21. Marie y Pierre Curie
La joven pareja, Pierre y Marie Curie, comenzó por hacerse con una tonelada de ganga de las minas de St. Joachimsthal, en Bohemia. Los dueños de la mina no opusieron ningún reparo, pero les advirtieron que tendrían que costear ellos el transporte hasta París.
La pareja pagó religiosamente y se quedó sin blanca.
El siguiente paso era encontrar un lugar dónde trabajar. Marie daba clases en una escuela femenina, en cuyos terrenos había un cobertizo medio derruido y abandonado. Preguntaron si podían utilizarlo y el director de la escuela, encogiéndose de hombros, contestó: «Por mí…».
El techo tenía goteras, prácticamente no había calefacción y tampoco manera de utilizar aparatos químicos decentes. Pero los Curie se instalaron.
Los trozos de roca negra eran muestras de un mineral llamado pechblenda, que contenía pequeñas cantidades de uranio. Hacía sólo dos años que Henri Antoine Becquerel había descubierto que el uranio emite radiaciones penetrantes (véase cap. 17).
Los Curie andaban, sin embargo, detrás de algo más que uranio. Disolvieron trozos de pechblenda en ácidos, lo trataron con diversos productos químicos y separaron algunos de sus elementos; de este modo dividieron la pechblenda en fracciones, conservando aquellas que contenían el material que buscaban. Y lo que buscaban eran radiaciones más fuertes que las del uranio, mucho más fuertes.
Combinaron las fracciones deseadas de diferentes lotes de pechblenda y dividieron otra vez el material en fracciones más pequeñas.
Así pasaron semanas, meses, años… Un trabajo agotador. Pero las fracciones eran cada vez más pequeñas y las radiaciones que emitían, cada vez más fuertes.
En 1902, al cabo de cuatro años, la tonelada de pechblenda había quedado reducida a un gramo de polvillo blanco: un compuesto de un nuevo elemento que jamás había visto nadie hasta entonces. Sus radiaciones eran tan intensas, que el recipiente de vidrio que lo contenía resplandecía en la oscuridad.
Ese resplandor retribuía con creces los cuatro años de trabajo de los Curie: habían escrito el fenómeno de la radiactividad en el mapa de la ciencia, y con letras bien grandes.
Marie Sklodowska nació en Varsovia el 7 de noviembre de 1867. Polonia no era por entonces un buen sitio para vivir, sobre todo para una joven devorada por la curiosidad de aprender cosas sobre el mundo. Aquella parte de Polonia estaba bajo el dominio de la Rusia zarista, que no fomentaba la educación entre los polacos y ni siquiera permitía que las mujeres asistieran a la universidad.
Pero Marie no conocía obstáculos. Al terminar la escuela secundaria, consiguió libros prestados y empezó a estudiar química por su cuenta. Trabajando de tutora e institutriz logró ahorrar dinero bastante para enviar a una hermana suya a París, y en 1891 hizo ella lo propio. La tradicional simpatía de los franceses hacia los polacos oprimidos era una historia que se remontaba a los tiempos de Napoleón. Muchos polacos hallaron refugio en París. Marie podía estar segura de encontrar amigos.
Pero, más que amigos, lo que necesitaba era una formación universitaria, así que se matriculó en la universidad más famosa de Francia, la Sorbona, y comenzó a estudiar todo lo que se le ponía por delante. Dormía en áticos sin calefacción, y comía tan poco, que más de una vez se desmayó en clase. Pero acabó siendo la número uno de la clase.
En 1894 le sonrió por segunda vez la suerte: conoció a un joven llamado Pierre Curie y se enamoraron. Pierre tenía ya un nombre en la física: él y su hermano Jacques habían descubierto que ciertos cristales, al someterlos a presión, adquirían una carga eléctrica positiva en un lado y otra negativa en el otro. Cuanto mayor era la presión más grande era la carga. El fenómeno se denomina «piezoelectricidad» (del griego piezein, «presionar»). Hoy día encuentra aplicación en los micrófonos, radiorreceptores y fonógrafos. Cualquier radiotransmisor se mantiene en frecuencia gracias a un cristal piezoeléctrico.
Marie y Pierre se casaron en 1895. Marie, que estaba haciendo el doctorado, obtuvo permiso para trabajar con su marido, de manera que ambos combinaron trabajo y vida doméstica. Su primera hija, Irene, nació en 1897.
El mundo de la ciencia se hallaba por entonces al borde de una revolución. El aire estaba cargado de ideas nuevas. Roentgen había descubierto los rayos X. Becquerel había descubierto que la radiación de los compuestos de uranio era capaz de descargar un electroscopio, y logró demostrar cualitativamente que eran varios los compuestos de ese elemento que poseían tal propiedad, aunque el instrumental de que disponía era demasiado tosco para realizar mediciones cuantitativas precisas. El electrómetro diseñado por Pierre Curie y su hermano Jacques, basado en la piezoelectricidad, podía medir cantidades muy pequeñas de corriente. Marie Curie decidió utilizar el aparato para estudiar cuantitativamente la radiación del uranio.
El principio era el siguiente: los rayos del uranio golpeaban contra electrones de los átomos de aire y los expelían, dejando atrás «iones» que eran capaces de transmitir una corriente eléctrica. Así pues, la intensidad de los rayos del uranio cabía determinarla midiendo la cantidad de corriente eléctrica que permitían al aire transportar. La corriente podía medirse equilibrándola en uno de los cristales de Pierre, con diferentes presiones. A una determinada presión, el cristal adquiría una carga suficiente para frenar la corriente.
Marie Curie halló que la cantidad de radiación es siempre proporcional al número de átomos de uranio, independientemente de cómo estén combinados químicamente con otros elementos. Y descubrió que otro metal pesado, el torio, también emitía rayos parecidos.
Apenas había cumplido los treinta y hacía sólo seis años que había llegado a París, pero su nombre ya empezaba a sonar. Pierre, viendo claramente que su joven y brillante esposa iba camino de convertirse en algo grande, abandonó su línea de investigación y se unió a la de ella.
El metal de uranio se obtenía principalmente del mineral pechblenda. Cuando los Curie necesitaban más uranio, tenían que extraerlo de un trozo de mineral. Pero no sin antes comprobar que ese trozo tenía suficiente uranio para que mereciera la pena, lo cual requería medir la radiactividad del mineral.
Un buen día, en el año 1898, dieron con un trozo de pechblenda tan radiactivo, que tendría que haber albergado más átomos de uranio en su seno que los que realmente cabían.
Los Curie, asombrados, llegaron a la única conclusión posible: en la pechblenda había elementos aún más radiactivos que el uranio. Y como semejantes elementos no se conocían, tenía que tratarse de alguno que aún no se hubiese descubierto. Por otro lado, jamás se habían observado elementos extraños en la pechblenda, por lo cual debían de hallarse presentes en cantidades muy pequeñas. Y para que cantidades tan pequeñas mostraran tanta radiación, los nuevos elementos tenían que ser muy, muy radiactivos. La lógica era aplastante.
Los Curie comenzaron por fraccionar la pechblenda, sin perder la pista de la radiactividad. Eliminaron el uranio y, tal y como esperaban, la mayor parte de la radiactividad persistió. Hacia el mes de julio de ese año habían aislado una traza de polvo negro que era 400 veces más radiactiva que el uranio; este polvillo contenía un nuevo elemento que se comportaba como el telurio (un elemento que no es radiactivo). Decidieron bautizar al nuevo elemento con el nombre de «polonio», en honor de la patria de Marie.
Pero con ello sólo quedaba explicada parte de la radiactividad, así que siguieron fraccionando y trabajando sin tregua. En diciembre de ese año tenían una preparación que era aún más radiactiva que el polonio: contenía un nuevo elemento que poseía propiedades parecidas a las del bario, un elemento no radiactivo que ya se conocía. Los Curie lo denominaron «radio».
Con todo, incluso sus mejores preparaciones sólo contenían ligeras trazas del nuevo elemento, cuando lo que necesitaban era una cantidad suficiente para verlo, pesarlo y estudiarlo. En la pechblenda había tan poco de ese elemento, que había que empezar con una cantidad muy grande de mineral. Así que los Curie se procuraron otra tonelada y trabajaron durante otros cuatro años.
Marie Sklodowska Curie presentó en 1903 su trabajo sobre la radiactividad como tesis doctoral y recibió su título de doctora. Probablemente haya sido la tesis doctoral más grande de la historia: ganó, no uno, sino dos premios Nobel. En 1903 se les concedió a ella y a Pierre, junto con Henri Becquerel, el Nobel de Física por sus estudios de las radiaciones del uranio. Marie Curie recibió en 1911 el de Química por el descubrimiento del polonio y del radio.
El segundo premio lo recibió Marie en solitario; Pierre Curie había muerto trágicamente en 1906 en un accidente, arrollado por un coche de caballos.
Marie siguió trabajando. Tomó posesión de la cátedra de la Sorbona que había dejado vacante Fierre y se convirtió en la primera mujer que enseñó en esta institución. Trabajaba sin interrupción, estudiando las propiedades y peligros de sus maravillosos elementos y exponiéndose ella misma a las radiaciones para estudiar las quemaduras que producían en la piel.
En julio de 1934, venerada por el mundo entero como una de las mujeres más grandes de la historia, Marie Curie murió de leucemia, causada probablemente por la continua exposición a las radiaciones radiactivas.
De haber vivido un año más habría visto cómo se concedía el tercer Premio Nobel a los Curie, esta vez a su hija Irene y a su yerno Frédéric, que habían creado nuevos átomos radiactivos y descubierto la «radiactividad artificial».
En 1946 se descubrió en la Universidad de California el elemento 96, al que se le llamó «curio», en eterno honor de los Curie.
Roentgen y Becquerel iniciaron, con el descubrimiento de radiaciones misteriosas, una nueva revolución científica, semejante a la de Copérnico en 1500.
La revolución copernicana la había puesto en escena Galileo con su telescopio. La segunda también precisaba de un dramaturgo, alguien que sacara a las radiaciones de las revistas científicas y las llevara a la primera plana de los periódicos. Ese papel lo desempeñaron los Curie y su nuevo elemento, el radio.
No hay duda de que su trabajo tuvo importancia científica (y también médica, porque el radio y otros elementos parecidos sirvieron para combatir el cáncer). Pero por encima de eso hay que decir que su labor fue inmensamente espectacular: en parte porque en ella intervino una mujer, en parte por las grandes dificultades que hubo que superar, y en tercer lugar por los resultados mismos.
No fueron los Curie, por sí solos, los que lanzaron a la humanidad a la era del átomo; los trabajos de Roentgen, Becquerel, Einstein y otros científicos fueron en este sentido aún de mayor importancia. Pero la heroica inmigrante de Polonia y su marido crearon la expectativa de nuevos y más grandes acontecimientos.