Dólares y viejas busconas
Después de la cena Emanuele jugaba golpeando los cristales con la palmeta matamoscas. Tenía treinta y dos años y era gordo. Su mujer, Yolanda, se cambiaba las medias para salir de paseo.
Al otro lado de los cristales estaba la explanada bombardeada del antiguo Depósito de Aduanas por la que se veía el mar entre las casas en pendiente: el mar se ennegrecía y un viento tenso subía por las calles: seis marineros del cazatorpederos norteamericano Shenandoah anclado fuera del puerto habían entrado en el bar El Tonel de Diógenes.
—Seis americanos en el bar de Felice —dijo Emanuele.
—¿Oficiales? —preguntó Yolanda.
—Marineros. Mejor. Date prisa.
Se había levantado el sombrero y giraba sobre sí mismo tratando de dar con la manga de la chaqueta.
Yolanda había terminado con las dichosas ligas y ahora escondía las cintas del sostén que le asomaban por delante.
—Listos. Vamos.
Traficaban con dólares y querían preguntar a los marineros si tenían para vender. Gentes respetables, sin embargo, aunque traficaran con dólares.
En la explanada bombardeada algunas palmeras plantadas para alegrar el ambiente se despeinaban al viento como inconsolablemente desesperadas. Y en el centro, todo iluminado, estaba el pabellón El Tonel de Diógenes instalado por Felice, veterano de guerra, por concesión del Ayuntamiento, aunque los consejeros de la oposición protestaron diciendo que estropeaba el paisaje. Tenía forma de tonel, con bar y mesitas dentro.
Emanuele dijo:
—Entonces primero vas tú, echas un vistazo, te pones a conversar y preguntas si quieren cambiar. Contigo es más fácil que acepten enseguida. Después llego yo y cerramos trato.
En el bar de Felice ocupaban la barra, de una punta a otra, los seis que, con todos aquellos pantalones blancos y aquellos codos apoyados en el mármol, parecían doce. Yolanda entró y se vio encima doce ojos girando al ritmo de las bocas que masticaban y gañían cerradas. Casi todos eran larguiruchos y desgarbados, embutidos en sus camisolas blancas y con los sombreritos en la coronilla, pero tenía cerca uno como de dos metros, con las mejillas como manzanas y un pescuezo piramidal, que llevaba el uniforme como si estuviera desnudo, y con dos ojos redondos en los que las pupilas subían y bajaban sin encontrar nunca los bordes. Yolanda escondió una cinta del sostén que siempre le asomaba por delante.
Al otro lado de la barra, Felice, con su gorro de cocinero y los ojos hinchados de sueño, llenaba vasos a toda velocidad. Le hizo una mueca de saludo con su cara de zapatero siempre negruzca de barba. Felice hablaba el inglés y Yolanda dijo:
—Felice, diles a ver si quieren cambiar dólares.
Felice era siempre irónico y evasivo:
—Díselo tú —dijo.
Y mandó traer otras bandejas de pizza y de tortilla a un chico de pelo alquitranado y cara color cebolla.
Yolanda tenía a su alrededor a aquellos gigantones blancos que la miraban masticando e intercambiando gañidos inhumanos.
—Please… —dijo, haciendo toda clase de gestos—, yo, a vosotros, liras… Vosotros, a mí, dólares.
Los otros masticaban. El alto de cuello de toro sonrió: tenía unos dientes blanquísimos, tan blancos que no se veían los intersticios.
Uno bajo, de cara oscura como un español, se abrió paso.
—Yo, dólares, a ti —dijo, siempre con gestos—, tú, cama conmigo.
Después repitió todo en inglés y los otros se rieron largo rato, pero siempre con discreción, sin dejar de masticar y de clavarle los ojos.
Yolanda se volvió hacia Felice.
—Felice —dijo—, explícales.
—Whisky and soda —decía Felice con una pronunciación inverosímil, haciendo rodar los vasos en el mármol: de no ser por el sueño que tenía, su sonrisa habría resultado odiosa.
Entonces el gigante habló: su voz sonaba como la boya de hierro cuando las olas sacuden la anilla. Ordenó un trago para Yolanda. Tomó el vaso de la mano de Felice y se lo tendió a Yolanda: no se comprendía cómo el delgado pie de cristal no se quebraba entre aquellos dedos tan grandes.
Yolanda no sabía qué hacer.
—Yo, liras, vosotros, dólares… —repetía.
Pero los otros ya habían aprendido el italiano:
—En la cama —decían—. En la cama, dólares…
En ésas entró el marido y vio el círculo de espaldas inquietas y la voz de su mujer que salía del centro. Se acercó al mostrador:
—Eh, Felice, ¿qué pasa? —dijo.
—¿Qué te sirvo? —dijo Felice con su sonrisa cansada entre la barba afeitada hacía dos horas que empezaba a asomarle.
Emanuele se despegó el sombrero de la frente sudada y daba saltitos para ver más allá del muro de espaldas:
—¿Qué está haciendo mi mujer?
Felice se trepó a un banquito, alzó la barbilla y bajó de un salto:
—Sigue ahí —dijo.
Emanuele aflojó un poco el nudo de la corbata para respirar mejor:
—Dile que salga —dijo.
Pero Felice ya estaba ocupado en gritar al chico color cebolla porque no reponía buñuelos en las bandejas.
—¿Yolanda…? —llamaba el marido, y trató de introducirse entre dos norteamericanos; se ganó un codazo en la barbilla y otro en el estómago, y se encontró de nuevo afuera dando saltitos alrededor del círculo. Desde el interior le respondió una voz un poco temblorosa:
—¿Emanuele…? Es —dijo la voz de ella, como si hablara por teléfono—, parece que no quieren liras…
Él conservaba la calma; tamborileó en el mármol.
—¿Ah, no?… —dijo—. Entonces sal de ahí.
—Enseguida —dijo ella. E intentó abrirse paso como nadando en aquel cerco de hombres. Pero algo la retenía: bajó la mirada y vio una gran mano posada debajo de su pecho izquierdo, una gran mano fuerte y suave. Y el gigante de las mejillas de manzana estaba delante de ella con sus dientes que centelleaban como el blanco de los ojos.
—Please… —dijo ella, despacio, tratando de despegar aquella mano, y le gritó a Emanuele—: Ya voy. —Pero seguía allí en medio—. Please —repetía—, please…
Felice puso un vaso bajo las narices de Emanuele.
—¿Qué te puedo servir? —preguntó inclinando la cabeza con el gorro de cocinero y apoyando en el mostrador los diez dedos separados.
Emanuele miraba el vacío.
—Una idea. Espera —y salió.
Afuera ya estaban encendidas las luces. Emanuele cruzó la calle corriendo, entró en el Café Lamármora, miró a su alrededor. No había más que los de siempre jugando a cartas.
—¡Ven a jugar una partida, Emanuele! —le dijeron—. ¡Qué cara tienes, Emanuele!
Él ya había salido. De una carrera llegó al bar París. Dio vueltas entre las mesas, con un puño se golpeaba la palma de la mano. Terminó por hablar al oído del barman. El hombre le dijo:
—Todavía no ha llegado. Esta noche.
Emanuele escapó. El barman se echó a reír y fue a contarle la cosa a la cajera.
En el Lirio la Boloñesa apenas había estirado las piernas debajo de la mesita, porque las varices empezaban a dolerle, cuando llegó el gordinflón con el sombrero sobre la nuca, jadeando; no se entendía qué quería.
—Ven —decía y le tironeaba de la mano—, ven enseguida que es urgente.
—Manuelino, ¿qué bicho te ha picado? —decía la Boloñesa desencajando los ojos estriados de arrugas bajo el flequillo negro—. Al cabo de tantos años… ¿Qué bicho te ha picado, Manuelino?
Pero él corría ya con la mujer de la mano que lo seguía a duras penas, las piernas hinchadas trabándose en la falda ceñida que le cubría la mitad del muslo.
Delante del cine encontró a María la Loca que estaba seduciendo a un cabo.
—Hala, ven tú también. Te llevo donde los americanos.
María la Loca no se lo hizo repetir dos veces, plantó al cabo con una palmadita en la mejilla y echó a correr junto con Emanuele, la estopa del pelo rojo al viento y los ojos famélicos que traspasaban la oscuridad.
En El Tonel de Diógenes la situación poco había cambiado. En los anaqueles de Felice había varios huecos, el gin ya había desaparecido y las pizzas estaban por acabarse. Las dos mujeres se dejaron caer allí con Emanuele que las empujaba por la espalda y los marineros las vieron entrar y las saludaron con gritos. Emanuele se encaramó a un banquito, agotado. Felice le sirvió algo fuerte. Un marinero se separó del grupo y palmeó la espalda de Emanuele. También los otros lo miraban amistosamente. Felice les estaba diciendo algo de él.
—¿Eh? ¿Te parece que funcionará?
Felice tenía su eterna mueca somnolienta:
—Bueno, se necesitarían por lo menos seis…
En realidad la situación no había mejorado. María la Loca había terminado colgada del cuello de un gigantón con cara de feto y se retorcía toda con su vestidito verde como una serpiente que muda la piel; la Boloñesa hundía bajo su pecho al pequeño español y lo mimaba como una madre. Entretanto Yolanda no aparecía. Seguía siempre oculta por aquella enorme espalda. Emanuele hacía señas nerviosas a las dos recién llegadas para que no perdieran el tiempo en tonterías, para que se movieran; pero ellas parecían olvidadas de todo.
—Ay… —dijo Felice, espiando por encima del hombro de Emanuele.
—¿Qué pasa? —preguntó Emanuele, pero el otro ya le estaba gritando al chico que no secaba los vasos lo bastante aprisa. Emanuele se volvió y vio a los nuevos que llegaban. Serían unos quince. El Tonel de Diógenes se llenó enseguida de marineros ya achispados; María la Loca y la Boloñesa se dispersaron en medio del barullo: una saltaba del cuello de éste al de aquél agitando en el aire sus piernas de mono, la otra con su inverosímil sonrisa fijada por el maquillaje recogía a los tímidos bajo su pecho de gallina clueca.
Por un momento Emanuele vio a Yolanda girando en medio de los marineros y después desapareció. De vez en cuando Yolanda tenía la impresión de ser arrastrada por aquella multitud, pero cada vez comprobaba que el marinero gigantesco con los dientes y la córnea del ojo tan blancos seguía a su lado, y cada vez se sentía, no sabía por qué, segura. El hombre se movía suavemente, siempre cerca de ella: en el inmóvil uniforme blanco los músculos de su gran cuerpo parecían desplazarse estirándose como gatos: el pecho le subía y bajaba lentamente, como lleno de aire marino. En cierto momento su voz de piedras en el fondo de una boya empezó a pronunciar palabras separadas, con un ritmo insólito, y de él nació un gran canto, y todos giraban y giraban sobre sí mismos como al son de una música.
Entretanto María la Loca, que conocía todos los rincones, se abría paso a patadas, del brazo de uno con bigotes, hacia una puertecita que llevaba a la trastienda. Al principio Felice no quería que la abrieran, pero detrás venía empujando la multitud que se desbordó dentro.
Encaramado en lo alto de su taburete Emanuele seguía la escena con ojos acuáticos.
—¿Qué hay al otro lado, Felice? ¿Qué hay al otro lado?
Pero Felice no contestaba, preocupado porque ya no quedaba nada de beber ni de comer.
—Ve al Valquiria y que te fíen algunas bebidas —dijo al chico-cebolla—; cualquier cosa, aunque sea cerveza. Y pasteles. ¡Corre!
Yolanda, entretanto, había pasado por la puertecita a empujones. La habitación era pequeña, limpia y con cortinas, y en la habitación había una camita, todo en orden, con un cubrecama azul, y el lavabo y todo lo demás. Entonces el gigante se dedicó a expulsar a los otros de la habitación con calma y firmeza, empujándolos con sus grandes manos y Yolanda a sus espaldas. Pero Dios sabe por qué los marineros querían quedarse todos en el cuartito y cada ola que el marinero empujaba hacia fuera era una ola que volvía a entrar, pero cada vez menos, porque algunos se cansaban y se quedaban del otro lado. Yolanda se alegraba de que el gigante hiciera aquel trabajo, porque así podía respirar más a sus anchas y esconder las cintas del sostén que seguían asomándosele.
Mientras tanto Emanuele observaba: veía las manos del gigante empujando a la gente y a su mujer que había desaparecido, seguramente estaría allí dentro, y los otros marineros que volvían a entrar en oleadas constantes, y a cada oleada uno o dos menos: primero diez, después nueve, después siete. ¿Cuántos minutos tardaría el gigante en poder cerrar la puerta?
Entonces Emanuele salió corriendo. Cruzó la plaza como en una carrera de sacos. En la parada había una fila de taxis con los chóferes dormitando. Emanuele pasó de uno a otro y los despertó a todos y les explicó lo que tenían que hacer, enfadándose cuando no le entendían. Los taxis partieron uno por uno en diferentes direcciones. También Emanuele salió en uno, de pie en el estribo.
Al oír aquel movimiento, Bachí, el viejo cochero, se despertó en lo alto del pescante y se precipitó a ver si había la posibilidad de algún viaje. Enseguida lo comprendió todo, como viejo tiburón del oficio que era, volvió a subir a su coche y despertó a su viejo caballo. Cuando incluso el coche de Bachí se alejó chirriando, la plaza se quedó desierta, de no ser por el ruido que venía del Tonel de Diógenes en la explanada del antiguo Depósito de Aduanas.
En el Iris las chicas bailaban: eran menores de edad, bocas en flor y jerséis ceñidos que modelaban los globos de los senos. Emanuele no tenía paciencia para esperar a que terminara el baile.
—¡Eh, tú! —le dijo a una que bailaba con un mozo de frente comida por el pelo.
—¿Qué buscas? —le dijo el mozo.
Otros tres o cuatro lo rodearon: caras de boxeadores con la nariz en alto.
—Salgamos —dijo el chófer a Emanuele—. Aquí se arma otro follón.
Fueron a casa de la Pantera que no quería abrir porque estaba con un cliente.
—Dólares —gritaba Emanuele—. Dólares.
La Pantera, en bata, abrió: parecía una estatua alegórica. La arrastraron escaleras abajo y la cargaron en el taxi. Después recogieron a la Balilla en el paseo marítimo, con su perro en traílla, la Bechuana en el Hotel Paz, con su boquilla de marfil. Después encontraron a tres recién llegadas con la madama del Ninfea, siempre riendo, como si fueran a merendar al campo. Las cargaron a todas. Emanuele estaba sentado delante, un poco alarmado por el alboroto de todas aquellas mujeres amontonadas; al chófer sólo le preocupaba la posibilidad de que se le rompieran los resortes.
En cierto momento apareció en medio de la calle un tipo que parecía querer arrojarse bajo las ruedas. Les hacía gestos de que se detuvieran. Era el chiquillo de cara de cebolla, cargado con un cajón de cerveza y una bandeja de pastas, que quería que lo dejaran subir. La portezuela se abrió y el chico se vio aspirado con cajón y todo. El automóvil volvió a arrancar. Los noctámbulos desencajaban los ojos detrás de aquel taxi que corría como una ambulancia y del que salía un estruendo de voces agudas. Emanuele oía algo que soltaba de vez en cuando un larguísimo chirrido y se lo dijo al chófer:
—Mira que algo anda mal, ¿no oyes el ruido?
El chófer sacudió la cabeza:
—Es el chico —dijo.
Emanuele se secaba el sudor.
El taxi se paró delante del Tonel y el chico fue el primero en saltar, con la bandeja en alto y el cajón debajo de un brazo. Tenía los pelos de punta, los ojos que le comían la mitad de la cara, y corrió dando saltos de mono porque no le había quedado ni un solo botón.
—¡Felice! —gritaba—. ¡Se ha salvado todo! ¡No dejé que ellas me quitaran nada! ¡Pero si supieras lo que me hicieron, Felice!
Yolanda estaba todavía en el cuartito y el gigante se divertía empujando la puerta. Ahora sólo quedaba uno que insistía en entrar, borracho perdido, y rebotaba cada vez en las manos del gigante. En ésas hizo su entrada la nueva mercancía y Felice, de pie en el taburete contemplando cansadamente la escena, veía la superficie de gorritas blancas que se abría para que floreciera un sombrero con plumas, un trasero envuelto en seda negra, una pierna gorda como un salchichón, un par de senos ornados de guirnaldas de flores, todo asomaba a la superficie y desaparecía como burbujas de aire.
En ese momento se oyó un ruido de frenos y aparecieron cuatro cinco seis, una fila entera de taxis. Y de cada taxi salían mujeres. Estaba la Milposturas, con un peinado distinguido, que avanzaba majestuosa, forzando los ojos miopes; estaba Carmen la Española, toda envuelta en velos, la cara descarnada como una calavera, y el contorno felino de sus caderas huesudas; estaba Juanota la Coja, que tomaba impulso apoyándose en una sombrilla china; estaba la Negra del Callejón Largo con su pelo de negra y sus piernas velludas; estaba el Ratoncito con su vestido estampado de marcas de cigarrillos; estaba Milena la Sulfamídica con su vestido impreso de naipes; estaba la Chupaperros con la cara llena de granos; estaba Inés-la-Fatal con un vestido todo de encaje.
Se oyó rodar algo en el empedrado: era el coche de Bachí que llegaba con su caballo medio muerto; se detuvo y de él bajó también una mujer. Llevaba una amplia falda de terciopelo lleno de volantes y puntillas, el pecho cargado de collares, una cintita negra al cuello, en las orejas un par de pendientes labrados, el impertinente con su mango, el pelo de un amarillo de peluca, y un gran sombrero a la mosquetera en el que había rosas y uvas y pájaros y una nube de plumas de avestruz.
Al pabellón del Tonel de Diógenes habían llegado otros grupos de marineros. Uno tocaba el acordeón, otro el saxo. Las mujeres bailaban sobre las mesas. Por mucho que se hiciera siempre había muchos más marineros que mujeres, y sin embargo el que estiraba una mano encontraba una nalga o un pecho o un muslo que parecían extraviados y no se entendía de quién eran: nalgas por el aire y pechos a la altura de las rodillas. Y manos velludas como garras restregaban aquella multitud, manos de uñas rojas y puntiagudas, de yemas vibrantes, que se introducían debajo de las casacas, soltaban abotonaduras, acariciaban músculos, hacían cosquillas en lugares secretos. Y las bocas se encontraban casi volando por el aire y se pegaban debajo de las orejas como ventosas y lenguas dulzonas y ásperas salivaban la piel corroyéndola y labios enormes pintados hasta la nariz. Y se sentían deslizar piernas por todas partes, interminables e innumerables como los tentáculos de un enorme pulpo, piernas que se metían entre las piernas y se despegaban a golpes de muslo y de pantorrilla. Y después era como si todo fuera disolviéndose en las manos, y uno se encontraba aferrando un sombrero adornado con racimos de uva, otro un par de bragas de encaje, otro una dentadura postiza, otro una media alrededor del cuello, otro un volante de seda.
Yolanda se había quedado sola en el cuartito con el marinero gigantesco. La puerta estaba cerrada con llave y ella se peinaba delante del espejo del lavabo. El gigante se acercó a la ventana y corrió la cortina. Afuera se veía el barrio oscuro de la costa y el muelle con su hilera de luces que se repetían en el agua. Entonces el gigante empezó una canción norteamericana que decía: «El día ha terminado, cae la noche, son azules los cielos, las campanas repican».
Y Yolanda se acercó también a mirar por la ventana y las manos de los dos se encontraron en el alféizar y se quedaron juntas y quietas. Y el gran marinero de voz de hierro cantaba: «Progenie de Dios, cantemos aleluya».
Y Yolanda repetía: «Cantemos aleluya, aleluya».
Mientras tanto Emanuele, angustiado porque no encontraba a su mujer, daba vueltas entre los marineros apartando los cuerpos femeninos transfigurados que de vez en cuando le llovían en los brazos. En cierto momento se encontró frente al grupo de los chóferes que lo buscaban para cobrarle la cuenta de sus taxímetros. Emanuele tenía los ojos llenos de lágrimas; no querían soltarlo si no pagaba. Hasta el viejo Bachí se les había unido, haciendo girar su gran látigo de cochero.
—¡Si no me pagáis, me la llevo! —decía.
Después se oyeron silbatos y la policía rodeó el pabellón. Estaba también la ronda del cazatorpederos Shenandoah, con sus cascos y fusiles, que hacía salir a los marineros uno por uno. Entretanto llegaron las camionetas de la policía italiana y a todas las mujeres que atrapaban las cargaban y se las llevaban.
Los marineros tuvieron que formar fila y marchar hacia el puerto. Delante pasaron las camionetas de la policía cargadas de mujeres y hubo grandes gestos de saludos de una y otra parte. El gigante aquel marchaba a la cabeza, atacó en ese momento a voz en cuello: «Acaba el día, el sol se pone, cantemos aleluya, aleluya».
Yolanda, encogida entre la Milposturas y la Chupaperros, oyó la voz de él que se alejaba y retomó el canto: «Termina el día, el trabajo cumplido, aleluya».
Y todos cantaron la canción, los marineros y las mujeres, los que se embarcaban, las que iban a la comisaría.
En El Tonel de Diógenes Felice el veterano empezaba a apilar las mesas. Emanuele había quedado abandonado en una silla, la barbilla caída sobre el pecho y el sombrero informe apoyado en la nuca. Iban a arrestarlo a él también, pero el oficial de marina que dirigía la operación había hecho averiguaciones e hizo señas de que lo dejaran. Y el oficial también se había quedado y ahora en el local estaban sólo ellos dos: Emanuele desolado en su silla y el oficial de pie delante de él, de brazos cruzados. Cuando tuvo la seguridad de que estaban solos, el oficial sacudió al gordinflón por un brazo y empezó a hablarle. Felice se acercó para hacer de intérprete, con la sonrisa irónica en su negruzca cara de zapatero.
—Dice que si le puedes conseguir una chica a él también —le dijo a Emanuele.
Emanuele parpadeó un poco y dejó caer de nuevo la barbilla sobre el pecho.
—Usted, a mí, chica —decía el oficial—; yo, a usted, dólares.
«Dólares». Emanuele se refrescaba las mejillas con el pañuelo. Se puso de pie. «Dólares», repetía, «dólares».
Salieron juntos. Por el cielo volaban unas nubes nocturnas. En lo alto el faro del muelle seguía haciendo guiños acompasados. El aire estaba todavía lleno de la canción Aleluya.
«El día termina, son azules los cielos, aleluya», cantaban el gordinflón y el oficial, del brazo, caminando en medio de la calle en busca de algún local donde jaranear toda la noche.