CAPÍTULO PRIMERO
La Muerte se sienta en el laboratorio de química y un millón de personas se sientan con ella y no les importa.
Olvidan que esta allí.
Sin embargo Louis Brade, profesor adjunto de Química, no volvería a olvidar nunca ese pequeño hecho. Se dejó caer en la silla del desordenado laboratorio estudiantil, sentándose con la Muerte, y muy consciente de ello. Más consciente de ello, en verdad, ahora que la policía había partido y los pasíllos estaban una vez más vacíos. Más consciente ahora que habían quitado del laboratorio la evidencia física de la mortalidad bajo la forma del cadáver de Ralph Neufeld.
Pero la Muerte seguía allí. No la hablan tocado. Brade se quitó los anteojos y los limpió lentamente con un pañuelo limpio que reservaba para ese único uso, después hizo una pausa para mirar el doble reflejo, uno en cada lente, cada uno dilatado en el medio por efecto de la curvatura del cristal, de modo que el rostro enjuto se veía lleno y la boca ancha, de labios finos, más ancha aún.
No hay marcas más profundas, se preguntó. ¿El pelo seguía tan oscuro como tres horas atrás, las líneas que le rodeaban los ojos (como era lo indicado a los cuarenta y dos años) seguían siendo las mismas que antes de empezar todo aquello?
Con seguridad uno no podía vérselas tan de cerca con la Muerte y no quedar marcado en algún sentido.
Volvió a colocarse los anteojos y paseó una vez más la mirada por el laboratorio. ¿Por qué verse marcado por encontrarse con la Muerte un poco más de cerca esta única vez? Después de todo, la encontraba todos los días, a cada momento, en toda dirección.
Allí estaba, sentado en medio de cincuenta frascos de vidrio marrón con reactivos, que atestaban los anaqueles. Cada frasco de Muerte estaba bien etiquetado, cada uno ocupado con cantidades diversas de su tipo especial de cristales puros, refinados. La mayor parte se parecía a la sal común.
La sal podía matar, desde luego. Tómese la cantidad necesaria y matará. Pero la mayor parte de los cristales de los frascos podía hacer el trabajo con mucha mayor rapidez que la sal. Algunos podían hacerlo en un minuto o menos, dada la dosis correcta.
Rápida, lenta, dolorosamente o no; cada uno era un remedio soberano para la desgracia terrestre y en la vida era imposible renegar de su uso.
Brade suspiró. Para los distraídos que los usaban, bien podrían haber sido sal. Eran colocados en paneles de pesar o dentro de matraces, disueltos en agua, desparramados o salpicados encima de los bancos de trabajo y limpiados con distracción o absorbidos con una toallita de papel.
Todas aquellas gotas y migajas de Muerte eran apartadas, tal vez, para comer un sándwich. O un vaso de laboratorio que hasta un momento atrás había contenido a la Gran Niveladora podía ser empleado entonces para el jugo de naranja.
Los anaqueles contenían acetato de plomo, llamado azúcar de plomo porque dejaba un sabor dulzón en la boca mientras mataba. Había nitrato de bario, sulfato de cobre, bicromato de sodio, docenas más, todos traficantes de la muerte.
Y cianuro de potasio, desde luego. Brade había creído que la policía lo incautaría, pero se limitaron a mirarlo desde cierta distancia y lo dejaron allí, con sus doscientos gramos aproximados de Muerte adentro.
En los estantes bajo el banco de laboratorio estaban los frascos de cinco litros de los ácidos fuertes, incluyendo el ácido sulfúrico que podía cegar en un chorro descuidado y dejarlo a uno con una cicatriz en vez de cara. En un rincón había tubos de gas comprimido, algunos de treinta centímetros, otros altos como un hombre. Cualquiera de ellos podía explotar con violencia si se dejaban de lado unas pocas precauciones simples o, en algunos casos, envenenar insidiosamente.
Muerte violenta o subrepticia, por la boca o la nariz; o incluso poco a poco a través de los años, como con las gotitas de mercurio que con seguridad refulgirían en las grietas del piso y en los rincones ocultos si se les quitara el polvo que las cubría.
La Muerte estaba allí en toda dirección y a nadie le importaba. Y entonces, de cuando en cuando, como ahora, uno de los que se sentaban con ella no volvía a levantarse, nunca.
Brade había entrado al laboratorio de estudiantes tres horas atrás. Su propia reacción de oxigenación se desarrollaba con lentitud y el nuevo tubo, que acababa de ser ubicado en su lugar, desprendía oxigeno dentro del sistema de reacción. Estaba colocado para la noche; Brade tenía que llevar a cabo una última tarea pequeña y después regresaría al hogar a cumplir con la cita que había fijado con el Capitán Anson para las cinco.
Como explicó después, acostumbraba a saludar a aquellos de sus estudiantes que estaban en el laboratorio cuando él se iba. Y, además, había tenido la intención de tomar prestada una pequeña cantidad de ácido clorhídrico decimolar y, como todos sabían, Ralph Neufeld tenía los reactivos más meticulosamente estandarizados del edificio.
Descubrió a Ralph Neufeld caído sobre la superficie de esteatita, dentro de la campana de experimentación, de espaldas a la puerta.
Brade frunció el entrecejo. Para un estudiante aplicado como Neufeld era una pose muy poco ortodoxa. El joven químico correcto, cuando desarrolla un experimento dentro de una campana, mantiene la ventana movible de cristal blindado baja entre él y los productos químicos en ebullición. Mantiene los vapores inflamables, nocivos, encerrados dentro del área de la campana, para que el ventilador los haga subir hasta el escape del techo.
Nadie esperaría ver la ventana levantada y el experimentador haciendo descansar la cabeza sobre un codo, adentro.
Brade dijo:
—¡Ralph! —y caminó hacia el estudiante, con los pasos sonando leves sobre el piso de compuesto de corcho (destinado a evitar que los recipientes de cristal se rompieran al caer) y cuando lo tocó con la mano el cuerpo de Neufeld se movió rígidamente.
Con un vigor repentino, alarmado, Brade dio vuelta a la cabeza del estudiante para verle el rostro. El cabello corto, rubio, cayó en apretadas ondas como siempre. Los ojos de Neufeld lo saludaron con una mirada vidriosa bajo los párpados entreabiertos.
¿Qué es lo que distingue con tanta precisión el rostro de un muerto del de un durmiente o un borracho?
Era la muerte. La mano de Brade descubrió que Ralph Neufeld no tenía pulso y estaba totalmente frío y su nariz de químico captó los rastros tenues y demorados de un olor a almendras.
Brade tragó con dificultad y llamó al Colegio Médico que quedaba a tres cuadras, logrando mantener la voz casi en su timbre ordinario. Preguntó por el doctor Shulter, a quien conocía, y habló con él. Después llamó a la policía.
El llamado siguiente fue para el jefe del departamento, pero resultó que el profesor Arthur Littleby estaba ausente desde el almuerzo. Le contó a la secretaria de Littleby, para que quedara asentado, lo que había descubierto y lo que había hecho y le advirtió que evitara desparramar la noticia por un tiempo.
Después cruzó a su propio laboratorio y cerró el oxígeno, comenzando la reacción y quitando la válvula de escape. Que se interrumpiera. Por el momento no tenía importancia. Miró los medidores del alto tubo de oxígeno, como tratando de absorber los hechos y no lográndolo del todo.
Después, sintiéndose en medio de un silencio enorme y vacío, regresó al laboratorio del estudiante muerto, se aseguró de que la puerta estuviera cerrada y con el pasador, y se sentó a esperar con la Muerte.
El doctor Ivan Shulter, del Colegio Médico, golpeó con suavidad y Brade lo hizo entrar. El examen de Shulter no fue prolongado. Dijo:
—Ha muerto hace un par de horas. ¡Cianuro!
Brade asintió.
—Lo había supuesto.
Shulter se echó hacia atrás un mechón de pelo gris y descubrió aún más un rostro liso que obviamente transpiraba con facilidad y que en ese momento brillaba. Dijo:
—Bueno, esto va a mover el avispero. Tenía que ser justo este, desde luego.
Brade dijo:
—¿Usted lo conoce... lo conocía?
—Lo he visto. Saca libros de la biblioteca médica y después no los devuelve. Tuve que mandarle a una bandada de bibliotecarias detrás para conseguir un volumen que necesitaba, e hizo llorar a una de ellas con su conducta. Pero supongo que ahora no importa.
Se fue.
El médico de la policía estuvo de acuerdo con el diagnóstico, tomó unas rápidas notas y desapareció. Tomaron fotografías desde tres ángulos y después envolvieron lo que quedaba de Neufeld en una manta y se lo llevaron.
Un detective rechoncho se quedó atrás. Se presentó, haciendo relampaguear una tarjeta, como Jack Doheny. Tenía mejillas regordetas, y una voz grave y áspera.
—Ralph Neufeld —dijo, deletreándolo con esfuerzo, y se lo mostró a Brade para que lo confirmara—. ¿Tiene algún pariente cercano con el que podamos comunicarnos?
. Brade levantó la cabeza, pensativo.
—Tiene a la madre. En la oficina le darán la dirección.
—La registraremos. Ahora bien, ¿cómo pasó, profe? Solo para el expediente.
—No se. Lo encontré así.
—¿Tenía problemas con los estudios?
—No, los llevaba bien. ¿Está pensando en un suicidio?
—A veces usan cianuro para eso.
—¿Pero para qué prepararía un experimento si todo lo que quisiera fuera suicidarse?
Doheny pasó una mirada dubitativa por el laboratorio.
—Diga, profe. ¿Podría haber sido un accidente? Este no es exactamente mi campo —agitó un pulgar cuadrado hacia los productos químicos.
Brade dijo:
—Sí, podría haber sido un accidente. Podría haberlo sido. Ralph estaba desarrollando una serie de experimentos en los que tenía que disolver acetato de sodio para producir la reacción...
—Un momento. ¿Acetato de cuánto?
Brade lo deletreó con paciencia y Doheny lo asentó con la misma paciencia. Brade siguió.
—Se mantiene la reacción en ebullición y luego, cierto tiempo después de agregar el acetato, es acidulada para que se forme ácido acético.
—¿Es venenoso el ácido acético?
—No en especial. Es vinagre diluido. En realidad, es lo que le da su olor característico. El ácido acético tiene un fuerte olor a vinagre. Sin embargo el asunto es que Ralph debe haber usado en un principio cianuro de sodio en vez de acetato de sodio.
—¿Cómo puede ser? ¿Son parecidos?
—Véalo usted mismo.
Brade tomó frascos de cianuro de sodio y de acetato de sodio de los anaqueles. Ambos eran de vidrio marrón, de unos quince centímetros de alto y los dos tenían etiquetas de idéntico diseño. El frasco con cianuro de sodio llevaba en rojo la palabra VENENO.
Brade desenroscó la tapa plástica de cada frasco y Doheny escrutó el interior con cuidado.
—¿Quiere decir que estas cosas están siempre tan cerca en el estante?
Brade dijo:
—Los frascos están dispuestos en orden alfabético1.
—¿No tienen el cianuro en un lugar cerrado con llave?
—No —Brade empezaba a experimentar la tensión de tener que cuidar cada afirmación para evitar el irremediable paso en falso.
Doheny frunció el entrecejo.
—Eh, van a tener problemas, profe. Si los parientes del chico quieren hacer un escándalo por negligencia, la universidad se va a ver expuesta a que los abogados consigan una prueba.
Brade sacudió la cabeza.
—En absoluto. La mitad de los reactivos... eh, los productos químicos, que usted ve en los anaqueles son bastante venenosos. Los químicos lo saben y tienen cuidado. Usted sabe que tiene el revólver cargado, ¿verdad? No se dispara a sí mismo con él.
—Tal vez eso marche bien para los químicos, pero éste era sólo un estudiante, ¿correcto?
—No só1o un estudiante. Ralph obtuvo la Licenciatura (es decir, se graduó en el College) hace cuatro años. Desde entonces ha estado haciendo trabajo de graduado con el fin de conseguir el Master y el doctorado. Tenía toda la capacidad necesaria para trabajar sin supervisión y lo hacía. Todos nuestros candidatos a doctorado lo hacen. De hecho, ayudan a supervisar los laboratorios de los no graduados.
—¿Trabajaba solo aquí?
—No, en realidad no. Ubicamos a dos candidatos por laboratorio. El compañero actual de Ralph era Gregory Simpson.
—¿Estaba hoy presente?
—No. Los jueves es el día en que Simpson tiene más clases. Los jueves no aparece. En todo caso no en este laboratorio.
—Así que este chico, Ralph Neufeld, estaba completamente solo.
—Correcto.
—¿Era buen estudiante este Neufeld? —dijo Doheny.
—Excelente.
—¿Cómo puede haberse equivocado entonces? Quiero decir, si usó el cianuro, debería haber echado de menos el olor a vinagre y se habría apartado con rapidez, ¿no es así?
El rostro del detective seguía tan redondo e inofensivo como un momento atrás, y la expresión tan cándida, pero Brade frunció el entrecejo.
Dijo:
—La ausencia del olor a vinagre puede haber sido el detalle que resultó fatal. Cuando el cianuro de sodio es acidulado, se forma el ácido cianhídrico. Es un gas a la temperatura en que hierve el agua y habría salido junto con el vapor. Es venenoso en extremo.
—¿Es lo que usan en las cámaras de gas, allá en el Oeste? —dijo Doheny.
—Correcto. Agregan ácido a un cianuro y forman el gas. Ahora bien: Ralph estaba trabajando en una campana con un ventilador incorporado que eliminaría la mayor parte de los vapores, pero aún así debería haber notado el olor a vinagre presente. Pero esta vez no lo estaba y puede haber pensado que algo andaba mal, tal como usted dijo.
—Ajá.
—Pero en vez de alejarse, es probable que su primera reacción fuera acercarse y olfatear más fuerte. Ningún químico debería oler vapores a menos de que sepa qué está oliendo o a menos que tome precauciones extremas para oler muy poco, pero aun así, en un momento de sorpresa, puedo imaginar a Ralph descuidándose.
—Usted quiere decir que al buscar el vinagre, se inclinó y aspiró una buena cantidad.
—Eso creo. Tenía la cabeza bien metida en la campana cuando lo encontré.
—Y se apagó como un fósforo.
—Eso es.
—Ajá, ajá. Diga, profe, ¿está bien que fume, o el lugar reventará como un polvorín?
—Por el momento no hay peligro.
Doheny encendió un cigarro con una expresión de satisfacción largo tiempo demorada y dijo:
—Vamos a ponernos de acuerdo, profe. Tenemos un chico que quiere usar acetato de sodio (eh, empiezo a decirlo como un profesional) sólo que no lo hace. Se dirige aquí y saca el frasco equivocado del estante, así.
Doheny levantó el frasco de cianuro y lo sostuvo con cuidado.
—Lo trae aquí y agrega un poco. ¿Qué es lo que hace? Páseme el dato.
—Saca un poco con una espátula, una cucharita metálica plana, y la pesa en un pequeño recipiente.
—Perfecto. Hace algo —movió al azar el frasco de reactivo y lo colocó sobre el escritorio cerca de la campana. Miró el frasco y después a Brade—. ¿Y eso es todo?
—Supongo que sí —dijo Brade.
—Encaja con lo que usted encontró, al entrar al laboratorio. ¿No descubrió nada raro en la situación? ¿Nada en absoluto?
A Brade le pareció que los ojos del detective brillaban astutos (decidió que la tensión le hacía imaginar cosas) pero sacudió la cabeza y dijo:
—No. ¿Y usted?
Doheny se encogió de hombros. Se rascó el escaso cabello con el índice y dijo:
—Los accidentes pasan en cualquier parte y sobre todo en lugares donde se los busca, como aquí.
Cerró la libretita donde había estado escribiendo y la puso en un bolsillo interno del saco.
—¿Siempre podemos ubicarlo aquí, en caso de que haya que aclarar algo, profesor? —dijo.
—Por supuesto.
—Eso es todo, entonces. Y si quiere un consejo de alguien de afuera, profe, de un neófito, como dicen ustedes, tengan el cianuro en un lugar cerrado con llave.
—Lo pensaré —dijo Brade, diplomático—. Oh, y dicho sea de paso, Ralph tenía una llave de este laboratorio. ¿Me la podrían alcanzar si no la necesitan para nada?
—Seguro. Bueno, cuídese, profesor. Fíjese bien en las etiquetas de los frascos. ¡No vaya a mezclarlas!
—Trataré de no hacerlo —dijo Brade.
Y ahora Brade podía estar a solas en el laboratorio una vez más, observar su propio rostro en los lentes de los anteojos y mirar el rostro de la Muerte en todos los otros lugares de la habitación.
Pensó en su esposa. Sin duda Doris estaría preocupada. Esperaba su regreso temprano porque el Capitán Anson iría a las cinco de la tarde. (¡Por Dios! El puntual Capitán iba a estar herido e irritado, pensó Brade con inquietud. Por cierto, lo tomaría como un insulto personal a su preciado manuscrito. Y sin embargo ¿cómo podría haberlo evitado?)
Brade miró el reloj. Casi las siete, y ni siquiera entonces podía irse. Antes tenía que hacer algo.
Cerró las manchadas persianas venecianas y encendió los tubos fluorescentes del techo para aumentar la luz de la lámpara del escritorio. Aún no había empezado a llegar el grueso de los cursos de extensión de la noche, y el edificio estaba prácticamente vacío. El amontonamiento de estudiantes y demás personas que se había juntado con la llegada de la policía se había disuelto cuando ésta se fue.
Se sentía agradecido por aquello, por la intimidad.
Tenía trabajo por hacer con rapidez y necesitaba toda la intimidad posible.