La blanda luna

Según los cálculos de H. Gerstenkom, desarrollados por H. Alfevn, los continentes terrestres no serían sino fragmentos de la Luna caídos en nuestro planeta. La Luna en su origen habría sido, también, un planeta que gravitaba alrededor del Sol, hasta el momento en que la vecindad de la Tierra la hizo descarrilar de su órbita. Capturada por la gravitación terrestre, la Luna se arrimó cada vez más, ciñendo su órbita en tomo a nosotros. En cierto momento la recíproca atracción empezó a deformar la superficie de los dos cuerpos celestes, levantando olas altísimas de las que se desprendían fragmentos que se arremolinaban en el espacio entre Tierra y Luna, sobre todo fragmentos de materia lunar que terminaban por caer sobre la Tierra. Después, por influjo de nuestras mareas, la Luna fue impelida a alejarse de nuevo hasta alcanzar su órbita actual. Pero una parte de la masa lunar, quizá la mitad, había quedado en la Tierra formando los continentes.

Se acercaba —recordó Qfwfq—, me di cuenta mientras volvía a casa, alzando los ojos entre las paredes de vidrio y acero, y la vi, no ya una luz como brillan tantas por la noche, las que se encienden sobre la Tierra cuando a una hora dada en la central bajan una palanca, y las del cielo más lejanas pero no disímiles, o que de todos modos no desentonan con el estilo de todo el resto —hablo en presente, pero me refiero siempre a aquellos tiempos remotos—, la vi separarse de todas las otras luces celestes y callejeras, y adquirir relieve en el mapa cóncavo de la oscuridad, ocupando no ya un punto, quizá incluso grande, tipo Marte o Venus, como un agujero del que irradia la luz, sino una verdadera porción de espacio, y tomaba forma, una forma no bien definible porque los ojos todavía no se habían habituado a definirla pero también porque los contornos no eran bastante precisos para delimitar una figura regular, en una palabra, vi que se convertía en una cosa.

Y me impresionó. Porque era una cosa que por no entenderse de qué estaba hecha, o tal vez directamente por no entenderse, parecía diferente de todas las cosas de nuestra vida, nuestras buenas cosas de plástico, de nailon, de acero cromado, de ducotón, de resinas sintéticas, de plexiglás, de aluminio, de vinavil, de fórmica, de cinc, de asfalto, de amianto, de cemento, las viejas cosas entre las cuales habíamos nacido y crecido. Era algo incompatible, extraño. La veía acercarse como si estuviera por enhebrar los rascacielos de Madison Avenue (hablo de la de entonces, incomparable con la Madison Avenue de ahora), en aquel corredor de cielo nocturno aureolado de luz en la línea segmentada de las cornisas, y dilatarse imponiendo a nuestro paisaje familiar no sólo su luz de un color indecente, sino su volumen, su peso, su incongruente sustancia. Y entonces, por toda la faz de la Tierra —superficies de chapa, armazones de hierro, pavimentos de goma, cúpulas de cristal—, por todo lo que de nosotros quedaba expuesto al exterior, sentí pasar un estremecimiento.

Tan rápido como me lo permitía el tránsito, tomé el túnel, me encaminé al Observatorio. Sibyl estaba allí, el ojo pegado al telescopio. Por lo común no quería que fuera a buscarla en horas de trabajo, y apenas me veía ponía una cara contrariada; aquella noche no, ni siquiera alzó el rostro, era evidente que esperaba mi visita. "Has visto?" hubiera sido una pregunta estúpida pero tuve que morderme la lengua para no decirlo, tanta era mi impaciencia por saber qué pensaba.

—Sí, el planeta Luna se ha acercado todavía más —dijo Sibyl antes de que yo le preguntara nada—, es un fenómeno previsto.

Me sentí un poco indignado. —¿Está previsto también que vuelva a alejarse? —pregunté.

Sibyl seguía cerrando un párpado y escrutando por el telescopio. —No —dijo—, no se alejará más.

Yo no entendía. —¿Quieres decir que Tierra y Luna se han convertido en planetas gemelos?

—Quiero decir que la Luna ya no es un planeta y que la Tierra tiene una Luna.

Sibyl tenía una manera de despachar las preguntas que siempre conseguía irritarme. —¿Pero qué modo de razonar es ese? —protesté—. Cada planeta es tan planeta como los otros, ¿no?

—¿Y le llamarías planeta, a esto? Quiero decir, un planeta como es planeta la Tierra. ¡Mira! —y Sibyl se apartó del telescopio haciendo un gesto para que me acercarse—. Luna no conseguiría nunca convertirse en un planeta como el nuestro.

Yo no escuchaba sus explicaciones: la Luna, agrandada por el telescopio, se me aparecía en todos sus detalles, o se me aparecían muchos detalles al mismo tiempo, tan mezclados que cuanto más la observaba menos seguro estaba de cómo era, y sólo podía testimoniar el efecto que esa vista provocaba en mí, un efecto de fascinado disgusto. Ante todo podré hablar de las vetas verdes que la recorrían, más apretadas en ciertas zonas, como una retícula, pero esto a decir verdad era el detalle más insignificante, menos vistoso, porque las que eran, digamos, sus propiedades generales, escapaban a la aprehensión de la mirada, quizá por el centelleo un poco viscoso que trasudaba de una miríada de poros, se hubiera dicho, o de opérculos y también, en ciertos puntos, de extensas tumefacciones de la superficie, como bubones o como ventosas. Pero ahora estoy volviendo a insistir en los detalles, método de descripción más sugestivo en apariencia, pero en realidad de eficacia limitada, porque sólo considerándolos en todo el conjunto —como sería la hinchazón de la pulpa sublunar que tendía los pálidos tejidos externos pero los hacía también replegarse sobre sí mismos en salientes y entradas con aspecto de cicatrices (de manera que podía también, esta Luna, estar compuesta de pedazos comprimidos y mal pegados)—, considerándolos, digo, en todo el conjunto, como de vísceras enfermas, se ven los detalles singulares: por ejemplo una selva espesa como de pelo negro que brotaba de un rasgón.

—¿Te parece justo que siga girando en torno al Sol a la par de nosotros? —decía Sibyl—. La Tierra es demasiado fuerte: terminará por desplazarla de su órbita y hacerla girar a su alrededor. Tendremos un satélite.

La angustia que sentía me cuidé bien de expresarla. Sabía cómo reaccionaba Sibyl en estos casos: adoptando una actitud de superioridad, si no directamente de cinismo, como el que no se maravilla nunca de nada. Lo hacía para provocarme, creo (aún más: lo espero; hubiera sentido todavía mayor angustia pensando que lo hacía por verdadera indiferencia).

—E... e... —empecé a decir, ingeniándomelas para formular una pregunta que no expresase más que una curiosidad objetiva y que sin embargo obligara a Sibyl a decirme algo para aplacar mi ansia (aún esperaba, pues, esto de ella, aún pretendía que su calma me tranquilizase)—, ¿y siempre la tendremos así a la vista?

—Esto no es nada —respondió—. Se acercará todavía más. —Y por primera vez sonrió.— ¿No te gusta? Y sin embargo, viéndola allá, tan diferente, tan alejada de toda forma conocida, sabiendo que es nuestra, que la Tierra la ha capturado y la tiene allí, no sé, a mí me gusta, me parece hermosa.

En ese momento no me importó ya ocultar mi estado de ánimo. —¿Pero no habrá peligro para nosotros? —pregunté.

Sibyl estiró los labios con la expresión que menos me gustaba en ella. —Nosotros estamos en la Tierra, la Tierra tiene una fuerza capaz de mantener a su alrededor planetas por cuenta suya, como el Sol. ¿Qué puede contraponer Luna como masa, campo gravitacional, persistencia de órbita, consistencia? ¿No pretenderás compararlas? Luna es blanda, la Tierra es dura, sólida, la Tierra aguanta.

—¿Y si la Luna no aguanta?

—Oh, la fuerza de la Tierra la mantendrá en su lugar.

Esperé que Sibyl terminara su turno en el Observatorio para acompañarla a casa. Apenas fuera de la ciudad hay aquel nudo en el que las autopistas se ramifican lanzándose bajo puentes que se cabalgan entre sí con recorridos todos en espiral sostenidos en lo alto por pilastras de cemento de diversas alturas y no se sabe nunca en qué dirección se va girando al seguir las flechas blancas barnizadas en el asfalto, y por momentos la ciudad que estás dejando a tus espaldas te la encuentras de frente acercándose cuadriculada de luces entre las pilastras y las volutas de la espiral. La Luna estaba justo encima, y la ciudad me pareció frágil, suspendida como una tela de araña, con todos sus cristalitos tintineantes, sus filiformes bordados de luces, bajo aquella excrecencia que hinchaba el cielo.

Ahora he usado la palabra excrecencia para designar a la Luna, pero debo recurrir en seguida a la misma palabra para indicar la novedad que descubrí en aquel momento: que una excrecencia estaba despuntando de aquella Luna—excrecencia y se iba extendiendo hacia la Tierra como una chorreadura de vela.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —preguntaba yo, pero una nueva curva había llevado de nuevo nuestro coche hacia la oscuridad.

—Es la atracción terrestre que provoca mareas sólidas en la superficie lunar —dijo Sibyl—. Yo te lo dije: ¡valiente consistencia!

La articulación de la autopista hizo que nos encontrásemos otra vez con la Luna de frente, y aquella chorreadura se había alargado todavía más hacia la Tierra, rizándose en la punta como un bigote y después adelgazando la juntura como un pedúnculo, dándole casi el aspecto de un hongo.

Vivíamos en un cottage, alineado con los otros a lo largo de una de las tantas avenidas de un Cinturón Verde desmesurado. Nos sentamos como siempre en las mecedoras de la veranda que daba sobre el backyard, pero esta vez no mirábamos el medio acre de baldosas vitrificadas que constituían nuestra parte de espacio verde; los ojos permanecían fijos en lo alto, magnetizados por aquella especie de pulpo que nos dominaba. Porque ahora las chorreaduras de la Luna eran muchas y se extendían hacia la Tierra como tentáculos viscosos, y cada uno de ellos parecía a punto de chorrear a su vez una materia hecha de gelatina y pelo y moho y baba.

—Dime si se puede disgregar así un cuerpo celeste —insitía Sibyl—. Ahora te darás cuenta de la superioridad de nuestro planeta. Que Luna baje, que venga: llegará el momento en que se pare. Tanta fuerza tiene el campo gravitacional de la Tierra que después de haber atraído al planeta Luna hasta pegarlo casi a nosotros, de pronto lo detiene, lo vuelve a llevar a una distancia justa y lo mantiene en lo alto, haciéndolo girar, comprimiéndolo en una pelota compacta. ¡Luna tendrá que darnos las gracias si no se desmenuza!

Los razonamientos de Sibyl yo los encontraba convincentes, porque también a mí la Luna me parecía algo inferior y repugnante; pero no conseguían calmar mi aprensión. Veía los mugrones lunares torcerse en el cielo con movimientos sinuosos, como si trataran de alcanzar o envolver algo: la ciudad estaba allá abajo, un halo de luz que veíamos aflorar sobre el horizonte dentellado por la sombra de la skyline. ¿Se detendría a tiempo la Luna, como decía Sibyl, antes de que uno de sus tentáculos llegase a agarrar la aguja de un rascacielos? ¿Y si antes una de esas estalactitas que seguían alargándose y adelgazándose se despegaba, lloviéndonos encima?

—Puede ser que algo caiga —admitió Sibyl sin esperar mi pregunta—, pero ¿qué nos importa? La Tierra está toda revestida de materiales impermeables, indeformables, lavables; aunque se nos pegue un poco, ese fango lunar se limpia rápido.

Como si la seguridad de Sibyl me hubiera puesto en condiciones de ver algo que se estaba verificando desde hacía un rato, exclamé: —¡Cierto, ahí cae algo! —y alcé el brazo para señalar una suspensión de densas gotas de una papilla cremosa en el aire. Pero justo en el mismo momento una vibración partió de la Tierra, un tintineo: y a través del cielo, en dirección opuesta a los copos de secreción planetaria que bajaban, se levantó un vuelo menudísimo de fragmentos sólidos, las escamas de la coraza terrestre que se desmigajaban: vidrios irrompibles y láminas de acero y revestimientos de material aislador, aspirados por la atracción de la Luna como en un remolino de granitos de arena.

—Daños mínimos —dijo Sibyl—, y sólo superficiales. Podremos reparar los desperfectos en poco tiempo. ¡Que la captura de un satélite nos cueste algunas pérdidas, es lógico, pero vale la pena, no se necesita ni pensarlo!

Entonces fue cuando oímos el primer chasquido de meteoritos lunares que caían sobre la Tierra, un "¡splash!" fortísimo, un estruendo ensordecedor y al mismo tiempo desagradablemente blando, que no quedó aislado sino que fue seguido por una serie como de aplastamientos explosivos, de chasquidos de caramelos que caían de todas partes. Antes de que los ojos se acostumbraran a percibir lo que caía, pasó un rato; a decir verdad, fui yo el que tardé porque esperaba que los pedazos de la Luna fueran también luminosos, mientras que Sibyl los veía ya y los comentaba con su tono despectivo, pero al mismo tiempo con una insólita indulgencia: —Meteoritos blandos, me pregunto si se ha visto jamás una cosa parecida, cosas de Luna... pero interesantes, a su manera...

Uno quedó colgado de la tela de alambre del cerco casi hundiéndolo con el peso, desparramándose en el terreno y mezclándose en seguida con él, y yo empecé a ver de qué se trataba, es decir, empecé a recoger sensaciones que me permitirían formarme una imagen visual de lo que tenía delante, y entonces advertí otras salpicaduras más pequeñas diseminadas por todo el pavimento de baldosas, algo como un lodo de moco ácido que penetraba en los estratos terrestres, o mejor como un parásito vegetal que absorbía todo lo que tocaba incorporándolo a su pulpa mucilaginosa, o como un suero en el que se aglomeraban colonias de microorganismos atorbellinados y voracísimos, o un páncreas despedazado que tendía a juntarse abriendo como ventosas las células de los bordes cercenados, o como...

Hubiera querido cerrar los ojos y no podía; pero cuando oí la voz de Sibyl que decía: —Cierto que hasta a mí me da asco, pero si piensas que al fin, como está probado, la Tierra es diferente y superior y estamos de este lado, creo que podemos por un momento darnos incluso el gusto de hundirnos dentro, porque después de todo... —me volví rápidamente hacia ella. Su boca se abría en una sonrisa que nunca le había visto: una sonrisa húmeda, un poco animal...

La sensación que experimenté al verla así se confundió con el espanto provocado casi en el mismo momento por la caída del gran fragmento lunar, el que sumergió y destruyó nuestro cottage y toda la avenida y el barrio residencial y gran parte del Condado en una única conmoción caliente y melosa. Cavando en la materia lunar durante toda la noche, logramos salir de nuevo a la luz. Era el alba; la tempestad de meteoritos había terminado; la Tierra a nuestro alrededor era irreconocible, recubierta por un altísimo estrato de fango empastelado de proliferaciones verdes y de organismos serpenteantes. De nuestras antiguas materias terrestres no quedaba ninguna traza visible. La Luna iba alejándose por el cielo, pálida, irreconocible también: aguzando la vista se la veía cubierta de una espesa capa de cascajos, añicos y cascotes, brillantes, afilados, pulidos.

Lo que siguió es cosa conocida. Hace centenares de miles de siglos que tratamos de devolver a la Tierra su aspecto natural de otro tiempo, que reconstruimos la primitiva corteza terrestre de plástico y cemento y chapa y vidrio y esmalte y acrílico. Pero qué lejos estamos. Quién sabe cuánto tiempo seguiremos condenados a hundirnos en la deyección lunar, putrefacción de clorofila y jugos gástricos y rocío y grasas azoadas y crema y lágrimas. Cuánto nos falta todavía para unir las chapas lisas y exactas del primigenio escudo terrestre a fin de borrar —o esconder por lo menos— los aportes extraños y hostiles. Y con los materiales de ahora, además, armados a la buena de Dios, productos de una Tierra corrupta, que en vano tratan de imitar las primeras, inigualables sustancias.

Los verdaderos materiales, los de entonces, dicen que ahora los hay sólo en la Luna, inutilizados y revueltos, y que sólo por eso valdría la pena ir: para recuperarlos. No quisiera hacer el papel del que siempre tiene que decir cosas desagradables, pero la Luna sabemos todos en qué estado está, expuesta a las tempestades cósmicas, agujereada, corroída, gastada. Si vamos, sólo tendremos la desilusión de advertir que también nuestro material de entonces —la gran razón y prueba de la superioridad terrestre— era cosa ordinaria, de corta duración, que ya no sirve ni como cascote. Sospechas como éstas en un tiempo me hubiera guardado de transmitirlas a Sibyl. Pero ahora —gorda, despeinada, perezosa, ávida de pastelitos con crema—, ¿qué puede decirme todavía Sibyl?