dejó todo lo que poseía. Aunque no era mucho. Cuando se hizo viejo la desgracia cayó sobre él, paulatinamente fue quedándose paralítico y nunca más pudo abandonar su silla. Entonces volvió a Dinamarca. Se instaló en un ala de su granja en Funen, con un sirviente y una vieja que lo cuidaba. Yo iba a verlo de vez en cuando, y lo que me hacía ir no era solo la simpatía que siempre había existido entre él y yo, sino esa extraña atracción que los muchachos sienten por el sufrimiento. Era un lugar melancólico. Hasta el humo de la chimenea daba la impresión de caer con tristeza sobre el blanco césped helado del jardín. Tío Waldemar no se alegraba de verme y tampoco hablábamos mucho. Sin embargo, creo que un chico de diecisiete años, un tonto como yo era entonces, sin ideas claras sobre las leyes de causa y efecto, le resultaba mejor compañía que los adultos.
»Mientras estaba allí me sobraba el tiempo, y, por lo tanto, me sentaba a leer sus libros. Le interesaba mucho la poesía, y tenía algunos volúmenes que acostumbraba llevar consigo en el barco.
»Supongo que habrás leído muchos libros, mucha poesía —continuó Viggo—. ¿Conoces el poema de aquel guerrero moribundo de la antigüedad, quien pidió a su hijo y a su hermano que lo mataran, pues creía como todos sus contemporáneos que solo los que morían combatiendo subían a la morada de Odín, el Valhala, en tanto que los que morían en el lecho bajaban donde se hallaba Hela, una bruja en una oscura cueva? Lo leí allí muchas veces. Así es como este antiguo conde manda buscar a su hijo y le ruega que lo mate:
Hela me está acechando desde su guarida,
quiere que vaya como esclavo a las profundidades;
pero el guerrero es digno de morir combatiendo.
»Sin embargo, el hijo no lo hace, y él le pide lo mismo a su hermano:
quiere que vaya como esclavo a las profundidades;
pero el guerrero es digno de morir combatiendo.
»El hermano, como bien sabes, tampoco accede. El poema continúa así:
Y el conde retuerce sus manos con desesperación.
»Algo similar sucedía cuando estaba junto a mi tío. No podía comprender que ya nadie lo quisiera, cuando antes todos lo querían. La vida lo rechazaba y la muerte también. No temía morir, se había enfrentado con la muerte muchas veces. Debe de haber pensado en la posibilidad de poner fin a su vida, pero no podía hacerlo, pues creo que hubiera sido para él como comprar los favores de una mujer orgullosa.
»Volví a marcharme lejos. Ya había tenido mi cuota de sufrimiento. Me decía que si ese era el pago de una vida de aventuras, debería intentar quedarme en casa. Pero no me quedé en casa y no volví a tener noticias suyas.
»No obstante, el verano pasado, cuando estaba de vacaciones en Copenhague, mi madre me escribió diciendo que corrían rumores de que mi tío había cambiado su testamento; me pedía que fuera a verle y averiguara la verdad. Yo no quería ir por dos razones. La primera, porque me parecía inconveniente molestar a un moribundo con preguntas sobre su testamento; ser como un tiburón que sigue a un barco naufragado. Y también porque en aquella época, esta cosa de la cual no puedo hablar, ya había comenzado a sucederme. Sí, había empezado en el mes de mayo del año anterior. Supe desde el principio que solo me traería desgracias, pues estaba en la naturaleza de las cosas. A pesar de esto no quería que la sombra de la miseria humana cayera sobre mí o sobre la imagen que guardaba en mi corazón. Pero mi madre insistió y finalmente fui. Era en plena canícula, con un tiempo estable y caluroso. Cuando llegué a casa de mi tío, su viejo sirviente me dijo que esperaba con ansiedad mi llegada. Encontré la casa, y todo en ella, cambiado. No era que mi tío estuviera mejor, por el contrario, era evidente que le quedaba poco tiempo de vida. Sin embargo el moribundo denotaba una extraña y renovada esperanza, una gran fe. Pienso que ese era él aspecto que debía tener cuando era joven y se hallaba en el puente del barco durante sus largos viajes. Parecía inconmovible, no por necesidad, sino por sus esperanzas. Era como un viejo barco fuera de circulación que volviera a navegar. Y sabes, no me maravillé frente a este cambio. En aquellos días los milagros me resultaban naturales. Ahora pienso que llegué a creer que su misteriosa felicidad, que llenaba de luz su rostro, debía tener su origen en Copenhague, en la misma fuente de donde manaba la mía.
»Hizo que me preparara la cena y mientras comía, conversamos. Dudo que dos hombres pudieran estar tan de acuerdo sobre el esplendor de la vida como lo estuvimos nosotros aquella noche.
En este punto Viggo se detuvo, para recapacitar un momento. Al comienzo, Johannes había escuchado sin mayor interés el relato de su amigo. Durante toda su vida había mantenido las ideas y estados de ánimo de sus conocidos al margen de sus propios pensamientos. No obstante, aquí, en la soledad del mar y del barco, empezó a sentir que tal vez valdría la pena enterarse de lo que Viggo y las personas como él pensaban sobre el mundo, sobre la vida y la muerte. Algo en la voz y en los modales de su acompañante hacía que escucharlo fuera involuntariamente fácil y hasta placentero. En todo caso, era como recibir un suministro de vituallas espirituales de forma gratuita.
—En el curso de nuestra charla —continuó Viggo— me contó que el viejo párroco del lugar había ido a verlo últimamente, y habló en muy buenos términos de su piedad y su bondad. Yo había escuchado predicar a aquel anciano en la iglesia y todas las veces me provocó el sueño. En esa oportunidad pensé: que Dios bendiga al viejo pastor Mikkelsen si puede aliviar el último tramo del camino a un marino moribundo. «El problema es —dijo mi tío— que está totalmente absorbido por el trabajo de la parroquia.» Sin embargo, él y su mujer tenían una hija adoptiva, una chica de quince años que venía a su casa a leerles la Biblia. «Es muy rubia —dijo— y sabe mantenerse muy erguida.» Yo pensé: Dios bendiga a la rubia hija del pastor. Mientras permanecí con mi tío en aquella ocasión, me contó muchas cosas sobre sus viajes, grandes aventuras y hechos extraordinarios. Solo te contaré uno de ellos, pues está relacionado con la historia de la chica. Me describió un temblor de tierra que había presenciado en Asia Menor. «En el intervalo entre la primera y la segunda sacudida —dijo— me di cuenta de que la tierra se movía sola bajo mis pies, y eso me provocó una dicha incontenible. El origen de esta felicidad no es otro que el conocimiento de que algo que creíamos inmóvil en realidad puede moverse. Sentí que el antiguo filósofo, que tú habrás leído, quedaba indemnizado de su desgracia con esta aseveración: E pur si muove!»
»Por las tardes salía a cazar patos, por lo que durante los días que siguieron no vi al pastor ni a su hija. Ambos me inspiraban cierto temor y me alegré de que las cosas siguieran así.
»Pero una tarde, al entrar, vi un sombrerito gris y una capa en el vestíbulo, y comprendí que la hija del pastor se hallaba con mi tío. Era una de esas extrañas, sofocantes y calurosas tardes que siempre terminan en una tormenta. Había luz en la habitación de mi tío, pues ya se dejaba sentir la oscuridad de las noches de agosto; la puerta estaba abierta y pude oír una suave y clara voz femenina en el interior. Me senté en el alféizar de la ventana de la sala, miré el cielo tormentoso y escuché. La chica leía el libro de Judith. Lo sé porque después encontré el libro abierto sobre la mesa y pude mirar lo que había leído. Había llegado a la parte final, al canto triunfal de Judith, cuando ya ha cortado la cabeza al comandante enemigo, y ella lo recitaba con su voz fresca y juvenil. De vez en cuando hacía una pausa, como dando tiempo a su oyente para reflexionar sobre el texto. En una de estas ocasiones escuché la voz de mi tío pidiéndole que acercase más su silla. Cuando hubo terminado el capítulo se quedó callada, y en ese profundo silencio oí al anciano que hablaba en un tono lento, fuerte y dulce a la vez, como si fuera la voz de un hombre joven y vigoroso. “Dame un beso”, decía.
»Pensarás que me reí, ¿no es cierto? Y que me dije a mí mismo: así es que esta es la forma que tiene tío Waldemar de leer la Biblia. Pero no lo hice, pues en la forma en que mi tío me habló de la chica y en su voz en aquel momento, había mucha seriedad y fervor. Yo estaba seguro de que nunca antes le había pedido que lo besara. La habitación permaneció silenciosa como una tumba hasta que uno de los candelabros cayó al suelo con gran estrépito. Abrí la puerta y entré.
»Ninguno de los dos me vio. Se hallaban muy juntos, el anciano inválido se había incorporado y con ambos brazos rodeaba el esbelto cuerpo de la chica estrechándolo contra él. La chica no decía nada. Sus rizos rubios le caían sobre el rostro, pero sus manos acariciaban el largo pelo blanco. Sin embargo, un instante después lo rechazó con un movimiento rápido y furibundo que le hizo perder el equilibrio y caer de costado a sus pies.
»Yo me apresuré a incorporarlo y le ayudé a levantarse. Me contempló con la mirada brillante y las mejillas encendidas. Nos hallábamos muy cerca el uno del otro y habló directamente a la cara: “E pur si muove”, dijo.
»Cuando lo llevé hasta el lecho lo sentí muy ligero entre mis brazos. Al volverme a llamar al sirviente para que trajera al médico, vi que la habitación estaba vacía, que la chica había huido. Me senté a su lado y esperé, pero no volvió a hablar ni abrir los ojos. Y durante aquellas horas nocturnas junto a su lecho, recordé los últimos versos de la balada.
El conde se retorcía las manos con desesperación,
y de pronto la puerta se abrió de par en par.
En el umbral surgió un guerrero iluminado por el sol,
aunque solo tenía un ojo, era muy rubio
y en el costado llevaba una potente espada.
»El desconocido dice que ha venido a vengar a sus dos hermanos muertos por él, y al escuchar esto, el conde salta de la cama. Se batieron durante todo el día, pero al caer la noche el conde había recibido una herida mortal. Los últimos versos dicen así:
Y habló el desconocido. Fue un combate limpio.
Deja de lado tu brillante espada, mi señor;
yo soy Odín y vi tu angustia.
Ahora en vano Hela te acechará en su guarida.
Pues el guerrero es digno de morir combatiendo.
»Lo repetí muchas veces, y mientras meditaba en él, tío Waldemar murió con rostro solemne y triunfante. No reparé en que había muerto hasta tocarlo y sentir que estaba frío.
»Poco rato después oí la lluvia. Esa noche no hubo truenos, como yo esperaba, y solo cayó una fuerte lluvia que se escurría por los cristales de la ventana y golpeaba sobre la gravilla. Hizo que me olvidara de la balada de Odín y del rostro del anciano para recordar a la hija del pastor, y descendí a la planta baja. Al parecer, la muchacha había tenido el buen sentido de ponerse la capa y el sombrero, pues habían desaparecido. No obstante, me sentí muy angustiado.
»Esa niña —pensé— nunca había sido besada. Vino a leer la Biblia a un moribundo y se vio obligada a huir de la casa, sola en la oscuridad bajo la lluvia. El abrazo del anciano debió de ser terrible para ella. ¿Qué les diría a su padre y a su madre —me pregunté— cuando llegara a su casa mojada y temblorosa? El epitafio de mi tío sería entonces el de un hombre perverso, que desconociendo la gratitud, intentó seducir a su propio ángel guardián.
»Mientras estaba parado en la puerta mirando hacia afuera, pensé que la gente de mar y la gente de tierra están a una gran distancia. El viejo pastor y su mujer pertenecían a esa clase de personas que me juzgarían si conocieran mi modo de pensar. Era mejor que ellos y yo no nos encontráramos nunca. Pero por fin me decidí a ir a la iglesia al día siguiente, a pedir disculpas, a dar explicaciones, y a salvar lo que fuera posible del nombre de mi viejo amigo muerto.
»Fui allí por la tarde. Después de la lluvia, hacía un tiempo fresco y limpio. El anciano pastor debió verme desde su ventana pues salió en persona a abrirme la puerta. Era un hombre pequeño, regordete y tímido. Ni en su rostro ni en sus modales había trazas de indignación; no, tomó mi mano entre las suyas y me dio el pésame. Me condujo a una sala baja y pobremente amueblada en la que había un intenso aroma de flores, pues su esposa y su hija estaban confeccionando una guirnalda sobre una mesa frente al sofá. La esposa del pastor, que era pequeña, regordeta y tímida como su esposo, me saludó con lágrimas en los ojos, y me contó, apenada, que sus flores habían sufrido con la lluvia de la noche anterior. La chica, sentada en una silla angosta, vestía una falda de un desteñido azul claro; se puso de pie, me hizo un breve saludo, volvió a sentarse sin decir nada y continuó su trabajo.
»El pastor habló durante largo rato, y cuando hacía alguna pausa, su esposa, desde el sofá, lo animaba a que siguiera. Ambos parecían hallarse en un estado de beatitud, y solo después de un tiempo comprendí la causa. El honrado pastor había buscado durante toda su vida a un auténtico pecador arrepentido, pero no había encontrado ninguno en las parroquias de Funen. Mi tío era su gran premio, un magnífico penitente, y con seguridad lo recordaría hasta en la hora de la muerte. Mientras hablaba parecía ensancharse y llenar el sillón, como un obispo. Dijo que era claramente obra de la Providencia que su hija estuviera allí la noche anterior, para que lo último que escuchara aquel hombre moribundo fuera la palabra del Señor. “¿Y no fueron —preguntó— las últimas palabras de su tío un piadoso grito, una acción de gracias?” Sí —repuse—, así fue. “Es un gran consuelo”, dijo el viejo pastor, y juntó las manos.
»Pero el tiempo era tan malo —dije—. Su hija no debió venirse sola a casa.
»La esposa del pastor me sonrió por encima de las flores.
»—Sabemos —dijo— que usted la habría acompañado a pesar de su dolor, pero está acostumbrada a andar sola.
»Al marcharme, el pastor dijo a su hija que me condujera hasta la puerta. La chica se puso de pie de inmediato y caminó delante de mí a través de la casa. Su espalda esbelta era graciosa y en verdad se mantenía muy erguida. Al cruzar la habitación, me pregunté qué podría decirle. ¿Sería tan inocente —me dije— como para no darse cuenta de la pasión y la tragedia que había provocado? ¿O estaba tan profundamente herida que no podía expresar su aflicción? ¿Debería —me pregunté— agradecerle su silencio?
»Pero cuando llegamos a la puerta, y ella ya la había abierto, se dio la vuelta enfrentándome, puso sus manos en mis hombros y me miró a la cara. Su joven rostro estaba iluminado por un resplandor tan solemne y triunfante como el del anciano cuando lo sostuve en mis brazos la noche anterior. Nos quedamos así muy cerca uno del otro, como si fuéramos dos amigos íntimos que se separan. Me pareció que volvía a mi infancia, que tenía otra vez quince años como ella. La veía idéntica a la chica del bosque en Sophiendal, la chica del claro en el bosque. Sus grandes ojos brillantes, como los de un halcón, eran severos, y podría haber pensado que estaba disgustada conmigo, pero también eran amistosos, alentadores y confiados. Lo sabía todo y se burlaba del peligro.
»No le di las gracias. Creo que contuve la respiración en espera de que unas alas volvieran a rozar mi rostro por segunda vez. Estaba tan cerca de mí que con solo un movimiento de cabeza podría haberla besado.
En este punto, Viggo se detuvo y se quedó pensativo.
—¿Y la besaste? —preguntó Johannes en voz baja.
—¿Besarla? —gritó Viggo y volvió a enmudecer durante un rato—. No —dijo con lentitud—. No. Por la pregunta que me haces, veo que no te he contado correctamente la historia. ¿Besarla? Antes se me habría ocurrido besar a Odín. No. Aparte de sus dos frágiles manos en mis hombros, no tuvimos ningún otro contacto. Cuando las dejó caer, me retiré.
»—No soy poeta —dijo y se echo a reír—. Puedo contarte mi historia, pero no consigo que captes su verdadero sentido.
»Bueno, te he retenido demasiado tiempo. Nuestra cena debe de estar lista. ¡Vamos! Al menos tú y yo beberemos una copa por todas las chicas rubias de la tierra.