LA FAMILIA CATS
QUERIDOS lectores, no quisiera engatusaros con algo que después tuvieseis que lamentar haber leído. He aquí un cuento cuyo único mérito es la excelencia de sus principios morales.
Hace cien años había en Amsterdam una familia —puede que aún esté allí—, que, aunque pertenecía a la burguesía, sobrepasaba a todas las demás en honestidad y rectitud. Como esto se prolongase a lo largo de muchos años, y su gran honestidad y rectitud pareciera transmitirse de padres a hijos, ser un miembro de la familia Cats equivalía a ser una persona superior. Ocupaban los cargos más elevados del país, tanto eclesiásticos como seculares, y lo hacían de acuerdo con los deseos de toda la población, pues no solo eran reconocidos como honestos, sino como capaces —prudentes, enérgicos— y muy ricos.
Al mismo tiempo, una desgracia perseguía a la familia Cats, de la cual esta no cesaba de lamentarse; siempre existía entre sus miembros uno que gozaba de tan mala reputación como buena era la del resto, es decir, que era precisamente la clase de persona que recibe el nombre de oveja negra, pero en esta familia eso resultaba más deplorable e inverosímil que en cualquier otra. Aun cuando en la familia todos los progenitores tenían presente este destino aciago, y hacían todo lo posible por educar a sus hijos como auténticos Cats, no conseguían evitarlo, porque apenas fallecía algún inveterado pecador, y, libres de él, podían respirar más tranquilos, uno de los jóvenes miembros de la familia se hallaba ya listo para tomar el relevo.
Al repasar la historia de la familia, celosamente archivada y conocida por todos, se veían obligados a admitir, junto a los excelsos nombres de dignos ciudadanos, obispos piadosos y rectos, alcaldes, virtuosas esposas y madres, una lamentable lista de nombres pertenecientes a fallecidos bribones. Aquellos que podían rememorar tiempos muy remotos, citaban al viejo Jeremías Cats que terminó siendo pirata; a Adrián Cats, quien por cierto, había sido el niño mimado de la sociedad de Amsterdam hasta que se supo que tenía, aparte de su esposa en Amsterdam, una mujer en Utrecht, otra en Haarlem, y dos más en el extranjero; a Cornelius Cats, todavía mencionado cuando se quiere tildar a alguien de avaro; a Petrus, el hijo del obispo, quien no podía resistirse a los juegos de azar y las apuestas, y jugó al Zeven-Eleffen con Meir Goldsmet, de Lisboa, prometiendo convertirse al judaísmo si perdía, y quien para pagar otra deuda de juego vendió todos los vitrales de la iglesia de Saint Bavo, en Haarlem; a Jonás, que, llevado por la pasión, mató a su hermano, sacó un ojo al almirante Dudok de Wit, y tuvo que huir de su patria.
Mientras todos hacían lo posible, como ya se ha dicho, por educar a sus hijos de tal modo que pudiera evitarse esta desgracia, los peores infortunios caían sobre ellos cuando menos lo esperaban; así sucedió con Amelie Cats, la chica más bella de Amsterdam, quien salió de la ciudad una agradable mañana de verano acompañada de su profesor de canto, y jamás regresó. Desde aquel día su nombre no volvió a ser pronunciado. (Más tarde hizo fortuna al casarse con un rico mercader de esclavos y pasó el resto de sus días en Java. Cuando su sobrino, el joven Petrus Cats, que se iniciaba en las actividades comerciales, fue allí en uno de los barcos de su padre, ella dio una gran cena en su honor, durante la cual el muchacho no supo qué actitud adoptar. Su tía, con gran orgullo y emoción, brindó por él y por la familia, como si no existiese ni nunca hubiera existido la menor tirantez, y acabó besándole, cosa que aumentó todavía más la confusión del joven, que no hacía sino pensar en lo que dirían en casa.)
A la muerte de Amelie creyeron que por fin tendrían paz. Sin embargo, pronto volvieron a sentirse intranquilos, pues Jeremías, el más joven y talentoso, que estudiaba en La Haya, empezó a frecuentar malas compañías, a contraer deudas, y temieron que siguiera sus pasos.
No estaban errados, porque al año siguiente fue expulsado de la universidad, y antes de que pasara otro año, había provocado tantos escándalos en Amsterdam, que tuvo que abandonar la ciudad y el país; en el transcurso del tiempo, fueron enterándose, con gran pesadumbre, de sus múltiples fechorías, llevadas a cabo en el extranjero.
Pero, después de desarrollarse así las cosas durante una centuria, el destino pareció estimar que ya era suficiente.
Una tarde de primavera, mientras varios miembros de la familia estaban reunidos en casa del joven Petrus Cats, para celebrar el bautizo de su primogénito, ahora el más joven de todos los Cats, mientras el hielo se derretía en los canales y el aire se cernía sobre la ciudad como una leve niebla dorada, entró Vrouw Emerenze Cats a consultarles un asunto.
Todos se sintieron felices y emocionados por su visita, le cedieron la mejor silla, le ofrecieron chocolate, frutas confitadas, tarta de miel, e intentaron que el bebé la besara. Pero ella les interrumpió sin miramientos.
—He venido a hablaros de otra cosa —dijo—. Aunque debo reconocer que, por lo que a mí respecta, la noticia que traigo es buena, no habría perturbado vuestra felicidad de hoy si no fuese necesario... Mi hijo Jeremías vuelve a casa.
Como no sabían qué decirle, todos se quedaron callados. Por fin, el viejo Cats, padre de Petrus, tomó la palabra.
—Me alegro. Me alegro de oír esa noticia —dijo, pero se le notaba confundido.
—Gracias —replicó Vrouw Emerenze—, sin embargo no he venido hoy hasta aquí para obligaros a ser amables conmigo. He venido a haceros una pregunta. Ninguno de vosotros ignora que en el mundo existe una nobleza a la que pertenecen todas las personas honradas. Gracias al cielo, nosotros y todos nuestros parientes formamos parte de ella desde la cuna. —Ella también había nacido en el seno de la familia, pues era hermana del viejo Cats y se había casado con un primo—. Por nuestra sangre tenemos derecho a contarnos entre ellos; hemos sido llamados la conciencia de la nación y agradezcamos a Dios que así sea. Pero sé que mi hijo ha perdido ese derecho. Se ha marginado por su propia voluntad y a nadie se le ocurriría mencionar su nombre al referirse a nosotros. Por tanto, me parece oportuno preguntaros (en realidad os lo consultaré individualmente uno por uno), si estáis dispuestos a aceptar a Jeremías entre vosotros y a permitirle que regrese. Os conmino a responder honestamente y de acuerdo con vuestro criterio; si rehusáis, sabré que lo habéis hecho porque os parece lo más justo.
En realidad se dirigía al viejo Petrus Cats, pues ninguno de cuantos se hallaban ahora en casa de su hijo hablaría antes que él. No se daba prisa en responder, y mientras los presentes pensaban, ora que iba a dar su consentimiento, ora que se disponía a negarlo, permanecía sentado en silencio. Sabían que estaba repasando mentalmente toda la vida de Jeremías, desde la época en que era un niño cuidadosamente peinado, que aventajaba en apostura e inteligencia a los demás vastagos de la familia reunidos en su casa para la cena de año nuevo, pasando por la época en que echó al joven sus primeras reprimendas en nombre de su difunto padre, hasta últimamente, cuando toda noticia sobre Jeremías no era sino un presagio de infortunios. Con los años, el viejo Petrus Cats se había vuelto más caritativo, y cuando por fin habló, dijo lo siguiente:
—Pues bien, contestaré de acuerdo con lo que siento. Mi respuesta es un sencillo sí; lo aceptaremos entre nosotros. Que sea bienvenido al hogar.
La vieja Vrouw Emerenze se deshizo en lágrimas, pues conocía el valor de la clemencia proveniente de un miembro de su familia, y por el momento no pudo decir palabra. El anciano Petrus Cats también estaba conmovido.
—De ninguno de nosotros oirá la menor referencia a los pecados de su juventud —dijo—. Su lugar está entre nosotros y le recibiremos como a un miembro más de la familia. Ya que estamos en el tema, debo confesarte que a veces pienso que papá y mamá fueron demasiado severos con Amelie.
—Sé —dijo Vrouw Emerenze— que la familia siempre ha procurado que prevalezca la justicia; pero a causa de mi hijo, hoy me encuentro en posición de valorar un juicio benévolo de muy distinta manera a como lo hubiese hecho antes. Me iré de este mundo llena de agradecimiento por vuestra respuesta.
Debido a la solemnidad de la conversación, su hermano la acompañó hasta el carruaje y, mientras los dos ancianos salían, los demás permanecieron en silencio.
No bien habían desaparecido cuando el joven Petrus Cats habló.
—Ha sido un grave error —dijo.
Los otros, asombrados y ofendidos, se volvieron hacia él y le preguntaron qué significaban sus palabras.
En cierto modo el joven Petrus Cats les hacía sentirse orgullosos, pues era un hábil comerciante, y además de versado en filosofía e historia, había estudiado matemáticas, astronomía, e incluso astrología para su propio placer, y sabían que de no haber sido un Cats hubiese sido un famoso erudito. Tenía débil la vista y bizqueaba al hablar, pero en compensación su boca era grande, bien dibujada, y sonreía con frecuencia.
—Es un error por dos razones —dijo—. La primera es que, cuando hablamos de justicia, debemos recordar que tan erróneo es decapitar a un inocente como dejar en libertad a un culpable. Este es un paso en falso que el destino utilizará en contra nuestra si algún día nos quejamos de su injusticia. ¿Acaso podremos protestar si el destino pierde a hombres honestos y encumbra a los que no lo son? La justicia debería ser todopoderosa; sufriremos las consecuencias de esto durante veinte años.
—Pero, ¿y la misericordia, mi querido Petrus? —dijo su tío, el obispo, en tono reflexivo—. ¿Qué me dices de la misericordia?
—Esa es la segunda razón —contestó Petrus—. Tío Cornelius, la misericordia no debiera desplazar a la justicia... Podemos servir al mundo de dos maneras: volviendo atractiva la virtud o haciendo repulsivo el vicio. El mundo entero descansa en el principio de que la virtud es premiada, ¿sin embargo, quién lo creerá si no lo ve? He aquí la razón por la cual el país nos está agradecido: hemos demostrado las excelencias de la virtud. Por nuestra posición en el mundo, la familia tiene dos motivos de regocijo: la virtud ha progresado, y nosotros con ella. Pero Jeremías abandonó la virtud y esto debería hacer que el vicio fuese más reprobable. Si él estuviese picando piedras en la carretera, o mendigando por las calles, ni vos, tío Cornelius, ni vos, tía Carolina, seríais un mejor ejemplo para la juventud. Nadie de entre nosotros sería mencionado con mayor frecuencia al hablar de moral a los niños. ¡Estáis destruyendo la única posibilidad que tiene Jeremías de servir al mundo! —exclamó el joven Petrus.
Digamos que este es el fin de la primera parte del relato sobre la familia Cats.
El asunto ya ha sido planteado; Jeremías volvió, como el hijo pródigo, y dos meses después la vieja Emerenze Cats falleció y fue enterrada. Jeremías vivió en su casa; tenía poco contacto con los demás, pero cuando empezaron a verle con mayor frecuencia, terminó por agradarles; la opinión general, y así se lo decían unos a otros, era que resultaba gratificante comprobar lo auténtico de su transformación.
Un año después de la muerte de Vrouw Emerenze Cats, un día de calor bochornoso y pesada calma, Petrus Cats envió un mensaje a Coenraad, su hermano menor, el más capacitado de los jóvenes comerciantes de Amsterdam, pidiéndole que fuera a verle en cuanto tuviese la oportunidad. Coenraad se presentó en casa de su hermano esa misma tarde; recorría las calles tan sumido en sus pensamientos que sus conocidos, al cruzarse con él en el tibio atardecer de verano, no obtenían respuesta a sus saludos. Ignoraba el motivo por el cual su hermano le había llamado, y pensaba: «Tal vez es cierto lo que he escuchado, que tiene problemas con su negocio, y querrá que le ayude. Ya veremos».
Una vez que Coenraad hubo saludado a la mujer de Petrus y al niño y los dos hermanos se encontraron solos en el estudio, Petrus fue el primero en hablar.
—Por mucho que te sorprenda lo que voy a decirte, puedes estar seguro de que nunca he hablado tan en serio como en esta ocasión.
Coenraad pensó: «Está muy pálido, y suele estarlo cuando tiene preocupaciones. Sea lo que sea lo que anda mal, debe de ser muy grave y por eso recurre a mí, si bien es cierto que en asuntos de negocios los lazos familiares no son lo que cuenta». Sin embargo no dijo nada y continuó sentado, fumando en silencio.
—Desde muy joven vengo reflexionando sobre el destino —dijo Petrus—. Sí, este ha sido el objeto primordial de mi atención; lo he considerado en todo orden de cosas; en mis negocios, en mis estudios, en mi matrimonio; en cualquier coyuntura sus leyes han sido lo más importante para mí; aun cuando los acontecimientos me fueran adversos, constituían una enseñanza moral tan valiosa, que esto último compensaba lo anterior. Te explico todo esto para que me escuches en silencio hasta que haya terminado.
«Qué fácil es culpar al destino», pensó Coenraad Cats.
—Un sino terrible y extraño se cierne sobre nosotros —dijo Petrus—. No sé si se trata de una maldición, pero en este momento se ha convertido en algo maligno que compromete nuestras vidas, sí, y aún más que eso.
»Somos superiores a los demás —continuó Petrus Cats—, solo porque siempre uno de los nuestros ha cargado con el peso de los pecados de toda la familia. Los errores que pudieron estar distribuidos entre todos nosotros se acumulan en uno solo de los nuestros, que es quien nos deja libres de culpa.
»Nicolaus Cats cargó con nuestros pecados y eliminó para siempre de nuestra familia la falsedad; Petrus también cargó con ellos y desde entonces tememos el mero contacto con los naipes; Cornelius cargó con ellos y desde su época hemos ayudado a los pobres más que cualquier otra familia en Holanda; tía Amelie cargó con ellos y ahora nuestras chicas son las más virtuosas del país. Pero, al reformarse Jeremías, es cuando realmente nos ha golpeado la desgracia, y si no encontramos una pronta solución estaremos perdidos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Coenraad.
—Bueno —dijo Petrus—, ojalá se tratase solo de que estoy loco, pero este no es el caso. Nuestro prestigio es tan grande que a nadie se le ha ocurrido siquiera pensar que estamos en decadencia. Tal vez nunca nadie lo piense, y entonces, este sería el más terrible aspecto de nuestra desgracia, pues significaría que el daño que podemos causar no tiene límites, puesto que somos un ejemplo para toda la población.
—Míranos —dijo Coenraad a su hermano—, ¿no somos acaso los mismos de hace un año y medio, antes de que Jeremías tuviera la fatal idea de reformarse y volver a casa? ¿No lo somos?
—Empezó muy poco después del retorno de Jeremías —dijo Petrus—. Fuimos cayendo uno por uno; no sé si quedará alguno de nosotros que sea digno de llevar el apellido Cats. Mira al tío Cornelius, recuerda cómo todo Amsterdam volvía a casa desde su iglesia como si hubiesen pasado una hora en contacto directo con el cielo. Ayer, en esa misma iglesia, bendijo el matrimonio morganático del Príncipe Moritz y Antoinette van Waffelbacker. Debido a su influencia, esto repercutirá en todos los matrimonios de Holanda. Mira a tía Carolina, considerada modelo de todas las esposas y madres holandesas... ahora nadie puede negar que causó un gran daño a los Smets para beneficiar a sus propios hijos. Piensa en cómo tío Jonás abandonó a la familia empobrecida de su esposa. Piensa en tío Klaaes, quien ocultó su libro sobre la Trinidad al publicarse la declaración del concilio eclesiástico sobre herejía. Sí, y no he hecho más que mencionar las cosas conocidas por todos —continuó Petrus—. No he mencionado ni uno solo de los rumores que circulan, o habría tenido que referirme a algo a lo que me obligan las actuales circunstancias, algo que debemos rogar al cielo no sea cierto: que Nicolaus tiene una amante en Prinsengracht. También tendría que haber aludido a lo que toda la ciudad comenta: Wilhelmina, la joven esposa del alcalde, tiene un amante. Si no me crees, entonces piensa en Emerenze, nuestra propia hermana, de la que estamos tan orgullosos, que se vendió al idiota más redomado de Holanda por un nombre distinguido. ¿Hacían esto antes nuestras jóvenes? Ninguno de nosotros es lo que solía ser; ni siquiera yo, sentado ahora frente a ti, hablando en vez de lamentarme y arrancarme los cabellos; pues debo confesarte que también me he visto afectado y he sentido una especie de satisfacción al comprobar que no somos mejores que los demás. Sí, con cada nueva desgracia he experimentado una satisfacción casi intolerable.
Después de esta confesión, Petrus se quedó un momento callado y profundamente conmovido; Coenraad, que le había escuchado con creciente atención, primero se sonrojó intensamente, y luego, como la heroína de una novela, se puso blanco como el papel.
Cuando Petrus volvió a hablar, dijo:
—Dime la verdad, ¿eres el mismo de antes de que Jeremías volviera a casa?
No bien había terminado de decir esto, cuando Coenraad se puso de pie y lo golpeó en la cara, haciéndole caer hacia atrás; luego se miraron, llenos de furia y consternación.
—Debí haberlo imaginado —dijo finalmente Coen-raad—. No has renunciado a tus viejos hábitos de la infancia y te consideras mi juez. Pero no quiero que te entrometas en mis asuntos, no sabes nada de negocios, toda tu vida has estado descontento porque te viste obligado a ser un mercader y no pudiste dedicarte al estudio de las estrellas.
Mientras hablaba, sintió que lo que decía era completamente falso, y haciendo un enorme esfuerzo logró callarse, se dio la vuelta y fue hacia la ventana. Miró hacia afuera, preso de una violenta agitación, como alguien que, al no estar acostumbrado a perder los estribos, no sabe de qué manera recuperar el equilibrio. Petrus rompió ese profundo e incómodo silencio.
—Ahora sí se ha forjado el último eslabón de mi cadena.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó de súbito Coenraad con desesperación—. Es intolerable. Ya que lo sabes, hablemos francamente. Está volviéndome loco el deseo de ganar dinero. Día y noche no pienso en otra cosa. ¿Qué debo hacer para recuperar mi libertad? No consigo librarme, sus raíces son demasiado profundas. Por otra parte, creo también que no hay nada deshonesto en lo que hago. ¿Qué quieres, si Beeverson & Zoon actúan como lunáticos? Sin embargo, sé perfectamente, porque me conozco a mí mismo, que esta no es la verdad, y que terminaré cometiendo un delito. Cuando pienso en lo que era, y lo que soy ahora, me siento enloquecer. —Guardó silencio durante un rato y luego agregó—: ¿Sirve de algo que hablemos de esto?
—¿Cómo podríamos ayudarnos, antes de saber cuál es el problema? —dijo Petrus.
—¿Ayudarnos? —repuso Coenraad—. ¿Qué podemos hacer?
Petrus le miró, se dirigió hacia la ventana y luego volvió a su lado.
—¿No ves que nuestros problemas comenzaron cuando Jeremías se reformó y regresó a casa? —dijo—. ¿No podríamos hacer que volviera a ser el que era antes?
Los dos hermanos se miraron y permanecieron largo rato en silencio.
—Bueno —dijo Petrus—, estás pensando que esto es algo que uno no quisiera hacer. Quizá piensas que llevarlo a cabo es poco menos que un delito, pero no se trata de eso. Si valoramos nuestra virtud en más que la suya, ¿podría reprochársenos? Para toda persona honorable la propia virtud es lo más importante. Y en realidad todos los sacrificios que hace tienen como única finalidad conservar y reforzar esa virtud; por eso se sienten felices haciéndolos. La familia entera dará un día las gracias por lo que vamos a realizar.
—No estaba pensando en eso —dijo Coenraad—, sino en cómo lo harás...
—Volvió a casa cuando se quedó sin dinero —dijo Petrus—. Hagámoslo rico otra vez.
—Bueno, eso no es difícil —dijo Coenraad—. Todavía nadie sabe cuánto le dejó tía Emerenze. Ni el mismo Jeremías lo sabe. No sería difícil engañarlo. ¿Cuánto darías tú?
Sin pensarlo un minuto, Petrus respondió:
—Cincuenta mil guilders.
—Y yo lo mismo —dijo Coenraad. De lo cual se deduce que, aunque la familia tenía fama de ser muy cuidadosa con el dinero, nada contaba cuando el honor estaba en peligro.
Algún tiempo después, Coenraad volvió a ver a su hermano, y lo encontró tan pálido como él y tan consumido.
—La cosa no funciona —dijo—. Ha tomado nuestro dinero y lo único que ha hecho es contratar un cocinero francés y adquirir una colección de bulbos de flores y además hoy me enteré de que el joven Alexander Cats se ha comprometido con una viuda rica de sesenta años. ¿Qué hacemos ahora?
—Te lo voy a decir —repuso Petrus—. Recibí una carta de Moritz Cannegieter, y es posible que el destino esté de nuestro lado, pues en ella menciona a Jeremías. Dice que la persona que más parece haberle complacido es una chica holandesa llamada Jacobina, una actriz que trabajaba en las ferias rurales. Moritz la ha vuelto a encontrar por casualidad; está en un pequeño pueblo llamado Saint Amour, no lejos de las montañas del Jura.
—¡Santo Dios! —exclamó Coenraad, pues a pesar de todo Jeremías era un Cats.
—Debemos encontrarla —dijo Petrus.
—¿Lo harás? —preguntó Coenraad.
—¿Yo? —replicó Petrus espantado, como si estuviera exorcizando al demonio con aquella palabra—. No. ¿Un hombre con esposa e hijo? Claro que no, tú eres quien debe hacerlo, aún eres soltero.
—Está bien, sin duda puedo hacerlo —dijo Coenraad después de un momento de reflexión—. Se puede hacer cualquier cosa cuando es necesario.
Petrus le describió con todo lujo de detalles el lugar, el nombre y el aspecto de la chica, y se separaron.
Una semana más tarde, Coenraad dijo a su padre y a sus amigos que tenía que hacer un viaje de negocios a Francia, aunque no mencionó la naturaleza del negocio. Nunca había iniciado un viaje con tanta inquietud y con el corazón tan lleno de presagios, pero era un Cats, y se obligó a sí mismo a hacer lo que había planeado y a hacerlo de inmediato. Cuando la diligencia lo llevó hasta Saint Amour, una noche de septiembre con niebla y luz de luna, se cambió de ropa y visitó a Jacobina sin demora. Debió tratarse de una conversación digna de ser oída, y que se alargó más de lo necesario, pues ninguno de los dos comprendía bien al otro. Al principio, el rostro de Jacobina perturbó a Coenraad, porque sus ojos castaños eran serenos y más claros que el agua del aljibe, llenos de una infinita y profunda inocencia; sus cejas estaban ennegrecidas con lápiz de carbón y su piel era blanca como la leche. Después de haber charlado durante un rato, Coenraad descubrió que ella y Jeremías se habían separado en plena hostilidad, y que esa podía ser la causa de la reforma del joven; esto le produjo una sorprendente satisfacción, como si viese ya la posibilidad de un buen negocio. Cuando comprendió que ella no captaba el sentido de sus intenciones, fue más audaz y le sugirió sin rodeos, de una manera muy comercial, que si ella volvía a Amsterdam, él se encargaría de alquilarle una casa; y le rogó que lo hiciera lo antes posible.
A pesar de estar acostumbrada a tratar con toda clase de gente, Jacobina no comprendió al principio lo que le pedía, y llegó a la conclusión de que Jeremías había hecho fortuna, y de que era él quien enviaba a Coenraad, aunque no dejó de parecerle extraño que se sirviese de semejante embajador. Cuando notó que Coenraad se mostraba muy deseoso de que ella regresara a Amsterdam, intuyó de inmediato la posibilidad de hacer un buen negocio y tuvo la inspiración de exigir una casa en la esquina de Heerengracht, un caballo, un carruaje y un sirviente negro. Coenraad aceptó inmediatamente, pues no sabía cómo regatear con ella y se sentía dichoso de poner fin a la conversación. Ella sugirió que viajasen juntos hasta la frontera holandesa, pero este era el primer lugar donde él podría toparse con algún conocido, y a Coenraad se le heló la sangre en las venas ante la sola mención de la idea; sin embargo su respuesta fue cortés, pues los Cats eran corteses con todos y en toda ocasión; volvió a casa solo, feliz por haber solucionado aquello a tan bajo costo y porque todo estaba ahora en orden.
Es así cómo Jacobina llegó a Amsterdam y se instaló con el dinero de Petrus y Coenraad. Llevó una vida alegre y se habló mucho de ella; fueron tiempos desagradables para Coenraad, pues debía pasar todos los días frente a su casa; dos o tres veces se topó con ella en Kalverstraat, sentada en su carruaje y con el sirviente negro detrás. Sin embargo ella no visitó a Jeremías, y los deseos de este por verla no tenían la fuerza suficiente como para atraerlo hasta su casa.
De resultas de esto, Coenraad y Petrus volvieron a reunirse para discutir su acerbo destino.
—Tal como están las cosas no sucederá nada. Debes hablar otra vez con ella —dijo Petrus a Coenraad.
—Está bien, pero con la condición de que esta sea la última —respondió Coenraad—. Mi reputación se verá arruinada. Es terrible la mala suerte que hemos tenido en el asunto, y quién sabe si ella cree que la he traído aquí para mi propio placer.
—Sí, es probable que no nos sea de ninguna utilidad —dijo Petrus—. ¿No has oído que el alcalde ha pedido el divorcio a Wilhelmine?
—No —dijo Coenraad.
—Pues así es —repuso Petrus.
Coenraad fue a ver a Jacobina con el corazón apesadumbrado.
Era una tarde de diciembre, uno de los primeros días de nieve, y una delgada capa blanca cubría las calles, los techos, y las cubiertas de las barcazas; en los árboles desnudos al borde de los canales se veían negros cuervos inmóviles y pensativos; el cielo era de un gris castaño como humo de turba. A lo lejos, hacia el oeste, una ancha franja de cielo mostraba unas tonalidades de color limón o marfil antiguo.
Jacobina estaba sentada de cara hacia la ventana. Ardía incienso en la salamandra de azulejos y ella leía a ratos un devocionario; le recibió amablemente.
—Bueno, es un honor —dijo ella— que Mynheer Cats venga a verme. Sentaos. ¿Mando servir malvasía o moscatel?
Aunque Coenraad estuviese muy preocupado por sus propios asuntos, la presencia de Jacobina le afectaba y le hacía sentirse inquieto, como si pudiera verse a sí mismo a través de los ojos de los demás, cosa que no solía suceder en la familia.
—No, gracias, ni lo uno ni lo otro. He venido a hablar de negocios —dijo.
—De acuerdo —replicó Jacobina y cruzó las manos en el regazo.
—Bueno, las cosas no pueden continuar así —dijo Coenraad.
—¡Oh! —exclamó ella.
—Cuando hablé con vos en Saint Amour, tal vez no expuse con claridad la razón por la que os pedía que vinierais aquí, aunque creí que lo habíais comprendido —aclaró Coenraad.
—Sí, estoy segura de eso —repuso ella.
Coenraad le lanzó una rápida mirada. Estaba sentada con la barbilla apoyada en una mano y le miraba directamente a los ojos.
—Bueno, no andaré con rodeos —dijo él—. Os pedí que vinieseis aquí a causa de mi primo Jeremías Cats, y vos debéis reconciliaros con él.
Pero ocurría que Jacobina se sentía interesada por Coenraad Cats, pues nunca en su vida había conocido a un hombre semejante.
—No lo haré hasta no saber por qué me lo pide —dijo ella después de reflexionar un momento.
Esta era una nueva dificultad que Coenraad no había previsto. Pensó que sus problemas se multiplicarían hasta el infinito.
—No puedo decíroslo —replicó—. Además es algo que no tiene la menor importancia.
—¿Que no tiene importancia? —dijo Jacobina—. Entonces tampoco importará mucho si lo hago o no lo hago. Y no lo haré hasta que no vea el fondo de este asunto, esa es la verdad.
Coenraad estaba tan poco acostumbrado a mentir, que le resultó imposible engañarla. «Pues bien —pensó—, tal vez pueda hacerla entrar en razón.»
—Oídme, Juffrouw Jacobina —dijo, y a continuación le contó la historia del principio al fin. Lo hizo movido por la desesperación; nunca lo habría hecho de no haber estado desesperado, es decir, hundido hasta donde era posible; y mientras hablaba pensaba: «Esto es algo que ella no podrá comprender». Cuando hubo terminado supo que estaba en lo cierto.
—Jamás en toda mi vida había oído nada igual. ¡Qué descaro! ¿Pensáis que soy tan estúpida como para tragármelo? No, amigo mío, veo lo que hay detrás de todo esto. En la familia hay alguna anciana que está a punto de morir y Jeremías será su heredero. Por lo tanto habéis urdido una trama destinada a crearle problemas al pobre Jeremías, para que ella se disguste con él y lo desherede. ¡Qué cuadro tan halagador! Y me habéis engañado con el propósito de que sirva de señuelo.
»¡Sois un Cats y deberíais sentiros avergonzado! —Jacobina había nacido en Amsterdam y sabía lo que era la familia Cats—. Os hablaré sin pelos en la lengua, Coenraad Cats. Me agradabais porque parecíais un verdadero Cats y habría preferido teneros a vos antes que a Jeremías, pero ahora podéis estar seguro de que eso no sucederá nunca. En este mismo instante iré a ver a Jeremías y le diré la clase de parientes que tiene. Vos me habéis dado el caballo y el carruaje que me llevarán allá.
—¡Por el amor de Dios, no hagáis eso! —exclamó Coenraad.
—¿Cómo podríais impedírmelo? ¿Haríais acaso uso de la fuerza?
—¡No debéis hacerlo, bajo ninguna circunstancia! —dijo Coenraad con aire de gran autoridad (aunque interiormente se sentía aterrado y maldecía su destino).
—Os diré por qué voy a hacerlo —replicó ella—. Si os hubieseis dirigido a mí honestamente, contándomelo todo y pidiéndome ayuda, habría hecho lo que me pedís. Pero me habéis tenido haciendo el ridículo durante tres meses, y todavía pretendéis ocultarme la verdad. ¿Podría trataros como a un hombre honorable?
—Os daré quinientos guilders si no lo hacéis.
—¡Vaya! ¡Creéis que podéis actuar impunemente! —dijo ella—. ¿Qué suponéis que dirá vuestra familia? ¿Vuestro tío el obispo y el viejo Joseph Cats? Y os diré más, nunca lo haría por solo quinientos guilders.
—¡Oh, entonces mil! —exclamó Coenraad fuera de sí.
—Bien, por mil lo hago.
—Dadme vuestra palabra... Prometed no mencionar mi nombre a Jeremías —dijo Coenraad.
—Muy bien —repuso ella.
—¿Lo juráis? —preguntó él.
—Sí, lo juro —contestó Jacobina.
Abrumados, Coenraad y Petrus se reunieron por última vez; se sentaron y fumaron sus pipas en un desesperanzado silencio. Finalmente Coenraad habló.
—100.000 guilders le dimos a Jeremías. El viaje (que solo Dios sabe cuán desagradable fue) me costó 500. A ella le dimos 20.000 y 1.000 para que no hablara. Lo cual suma 121.500 guilders, que hemos pagado nosotros y sin que hayamos avanzado nada desde que empezamos.
—Tengo una noticia todavía peor —dijo Petrus—. Tía Carolina me ha dicho que Dina quiere casarse con Jeremías. Si lo hace será el fin de todos nosotros. (Dina era una de las chicas más prometedoras de la familia.)
—Santo Dios —dijo Coenraad—. ¿Es verdad eso? —se pasó las manos por la frente y exclamó—: Es como si en el mundo todo estuviese patas arriba. En mi vida me había sentido tan desgraciado.
»Muy bien —dijo después de una pausa, con el tono de un verdadero Cats—, ¿qué hacemos ahora?
—No hay nada más que podamos hacer —dijo Petrus—. Hemos hecho todo lo posible y no ha servido de nada. Ahora debemos acudir al último recurso, pues estamos al borde de la catástrofe: debemos convocar un consejo de familia.
Así lo hicieron: convocaron un consejo de familia en casa de Petrus, la última noche del año 1771. Solo fueron admitidos los Cats por nacimiento, mayores de veinte años, y verlos a todos reunidos resultó un cuadro encantador: los candelabros de bronce de Petrus difundían un sereno resplandor y salpicaban de espesas sombras de color castaño aquellas distinguidas y níveas cabezas de mejillas rosadas llenas de vitalidad y cejas negras y tupidas; iluminaban blancas tocas almidonadas con lazos de cinta, jóvenes cabezas, oscuras y rubias, y una calva solitaria que relumbraba como si le hubiesen sacado brillo. Resultó un cuadro encantador cuando todos se sentaron y el silencio y la expectación se cernieron sobre el grupo; todos eran de tipo distinguido; aunque cada uno con características propias e inimitables; y no encajaban en ninguna de las categorías conocidas, excepto, como era de suponer, en la de la familia Cats.
Pálido, Petrus, avanzó hacia su mesa de nogal, expuso su teoría, la demostró con ayuda de documentos familiares amontonados frente a él, y apeló a la conciencia de sus oyentes; estos miraron en su corazón, y lo que hallaron fue tan inesperado y violento que todos quedaron horrorizados. Empalidecieron, uno tras otro se pusieron de pie solo para volver a sentarse, y ninguno pudo refutar a Petrus. Permanecieron sentados, conmovidos hasta lo más profundo; los jóvenes presa de espanto, los viejos dominados por una terrible depresión. Si alguien hubiese entrado y les hubiera dicho que habían perdido toda su fortuna, habrían aceptado la noticia con dignidad y compostura, pero pensar que no eran mejores que el resto de la gente, era más de lo que podían aceptar.
Petrus dejó que Coenraad continuara y diera un informe sobre sus propias gestiones. Coenraad habló con seriedad y cierto embarazo, pero fiel a la verdad, pues lo último que haría era mentir a su familia. Cuando terminó hubo un largo y horrible silencio que parecía muy profundo, sí, insondable, debido a que eran muchos los que participaban en él y porque a todos les pareció la experiencia más espantosa que habían tenido en su vida.
Entonces el obispo de Haarlem se puso de pie y atrajo todas las miradas. Acarició con los dedos la blanca chorrera de su camisa, se aclaró la garganta, y habló de esta manera:
—Sí —dijo—, estamos horrorizados por lo que acabamos de escuchar, es verdaderamente horrible. Pero no nos dejemos confundir. Nos enfrentamos a un peligro, solapado y terrible. Pues bien, aunque no sabemos como nos vamos a librar de esta amenaza, sabemos que hemos sido salvados en el pasado. ¿Con ayuda de qué? Con ayuda de la razón, la justicia, y la fe en que los acontecimientos de este mundo son razonables y justos. Todo lo que sucede es bueno.
»Quisiera deciros dos cosas. La primera es esta: ¿podemos imaginar un mundo sin pecado? No. Pues, en un mundo así, ¿cómo prosperaríamos los que luchamos por el bien, y cuál sería nuestra misión? ¿Cómo obrarían la misericordia, el perdón, sí, y hasta la justicia, la más alta de las virtudes, en un mundo semejante? La virtud se define por el pecado. No podemos ni pensar en abolir este principio.
»La segunda es esta otra: el destino, la vida, nos pide hoy un sacrificio. Sí, pero preguntémenos qué es sacrificar y qué ser sacrificado. ¿Es severa la ley? Cuando es necesaria no lo es; las leyes del mundo son justas, no severas; solo los débiles las consideran así. Preguntémonos: ¿quién pide nuestro sacrificio? El bien, la virtud. ¿Es severa la ley que exige sacrificarse en nombre del bien? Por el contrario, la parte más noble de nosotros lucha por ofrecer su vida en aras de la virtud. Sí, amigos míos, cuando reflexionamos, vemos que es un privilegio y una suerte maravillosa ser considerado digno de salvar a los demás mediante el propio sacrificio. Un hombre carga con los pecados de muchos; la culpa de los otros se concentra en él; pero él no tiene la culpa, pues acepta la condena para que los demás vivan. Del sacrificio de un hombre viene la salvación de muchos, sí, de todo un pueblo. No caigamos en confusión, no hablemos de desgracia o crueldad, es una gracia y una bendición que nos ha sido otorgada. Actuemos como nos corresponde.
Después del obispo de Haarlem habló la anciana Vrouw Carolina Ploos van Amstel. Estaba sentada junto al extremo de la mesa y se puso en pie, recta como una vela, con sus manos fuertes e inquietas, por esta vez en reposo una sobre otra.
—Sí —dijo también ella—, no guardaré silencio viendo que nosotros, los Cats, podemos estar indecisos ante nuestro deber. Es preciso hablar, es preciso actuar, y no con debilidad, sino con energía. Cuando veo vacilar a los Cats, siento que necesitan el discurso vigoroso de una persona honorable: esa persona soy yo; por eso estoy aquí de pie.
»Nosotros, los Cats, somos personas independientes, y no permitiremos que los franceses nos gobiernen, que la nobleza gobierne a la burguesía, o que los ricos gobiernen a los pobres. No obstante, hay algo que ha permanecido inamovible durante toda mi vida, y que debe continuar así: los mejores son quienes deben gobernar. No deseamos los privilegios de la nobleza; sin embargo, esos privilegios nos fueron concedidos. También se nos ha concedido juzgar a Jeremías. Le compadezco; doy gracias al cielo porque su madre no esté aquí. Pero si estuviera, se pondría de pie como yo lo he hecho, y os recordaría vuestro deber.
Luego se levantó y tomó la palabra una chica joven y hermosa; era Dina Cats. Hubo cierta agitación entre los reunidos, porque recordaban los rumores sobre ella y Jeremías, y porque tenían miedo. Sin embargo, Dina era una auténtica Cats.
—Todos sabéis que Jeremías ha pedido mi mano —dijo—. Me he puesto de pie para declarar que, después de lo que he oído esta noche, no quiero volver a verle nunca más. No deseo contribuir a demoler las bases de lo que ha sido mi vida desde mi infancia. No traicionaré a mi padre ni a mi madre, no traicionaré a mi familia que se ha mantenido firme durante un siglo; viviré como ellos han vivido. Podría sacrificar mi propia felicidad por Jeremías, pero no podría rebajarme al nivel de la gente que desprecio, aunque fuese por él. Todo ha terminado.
Después que Dina Cats hubo hablado y se hubiese vuelto a sentar, nuevamente reinó un profundo silencio en la reunión. Ahora que ya habían contestado a la pregunta relativa a lo que debía hacerse, no sabían por dónde empezar.
Estaban tan poco familiarizados con los vicios, que no se les ocurría ninguna manera de seducir a Jeremías; nadie tenía tampoco ninguna idea que proponer. Nadie sabía qué había que decir a continuación sobre el asunto. Se trataba de una situación nueva para los Cats; eran inexpertos e indefensos como niños; en pocos minutos se apoderó de ellos una sensación de temor que les hizo sentirse perdidos.
Estaban sentados en la misma habitación en que un año antes habían celebrado, llenos de alegría y felicidad, el bautizo de Coenraad Cats, y de pronto, la misma puerta por la que la anciana Vrouw Emerenze había entrado para poner los cimientos de la actual desgracia, se abrió y apareció por ella su hijo Jeremías, quien saludó a los presentes con deferencia.
Se quedaron mudos. Como si todos y cada uno hubiesen recibido un terrible golpe, pero al mismo tiempo con el alivio de saber que el destino había tomado el asunto en sus manos, aunque esta sola idea les hacía temblar.
—Pues bien, si se trata de un concilio familiar —dijo Jeremías—, tal vez me concierna. Sí, para ahorrar palabras —continuó, ya que nadie respondía (¿qué podían decir?)—, sé que me concierne. Jacobina me lo ha dicho. Vino a mí inmediatamente después de hablar contigo —dijo dirigiéndose a Coenraad— y me comunicó todo lo que le dijiste, pues ella pensaba que había una intención oculta, debido a que no os conoce; sin embargo, yo, que os conozco bien, yo que (por así decirlo) soy uno de los vuestros, comprendí de inmediato que no había nada bajo cuerda: simplemente eso era todo. Desde entonces he meditado sobre el asunto. Y no he venido aquí a perturbar vuestra reunión, sino (con vuestro permiso) a participar en ella.
—Muy bien, siéntate —dijo Petrus y le ofreció una silla.
Jeremías se sentó y de inmediato se transformó en uno de ellos; por virtud de su nacimiento era un miembro más de esta eminente reunión de familia, pero por su aspecto era uno de sus jefes.
—¿Tendríais la amabilidad de decirme —preguntó Jeremías mirándoles uno por uno— si habéis decidido algo antes de mi llegada?
Nadie le contestó, habría sido imposible. Como era un Cats pudo leer la respuesta en sus caras, aunque para alguien ajeno a la familia todas parecieran libros cerrados.
—Bien, entonces me permitiré hacer una sugerencia —dijo Jeremías—. Quisiera llegar a un acuerdo con vosotros, que fuese satisfactorio para ambas partes. No es necesario que entremos en detalles, pues todos estamos absolutamente familiarizados con el tema.
»Por mi parte, me comprometo a abandonar Amsterdam con Jacobina la próxima semana, ya que así lo hemos decidido hoy ella y yo. —Lanzó una rápida mirada a Coenraad para indicarle que sus esfuerzos no habían sido vanos—. Y también me comprometo, durante lo que me quede de vida, a no volver a casa, no hacer nada de provecho, no buscar el trato de gente respetable, no casarme, no ahorrar dinero ni destinarlo al bien de los pobres honrados, sino, muy al contrario, a gastarlo con las llamadas malas compañías.
»A cambio vosotros me daréis, por el resto de mis días —pensó un momento— un salario de cincuenta mil guilders al año. No puedo pedir menos, pues se trata del precio de la virtud de la familia Cats. Tampoco quiero una cantidad mayor. Esa es suficiente.
»¿Queréis tomaros un tiempo para reflexionar sobre mi sugerencia? —añadió Jeremías—. Podéis hacerlo hasta que firmemos el contrato.
Cuando terminó de hablar, un estremecimiento recorrió a la familia Cats. Parecía que un milagro del cielo (algo que escapaba a su capacidad de comprensión) los había salvado en el momento de mayor desgracia, y por consiguiente sentían una profunda gratitud. Casi le estaban agradecidos a Jeremías, el instrumento del cielo, a pesar de que, no les cabía duda, les estaba cobrando un precio muy alto (todos los Cats entendían de dinero). Pero al mismo tiempo no podían esperar que Jeremías, como un auténtico Cats, fuese modesto en sus exigencias, y le concedieron lo que pedía de todo corazón y de buen grado.
El mayor problema para ellos era saber cómo debían reaccionar; por lo tanto, permanecieron en silencio durante largo rato, una vez tomada la decisión. Justo es reconocer la grandeza de la familia Cats, al haber tomado esa decisión con honestidad y seriedad, ignorando aún cómo la llevarían a cabo. Sin necesidad de mirarse unos a otros, gracias a la profunda y certera intuición de los Cats, comprendieron de inmediato que estaban de acuerdo.
—Muy bien —dijo el obispo de Haarlem con voz alterada—, aceptamos.
—De acuerdo —repuso Jeremías—, entonces está decidido, tío Cornelius, tengo la certeza de que en la familia un acuerdo entre dos partes nunca será violado. Y espero que entre vosotros crezca algún joven Cats que con el tiempo pueda sucederme.
Aun en contra de su voluntad todos miraron a Jeremías; los que tenían hijos pensaron en ellos con temor, e hicieron votos en sus corazones pidiendo que el sucesor no fuese uno de los suyos. Las mentes de aquellos padres se alejaban horrorizadas de un hombre capaz de expresarse de esa forma. Para ellos, uno de los más curiosos aspectos de este extraño asunto era que debían sentirse agradecidos a un hombre a quien no comprendían.
—Lamento que hayáis tenido tantas dificultades con este asunto —dijo Jeremías al joven Petrus—; pero fue por tu culpa. Debiste acudir a mí de inmediato; podríamos haber hablado y arreglado esto hace seis meses, ahorrando así muchas preocupaciones a la familia.
Luego habló dirigiéndose a toda la reunión.
—Con cuánta sabiduría y de qué manera tan extraña la vida sigue su curso habitual; mejor aún de lo que había imaginado. Qué grato es que al final todos seamos felices; vosotros tenéis la satisfacción celestial de seguir siendo seres humanos superiores, yo en cambio careceré de ese goce, pero tendré otros en recompensa. Con todo mi corazón os deseo un feliz año nuevo y espero que vuestra virtud crezca constantemente. Adiós, tía Carolina, adiós, tío Cornelius, adiós, Coenraad; Jacobina me pidió que os diera sus saludos. Me siento muy complacido de que podamos separarnos así y de que todos podamos pensar con bondad unos de otros.
Esto fue lo último que dijo Jeremías Cats antes de abandonar la habitación y el relato, mientras los vencedores se fundían en un ceñido abrazo.
Es cierto que este conflicto costó a la familia muchas noches de insomnio, pero como todas las noches de insomnio de la familia Cats, estas rindieron su fruto. Amsterdam pronto supo que la encantadora Emerenze Cats había roto su compromiso y que Alexander había roto el suyo con la viuda rica; con gran temor y contrición la esposa del alcalde se deshizo de su amante, y con gran audacia el profesor Klaaes Cats publicó su trabajo sobre la Trinidad. El obispo Cornelius Cats dijo desde el pulpito que la relajación moral que estaba difundiéndose en Amsterdam era reprensible estuviera donde estuviese. El viejo Petrus Cats dio veinte mil guilders al nuevo asilo de huérfanos. Y el joven Coenraad Cats pronto fue considerado el joven más serio de la ciudad. Pasado un tiempo, la familia pudo recordar sin perder la compostura la violenta crisis a la cual habían sobrevivido, y en la cual, Vrouw Carolina Ploos van Amstel llegó a encontrar una fuente de satisfacción. «Quizá Jeremías es un Cats tan auténtico —pensaba— que se siente satisfecho de poder beneficiar al mundo y a la familia.»
Es así cómo la estirpe de los Cats, que en el pasado tuvo un papel tan importante, volvió a ser la conciencia de su país, y es posible que hoy todavía lo sea.