SÁBADO 6 DE ABRIL DE 1963

Cuando el largo convoy de carga aminoró la marcha y tomó el camino a través de las playas ferroviarias de Pittsfield, Connecticut, Allie Wells saltó hacia los montones de carbonilla que se hallaban a los costados de las vías. El impulso lo precipitó y, mientras caía, su único pensamiento fue tratar de rodar para apartarse de los rieles. Había conocido un preso que estuvo con él en Indiana un tiempo atrás, y que perdió una pierna bajo las ruedas de un tren de carga.

El carbón le rasguñó las manos y le raspó el cuerpo a través del traje demasiado holgado, y fue a detenerse violentamente contra el pilar de acero de una pequeña señal luminosa amarilla, pero estaba lejos del tren, golpeado pero no herido. Permaneció allí durante un momento, tendido tratando de recuperar el aliento y mirando pasar los vagones con su bronco ruido en la oscuridad. Luego se movió, levantó la cabeza y miró a su alrededor.

— ¿Tony?—inquirió con suavidad—. ¡Eh, Tony!

Escuchó en respuesta una retahíla de juramentos. Allie se puso de rodillas. Una figura estaba acurrucada como a veinte yardas de distancia, la cabeza echada hacia adelante, tratando de ver lo que lo rodeaba. Allie se agazapó y se acercó a él.

— ¿Estás bien, Tony?

—La chaqueta... —replicó Tony blasfemando—. Se quedó atrapada en algo... y se me rompió la manga.

—Yo casi me rompo la espalda contra ese poste de señales.

—Este traje nunca me quedó bien. ¡De todos los malditos que pudiste robar...!

─ ¡Jesús, Tony! Estaba oscuro en la tintorería y no podía elegir las medidas.

—He advertido que para ti lo elegiste bien.

—El mío tampoco es de mi medida. No es mejor que el tuyo.

Tony, con la espalda hacia los retumbantes vagones, escudriñó el lugar con una actitud de animal alerta. No veía a nadie.

—Continúa agachado y sígueme —ordenó—. ¿Ves esos vagones allá? Vamos a ir más atrás de ellos.

—Está bien —replicó Allie, y se marchó alejándose algo del tren que corría a su espalda. El aire que producía era como un hálito helado en su nuca, y lo hizo estremecer. Tenía demasiado vivido el recuerdo del hombre con una sola pierna allá en la penitenciaría.

Tony se agazapó, saltando como un cangrejo a través de las vías vacías, hacia la silenciosa hilera de vagones de carga, situada a cincuenta yardas más allá. Allie lo siguió pegado a sus talones, y estaba jadeando cuando se encontraron a cubierto. La tensión nerviosa lo había agotado más que la carrera, pero nunca lo hubiera admitido ante Tony.

— ¿Has visto a alguien? —preguntó Tony.

—A nadie.

—Muy bien. Ahora tenemos que ver cómo salimos de aquí.

— ¿Y qué lugar es éste? Creía que íbamos a viajar hasta Boston.

—Cambié de idea —dijo Tony, cortante. Se echó sobre el estómago y miró por debajo de los vagones. Allie lo imitó, estirándose sobre el suelo húmedo y helado. El vagón de cola del convoy en que habían llegado se alejó, y al terminar de pasar dejó a la vista las plataformas de pasajeros, y detrás de ellas la gran estación de ladrillos a unas ciento cincuenta yardas más allá.

Allie descartó las plataformas por estar demasiado iluminadas y miró hacia otras partes en busca de una salida. Los rieles trazaban una curva, y por lo tanto todo lo que podían ver, mirando el tramo por donde había venido el tren, eran puentes y muros. Tal vez tuvieran que caminar por los rieles durante millas antes de encontrar una salida.

—Esto no me parece muy bueno, Tony —dijo—. Estamos como encajonados.

— ¿Crees que no me doy cuenta de cómo estamos? Déjame planearlo. ¿Ves la terminal de la plataforma más próxima? Allí está bastante oscuro. Nos dirigiremos allí, y luego salimos a través de la estación.

Allie estaba sorprendido.

— ¿Es que crees que con nuestras ropas... algún policía...?

—No digas tonterías. Nadie advierte nada... ni la mitad de lo que te imaginas. Nos buscan en Indiana.

Aquí no nos están buscando. Arréglate el traje y límpialo, y nos iremos a la plataforma. No corras. No hagas nada. Espera a que el hombre de la linterna que está allí se marche, y entonces haz lo mismo que yo haga.

Se incorporaron y Allie trató de ponerse presentable. Mientras lo hacía intentó imaginar qué aspecto tendría una persona presentable, a fin de apartar el miedo de su mente. Tony tenía apostura, pensó Allie. Tony tenía, después de todo, veinticinco años y había estado eludiendo a la policía desde los quince. Conocía las influencias ocultas tanto dentro como fuera de la cárcel. Tony era la estampa de la confianza, de pie ahí, observando al hombre con la linterna, arreglándose el traje, tratando de acomodar la manga para ocultar la rotura.

“Todo lo que tienes que hacer —le había dicho Tony a Allie cierta vez—, es actuar como si fueras el dueño del mundo, y nadie te molestará. Si te muestras asustado, pasarás de policía en policía, y ellos sabrán que tienes algo que ocultar".

—Está bien —murmuró Tony, por un costado de la boca—. Caminemos.

Se puso en marcha dando vuelta por el extremo de un vagón de carga y enderezó por los rieles hacia la distante plataforma. Allie lo siguió paso a paso, un poco más atrás, como debería hacerlo el que sigue a su líder.

—Deja de mirar a los costados —gruñó Tony, volviendo la cabeza para vigilarlo—. Actúa como si fueras de aquí.

Allie obedeció, pero se sentía como si la policía estuviera respirando a sus espaldas y como si un brazo uniformado de azul pudiera tomarlo desde atrás en cualquier momento. De no estar con Tony, habría corrido. Tony, sin embargo, era su héroe y no podía demostrarle que era un cobarde. La buena opinión de Tony fue todo lo que tuvo en el mundo, y moriría, si fuera necesario, para conservarla.

Subieron por el extremo de la larga plataforma de cemento y eso fue como si hubieran alcanzado una meta. Estaba vacía de un extremo al otro, salvo por las carretillas de los faquines, pero por lo menos era un lugar para gente. Doscientos pies más adelante había un portón hacia la rampa subterránea, que estaba iluminado por un letrero que decía "Salida", y los dos jóvenes avanzaron hacia ella. Tony caminó con un paso que no era apurado ni lento, pero decidido, y Allie tenía aún que luchar contra la urgencia de correr. Estaban ahora bajo las luces de la plataforma y cualquiera podía verlos.

En este momento un nuevo temor angustiaba a Allie. Suponiendo que un empleado del ferrocarril les preguntara de dónde venían... No había llegado ningún tren de pasajeros en el que pudieran haber viajado.

—Tony —murmuró—, ¿no te parece que deberíamos esperar?

— ¿Esperar, qué? Estamos saliendo de aquí.

Allie tragó. Se sentía tan notorio como un gato negro sobre la nieve.

Llegaron a la puerta sin inconvenientes, bajaron la escalinata, y dieron vuelta penetrando en el pasaje subterráneo. Al frente había una rampa que ascendía hasta una hilera de puertas que se abrían a la noche, y a mitad de camino un molinete que conducía a la sala de espera de la estación. Cuando comenzaron a avanzar, aparecieron tres empleados de la estación, bajaron por la rampa y ascendieron las dos primeras escaleras hacia otra plataforma. Tony caminó sin aminorar el ritmo, y Allie hizo un esfuerzo para imitar la despreocupación de su amigo, pero su corazón latía con fuerza.

Luego, desde otra escalinata apareció un empleado del ferrocarril, uniformado. Allie se puso tenso y casi se detuvo. Se obligó a avanzar mientras el hombre comenzaba a cambiar las señales de partida, pero estaba seguro de que el miedo se evidenciaba en su rostro. Continuó andando, los ojos fijos, sin ver, en las puertas de vaivén que tenía adelante, pero de pronto Tony cambió el paso. Se hizo más lento, casi indolente, y por fin se detuvo al lado del hombre uniformado que estaba colocando una señal de metal en su lugar.

— ¿Hay algún teléfono en la estación? —preguntó con audacia.

Allie continuó caminando un par de pasos y luego se demoró, tratando de pasar inadvertido. El hombre hizo un gesto con la cabeza a Tony.

—En el extremo de la rampa, directamente frente a sus ojos, hijo.

—Gracias —dijo Tony con corrección, sin humillación y sin condescendencia. Allie pensó que lo había hecho exactamente como lo haría cualquier persona.

—Aquí —le dijo Tony, tocando con el codo a Allie una vez más, indicando el camino hacia las tres cabinas. Cerró las puertas desde adentro con decisión.

—No vas a llamar a nadie ¿verdad? —inquirió Allie en un murmullo.

— ¿Cómo qué no? —se dirigió hacia la mesa donde estaba la guía telefónica sujeta con una cadena, y comenzó a hacer pasar las páginas bajo el pulgar.

—Salgamos de acá —murmuró Allie con urgencia—. No sometas nuestra suerte a demasiadas pruebas.

—Tengo que hacer un llamado —dijo Tony decidido.

— ¿Conoces a alguien en esta ciudad?

—La conoceré.

—Puedes llamar desde alguna otra parte.

— ¿Qué te pasa? ¿Eres un gallina? Nos buscan en Indiana, ya te lo dije.

Encontró la página y corrió el dedo a lo largo de la columna de nombres, hasta que se detuvo. Repitió dos veces el número, buscó en el bolsillo de su chaqueta demasiado amplia una moneda, y entró en una de las cabinas, cerrando la puerta.

Allie, afuera, cambiaba los pies de posición. Tenía conciencia de su ropa manchada, del pelo revuelto de que necesitaba afeitarse. Sus zapatos eran los zapatos polvorientos de un convicto, que se ataban por encima del tobillo, y todo lo que tenía debajo de su chaqueta era una camisa T, sucia. Tony, adentro de la cabina, estaba protegido, pero Allie estaba allí, expuesto y solo.

Se dirigió hacia la guía y se inclinó sobre las páginas, con la esperanza del avestruz, de que si él no veía a nadie, nadie lo vería a él. La columna comenzaba con la Y y continuaba hasta la Z, pero los nombres no tenían ningún significado para él.

La puerta de la cabina se abrió y Tony salió. —No contestan —gruñó, y se inclinó otra vez sobre la guía—. Melville Street 20 —dijo—. Muy bien, vamos.

Por fin dejaron atrás las puertas, y ahora se encontraban en la oscuridad fría, pero amistosa, de la noche, donde no importaban la barba crecida ni el pelo revuelto ni el traje sucio. Por primera vez desde que saltaran del tren carguero, Allie no sintió el sabor de su miedo. Inhaló el aire húmedo de la noche como si fuera algo nuevo y extraño, delicioso, y volvió a sentirse tranquilo una vez más.

— ¿Quién vive en Melville Street 20? —preguntó—. Qué te propones hacer, Tony?

Tony, por excepción, se mostró comunicativo. —Escucha, muchacho. No podemos seguir corriendo eternamente ¿verdad?

—Sí.

—Tenemos poco dinero. Lo que recogiste de la caja de la tintorería no durará una semana, aunque sólo comiéramos pan. Tenemos que hacer algo al respecto.

—Sí, pero pensé que nos dirigíamos a Boston.

—Yo también, hasta que vi el letrero de Pittsfield. Eso trajo algo a mi memoria. ¿Te acuerdas de Charlie Zeuss?

—No.

—Quizá lo transfirieron antes de que tú llegaras. Charlie, en verdad, trabajaba magníficamente. Él y yo teníamos la misma celda cuando llegué por primera vez, y ambos planeamos la fuga. A él lo trasladaron a San Quintín, y fue la causa de que no pudiera escapar, pero antes de eso, cuando dormíamos juntos y planeamos esta huida, me dijo que tenía una hermana en Pittsfield, Connecticut. Se proponía ir a su casa cuando escapara. Yo lo olvidé hasta que vi el letrero.

— ¿Eso quiere decir que vas a ver a la hermana?

—Quiero decir que no podemos andar por ahí con esta ropa. Tenemos que encontrar algo decente que ponernos, y tenemos que comer.

—Pero ella no te conoce.

—No. Pero yo conozco a Charlie. Lo hará por un compañero de Charlie.

— ¡Jesús, Tony! Yo no confiaría en ella. Podría delatarnos.

Tony le golpeó las costillas con el codo.

— ¿Qué es lo que crees? ¿Que soy un estúpido? No llamará a ningún policía. Tiene antecedentes casi tan frondosos como los de Charlie.

Allie se mordió el labio. El miedo volvía reptante.

—Pero no está en su casa... —insinuó con alguna esperanza.

—Tienes razón. No está. Pero nos sentaremos en el umbral de su puerta hasta que vuelva.