CAPÍTULO IV

El viaje a la universidad por la mañana siguiente pareció más largo que el viaje a casa en la noche anterior. Había coronado la noche con una tercera copa y por último una cuarta y con sus esfuerzos había logrado más bien aturdirse que animarse.

Doris había mantenido un silencio ominoso que la había llevado a mirar la televisión, inflexible. Brade había tratado de sacar los capítulos del Capitán Anson del sobre y de darles un ligero vistazo en consideración al viejo, pero las letras giraban como locas y después de leer cinco veces el párrafo inicial, abandonó.

Después ninguno de los dos durmió y por la mañana Ginny se había escurrido hacia la escuela con una expresión tensa y asustada en el rostro delgado. Los niños, había decidido Brade desde hacía tiempo, tenían antenas invisibles que vibraban bajo los humores de los adultos impredecibles con los que compartían la vjda.

No era que culpara a Doris, o a él mismo en ese sentido. Era el resultado de un embrollo de circunstanciass en el que se enredaban los pies de toda la humanidad.

Estaba terminando el doctorado con el viejo Capitán (viejo Capitán incluso entonces) cuando había recibido un ofrecimiento para una ayudantía en la universidad a partir del próximo 1 de julio. Se lo mandaba el cielo; era todo lo que sus más salvajes sueños podían pretender. No aspiraba a la excitación —y la inseguridad— de la industria. No estaba hecho para la alegre arremetida sobre el torso destripado del prójimo. Tampoco quería arremeter en busca de subsidios. Sólo quería una posición segura y tranquila. Seguridad, no aventura

Fue entonces que se casó, con Doris. Quería lo mismo que él; la modesta seguridad del año próximo. Sacrificarían el ascenso del cohete con el propósito de asegurarse para siempre de evitar la caída del garrote.

¿Y qué podía ser mejor que una posición facultativa en una venerada y antigua universidad? Podía llegar la depresión y los salarios podían ser rebajados por un tiempo, pero los miembros de la facultad sobrevivían y sobrevivían hasra días de barbada veneración. Y aún cuando se retiraran lo hacían sobre el blando almohadón de la posición de emeritos con media paga, hasta que se retiraba el último registro de asístencia y el profesor podía alzar por fin los ojos cansados hacia el enorme pizarrón negro del cielo.

Pasó el tiempo, pasaron dos años, y fue profesor adjunto. La investigación a la que sc dedicaba era hasta cierto punto marginal: interesante pero tranquila. Ni siquiera en eso había alboroto porque elegía los proyectos que lo evitaran. Sin embargo los subsidios para investigación iban a parar a los proyectos alborotadores y tales subsidios le pasaban a él por alto. Como así también el nombramiento de profesor asociado.

Podía comprender lo que Doris sentía al respecto. Diecisiete años de trabajo y cada año estaba la hojita blanca —no rosada, blanca— que anunciaba la renovación del nombramiento. Por un año.

Como es natural, Doris quería la titularidad.

Brade trató de explicarle que titularidad era sólo una palabra. Que significaba que uno no podia ser despedido salvo por causa justificada y por votación de la junta directiva universitaria (compuesta por profesores compañeros que resguardaban celosamente su propia titularidad), pero que ningún prefesor necesitaba ser despedido. En vez de eso, podían pedirle a uno con un susurro cortés que renunciara y si en vez de eso uno elegía quedarse, podían hacer que las mezquinas irritaciones diarias crecieran hasta llegar al cielo y, con titularidad o no, la renuncia era metida bajo la piel y allí se quedaba.

Pero Doris sólo sabía que tal como eran las cosas por el momento, todo lo que necesitaban hacer era dejar de incluir la hojita blanca. Sin titularidad, no se necesitaba causa, ni voto.

Era la enfermedad de la Depresión. Ella quería seguridad.

Ël también la quería, pensó Brade, sombrío.

Entró a la playa de estacionamiento de la facultad y se ubicó en un sitio libre. Se ubicaba donde podía. Los lugares reservados contra la pared trasera de piedra del edificio de química eran para los profesores asociados o plenos. En condiciones ordinarias, no le prestaba atención a esto, pero de pronto también aquello era un aspecto de la seguridad asociada a la mágica línea divisoria.

Subió por la escalinata de madera enrejada que conducía alrededor del edificio hasta la entrada principal del frente. Un par de estudiantes que estaban en uno de los bancos de piedra alineados contra la pared de ladrillos al otro lado del prado, levantó la cabeza. Uno le susurró algo al otro y lo siguieron con la mirada.

Brade hundió los hombros y siguió. No había comprado el diario de la mañana. Sin duda incluía toda la historia.

Bueno, ¿acaso eso le convertía en una curiosidad, por todos los santos? ¿Acaso la cabeza de la muerte se dejaba ver a través de la piel de su rostro? ¿Había un cartel: cuidado, cianuro?

Se descubrió, caminando a un ritmo ridículo y se obligó a aminorar los pasos cuando pasó la enorme puerta doble.

Y el solo hecho de girar a la izquierda en ese punto hizo que el día empezara mal. Debía girar a la derecha, hacia el ascensor que lo llevaría al cuarto piso y a su oficina.

Pero giró a la izquierda y entró en la que decia DEPARTAMENTO DE QUÍMICA sobre la puerta, y de pronto se sintió otra vez en la escuela primaria con una maestra severa de un metro ochenta que lo había mandado a ver al director de dos metros diez.

Miró su reloj de pulsera. Eran las 8.20 y estaba adelantado en diez minutos.

Jean Makris se libró de un estudiante y se puso en pie mientras Brade tomaba asíento.

—Lo atenderé en un minuto, profesor Brade —dijo—. Ahora está hablando por telefono.

—Está bien —dijo Brade—. Llegué antes de hora.

La muchacha salió de detrás del escritorio y cruzó la barra horizontal oscilante que hacía las veces de entrada a la oficina y se acercó a él, muy preocupada. Brade reprimió la tendencia a apartarse, pero siempre le había parecido que en semejantes ocasiones ella iba a acomodarle la corbata.

Era una muchacha de rostro largo con dientes sobresalientes y una expresión lúgubre, no necesariamente relacionada, pensaba Brade, con ninguna tristeza interior. Era eficiente, desviaba a los visitantes inoportunos con destreza, lo mantenía informado de los compromisos y reemplazaba en el tiempo que tenía y lo mejor que podía a la secreraria propia que el colegio no podía financiar.

—Me afectó terriblemente cuando usted me Ilamó ayer, profesor Brade —dijo en tono confidencial—. Usted se debe haber sentido horrible.

—Fue un fuerte choque, señorita Makris.

Ella se volvió aún más confidencial.

—Espero que la señora Brade haya comprendido que llegara tarde. Yo traté de explicarle.

—Sí. Se lo agradezco.

—Me imagino que siendo usted tan puntual, la señora Brade podía pensar, usted sabe... Podia molestarse y llegar a pensar, ya sabe...

Durante un alocado segundo Brade se preguntó si la senorita Makris estaría insinuando posibles sospechas de irregularilades sexuales. La miró con una especie de terror.

Ella cambió de tema con suavidad.

—Supongo que usted se habrá alterado, sobre todo por tratarse de uno de sus discípulos.

—Sí. Ya lo creo.

—Bueno, en ese sentido...

Sonó un zumbido suave sobre el escritorjo de la señorita Makris y ella dijo de inmediato:

—El profesor Littleby lo atenderá ahora... pero se lo diré cuando salga —movió la cabeza con ansiedad hacia él.

Lo úlltimo que vio de ella fue que se acomodaba la blusa blanca, tan virginalmente blanca, sin duda, pensó Brade indiferente, como el pecho poco notable que se alzaba debajo.

El profesor Littleby colgó el teléfono mientras Brade entraba y sonrió mecánicamente.

Debe haber habido una época, pensó Brade, en que la sonrisa era algo real, pero la gente que ocupaba altos cargos administrativos apenas podía confiar en la motivación humana para producir sonrisas en todas las ocasiones indicadas. Necesitaban algo más confiable e infalible, de modo que se instalaba y se lubricaba la maquinaria hasta que la sonrisa quedaba garantida para atravesar el rostro en todos los momentos indicados, por más privados de emoción que estuviera el propio hecho o la mente tras la sonrisa.

—Buenos días, profesor Littleby —dijo Brade, con su propia sonrisa mecánica.

El profesor Littleby lo saludó con un movimiento de cabeza, se frotó la oreja y dijo:

—Es algo terrible. Terrible.

El rostro ancho, afeitado hasta lograr una rosada suavidad refulgente, reflejó la pena durante el momento apropiado. Llevaba puesto el saco, desde luego, pero también un chaleco debajo. Era el único integrante de la facultad que insistía en usar chaleco en todas las estaciones, Brade no sabía si por valoración de su cargo administrativo o por ignorar honestamenre que había pasado de moda en la indumentaria masculina.

Para Littleby el tiempo se había detenido hace veinte años. En ese entonces su libro sobre electroquimíca estaba en la tercera edición y había sido el texto modelo en ese campo. Pero nunca había llegado a una cuarta edición, y ahora estaba agotado. De vez en cuando Littleby hablaba con ansiedad de preparar una nueva edición si tenía tiempo, pero ni él lo creía realmente.

No importaba. El libro le había dado reputación y unas pocas patentes que tenían que ver con la galvanización del cromo le brindaban una entrada modesta pero independiente y el ofrecimiento de la jefatura del departamento cuando había muerto el viejo Bannerman.

Brade asíntió con la cabeza y estuvo de acuerdo en que era algo terrible.

—Desde luego —dijo Littleby—, en cierto sentido no es sorprendente que le ocurriera a ese estudiante en particular. Un inadaptado, como le dije por teléfono anoche. Estuve controlando los informes de los profesores sobre él y lamento decirlo de su discípulo, teniendo en cuenta que ustcd había informado que se desempeñaba bien, pero los miembros de la facultad lo apreciaban poco en general.

—En algunos aspectos era un muchacho difícil —dijo Brade—, pero tenía sus virtudes.

—Supongo que sí —dijo Littleby, fríamente—. Sin embargo, eso no viene al caso. Mi preocupación principal debe ser con respecto a la escuela, al departamento.

Littleby acomodó los papeles sobre el escritorio y Brade lo observó con cautela.

—No pueden decirnos que no hayamos tomado las debidas precauciones —siguió Littleby—, que se haya dejado de lado la seguridad.

—No, por supuesto que no.

—¿Cómo ocurrió, dicho sea de paso? Tengo entendido que fue con ácido cianhídrico, ¿pero, cómo llegó a respirarlo?

Brade explicó sólo los hechos superficiales.

—Bueno, ahí tiene —dijo Littleby—. No tendría que haber sido un sistema abierto. Tendría que haber habido una columna rectificadora sobre el recipiente. Eso habría mantenido su tonta nariz apartada.

A esa altura Brade deseó decir que él mismo le había sugerido a Ralph el uso de una columna rectificadora más de una vez, pero habría sido como esconderse tras un cadáver. Se contentó con decir:

—Habría significado equipo especial, señor, y creo que Neufeld creía que podía controlar mejor las condiciones del experimento si dejaba abierto el recipiente. La pérdida de vapor no era crucial y podía agregar material con menos movimientos inútiles.

—Insensateces. El problema con los jóvenes de hoy es que la seguridad es en lo último que piensan. Le diré que he visitado los laboratorios y me ha enfermado, enfermado lo que he visto. He observado cómo hervían solventes sobre llama descubierta. Nadie parece emplear gasa de asbesto para calentar. Y las campanas están en condiciones terribles. Francamente, tenía pensado convocar una reunión del departamento para considerar justamente ese punto y el hecho de que no lo haya hecho antes de que ocurriera esto es muy lamentable para mí.

Brade se movió incómodo en la silla. No había nada fuera de lo razonable con las precauciones de seguridad en el laboratorio de estudiantes.

—Señor, éste ha sido el único accidente más grave que un corte en el dedo o una quemadura de ácido en diez años.

—¿Cuántos accidentes como este quiere?

Brade se quedó en silencio, y Littleby, saboreando por unos segundos la bien dirigida réplica, continuó:

—Ahora bien, creo que lo que deberíamos hacer es organizar una clase sobre seguridad, una serie de disertaciones sobre lo que se puede y lo que no se puede hacer en el estilo de vida químico, por así decir. Pueden realizarse a las cinco de la tarde y la asístencia será obligatoria para todos los estudiantes, graduados y no graduados, que estén realizando algún curso de laboratorio. ¿Qué piensa?

—Podemos probar.

—Bien. Le pido que organice el curso, profesor Brade, y creo que sería buena idea pedirle al Capitán Anson que le ayude. Al anciano caballero le gustaría entrar en acción, lo se, y ésta sería una buena oportunidad de concertar algo para él.

—Sí, señor —dijo Brade con frialdad.

Aquello no le gustaba. Parecía dispuesto como un castigo para él, una expiación dantesca, una purificación ritual. Su discípulo no había tenido cuidado y como consecuencia él debía obligar a los demás estudiantes a ser menos descuidados.

—Una disertación por semana, tal vez, y yo empezaría esta semana —dijo Littleby—. Si los diarios... —carraspeó—. Supongo que no le haría daño a nadie declarar que hemos estado planeando esto desde hace un buen tiempo como parte de nuestro programa de seguridad permanente. Y no dejaría de ser cierto, porque como le estuve diciendo, el tema me ha estado preocupando mucho. Sí.

De pronto miró el reloj de pared, que marcaba las nueve menos cuarto.

—Tiene clase a las nueve, ¿verdad, profesor Brade?

—Sí, así es.

—Espero que se sienta bien. Es concebible que esto lo haya trastornado al punto de...

—No —dijo Brade, con rapidez—. Estoy perfectamente dispuesto a dar la clase

—Bien, bien. Oh, en cuanto a la pequeña reunión informal de mañana. Espero que su buena esposa y usted aún puedan asístir, ¿verdad? Aunque si creen que dadas las circunstancias...

A Brade le costó que la voz no le sonara rígida.

—Creo que iremos. La oportunidad resulta tan agradable que...

Y cada uno de los dos, en un chapaleo de frases arrastradas, movió la cabeza con envaramiento y le sonrió mecánicamente al otro, con una cortesía forzada y privada de toda amistad.

No quiere que vaya, pensó Brade. Estoy tocado por la muerte. Mala publicidad.

Si no fuera por Doris, no irÍamos.

Pobre Doris. Si antes había una oporTunidad de ascenso, abora parecía bastante desesperada. En los ojitos de Littleby no brillaba la generosidad. Pobre él mismo. ¿Podría soportarlo Doris? A veces hablaba con desesperación pero había sacado a relucir reservas ocultas antes y con seguridad lo haría otra vez.

Cuando se dio la vuelta y salió de la oficina se le ocurrió una idea de otro tipo. Se basaba en la observación de Littleby sobre los informes de los profesores. Cada catedrático, además de calificar al estudiante con una letra que se daba a conocer públicamente, informaba, hasta donde podía, sobre el carácter y la personalidad del estudiante. Esto último era privado.

Por supuesto, estaba disponible para los miembros de la facultad, y Brade le había dado un vistazo a los comontarios sobre Ralph, por rutina, cuando lo consideró por primera vez como estudiante para doctorado. Sin embargo había sido sólo eso: un vistazo. En ese entonces sabía que Ralph no era apreciado así que daba por descontados los juicios.

Ahora todo el asunto caía bajo una nueva luz. Quienquiera que hubiera matado al muchacho debía haber sentido algo por él; odio, furia, algo; con la fuerza suficiente como para terminar en asesinato.

A Ranke el muchacho le disgustaba con intensidad, desde luego, y hasta el doctor Shulter del colegio médico, que se había encontrado con él sólo por casualidad, lo desaprobaba, y así ocurría con casi todos. Pero podía haber algo en lor términos de los juicios de un hombre que traicionara algo adicional, un pequeño toque extra de emoción.

En todo caso, pensó Brade con gran alivio, sus propias declaraciones sobre Ralph habían sido muy lisonjeras. Era el único miembro de la facultad contra quien no podía demostrarse ningún grado de disgusto fluyendo entre él y Ralph.

—¿Eh? —se sobresaltó, cuando el sonido penetró al fin en sus tímpanos—. Lo siento, señorita Makris. Me temo no haber oído.

—Por cierto que no —dijo Jean Makris, con expresión divertida—. Salió de la oficina realmente ensimismado, y tuve que tomarlo del codo o creo que habría atravesado la puerta sin abrirla.

—Sí. Bueno, ahora estoy bien.

—El profesor Littleby no fue —los ojos se deslizaron furtivos en dirección a la puerta interna— desagradable o algo así, ¿verdad?

—No, fue una entrevista de rutina.

—Menos mal. Bueno, entonces se lo diré, para tranquilizarlo, sabe, en caso de que lo de Ralph lo haya trastornado; en caso de que lo sienta como una pérdida personal, una especie de...

Ahora lo miraba con ansiedad, el rostro largo un poco inclinado y un matiz de animación en la voz, como si hubiera estado esperando largo tiempo para decirlo y sin embargo no quisiera arruinar la experiencia con una consumación demasíado rápida.

—Tengo que dar una clase, señorita Makris —dijo Brade—. ¿Qué está tratando de decirme, exactamente?

De pronto el rostro de la muchacha se acercó al suyo, con los ojos brillantes.

—Sólo que Ralph no era buena persona. Sólo que no necesita preocuparse. Él lo odiaba a usted.