Capítulo 5

UNA CHICA Y UNA VELA

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Al releer mis diarios de entonces no puedo sino admirarme de cómo los redacté. A cada frase me percato de que en esos días mi deseo de libertad impregnaba no solo aquellas páginas, sino el aire mismo que respiraba. Sé que no son más que los diarios de una chica de catorce años, pero sería injusta conmigo misma si los transcribiera de una manera distinta a como los estoy releyendo.

Decía, pues, que salí de mi cuarto aquella noche y seguí aquel sonido parecido a una respiración sibilante, exactamente como en el sueño había seguido a Arsène por el laberinto. Bajé la escalera, crucé el salón, fui hasta el pasillo que conducía a la cocina y, poco antes de llegar a ella, pegué la oreja a la puerta del sótano. Descorrí el pesado cerrojo de hierro, la entreabrí a oscuras, luego volví sobre mis pasos para procurarme una vela…

Y volví a bajar.

Me parecía que aún estaba dentro de mi sueño y que la oscuridad del sótano era idéntica a la del reloj de agua. La vela sufría las acometidas de las corrientes y, para protegerla, debía rodearla con la mano. Me quemé. Cada peldaño era como doblar una esquina de los setos del laberinto de poco antes. Algunos los salvaba en un instante, otros eran un descenso eterno y difícil. Mientras bajaba al sótano, era como si se lo viera hacer a alguien, en un sueño nuevo y diferente, y solo reconociera a un fantasma avanzando a tientas.

La sensación de estar en una trampa, en cambio, no era solo un sueño. Estaba realmente en una. Y, como en todas las trampas, pensaba, había un cebo, pero también una vía de escape.

Necesitaba la oscuridad del sótano para empezar a ver las cosas con mayor claridad.

Apagué la vela porque no había nada más que distinguir. Solo había una chica en bata. Chica a la que algunos se empeñaban en llamar «Su Majestad» y que ahora tenía los ojos abiertos de par en par en la oscuridad.

Cuando salí de mis cavilaciones, di marcha atrás con rapidez y subí aprisa los escalones que llevaban al pasillo de la cocina. Los noté mucho más fríos de lo que me habían parecido al bajar. Cerré la puerta tras de mí y corrí al salón. Una vez allí, ahogué un grito.

—¡Sophie!

Mi madre estaba en mitad de la escalera, con las manos tendidas hacia delante como una sonámbula. Pero no dormía. Estaba despiertísima y me buscaba.

—¡Irene! —exclamó al verme pálida y sucia al pie de la escalera—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡He tenido una pesadilla! —le contesté—. ¡Pero ya ha pasado! ¡Todo ha pasado!

Iba a correr a su encuentro cuando ella tropezó con el borde demasiado largo de su bata y cayó.

—¡MAMÁ! —grité.

Sophie intentó agarrarse al pasamanos, pero no lo logró. Es más, se desequilibró de mala manera y cayó primero sobre un costado para luego rodar cuatro peldaños por lo menos antes de poder frenarse.

Me sentí mal. Me sentí morir. La pierna de Sophie hizo un ruido sobre aquellos peldaños que no olvidaré nunca.

—¡Ay! ¡El tobillo! —se quejó ella.

Oí pasos en la casa y vi parpadear otras luces; para entonces habíamos despertado a nuestro anfitrión. No me importaba. Solo me importaba mi madre. Le palpé el hueso del tobillo, como había visto hacer a Arsène, y ella soltó un segundo quejido.

—¡No! —grité—. ¡No, no, no! ¡Maldición!