9. La recuperación

¿Un milagro en Orleáns?

El blanco de Bedford era Orleáns, situada a ciento diez kilómetros al sur de París y en la curva más septentrional del río Loira. Orleáns era el bastión más septentrional de los nacionalistas franceses del sur y la mayor ciudad que aún prestaba fidelidad a Carlos VII. Si caía, era dudoso que Carlos VII pudiese retener el sur en lo sucesivo, y que hubiera sido posible toda resistencia organizada a los ingleses.

Los ingleses iniciaron su campaña hacia el sur en 1427, poniendo sitio a la ciudad de Montargis, a sesenta y cinco kilómetros al este de Orleáns.

Carlos VII se dio cuenta del peligro y estaba suficientemente desesperado como para organizar un intento de romper el asedio. Los franceses no habían osado impedir un asedio inglés desde que Enrique V había desembarcado por primera vez en Francia, una docena de años antes. Ahora, una fuerza francesa avanzó cautamente para enfrentarse con los ingleses.

El ejército de socorro estaba bajo el mando de Juan, conde de Dunois. Era un hijo ilegítimo de aquel Luis de Orleáns que fue asesinado por Juan Sin Miedo, el acto que dio comienzo a la guerra civil. Por lo tanto, era medio hermano de Carlos de Orleáns, que había sido capturado en Azincourt, y primo carnal de Carlos VII. A veces es llamado el «Bastardo de Orleáns».

Sólo tenía veinticuatro años por entonces y fue el más grande de los jefes que estaban surgiendo en el bando nacionalista francés por entonces. Hubo otros, de modo que Carlos VII, tan pobre criatura en sí mismo, recibiría en el futuro el nombre de «Carlos el Bien Servido».

Bajo el Bastardo de Orleáns, las columnas de socorro francesas fueron tan diestramente conducidas que los ingleses se vieron obligados a retroceder y los asediados habitantes de la ciudad, alentados, hicieron una salida para unirse a sus salvadores. Bajo el doble ataque, la retirada inglesa se convirtió en una derrota completa, y de mil a mil quinientos de ellos fueron muertos o capturados.

No fue una victoria decisiva para los franceses, en modo alguno, y sólo había luchado un pequeño contingente inglés. No detuvo la ofensiva de Bedford. Pero cualquier victoria de los franceses sobre los ingleses, en cualquier circunstancia, era un estímulo muy necesitado para la moral francesa. El Bastardo fue el héroe del día.

En 1428, seis mil soldados de refuerzo ingleses conducidos por Thomas, Eari de Salísbury, desembarcaron en Calais y marcharon al sur para unirse a los cuatro mil veteranos que Bedford había elegido para la ofensiva. El 12 de octubre de 1428, esos hombres, al mando de Salisbury, empezaron a establecer líneas de asedio alrededor de Orleáns.

Con Salisbury estaba John Talbot, un fiero guerrero inglés a quien los ingleses, en años posteriores, idolatraron por sus cualidades bélicas (ya que no por su inteligencia). Talbot combatió en Gales e Irlanda durante la primera expedición de Enrique V a Francia, y no estuvo en Azincourt (lo cual debe de haber lamentado eternamente, sin duda). Marchó a Francia en 1419 y fue el pilar de las fuerzas inglesas allí después de la muerte de Enrique V. Venció en unas cuarenta escaramuzas y batallas, y, en verdad, era tan invariablemente victorioso que parecía invencible.

Pese al despliegue de lanzas y arcos ingleses alrededor de sus murallas y pese a la presencia de Talbot («el Aquiles inglés» era llamado), los habitantes de Orleáns se prepararon para el asedio, quemando los suburbios para que las fuerzas sitiadoras no pudieran protegerse en las casas. Había pocos soldados verdaderos en la ciudad, pero los mismos habitantes guarnecieron las murallas, y todos estaban bajo el mando del mismo hombre que antaño había defendido resueltamente Harfleur contra Enrique V (y había estado en prisión durante trece años por sus esfuerzos).

Los ingleses tenían artillería como parte de su arsenal. El diseño del cañón ya había mejorado hasta el punto de que podía formar una parte importante de las armas de ataque. Aún no eran suficientemente fuertes para abatir las murallas de una ciudad, pero hacían considerable daño entre los soldados.

Pero nunca hubo en Orleáns ingleses en número suficiente para cerrar totalmente el cerco alrededor de la ciudad. No podían extender sus fuerzas todo lo necesario, y siempre quedó la posibilidad de que se deslizaran en la ciudad refuerzos y suministros. Éste fue el defecto esencial de la ofensiva inglesa.

Se llevaron cañones a la ciudad, y el 27 de octubre de 1428, dos semanas después de comenzar el sitio, un cañón ubicado dentro de la ciudad disparó una bala que dio al Earl de Salisbury en el rostro, hiriéndolo espantosamente. Fue llevado aguas abajo y murió el 3 de noviembre. (Según la leyenda, el cañón fue disparado por el hijo del artillero, mientras éste se hallaba almorzando).

Al día siguiente del disparo contra Salisbury, el Bastardo de Orleáns, a la cabeza de varios cientos de combatientes, logró abrirse camino hasta el interior de la ciudad. Otros soldados franceses le siguieron, poco a poco.

La moral inglesa quedó afectada por la muerte de Salisbury, pero el mando fue tomado por William de la Pole, Earl de Suffolk, e inmediatamente puso a las tropas inglesas a construir una cadena de puestos fortificados alrededor de la ciudad.

Torvamente, los ingleses mantuvieron el sitio mes tras mes, y lentamente la situación en el interior de la ciudad comenzó a empeorar. Pero las fuerzas sitiadoras también sufrieron. Ambas partes tenían una aguda necesidad de suministros a medida que avanzaba el invierno, y los franceses empezaron a hacer grandes esfuerzos para hacer llegar suministros a la ciudad y a impedir que llegasen para los ingleses.

El 12 de febrero de 1429, cuando el asedio estaba llegando al cuarto mes, una columna francesa trató de interceptar un tren de carretas enviado a los ingleses desde París. Entre otras cosas, había muchos barriles de arenque seco, pues era la época de la Cuaresma y había gran demanda de pescado. El tren de suministros estaba al mando de sir John Fastolfe, que había combatido bien en Azincourt y en Normandía.

Tan pronto como Fastolfe tuvo noticia de que los franceses se acercaban, tomó vigorosas medidas para la defensa. Colocó sus carretas en una línea que servía como fortificación improvisada. Detrás de la protección de las carretas, colocó a sus arqueros ingleses de arcos largos en un flanco y ballesteros parisinos (éstos aún eran cálidamente proborgoñeses y antiarmañacs) en el otro.

Los franceses lucharon bien, pero poco era lo que podían hacer contra los arqueros protegidos por las carretas, y los ingleses ganaron nuevamente. Los barriles reventados esparcieron arenques por todo el campo, por lo que esa acción es llamada la «Batalla de los Arenques». Las fuerzas de socorro francesas quedaron particularmente desalentadas por su fracaso, ya que ésta parecía una más de una interminable serie de victorias ganadas por los ingleses en el campo de batalla. Parecía inútil luchar, y lo que quedó de esas fuerzas se marchó apresuradamente. Ni se enviaron otras fuerzas con intención de presentar batalla. Orleáns fue abandonada a su destino, y cuando transcurrieron dos meses más, pareció que Orleáns debía caer y que el Bastardo, pese a su resolución y su capacidad, sencillamente tendría que rendirse.

Y entonces ocurrió una cosa muy extraña, una de las más extrañas de la historia, y de la que se habría hecho mofa por considerarla increíble si hubiese aparecido en una obra de ficción.

Una muchacha campesina apareció en la escena. Su nombre era Jeanne Darc y había nacido alrededor de 1412 en la aldea de Domrémy, en los bordes orientales de Francia, a 260 kilómetros al este de París. Después del Tratado de Troyes, Domrémy estaba en la parte de Francia que había sido cedida al señorío del rey inglés.

Jeanne Darc, o Juana Darc en español, nunca es llamada por este nombre. Su último nombre ha sido erróneamente escrito «D’Arc», como si ella fuera de la nobleza, por lo que en castellano es invariablemente conocida por Juana de Arco, aunque no hay ningún lugar llamado Arc del cual ella proviniese o sobre el cual tuviese algún derecho.

En su adolescencia, tenía visiones, oía voces y se imaginaba llamada a salvar a Francia. En 1429, esas visiones y voces la empujaron a la acción. Carlos VII aún no había sido coronado en Reims, aunque habían pasado seis años desde la muerte de su padre. Peor aún, el sitio de Orleáns podía terminar en otra victoria inglesa que podía dejar definitivamente derrotado a Carlos. Juana pensó que su misión debía comenzar de inmediato, que debía ir en socorro del asedio y coronar a Carlos.

En enero de 1429, Juana abandonó Vaucouleurs, a veinte kilómetros al norte de Domrémy, donde había un puesto fortificado que aún era leal a Carlos VII. Su capitán quedó suficientemente impresionado por ella (o estaba suficientemente ansioso de librarse de ella) como para enviarla a Carlos VII con una escolta de seis hombres. Carlos se hallaba por entonces en Chinon, a 140 kilómetros al sudoeste de Orleáns y a 430 kilómetros de Domrémy. Juana tuvo que atravesar territorio dominado por los ingleses para llegar a Chinon, por lo que se puso ropa de hombre para evitar el tipo de problemas que una muchacha podía tener si era encontrada por soldados. Llegó a Chinon el 24 de febrero de 1429, dos semanas después de la batalla de los Arenques que puso fin a los intentos de emprender alguna acción relacionada con el sitio de Orleáns.

Era una época supersticiosa. Cuando una muchacha se anunciaba como una doncella milagrosa enviada por Dios, era posible que se la tomara por tal; o por una bruja peligrosa enviada por el Diablo para atrapar hombres. No era fácil saberlo. Carlos VII recibió a Juana, que luego fue interrogada por eruditos teólogos durante tres semanas para determinar si era de inspiración divina o diabólica.

Quizá algunos de los hombres mundanos que rodeaban a Carlos no se preocupaban mucho por lo que ella era realmente, y tal vez no creyesen que fuera una cosa ni otra. Quizá trataban de llegar a una decisión sobre si sería aceptada por los soldados como una doncella milagrosa o no. Si podía hacerse que los franceses y (más aún) los ingleses creyeran que Dios luchaba de parte de los franceses, esto podía tener un importante efecto sobre la moral de ambas panes.

La decisión a la que se llegó fue (teológicamente) que Juana había sido enviada por Dios y (desde el punto de vista político práctico) que esta actitud inspiraría convicción. Por ello, fue enviada a Orleáns con una escolta de unos 3.000 soldados bajo el mando de Juan, duque de Alencon, quien había conducido las fuerzas francesas en la perdida batalla de Verneuil y, como resultado de esto, había estado en cautividad por un tiempo. El 29 de abril de 1429 Juana y su escolta se deslizaron al interior de la ciudad. Es importante comprender ahora que las fuerzas defensoras de la ciudad eran muy importantes y, en verdad, que superaban en número a la delgada línea de asediantes ingleses. Lo que impedía a los franceses salir a presentar batalla no era la falta de medios, sino la falta de voluntad. Los franceses, sencillamente, eran incapaces de creer que podían ganar. Más aún, los ingleses habían sufrido considerablemente en el curso de medio año de sitio, y todo lo que los mantenía allá era, sencillamente, que no podían creer que pudiesen perder.

Era sólo una cuestión de moral lo que mantenía la situación tal como estaba, contra todo sentido militar. Cuando llegó la noticia de que una doncella milagrosa iba a acudir en ayuda de los franceses, la situación con respecto a la moral cambió súbita y espectacularmente, y lo que siguió fue casi inevitable. Aunque pocos sucesos de la historia han parecido tan milagrosos como el realizado por Juana de Arco, realmente no fue tan milagroso como parecía.

Muy probablemente, el Bastardo de Orleáns contaba con el efecto que produciría Juana sobre la moral de ambas partes y, a la semana de la llegada de ella, lanzó un ataque, el 4 de mayo, contra los puestos fortificados establecidos por los ingleses en las cercanías del este de la ciudad. Ni siquiera se molestó en decírselo a ella. Pero al enterarse, Juana se lanzó a las murallas orientales. Los soldados franceses, estimulados por su aparición, lucharon salvajemente y los ingleses retrocedieron.

El primer signo de victoria francesa puso en movimiento un círculo vicioso para los ingleses. Si los franceses avanzaban más de lo acostumbrado, era un signo de que Juana estaba enviada por el Cielo o por el Infierno, pero, en cualquier caso, sería una ayuda milagrosa para los franceses y no algo contra lo cual los hombres pudiesen luchar. Los ingleses estarían tanto más dispuestos a retirarse aún más, y a aceptar esta retirada como una nueva prueba.

Cuando Juana fue alcanzada por una flecha, los ingleses prorrumpieron en vítores, pero era una herida superficial y, cuando ella apareció nuevamente en las almenas, fue fácil creer que era invulnerable. Y los ingleses se retiraron aún más prestamente.

Para el 8 de mayo, los ingleses habían abandonado el asedio, dejando sus puntos fortificados, su artillería, sus muertos y sus heridos. Se apresuraron a salir del alcance de la influencia de Juana.

Orleáns fue el Stalingrado de la Guerra de los Cien Años. El sitio de Orleáns fue el punto culminante del avance inglés en Francia. El mito de la invencibilidad inglesa estaba roto, el deslumbramiento de Azincourt se apagó; y de allí en adelante, las fuerzas inglesas no harían más que retroceder.

La Coronación de Carlos.

Juana, después de haber ocasionado la salvación de Orleáns, quería efectuar inmediatamente la coronación de Carlos en Reims. Pero los generales franceses no estaban totalmente preparados para ello.

Hasta entonces, sólo se había conseguido levantar un sitio, y eso no era suficiente. También se había levantado el sitio en Montargis, dos años antes, pero eso no había detenido la ofensiva inglesa, solamente la había postergado. Quedaba más por hacer; los ingleses debían ser perseguidos y derrotados. Los ingleses nunca habían sido derrotados en una batalla campal importante en todo el curso de la Guerra de los Cien Años (que ya duraba casi un siglo). Si los franceses podían obtener una victoria en el campo de batalla, entonces, y sólo entonces, podían arriesgarse a marchar sobre Reims.

Pero ¿era aconsejable buscar esa victoria? Los generales franceses deben de haber comprendido que si el ejército francés era frenado, aun de un modo secundario, todo el encanto de Juana desaparecería inmediatamente y su influencia se esfumaría. Los ingleses podían, entonces, avanzar por segunda vez, poner sitio nuevamente a Orleáns y, esta vez, desengañada de Juana, la ciudad seguramente caería enseguida.

Fue una dura decisión, pero, no antes de que transcurriera más de un mes desde el levantamiento del sitio, los franceses se lanzaron a la persecución de los ingleses. Sólo el 28 de junio de 1429 las dos fuerzas se encontraron en Patay, a veinticinco kilómetros al noroeste de Orleáns. (Tan cerca estaban los ingleses, aún ocho semanas después de levantar el sitio).

El ejército inglés, al mando de Talbot y Fastolfe, fue cogido por sorpresa. Nunca se les había ocurrido que un ejército francés podía estar en su búsqueda. No tuvieron tiempo de protegerse detrás de las habituales estacas con puntas.

Fastolfe, considerando la situación con calma, señaló que las tropas inglesas eran superadas en número. Esto, por sí solo, podía no ser decisivo, pero los ingleses estaban desalentados, y no podía contarse con que combatiesen en su mejor forma. Fastolfe, pues, recomendó una nueva retirada, evitando, así, la batalla. Luego, el ejército podía esperar la llegada de refuerzos y una mejor ocasión.

Pero Talbot no quería oír hablar de retirada. Ahora fue el turno de los ingleses en dejarse llevar por sueños, y no ver la realidad, pues Talbot pensaba que unos pocos ingleses siempre podían derrotar a cualquier número de franceses, al estilo de Azincourt.

Mientras Fastolfe y Talbot discutían, los franceses, alentados por la presencia de Juana, atacaron y, aunque Talbot luchó con temerario heroísmo, todo resultó como Fastolfe sabía que iba a resultar. Los franceses ganaron y, al terminar el día, 2.000 muertos yacían en el campo de batalla. Fastolfe logró retirar al resto sobreviviente de los ingleses, pero Talbot fue tomado prisionero.

En la posterior mitología concerniente a la Guerra de los Cien Años, la reputación de Talbot fue salvada haciendo de Fastolfe un cobarde cuya defección ocasionó la pérdida de la batalla. Pero esto ha sido pura difamación, y la reputación de un general valiente y sensato fue sacrificada para proteger la de un tonto irreflexivo. Esta difamación ha adquirido eternidad por su figuración en la obra de Shakespeare Enrique VI, Parte Primera. Además, Shakespeare usó una forma del nombre de Fastolfe, «Sir John Falstaff», para designar al inmortal gordo de sus obras Enrique IV, Parte Primera y Enrique IV, Parte Segunda.

La batalla de Patay fue una oportuna culminación del levantamiento del sitio de Orleáns. Esta primera victoria de los franceses sobre los ingleses en el campo de batalla en un siglo de lucha cambió todo.

Los franceses pudieron ahora aprovechar su ventaja desplazándose hacia el norte. Seguramente, el pueblo francés, alentado y orgulloso por la victoria, se levantaría contra los ingleses en todos lados.

Pero ¿adónde debían los franceses marchar ahora? Desde el punto de vista estrictamente militar, el objetivo natural habría parecido que era París, pero Juana de Arco insistió en que debía ser Reims, e indudablemente tenía razón. Hacer coronar a Carlos VII con todo el boato religioso que, en la tradición, había formado parte de la coronación en Reims durante mil años presentaba una abrumadora ventaja psicológica.

Se optó por Reims. Se reunió un considerable ejército francés en Gien, ciudad de orillas del Loira, situada a sesenta y cinco kilómetros aguas arriba de Orleáns. El 29 de junio de 1429 inició el viaje de unos trescientos cincuenta kilómetros hacia Reims, a través de regiones que, en teoría, estaban bajo la dominación de ingleses y borgoñones.

Los jefes franceses tenían razón. En todas partes, franceses delirantes aclamaban al primer ejército francés victorioso y confiado que habían visto nunca. Con Juana de Arco marchando a la cabeza, Francia pasó por una especie de conmoción religiosa. Muchos se unieron al ejército como si fuesen a una peregrinación o una cruzada. Más aún, las guarniciones de las ciudades que encontraban a su paso no tenían ánimo para luchar. Los ingleses, vapuleados y desalentados, no se movieron.

El 10 de julio, el ejército francés llegó a Troyes, a ciento diez kilómetros al sur de Reims y donde se había firmado el vergonzoso tratado con Enrique V nueve años antes. Se pensó que la ciudad estaba de corazón con Felipe de Borgoña, pero cuando el ejército francés exigió su rendición, amenazando atacarla en caso contrario, cedió de inmediato. Pocos días más tarde, Chálons, a cuarenta kilómetros al sudeste de Reims, se entregó con igual facilidad. Y con cada una de estas fáciles victorias, aumentaba la aureola de lo milagroso y hacía tanto más segura y más fácil la victoria siguiente.

El 16 de julio de 1429, Carlos VII y Juana de Arco entraron cabalgando en Reims a la cabeza del ejército. No hubo lucha. Y el 17 de julio de 1429 Carlos VII fue coronado en Reims, según todo el estilo tradicional, en presencia de Juana. Cuando la coronación terminó, Juana se arrodilló ante él. Hasta entonces, ella se dirigía a Carlos llamándolo «Delfín», pero en ese momento lo llamó, con el más profundo respeto, su rey.

Cualquiera que sea el modo como racionalicemos los sorprendentes sucesos de los dos meses y medio precedentes (¡nada más!), el levantamiento del sitio de Orleáns, la derrota de los ingleses en Patay y la coronación en Reims, para todos los franceses la única explicación era que se trataba de algo milagroso. Carlos VII era un verdadero rey, aunque su madre hubiese jurado diez veces que era un bastardo. Los ingleses debían perder. Dios luchaba del lado de Francia. ¿Quién podía dudarlo?

Peor que el entusiasmo francés, desde el punto de vista de los ingleses, era la frialdad que ahora cayó sobre sus relaciones con Borgoña. Felipe el Bueno no era ningún tonto y comprendió que se había producido un viraje, máxime cuando era tan explosivamente espectacular como ése. Ahora sólo esperó el momento oportuno para cambiar de bando con el máximo beneficio para él.

Y lo peor de todo, desde el punto de vista inglés, era que los mismos ingleses estaban empezando a desesperar de obtener la victoria. Y aun mientras las nubes se ennegrecían en Francia, los señores ingleses se dividían en Inglaterra en varias facciones que disputaban por el poder sobre el rey niño.

El lento cambio de los platillos de la balanza parecía estar causando el término de la desunión en Francia y, simultáneamente, el desgarramiento de la guerra civil en Inglaterra. La sabiduría de la visión retrospectiva nos dice que los ingleses ahora debían haber hecho la paz, sin pedir más que su ancestral Normandía y algunos puntos clave a lo largo de la costa del Canal de la Mancha. Si hubiesen bajado sus miras, podía haber una buena posibilidad de que obtuvieran un asiento permanente en el Continente.

Desgraciadamente para ellos, los ingleses no podían romper el hechizo de Azincourt. Siguieron combatiendo con el sueño de obtener una victoria total, sueño que se hizo cada vez más remoto. Y puesto que no aceptaban nada menos que la victoria total, finalmente tuvieron que aceptar la derrota total.

Juana es quemada.

Por supuesto, la coronación en Reims no acarreó la inmediata derrota de los ingleses. En verdad, mientras el duque de Bedford permaneció con vida, los ingleses siguieron combatiendo con habilidad y determinación. Después de Patay, los ingleses se retiraron de algunas de sus posiciones avanzadas, pero, al tener menos territorio que defender, pudieron concentrar sus fuerzas más eficazmente.

Desde el punto de vista francés, la coronación debía ser seguida por alguna gran acción para mantener encendido el fuego del entusiasmo. Era el momento, sin duda, de ocupar París.

Juana estuvo a favor de una marcha inmediata sobre París, pero algunos de los consejeros más conservadores del rey no se mostraron de acuerdo. Mucho se había ganado con la osadía, pero ésta puede convertirse poco a poco en irreflexión. La irreflexión puede hacer perder todo lo ganado con la osadía, sin duda, de modo que la cautela adquirió popularidad y Juana se halló cada vez más aislada.

Durante más de un mes, el ejército francés marchó por el territorio situado entre Reims y París, librando algunas escaramuzas, tomando algunas plazas, pero sólo a fines de agosto Juana pudo forzar un ataque contra París. Mas para entonces los ingleses habían recibido refuerzos y organizado sus defensas. Los parisinos, aún antiarmañacs y proborgoñones, guarnecían las murallas.

El ataque francés fue llevado a cabo a desgana el 8 de septiembre por jefes no dispuestos a arriesgarse a una derrota importante, y cuando los primeros ataques fueron rechazados, se ordenó la retirada, el 9 de septiembre.

No fue una derrota importante, pero causó bastante daño. Juana había conducido el ataque, y sin embargo los franceses no habían ganado. Por el contrario, habían tenido que retirarse, como en los viejos días. Peor aún, Juana había recibido una herida en el muslo. Esto sacudió la fe en su misión divina y dio origen a la idea de que su inspiración sólo llegó a la coronación del rey, y nada más. Los jefes franceses del gobierno y del ejército estaban cada vez menos dispuestos a perseguir «milagros» más allá del punto de descenso de los beneficios. Se cansaron cada vez más de Juana y de su fatigosa exigencia de acción y más acción.

Los franceses se retiraron nuevamente del otro lado del Loira, y Juana forzosamente tuvo que ir con ellos, de modo que el invierno fue relativamente tranquilo para ella.

Mientras tanto, era tiempo de que Felipe de Borgoña actuase. El dominio de los ingleses sobre los territorios situados al este de París había sido quebrantado, pero el de los franceses aún era débil. Esos territorios, que limitaban con sus dominios, eran prácticamente una tierra de nadie. ¿Por qué no habría de apoderarse de ellos? Serían de gran valor para él, pues le permitirían unir sus posesiones en la Francia central oriental con sus tierras de Flandes y los Países Bajos. Con tal unión, obtendría un ámbito compacto y haría de Borgoña una potencia importante. Horizontes ilimitados se abrían ante sus ojos deslumbrados.

Inició una cautelosa ocupación de los territorios y en marzo de 1430 avanzó tan lejos que pudo amenazar con poner sitio a la ciudad clave de Compiégne, a ochenta kilómetros al noreste de París. En abril, Juana decidió salvar la región y se lanzó hacia Compiégne con una pequeña escolta. Tuvo un éxito variable, animando a algunas ciudades a resistirse contra las tropas borgoñonas, mientras que otras le cerraron sus puertas.

Cuando un ejército borgoñón finalmente empezó a rodear a Compiégne, Juana se apresuró a entrar en la ciudad, para poder repetir su milagrosa liberación de Orleáns de un año antes. El 23 de mayo de 1430, condujo dos salidas contra los borgoñones y entonces los milagros se acabaron. Fue arrojada del caballo y capturada, con lo que terminó su notable carrera militar de trece meses.

Durante más de medio años permaneció en manos de los borgoñones, para frustración de los ingleses. Para ellos, la prisión no era suficiente; podía escapar, y si ocurría tal cosa, ello podía ser aducido como nueva prueba de la divinidad de su misión. Y si ella debía estar en prisión, no era en manos de los borgoñones donde los ingleses la querían. Inglaterra ya no confiaba mucho en Felipe de Borgoña, y los ingleses no estaban seguros de que no usaría a Juana contra ellos, si creía que podía conseguir algo de este modo.

Los ingleses querían tener a Juana en sus manos. Querían hacerla examinar y que fuese declarada una bruja por las más elevadas autoridades eclesiásticas posibles. Luego, querían que se la castigase como se castigaba a las brujas: con la muerte. Abrigaban la esperanza de que tal juicio eclesiástico, seguido por la pena capital, fuese aceptado como prueba de que Juana estaba inspirada por el Diablo; que las victorias obtenidas por los franceses el año anterior no fuesen consideradas como victorias sobre los ingleses, por así decir; y que la moral inglesa se elevara y la francesa decayera a las alturas en que estaban antes de la aparición de Juana.

La presión inglesa sobre los borgoñones aumentó constantemente, pues, y el 3 de enero de 1431 Felipe finalmente la vendió a los ingleses por 10.000 francos. Se le puso bajo la custodia de Ricardo, Earl de Warwick, y su juicio comenzó casi inmediatamente en la ciudad de Rúan, capital de Normandía y corazón de los dominios ingleses en Francia.

Durante casi cinco meses, Juana fue interrogada una y otra vez, en un laberinto de cuestiones teológicas. Se mantuvo notablemente bien, pero las únicas opciones que realmente tenía eran la de ser encarcelada de por vida como herética arrepentida o ser quemada como herética no arrepentida. En otras palabras, debía admitir que era una bruja o sería declarada bruja por sus jueces. Puesto que en modo alguno admitía ella que era una bruja, finalmente se la condenó a la hoguera, cosa que los ingleses habían estado esperando más o menos impacientemente.

El 30 de mayo de 1431, Justo un año después de su captura y dos años después de la salvación de Orleáns, fue quemada viva en la plaza pública de Rúan; afirmó hasta el fin la naturaleza divina de su misión.

Pero aunque los ingleses proclamaron que era una bruja y aunque murió en la hoguera, quienes la quemaron no ganaron nada con ello. En verdad, perdieron. Las llamas no convencieron a los franceses; por el contrario, encendieron más aún el fuego del patriotismo en sus corazones. ¿Era razonable suponer que los franceses creyesen (como claramente los ingleses pensaron que debían creer) que sólo con la ayuda del Diablo podía un ejército francés derrotar a otro inglés?

Los franceses se convencieron más que nunca de que la misión de Juana había sido sagrada y de que ella era una santa. Que hubiese muerto condenada no significaba nada. Muchos santos habían muerto condenados. Jesús mismo murió condenado. En verdad, la quema de Juana hizo decaer la moral de los ingleses, no la de los franceses. Muchos ingleses se sintieron apesadumbrados por la desagradable sensación de haber quemado a una santa.

Y, sin duda, llegaría el tiempo en que Juana fuese rehabilitada y santificada oficialmente. Ella vive en la historia como la salvadora de Francia y su nombre se ha convertido en símbolo de cualquiera que combate por la salvación nacional. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, pero en el día de su muerte ciertamente no había cumplido los veintiún años, y quizá ni siquiera los veinte.

Ninguna persona, de cualquier sexo, que murió siendo adolescente, o poco más, ejerció una influencia tan decisiva en la historia o impresionó tanto a tiempos contemporáneos o posteriores.

Pero su santificación pertenecía al futuro. ¿Qué ocurrió en el año transcurrido entre su captura y su muerte, cuando era sólo una muchacha que se enfrentaba con la tortura y la muerte? Para su eterna vergüenza, Carlos VII y quienes lo rodeaban no hicieron ningún intento de salvarla, de ofrecer un rescate por ella o siquiera de apelar a la piedad de sus captores. Considerando lo que ella había hecho por Carlos y por Francia, parece increíble que esto pudiera ocurrir, pero así fue.

Quizá a Carlos y sus consejeros les preocupaba que pudiese ser una bruja o, en todo caso, que no fuese más que una muchacha de humilde cuna. Es probable que, en verdad, se alegrasen de quitársela de encima. Era imposible de manejar y no se dejaba guiar. Sin ella las cosas eran mucho más fáciles.

Es muy justo decir que los jefes franceses fueron tan culpables de que Juana fuese quemada como los ingleses, y con más deshonra para ellos.

Felipe se convence.

Los ingleses trataron desesperadamente de invertir la batalla psicológica coronando a su rey, Enrique VI, como rey de Francia. La ceremonia se realizó el 17 de diciembre de 1431 y fue un fracaso en varios aspectos.

Enrique VI sólo tenía entonces diez años; era un muchacho temeroso, de escasa inteligencia, que había sido golpeado por sus tutores, desde luego, en la creencia de que así entraría la comprensión en su cabeza. Sólo consiguieron hacer de él un tonto, y por el resto de su largo reinado sería un débil títere en manos de quienquiera que pudiese dominarlo. (Más tarde pasaría por períodos de manifiesta locura, como su abuelo francés Carlos VI). El muchacho, pues, no era ningún símbolo de la fuerza francesa y no impresionaba a nadie.

En segundo término, los ingleses habían perdido una oportunidad. No habían coronado a Enrique en Reims cuando podían haberlo hecho, y ahora era demasiado tarde, pues Reims ya no estaba bajo dominio inglés. La coronación se efectuó en París, y para los franceses, en general, tal ceremonia no significaba nada. Había sido a Carlos a quien se había coronado en Reims, y por ende sólo él podía ser considerado rey a los ojos de Dios.

Finalmente, los ingleses cometieron el error de convertir la coronación en un asunto puramente inglés, limitando al mínimo la participación francesa y omitiendo tales superfluidades como una ostentosa reducción de los impuestos, la liberación de prisioneros o la distribución de dinero. Como resultado de todo esto, la coronación provocó una espectacular declinación de la lealtad parisina a la causa inglesa.

El fracaso del intento inglés de invertir los efectos de la meteórica carrera de Juana de Arco tuvo influencia sobre la astuta mente de Felipe el Bueno de Borgoña. Sin duda, observó atentamente para ver el efecto del juicio y la ejecución de Juana y de la coronación del rey niño inglés. Comprendió claramente que la revolución provocada por Juana no iba a invertirse.

Comprendió que, si bien Carlos VII, en ausencia de Juana, había vuelto a la pasividad del otro lado del Loira, los ejércitos franceses mantenían y ampliaban su nueva actitud agresiva. El Bastardo de Orleáns, por ejemplo, en modo alguno perdió su capacidad de combate porque Juana ya no estuviese con él. En 1432, estaba mordisqueando las afueras de París y tomó Lagny, a sólo veinticinco kilómetros al este. También estuvo cerca de Normandía y tomó Chartres, a ochenta kilómetros al sudoeste de París. Y si los franceses habían despertado y ya no se hallaban paralizados por el temor a los ingleses, estaba además el hecho de que la población francesa era siete veces la de los ingleses.

Felipe examinó todo esto y concluyó que la derrota inglesa en una guerra prolongada era segura. Sugirió a los ingleses que tratasen de llegar a un acuerdo con los franceses y salvasen lo que pudieran. Cuando los ingleses, aún cegados por Azincourt, se negaron, Felipe se convenció finalmente de que no tenía más opción que seguir su propio camino e inició negociaciones independientes con Carlos VII.

Estas negociaciones se arrastraron durante años, pues el precio de Borgoña por la paz era elevado. Durante esos años, los ingleses podían haber hecho que Felipe volviese a su anterior alianza bastante fácilmente mediante alguna victoria importante o con una inequívoca demostración de fuerza. Pero no pudieron ofrecer nada de esto, más bien lo contrario. La situación en Inglaterra estaba degenerando rápidamente en una guerra civil, y la moral inglesa en Francia cayó peligrosamente. El mismo Bedford, aún muy atareado en Francia, tuvo que apresurarse a volver a Inglaterra para imponer una paz de compromiso a las facciones en lucha.

Luego, en Normandía, el corazón mismo del poder inglés en el Continente, estalló una seria rebelión en 1434. Esto mostró claramente que en todas partes el corazón de los franceses se estaba volcando hacia la causa nacional. El hecho de que los ingleses sofocasen la rebelión fue menos importante que el hecho de que la rebelión se produjese.

Las negociaciones entre Felipe y Carlos entraron en su fase final en Arras, ciudad de territorio borgoñón situada a ciento sesenta kilómetros al norte de París. Llegaron representantes ingleses, pero no pudieron aceptar los términos claramente establecidos por ambas facciones francesas. Se marcharon frustrados.

El duque de Bedford no vivió para ver el fin de la alianza anglo-borgoñona. El 15 de septiembre de 1435 murió a la edad de cuarenta y seis años. Fue el único jefe inglés que puso la causa de la guerra con Francia por encima de las ambiciones personales. Con su muerte, los ejércitos ingleses en Francia se convirtieron en juguetes de los políticos ambiciosos de Inglaterra.

Cinco días después de su muerte, el 20 de septiembre, Borgoña y Francia hicieron la paz por el Tratado de Arras; la guerra civil iniciada con el asesinato de Luis de Orleáns, un cuarto de siglo antes, llegó a su fin. Había sido esta guerra civil lo que había brindado a Enrique V y a los ingleses su gran oportunidad, y el fin de la guerra civil significó el fin de toda posibilidad de continuar con su proyecto de conquistas en Francia.

Por el Tratado de Arras, Carlos VII debía hacer grandes concesiones a Felipe el Bueno. Primero, debía reconocer a Felipe como un soberano independiente, de modo que ningún rey francés posterior podía reclamar el derecho de despojarlo a él o a sus descendientes del título y sus tierras; el duque de Borgoña no sería vasallo de nadie. Segundo, se aumentó mucho la extensión de los territorios borgoñones. Sus fronteras se extendieron hasta incluir las tierras que había conquistado recientemente. Borgoña se expandió hasta incluir algunas ciudades fortificadas situadas a orillas del río Somme que llevaron su frontera a ciento treinta kilómetros de París. Sin duda, las fortalezas del Somme podían ser compradas por Francia por una gran suma de dinero, pero esto era sólo en teoría. Felipe no tenía ninguna intención de venderlas, a menos que Francia dispusiera de una fuerza superior además de dinero. Finalmente, Carlos VII tenía que presentar excusas por el asesinato del padre de Felipe, Juan Sin Miedo, y prometer que castigaría a los asesinos.

A cambio de todo esto, Felipe no brindaba nada positivo. Solamente convenía en reconocer a Carlos VII como rey de Francia y en no hacerle más la guerra. El Tratado de Arras era unilateral, en verdad, pero aun así era algo que Carlos y Francia necesitaban desesperadamente, y su valor se demostró casi inmediatamente.

París, que había sido ocupada por fuerzas sumadas de Inglaterra y Borgoña, no podía ser retenida por los ingleses solamente. Los ingleses se encerraron en puestos fortificados, y luego, viendo claramente que morirían de hambre, abandonaron la ciudad y se marcharon río abajo, a Rúan. El 13 de abril de 1436, después de dieciséis años de ocupación inglesa y medio año después del Tratado de Arras, París se declaró a favor de Carlos VII.

En noviembre de 1437, Carlos VII hizo la entrada formal en la ciudad, y París fue nuevamente francesa. (Pero todavía no era la capital. Carlos VII nunca confió en la ciudad de la que había sido expulsado en su infancia y residió en diversos palacios del Loira. Pasaría casi un siglo antes de que París se convirtiese en la residencia de la corte francesa nuevamente).

Los ingleses aún conservaron Normandía y Guienne, y allí al menos eran inatacables o al menos estaban protegidos de las exhaustas fuerzas de Francia. Por otro lado, no eran en modo alguno capaces de lanzar una ofensiva a gran escala.

Ambas partes, reducidas a librar solamente escaramuzas sin importancia, entraron en un período de inacción, que Francia usó constructivamente en una laboriosa reforma y reorganización, mientras Inglaterra se deslizaba cada vez más al caos de la guerra civil.