INTRODUCCIÓN
«El escrito Sobre la enfermedad sagrada es la expresión de la lucha siempre renovada de hombres que piensan científicamente, contra la superstición, la necedad y la charlatanería sin escrúpulos», ha escrito H. Grensemann, al comenzar su introducción a este tratado[1]. Éste es, en efecto, el rasgo más destacado de la obra, breve y brillante, que resulta un testimonio significativo de la ilustración griega del s. V a. C. Es el producto de una época que confía en la razón para explicar y entender el mundo, y que rechaza sin miramientos las actitudes irracionales de la magia y la superstición. Cualquier enfermedad tiene su naturaleza propia y su origen natural, y el médico sabrá tratarla atendiendo a esa phýsis y a esa aitía[2] mediante una medicación apropiada y racional. La confianza en la regularidad de la naturaleza y en el poder de la razón para dar cuenta de los procesos naturales es una muestra de ese avance del lógos sobre el mýthos, de la explicación racional sobre la tradición popular temerosa y fantástica, y ese empeño caracteriza justamente el período de la ilustración y la sofística. El médico hipocrático se sitúa, como uno de los personajes más representativos, en ese momento cultural y en esa atmósfera de racionalismo y humanismo admirables.
La enfermedad sagrada no es más ni menos divina que las demás dolencias; no tiene una condición privilegiada ni una procedencia especial en cuanto a su relación con lo divino. Eso quiere decir que no hay en ella nada de sobrenatural; si es divina lo será en la medida en que, como las demás enfermedades, proceda de una naturaleza a la que es inmanente un principio divino, como algunos filósofos presocráticos habían indicado.
Me parece que es muy atinado el comentario de M. Vegetti: «La apreciación de “todo divino y por tanto todo humano” en la naturaleza, tan típica del pensamiento hipocrático, denota menos un panteísmo de inciertos contornos, que la bien precisa conciencia de que la existencia de un mundo ordenado de causas puede bien reabsorber en sí, por este aspecto, lo divino (lo divino, se entiende, despojado de personalidad y, en cuanto tal, confinado o todo en la inmanencia o todo en la trascendencia), mientras que esa misma existencia ordenada y causal ofrece el mundo a la comprensión y a la actuación del hombre, de sus ciencias, de sus técnicas»[3].
Ésta es la actitud fundamental con que el autor de Sobre la enfermedad sagrada encara su explicación y propone su tratamiento. Esta enfermedad (noûsos, nósema) que es llamada comúnmente «sagrada» (he hierÈ kaleoméne), no tiene otra denominación sino ese apelativo tradicional que expresa claramente la errónea consideración popular, a la que el médico hipocrático opone una crítica radical. El término «epilepsia» —que es la denominación científica moderna— no se utiliza en griego en tal aplicación hasta época muy tardía. Epílepsis, en griego clásico, significa simplemente «ataque» (y en este sentido se utiliza en el escrito una sola vez, en el cap. 13). Quienes están atacados por el mal son epíleptoi (en otros textos se dirá epileptikoí); pero tampoco este término, que aparece repetidamente en estas páginas, tiene un valor concreto. La carencia de un nombre específico (para la epilepsia) puede notarse en un párrafo como el del capítulo 5, cuando se nos dice que tiene un origen hereditario, como otras dolencias, y el autor escribe: «Pues si de un flemático nace un flemático, y de un bilioso un bilioso, de un tísico un tísico, y de un esplénico un esplénico, ¿qué impide que cuando el padre o la madre tenían la enfermedad también la tenga alguno de sus descendientes?» Es decir, ¿qué impide que de un epiléptico nazca un epiléptico? Pero el autor recurre a una perífrasis porque no posee un término para «epiléptico»[4].
El médico hipocrático se refiere a la epilepsia, pero seguramente engloba en su concepto otras enfermedades con síntomas semejantes, al menos en la apariencia, es decir, que presentan ataques y temblores, desfallecimientos y desvaríos. Lo escandaloso y lo extraño de tales síntomas, así como la dificultad de explicar sus causas, han dado a la dolencia un halo singular, del que se han aprovechado los charlatanes y curanderos que pretenden curarla por medio de conjuros, purificaciones y rituales extravagantes. Según la concepción popular, el enfermo de esta extraña dolencia es un «poseído» por la divinidad, y la curación se convierte en una expulsión de esos influjos demoníacos por medio de conjuros (epaoideîsis) y purificaciones (katharmoîsi)[5]. Es la inexperiencia (apeiría) y la incapacidad de encontrar una explicación (la aporía) lo que funda el asombro ante el fenómeno, y así, «por inexperiencia y asombro, los hombres han considerado que era una cosa divina»[6]. Nuestro médico expone su desdén por esta actitud irracional, y propone una clara teoría como explicación natural de la dolencia y sus manifestaciones[7]. Con ella queda asegurada la victoria sobre la superstición en el plano de la teoría. (Desde luego, hoy esta explicación nos resulta notoriamente insuficiente. Y una vez más podríamos recordar aquí la carencia de instrumentación, el escaso desarrollo de la química, el torpe esquematismo de la circulación sanguínea aquí expuesto, etc.; pero no se trata de justificar lo ingenuo y atrasado del método y la solución hipocrática, sino de subrayar su empeño racional.)
En líneas esenciales, el proceso patológico que nuestro autor supone consiste en que la flema, que desciende del cerebro por los conductos venosos (phlébes y phlébia) que distribuyen por todo el cuerpo la sangre y el aire respirado, se hace más espesa y fría, y llega a embotar la circulación del aire necesario para la sensibilidad y la actividad (racional y locomotriz) de los varios órganos del cuerpo[8]. Sobre este esquema básico añade varias matizaciones, teniendo en cuenta condiciones como la edad de los pacientes, las condiciones atmosféricas, los cambios repentinos de temperatura, y el influjo de los vientos, además de la constitución de las personas (la dolencia aqueja a los flemáticos, no a los biliosos, según la antigua consideración humoral hipocrática[9]).
Las ideas fisiológicas de nuestro autor son claras y reflejan las de algunos importantes pensadores de la época. De un lado, tenemos la circulación de la sangre, junto con el pneûma o aire interior, por los conductos venosos mayores y menores (sin distinción de venas y arterias, sin reconocimiento del papel del corazón y los pulmones, etc.); de otro, la función central que desempeña, como órgano del pensamiento y la sensibilidad, el cerebro (enképhalon), que es el responsable de la vida psíquica y de las más graves dolencias cuando sufre alguna alteración en su funcionamiento. Rechaza la localización del pensamiento y las emociones en otros órganos, como el diafragma (phrénes) o el corazón, para reservarle al cerebro ese papel supremo, que se expresa claramente al funcionar como «intérprete de la intelección», receptor primero y capaz de los datos y estímulos (por decirlo en términos algo más modernos) que nos trae del exterior el pneûma que respiramos. El cerebro es el intérprete (hermeneús) y el aire, que luego circulará por las venas, el que suministra la información y el entendimiento (tÈn dè phrónesin ho aér paréchetai), según se dice en los capítulos 17-20[10]. Esta explicación, esquemática y materialista, del proceso intelectivo aprovecha algunas tesis de pensadores presocráticos. De Alcmeón de Crotona parece provenir la tesis de que el cerebro es el órgano central de la comprensión y la sensación, y, probablemente, la distinción entre la comprensión o entendimiento (sýnesis), que reside en el cerebro, y la sensación o sensibilidad (aísthesis), que, en cierta medida, poseen también otros miembros (y se concede que el corazón y el diafragma resultan especialmente sensibles). La teoría sobre el aire como vehículo del pensamiento parece proceder de la doctrina de Diógenes de Apolonia (casi contemporáneo de nuestro escritor, ya que su acmé se sitúa tradicionalmente hacia 430). Acaso también influyeran en el autor de Sobre la enfermedad sagrada algunas sugerencias del mismo Diógenes sobre la recepción de las sensaciones o sobre la circulación y distribución de los conductos venosos, temas por los que el presocrático mostró interés, pero no podemos precisarlas por el conocimiento insuficiente de su obra. Sin embargo, parece que Diógenes dijo que «lo hegemónico del alma está en la cavidad izquierda del corazón, que está llena de aire», según el testimonio de Aecio (IV 5, 7 = VS 64A 20). También parece estar cercano a nuestro autor el médico Abas (citado en el Anonymus Londinensis, VIII 35 y ss.), que «sostuvo la singular opinión de que las enfermedades se producen por purgaciones del cerebro… Cuando estas purificaciones se producen en una medida muy justa, el organismo está sano, cuando se dan en exceso, entonces enferma…»[11].
En fin, nuestro autor —en quien Wilamowitz y Pohlenz querían ver al joven Hipócrates[12]— aprovecha y sintetiza ideas de la physiología jónica y lo hace con un talante crítico. Por su léxico, su atención al ambiente externo y su racionalismo, este escrito se encuentra muy próximo a Sobre los aires, aguas, lugares, de modo que muchos estudiosos han tratado de adjudicar ambos tratados a un mismo autor, desde que Wilamowitz lo indicara en 1901. Entre éstos podemos citar a Regenbogen, Wellmann, Deichgräber, Diller y Pohlenz, y más recientemente se inclinan por esta tesis (señalando que no hay motivos concretos decisivos para la atribución, pero menos convincentes son los contrarios) Joly[13] y Grensemann[14] En contra de la misma están Fredrich, Edelstein, y Heinimann, y Jones (quien propuso una solución un tanto amistosa, apuntando que el autor de Sobre la enfermedad sagrada sería un discípulo, algo más retórico que el maestro, del redactor de Sobre los aires, aguas, lugares, lo que explicaría las coincidencias y la variedad de estilo)[15]. En cualquier caso, parece adecuado situar la redacción de nuestra obra alrededor del 430-420 a. C.[16]
NOTA TEXTUAL
Para nuestra versión hemos seguido el texto editado por H. Grensemann, Die hippokratische Schrift «Ueber die heilige Krankheit», Berlín, 1968.
Sin embargo, se han numerado los capítulos de acuerdo con la división más habitual (la de Jones), que difiere de la de Littré, Wilamowitz y Grensemann por subdividir el capítulo 1 en cuatro; de modo que el 2 de Grensemann, por ejemplo, corresponde al 5 de nuestra numeración. (Para el lector no plantea problema ninguno el encontrar una referencia: basta con restar 3 al número citado para hallar la correspondencia con la edición de Grensemann.) El motivo de esta predilección es el de una mayor comodidad y el deseo de evitar un capítulo 1 demasiado extenso por comparación al resto.
Por otro lado, la edición de Grensemann peca de una cierta hipercrítica textual y de una cierta propensión a corregir ciertos pasajes; por ejemplo, trata de suprimir algunas repeticiones, sin demostrar que las mismas no puedan proceder del autor del escrito, que a veces parece querer subrayar un pensamiento mediante esa repetición. Discrepamos de esta edición en varios puntos, en los que hemos preferido las lecturas tradicionales (de Littré y de Jones).
Anotamos a continuación aquellos en que lo hemos hecho así:
PASAJES | ED. GRENSEMAMN | TEXTO ADOPTADO |
1 | [οὐδέν τί μοι… πρόφασιν] ἀπορίης | Sin corchetes ἀπερίης |
[ὅτι καθαρμοῖσι τε… ἐπαιοδῇσι] | Sin corchetes | |
4 | [ᾔ τι ᾽ργον… εἰργασμένους] ῥύμμα | Sin corchetes ἔρυμα |
17 | λήθη | ἀηθίαι |
19 | [τῇ φύοει] | Sin corchetes |
CARLOS GARCÍA GUAL