esde la primera vez que lo vi, don
Cornelio ocupó un lugar en mi corazón. Era un caballero de ojos
redondos y miopes, que vestía un traje gris algo antiguo, con
catorce bolsillos. De lejos parecía dulce y amable. De cerca era
tímido. Vivía en una pensión del barrio y nosotros, sus vecinos,
ajustábamos los relojes cuando él pasaba por la mañana, porque su
puntualidad desafiaba el cronómetro de la radio. Jamás se atrasaba
ni adelantaba un segundo. Salía a las ocho y tres minutos en punto
y echaba a andar con pasos medidos hacia la esquina, donde tomaba
el bus verde que lo conducía a su trabajo. Muchas veces me encontré
con él y así, con el transcurso del tiempo, nos hicimos amigos.
Gracias a eso puedo contar su historia sin temor a equivocarme,
porque la escuché de sus propios labios.
Don Cornelio trabajaba en un lugar tenebroso una sala polvorienta, con una sola ventana que no se había abierto en muchos años, atiborrada de papeles importantes que nadie leía. Era una Notaría. Allí pasaba todo el día escribiendo con su hermosa caligrafía, en unos papelotes que luego eran archivados por toda la eternidad. Lo más notable de aquel sitio eran los ratones. Entre los pesados muebles metálicos y los antiguos armarios vivían numerosas familias, tribus, pueblos enteros de estas pequeñas bestias peludas. Una de las tareas de don Cornelio era combatirlos, pues debía impedir que devoraran los valiosos documentos. No sentía odio personal contra los roedores, al contrario, le gustaban, porque también eran tímidos y grises, con ojos redondos y miopes, pero cumplía con su obligación de eliminarlos. Cada día administraba a sus enemigos una dosis de veneno que transportaba en alguno de sus catorce bolsillos, y su primer deber al llegar a la Notaría era revisar el campo de batalla. Recorría los rincones a gatas, deseando que las trampas estuvieran vacías, y cuando encontraba un cadáver, lo agarraba con la punta de los dedos y lo echaba a la basura con un suspiro de lástima.
Al mediodía cerraba su escritorio, tomaba la bolsa de su merienda y se dirigía a la Plaza, que quedaba justo a noventa y un pasos de la Notaría (los había contado). Allí, entre los árboles, rodeado de altos edificios, masticaba su pan con queso, calentándose con el tenue rayo de sol que iluminaba su sombrero gris. No hablaba con la gente, pero observaba a los otros paseantes con curiosidad. Había siempre algunos niños jugando, y, de vez en cuando, alguna pareja de enamorados besándose bajo el castaño. A menudo se encontraba con el Loco. Era éste un simpático personaje que alborotaba el paisaje con su risa sin motivo, sus pasitos de baile y sus cordiales saludos a las aves, a los automóviles y, por supuesto, a las personas, aunque nadie respondía a sus buenos días y volvían la cara, fingiendo que no lo habían visto. A don Cornelio le gustaba el Loco, pero tenía vergüenza de saludarlo, porque él se consideraba un hombre muy serio.
Entre los que frecuentaban la Plaza, aparte del Loco, el ser más pintoresco era una anciana con capelina de flores y zapatos ortopédicos, poseedora de la más encantadora sonrisa, que alimentaba a las palomas con galletas de avena. Si éste fuera un cuento de hadas, ella sería el hada madrina, pero no lo es. Éste es un cuento de verdad-verdadera. Don Cornelio la observaba de reojo y muchas veces estuvo a punto de saludarla, pero su timidez lo detenía.
A las siete de la tarde un timbre sonaba en la Notaría y los escribientes guardaban sus plumas, sus tinteros, sus sellos, y partían. El último en salir era don Cornelio, no sin antes revisar las trampas de los ratones, apagar las luces y echar los cerrojos. Luego tomaba el autobús verde de vuelta a la pensión donde vivía. Salvo los domingos, todos los días eran iguales para él. Estaba casi satisfecho con esa vida sin emociones y muy rara vez se daba cuenta de la monotonía de su existencia.
Hasta ahora sólo he presentado al personaje principal de esta historia. Ahora contaré los extraños acontecimientos que cambiaron su vida.
Todo comenzó un día de otoño dorado y frío. Vi salir a don Cornelio de su pensión, como todas las mañanas, y me apresuré a controlar los punteros de mi reloj. Llevaba al cuello una larga bufanda gris y contaba los ochenta y siete pasos que lo separaban del autobús, sin mirar hacia los lados porque, conocía la calle de memoria. Desde mi ventana lo vi avanzar como un velero con su bufanda al viento y pensé que ése sería otro día sin sorpresas. Pero no fue así. De pronto, a mitad de cuadra, se detuvo alarmado: había visto algo nuevo. Era una tienda recién inaugurada, con un escaparate azul y verde como un acuario, en medio de los severos edificios de nuestro barrio. El escribiente de la Notaría se aproximó fascinado, perdiendo la cuenta de los pasos que lo llevaban hasta la esquina. Vio muchos objetos extraños, el timón de un antiguo naufragio, una muñeca con una tristeza de pelos humanos, abanicos de plumas robadas a las aves del Paraíso y otros objetos provenientes de remotos lugares. En el centro de todos ellos, en lugar de honor, se encontraba la Gorda de Porcelana.

¿Cómo puedo describirla para que ustedes la imaginen? Era una rolliza dama, caótica y enorme, mal cubierta por velos de loza, sosteniendo en una mano un racimo de uvas y en la otra una paloma bizca. Cintas color vainilla sujetaban sus rizos y calzaba increíbles zapatillas de gladiador romano. Evidentemente no fue diseñada como lámpara, tampoco servía para colgar abrigos en un vestíbulo y nadie la habría puesto de adorno en parte alguna, pues ocupaba más espacio que una bicicleta y era frágil como una buena intención. Nuestro amigo la observaba petrificado y no reaccionó hasta un par de minutos después, cuando se dio cuenta de que iba a perder su habitual transporte.
Salió disparado, enredándose en las puntas de su bufanda, y alcanzó a trepar al bus en el último instante.
Estuvo todo el día distraído, trabajando sin ganas, con la mente ocupada en la figura de porcelana. No podía dejar de pensar en ella. A la mañana siguiente lo vi salir apresuradamente de la pensión cinco minutos más temprano, lo cual descontroló los relojes de todos los vecinos. Se instaló frente a la ventana del anticuario y allí estuvo un largo rato mirando con la boca abierta. Fue en ese momento, tal como él me contó mucho después, cuando la Gorda de Porcelana le guiñó un ojo.
Don Cornelio, lógicamente, pensó que había visto mal. Era muy miope, como ya dijimos. Sacó sus lentes, los limpió con cuidado y se los colocó, pegando la nariz al vidrio para ver mejor. ¡Y entonces le pareció que la Gorda le guiñaba el otro ojo!
Comprendió que por primera vez llegaría tarde a su trabajo, porque no pudo apartarse del escaparate. Se quedó allí haciendo morisquetas, saludos, pequeñas reverencias cortesanas, hasta que empezó a juntarse la gente a su alrededor para observar su curioso comportamiento. De súbito se percató de que era el centro de una aglomeración y, espantado, entró a toda prisa en la tienda para huir de los mirones. Al mover la puerta sonaron unas campanas chinas y tuvo otro sobresalto, porque pensó que había roto algo. Pero la sonrisa amable del anticuario lo tranquilizó.
Nuestro amigo quedó de pie entre aquellos peculiares objetos, paseando la vista por todos lados, temeroso, tal vez, de que allí surgiera un pulpo o una profesora de matemáticas.
—Lo vi mirando a la ninfa ¿le gusta? —inquirió el anticuario, mientras rociaba con naftalina una lechuza embalsamada.
—Creo que me guiñó un ojo —dijo don Cornelio, sintiéndose como un imbécil.
—Es muy antigua y muy rara —explicó el otro sin sorprenderse en absoluto.
—Podría jurar que también me guiñó el otro —agregó don Cornelio con un hilo de voz.
—Es posible…
—¿Cuánto vale? —quiso saber el escribiente.
—¿Cuánto gana usted? —preguntó a su vez el anticuario atusando sus bigotes de mosquetero.
Don Cornelio, extrañado, se lo dijo.
—Entonces, ése es su precio —dijo el dueño de la tienda sacudiendo a la Gorda con un plumero.
Era una enorme cantidad, de dinero para un modesto empleado de Notaría. Se aproximó a la estatua, esperando que ella hiciera algún gesto amigable, pero nada ocurrió: permaneció inmóvil y silenciosa, tal como se espera de algo fabricado con loza.
—Está bien, la compraré —decidió don Cornelio, dejándose llevar por un impulso irresistible.
El anticuario recibió el dinero sin contarlo, lo metió en el bolsillo de su chaleco y dio un par de volteretas entusiasmado.
—Ella le cambiará la vida —le aseguró a su cliente.
No sabía don Cornelio cuán cierto era lo que oía.
El escribiente levantó a la Gorda con cuidado, descubriendo que era más liviana de lo que parecía a simple vista. Salió así cargado de la tienda, despedido por las campanas chinas de la puerta. Pero, afuera, todavía se apiñaban los curiosos y, al sentirse observado con burla, retrocedió asustado.
—¿Tiene algo para taparla? —pidió.
El dueño de la tienda abrió un baúl de madera y pasó algunos minutos hurgando en su interior, mientras la habitación se impregnaba de un tenue olor a sándalo. Por fin, extrajo un gran paño negro que, al ser desplegado, resultó tener en el centro una calavera y dos tibias cruzadas. Era una bandera de pirata.
—¿Cómo se llama? —preguntó don Cornelio arropando a la figura con la bandera.
—Mi nombre es Baltasar —replicó el vendedor con una inclinación.
—No, la estatua…
—¡Ah! Su nombre es Fantasía —respondió con otra inclinación.
Don Cornelio concluyó que aquel nombre le agradaba y salió a la calle con su nueva adquisición en los brazos, ignorando las miradas de los intrusos y el escándalo de las campanas chinas.
Caminó de regreso a su pensión, sin acordarse para nada de la Notaría. Abrió la puerta y procuró deslizarse al interior con cautela, para no atraer la atención. Cruzó el vestíbulo en punta de pies y enfiló hacia la escalera, pero cuando ya se creía a salvo, la voz estridente de la patrona lo paralizó en su sitio.