Siempre me desconcertó que Nicholas Nitely, aunque Juez, de Paz, fuera célibe. La atmósfera de su profesión, por decirlo así, parecía tan proclive al matrimonio que seguramente a duras penas se contenía ante los gratos grilletes de las nupcias.

Cuando con un gin-tonic por medio se lo dije así hace poco en el Club, me replicó:

—Ah, bueno, tuve una pequeña aventura hace algún tiempo —y sonrió.

—Oh, ¿de veras?

—Una bella jovencita, dulce, inteligente, pura y desesperadamente apasionada, y con facultades irreprochables para despertar los sentidos físicos hasta de un viejo apagado como yo.

—¿Y cómo es que la dejó marchar? —dije.

—No tuve más remedio. —Me sonrió amablemente y su blanda y tosca complexión, su blando cabello gris, sus blandos ojos azules se combinaron para concederle una expresión cercana a la santidad. Dijo—: Realmente la culpa fue de su prometido…

—Ah, ella estaba liada con alguien más.

—Con el profesor Wellington Johns, que era, al tiempo que endocrinólogo, algo así como un brujo al día. De hecho, era justamente eso… —Se detuvo, bebió de su vaso y luego volvió hacia mí la cara apacible del que está a punto de cambiar de tema.

—Un momento, Nitely, viejo amigo, no puede usted dejarme sobre ascuas —dije firmemente—. Quiero saber qué ocurrió con su bella muchachita… el cuerpo del delito.

Se sobresaltó ante el retruécano (uno, debo decirlo, de mis más abominables esfuerzos) y se echó hacia atrás en su silla indicándome que volviera a llenar su vaso.

—Bueno —dijo—, conocí los detalles mucho más tarde.

El profesor Wellington Johns tenía una larga y prominente nariz, dos ojos sinceros y un singular talento para conseguir que las ropas le quedaran siempre demasiado grandes para su cuerpo.

—Mis queridos niños —dijo—, el amor es asunto que pertenece a la química.

Sus queridos niños, que eran realmente sus estudiantes y no tan niños a fin de cuentas, se llamaban Alexander Dexter y Alice Singer. Parecían ambos saturados de química mientras permanecían sentados y cogidos de la mano. Juntos, sus edades sumarían quizá 45 años, proporcionadamente dividida esta cantidad, y Alexander exclamó inevitablemente:

Vive la chémie!

El profesor Johns sonrió con reprobación.

—Más bien la endocrinología. Las hormonas, a fin de cuentas, afectan a nuestras emociones y no es sorprendente que una pueda, específicamente, estimular ese sentimiento que llamamos amor.

—Pero es tan poco romántico todo eso —murmuró Alice—. Estoy segura de que no lo necesito —y se volvió a mirar a Alexander con ojos de carnero degollado.

—Querida mía —dijo el profesor—, su fluido sanguíneo las arrastra en el momento en que usted, cómo decirlo, se enamora. Su secreción ha sido estimulada por —durante un momento consideró cuidadosamente sus palabras, siendo como era un hombre de irreprochable moral— algún factor periférico que envuelve a su jovencito y, una vez la acción hormonal ha tenido lugar, la inercia la transporta a usted. Yo podría duplicar el efecto fácilmente.

—Eh, eh, profesor —dijo Alice con amable afectación—. Sería maravilloso que lo intentara —y apretó fuertemente la mano de Alexander.

—No quiero decir —dijo el profesor, pretendiendo ocultar su embarazo— que yo personalmente fuera capaz de reproducir (o, mejor dicho, duplicar) las condiciones que crean la secreción natural de las hormonas. Me refiero, más bien, a que podría injertar la misma hormona por inyección hipodérmica o incluso por ingestión oral, desde el momento en que es una hormona esteroide. Para que se enteren —y aquí se pavoneó quitándose las gafas y limpiando sus cristales or-gullosamente—, he aislado y purificado la hormona.

—¡Profesor! —Alexander se enderezó sobre el asiento—. ¿Y no ha dicho usted nada?

—Debo saber antes algo más.

—¿Quiere usted decir —dijo Alice, brillando de placer sus enamorados ojos oscuros— que puede hacer que las personas sientan el maravilloso deleite y los celestiales e impetuosos embates del verdadero amor por medio de una… una píldora?

—Puedo duplicar la emoción —dijo el Profesor— a la que usted se ha referido en términos tan empalagosos.

—¿Por qué no lo hace, pues?

—Un momento, querida —Alexander alzó una mano de protesta—. Tu ardor te está extraviando. Nuestra felicidad y próximos esponsales te hacen olvidar ciertos factores de capital importancia. Si una persona casada fuera impelida, por error, a consumir esa hormona…

—Permítame explicarle —dijo el profesor con cierta arrogancia— que mi hormona, o mi principio amato-génico como yo la llamo… —(al igual que a muchos otros científicos, le gustaba verter cierto desdén sobre las singulares precisiones de la filología clásica).

—Llámela filtro amoroso, profesor —dijo Alice con un mohín.

—Mi principio amatogénico cortical —dijo el profesor decididamente— no tiene el menor efecto sobre las personas casadas. La hormona no puede funcionar si es inhibida por otros factores y el estar casado es ciertamente un factor que inhibe el amor.

—Sí, así suele decirse —dijo Alexander con seriedad—, aunque haré lo posible por demostrar el absurdo de esa anquilosada creencia en el caso de Alice y mío propio.

—Alexander —dijo Alice—, mi amor.

—Lo que quiero decir —dijo el profesor— es que el matrimonio inhibe el amor extramarital.

—Mire, mire —dijo Alexander—, pues yo he oído que a veces no es así.

—¡Alexander! —graznó Alice con un movimiento de cabeza.

—Sólo bajo extrañas influencias, querida, entre aquellas personas que no han recibido la educación adecuada.

—El matrimonio —dijo el profesor— puede no inhibir la mezquina atracción sexual o las tendencias hacia futilezas de menor cuantía, pero el verdadero amor, como la señorita Sanger ha calificado la emoción, es algo que no puede florec-er allí donde una severa esposa y un puñado de crios berreantes traban el subconsciente.

—¿Quiere usted decir —dijo Alexander— que si suministrara su filtro amoroso (perdón, su principio ama-togénico) a un heterogéneo grupo de personas, sólo las no casadas serían afectadas?

—Exactamente. He experimentado con algunos animales que, aunque no observan los ritos del matrimonio, establecen lazos monogámicos. Aquellos que ya habían formado los susodichos lazos no fueron afectados.

—Entonces, profesor, se me ha ocurrido algo espléndido. Mañana por la noche se celebra el baile de los estudiantes de último curso, aquí en el colegio. Habrá presentes por lo menos cincuenta parejas, la mayor parte solteras. Pues bien, mi genialidad consiste en poner el filtro en el ponche.

—¿Qué? ¿Está usted loco?

—Pero si es una idea celestial, profesor —se inflamó Alice—. Pensar que todas mis amigas se sentirán como yo me siento. Profesor, sería usted como un ángel del cielo… Pero, oh, Alexander, ¿crees que los sentimientos se desatarán incontroladamente? Algunos de nuestros amiguetes son un poco salvajes y si en el calor del descubrimiento del amor no tuvieran más remedio que, bueno, dar algún beso…

—Mi querida señorita Sanger —dijo el profesor Johns, indignado—. No debe permitir que su imaginación se caldee demasiado. Mi hormona provoca sólo aquellos sentimientos que conducen al matrimonio y de ningún modo las manifestaciones que consideramos indecorosas.

—Lo siento —murmuró Alice, confusa—. Debería yo recordar a menudo, profesor, que usted es la persona con la moral más elevada que he conocido (exceptuando siempre a mi querido Alexander) y que ningún descubrimiento científico suyo posibilitaría el menor acercamiento a la inmoralidad.

Pareció tan contristada y cariacontecida que el profesor la olvidó de una vez.

—¿Lo hará, pues, profesor? —urgió Alexander—. Después de todo, asumamos que se desatará una repentina necesidad de matrimonios, de lo que yo mismo puedo ocuparme mediante Nicholas Nitely, un viejo y apreciado amigo de mi familia, que estará presente con cualquier pretexto. Es Juez de Paz y fácilmente podrá arreglar cosas como licencias, etc.

—Apenas puedo consentir —dijo el profesor, obviamente ablandado— en llevar a cabo un experimento sin el consentimiento de los experimentados. Sería poco ético.

—Pero si tan sólo va a proporcionarles regocijo. Sería una contribución moral al ambiente del colegio. Fíjese que en la ausencia de los factores que necesariamente empujan hacia el matrimonio, a veces ocurre, hasta en el colegio, que la presión de la continua proximidad de lo homogéneo desarrolla un cierto peligro de… de…

—Sí, lo comprendo —dijo el profesor—. Bueno, intentaré una solución diluida. A fin de cuentas, los re-sultados pueden hacer avanzar tremendamente el conocimiento científico y, como usted mismo ha dicho, también el índice de moralidad.

—Y, claro —dijo Alexander—, Alice y yo beberemos también del ponche.

—Oh, Alexander —dijo Alice—, un amor como el nuestro no necesita de añadidos artificiales.

—Pero no sería artificial, alma mía. Según el profesor, tu amor comenzó como un resultado de idéntico efecto hormonal, conducido, lo admito, por métodos más cotidianos.

—Entonces, amor mío —dijo Alice ruborizada—, ¿por qué esa necesidad de repetición?

—Para conducirnos más allá de toda vicisitud del Hado, cara a mi corazón.

—Oh, adorado mío, tú no debes dudar de mi amor.

—No, seducción de mi espíritu, pero…

¿Pero? ¿No te fías de mí, Alexander?

—Claro que me fío de ti, Alice, pero…

¿Pero? ¡Otra vez pero! —Alice se levantó furio-f sa—. Si usted no confía en mí, señor, creo que lo mejor que puedo hacer es marcharme… —Y así lo hizo, mientras los dos hombres la seguían atónitos con la mirada.

—Mucho me temo —dijo el profesor Johns— que mi hormona, aunque indirectamente, haya sido causa más bien de una separación que de un encuentro.

Alexander se tragó saliva pero orgullo vino en su ayuda.

—Volverá —dijo huecamente—. Un amor como el nuestro no se rompe tan fácilmente.

Por supuesto, el baile de los estudiantes de último curso era el acontecimiento del año. Los aprendices de caballeros brillaban por su esmero y las jóvenes damas no desmerecían de sus compañeros. Sonaba la música y los pasos de baile bullían sobre el suelo sólo a intervalos. La alegría reinaba por doquier.

Excepción hecha de algunos casos. Alexander Dexter permanecía en un rincón, cejijunto y con distante expresión helada. Por esplendoroso y guapo que fuera, ninguna muchacha se le acercaba. Se sabía que pertenecía a Alice Sanger y, bajo tales circunstancias, ninguna alumna del colegio soñaría con acercarse. Ahora bien, ¿dónde estaba Alice?

No había acudido con Alexander y el orgullo de Alexander se resistía a ir hasta ella. Bajo la implacabilidad de su ceño, sólo se permitía contemplar cautamente las parejas que pasaban a su lado.

El profesor Johns, vestido para la ocasión con ropas que, aunque hechas a medida, no conseguían ajustársele, se le acercó.

—Agregaré mi hormona al ponche —dijo— poco antes del brindis de la medianoche. ¿Está ya aquí Mr. Nitely?

—Lo vi hace un momento. En calidad de carabina ha estado ocupado en mantener la distancia conveniente entre las parejas que bailan. Cuatro dedos, creo, en el punto de mayor aproximación. Mr. Nitely se mostró muy diligente en hacer las mediciones necesarias.

—Muy bien. Oh, me había olvidado preguntarle si el ponche contiene alcohol. El alcohol afectaría adversamente el funcionamiento del principio amatogénico.

Alexander, a pesar de su dolorido corazón, tuvo humor para negar lo que todo el mundo sabía.

—¿Alcohol, profesor? El ponche está hecho según los más elementales principios que rigen en todo colegio de jóvenes estudiantes. Contiene sólo los más puros extractos de frutas, azúcar refinado y una pequeña cantidad de corteza de limón, suficiente para estimular sin peligro de embriagar.

—Perfecto —dijo el profesor—. He añadido a la hormona un sedante destinado a entregar al sueño a nuestros sujetos experimentales mientras la hormona entra en funcionamiento. Será sólo un rato, y, cuando despierten, el primer individuo que vean (del sexo opuesto, claro está) les inspirará ese puro y noble ardor que sólo puede terminar en matrimonio.

Así, cuando llegó el momento oportuno poco antes de la medianoche, se abrió paso por entre las felices parejas que bailaban a cuatro dedos de distancia y se aproximó hasta la ponchera.

Alexander, deprimido hasta rozar el llanto, caminó hacia la galería. Y al hacerlo, quiso el destino que perdiera a Alice, que, procedente de la galería, entraba en la sala de baile por otra puerta.

—Es medianoche —dijo una voz alegre—. ¡El brindis! ¡El brindis! ¡El brindis por nuestro porvenir!

Se apelotonaron en torno a la ponchera; los pequeños vasos circularon de una mano a otra.

—¡Por nuestro porvenir! —gritaron y, con el entusiasmo propio de los jóvenes estudiantes, bebieron la terrible y explosiva mezcla de purísimo extracto de frutas, azúcar y corteza de limón, con, claro está, el sedante principio amatogénico del Profesor Johns.

Mientras los vapores ascendían a sus cerebros, lentamente fueron desplomándose contra el suelo.

Alice permanecía aún en pie, sosteniendo su bebida, los ojos amaneciendo a las lágrimas.

—Oh, Alexander, Alexander, a pesar de tus dudas, todavía eres mi único amor. Querías que bebiera y beberé. —Luego, también ella, se desplomó graciosamente.

Nicholas Nitely había ido en busca de Alexander, al que su afable corazón tenía cierto cariño. Lo había visto llegar sin Alice y se había dado cuenta de que había tenido lugar una pejiguera entre novios. No se sintió muy pesaroso por abandonar la reunión a sus propios designios. A fin de cuentas no eran salvajes, sino estudiantes de buena familia y preclaro ascendiente. Se podía confiar en ellos en cuanto a la plena observación de los cuatro dedos recomendados.

Encontró a Alexander en la galería contemplando un cielo saturado de estrellas.

—Alexander, muchacho —dijo poniendo su mano sobre su hombro—. Esto no te conviene. Hay que dar salida a la depresión. Escúpela, mi joven amigo, escúpela.

La cabeza de Alexander se balanceó al oír la voz del buen viejo.

—Ya sé que no es de hombres, pero suspiro por Alice. He sido cruel con ella y ahora sufro las justas consecuencias. Si usted supiera, Mr. Nitely… —Llevó su puño cerrado hasta el pecho, comprimiéndolo contra la parte del corazón. No pudo decir nada más.

—¿Crees que porque no estoy casado —dijo Nitely tristemente— no advierto tales emociones? Desengáñate. Tiempo ha que yo también supe lo que era el amor y tener el corazón roto. Pero no hagas como hice entonces y evita que el orgullo interfiera vuestro arreglo. Ve hasta ella, muchacho, ve hasta ella y excúsate. No te conviertas en un solitario y viejo soltero como yo… Vaya, me estoy poniendo sentimental.

—Seguiré su consejo, Mr. Nitely —dijo Alexander enderezando su espalda—. Iré en su busca.

—Entra, pues. Estaba a punto de salir cuando creí verla entrar.

—Quizás ella me esté buscando ahora —dijo Alexander con el corazón galopando—. Iré… aunque no. Entre usted primero, Mr. Nitely, mientras yo me recupero un poco. No quiero que vea que he derramado lágrimas femeniles.

—Claro, muchacho.

Nitely se detuvo atónito en la puerta de la sala de baile. ¿Había acontecido alguna catástrofe universal? Cincuenta parejas yacían desparramadas por el suelo, algunas de ellas aproximadas de la manera más indecorosa.

Pero antes de poder organizar sus ideas y comprobar si estaban muertos, dar la alarma de fuego, llamar a la policía o lo que fuera, vio cómo el personal se iba irguiendo y tambaleando sobre sus pies.

Sólo una persona quedaba todavía tendida. Una chica solitaria y pálida con un brazo cruzado sobre su hermosa cabeza. Era Alice Sanger y Nitely se aproximó hasta ella, haciendo caso omiso del creciente clamor que se desataba a su alrededor.

—Señorita Sanger —dijo mientras se arrodillaba ante ella—. Querida señorita Sanger. ¿Se encuentra mal?

Lentamente, abrió ella sus hermosos ojos y dijo:

—¡Mr. Nitely! Nunca hasta ahora había advertido de qué manera encarnaba usted el amor.

—¿Yo? —Nitely retrocedió con horror, pero ya ella se había puesto en pie con un brillo en sus ojos como jamás Nitely lo viera en otra mujer desde hacía treinta años…

—Mr. Nitely —dijo ella—, no irá a dejarme, ¿verdad?

—No, no —dijo Nitely confundido—. Si usted me necesita, permaneceré con usted.

—Lo necesito. Lo necesito a usted con todo mi corazón, con toda mi alma. Lo necesito como la sedienta flor necesita, en el prurito de sus exigencias, el deseado rocío de la mañana. Lo necesito como la anciana Tisbe necesitaba al anciano Píramo.

Nitely, todavía echado hacia atrás, miró a su alrededor para comprobar si alguien más había escuchado tan desacostumbrada declaración, pero nadie parecía prestarles atención. Por lo que pudo apreciar, la tónica general estaba saturada de declaraciones similares, algunas de las cuales llegaban a métodos más directos.

Se apoyó contra la pared y Alice se le aproximó tanto que rompió la regla de los cuatro dedos. Rompió hasta la regla de un dedo y de ningún dedo y, como consecuencia de la presión mutua, algo indefinible comenzó a emerger en el interior de Nitely.

—Señorita Sanger. Por favor.

—¿Señorita Sanger? ¿Soy señorita Sanger para usted? —exclamó apasionadamente Alice—. ¡Mr. Nitely! ¡Nicholas! Hazme tu Alice, hazme tuya. Cásate conmigo. ¡Cásate!

Toda la sala estaba llena en aquel momento de gritos de «¡Cásate conmigo! ¡Cásate conmigo!» y pronto todos los jóvenes de ambos sexos rodearon a Nitely, pues sabían que era Juez de Paz.

—¡Cásenos, Mr. Nitely, cásenos! —berreaban.

Como réplica, sólo pudo gritar a su vez:

—Tengo que conseguir las licencias.

Le abrieron paso para permitirle ir en busca de tales menesteres. Sólo Alice fue tras él.

Nitely se encontró con Alexander en la puerta de la galería y lo sobrepasó yendo en busca de aire fresco. El profesor Johns se unió a ellos en aquel momento.

—Alexander —dijo Nitely—. Profesor Johns. Ha ocurrido la cosa más extraordinaria…

—Sí —dijo el profesor, balbuciendo el alborozo su manso rostro—. El experimento ha sido un éxito. El principio surte mayores efectos sobre los seres humanos que sobre los animales con los que yo he experimentado. —Advirtiendo la confusión de Nitely, le explicó lo ocurrido en breves frases.

—Extraño, extraño —murmuraba Nitely a medida que escuchaba—. Hay una cierta familiaridad deslumbradora en todo esto. —Presionó su frente con la palma de sus manos, pero no sintió ningún alivio.

Alexander se acercó sumisamente a Alice, anhelando estrecharla contra su pecho, aun sabiendo que ninguna chica correctamente alimentada consentiría tal expresión de emociones de alguien que todavía no había sido olvidado.

—Alice —dijo—, mi perdido amor, si puedo encontrar aún en tu corazón…

Pero ella se apartó de él, impidiendo que los brazos tendidos del hombre sirvieran para algo más que decorar la súplica.

—Alexander —dijo ella—, bebí el ponche. Era lo que deseabas.

—No tenías ninguna necesidad de ello. Reconozco mi error, estaba equivocado, equivocado.

—Pero lo hice y, oh Alexander, ya nunca seré tuya.

—¿Que nunca serás mía? ¿Qué quieres decir con eso?

Alice, aproximándose a Nitely, cogió su brazo y se apretó contra él.

—Mi alma —dijo— se ha entrelazado indisolublemente con la de Mr. Nitely, la de Nicholas quiero decir. Mi pasión por él (es decir, mi pasión por casarme con él) no puede ser contenida. Atormenta mi ser.

—¡Ah, pérfida! —exclamó Alexander, no del todo convencido.

—Eres cruel al llamarme pérfida —dijo Alice—. Pero no podrás impedirlo.

—Parece que no —dijo el profesor Johns, que había estado escuchando todo con gran consternación, tras sus explicaciones a Nitely—. Ni siquiera ella puede impedirlo. Es simplemente una manifestación endocri-nológica.

—Por supuesto que es así —dijo Nitely, que estaba luchando contra sus propias manifestaciones endocrinológicas—. Querida, querida mía… —Palmeó la cabeza de Alice de la forma más paternal posible y cuando ella alzó su rostro hacia él, se puso a considerar si sería paternal (naranjas, ni siquiera en plan compañeril) besar aquellos labios aunque fuera castamente.

Alexander, por su parte, más allá de su desesperación, se puso a gritar:

—Pérfida, eres una pérfida, pérfida como Cressida —y se lanzó fuera de la sala.

Nitely hubiera ido tras él, pero Alice lo tenía tan atenazado que era imposible; además, le había echado los brazos al cuello y lo invitaba a un beso que al menos tenía poco de filial.

Ni siquiera de compañeril.

Llegaron a la pequeña casa de campo de Nitely con su placa de JUEZ DE PAZ en caracteres antiguos, su aire de melancólica tranquilidad, su serenidad transparente, su pequeña estufa, en cuya cima fue prontamente situada la pequeña marmita por un movimiento de la mano izquierda de Nitely (su brazo derecho firmemente afincado en torno a Alice, quien, con astucia superior a sus años, escogió eso como un seguro método de volver imposible un repentino desbocamiento masculino).

El despacho de Nitely podía verse a través de la puerta abierta del comedor, sus paredes repletas de libros de estudio y entretenimiento.

De nuevo la mano de Nitely (su mano izquierda) corrió hasta su frente.

—Querida mía —dijo a Alice—, es sorprendente (si me permitieras desahogar un poco nuestra proximidad mi circulación sanguínea se restablecería) cómo persisto en imaginar que todo esto ha ocurrido ya con anterioridad.

—Pero estoy segura, mi querido Nicholas —dijo Alice, inclinando su hermosa cabeza sobre el hombro de Nitely y sonriéndole con el recato que la tímida luna manifiesta sobre las aguas que la reciben en la noche—, de que en ningún tiempo pretérito ha podido existir un mago tan maravilloso y moderno como nuestro profesor Johns, un brujo tan al día.

—Tan al día, un bru… —Nitely se había sobresaltado tan violentamente que había izado a Alice una entera pulgada del suelo—. Eso es lo que debe ser. Que el diablo me lleve si no es cierto.

(En algunas ocasiones y bajo la presión de superpoderosas emociones, Nitely usaba un lenguaje tan duro).

—Nicholas. ¿Qué ocurre? Me asustas, cielo mío.

Pero ya Nitely corría hacia su despacho y Alice se esforzaba en correr con él. Su rostro estaba blanco, sus labios firmemente apretados, mientras se afanaba en alcanzar un volumen de los estantes y luego, más reverentemente, en quitarle el polvo.

—Ah —dijo contrito—, cómo he negligido las inocentes alegrías de mis años jóvenes. Mi niña, en vista de la continua incapacidad de mi brazo derecho, ¿serías tan amable de pasar las páginas hasta que yo te avise?

Así, manejando el libro juntos en equipo tan extrañamente preconyugal como nunca visto, él sostenía el volumen con su mano izquierda y ella volvía las páginas lentamente con la derecha.

—¡Estaba en lo cierto! —dijo Nitely con brusquedad—. Profesor Johns, querido colega, venga aquí. Esta es la más sorprendente coincidencia… un espantoso ejemplo del misterioso poder que sin duda juega con nosotros por algún oculto propósito.

El profesor Johns, que se había preparado su propio té y ahora daba vueltas al líquido pacientemente, con las maneras de un discreto caballero de hábitos intelectuales en presencia de dos ardientes amantes que de súbito se han retirado a la habitación contigua, gritó:

—¿Seguro que no molestará mi presencia?

—No, señor. Me gustaría consultar con usted una de sus especialidades científicas.

—Pero, oigan, están ustedes en una posición…

—¡Profesor! —gritó Alice quejándose.

—Mil perdones, querida señorita —dijo el profesor mientras entraba—. Estoy anticuado y lleno de ridiculas manías. Desde que yo… —y sorbió un poco de su té (que había hecho muy fuerte), llevándolo repetidamente a los labios.

—Profesor —dijo Nitely—, mi querida niña se refirió a usted como un brujo al día y la imaginación me voló rápidamente hasta The Sorcerer, de Gilbert and Sullivan.

—¿Quiénes son esos Gilbert y Sullivan? —preguntó el Profesor.

Nitely elevó la mirada a los cielos, como si intentara detener el trueno que inevitablemente debía castigar aquella blasfemia.

—Sir William Schwenck Gilbert y Sir Arthur Sullivan escribieron, respectivamente, la letra y música de las más grandes comedias musicales que el mundo nunca viera. Una de ellas se llamaba The Sorcerer. También en ella se utilizaba un filtro: altamente moral, no afectaba a las personas casadas, pero tenía la virtud de separar a la joven heroína de los brazos de su guapo y joven enamorado para arrojarla en los de un hombre ya mayor.

—Y —dijo el Profesor—, ¿quedan así las cosas?

—Bueno, no (Realmente, querida mía, ese movimiento que imprimes a tus dedos sobre mi nuca, aunque me transporta a las etéreas regiones del placer, me hace más bien distraerme). Los jóvenes amantes vuelven a reunirse, profesor.

—Ah —dijo el Profesor Johns—. En ese caso, en vista del parecido que hay entre esa ficción y la vida real, tal vez la solución de la obra pueda servir para encontrar la manera de reunir de nuevo a Alice y Alexander. Al menos, digo yo, pues no creo que le guste a usted pasarse el resto de su vida con un brazo completamente inútil.

—No quiero reunirme otra vez con nadie —dijo Alice—. Sólo quiero a mi Nicholas.

—Nada que oponer a ese refrescante punto de vista —dijo Nitely—, pero, claro, la juventud debe ser comedida. Hay una solución en la obra, profesor, y ésa es una de las razones principales por las que quiero hablar con usted. —Sonrió benevolente—. En la obra, los efectos de la poción son completamente neutralizados por las manipulaciones del caballero que administra la poción en primer lugar: caballero, en otras palabras, semejante a usted.

—¿Y qué manipulaciones son ésas?

—¡El suicidio! ¡Simplemente eso! De algún modo que los autores no explican, el efecto de ese suicidio consigue romper el…

Pero ya el profesor Johns había recuperado el equilibrio y comenzaba a decir con el tono más sepulcral que imaginar se pudiera:

—Mi querido señor, debo declarar en el acto que, a pesar de mi afecto por los jóvenes envueltos en tan triste dilema, no puedo bajo ninguna circunstancia consentir semejante autoholocausto. Tal procedimiento no dudo que sea eficaz para con las pociones de catadura ordinaria, pero mi principio amatogénico, se lo aseguro a usted, en nada sería afectado por el hecho de mi muerte.

—Eso me temía —suspiró Nitely—. Aquí, entre nosotros, le diré que el final de la obra es muy pobre, quizá el más pobre del género —dijo y alzó los ojos brevemente en muda defensa del espíritu de William S. Gilbert—. Todo parte de una tontería apenas esbozada en la obra. Se castiga a un individuo que no merece ser castigado. Bueno, en pocas palabras, completamente indigna del poderoso genio de Gilbert.

—Quizá no sea de Gilbert. Tal vez algún chapucero se metió por medio y remendó la obra.

—No se dice nada de eso en ningún lugar.

Pero el profesor Johns, esforzándose por reunir las piezas de un insoluble rompecabezas, dijo:

—Podemos probar algo. Estudiemos un poco el estilo de ese… ese Gilbert. Escribió otras obras, ¿no?

—Catorce, en colaboración con Sullivan.

—¿Hay otros finales que resuelvan una situación análoga de manera más apropiada?

—Sí, uno —asintió Nitely—. Ruddigore.

—¿Quién es?

—Ruddigore es un lugar. El protagonista se revela como el verdadero depravado barón de Ruddigore y está, por supuesto, bajo una maldición.

—Cómo no —murmuró el Profesor Johns, advirtiendo la sospechosa frecuencia de los barones depravados y la oscura simpatía que sentía hacia ellos.

—La maldición le obliga a cometer un delito o dos cada día —dijo Nitely—. Si un día no cometiera delito alguno, moriría inevitablemente entre terribles torturas.

—¡Qué horrible! —murmuró la bondadosa Alice.

—Por supuesto —dijo Nitely—, que nadie puede llevar una racha a base de delito diario, de modo que nuestro héroe se ve obligado a utilizar su ingenio para conseguir burlar la terrible maldición.

—¿Cómo?

—Razonando de esta suerte: si rehúsa deliberadamente cometer un delito, busca la muerte con su solo acto. En otras palabras, intenta suicidarse y, claro, intentar suicidarse es cometer un delito… de manera que así cumplirá las condiciones de la maldición.

—Entiendo. Entiendo —dijo el profesor Johns—. Gilbert creía obviamente resolver enigmas llevándolos hasta su conclusión lógica.

Cerró los ojos y la contracción de sus nobles cejas señalaron la contención de los pensamientos que lo ocupaban.

Los abrió.

—Nitely, viejo camarada, ¿cuándo fue producido The Sorcerer?

—En 1877.

—Ahí está la cuestión, mi querido colega. En 1877 estábamos en plena época victoriana. No podía jugarse con la institución del matrimonio. No podía ser transformada en algo cómico para salvar una trama argumental. El matrimonio era santo, espiritual, un sacramento…

—Basta, basta —dijo Nitely—. ¿Qué tramas?

—Un matrimonio. Cásate con la chica, Nitely. Has casado a todas las parejas a la vez. Hazlo tú también. Estoy seguro de que ésa era la intención original de Gilbert.

—Pero eso —protestó Nitely, aunque extrañamente atraído por la idea— es precisamente lo que estamos intentando evitar.

—Yo no —dijo Alice robustamente (aunque no era nada robusta, antes bien ligera como un copo de nieve).

—Pero, ¿no te das cuenta? Una vez se casa la pareja, el principio amatogénico (que no tiene poder alguno sobre las personas casadas) pierde sus efectos. Aquellos que ya estaban enamorados sin necesidad del principio, quedarán enamorados; aquellos que no lo estaban, dejarán de estarlo… y consecuentemente solicitarán la anulación del matrimonio.

—¡Por el cielo! —exclamó Nitely—. ¡Qué sencillo es todo, qué admirablemente sencillo! ¡Claro! Gilbert debió entender que hasta un productor de tres al cuarto o un empresario teatral (un chapucero, como tú has dicho) forzaría el cambio.

—¿Y funcionó? —pregunté—. Aunque usted dijo que el profesor había estipulado que los efectos sobre las parejas casadas se traducirían por una inhibición de las relaciones extramaritales.

—Funcionó —dijo Nitely, ignorando mi comentario. Una lágrima tremoló en su párpado inferior, aunque yo no sabría decir si por efecto del recuerdo o del gin-tonic.

—Funcionó —dijo de nuevo—. Alice y yo nos casamos y nuestro matrimonio fue casi instantáneamente anulado por acuerdo mutuo, sobre la base del uso de indebidas presiones. Aunque, claro, en virtud del extremo carabinaje de que fuimos objeto, la incidencia de la indebida presión entre nosotros se había convertido virtualmente en una nada. Por desgracia. —Suspiró de nuevo—. De cualquier modo, Alice y Alexander se casaron poco después y ahora ella, cosa que comprendo, como resultado de diversos sucesos concomitantes, está esperando un niño.

Apartó los ojos de la profunda meditación en que los sumiera y exclamó con repentina alarma:

—¡Pobre de mí! ¡Otra vez ella!

Volví los ojos y contemplé una imagen azul en el umbral de la puerta. Imagínense, si es que son capaces de hacerlo, un rostro encantador fabricado para el beso incontenible; un maravilloso cuerpo hecho para el amor.

—¡Nicholas! —llamó ella.

—¿Es Alice? —pregunté.

—No, no. No tiene nada que ver: una historia totalmente diferente… Pero no puedo quedarme aquí.

Se levantó y con una agilidad increíble en persona de su edad y peso se lanzó contra una ventana, saliendo al exterior. La figura femenina, con agilidad menos contrastante, fue tras él.

Moví la cabeza con piedad y simpatía. Obviamente, el pobre hombre continuaba asediado por esos maravillosos logaritmos de la belleza que, por una u otra causa, se enamoraban de él. Ante el pensamiento de tan horrible destino, apuré mi bebida y consideré el curioso hecho de que nunca tales dificultades habían entorpecido mi camino.

Y, ante tal pensamiento, extraño en exceso para ser formulado propiamente, pedí salvajemente otro vaso y una exclamación escatológica afloró, irremediablemente, a mis labios.