Capítulo 18

UN CONCILIÁBULO Y UN INCENDIO

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Antes de acostarme, pasé por la habitación de Sophie para hablar. Ambas estábamos bastante desconsoladas: parecía realmente que las cosas, en vez de mejorar, estuviesen empeorando de hora en hora, y aunque ella y yo estuviésemos decididas a inventarnos lo que fuera para levantar la moral de todos (y la nuestra en primer lugar), aquel esfuerzo parecía a aquellas alturas superior a nuestras posibilidades. Pero, de alguna manera, había que hacerlo, sobre todo por mis dos amigos. Sherlock y Lupin habían permanecido siempre a mi lado, lo que por una parte me reconfortaba y me hacía sentir segura, pero por otra me atormentaba, porque ni siquiera ellos eran inmunes al ambiente tétrico y agobiante que reinaba en Farewell’s Head. Estando con ellos, no hacía más que recordar nuestra vida de antes, todo lo que habíamos hecho juntos y que en ese momento me resultaba claro que no repetiríamos jamás. A esas alturas, la sensación de opresión parecía más fuerte que nosotros.

La habitación de Sophie tenía una gran terraza, la única de la casa, a la cual se enrollaba una enredadera reseca. La habían plantado, quién sabía cuándo, los anteriores propietarios de Farewell’s Head y luego había crecido por su cuenta, como el resto del jardín. Hablando de la casa, y de sir Robert, Sophie y yo respiramos un poco de aire fresco, reconfortándonos mutuamente y tranquilizándonos sobre el futuro que nos aguardaba. Lo lograríamos, nos repetimos. Saldríamos de allí sanas y salvas, incluso con el señor Holden apostado en la casa, tumbado en el piso inferior, con Pavel maniatado y los mastines de sir Robert.

—¿Tú conoces la historia familiar de sir Robert? —le pregunté a Sophie al rato. Le hablé brevemente de la bofetada que me había dado cuando había sugerido que él no tenía hijos.

En realidad, me contó Sophie, había tenido uno. Era muy joven y estaba embarcado como oficial de marina en un barco de escolta en la Compañía de las Indias Orientales. Sophie no recordaba exactamente en qué perdido punto del mar, en Oriente, los piratas habían atacado la flota ni cómo, con precisión, había perdido la vida el hijo de sir Robert. Pero aquella era la triste sustancia de la historia. La mujer de sir Robert, una mujer india que él había conocido durante una misión diplomática, no podía tener más hijos y se había dejado morir de tristeza. Sir Robert, que en aquel tiempo tenía una prometedora carrera de tratos comerciales con Oriente, se había retirado de los negocios. Mi frase, por tanto, había sido como poco inoportuna.

Me sonrojé y lamenté mucho haberla pronunciado.

—¿Tú crees que mañana llegará el duque? —le pregunté a Sophie, deseosa de cambiar de conversación.

—Sir Robert insistió en que viniera lo antes posible —contestó Sophie—. Así que supongo que sí.

Era como me temía. Con la llegada del duque, las cosas empeorarían aún más. Les impediría a Sherlock y a Arsène seguir en la casa con nosotras, o nos obligaría a Sophie y a mí a seguirlo en un carruaje en dirección a saber dónde. Por lo que sabía, mi padre estaba todavía en Liverpool ocupándose de sus negocios. Y mi casa en Londres estaba vacía. Aquella idea, fija, era para mí como un reclamo irresistible. Como un canto de sirenas.

In girum imus nocte, et consumimur igni… —cité en voz alta—. ¿Conoces esta frase?

Sophie negó con la cabeza.

—Es un palíndromo, es decir, que se puede leer en ambos sentidos.

—¿Y sabes lo que significa?

—Vagamos por la noche y somos consumidos por el fuego —contesté—. Habla de las polillas que se mueven en la oscuridad y cuando ven una luz…

—Se queman las alas.

—Algo así, sí —admití.

Cuando entramos en la habitación y cerramos el ventanal de la terraza, el mar que rodeaba el cabo estaba calmado como la tinta. Abracé a Sophie al darle las buenas noches y salí despacio de su cuarto. Miré a ambos lados del pasillo: el que llevaba a la escalera, al pie de la cual vigilaba el señor Holden, y luego a la biblioteca de sir Robert; y el que conducía a los demás dormitorios, con el mío al fondo, justo antes de la puertecita de la escalera que subía al piso de la servidumbre. Sabía que, como todas las demás puertas de la casa, la habían cerrado. Lo que quedaba de la servidumbre, o sea, el señor Bingham, dormía en mi primera habitación. O quizá estaba sentado en la butaca a la espera de que alguien lo llamara, tal como a menudo hacía el señor Nelson. Había sido mi querido y fiel Horace Nelson quien me había enseñado aquella enigmática frase latina que le había citado a Sophie. Igual que había sido él quien me había enseñado a usar clavos y martillo, el código morse, los nudos de marinero y una infinidad de cosas más, al pensar en las cuales sentí tensarse de nuevo mis pobres nervios.

Silenciosa como un fantasma, me encaminé hacia mi nueva habitación en el ángulo oriental de la casa, pero, antes de llegar, me detuve delante de la de sir Robert. En el silencio irreal de aquella noche estrellada, podía oírlo respirar y dar vueltas en la cama, como un niño que no puede coger el sueño. Le había faltado al respeto de una manera odiosa. Y lo sentía tremendamente.

—Prometo que aprenderé a comportarme mejor, sir Bewel-Tevens —murmuré a la puerta cerrada.

Después, de puntillas, llamé a la habitación de enfrente.

Solo tuve que esperar pocos segundos antes de que la puerta se entornara y la voz de Arsène me llegara a través de la rendija.

—¿Qué haces aquí?

—Imagina una de esas noches en que no puedes dormir —le susurré.

—Puedo imaginarla perfectamente desde que tengo como compañero de habitación a Sherlock Holmes, que ronca como un tigre de Bengala —respondió él, divertido.

—Yo no ronco en absoluto —rebatió nuestro amigo a su espalda.

—¿Venís a mi cuarto? —susurré.

—Creía que nunca nos lo ibas a pedir —respondió Arsène, saliendo por la puerta.

Llegamos a mi habitación y entramos mientras Sherlock se demoraba para ponerse algo encima. Mi habitación estaba iluminada por la débil claridad de las estrellas y no encendimos ninguna luz.

Miramos afuera, hacia el cabo y los bosques, hacia el cielo limpio de nubes y salpicado de estrellas, y tanto Arsène como yo suspiramos en el mismo momento exacto.

—¿En qué pensabas? —le pregunté, divertida.

—En huir —respondió. Yo miré detrás de él, a la puerta de mi habitación, que había quedado entreabierta—. Pero en huir de verdad. Tú y yo.

—Bastante audaz como plan —le dije.

—Mejor que quedarse aquí, marchitándonos entre miedos, intrigas y sospechas —replicó él.

Oímos el levísimo clac de la puerta del cuarto de Sherlock al cerrarse.

—Podríamos hacerlo, Irene… —siguió diciendo Arsène, hablando muy rápido para que no llegara a oírlo Sherlock.

La idea de Arsène me golpeó como una bofetada, pero intenté replicar de todos modos:

—Ah, claro… ¿Y te encargas tú de dejar K. O. al señor Holden, de acallar al duque de Loewendorf, de protegerme de mis enemigos?

—¿Molesto? —preguntó Holmes, apareciendo en la habitación.

—Y además… ¿Sherlock? —añadí bajito.

Arsène se volvió hacia él bruscamente.

—¿Qué clase de estúpida pregunta es esa, Sherlock?

—¿Qué pregunta? —quiso saber el otro, sentándose a nuestro lado en la alfombra, delante de la ventana.

—Que si molestas. ¡Una de vuestras cursilerías de ingleses!

—Sí, supongo que tus amigos los monos del circo tenían modales más directos —repuso Sherlock.

Aquello derivó en un pequeña lid.

Los observé discutir como si yo no estuviera presente, estupefacta por lo que oía. Estaba claro cuál era la verdadera razón de aquel roce: yo. Con el fin de que no se rompiera nuestra amistad, aquellos dos se habían hecho una especie de promesa entre hombres, un pacto de honor, que por lo que parecía Arsène no había respetado. Y Sherlock se lo reprochaba: el haber faltado a su palabra, no tanto el haberme besado o no.

—¡Maldición! —exclamé en cierto momento para interrumpirlos—. Para pelearos, id a otra parte… ¡Yo esperaba poder hablar, razonar, poner en orden mis ideas! —concluí en tono reprobatorio—. ¿Empiezo yo? Bien. ¿Vosotros pensáis que los hombres de Gustav von Ormstein tienen de verdad a un espía aquí, en Farewell’s Head?

Arsène fue el primero en responder:

—Hablábamos de ello hace un rato —dijo—. En mi opinión, sí. Y si se me permite decir lo que pienso, creo que son los hermanos Horak.

—¿Y según tú, Sherlock? —pregunté.

—Yo creo que no —contestó él.

—¿Y por qué no? —insistí.

—¡Porque no tiene sentido! Todo es absurdo en esta historia, una vez más —me respondió Holmes, totalmente fuera de sí.

—Entonces, explícame qué hay de absurdo —lo provoqué.

Él suspiró profundamente.

—Empecemos por Pavel y Anita… ¿Qué tenemos en contra de ellos? Una discusión en la que reconocen haber cometido un error.

—Por no haber avisado a sir Robert de la existencia de un pasadizo secreto que permite colarse dentro de la casa —se entrometió Arsène.

—Pero los hermanos Horak han cerrado ese túnel —continuó Sherlock—. Cerrándose así su vía de escape. Y perdiendo toda posible ventaja. Es evidente, además, que sir Robert no sospechaba que existiera, y tampoco Holden. Así pues, la pregunta es: si los espías de los Von Ormstein conocían el pasadizo, ¿por qué no lo han utilizado de una manera lógica? ¿Qué sentido tiene entrar en la casa para dejarte un poema sobre la almohada, romper los collares y… nada más? Podían haberte matado, raptado, hecho cualquier otra cosa. Lo que me empuja a pensar que los usurpadores no estaban al corriente de la existencia del pasadizo. Y que ni Pavel ni Anita están compinchados con ellos.

Sherlock cruzó las manos detrás de la cabeza.

—Quedan los demás. Empecemos por Holden, el guarda. ¿Qué sabemos de él?

—¡Que le metería dos dedos en los ojos con mucho gusto! —dijo Arsène.

—De hecho, lo que te está diciendo tu intuición es que Holden es un perfecto policía. Tal vez alguna desventura lo llevara a colgar el uniforme, pero conserva su espíritu. Un hombre duro, tosco, que obedece las órdenes recibidas. En este caso, las del duque de Loewendorf. La jovialidad y la amabilidad no son realmente su fuerte, pero sabe hacer su trabajo, eso hay que reconocérselo.

Me quedé callada, escuchando. Sherlock alargó la mano para coger de mi escritorio un lapicero rojo y empezó a jugar con él mientras hablaba.

—Y tenemos que admitir que Holden no conocía el pasadizo, se quedó tan atónito como nosotros.

Holmes, en ese momento, me señaló con el lápiz, tratando de concentrarse. Yo estaba pendiente de sus labios.

—Además, cuando ha subido a registrar las habitaciones de los dos hermanos, ha encontrado el libro en la de Anita. ¿Por qué?

—¿Porque a nosotros se nos había escapado y él, siendo un policía experimentado como tú dices, ha sido más hábil buscando? —supuso Arsène.

—Son habitaciones minúsculas, sin nada especial. Y a estas alturas nosotros también tenemos cierta experiencia. No. Entre nuestra inspección y la de Holden ocurrió algo.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—Que alguien podría haber escondido el libro de poemas en la habitación de Anita después de que nosotros subiéramos. Pero ¿por qué motivo?

—¿Para inculpar a Anita?

—¿Y de qué concretamente? ¿De haber asustado a Irene? Pero, llegados a este punto, ¿a quién podría beneficiar que se inculpara a la señora Horak? ¿Al verdadero espía? Pero si el maldito espía está en la casa y su misión es atacar a Irene… ¿por qué no lo ha hecho? ¡Es un rompecabezas absurdo, os lo he dicho!

Contuve la respiración mientras miraba a Sherlock, quien, inmerso en la lógica intachable de sus razonamientos, no mostraba signos de las caóticas emociones de poco antes.

Su pensamiento riguroso había conseguido dibujar un cuadro muy vívido de la oscuridad que nos rodeaba. Densa como la tinta del reloj de agua de mi sueño.

—Si estáis en vena de elucubraciones, podemos hablar también del poderoso duque de Loewendorf —volvió a hablar Sherlock.

—Y ¿por qué? —pregunté con curiosidad.

—Porque siempre hemos dado por descontado que es el héroe de esta historia, pero ¡realmente no lo sabemos! —respondió Holmes, abriendo los brazos.

—¿Tú sospechas que…? —dijo Arsène, desencajando los ojos.

—No sospecho nada concreto, precisamente porque no conozco a ese hombre… Pero sé, por ejemplo, que le gusta mover los hilos de peligrosas tramas políticas. ¿Quién nos asegura que alguien del bando contrario no lo tiene en un puño y lo está chantajeando? —conjeturó Sherlock.

Un largo suspiro fue mi respuesta.

—¿No oís nada? —preguntó Arsène, en cambio.

Sherlock, concentrado en sus hipótesis, negó con la cabeza. Luego olfateó el aire.

—Humo —dijo.

—¡Huele a quemado!

Nos acercamos a la ventana. La abrimos y nos embistió el olor acre del humo. Oímos el crepitar del fuego y vimos las largas sombras de un incendio, que estaba quemando Farewell’s Head.

—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó Arsène—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vámonos de aquí!