20

Elisa se incorporó en la cama y miró a su alrededor. No reconocía la habitación ni sabía cuánto tiempo llevaba semiinconsciente. Había abierto los ojos varias veces y los había vuelto a cerrar. Estaba tan cansada… La fuerza de la tierra la atraía hacia abajo, el cuerpo le pesaba como si no fuera suyo y la cabeza no paraba de darle vueltas. Recordaba la salida de su casa, abrazada al cuello de Martín, las últimas palabras de su madre y las miradas del tío Manuel y de Sabela. Sin embargo, no conseguía recordar dónde estaba Eloy cuando se abrió la puerta de repente y entró el frío de la calle en la cocina.

—¿Dónde estamos? ¿Qué pasó?

Martín tenía un ojo amoratado y una herida en el labio. Le arregló el embozo de la sábana y le pidió que se callase con un chisteo. Pero la joven continuó preguntando:

—¿Qué le pasó en la cara?

—Nada que no tenga arreglo.

—¿Por qué volvió? Le dije que me esperara mañana en el respiradero.

—Tienes que descansar, miña vida. No te preocupes. Todo se arregló.

Estaba ardiendo. Martín le tocó la frente y le reemplazó el paño mojado que le puso nada más llegar a la casa de las cocheras y meterla en la cama. Desde que supo que se había quedado encinta no soñaba con otra cosa que con llevarla al altar. Cuando le dio el ultimátum que escuchó Sabela, ya había programado la boda para el domingo de la semana siguiente. La ley que regulaba el descanso dominical excluía a los trabajadores de la mina, al igual que a otras profesiones consideradas como no susceptibles de interrupción, pero él había conseguido que el capataz le concediese una licencia y le prometiese que le acompañaría a la ceremonia con sus compañeros.

Se había encargado un traje gris oscuro en una de las mejores sastrerías de Ferrol, y ella se estaba cosiendo su vestido de novia a escondidas, en la trastienda de La Quincalla. La boda sería un acontecimiento. Los mineros lanzarían petardos que resonarían en todo el pueblo y, como regalo de bodas, nada más salir de la iglesia él le entregaría a su mujer la llave del pazo de imitación que había alquilado para ella.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que la familia de Elisa reaccionara echándola de su casa. Si sucedía así, tendrían que adelantar la boda de un día para otro, y el capataz debía cubrirle. Ya lo tenía hablado con él. Se lo debía. Desde que se incorporó al trabajo de la mina se habían sucedido varias protestas en demanda de mejoras laborales que él no había secundado. Cuando viera que no se presentaba a trabajar, sabría que había llegado el momento de devolverle el favor. Hoy por ti, mañana por mí.

Las cosas se habían precipitado aquella misma noche. Se casarían sin invitados y sin fiesta, pero él conseguiría que ese día se convirtiera en el más feliz de la vida de Elisa.

Su madre debió de volverse loca al saber que quien debería ser el novio había exigido actuar como testigo del enlace.

—Tenemos que irnos. Hay que salir de aquí antes de que nos vean. ¿Podrás levantarte? Nos casamos dentro de dos horas.

Elisa se incorporó y se miró la blusa.

—¡No puedo casarme así! ¡Mi vestido!

—Esperaremos en la quincallería a que abran la iglesia. Te dará tiempo a arreglarte.

Él ya se había puesto su traje de chaqueta nuevo, una camisa blanca de cuello almidonado y una corbata estrecha de nudo, de un tono más claro que el traje.

Dos horas después la joven se colgó de su brazo para salir de la iglesia convertida en su esposa. El desconcierto y la fiebre se reflejaban en su rostro, pero no podía ser más feliz.

Se había tenido que ajustar el vestido, negro como mandaba la tradición, pero aliviado en el peto con un encaje blanco que le arrancaba en la cintura y terminaba rodeándole el cuello. Para enmarcar la puntilla y adornar los puños de las mangas, utilizó un entredós negro con detalles blancos. Llevaba en la mano un pañuelo de hilo de Holanda, a juego con la pechera, que usó para secarse el sudor de la fiebre mientras duró la ceremonia.

Martín se había echado gomina en el pelo y recogido el flequillo a un lado de la frente. Sobre el chaleco se distinguía la leontina de un reloj de oro que no había dejado de mirar desde que llegaron a La Quincalla hasta que el párroco les abrió la puerta de la parroquia.

Antes de empezar el enlace, el cura los había amonestado por su comportamiento y los conminó a confesarse.

—Has pecado ante Dios y ante los hombres —le recriminó a la joven como si sólo ella fuera responsable de la ofensa, mientras le señalaba con el dedo índice el final de la nave lateral—. Espérame en el último confesionario y vete pensando en qué penitencia debería ponerte.

Luego se dirigió a Martín y le pidió que le acompañase a la sacristía con la excusa de que debía firmar unos documentos antes de confesarle.

Unos minutos después el novio se encontraba arrodillado delante del altar, expiando su culpa, y la novia con la frente pegada a la rejilla que la separaba del sacerdote, quien le dio la absolución en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sin necesidad de preguntarle si estaba arrepentida, si tenía propósito de la enmienda o qué penitencia había pensado que debería cumplir. El párroco ya lo sabía. No era la primera vez que la escuchaba en confesión y ella le aseguraba que sí, que se arrepentía de sus pecados y no volvería a cometerlos.

Y no le mentía. Porque cada noche, cuando volvía de la cabaña con el alma tan sucia como sus zapatos, se prometía a sí misma que no volvería a caer, le pedía perdón a Nuestro Señor y rezaba para que la ayudase a resistir la tentación de la carne.

Pero cuando llegaba la noche siguiente y Martín la rozaba, le fallaba la voluntad y se olvidaba de sus propósitos de enmienda.

Sí, había pecado contra lo divino y lo humano. No podía negarlo. Cumpliría la penitencia que le impusiera el sacerdote igual que había hecho docenas de veces. Lo único que le pedía al Todopoderoso era que le diese fuerzas para cumplir la que le impondrían los hombres.

La capilla estaba a oscuras cuando empezó a confesarse; sin embargo, para su sorpresa, al salir se encontró con las velas encendidas. Martín la esperaba de pie en el altar mayor, junto a dos reclinatorios que antes estaban desnudos y ahora, adornados con guirnaldas de flores.

Las campanas habían comenzado a repicar pese a lo intempestivo de la hora. Las puertas de la iglesia estaban abiertas y, sentados en el primer banco vestidos de domingo, se encontraban su madre, su hermana y su tío Manuel.

Ninguno la miró cuando pasó a su lado hacia el altar mayor, ni tampoco cuando se colgó del brazo de su marido y recorrió con él la nave central para salir de la iglesia. Pero los tres caminaron detrás de ellos como si realmente estuvieran celebrando la boda.

Martín no reconoció a la jovencita de la playa de la Media Luna. En aquel encuentro Sabela había permanecido con la cabeza inclinada hacia abajo y la cara medio escondida por su mata de rizos. No obstante, al verla en la iglesia tuvo la sensación de que se había cruzado con aquellos ojos en más de una ocasión. Negros y penetrantes, desconfiados, heridos, entre furiosos y tristes.

Fuera del templo los esperaban algunos mineros encabezados por el capataz, quien, después de guiñarle un ojo a Martín, ordenó a sus compañeros que comenzasen a lanzar los petardos y vitorearan a los recién casados.

Mientras sonaban los explosivos, para brindarle al acontecimiento la naturalidad que no tenía, el párroco le dio la enhorabuena a la pareja. Luego miró a Rosalía, le hizo un gesto para que ella también los felicitase y se dirigió a todos los presentes:

—La madre de la novia ha preparado un buen banquete.

Los novios se miraron sin saber cómo reaccionar. Rosalía, Sabela y el tío Manuel le estrecharon la mano a Martín y le dieron un beso a Elisa. Pero estaba claro que actuaban forzados por el sacerdote, que animó a todos a seguirle.

Aún no había amanecido. La niebla continuaba envolviendo la aldea en un velo blanco y denso que atravesó el cortejo nupcial encabezado por el sacerdote y alumbrado por las linternas de los mineros.

Al paso de la comitiva, entre el ruido de los petardos y los vivas a los novios, las ventanas de los vecinos se iban llenando de ojos curiosos que se preguntaban cuándo se había preparado aquella boda.

Elisa caminaba del brazo de Martín enferma y feliz. Su hermana, su madre y su tío la seguían, rumiando cada cual sus pensamientos. Rosalía y su cuñado, resignados a continuar con la farsa y deseando que terminase lo más pronto posible, y Sabela, pensando en el camino que se le abría por delante.

Mientras tanto, oculto en la sacristía, esperando a que el cortejo se alejara de la parroquia, Eloy procuraba tragarse el último sapo que él mismo había ayudado a engordar.

Tierra sin hombres
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