—¿Qué lleva allí? —inquirió asomando la nariz entre las hojas del helecho que decoraba la entrada.
—Un simple adorno —replicó suavemente don Cornelio.
Ella quiso verlo. Ese bulto del tamaño de un cadáver le pareció muy sospechoso y ella era muy estricta con sus inquilinos. Se enorgullecía de que la suya era una pensión respetable, donde no se admitían niños ni animales y, con mayor razón, debía ser inflexible respecto a los adornos. A nuestro amigo no le quedó más alternativa que obedecer. Al posar la estatua en el piso, resultó tan alta como la patrona, aunque no tan ancha. Retiró la bandera que la cubría y apareció Fantasía en todo su rosado esplendor. La dueña dio un respingo.
—¡Caramba! ¡Está casi desnuda! —exclamó horrorizada.
Se abrieron las puertas del vestíbulo y asomaron las cabezas de los otros pensionistas, que observaron la escena asombrados. Nunca habían visto algo semejante. Uno a uno se aproximaron para dar su opinión y ninguna fue favorable, pues todos estuvieron de acuerdo en que aquello era una monstruosidad. La patrona cortó los comentarios diciendo que no le interesaba que fuera una obra de arte, porque iba muy ligera de ropas y por lo tanto debía salir de su casa.
Don Cornelio, vencido por su incurable timidez, no intentó disuadirla. Hacía varios años que habitaba allí y estaba acostumbrado. No quería mudarse a otra pensión, pero comprendió que no era posible separarse de Fantasía, así es que tendría que buscar otro sitio donde pudiera vivir con ella. Decidió llevarla provisionalmente a la Notaría, donde podría esconderla entre los anaqueles por un par de días. Salió nuevamente a la calle, apuntado por el dedo de la patrona que le señalaba el camino. Afuera, sin embargo, se sintió mejor y, por primera vez en mucho tiempo, tuvo deseos de silbar, pero no le resultó, porque no tenía práctica. Llegó hasta la esquina y esperó hasta que el bus verde se detuvo delante suyo, pero cuando quiso subir, el chófer se lo impidió con un gesto.
—¿Qué lleva ahí, señor? —preguntó.
—Es sólo una estatua…
—Éste es un vehículo de pasajeros, no un camión de flete. No puede subir —dijo el chófer.

Tuvo que ir caminando hasta la Notaría, pero eso no consiguió desanimarlo; por el contrario, le pareció que hacía menos frío, que la ciudad era hermosa y notó que en algunas ventanas aún anidaban las alondras del verano y empezaban a florecer las violetas de los Alpes en los maceteros. Se extrañó de no haber visto nada de eso antes. Llegó a su oficina con casi dos horas de retraso, pero nadie levantó la vista de su trabajo al oírlo pasar, ni le preguntaron qué era lo que llevaba en los brazos. Entró rápidamente a la sala de los archivos y colocó a Fantasía en un rincón, detrás de unos pesados muebles. Se sentía muy cansado, porque no tenía el hábito de las caminatas cargando bultos, ni de las emociones. Abrió su escritorio, preparó su pluma y comenzó a escribir, pero no pudo concentrarse. Se le escapaba la mirada hacia el lugar donde lo esperaba Fantasía. Por fin, la curiosidad fue más fuerte que su sentido del deber y se acercó a ella. Le quitó el paño negro y la miró arrobado, detallando los bucles retorcidos, los velos turbulentos, las uvas imposibles y los suaves rollos que decoraban su cintura.
—Buenos días, señora —saludó con timidez.

Y entonces la Gorda sonrió cordialmente, mostrando una doble fila de dientes de porcelana.
Aterrado, el escribiente la volvió a cubrir y regresó apresurado a su mesa, donde comenzó a garabatear frenéticamente en sus papeles.
Pero, un minuto después, la pluma vacilaba en sus dedos y, vencido por el impulso de su corazón, volvió al rincón de Fantasía. Levantó la bandera y esperó. Ella no se hizo rogar: sonrió, sacudió la cabeza y agitó las uvas mientras la paloma esponjaba las plumas. Para entonces don Cornelio estaba seguro de que había perdido el juicio, que soñaba, especialmente cuando escuchó una voz meliflua que le solicitaba que abriera la ventana.
—Esto huele como una tumba —dijo ella.
Desconcertado, don Cornelio fue a la ventana y forcejeó con el antiguo cerrojo hasta que consiguió moverlo. Al abrirla, una nube de polvo impalpable se desprendió de los vidrios, bañando al escribiente de la cabeza a los pies, y una brisa fría y limpia entró en la oficina. Entre los edificios del vecindario se coló un rayo de sol otoñal, dándole en la cara a un ratón curioso que observaba la escena. Al verlo, don Cornelio sintió como siempre una oleada de simpatía, que esta vez no reprimió por sentido del deber. Metió la mano en el bolsillo en busca de algo para darle de comer, pero sólo encontró el veneno que todas las mañanas llevaba consigo. «Tendré que traer queso y quitar esas trampas, son muy peligrosas», pensó.
Entre tanto, Fantasía había caminado hasta la ventana con la mayor naturalidad, como cualquier señora que desea tomar aire entonando una canción. Convencido de que veía y oía alucinaciones, don Cornelio regresó a su mesa de trabajo, pero el canto lo distrajo, poniendo un calor desconocido en su pecho. Se sentía cada vez más feliz de haberla adquirido a costa de todo su sueldo. Sin duda, valía la pena. Era algo extraña, pero ya estaba acostumbrándose a su presencia y con seguridad llegarían a ser muy buenos amigos.
—¿Vamos a pasear? —sugirió ella cuando se cansó de cantar.
Don Cornelio nunca había salido a pasear en día de semana sin estar de vacaciones, pero la idea le pareció atractiva.
—Esta vez no tendrás que llevarme en brazos —rió ella.
Fantasía ató el racimo de uvas a la cinta del sombrero de don Cornelio y así le quedó libre una mano para tomar la de él. Luego recitó un verso algo cursi, pero muy efectivo:
Cornelio, dame la mano
para echar a volar,
hasta la torre de la iglesia,
como una campana más…
Maravillado, el escribiente sintió que sus zapatos se desprendían del suelo y que le bastaba mover un poco los brazos para elevarse. Dieron una vuelta a media altura por la habitación, para adquirir práctica, y salieron volando por la ventana como dos ángeles estrafalarios, desafiando las leyes de la aerodinámica y del sentido común.
Don Cornelio sintió el golpe del viento en el pecho y en la cara y a su espalda adivinó las puntas de su bufanda gris volando también. Se echó a reír como cuando era niño. Se sujetó el sombrero con la mano libre y no tuvo miedo cuando sobrepasaron las antenas de la televisión, la torre de los bomberos y la cúpula de la Sociedad Protectora de Animales, dejando atrás los últimos techos de la ciudad. Abajo vieron los bosques como manchas oscuras, las cimas de las montañas cubiertas de suave merengue, el increíble color del cielo en un claro día de otoño. Fantasía señaló el lugar donde terminaban los caminos y nacía, entre las colinas, la cinta luminosa del río.
—¡Bajemos! —rogó el escribiente, que quería verlo de cerca, porque hasta entonces el único río que conocía era el negro canal lleno de basura que cruzaba la ciudad.
Ella eligió un buen lugar para el aterrizaje, estabilizó sus ocultos motores, emparejó sus alas, perdón, sus velos y cintas color vainilla, y bajó limpiamente, como una gaviota. Por sugerencia suya, don Cornelio se quitó los zapatos y sus pies sintieron por vez primera la tierra en su estado natural, porque antes sólo la había visto en maceteros. Dio unos saltitos breves, gozando de la nueva sensación, y empezó a bailar, a darse vueltas, loco de felicidad. Pensó que aquella borrachera se debía al reciente vuelo y al exceso de aire puro.
Pasaron una tarde inolvidable. Fantasía le enseñó a ponerse en el lugar de las hormigas, para ver el mundo desde abajo, a revolotear como las abejas, para apreciarlo desde media altura, a ser como los peces, para deslizarse bajo el agua, y a silbar como el viento entre las hojas. Eso fue lo que más entusiasmó al escribiente, porque su más secreto anhelo era silbar en la ducha, pero nunca había podido. También aprendió a palpar el mundo con los ojos cerrados, adivinando por su textura la secreta naturaleza de las cosas, y a diferenciar el olor de la hierbabuena, el tomillo y el laurel. Se comunicaron telepáticamente con los conejos, que contaron que los hombres los cazan por deporte, con las flores, que dijeron que las cortan para adornos de iglesia, con las abejas, que se quejaron de que les roban la miel, y con los pinos, que odian la Navidad, porque los mutilan sin piedad. Cuando se cansaron de jugar, los dos amigos se sentaron en medio del paisaje, escuchando el silencio con toda atención. Y, finalmente, cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, decidieron que era hora de regresar.
Ella se acomodó los velos, recuperó su paloma, tomó a don Cornelio de la mano y recitó los versos mágicos. Se elevaron sin tropiezos y volaron de vuelta con más gracia y seguridad que la primera vez. Penetraron en el colchón de humo que flotaba sobre los techos, pero don Cornelio llevaba en los ojos el recuerdo azul del cielo y todo le pareció menos gris y más amable. Planearon entre los edificios más altos sin que nadie los viera, porque los habitantes de la ciudad rara vez levantan la mirada del suelo y, por sugerencia de don Cornelio, que no deseaba llamar la atención, eligieron para el aterrizaje un edificio en construcción. Se posaron sobre las altas vigas de acero, a muchos metros sobre la calle. Cuando él miró hacia abajo, sintió que le flaqueaban las piernas: podía volar sin miedo, pero caminar en las alturas le daba vértigo. Se caló el sombrero hasta las orejas, para que el viento no se lo arrebatara, se aferró a la mano de su amiga y descendió con ella por una interminable escalera.
A mitad de camino se encontraron con un obrero que pintaba un muro. No pareció sorprendido al ver en aquel lugar a una señora ataviada de tan extravagante manera y a un caballero maduro con un racimo de uvas colgando de su sombrero. Saludó agitando la brocha y don Cornelio le estrechó la mano, a pesar de que no era su costumbre relacionarse con personas no previamente presentadas.
—¿Puede decorar con algunos colores la ropa de este caballero? —pidió Fantasía—. Es muy aburrido verlo todo vestido de gris…
El obrero era un artista frustrado y se le presentaba una magnífica ocasión de poner a prueba su talento. Pintó flores, mariposas y angelotes en el traje del escribiente, dejándolo como una cortina de baño. Se despidieron efusivamente y don Cornelio, más tranquilo, concluyó que si ese hombre también podía comunicarse con Fantasía, él no era el único loco por allí.
Iban llegando al nivel de la calle cuando escucharon a lo lejos las campanas de la catedral anunciando las seis de la tarde. Horrorizado, don Cornelio comprendió que había pasado el día de vacaciones, mientras sobre su escritorio se acumulaban papeles importantes. Echó a correr en dirección a la Notaría, cargando en los brazos a Fantasía, que sin previo aviso, había recuperado su rigidez, transformándose en un instante en estatua de porcelana. Poco después entraba en la oficina pegado a la pared, para no ser visto, hasta alcanzar su mesa de trabajo en la sala de los archivos.
Escribía a toda prisa, cuando se abrió de par en par la puerta y entró el señor Notario en persona, resoplando como un fuelle.
—¿Qué significa esto? —preguntó, señalando a Fantasía con su largo dedo afilado.
—¿Qué cosa? —tembló don Cornelio, que en su apuro había olvidado disimularla bajo la bandera.
—¡Esa mujer horrible que tiene allí!
—Es… es nada más que un adorno —tartamudeó el escribiente.
—¿Quién le ha autorizado para vestirse de floreado y traer esa indecente figura a esta honorable Notaría? —gritó el señor Notario cada vez más furioso.
—Yo pensé…
—¡No le pago para que piense! ¡Sáquela de aquí inmediatamente, vaya a ponerse un traje oscuro y cierre esa ventana! —ordenó el jefe saliendo con un portazo.
Don Cornelio permaneció en su silla, paralizado por el estupor.
—Siento ocasionarte tantas molestias —susurró Fantasía, sin moverse del rincón.
El escribiente respondió con un profundo suspiro.
—Puedes dejarme en cualquier lado. El camión de la basura me recogerá —dijo ella con cara de Santa Rita, mirando hacia el techo con los ojos húmedos.
—¡De ningún modo! Ahora que somos amigos, no podemos separarnos. Buscaré un lugar donde me acepten contigo —replicó él.
Fantasía sonrió con disimulo, mientras don Cornelio recogía sus escasos objetos personales del escritorio. Luego la cubrió con la bandera y salió echando una última mirada al sitio donde había trabajado durante más de veinte años. Nadie lo miró cuando se fue.
Afuera estaba casi oscuro. Ya habían encendido los faroles de la plaza y hacia allá se dirigieron nuestros amigos. Se sentaron en un banco, dispuestos a pasar la noche, él envuelto en su bufanda, y ella sólo con sus velos, pues su naturaleza de porcelana era invulnerable al frío.
A esa hora la plaza estaba casi vacía, no se veían niños jugando o enamorados bajo el castaño, ni siquiera el Loco saludando a la vida, y hasta las palomas dormían con las cabezas bajo las alas. Sólo una pequeña figura de capelina florida y zapatos ortopédicos ocupaba otro banco, disfrutando del fresco con un paquete de galletas de avena en el regazo. En esta oportunidad don Cornelio consiguió sobreponerse a su timidez y se acercó para desearle buenas noches. Ella le indicó que se sentara a su lado.
—¿Puedo darle un poco de galleta a su paloma, señora? —ofreció la anciana, dirigiéndose a Fantasía.
La Gorda de Porcelana aceptó agradecida y ambas se pusieron a charlar sobre encaje de bolillo y recetas de pastel, mientras don Cornelio aprovechaba la luz del farol más cercano para hojear un periódico que encontró sobre el banco, en busca de un aviso que le ofreciera pensión o trabajo. Al poco rato, la vieja dama se arropó en su chal y anunció que era muy tarde y debía retirarse. Su casa no estaba lejos, pero no le gustaba andar de noche con sus pesados zapatos.
—¿Y ustedes no vuelven a casa? —preguntó al despedirse.
Y entonces don Cornelio, que esperaba que ella se lo preguntara, abrió ampliamente su corazón, venciendo al fin tantos años de silencio y de pudor, y le contó su historia, desde el momento en que vio a Fantasía en la ventana del anticuario, hasta ese instante último en que se encontraban en la plaza, sin techo, sin trabajo y sin futuro, pero inundados de inexplicable alegría. La anciana escuchó con atención hasta el final sin interrumpir, y cuando él hubo vaciado toda su ansiedad, le dijo que tenía un cuarto desocupado en su casa y andaba, justamente, buscando a un caballero ordenado que quisiera alquilarlo.
—Me sentiré muy contenta de tener a su Fantasía en mi casa —agregó.
Por buena educación, don Cornelio rehusó con grandes protestas: no quería molestar, de ningún modo; qué pensaría ella de él; que abusaba de su bondad, etc. Pero Fantasía le dio una patadita disimulada para que no exagerara sus negativas, pues corrían el riesgo de que la señora lo tomara en serio y retirara su oferta. Por fin, transaron en un arreglo justo y los tres, tomados del brazo, echaron a andar hacia el nuevo hogar, perdiéndose entre las estrechas calles del barrio antiguo de la ciudad.
He vuelto a ver a don Cornelio muchas veces. Nos encontramos en la calle y charlamos largamente. Por él supe esta historia y me autorizó para contarla a mi vez. Ha cambiado mucho, sin embargo. Yo diría que es un hombre diferente. Ya no usa el traje gris con catorce bolsillos, sino un delantal de muchos colores y un sombrero de pajilla con dos plumas de faisán. En invierno se abriga con su antigua bufanda, ahora amorosamente bordada de flores. Me contó que al dejar la Notaría encontró su verdadera vocación, que no era copiar documentos en el fondo de una sala polvorienta, sino andar por la calle silbando, conversar con la gente, cultivar la amistad del Loco en la plaza y alimentar con galletas de avena a las palomas, a los ratones y a otras bestias menores. Como siempre hay que ganarse la vida, combinó su necesidad con una ocupación adecuada: se hizo heladero en verano y vendedor de castañas calientes en invierno.
Don Cornelio pasa por mi calle empujando su carrito y silbando como un mirlo desentonado. Los niños lo conocen y cuando lo escuchan dejan libros y juguetes para correr a su encuentro. A veces lo siguen las palomas. Durante todo el día reparte su mercancía y en las tardes, cuando está cansado, regresa a su casa, donde la anciana del moño florido y zapatos ortopédicos lo espera junto a Fantasía.
Con la Gorda de Porcelana han vuelto a hacer los viajes increíbles, se meten bajo la tierra, vuelan como aeroplanos, nadan en todos los mares y se introducen en los libros para correr aventuras inolvidables.
Ella no lo puede acompañar por las calles vendiendo helados o castañas, porque excitaría la atención de los transeúntes, pero su espíritu lo acompaña siempre. Gracias a ella, el pasado gris de escribiente es sólo un recuerdo lejano y hoy don Cornelio es un hombre vestido de muchos colores. Tal como dijo el anticuario, Fantasía le cambió la vida.
¡Ah! Olvidaba algo importante: don Cornelio no ha perdido su puntualidad y cada vez que pasa por mi calle y oigo su silbido, sé que son exactamente las cuatro y quince minutos…