Científicos herejes

Pensamos en un científico hereje como un autor de observaciones, conclusiones o teorías opuestas a la creencia científica aceptada por todos, que es perseguido por ello y que no obstante finalmente recibe el reconocimiento de la ciencia. Los científicos herejes han sido sorprendentemente pocos.

Casi todos los avances sorprendentes de la ciencia han de enterrar creencias anteriores, y los científicos conservadores no siempre aceptan las nuevas ideas con rapidez. La teoría de la combustión de Lavoisier, la teoría atómica de Dalton, las nociones sobre la conservación de la energía de Joule, la tabla periódica de Mendeleev, la teoría del cuanto de Plank, el átomo nuclear de Rutherford y la relatividad de Einstein fueron recibidas con reparos y dudas, y denunciadas sin piedad por los conservadores.

Sin embargo, en general estos científicos de vanguardia no sufrieron por su temeridad. Sus carreras prosiguieron de manera triunfal. Recibieron el apoyo de mucho científicos, en particular de los más jóvenes, y recibieron premios y alta consideración durante sus vidas.

En algunos casos sucedió lo contrario, por supuesto. En 1836, el químico francés Auguste Laurent dio a conocer una nueva teoría sobre la estructura molecular que iba contra las ideas de un anciano semidiós de la química, Berzelius. El anciano denunció los conocimientos de Laurent con tanta fuerza que le arruinó la carrera. Laurent falleció antes de cumplir los cincuenta años y no vivió para ver cómo sus ideas ganaban aceptación.

El geólogo alemán Alfred Wegener sugirió en 1912 que los continentes se movían lentamente y que habían formado un solo cuerpo cientos de millones de años atrás. Se rieron de él. Falleció a los cincuenta años y no supo que su idea de la deriva de los continentes (modificada en gran manera) ganaba finalmente aceptación.

Más tarde, en 1911, el médico estadounidense Francis P. Rous dio a conocer la primera evidencia sobre la existencia de un virus que provocaba cáncer, cuando ese tipo de virus no era aceptado por el pensamiento tradicional. Rous no ganó el premio Nobel que le hubiera correspondido por su descubrimiento hasta 1966 —cincuenta y cinco años después—. Afortunadamente todavía estaba vivo, y a la edad de ochenta y siete años aceptó el premio por una idea que el paso del tiempo había convertido en respetable.

Los científicos herejes que realmente sufrieron denuncias y miseria fueron aquellos cuyas creencias amenazaban no los conocimientos científicos anteriores, sino dogmas que estaban fuera de la ciencia.

Cuando Copérnico y Galileo dieron a conocer sus ideas que amenazaban la inamovible Tierra central que aparece en la Biblia, cuando las sugerencias sobre la evolución realizadas por Darwin amenazaron la creación especial del hombre, o cuando Hutton y Lyell presentaron evidencias que refutaban que la Tierra había sido creada 6000 años atrás, la gente se enfureció. Copérnico no se atrevió a publicar sus conocimientos hasta que se estaba muriendo; Galileo fue amenazado con torturas; y el resto tuvo que soportar los vilipendios de un público que los habría matado si hubiera podido.

Por otro lado, las herejías que complacen a la superstición popular son recibidas con entusiasmo. Permitan que alguien explique los milagros bíblicos con astronomía a medio hacer, o hable de los platillos volantes llenos de toscos equivalentes de ángeles o demonios, y el público admirador pronto comparará sus insensateces con Galileo.

Si verdaderamente se parecieran a Galileo, por supuesto, la gente no les haría caso.