Director".


Jim lanzó un breve silbido.


–¿Has visto esto? -exclamó Francis-. ¡Disolvió el Consejo de Estudiantes! ¡Si esto sigue así, necesitaremos permiso hasta para rascarnos! ¡Este hombre se cree que somos presidiarios!

–Ahora que lo pienso… ¡Yo no traje ninguna camisa!

–Puedo prestarte una… pero lee nuevamente el artículo 3º… ¡ahí hay algo para preocuparte!

–¿Cómo? -Jim volvió a leerlo.

–Tendrás que ir a hablar con el profesor de Biología para solucionar la situación de Willis…

-¿Qué? -Jim no consideraba a Willis un animal y le resultó chocante la observación de su amigo-. Oh, no puedo hacer eso, Frank. ¡El pobrecito se sentiría muy desdichado!

–En tal caso tendrás que enviarlo de regreso a tu casa…

–¡No lo haré! – el muchacho pareció desanimado-. ¡No quiero hacerlo!

–¿Y entonces?

–No sé… ¡creo que no haré nada! Me limitaré a ocultarlo. Howe no sabe que lo tengo y no tiene por qué enterarse.

–Bueno… mientras nadie te espíe, puede que te salgas con la tuya…

–No creo que ninguno de los muchachos sea capaz de delatarme…

Volvieron a la habitación y trataron de quitar las pinturas de sus cascos, pero no tuvieron mucho éxito.

Estaban discutiendo el punto, cuando llegó un estudiante llamado Smythe.

–¿Quieren que les limpie los cascos? – preguntó.

–No es posible hacerlo… los colores han impregnado el plástico… -repuso Jim.

–Pues en tal caso estoy dispuesto a pintar los cascos y ponerlos como nuevos, por un cuarto de crédito… ¡Ya ven qué buen corazón tengo!

–¡Yo sabía que habría algo sucio en tu ofrecimiento! – exclamó Jim.

–¿Lo quieren o no? ¡Rápido! ¡Resuelvan! Mi público espera…

–¡Me parece que eres capaz de vender entradas para el funeral de tu abuela! – dijo Jim, sacando un billete de un cuarto de crédito del bolsillo y entregándolo a Smythe.

–¡Qué buena idea! ¿Cuánto crees que podría cobrar? – Mientras hablaba hizo aparecer un pequeño tarro de pintura plástica y un pincel. Con rapidez profesional pintó el casco de Jim y se volvió hacia Frank.

–¿Y tú? -inquirió-. ¿Qué dices, Sutton? ¿Te pinto el casco o no? Se secará en cinco minutos…

–¡Está bien, sanguijuela! ¡Hazlo!

–¿Te parece bonito hablarle así a tu benefactor? – exclamó con acento ofendido Smythe-. Aquí estoy, sacrificándome por ustedes…

–Chupándonos la sangre, querrás decir, – lo interrumpió Jim-. Oye, Smitty… ¿qué piensas de las nuevas reglas impuestas por el Director? ¿Aguantaremos o conviene protestar?

–¿Protestar? ¿Por qué? – Smythe pintó el casco de Francis y guardó sus herramientas-. En cada situación semejante existe la posibilidad de que las personas inteligentes hagan un buen negocio. Todo consiste en saberlo ver. No hablen con nadie del asunto de mi abuelita… Si la buena anciana se entera del negocio, querrá que le dé participación. ¡Se vuelve loca cuando oye el sonido del dinero!

Cuando los dos muchachos fueron a la dirección, encontraron que una larga fila de condiscípulos los precedía. Howe los fue recibiendo en grupos de a diez, revisando cascos y máscaras y endilgándoles la misma lección.

–Espero que con esto hayan aprendido a mantenerse alerta… De haber leído a primera hora el boletín diario, hubieran estado en condiciones de pasar perfectamente bien la revisación semanal. En cuanto a la orden de mantener los cascos con su color original, es para que comprendan que ha pasado la etapa infantil de salvajismo a que estaban acostumbrados. No hay motivo alguno para que los colonos sean rudos o mal educados. Yo, como Director de esta institución, considero imprescindible que abandonen esas maneras vulgares y aprendan a ser caballeros refinados. El principal propósito de toda educación integral es la formación del carácter. Yo creo hallarme en excelentes condiciones para dirigir este instituto, pues durante doce años fui profesor en la Academia Militar de las Montañas Rocosas, de la Tierra…

Jim había entrado en el despacho del Director dispuesto a recibir la reprimenda sin protestar, pero el acento de superioridad despectiva conque hablaba Howe lo sacó de quicio.

–Señor Howe… -exclamó.

–¿Cómo? ¿Qué desea?

–Esto es Marte, no la Tierra… y este Colegio no es una Academia Militar.

Por un momento pareció que la sorpresa y cólera que demostraba el señor Howe le provocarían un ataque de apoplejía. Tras un esfuerzo violento sobre sí mismo, logró contenerse y dijo entre dientes:

–¿Cómo se llama usted?

–Marlowe, señor. James Marlowe.

–Para usted sería mucho mejor que esto fuera efectivamente una Academia Militar, Marlowe… -Howe se volvió hacia los demás-. Pueden marcharse. Las penitencias quedan sin efecto. Marlowe… no se retire con los otros. Tenemos que hablar en privado.

Cuando todos hubieron salido, el Director del Colegio dijo:

–No hay nada más ofensivo en este mundo que un chico mal educado. Y lo peor de todo es cuando se trata de un ingrato que no sabe ocupar el lugar que le corresponde. Usted goza de una excelente educación, que recibe gracias a la bondad de la Compañía Comercial Marciana. Está muy mal que falte el respeto al funcionario encargado precisamente por la Compañía de supervisar su instrucción y bienestar. ¿Lo comprende?

Jim no contestó.

–¡Vamos! ¡Hable! – dijo secamente Howe-. ¡Admita su equivocación, pida disculpas! ¡Sea hombre!

Jim se mantuvo silencioso.

El Director tamborileó con los dedos sobre el escritorio.

–¡Muy bien! – dijo por fin-. Vaya a su habitación y piénselo. ¡Tiene todo el fin de semana para meditar a solas!

Cuando el jovencito regresó al dormitorio, Francis lo estaba esperando.

–¡Muchacho! – le dijo, meneando la cabeza con admiración-. ¡Yo siempre dije que eras un aventurero!

–Bueno… ese hombre necesitaba que alguien se lo dijera.

–¡Efectivamente! Pero dime… ¿qué planes tienes? ¿Piensas cortarte el cuello o simplemente entrarás a un monasterio? Creo que hasta ser tu compañero de pieza puede resultar peligroso…

–¡Maldito seas! Si así lo crees, puedes tratar de conseguir otro dormitorio…

–Tranquilízate… no voy a abandonarte en la boca del lobo…

Frank sonrió mientras hablaba. Jim se sentó sobre su cama.

–Me parece que no me aclimataré a este sitio… -dijo-. No me gusta que me traten injustamente…

–No sé qué decirte…

–Mira…: a ninguno de los muchachos le gusta la forma en que Howe lleva las cosas. Tal vez si nos unimos, el asunto mejore…

–Me parece difícil. Tú eres el único que tiene coraje para enfrentarlo. ¡Ni siquiera yo me atreví a decir nada, y sin embargo estaba totalmente de acuerdo contigo!

–Supongamos que escribiéramos a nuestros respectivos padres…

Francis hizo un gesto negativo.

–Si Howe llegara a enterarse, te comería crudo… Además, ¿qué podrías decir en una carta? Estas cosas contadas son menos reales que vividas. Yo sé lo que pensaría mi padre de todo esto…

–¿Qué?

–Papá siempre me contaba historias sobre la escuela en que se educó y lo difícil que era seguir adelante… creo que está orgulloso de haber resistido. Si me quejo porque Howe no nos permite tener bizcochos en nuestro dormitorio, se reiría de mí.

–¡Demonios, Frank! ¡Tú sabes que no es por eso solamente! Se trata de todo lo demás… Howe cree que somos criminales…

–¡Claro… claro! Pero trata de substanciar una acusación que no resulte ridícula al ser contada a distancia.

A medida que pasaban las horas las palabras de Francis resultaban proféticas. Poco a poco comenzaron a desfilar otros estudiantes, algunos para estrechar la mano de Jim y felicitarlo por su comportamiento, la mayor parte para ver de cerca al extraño personaje que se había atrevido a disputar con el Director de la Academia.

Jim comprendió que a nadie le gustaba el nuevo Director, pero ninguno se sentía capaz de unirse a una causa que parecía condenada al fracaso de antemano.

El domingo Francis salió a pasear por Syrtis Menor; Jim quedó a solas, estudiando y conversando con Willis.

A la hora de cenar Frank regresó con un paquete, que entregó a su amigo.

–Te he traído un regalo -le dijo.

–¡Gracias, viejo! ¿Qué es?

–Ábrelo y verás.

Era un disco recién llegado de la Tierra en el Albert Einstein; un tango titulado "Adiós, muchachos".

Francis había recordado el entusiasmo que experimentaba habitualmente su amigo por la música sudamericana. Colocando el disco en la victrola, Jim se preparó a escucharlo.

–¡Espera un momento! – exclamó Frank-. ¡Están llamando a cenar!

Cuando terminó de comer, Jim volvió al dormitorio y escuchó varias veces el tango. Antes de que las luces se apagaran volvió a ponerlo en la victrola y lo oyó suavemente.

Hacía quince o veinte minutos que reinaban las tinieblas en los dormitorios, cuando "¡Adiós, muchachos!" volvió a resonar claramente.

–¡Jim! – exclamó Frank, sentándose de golpe en la cama-. ¿Estás loco?

–¡Debe de ser Willis! – repuso el muchacho.

–¡Eh, Willis! ¡Cállate! – exclamó.

Willis probablemente ni siquiera lo oyó. Estaba en el centro de la habitación, marcando el compás con dos pseudopodios y cantando con acompañamiento orquestal y acústica perfecta:

"Adiós muchachos, compañeros de mi vida.… "

Jim lo alzó.

–¡Suficiente, muchacho! – dijo.

Pero Willis prosiguió cantando a los gritos.

La puerta se abrió de un empellón y apareció el Director de la Academia con mirada triunfal en los ojos.

–¡Tal cual lo imaginaba! – exclamó-. ¡Ninguna consideración por los derechos del prójimo! ¡Cierre ese transmisor y considérese sin salidas durante todo el mes próximo!

–"… barra querida, de aquellos tiempos…" -continuó cantando Willis. Jim trató de ocultarlo con su cuerpo.

–¿No has oído mi orden? – rugió Howe-. ¡Cierre la victrola!

Avanzando hacia el mueble, cerró el conmutador del combinado. Pero como estaba ya cerrado, lo único que consiguió fue quebrarse una uña. Con furia suprimió una expresión muy poco didáctica que estaba a punto de salir de sus labios y se mordió la uña rota.

–"….mi cuerpo enfermo no resiste más!" -decía Willis con el mayor entusiasmo,

Howe giró sobre sí mismo y avanzó hacia Jim.

–¿Qué trata de ocultar? ¿Cómo puede hacer sonar esa victrola sin cables? ¿Qué es eso? – la última pregunta partió de los labios del Director al ver a Willis.

–¿Qué? ¿Eso? Es Willis -contestó Jim con acento desdichado.

Howe no era totalmente estúpido; gradualmente comprendió que la música aquella surgía de esa pelota de basketball… que no era después de todo una pelota.

–¿Y qué es Willis, si me permiten preguntarlo? – inquirió lentamente.

–Bueno… algo así como un marciano -tartamudeó Jim-. No de los que estamos acostumbrados a ver en las ciudades. Pero es un ser inteligente… no un animal.

Willis dijo:

–¡Buenas noches! – con voz de contralto y quedó por un momento silencioso.

–¡Nunca oí hablar de esta clase de marcianos! – gritó Howe.

–Bueno… poca gente los ha visto. Creo que son algo escasos.

–A mí me parece más bien una especie de papagayo marciano…

–¡Oh, no!

–¿Qué quiere decir con eso?

–Lo que ya le dije antes. Es un ser inteligente… no es un animal. ¡Además es mi amigo!

Howe recordó el motivo de su visita y carraspeó.

–Usted vio mi orden sobre la tenencia de animales en los dormitorios.

–¡Pero Willis no es un animal! – replicó Jim alzando la voz.

–¿Qué es?

–¿No comprende? Somos amigos… no me pertenece. Viene conmigo porque me quiere. ¡Willis es… es Willis!

Willis escogió ese momento para reproducir la conversación sostenida después de la primera vez que Jim tocara el tango en la victrola.

–¡Cuando escucho esta música me olvido hasta de ese viejo cascarrabias de Howe! – dijo con la voz de Jim.

Luego agregó con la voz de Francis-: Lamento no haberle dicho lo que tú te atreviste a decirle ayer en su despacho. Me parece que Howe tiene complejos de infancia… por eso es tan retorcido.

Howe palideció y alzó una mano como para pegar a alguien; luego la bajó, incierto de sus acciones. Willis, asustado, escondió todas sus protuberancias y pseudopodios.

–¡Esto es un animal! – dijo duramente y agachándose recogió a Willis, dirigiéndose con él hacia la puerta.

Jim corrió tras él.

–¡Oiga, señor Howe! ¡Usted no puede llevarse a Willis! – exclamó.

El Director se volvió.

–¿Ah, no? Acuéstese y mañana por la mañana preséntese en mi oficina.

–Si llega a lastimar a Willis, yo… yo…

¿Usted qué? Vuélvase a dormir. No tema por su animalito. Nada le ocurrirá.

Sin detenerse para ver si su orden se cumplía, salió cerrando tras él.

Jim permaneció inmóvil en su sitio, con el rostro bañado en lágrimas de ira e impotencia. Frank se le acercó y le pasó una mano sobre los hombros.

–No te preocupes… lo peor que puede ocurrir es que te veas forzado a enviar a Willis a tu casa mañana por la mañana.

Jim permaneció un momento silencioso y luego asintió lentamente.

–Supongo que tienes razón.

–¡Claro que sí! Es lo que diría el doctor McRae. Ahora vete a dormir.

Pero ninguno de los dos durmió mucho aquella noche; al amanecer Jim tuvo una pesadilla y soñó que Howe era un marciano que estaba enrollado y a quien quería sacar de su posición, pese a que sabía que no le resultaría muy conveniente hacerlo.

Al día siguiente apareció un nuevo aviso en el boletín.


"IMPORTANTE:


Siendo bárbara y totalmente inútil la costumbre de portar armas en las zonas donde no existe peligro alguno por parte de la fauna marciana, la Dirección de esta Academia prohibe a los alumnos en forma total el uso de pistolas, que hasta ahora fueran autorizadas. Los estudiantes deben depositar sus armas en la armería del instituto antes del fin del día de la fecha.



(firmado): M. Howe


Director


Jim y Frank leyeron la noticia con profunda sorpresa.


–No comprendo -dijo Jim-. ¿Por qué tenemos que molestarnos hasta el extremo de depositar las armas y retirarlas cada vez que se nos ocurra salir de aquí? Al fin y al cabo casi todos tenemos permiso para portarlas…

Frank lo pensó un momento.

–¿Sabes lo que pienso? – dijo por fin.

–No. ¿Qué?

–Creo que ese tipo nos tiene miedo. ¡Y sobre todo a ti!

–¿A mí? ¿Por qué?

–Por lo que ocurrió anoche. Lo miraste con cara de asesino… creo que te tiene miedo y quiere quitarte toda posibilidad de hacerle daño.

–¡Hum! En tal caso es una suerte que nuestras pistolas no estén por el momento en la armería…

–¿Y qué piensas hacer con la tuya?

Jim meditó un momento.

–No estoy seguro, pero sé que a mi padre no le gustaría que yo entregara mi arma. Sería deshonroso. Estoy autorizado a llevarla y presté juramento.

Durante el almuerzo Francis tuvo una idea al respecto y habló en voz baja con Jim, que asintió sonriendo.

Esa tarde buscaron a Smythe y lo llevaron al dormitorio.

–Mira, Smitty -dijo Jim-. Yo sé que tú tienes muchas habilidades… eres un hombre de recursos…

–Hum… ¿Qué necesitas?

–¿Viste la noticia que apareció esta mañana, verdad?

–Ajá.

–¿Piensas entregar tu pistola?

–Ya está en la armería. Nunca llevo armas pues con mi prodigioso cerebro me basta.

–En tal caso no tienes problemas. Supongamos ahora que quieres ocultar un par de paquetes. ¿Tienes un sitio seguro, realmente seguro, donde dejarlos? Piénsalo bien.

–Esta clase de servicios tiene honorarios muy elevados…

–¿Cuánto?

–No puedo hacerlo por menos de dos créditos semanales.

–¡Ladrón! – exclamó Francis.

–Bueno, considerando los amistosos sentimientos que los animan, les cobraré ocho créditos por año.

–Demasiado dinero.

–Digamos seis. Pero no rebajo ni un centavo. Tienen que pagarme el riesgo que corro.

–De acuerdo -asintió Jim antes de que Frank pudiera continuar regateando.

Cuando salió del dormitorio, Smythe llevaba consigo un paquete que al llegar no tenía.


Cap. 5

La memoria de Willis


El Director Howe hizo esperar a Jim treinta minutos antes de recibirlo. Cuando finalmente pudo pasar, el jovencito advirtió que Howe estaba muy satisfecho consigo mismo.

–¿Sí? ¿Usted pidió una entrevista?

–Usted me dijo que lo viera, señor…

–¿Yo? ¿Cómo se llama, alumno…?

El condenado conoce perfectamente mi nombre -pensó Jim con furia salvaje-. Está tratando de sacarme de quicio.

Luego, recordando los consejos de Francis, hizo un esfuerzo y dominándose contestó:

–James Marlowe, señor.

–Ah, sí, Marlowe… ¿Qué quería decirme?

–Usted me dijo que lo viera para arreglar el asunto de Willis.

–¿Willis? Ah, sí… el animalito marciano. Un espécimen científico de gran interés.

–He venido a buscarlo para enviarlo de regreso a casa.

Howe sonrió más ampliamente.

–¿Ah, sí? ¿Y tendría la bondad de explicarme cómo piensa mandar ese animal hasta su casa, si tiene prohibido salir del edificio del Colegio durante los próximos treinta días?

Jim creyó oír la voz de Frank, advirtiéndole que se mantuviera calmo. Así lo hizo.

–Está bien, señor. Lo enviaré por medio de alguno de mis condiscípulos. ¿Me entrega a Willis, por favor?

Howe se echó hacia atrás y cruzó las manos sobre el estómago.

–Esto se está tornando muy interesante, Marlowe. Anoche usted declaró enfáticamente que Willis no es un animal doméstico de su pertenencia.

–¡Es claro!

–Lo que es más, dijo que se trataba de un amigo suyo, ¿verdad?

–Así es. – Jim dudó un momento. Se daba cuenta que se trataba de una trampa, pero no alcanzaba a percibir los alcances de las palabras del Director del Instituto.

Howe volvió a inclinarse hacia adelante.

–Pues bien… ¿Con qué derecho reclama usted a esa criatura, si ha reconocido que no le pertenece?

–Pero… pero… -el muchacho se interrumpió por falta de palabras con que continuar hablando-. ¡Usted no puede hacerme esto! ¡No tiene ningún derecho de mantenerlo encerrado!

Howe unió cuidadosamente la punta de los dedos.

–Ése es un punto que aún falta determinar… Si bien usted ha aclarado que no es el dueño de Willis, puede resultar que después de todo se trate de un animal doméstico, por lo que al haber sido hallado en el Colegio, sin que nadie declare tener derechos sobre él, la Academia puede reclamarlo como propio para estudiarlo como espécimen científico.

–¡Pero… usted no puede hacerme esto! ¡No es justo! ¡Si Willis pertenece a alguien, es mío! Usted no tiene derecho de…

–¡Silencio! – Jim se calló. Howe prosiguió hablando con mayor tranquilidad-. No me diga qué debo o no hacer. Recuerde que yo estoy aquí in loco parentis (3). Cualquier derecho que usted pueda tener, ha sido transferido a mí, como si fuera su propio padre. Esta tarde hablaré con el Representante General de la Compañía y resolveré al respecto.

La frase en latín confundió algo al muchacho, pero las intenciones de Howe eran suficientemente claras como para pasarlas por alto.

–¡Voy a hablar con mi padre de esto! – exclamó Jim indignado-. ¡Usted no se saldrá con la suya!

–¿Amenazas, eh? – el Director sonrió agriamente-. Lamento verme forzado a prohibirle el uso del teléfono. No pienso permitir que los alumnos llamen a sus casas cada vez que los corrijo. Si quiere, escriba una carta a su padre y cuéntele lo que pasa. Pero le aconsejo que antes de enviarla, se ponga en contacto conmigo y me la haga leer. Ahora puede retirarse.

Francis aguardaba en el exterior del despacho.

–Bueno… -dijo-. No veo manchas de sangre…

–¡Oh, ese miserable…!

–Las cosas no marchan, ¿eh?

–Frank, no quiso devolverme a Willis.

–¿Lo enviará él mismo a tú casa? Yo te dije que no te dejaría tenerlo…

–¡No es eso! ¡Piensa retenerlo para la Academia, como espécimen científico! – Jim pareció a punto de echarse a llorar-. ¡Pobrecito Willis! ¡Tan tímido y bueno! ¿Qué haremos, Frank?

–No alcanzo a comprender… -murmuró Francis lentamente-. ¡No puede retener a Willis para siempre! ¡Es tuyo!

–Ha estado pensándolo mucho y no acepta que yo tenga derecho alguno sobre Willis… ¡ese hombre es un canalla!

(3) En lugar del padre. (N. T.)

Mientras hablaban habían llegado al dormitorio. Jim entró y se detuvo asombrado. Todo estaba en desorden.

–¿Qué pasó? ¿Resolviste destrozar la habitación? – preguntó a su amigo.

–¿Por el desorden reinante? No… ocurre que vinieron dos de los pajarracos de Howe y revolvieron todo. Buscaban nuestras pistolas. Yo me hice el tonto.

–¿Conque esas tenemos, eh? Está bien. ¡Tengo que buscar a Smitty!

–¡Un momento! – Francis pareció sentirse preocupado-. ¿Qué estás planeando hacer?

–Voy a conseguir mi pistola y después visitaré a Howe. ¡Rescataré a Willis a cualquier precio!

–¡Jim! ¡Estás loco!

El muchacho no contestó, pero se dirigió hacia la puerta; Frank estiró un pie y le tiró una zancadilla. Cuando su amigo cayó de bruces, se zambulló sobre él y le hizo una llave semi-Nelson, torciéndole el brazo derecho tras la espalda.

–Ahora te quedarás así hasta que hayas reaccionado.

–¡Suéltame!

–Cuando estés más tranquilo.

Jim no contestó.

–Está bien. Yo puedo quedarme sentado sobre tu espalda todo el tiempo que sea necesario… -Jim trató de resistir, pero Francis le retorció el brazo hasta hacerlo gritar, forzándolo a quedarse quieto-. Tú eres un excelente tipo pero te excitas y no piensas. Tranquilízate… si vas y asustas a Howe, puede que te devuelva a Willis. Pero… ¿Cuánto tiempo lo tendrías? ¿Crees que mucho? La policía de la Compañía te lo volvería a quitar y te encerrarían. Esto sin contar los pesares que provocarías a tu familia. Reflexiona…

A estas palabras siguió un prolongado silencio. Luego Jim murmuró:

–Está bien. Tienes razón.

–¿Estás seguro?

–Sí.

–¿Palabra?

–Palabra.

Francis soltó a su amigo; Jim se reincorporó, frotándose el brazo derecho.

–¡No tenías necesidad de retorcerme el brazo con tanta fuerza!

–Tú eres el menos indicado para quejarte. Tendrías que agradecerme. Ahora busca tu cuaderno de apuntes: llegaremos tarde a la clase de química.

–No pienso ir.

–Eres un tonto. No creo que valga la pena hacerse aplazar en una materia porque estés enojado con el Director.

–No es eso, Frank. No puedo continuar en este Colegio. Me marcho.

–¿Cómo? ¡No te apresures así! Comprendo cómo te sientes, pero recuerda que en Marte no hay otro colegio, y tu familia no puede darse el lujo de enviarte a la Tierra a cursar estudios secundarios.

–Entonces no estudiaré. No puedo quedarme aquí. Permaneceré el tiempo necesario para sacar a Willis de su encierro y llevármelo a casa conmigo.

–Bueno… -Francis se rascó la coronilla-. Después de todo, mientras resuelves cuándo te marcharás, puedes continuar asistiendo a clase y…

–¡No!

Francis pareció preocupado.

–¿Me prometes esperarme aquí hasta que yo vuelva del laboratorio?

–¿Por qué tienes que preocuparte?

–¡Prométeme o no voy!

–¡Está bien, está bien!

–¡Hasta luego!

Cuando regresó, Francis encontró a Jim acostado boca abajo.

–¿Duermes?

–No.

–¿Planeaste algo?

–No.

¿Deseas algo?

–No.

–¡Oh, qué conversación interesante que tienes!

–Lo siento.

Durante el resto de la tarde no tuvieron ninguna noticia de Howe. Al día siguiente Francis logró que Jim asistiera a clases, con el pretexto de que no convenía que llamara la atención.

El martes también transcurrió sin que Howe diera señales de vida. Esa noche, unas dos horas después que las luces habían sido apagadas, Frank oyó que algo se movía en el dormitorio.

–¡Jim! – llamó en voz baja.

Nadie contestó. Francis extendió la diestra y encendió las luces. Jim estaba junto a la puerta, totalmente vestido.

–¿Qué pretendes? – se quejó Francis-. ¿Matarme de un susto?

–Lo siento.

–¿Qué ocurre? ¿Qué haces fuera de la cama?

–Nada. Vuélvete a dormir.

Frank se levantó.

–¡Oh, no! Cuéntale a papá… ¿Qué piensas hacer?

–No quiero verte mezclado en este asunto, Francis… vete a dormir.

–¿Crees que eres suficientemente grande como para obligarme? Vamos… déjate de tonterías y habla.

Sin muchos deseos de hacerlo, Jim explicó a su amigo el plan que había trazado. Suponía que el Director tenía encerrado a Willis en su despacho; él pensaba ir y tratar de rescatar al pequeño ser.

–¡Ahora vete a dormir! Si alguien te pregunta algo, no sabes absolutamente nada -concluyó diciendo.

–¿Y dejarte solo en este lío? ¡Nunca! – Francis comenzó a revolver el ropero.

–¿Qué buscas?

–¿Nunca oíste hablar de las impresiones digitales? – diciendo esto, Francis sacó un par de guantes de laboratorio y los extendió a su amigo-. Póntelos…

–¡Bah! Total Howe sabrá de entrada quién robó a Willis.

–Sí, pero no podrá demostrarlo. Toma…

Jim obedeció y se calzó los guantes, con lo que estaba aceptando tácitamente la colaboración de Frank.

Tras violar una cerradura con el cortaplumas que Francis llevaba, penetraron en la antesala del despacho de Marquis Howe. Pero la segunda puerta estaba dotada de cerrojos a prueba de cortaplumas.

–Bueno… creo que la fiesta ha terminado, Jim -murmuró Frank.

–¿No puedes cortar un panel de la puerta?

–Más fácil sería perforar la pared… -el muchacho probó la punta del pequeño cuchillo en el plástico. Jim se inclinó y observó el tejido de alambre que daba salida al aire acondicionado y que evidentemente conectaba con el despacho de Howe. Arrodillándose, el jovencito acercó la boca al pequeño enrejado y llamó:

–¡Willis!¡Eh, Willis!

–¡Cállate! – exclamó Francis, a su lado-. ¿Quieres que nos descubran?

Pero desde la habitación contigua llegó la voz del pequeño ser, algo velada por la pared.

–¡Oh, Jim! ¿Qué dices, chico?

–¡Es Willis! – dijo Jim-. Lo tienen encerrado en algún sitio!

–¡No cabe duda alguna!-repuso Francis-. Vamos a dormir, ¿eh?

–¡Vete a dormir tú! ¡Yo me quedaré aquí hasta sacar a Willis y llevármelo conmigo!

–¡Lo malo contigo, Jim, es que nunca sabes cuándo estás liquidado! ¡Vamos!

–¡No! ¡Shhh! ¿Oyes algo?

–Sí… parece que Willis está tratando de escapar. Pero no puede hacerlo. ¡Vamos!

–¡No!

El sonido se fue haciendo más próximo. Era como si alguien rasqueteara la pared. De pronto se oyó un ¡plop! suave y algo silencioso corrió por el piso de plástico de la habitación contigua.

–¿Jim? ¡Oye, chico!

–Sí, Willis… ¿Qué ocurre?

–¿Jim se llevará a Willis a casa?

–Sí, pero primero tenemos que sacarte de allí.

–Willis saldrá -la afirmación era absoluta y positiva.

Jim se volvió hacia su amigo.

–¡Está del otro lado del enrejado del aire… si conseguimos una palanca podremos arrancarlo y abrirle paso!

–No tenemos absolutamente nada que pueda servirnos para eso. Volvamos al dormitorio antes de que nos descubran. – Francis se interrumpió- ¡Eh! ¿Qué está haciendo ahora Willis?

El sonido era cada vez más claro. De pronto en torno al enrejado comenzó a trazarse un fino círculo y sin solución de continuidad apareció el cuerpo esférico de Willis. De él surgía un pseudopodio de veinte centímetros de largo por dos de ancho, que aparentemente le había servido para cortar el plástico de la pared.

Los dos muchachos se atragantaron.

–¿Qué diablos es eso? – alcanzó a exclamar Frank.

–¡Que me cuelguen si lo comprendo! ¡Es la primera vez que veo algo así!

El extraño miembro desapareció en el cuerpo del pequeño ser, que saltó a los brazos de Jim.

–¡Jim abandonó a Willis! – dijo con tono acusador-. ¡Jim se fue!

–Sí, pero ahora se quedará con Willis.

–¡Bueno!

Jim acarició a Willis. Francis carraspeó.

–Sería una buena idea regresar al dormitorio -dijo.

Así lo hicieron a toda marcha y sin inconvenientes.

Acababan de cerrar la puerta, cuando Willis exclamó:

¡Buenas tardes!

–¡Cállate, Willis! – ordenó Jim. Pero el pequeño ser continuó, hablando con distinto tono de voz.

¡Buenas tardes, Mark! ¡Siéntate, muchacho, siéntate!

–Yo he oído esa voz -dijo Francis sorprendido.

Gracias, general -esta vez se trataba de la voz de Howe-. ¿Cómo está usted, señor?

Bastante bien para un viejo… -contestó la otra voz.

–¡Ya sé! – exclamó Frank-. ¡Es Beecher, el Representante General de la Compañía!

–¡Calla! – lo interrumpió Jim-. Puede ser interesante oír la conversación…

¡Tonterías, general! ¡Usted no es viejo!

¡Muy amable de su parte, muchacho, muy amable! ¿Qué traes en esa caja? ¿Contrabando?

Willis reprodujo exactamente la risa forzada y antipática de Howe.

Difícilmente, general. Se trata de un espécimen científico que confisqué a uno de los estudiantes.

Se produjo una nueva pausa y luego la voz cascada del Representante de la Compañía exclamó:

¡Por Dios, muchacho! ¿Sabes lo que tienes en tu poder? -el acento era entusiasta.

Sí, un ejemplar de Areocephalopsittacus Bron…

¡Suprime el latín! Es un "cabeza redonda de Marte", ¿verdad? ¿Crees que puedes comprarlo al dueño, Mark?

La voz de Howe se tornó cautelosa.

Precisamente comprarlo, no… -luego explicó su teoría sobre la posesión de Willis. El general lanzó una estruendosa carcajada.


Parece que tu tío te explicó bastante bien las cosas de la vida antes de mandarte a Marte, ¿eh? -luego la voz se serenó-. ¡Este animalito puede reportarnos sesenta o setenta mil créditos de ganancia, si lo entregamos al Zoológico de Londres, Mark!

–¿En serio? Creo que la Compañía se sentiría muy interesada, ¿verdad?

¡Vamos, muchacho! ¡No serás tan ingenuo como para creer que la Compañía se inmiscuye en los asuntos privados de sus funcionarios!

La voz de Howe era cautelosa y fría.

¿Podríamos venderlo nosotros, considerándolo un asunto particular, general? -preguntó.

El Representante de la Compañía Comercial Marciana lanzó otra estruendosa carcajada.

¡Muy hábil, muchacho, muy hábil! Hablaré con tu tío para que te ponga, al frente de una Agencia de la Compañía… después de todo, cuando apliquemos la política de no-migración, este Colegio perderá su importancia y se reducirá…

Frank y Jim se miraron inquietos.

–¿Qué querrá decir…? – comenzó el primero, pero

Jim lo interrumpió de un codazo.

–¡Shhh!

¿Qué hay de nuevo al respecto? -preguntó la voz de Howe, con acento de amable interés.

Hoy recibí un mensaje cifrado de tu tío. La Colonia Sur se quedará donde está todo el invierno. Los dos próximos cargamentos de colonos que lleguen de la Tierra serán enviados directamente a la Colonia Norte. Allí tendrán doce meses para aclimatarse al invierno marciano. ¿De qué te ríes?

-De nada importante, señor. ¡Pensaba en la cara que pondrá uno de los alumnos, un mal educado de apellido Kelly, que me amenazó con las represalias que tomaría conmigo su padre cuando la Colonia Sur emigrara al Norte! Cuando le diga que su padre se quedará en la Colonia, sufrirá una…

¡Un momento, muchacho! ¡No vas a decirle absolutamente nada!

¿Cómo?

Tu tío no quiere que haya problemas con los colonos. Nadie debe saber que se ha suspendido la migración de este año, hasta que no sea posible resistir a los planes de la Compañía… Los colonos se opondrían, si bien sabemos que el invierno marciano puede pasarse perfectamente sin peligro alguno, con sólo permanecer a cubierto del clima exterior. Mi plan es posponer la migración dos semanas y luego volverla a posponer. Cuando por fin pueda anunciar el cambio de planes, los colonos no estarán en condiciones de reaccionar, pues los hielos los bloquearán durante casi doce meses.

¡Un plan muy ingenioso!

¡Gracias muchacho! Es la única forma de manejar a estos colonos. Tú no has estado el tiempo necesario para juzgarlos como yo. Son en su mayor parte neuróticos emocionalmente inestables, fracasados en la Tierra. ¡Si no se tiene mano firme con ellos, son capaces de enloquecer a cualquiera! No parecen comprender que todo cuanto son se lo deben a la Compañía… Por ejemplo, si los dejamos a ellos, insistirán en seguir el camino anual del Sol, como si fueran millonarios… ¡a expensas de la Compañía!

Haciendo una breve pausa, Willis cambió de tono y adoptó la voz de Howe.

Estoy de acuerdo en todo, general. ¡Si sus hijos son una demostración en escala reducida del carácter de los colonos, imagino que se trata de patanes incorregibles!

¡Exactamente! -asintió la voz de Beecher-. A propósito… ¿No quieres dejarme él espécimen ése? Así no correremos peligro de que pase algo…

No es necesario -la voz de Howe se tornó algo seca-. En mi despacho estará seguro.

Luego se produjeron las despedidas y Willis dejó de hablar.

Frank lanzó una salvaje maldición.


cap. 6

Fuga


Jim sacudió a su amigo del hombro.

–Tranquilízate y ayúdame -exclamó-. Va a hacerse demasiado tarde si no me apresuro.

–Me gustaría saber cómo le sentaría un invierno en Charax -dijo Francis suavemente-. Tal vez se sentiría encantado de pasar once o doce meses bajo techo, o salir al exterior con cien grados bajo cero de temperatura.

–¡Claro, claro! – asintió Jim-. Ayúdame y no hables tanto.

Frank se volvió y descolgó el traje térmico de Jim y su casco respirador; luego sacó el suyo y comenzó a ponérselo rápidamente. Jim lo miró.

–¡Eh! ¿Qué haces?

–Voy contigo.

–¿Cómo?

–¿Crees que voy a quedarme aquí tranquilamente sentado, esperando que dejen a mi madre todo el invierno en el Polo Sur? Mamá tiene el corazón débil. La baja temperatura le hace mucho daño.

Francis comenzó a sacar sus cosas del ropero.

–Comprendo, Frank -murmuró Jim-. Pero si abandonas el Colegio, nunca llegarás a ser piloto…

–¿Y qué? Esto es más importante.

–Yo puedo advertirles a todos sin necesidad de que tú vengas…

–No pierdas tu tiempo hablando… ya estoy dispuesto.

–¡En tal caso, vamos!

Jim se cerró el traje térmico, recogió a Willis y lo colocó en la parte superior de su bolsa de viaje, diciéndole:

–Escucha, amiguito: vamos a casa. Quiero que te quedes aquí, quieto y cómodo. ¿De acuerdo?

–¿Willis va de paseo?

–Sí, pero hasta que te saque de la bolsa, no quiero que digas una sola palabra. ¿Comprendido?

–¿Willis no debe hablar?

–No.

–¿Willis toca música?

–¡No! ¡Ni palabras ni música!

–¡Está bien, muchacho!

Jim esperó a que Willis se acomodara en la bolsa de viaje y la cerró.

–¡Vamos a buscar a Smitty para que nos devuelva las pistolas y comencemos el viaje! – exclamó Frank-. ¿Cuánto dinero te queda?

–No mucho. ¿Por qué?

–Tenemos que pagar el pasaje de regreso a casa, tonto.

Jim había estado tan preocupado por los acontecimientos, que recién entonces pensó en los pasajes. Necesitarían efectivo.

Los dos muchachos contaron el dinero que tenían: ¡no alcanzaba para un solo pasaje!

–¿Qué hacemos? – preguntó Jim.

–Le pediremos a Smitty. ¡Vamos!

–¡No olvides tus patines de hielo!

Smythe tenía una habitación para él solo, como tributo a su personalidad en ascenso. Los dos muchachos entraron sin llamar y Frank sacudió al durmiente, que entre sueños murmuró:

–Está bien, oficial. Iré voluntariamente…

–¡Smitty! – exclamó Jim-. Queremos que nos devuelvas el paquete que nos guardaste.

–De noche no trabajo. ¡Vuelvan mañana!

–¡Lo necesitamos ahora mismo!

Smithe se levantó con aire de sonámbulo.

–Hay una tarifa extra por servicios nocturnos -dijo. Luego se inclinó, quitó el enrejado del conducto de aire acondicionado, sacó del hueco el paquete con las pistolas.

Jim desenvolvió las armas y enfundando la suya, entregó la otra a Frank. Smythe observaba, con las cejas curvadas.

–Necesitamos que nos prestes algo de dinero -dijo Francis, agregando la cantidad.

–¿Por qué me pides a mí?

–Porque sé que tienes.

–¿Qué gano prestándoles? ¿Las gracias?

Francis sacó del bolsillo su regla de cálculos.

–¿Cuánto me das?

–¡Hum! Seis créditos.

–¡No seas vampiro! Mi padre pagó veinticinco…

–Ocho… nadie me pagará más de diez, vendiéndola usada…

–Tómala como garantía y préstame quince.

–Diez y nada más. No tengo negocios de préstamos…

La regla de cálculos de Jim se sumó a la de Frank por una cantidad ligeramente superior; a esto se agregaron los relojes y el resto de sus pertenencias por sumas menores. Por fin los dos muchachos quedaron con sólo sus patines para el hielo, que se negaron a vender.

–Tendrás que confiar en nosotros y prestarnos la diferencia sin ninguna garantía, Smitty -dijo Frank.

Smythe miró al cielo raso y carraspeó.

–Considerando que han sido buenos clientes, les diré que también colecciono autógrafos.

–¿Qué?

–Pagaré al seis por ciento mensual.

–Prepáralos.

Dos minutos después los muchachos se preparaban para abandonar el dormitorio.

–¡Un momento! – exclamó Smythe-. Mi bola de cristal me dice que ustedes están a punto de desaparecer… ¿Cómo?

–Simplemente utilizando la puerta.

–¡Je! ¿No saben que Howe ha colocado una nueva cerradura que clausura herméticamente la salida desde la puesta del sol hasta el amanecer…?

–¡Estás bromeando!

–Vayan a verlo…

Francis tiró de la manga de Jim.

–¡Vamos! – dijo-. ¡Si es necesario, tiraremos la puerta abajo!

–¿Para qué hacen las cosas violentamente? Vayan por la cocina… -les sugirió Smythe.

–¿La puerta posterior está abierta? – inquirió Jim.

–¡Oh, no!

–¿Y entonces?

–¡Queda el vertedero de basura!.

–¿El vertedero? – estalló Jim.

–No hay otro camino…

–Está bien -resolvió Francis-. Vamos, Jim.

–¡Un momento! Uno de ustedes puede abrir la tapa del vertedero para el otro, pero ¿quién la sostendrá mientras baja el segundo?

–Ya veo -Francis le clavó la mirada-. Tú nos ayudarás.

–¿Y qué me ofrecen? El trabajo debe ser remunerado…

–¡Maldito seas! ¿Te gustaría un buen golpe en la nuca?

Smythe hizo un gesto apaciguador.

–Está bien, está bien… ¿Acaso me he negado a algo que me pidieron esta noche? Lo haré gratis, a modo de publicidad para mi negocio. Por otra parte, no me gusta ver a mis clientes abandonados a su suerte…

Se dirigieron rápidamente a la amplia cocina del Colegio. La tranquilidad con que avanzaba Smythe pese a las tinieblas, indicaba su familiaridad con aquel escenario, con evidente menosprecio hacia el reglamento.

Una vez en la parte posterior de la cocina, Smitty dijo:

–Muy bien. ¿Quién sale primero?

Jim miró el vertedero de basura con evidente disgusto. Se trataba de un cubo de acero, del diámetro de un barril, ubicado en la pared y que podía girar sobre su eje, en forma tal que los desperdicios salían al exterior sin que la presión atmosférica de la cocina disminuyera. Su tapa era en consecuencia hermética.

Jim se colocó el casco y bajó la máscara sobre su rostro.

–Espera un segundo -exclamó Francis. Había estado mirando los estantes, llenos de alimentos envasados. Con movimientos rápidos sacó algunas prendas de vestir de su bolsa de viaje y colocó latas de conserva en su lugar.

–No pierdas tiempo -urgió Smythe nerviosamente-. ¡Quiero acostarme antes que suene la campana!

–¿Para qué haces eso, si total dentro de algunas horas estaremos en casa? – dijo Jim, fastidiado.

–Una corazonada -repuso Frank-. Está bien. Vamos.

Jim abrió el vertedero, se introdujo en el cilindro y luego la tapa se cerró tras él. El cilindro giró y la tapa exterior se abrió; el muchacho sintió que, caía y se encontró de pronto sobre el pavimento de la calle.

Tras él, el vertedero volvió a funcionar y dos minutos después aparecía Francis.

–¡Estás lleno de basura! – exclamó Jim, sacudiéndose involuntariamente.

–También tú… pero no podemos perder tiempo. ¡Qué frío hace!

–Pronto saldrá el sol. Vamos.

Los dos muchachos se dirigieron a la calle lateral del Instituto. Aquella parte de la ciudad era totalmente moderna y terrestre, pero a cierta distancia se alzaban las gráciles torres de Syrtis Menor, la antigua ciudad marciana, desmintiendo el aspecto humano de los edificios que rodeaban al Colegio.

Caminando rápidamente, los muchachos llegaron hasta una rama secundaria del canal. Sentándose en la orilla, se calzaron los patines de hielo, que eran modelos especiales para alcanzar grandes velocidades sobre la endurecida superficie de los canales.

–Conviene que nos apuremos -dijo Jim, incorporándose.

Así lo hicieron. A un centenar de metros de distancia el pequeño canal desembocaba en el curso principal. Desde allí los dos muchachos tardaron poco en llegar a la estación del coche-correo.

Sintiéndose casi helados pese a las ropas térmicas, entraron. Un solo empleado montaba guardia. Francis se adelantó.

–¿Hay coche hacia la Colonia Sur hoy? – pregunto.

–Dentro de veinte minutos -repuso el empleado-. ¿Quieren enviar alguna encomienda?

–No. Vamos a viajar nosotros -Frank entregó el importe de dos pasajes. El empleado lo atendió silenciosamente.

Jim, al oír que faltaban veinte minutos para que partiera el coche-correo hacia Colonia Sur, se sintió aliviado. No todos los días había vehículos de pasajeros entre la colonia y Syrtis Menor.

Nuevamente les tocó viajar solos con el conductor, que los dejó ubicar en el observatorio. Empero, diez minutos después de haber partido, Jim, fatigado, anunció a su compañero:

–Creo que iré a acostarme abajo… tengo sueño.

–Pediré al conductor que ponga la radio -repuso Frank.

–¡Al demonio! Tú también tuviste una mala noche. Ven a dormir.

–Bueno… está bien.

Bajaron al compartimiento inferior, buscaron dos cuchetas y se acostaron a dormir.

El vehículo prosiguió su silenciosa marcha sin detenerse en Hesperidum, llegando a Cynia a mediodía. Como la estación estaba bastante avanzada, no había temor de que el hielo cediera bajo el peso de los patines; el conductor se sentía contento al poder mantenerse dentro del horario establecido, y cuando llegaron a la Estación Cynia detuvo el motor y se dirigió al compartimiento donde dormían los dos muchachos, mirándolos especulativamente: la radio acababa de transmitir una noticia que le hizo fruncir el ceño molesto.

–¡Paramos veinte minutos! – exclamó, despertando a los jovencitos-. ¡Todo el mundo afuera!

–No tenemos apetito -repuso Frank.

El conductor pareció desconcertado.

–Conviene que bajen -insistió-. Con el motor parado el coche se enfría rápidamente.

–No nos molesta soportar un poco de frío…

¿Qué ocurre, chicos? ¿Están arruinados? – algo en la expresión de los dos estudiantes confirmó sus sospechas, y el hombre sonrió-. Vengan… les pagaré un emparedado caliente.

Francis comenzó a agradecerle, moviendo negativamente la cabeza, pero Jim se incorporó de un salto.

–¡Aceptamos encantados, señor! – dijo-. ¡Vamos, Frank, no seas tonto!

El encargado de la Estación Cynia estudió especulativamente a los dos muchachos, pero les sirvió el sándwich caliente sin hacer comentarios. El conductor ingirió su almuerzo a toda velocidad y se dirigió hacia la puerta.

–Quédense tranquilos, muchachos -dijo antes de salir-. Aún debo descargar algunos bultos y la correspondencia… tienen veinte minutos más…

–¿No quiere que lo ayudemos? -se ofreció Jim.

–No, gracias. No están acostumbrados a esta clase de trabajo y molestarán en lugar de facilitarme las cosas.

–Bueno… gracias por el sándwich.

–De nada.

El hombre salió y los dos muchachos permanecieron sentados junto al mostrador. Diez minutos después llegó hasta ellos el sonido del motor del coche-correo, que se alejaba. Frank y Jim corrieron hasta la ventana de observación y vieron cómo el vehículo se perdía tras una curva del canal.

–¡Eh! – gritó Frank-. ¡No nos esperó!

–¡No! – repuso el empleado.

–¡Pero dijo que nos avisaría!

–Sí -el nombre tomó un diario terrestre de dos años atrás y comenzó a leer.

–Pero… ¿por qué?

El representante de la Compañía dejó el periódico con gesto de aburrimiento.

–Lo que ocurre es así -explicó-. Cien es un hombre pacífico. Oyó por radio la orden de detención que daban las autoridades del Colegio y resolvió lavarse las manos…

¿Cómo? ¿Orden de detención?

–Sí. Yo también la escuché. Pero por mí no se preocupen. No pienso intentar nada contra ustedes. Ya ven que no tengo mi pistola.

–¿De qué nos acusan para pedir que nos detengan? -inquirió Jim.

–De todo un poco. Robo con escala, ratería, destrucción de propiedad ajena, fuga… Parece que ustedes son una pareja de desesperados, pese a que no tienen el aspecto de dos forajidos.

–¿Qué piensa hacer usted al respecto? – inquirió Francis.

–Ya les he dicho que nada. Mañana por la mañana vendrá un coche especial fletado por la policía de la Compañía para buscarlos.

–Comprendo. Ven, Jim -se alejaron del mostrador y conferenciaron en voz baja. Por fin se dirigieron a la cabina del teléfono con intenciones de llamar a Colonia Sur.

Pero una nueva sorpresa les aguardaba. La voz fría de la telefonista les anunció:

–Debido a circunstancias que escapan a nuestro control, no es posible recibir llamadas de Estación Cynia a Colonia Sur.

Jim comenzó a preguntar si había algún desperfecto técnico, pero la comunicación quedó interrumpida.

–Parece que nuestro amigo Howe quiere tenernos aislados hasta que nos vengan a buscar -murmuró Francis amargamente.

–Tal vez se trata de una disposición general adoptada por Beecher para aislar a la Colonia y no a nosotros -repuso con aire lúgubre Jim-. No podemos seguir perdiendo nuestro tiempo… debemos avisar a los nuestros en alguna forma…

–¿Y si patinamos?

–¿Estás loco? Estamos a más de mil kilómetros de distancia de casa.

–Sí, pero cada cien kilómetros más o menos, debe de haber refugios preparados para los trabajadores del Proyecto de Restauración de Oxígeno… podríamos patinar de noche y dormir de día. Así no nos helaríamos y sería fácil recorrer trescientos kilómetros diarios (4).

–Me parece que estás engañándote a ti mismo. Recuerdo haber visto una vez a un tipo que estuvo de noche a la intemperie. Con traje térmico y todo, cuando lo trajeron parecía un pedazo de madera. ¿Cuándo quieres partir?

–¡Ahora mismo!

–¡Vamos!

El representante de la Compañía los vio dirigirse hacia la puerta y alzó la vista.

–¿Adonde van?

–A dar una vuelta.

–Les conviene dejar las bolsas de viaje. Total tendrán que pasar la noche aquí…

Los muchachos no contestaron. Cinco minutos más tarde, patinaban velozmente hacia el sur por la rama oeste del canal Strymon.


Cuando el sol se ponía tras el horizonte, los dos muchachos llegaron al primer refugio junto a la orilla del canal. Habían recorrido casi ciento cincuenta kilómetros y estaban fatigados.

El refugio se caldeaba fácilmente por medio de una unidad termostática atómica. Jim la puso en funcionamiento y pronto la temperatura se tornó confortable. Frank miró en derredor y sonrió.

(4) Esto en Marte no es extraordinario, pues como debe recordar el lector, el planeta rojo tiene una gravedad equivalente al 37 % de la terrestre. (N. T.)

–¡Parece que hemos encontrado una casa! – comentó.

–Sí. Lástima que no hay ni siquiera una lata de habichuelas abandonada…

–Ahora agradecerás mi idea de robar unas cuantas latas de conservas antes de huir, ¿eh?

–¡De acuerdo! ¡Tienes un verdadero talento para el crimen! ¡Te felicito! – Jim observó el tanque de reserva que había instalado junto a la cocina del refugio-. ¡Magnífico! ¡Hay bastante agua para los dos!

–Me alegro… tengo que llenar mi máscara. Los últimos kilómetros los hice con el depósito completamente seco.

La parte superior de los grandes cascos tenía un receptáculo lleno de agua por donde se filtraba el aire comprimido antes de pasar a la máscara respiratoria, para adquirir el grado de humedad necesario para los pulmones humanos.

–Hubieras avisado… me parece que ya tendrías que saber que eso es peligroso.

–Olvidé llenarlo antes de salir de la Estación Cynia.

–¡Turista!

–Ya sabes que nos marchamos con cierta prisa…

–¿Cuánto tiempo estuviste sin agua?

No podría decirlo.

–¿Cómo tienes la garganta?

–Un poco seca.

–Déjame ver.

Frank lo apartó, insistiendo:

–Estoy perfectamente, no te preocupes.

–Bueno… si tú lo dices.

Comieron el contenido de una lata de carne en conserva y se acostaron a dormir. Willis se acurrucó sobre el estómago de Jim y cuando el muchacho comenzó a roncar, lo imitó sonoramente.

Al día siguiente desayunaron los restos de carne que quedaran, pues Francis insistió en que no desperdiciaran nada. Willis no comió nada pues había ingerido su ración dos semanas atrás y aún faltaban otras tantas para completar su digestión. Sin embargo absorbió medio litro de agua.

Luego se pusieron en marcha, pues no deseaban perder tiempo; Jim encontró una linterna eléctrica y la llevó en calidad de préstamo.

En el momento de salir, Jim advirtió que Francis tenía el rostro arrebolado.

–¿Te sientes bien? – le preguntó-. Te noto excesivamente colorado…

–Son los colores de la salud -insistió Frank-. Vamos.

Jim temía que su amigo tuviera un ataque de "gripe marciana", pero como no estaba en condiciones de hacer nada, se vio forzado a resignarse. La mal llamada "gripe marciana" no es más que una resultante de las condiciones atmosféricas excesivamente secas de Marte, cuya humedad ambiente es prácticamente cero. Se trata de una deshidratación de la mucosa de la nariz y garganta, que provoca fiebre y agudos dolores, así como una tos muy molesta.

La tarde transcurrió sin incidentes. Cuando el sol comenzó a ponerse, los muchachos calcularon que no estaban a más de setecientos kilómetros de distancia de la Colonia. Jim había estado observando a Francis, que parecía patinar con la energía de siempre. Tal vez sus temores eran injustificados…

–Convendría que buscáramos refugio para la noche… -dijo.

–Estoy de acuerdo.

Pronto pasaron frente a una de las rampas de piedra construidas miles de años atrás por los marcianos, pero no advirtieron la menor señal de actividad terrestre. Luego una segunda rampa de arcaico origen quedó atrás, sin que vislumbraran rastro alguno del refugio esperado.

La tercera rampa ofreció el mismo panorama; los muchachos se detuvieron.

–Subamos a ver -dijo Jim-. Es imposible que lleguemos a otra antes de la puesta del Sol.

–Subamos -asintió Francis.

Los últimos rayos del sol iluminaban tangencialmente la orilla del canal y el desembarcadero marciano, en desuso desde siglos atrás.

–¡Nada! – murmuró Jim, preocupado-. ¿Qué hacemos?

–Seguir adelante hasta que nos caigamos de narices… -sugirió amargamente Francis.

–Lo más probable sería que nos heláramos en un par de horas.

–Personalmente no creo que estoy en condiciones de patinar dos horas más -reconoció Frank-. Estoy agotado.

–¿No te sientes bien?

–¡Eso es presentar las cosas con criterio optimista… me siento auténticamente mal!

En ese momento Willis salió de la bolsa de viaje y rodó por la orilla del canal. A una hora más temprana, hubiera desaparecido bajo la vegetación marciana, pero al llegar el crepúsculo aquellas plantas se curvaban sobre su eje, cerrándose en forma más o menos esférica para resistir al intenso frío nocturno.

Jim corrió desesperado, gritando:

–¡Willis! ¡Willis! ¡Si no te detienes me marcharé y te dejaré abandonado! – pero la amenaza no surtió efecto.

–¡No podemos permanecer aquí! – exclamó Francis, corriendo dificultosamente a su lado.

–¡Quién me hubiera dicho que en un momento así iba a jugarme semejante mala pasada!

–¡Si quieres mi opinión, es una desgracia ambulante!

En ese momento resonó la voz de Willis, o mejor dicho, la voz de Jim usada por Willis:

–¡Jimmy! ¡Ven con Willis!

Los dos muchachos avanzaron entre las plantas dormidas, saltando para evitar las raíces, hasta llegar a un gigantesco espécimen de "repollo del desierto". Junto a la monstruosa planta estaba Willis, inmóvil. El vegetal, semejante a un repollo de quince metros de diámetro, con sus hojas occidentales aún extendidas para absorber los últimos rayos del sol poniente, ya había plegado su parte oriental para protegerla del frío y las tinieblas.

Los muchachos sabían que cuando el sol se pusiera por completo, aquella planta extraordinaria se cerraría, formando una bola monstruosa, semejante a un repollo terrestre con dimensiones de pesadilla.

Willis vio llegar a los dos jovencitos y de un salto se ubicó sobre una de las hojas abiertas y rodó hasta el corazón de la planta.

–¡Maldito seas, Willis! ¡Ven acá! – gritó Jim.

–Ten cuidado… esa planta puede cerrarse sobre ti… no te acerques demasiado -le advirtió Francis.

–No me acercaré. ¡Oh, Willis! ¡Por favor! ¡Ven!

–¡Jim y Frank vengan! ¡Afuera hace frío… aquí tibio!

Jim miró a su amigo con desesperación.

–¿Qué hacemos, Frank? El sol se está poniendo rápidamente… quedan pocos minutos de luz.

Willis repitió su llamado.

–¡Aquí está tibio, Jimmy, muchacho!

–Tal vez ese bicho sepa algo que nosotros ignoramos. Recuerda lo que dijo el doctor McRae. Conoce instintivamente al planeta y quizás sea una forma de salvarnos -exclamó Francis.

–¡Pero no podemos meternos dentro de un vegetal! ¡Nos ahogaríamos!

–Quién sabe. De cualquier modo, yo no puedo seguir patinando, y si nos quedamos afuera, moriremos de frío -Frank apoyó un pie sobre una de las hojas abiertas a modo de abanico y entró en la cavidad que formaban las hojas cerradas. Jim lo miró un instante y después lo siguió.

–¡Buen muchacho, Frank! ¡Buen muchacho, Jim! – exclamó Willis, lleno de entusiasmo-. ¡Aquí está tibio! ¡Agradable!

El sol se deslizaba tras una duna distante y el viento helado comenzó a golpearlos directamente. Las hojas más lejanas de la planta se curvaban y movían al mismo tiempo que el astro rey, cerrándose lentamente.

–¡Nos aplastará! – murmuró Jim, convencido.

–Tal vez. Pero es peor helarse.

Las hojas internas se curvaron más rápidamente que las exteriores. Una rozó el hombro de Jim, que la golpeó nerviosamente. La hoja se retiró con movimiento vivo.

–¡Nos ahogaremos, Frank!

Francis miró aprensivamente a su amigo, estudió las hojas y exclamó:

–¡Rápido, Jim! Siéntate, abre las piernas y tómame de las manos, para hacer un arco.

–¿Para qué?

–Así quedará más espacio para respirar. ¡Rápido!

Los dos muchachos formaron un arco que les dejó una cavidad de un metro y medio de diámetro. Las hojas parecieron tantearlos nerviosamente y por fin se unieron sobre ellos, moldeándose a sus cuerpos, pero sin apretar demasiado. Pronto todas las hojas estuvieron cerradas y una oscuridad profunda reinó en la pequeña cavidad.

–Ya podemos soltarnos, ¿no te parece, Frank? – dijo Jim.

–Espera que las hojas exteriores se acomoden.

Un rato después aflojaron la presión cautelosamente, pero las hojas no se movieron.

–No veo por qué tomar tantas precauciones. Total, moriremos asfixiados -se quejó Jim.

–¡Cállate! Gastas oxígeno de más hablando… trata de dormir y tal vez lleguemos hasta mañana.

Pronto en la pequeña cavidad resonaron los ronquidos de Frank, imitados por Willis. Jim no podía dormir, dominado por una sensación opresiva y desagradable. Hubiera deseado tener un reloj para saber qué hora era; el tiempo transcurría en forma pesada y lenta, y de pronto el muchacho se sintió asaltado por un temor vago que cobró forma lentamente: ¿y si aquel repollo marciano estaba invernando, para abrirse al comenzar la primavera? Aterrado buscó su linterna y la encendió. Francis dejó de roncar y parpadeó.

–¿Qué pasa? – inquirió.

–Nada. Recordé que teníamos este artefacto con nosotros.

–¡Apágalo y duérmete!

–¡Si no consumo oxígeno!

–Puede ser, pero estando despierto, tú lo consumes. ¡Duérmete y déjame dormir!

–¿Y si estamos atrapados por todo el invierno aquí dentro? ¡Me parece que ya hubiera debido amanecer!

–¡Estás loco! No hace más de una hora que el repollo cerró sus hojas. ¡Duérmete y déjate de soñar despierto!

Con la luz encendida el lugar parecía menos sofocante. Jim apoyó la linterna contra Willis y trató de relajar sus músculos tensos. Lentamente, sin darse cuenta, fue quedándose dormido. Soñó y tuvo pesadillas. En su sueño Howe los perseguía para arrebatarles a Willis y luego se encerraban en un repollo gigantesco, que estaba a punto de comenzar su hibernación de doce meses…

Con un esfuerzo trató de despertar, y se sumergió imperceptiblemente en un sueño menos intolerable.


cap. 7

Persecución


Willis volvió a tocar el pecho de Jim con un pseudopodio, y al no conseguir que se moviera, comenzó a quejarse lúgubremente.

Jim abrió un ojo inyectado en sangre.

–¡Eh! ¡Acaba con ese canto infernal! – exclamó. Luego miró en derredor. La luz del sol los acariciaba suavemente y las grandes hojas del "repollo marciano" se habían abierto, formando un abanico inmenso. Era de día.

Frank despertó y se sentó, pero Jim tardó un rato en hacerlo, endurecido por la posición forzada en que pasara la noche.

–¿Cómo estás? – preguntó a su amigo.

–Bien -la afirmación fue desmentida por un ataque de violenta tos, que Frank logró controlar dificultosamente.

–¿Quieres comer algo?

–No tengo apetito… prefiero buscar un refugio donde hacerlo cómodamente.

–Está bien. Vamos al canal.

Abriéndose paso a través de la vegetación, que dirigía sus hojas hacia el sol y se tornaba más tupida a medida que se acercaban al canal, los dos muchachos llegaron a la orilla y cuando Francis estaba a punto de descender por la rampa, Jim lo tomó del brazo y lo forzó a retroceder, señalando hacia el norte.

Un coche-motor sobre esquíes, más pequeño y veloz que los correos ordinarios, avanzaba lentamente, siguiendo las huellas que los muchachos dejaran con sus patines la tarde anterior.

Francis alzó la cabeza para observar mejor, pero Jim lo forzó a agacharse.

–¡Con cuidado! – exclamó-. ¡Tienen binóculos!

Dos hombres estaban de pie sobre la parte superior del coche, oteando ambas orillas del canal con sus anteojos.

–¿Qué podemos hacer?

–Habrá que seguir caminando por la orilla, al amparo de la vegetación, hasta llegar a la próxima rampa de descenso. Así tal vez logremos despistarlos.

Comenzaron a caminar rápidamente; Frank respiraba sonoramente, jadeando.

De pronto una rama secundaria del canal les cerró el paso. Se detuvieron y Francis se sentó sobre una roca, sosteniéndose la cabeza con una mano. Un nuevo espasmo de tos lo sacudió.

Jim le pasó la mano sobre el hombro.

–¿Te sientes muy mal, viejo?

Frank, tosiendo violentamente, no pudo contestarle. Willis dijo:

–¡Pobre Francis! Tch… tch…

Por fin Frank alzó la cabeza nuevamente, más sereno.

–No es nada -afirmó-. Ya puedo seguir.

–Escúchame, muchacho… tú vas a entregarte ahora mismo. Te llevarán de regreso al Colegio, pero no te harán nada por el momento y entretanto yo seguiré viaje hacia la Colonia. Así te curarán mientras yo aviso a los nuestros. ¿Qué te parece?

-¡No!

–¡Déjame terminar! Esto es lógico… tú estás demasiado enfermo para seguir adelante. Si te quedas aquí, morirás indefectiblemente. Alguien tiene que avisar a los nuestros. Yo estoy en condiciones de seguir adelante. ¿Sí?

–No.

–¿Pero por qué? ¡Eres terco!

–No -repitió Frank-. Ante todo, no estoy dispuesto a entregarme a esa gente. ¡Prefiero morir tosiendo!

–¡Tonterías!

–Tonterías para ti… no para mí. En segundo lugar, aunque yo me entregue seguirán persiguiéndote y te atraparán mañana.

–¿Qué propones?

–No sé. Pero deja de lado ese plan tuyo y piensa otra cosa.

–El problema real eres tú. ¿Puedes seguir patinando? En caso afirmativo, todo se reduce a continuar adelante por la orilla y luego patinar.

–Estoy dispuesto -repuso Francis, incorporándose-. ¡Vamos!

Caminaron cuatro kilómetros más por la orilla y luego bajaron al curso helado del canal, dispuestos a proseguir con sus patines.

Manteniendo una velocidad regular recorrieron casi sesenta kilómetros, cuando las orillas comenzaron a hacerse más bajas. Al verlas, Jim experimentó el desagradable presentimiento de encontrarse en una rama secundaria que no se unía a la principal, sino que iba a terminar en el desierto. Sus temores pronto se vieron confirmados; el canal concluía en un pantano, que a la sazón estaba helado.

Continuaron patinando hacia el este, y en los puntos donde el hielo era demasiado débil, vadearon con los patines al hombro.

Por fin Francis se sentó sobre una mata de pasto del pantano, diciendo:

–Imposible seguir, Jim… habrá que caminar el resto del trayecto.

–Lo lamento, Frank.

–No podemos hacer nada al respecto, Jim. Pero no debe de faltar tanto.

Prosiguieron vadeando y pronto salieron del pantano, encontrándose sobre la arena rojiza del desierto marciano.

Willis insistió en que Jim lo dejara sobre la arena. Lo primero que hizo cuando estuvo en el suelo fue refregarse por la oxidada superficie. Luego echó a correr, explorando y adelantándose a los muchachos.

Jim acababa de subir a una duna, cuando oyó un alarido agónico de Willis; miró en derredor y vio que Frank caminaba hacia él, precedido por la pequeña criatura, que chillaba desesperadamente sin que el jovencito se diera por aludido. Jim en cambio advirtió que un buscador-de-agua cargaba en dirección de su amigo.

La distancia era excesiva, aun para un tirador experimentado. Para Jim la escena pareció adquirir una extraña irrealidad, como si su compañero hubiera estado inmóvil y el monstruo marciano cargara al trote, en lugar del furioso galope característico en su especie; el muchacho desenfundó, apuntó cuidadosamente y oprimió el disparador. La bestia recibió la descarga de energía en medio de su cuerpo, pero siguió avanzando sin disminuir su velocidad. Jim volvió a hacer fuego, convirtiendo su pistola en una larga sierra de fuego, que seccionó en dos al animal de presa, que se desplomó retorciéndose. Las enormes garras con forma de cimitarra se detuvieron a escasos centímetros de Willis; mientras Jim corría descendiendo la duna, Frank se volvió hacia el sitio donde cayeran los restos del monstruo.

–Gracias balbució cuando Jim llegó a su lado. El muchacho no le contestó, mirando con repugnancia al buscador-de-agua.

–¡La inmunda bestia! – murmuró con acento de repugnancia-. ¡Me gustaría poder quemar de una vez a todas las que hay en Marte!

Cuidadosamente siguió disparando su pistola contra los puntos vitales del monstruo, quemando el saco de los huevos para evitar que sus crías sobrevivieran.

Willis sollozaba suavemente, inmóvil. Jim lo alzó en sus brazos y tras acariciarlo, lo volvió a su lugar en la bolsa de viaje.

–No volvamos a separarnos, ¿eh? – dijo.

–De acuerdo -repuso Francis.

–¿Frank?

–¿Eh? ¿Qué pasa, Jim? – la voz de Francis era opaca.

–¿Qué ves adelante?

–¿Cómo? – Frank intentó centrar su vista sobre el horizonte, sin lograrlo.

–¡Es el canal… el cinturón verde de vegetación que rodea al canal! ¡Hemos llegado!

–¡Ah!

–Y hay una torre… ¿no la ves?

–¿Qué? ¿Cómo? Ah, sí… es una torre…

–¿No te das cuenta que eso significa que hay marcianos cerca?

–Supongo que sí.

–Pues nos pueden ayudar… los marcianos son buena gente. Además recuerda que Gekko nos hizo beber agua en la ceremonia de la amistad. En la ciudad tendrás un lugar tibio y confortable donde descansar.

Francis pareció animarse. Se sentía realmente mal.

Una hora después llegaron a la ciudad. Era tan pequeña que tenía una sola torre.

Pronto se encontraron frente a una puerta, que se abrió sin dificultad. Entraron, tomando un corredor que los condujo al centro de la ciudad, y pronto Jim se sintió profundamente deprimido: aquel sitio estaba abandonado. Tal vez se trataba de una ciudad desierta desde millares de años atrás…

Francis se sentó sobre una piedra, su rostro rojo a causa de la fiebre que lo consumía.

–Conviene que descanses un rato -dijo Jim-. Luego buscaremos la forma de descender hasta el canal.

–Yo no puedo seguir adelante, Jimmy. Estoy extenuado -repuso Francis con acento apagado.

Jim pensó un momento.

–Te diré lo que podemos hacer. Buscaremos en los subterráneos de la ciudad un sitio adecuado para pasar la noche. No te muevas… -Jim comenzó a moverse, cuando advirtió que Willis había saltado al suelo y no estaba a la vista-. ¡Willis! ¿Dónde diablos te has escondido?

La voz de Willis le contestó desde cierta distancia.

–¡Aquí, Jim… aquí estoy, muchacho! – y Willis reapareció, pero no solo. Un marciano lo llevaba en brazos.

El nativo se acercó y se inclinó hacia Jim, hablándole suavemente.

–No comprendo bien su dialecto… ¿Qué dice, Frank? – preguntó el muchacho.

–¿Qué? Oh, no sé… dile que me deje en paz -Francis parecía dominado por una profunda somnolencia.

El marciano volvió a hablar; Jim abandonó su idea de hacerse traducir por Frank las palabras del nativo, y trató de interpretarlo. El marciano le formulaba una pregunta. Luego había una invitación imposible de descifrar.

El muchacho formuló un gesto interrogativo que indicaba su falta de comprensión. Willis le contestó:

–Vamos, muchacho… Willis encontró amigos.

¿Por qué no? – se dijo en alta voz Jim-. Vamos, Willis…

Luego miró al marciano y asintió con el monosílabo gutural que indicaba su aceptación. El marciano se volvió y echó a andar, sin volver la cabeza hasta llegar a veinte pasos de distancia. Allí se detuvo y pareció advertir que no era seguido. Girando la cabeza, expresó el símbolo de interrogación.

–Willis… pídele que cargue a Francis… -pidió Jim con voz urgente.

¿A Francis? – inquirió el pequeño ser.

–Sí, como Gekko, cargó a Jim.

–Gekko no está aquí. Este es K'Boomch.

–¿Se llama K'Bomk? – inquirió Jim.

–K'Boomch -le corrigió Willis.

–Bueno. Quiero que K'Boomch lleve a Frank… Pídeselo, Willis.

Willis y el marciano conferenciaron un momento; luego el nativo se inclinó y alzó con dos de sus manos a Francis, que estaba tan febriscente que ni siquiera pareció darse cuenta de ello.

Jim corrió tras el nativo, deteniéndose un momento para recoger los patines que su amigo dejara caídos sobre la piedra del patio.

Entraron en un amplio edificio cuyas paredes estaban vivamente iluminadas. K'Boomch guió al muchacho terrestre hacia una rampa que se internaba bajo el nivel del piso; los marcianos no parecían haber inventado la escalera. En realidad el planeta rojo, con su menor gravedad, permitía la construcción de rampas que en la Tierra hubieran sido desastrosamente inclinadas.

La presión atmosférica había aumentado paulatinamente, como ocurriera en Cynia, y Jim comprendió que se debía a algún medio artificial utilizado por los marcianos, sin que le fuera posible advertir aparato alguno.

Llegaron por fin a una amplia cámara iluminada sin que se viera la fuente luminosa; K'Boomch se detuvo y formuló una pregunta a Jim, que alcanzó a comprender la palabra: "Gekko".

Jim buceó en su memoria para formar una frase:

–Gekko y yo compartimos agua. Gekko y yo somos amigos.

El marciano pareció satisfecho. Entrando en una pequeña habitación en la que había varios bastidores de los utilizados por los marcianos a modo de lechos, depositó en el piso a Francis; luego se ubicó en uno de los bastidores. Jim sintió de pronto que lo asaltaba un vértigo inesperado y se sentó junto a su amigo.

–¿Cómo estás, Frank? – inquirió, algo asustado.

La respiración del muchacho era dificultosa; Jim le quitó la máscara y le tocó la frente. Estaba muy caliente, pero en aquel momento nada podía hacer por él.

K'Boomch no parecía dispuesto a hablar; Willis se había convertido en una bola sin ninguna saliencia. Jim por su parte trató de no pensar y cerró los ojos.

Por fin la sensación opresiva desapareció; Jim abrió los ojos para ver cómo el marciano se inclinaba sobre él y decía algo, recogiendo luego a Frank y saliendo del recinto. Sintiéndose perfectamente bien, Jim lo siguió.

En la gran cámara adyacente había treinta o cuarenta nativos. Al aparecer K'Boomch con Frank y Willis en sus brazos, seguido por Jim, uno de los marcianos se separó del grupo:

–¡Jim Marlowe! – exclamó, utilizando el símbolo marciano para saludar a un viejo amigo.

–¡Gekko! – gritó alegremente Jim. El marciano se inclinó y lo alzó en sus brazos. Luego echó a andar, seguido por K'Boomch que continuaba cargando a Francis y Willis.

Sin detenerse, Gekko tomó por uno de los túneles y por fin se detuvo en una cámara, de menores dimensiones que la anterior. Allí K'Boomch depositó a Francis en el suelo, junto a Jim.

–¿Dónde estamos? – inquirió Frank, abriendo finalmente los ojos.

Jim miró en derredor. Reconocía los decorados del recinto… el cielo simulado y el sol que giraba señalando las horas. Estaban en la ciudad marciana de Cynia, a tres kilómetros de la Estación de la Compañía, de donde huyeran para avisar a los habitantes de la Colonia Sur el peligro que corrían…

–¡Oh, Dios mío! – murmuró el muchacho, no sabiendo si echarse a llorar o reír a carcajadas-. ¡Estamos de regreso en Cynia, Frank! ¡En Cynia!


Cap. 8

El Otro Mundo


Tras una larga sesión semejante a la realizada durante la anterior visita de los muchachos a Cynia, Jim se encontró dominando mucho mejor la lengua hablada por aquellos marcianos. Así logró explicar a Gekko que Francis estaba muy enfermo y que necesitaba reposo y tranquilidad.

El nativo encontró una pequeña habitación apartada de las demás donde instaló a los dos jovencitos, ofreciéndose para cuidar al enfermo, pues eran "hermanos de agua", lo que equivalía a una relación familiar entre los marcianos. Pero Jim se negó, temiendo que aquella terapéutica exótica matara a su amigo. En cambio, pidió que le dieran abundante cantidad de agua, sedas y mantas para acostar a Francis y que los dejaran solos.

La habitación era confortable y tibia. Jim se quitó su traje térmico y desvistió a Francis, cubriéndolo con las mantas marcianas para evitar que se enfriara. Luego buceó en la bolsa de viaje de su amigo, buscando provisiones. Abriendo una lata de pollo sintético y otra de zumo de naranja vitaminizada, se alimentó tarareando una canción de moda.

Willis había desaparecido, pero no se preocupó pues sabía que mientras estuviera en la ciudad marciana, el pequeño ser se hallaba seguro.

Francis dormía, sus mejillas arreboladas. Jim comprendió que si bien la presión atmosférica y la temperatura eran favorables, la humedad ambiente seguía siendo muy escasa. Humedeciendo dos pañuelos, colocó uno sobre la nariz de su amigo y se anudó el otro en la misma forma.

Gekko regresó después de algunas horas, seguido por Willis.

–Jim Marlowe -dijo, con el símbolo del saludo en su acento.

–Gekko -repuso Jim, que estaba humedeciendo el pañuelo que cubría boca y nariz de Francis.

El marciano permaneció inmóvil y silencioso, hasta tal punto que el muchacho pensó que había entrado en uno de aquellos trances que los nativos llamaban "el otro mundo". Pero al mirarlo advirtió que estaba perfectamente despierto y consciente, mientras seguía con sus tres ojos la escena que se desarrollaba ante él. Jim se creyó en la necesidad de aclararle:

–Los humanos necesitamos respirar cierta humedad con el oxígeno… -pero pese a sus progresos en el dialecto de aquella zona no pareció hacerse comprender. Gekko lo miró durante casi veinte minutos, siempre silenciosamente, y luego se marchó, llevándose consigo a Willis.

Poco después Jim advirtió que el pañuelo que llevaba sobre su boca y nariz no se secaba tan rápidamente; tocó el de Francis y lo encontró tan mojado como diez minutos atrás. ¡La humedad ambiente había aumentado sensiblemente!

El muchacho quitó los pañuelos, pues evidentemente ya no eran necesarios. Gekko entró nuevamente en la habitación y esta vez tardó tan sólo diez minutos en hablar, con lo que demostró una prisa extraordinaria para su raza.

–¿El agua que vuela en el aire es suficiente para que respiren tu amigo y tú? – preguntó claramente. Jim asintió, demasiado asombrado para pedir explicaciones.

Gekko volvió a marcharse tras otra media hora de silencio. Jim, a solas con el enfermo, se tendió sobre una manta marciana policroma y se durmió.

Cuando despertó, advirtió que Francis estaba sentado junto a él, con aire de hallarse perfectamente bien. Mientras preparaba el contenido de dos latas de conserva para desayunarse, Jim contó a su amigo todo lo ocurrido.

Al saber que estaban en Cynia nuevamente, Frank se asombró y se sintió consternado al mismo tiempo.

–¿Quieres decirme que hay un subterráneo que bordea el canal Strymon desde una ciudad abandonada hasta aquí? ¡Increíble!

–¡Sin embargo, aquí estamos!

Jim miró en derredor. Willis seguía ausente. Comieron y luego celebraron "consejo de guerra".

–Si los marcianos han podido traernos hasta aquí tan rápidamente y sin que lo advirtieras casi, están en condiciones de llevarnos otra vez hasta el punto donde nos hallaron -dijo Francis-. ¿Qué te parece?

–Buena idea. Probemos.

–En tal caso busquemos a Gekko… es lo primero que debemos hacer.

–Te equivocas. Lo primero que haremos será buscar a Willis.

–¡Uf! ¿No ha causado suficientes problemas? Si no fuera por él, no estaríamos aquí…

–¡Eres injusto con Willis! – exclamó Jim ofendido-. Nos sacó de una mala situación… y gracias a él hemos sabido el plan de la Compañía. Además…

–¡Suficiente… suficiente! ¡Vete a buscar a Willis, mientras yo limpio un poco esto!

Jim salió de la habitación y preguntó por Gekko al primer marciano que encontró. Cuando lo ubicó le pidió que le entregara a Willis. El marciano le contestó que lamentaba profundamente, pero que era imposible devolverle a Willis. El muchacho se sintió indignado, pero no logró experimentar odio hacia Gekko, cuya poderosa personalidad despertaba tan sólo una profunda simpatía. Tras mirar al marciano durante dos o tres minutos sin saber qué decirle, Jim comenzó a recorrer los túneles, llamando a los gritos a Willis.

Gekko lo siguió de cerca. Por fin lo alcanzó y lo tomó de los hombros, alzándolo suavemente.

–¡Jim Marlowe! – dijo cálidamente-. ¡Jim Marlowe, mi amigo!

El muchacho le golpeó el poderoso tórax con los puños cerrados, pero el marciano no pareció sentirlo.

–¡Quiero a Willis! – gimió Jim-. ¡Ustedes no tienen derecho!

–Se trata de algo más allá de mis posibilidades -repuso dulcemente el marciano-. Tendremos que ir al "otro mundo"…

Sin agregar palabra, llevando al jovencito en sus brazos, Gekko comenzó a descender por una empinada rampa, hasta que estuvieron en un nivel mucho más profundo de lo alcanzado por terrestre alguno en el planeta rojo.

Por fin Gekko se detuvo en una pequeña cámara que a diferencia de los demás recintos de la ciudad marciana, no tenía adorno alguno. Sus paredes eran color gris perla.

Depositando a Jim en el piso, el marciano le dijo:

–Ésta es una de las puertas para "el otro mundo".

Jim se levantó.

–¿Cómo? -preguntó.

Pero Gekko no le contestó; con sus tres piernas firmemente extendidas, estaba inmóvil. Pese a que sus ojos estaban abiertos, la mirada vidriosa que tenía indicaba claramente que había entrado en trance.

–¡Oh, maldita sea mi suerte! – exclamó Jim-. ¿Tenía que hacerme esto precisamente ahora?

Sentándose sobre el piso, cruzó las manos sobre las rodillas, resignándose a esperar.

Tras un lapso indefinible, la habitación se oscureció lentamente. Luego una pequeña luz apareció en la distancia y creció constantemente, sin iluminar el interior del pequeño recinto. Era algo semejante a una proyección estereoscópica en colores, realizada sobre una de las paredes de la habitación.

Primero Jim vió un matorral de plantas del canal, tomadas desde una altura que no llegaba al medio metro. La escena varió como si hubiera sido impresionada con una cámara errática y sin propósito fijo. Trozos de panorama, vegetación y dunas desfilaron por la pantalla. Sin embargo el objetivo no parecía haberse alejado nunca del suelo. De pronto, en uno de los movimientos, enfocó la figura monstruosa de un buscador-de-agua, gigantesco, que cubrió toda la pantalla en su carga. Jim podía casi oler al monstruo, tan real resultaba su aparición.

El punto desde donde la cámara tomaba el ataque, se mantuvo inmóvil; cuando ya parecía que la bestia iba a sobrepasar la línea focal, pareció disolverse bajo una descarga de irresistible energía. El cuadro varió un poco, y un rostro humano, grotesco y enorme, reemplazó al buscador-de-agua, mientras una voz fresca decía:

–¡Caramba! Qué tipo más gracioso y simpático! – el rostro, totalmente desfigurado, era evidentemente el de un colono con su máscara respiratoria y su casco. Lo que asombró a Jim fue reconocer la pintura del casco: a rayas, como la piel de un tigre. ¡Era él mismo! Entonces comprendió por qué la voz había resultado familiar. Sin saber cómo reaccionar, se oyó decir alegremente-. Bueno… te llevaré conmigo para que no vaya a atacarme otro de estos bichos…

La escena varió y se vieron los edificios plásticos de la Colonia Sur, que se acercaban con cada paso dado por el muchacho cuyos pies entraban de tanto en tanto en cuadro. Jim, resignado, vio una representación de sí mismo según la imagen mental de Willis. Otros "actores" fueron apareciendo, primero como formas vagas, y luego cobrando parecido con el Dr. McRae, la madre de Jim, el padre, Frank… En cambio los sonidos eran perfectos, una reproducción exacta del natural. Willis evidentemente amaba a su joven amigo, pero no lo respetaba, y la imagen mental que de él se formara era intensamente humana, pero irrespetuosa y a veces hasta cómica. En cuanto a los demás hombres eran seres inofensivos pero de reacciones imprevistas y hasta molestas.

Esto divirtió mucho a Jim Marlowe. Así fue pasando poco a poco todo el tiempo en que Willis y el muchacho habían estado vinculados, día tras días, reproducido según el punto de vista de la pequeña criatura.

Howe apareció como dos pies y una voz desagradable. Beeclier por su parte fue tan sólo una masa informe de voz antipática.

Todo esto divirtió a Jim, que no sintió en ningún momento ni fatiga ni aburrimiento.

Luego el punto luminoso se esfumó y la luz volvió lentamente. Jim vió que Grekko seguía inmóvil; una de las paredes se había corrido, permitiendo ver otro recinto, mayor y decorado según la costumbre marciana con murales que representaban el mundo exterior.

Un marciano ocupaba el recinto. Más adelante Jim no pudo recordar su aspecto general, pues fueron los ojos y el rostro del nativo lo que más llamaron su atención. Para un terrestre es difícil estimar la edad de un marciano, pero aquel era evidentemente muy anciano. Jim comprendió que no solamente era mucho mayor que su padre, sino que también era infinitamente más viejo que el doctor McRae.

–Adelante, Jim Marlowe -dijo el marciano con voz clara, hablando en inglés básico-. Amigo de mi pueblo, eres mi amigo. Te ofrezco agua.

El acento del marciano era vagamente familiar; para Jim sonó parecido al de su padre y también al del doctor McRae. Aquélla era la primera vez que oía a un nativo hablando un idioma terrestre, si bien sabía que algunos podían hacerlo.

–Bebo contigo -contestó, escogiendo cuidadosamente las palabras-. Que tengas siempre agua pura y abundante.

–Te agradezco, Jim Marlowe. ¿Qué pesares te aquejan? Tu desdicha es nuestra. ¿Qué podemos hacer para consolarte?

–Quiero volver a mi casa y llevarme a Willis conmigo. Me lo quitaron… no hubieran debido hacerlo.

El silencio que siguió fue mayor que el anterior. Por fin el marciano habló:

–Cuando estamos de pie sobre el piso no vemos más allá del horizonte. Sin embargo a veces Phobos está a punto de aparecer… -el marciano vaciló antes del nombre "Phobos", como si le hubiera costado trabajo pronunciarlo asociándolo con el satélite del planeta rojo-. Jim Marlowe tiene que perdonarme, pero aprendí su idioma hace demasiado poco tiempo para hablarlo correctamente. A veces vacilo…

–¡Oh, usted lo habla muy bien! – repuso sinceramente el muchacho.

–Las palabras, las conozco… las imágenes resultan a veces borrosas. Dime, Jim Marlowe. ¿Qué es el Zoológico de Londres?

Jim tuvo que hacerse repetir la pregunta y luego trató de explicar el concepto involucrado. Ante sus palabras, el marciano irradió un odio tan evidente que el jovencito sintió miedo. Pero casi de inmediato el anciano lo miró y nuevamente se mostró afectuoso y comprensivo.

–Dos veces salvaste al pequeño a quien llamas Willis, Jim Marlowe. Te lo agradezco. Tal vez tres veces. Tú y el pequeño son amigos. No te vayas de aquí, Jim Marlowe. Quédate. Eres bienvenido como hijo y como amigo.

–¡Tengo que marcharme! – repuso Jim, sacudiendo la cabeza-. Es más, tengo que irme lo antes posible, porque los míos corren un serio peligro…

El muchacho explicó lo mejor que pudo la situación al marciano, que lo escuchó silenciosamente.

–¿Quieres regresar a la ciudad donde te encontraron? ¿No prefieres volver directamente a tu casa?

–Desde el sitio donde ustedes nos salvaron a Frank y a mí podremos patinar hasta la Colonia sin dificultades. ¿Por qué no pregunta a Willis si quiere venir conmigo o quedarse aquí? Sería lo más justo.

El anciano marciano suspiró como acostumbraba a hacerlo el padre de Jim cuando sostenía una discusión infructuosa con su hijo.

–Hay leyes para la vida y para la muerte, que en conjunto son las leyes del camino. Tienes que comprender, hijo mío, que el pequeño a quien llamas Willis tarde o temprano te dejará…

–Supongo que sí… pero… ¿Puede regresar ahora Willis conmigo a casa?

–Vamos a hablar con el pequeño a quien llamas Willis.

El anciano habló a Gekko, que se estremeció y salió del trance.

Luego los tres salieron del recinto y siguiendo un túnel que ascendía imperceptiblemente, llegaron a una gran cámara que estaba iluminada con una luz suave. Jim advirtió que desde el piso hasta el techo había allí una serie de nichos, ocupados por bolas lisas, todas exactamente iguales. Eran réplicas de Willis cuando dormía.

Desde un extremo del recinto resonó un grito alborozado:

–¡Jimmy! ¡Hola!

El muchacho miró en derredor, pero no pudo identificar al que gritara, porque las demás criaturas se unieron en un coro que imitando la voz de Jim a la perfección, aullaron:

–¡Jimmy! ¡Hola!

Jim se volvió hacia Gekko y le preguntó:

–¿Cuál es Willis?

De inmediato el coro repitió:

-¿Cuál es Willis ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Cuál?

A la derecha una de las criaturas saltó al piso y rodó hasta los pies del muchacho.

–¿Jim alza a Willis? – inquirió. Jim así lo hizo alborozado.

–Jim está por marcharse. ¿Quiere Willis acompañarlo?

–¿Jim se va? – repitió la criatura, como si no hubiera comprendido bien la afirmación del muchacho.

–Sí. ¿Willis lo acompaña o se queda aquí?

–Si Jim se va, Willis también se va.

–Está bien. Díselo a Gekko.

–¿Por qué?

–Díselo o te quedarás aquí…

Willis se dirigió a Gekko con una serie de cloqueos. Ninguno de los dos marcianos hizo la menor objeción a sus palabras.

Gekko tomó a Jim y Willis en sus brazos y siguió viaje por el túnel. Llegaron a la habitación asignada a los dos muchachos.

Francis estaba sentado ante dos latas de conserva abiertas, esperando.

–¡Por fin te has acordado de volver! – exclamó.

Jim sintió remordimientos por haber tardado tanto en regresar. Ignoraba cuánto tiempo había estado ausente.

–Perdóname, Frank. ¿Te alarmaste? – dijo.

–No era para tanto… pero faltaste por lo menos tres horas…

¿Tres horas? ¿En tres horas había recorrido un año de su vida, desde que encontrara por primera vez a Willis? ¿Era posible? La lógica indicó a Jim que así debía de ser, pues apenas comenzaba a sentir apetito.

–Sí, claro… si no tienes inconvenientes, comeremos más tarde. Gekko y otro de nuestros amigos nos conducirán al sitio donde nos encontraron…

–Bueno… está bien… -Frank comenzó a enfundarse en su traje térmico. Jim lo imitó. Mientras se vestían, comieron algunos bocados.

–Podemos terminar de comer mientras nos llevan -comentó Frank.

–No olvides de llenar de agua tu receptáculo…

–No te preocupes. A mí no me pasan dos veces las mismas desgracias.

Recién cuando se pusieron en marcha, Jim comprendió que la pequeña habitación con bastidores donde K'Boomch los llevara, no era otra cosa que un vehículo que alcanzaba una aceleración extraordinaria y por eso provocaba aquella sensación de mareo y pesadez que lo obligara a sentarse en el suelo en aquella oportunidad.

En la puerta Gekko y el anciano se despidieron de ellos. Una vez en el interior del pequeño recinto, los dos muchachos y Willis se acomodaron lo mejor posible y la sensación de intolerable pesadez los oprimió durante algunos minutos.

Por fin la desagradable impresión desapareció y los muchachos se pusieron de pie. La puerta se abrió y se encontraron ante un túnel que ascendía bruscamente.

Llenos de entusiasmo, echaron a correr, ansiando salir a la superficie para reanudar el viaje; cuando estaban a mitad de camino se vieron forzados a colocarse nuevamente sus máscaras respiradoras, pues la presión atmosférica disminuyó sensiblemente.

Por fin, diez o doce minutos después de haber salido del vehículo subterráneo, se encontraron en el exterior, bañados por la luz solar.

Al salir, Frank miró en derredor y luego se volvió para clavar la vista en su amigo.

–Oye, Jim… yo no me sentía bien cuando llegamos al sitio donde nos encontró K'Boomch, pero… ¿no era una pequeña población, con solo una torre?

–Sí.

–Ésta tiene varias…

–En efecto.

–¡Entonces estamos perdidos!

–Tienes razón, Frank. ¡Estamos perdidos!


cap. 9

Migración invernal


Se encontraban en un amplio patio, característico en muchas construcciones marcianas. Desde allí podían ver las altas torres que los rodeaban, pero nada más.

–¿Qué crees que podemos hacer? – preguntó Francis.

–¡Hmn! Buscar un nativo para que nos diga dónde estamos…

–¡Bah! Este sitio parece desierto. Me parece que esos tipos nos arrojaron por la borda.

–¡Nos arrojaron por la borda! – repitió Willis.

–Oh, no son capaces de semejante acción -protestó Jim, con acento preocupado. Moviéndose un poco por el patio, miró en derredor-. Oye, Frank…

–¿Qué?

–¿Ves esas tres torrecillas que se alzan a la derecha? Desde aquí se alcanza a distinguir la parte superior…

–Sí… ¡Caramba! ¡Me parece conocerlas!

–Es claro. ¡Vamos!

Corrieron y pronto se encontraron en una avenida. Ya no dudaron. Estaban en la zona desierta de Charax. A tres kilómetros de distancia se alzaban las cúpulas plásticas que protegían las construcciones de la Colonia.


Una vez en la Colonia los dos muchachos se separaron dirigiéndose cada cual a su casa.

Jim esperó frente a la segunda puerta de entrada de su hogar que la presión atmosférica se equilibrara, gozando por anticipado con la sorpresa que daría a los suyos. Por el micrófono instalado en la puerta intermedia le llegó la voz de su madre preguntando quién era, pero no contestó.

Por fin se encontró en el vestíbulo de la casa, frente a Phyllis, que por un instante quedó helada y luego le echó los brazos al cuello, gritando:

–¡Mamá! ¡Es Jimmy! ¡Es Jimmy!

Y Willis, saltando sobre la alfombra, coreó a la niña:

–¡Mamá! ¡Es Jimmy! ¡Es Jimmy!

La madre, pálida, apartó a Phyllis y lo abrazó llorando.

–¡Mi pobre hijito! ¿Estás bien?

–¡Naturalmente que estoy bien! – protestó Jim, sintiendo su rostro mojado por las lágrimas maternas-. Oye… ¿está papá?

La madre pareció repentinamente preocupada.

–No, hijito. A estas horas trabaja en el laboratorio… tú lo sabes.

–Necesito hablarle inmediatamente.

–Está bien -la señora Marlowe se dirigió al teléfono y llamó a su esposo. Con pocas palabras le hizo comprender la necesidad de que regresara inmediatamente.

Phyllis entretanto hablaba con su hermano.

–Eh, Jim… ¿qué has estado haciendo?

–Mira, chiquita, si te lo contara no me creerías…

–No me cabe la menor duda. Pero quiero saberlo igual. Todos hemos pasado bastantes malos ratos por ti.

–No interesa. ¿Qué día es?

–Sábado.

–¿Qué sábado?

–Sábado 14 de Ceres.

Jim parpadeó. Le parecía imposible que en sólo cuatro días hubieran pasado tantas cosas.

–¡Oh, menos mal! Todavía estoy a tiempo…

–¿Qué significa eso de "a tiempo"?

–No me comprenderías. Tendrás que esperar algunos años…

–¡Malo!

La madre se acercó.

–Tu padre vendrá en seguida. ¿Quieres comer algo?

–Oh, no tengo mucho apetito, pero me gustaría tomar algo caliente…

–Está bien, hijito.

–Aprovecha y come todo lo que puedas -terció la niña-, porque no sabemos si podrás hacerlo cuando…

–¡Phyllis!

–¡Pero mamá! Estaba por decirle que…

–¡Cállate o vete a tu dormitorio!

La niña se rindió y dejó de hablar. Mientras Jim bebía una taza de chocolate sintético, llegó James Marlowe.

–Me alegro de verte de regreso, hijo -dijo, estrechándole la diestra como si se hubiera tratado de un adulto.

–A mí me gusta estar de regreso -Jim bebió de un trago el resto de su taza y miró en derredor-. ¿Dónde está Willis? No podemos perder tiempo… tengo que contarte algo muy serio.

–¡Deja a Willis! Quiero saber qué…

–¡Pero Willis es esencial en todo esto!

Willis apareció en ese momento y el muchacho lo alzó.

–Ya tienes a Willis. Ahora explícanos… -comenzó a decir el padre. Pero no pudo terminar pues Phyllis lo interrumpió.

–¡Hay una orden de captura contra ti, Jim! – exclamó.

-¡Jane! ¡Por favor trata de que tu hija permanezca callada!

–¡Ya has oído a tu padre, Phyllis! – exclamó la madre.

–¡Pero mamá! ¡Todo el mundo sabe que esa orden existe!

–Sí, pero tal vez tu hermano lo ignoraba y…

–Es inútil, mamá. Lo sé. Durante la mitad del viaje nos estuvieron tratando de atrapar. Pero nosotros los burlamos. ¡Los policías de la Compañía son tontos!

James Marlowe frunció el ceño.

–Oye, Jim -dijo-. Voy a avisar al Representante de la Compañía para avisarle que estás aquí. Pero no pienso entregarte. Cuando te rindas, yo iré contigo hasta Syrtis Menor y hablaremos con las autoridades. Ahora quiero saber…

–¿Rendirme? ¿De qué estás hablando, papá? – Jim se puso de píe.

Marlowe pareció muy viejo y cansado.

–Tú sabes que yo te apoyaré, no interesa lo que hayas hecho. Pero debes enfrentar la realidad como un hombre, hijo.

Jim miró a su padre seriamente.

–Papá: si crees que he recorrido casi dos mil kilómetros de canales y desiertos para venirme a entregar aquí, estás equivocado. Quien me quiera atrapar va a pasar un mal rato. Te lo aseguro.

–¡Hijo, no puedes hacer eso!

–¡Pues lo haré! ¿Por qué no esperas a saber lo que ha ocurrido antes de hablar de rendición? – su voz era algo aguda. Phyllis lo miraba con los ojos enormemente abiertos y su madre lloraba.

–Tiene razón, James… ¿Por qué no lo escuchas primero?

–¡Es claro que quiero escucharlo! – gritó Marlowe. perdiendo la paciencia-. ¡Pero no puedo quedarme tranquilo oyendo cómo mi propio hijo habla como un forajido!

–¡Habla de una vez, hijito! – rogó la madre, enjugándose las lágrimas.

Jim miró en derredor y repuso amargamente:

–No sé si tengo ganas de hacerlo. ¡Hermosa bienvenida que me dan! ¡Cualquiera diría que soy un criminal fugitivo!

–Lo siento, hijo -dijo su padre con mayor serenidad-. Veamos qué ha ocurrido. Habla.

Con palabras entrecortadas que se hicieron cada vez más serenas, el muchacho relató lo ocurrido.

–Esto es bastante complicado -murmuró James Marlowe cuando su hijo concluyó. Había tomado nota de todo el relato en un cuaderno que le alcanzara Phyllis-. En realidad de no saber que eres un muchacho sincero, creería que se trata de una novela inventada por ti.

–¿Sigues creyendo que debo entregarme?

–¡No, no! Déjame hacer a mí. Llamaré al Representante de la Compañía y…

–¡Un momento, papá!

–¿Eh?

–Olvidé decirte algo…

–No debes dejar nada de lado, hijo… habla.

–Antes contéstame una pregunta… ¿No se supone que la Colonia a esta altura del año debe comenzar su migración invernal?

–Sí… en realidad hubiéramos debido partir ayer, pero hubo una contraorden postergando la fecha.

–No es una postergación, papá. Es una trampa. La Compañía no piensa enviar este año la Colonia al norte.

–¿Qué? Eso es ridículo, hijo… ¡Esta región no es apropiada para que permanezcamos en ella durante el invierno! ¿De dónde sacaste la idea?

–Ya verás… Vamos, Willis… repite aquello de

"Buenas tardes"…. la conversación de Howe y Beecher… ¿Recuerdas?

Willis repitió textualmente conversaciones sin importancia, cantó "Adiós muchachos" y repitió noticiosos radiales, pero no pudo o no quiso reproducir la conversación entre Beecher y Howe.

Jim estaba luchando con su amiguito, cuando sonó la campanilla del teléfono.

–Atiende, Phyllis -ordenó James Marlowe.

La niña así lo hizo y pronto regresó con la noticia:

–Es el Representante General de la Compañía, papá… quiere hablarte… -Marlowe fue al aparato.

–He sabido que su hijo ha regresado. Reténgalo que enviaré un policía a buscarlo.

–No es necesario, señor Kruger. Mi hijo no se marchará y estoy averiguando lo que ha ocurrido.

–Hay una orden de arresto contra él, Marlowe. Usted no puede interferir con la justicia y…

–No se moleste en enviar a buscar a mi hijo, Kruger, No pienso entregarlo.

Con estas palabras, James Marlowe cortó la comunicación. Casi de inmediato el teléfono volvió a sonar.

–Si es Kruger, no quiero hablar con él -exclamó Marlowe-. Le diría algo que luego lamentaría…

Pero era el padre de Francis.

–¡Hola, James! Es Patt Sutton… tengo que hablar contigo.

Los dos hombres se pusieron de acuerdo para escuchar lo que Willis tenía que contarles y Sutton anunció que iba de inmediato hacia la casa de los Marlowe.

James Marlowe cerró la puerta principal y los túneles para evitar que intentaran entrar en su casa por la fuerza. Casi al mismo tiempo sonó el timbre de la puerta exterior.

–¿Quién es? – preguntó el padre de Jim.

–Asuntos de la Compañía.

–¿Qué asuntos?

–Soy el Agente del Representante General de la Compañía en la Colonia Sur. Vengo a buscar a James Marlowe hijo. Traigo una orden de arresto.

–Pues pueden marcharse. No pienso entregar a mi hijo.

Por un momento se escucharon murmullos y luego la primera puerta se abrió para dejar salir a los agentes del Representante de la Compañía.

Sin embargo pronto hubo nuevos sonidos y el indicador de presión indicó que el pequeño pasillo entre las dos puertas estaba ocupado otra vez.

–¡Si han regresado pierden su tiempo! – gritó James Marlowe-. ¡Pueden volverse a marchar como vinieron, que no tengo la menor intención de abrirles!

–¡Caramba! ¿Se trata los amigos? – repuso la voz de Patt Sutton, el padre de Francis.

–¡Perdón, Patt! ¿Estás solo?

–Con Frank. Tropecé con dos agentes del Representante, pero les hice pasar un mal rato.

–¡Papá les dijo que si se me acercaban los iba a moler a palos -esta vez era la voz juvenil de Frank, llena de orgullo-. ¡Y lo hubiera hecho!

Marlowe abrió la puerta y los Sutton entraron llenos de entusiasmo.

–¡Veamos qué es lo que tiene que decirnos ese amigo de tu hijo!

–Yo estuve tratando de hacerlo hablar, pero no lo conseguí.

Francis se adelantó sonriendo.

–No probaron en la forma exacta… -dijo-. A ver, Willis… "¡Buenas tardes! ¡Buenas tardes, Mark! Siéntate, muchacho, siéntate".

De inmediato Willis reanudó la conversación sostenida entre Howe y Beecher y la reprodujo con exactitud fonográfica.

Cuando todo terminó, James Marlowe miró a su amigo.

–¡Esto es terrible! ¿Qué hacemos?.

–¡No sé qué piensas hacer tú, pero yo me iré mañana mismo a Syrtis Menor y no dejaré piedra sobre piedra!

–Sería una forma admirable de expresar nuestros sentimientos, pero éste es un asunto que concierne a toda la Colonia. Yo propongo que citemos a una Asamblea y expliquemos a los demás lo que ocurre.

–Tienes razón. ¡Pero le quitas todo el atractivo al asunto!

Marlowe sonrió sin alegría.

–Creo que antes que este asunto termine, tendrás toda la acción que quieres y algo más…

Los dos padres llevaron a sus hijos al consultorio del doctor McRae para que los examinara, pues temían que el prolongado ejercicio les hubiera hecho daño,

–No vayan a salir de aquí por nada del mundo -dijo Marlowe.

–¡Me gustaría que trataran de llevarnos los hombres de la Compañía! – repuso Jim, y Frank asintió vehementemente.

–Todo lo que quiero es que no los atrapen antes que hayamos el asunto ese de la orden de arresto -exclamó Marlowe-. Iremos a ver a Kruger y le propondremos pagar el importe de la comida que ustedes sacaron de la despensa del Colegio. Además pagaré por el daño que Willis hizo en la pared del despacho de Howe…

–¡Pero papá! – dijo Jim indignado-. ¡Howe no tenía derecho de encerrar a Willis! Por eso el pobre rompió la pared…

–Creo que tu hijo tiene razón, James. Pagaremos la comida, pero nada más -terció Sutton.

–De acuerdo. Pero conviene que dejemos sin efecto todos los cargos, fundamentados o no, porque pienso procesar a Howe por robo. Quiéranlo o no, Howe intentó robar a Willis y a mi hijo, consiguiéndolo por unas cuantas horas…

–No vas a contarle a Kruger que hemos descubierto los planes de la Compañía, ¿verdad, papá? – preguntó Jim-. Llamaría a Beecher para informarlo…

–No le diremos nada hasta que hayamos citado a todos los colonos a la Asamblea. Luego será demasiado tarde para telefonear vía Deimos, pues dentro de dos horas habrá bajado la línea del horizonte y las comunicaciones quedarán interrumpidas hasta mañana.

–Perfectamente, papá…

–Bueno, chicos. Entren en la casa del doctor, que nosotros tenemos mucho trabajo por delante…

Los muchachos se despidieron de sus respectivos padres y penetraron en el consultorio del viejo doctor McRae, que al verlos lanzó una exclamación:

–Parece que tenemos peligrosos criminales de visita, ¿eh? Adelante… en interés de la ciencia médica quiero que me cuenten todo lo que han hecho…

Una hora y media más tarde, después de haber explicado todo al médico, los dos muchachos se dejaron revisar para cumplir con las órdenes paternas.

–Vivirán -dijo McRae por fin-. Cualquier chico capaz de llegar desde Syrtis Menor hasta Charax por sus propios medios, vivirá un buen rato si no lo matan antes…


La Asamblea de la Colonia se reunió aquella tarde. Cuanto Marlowe y Sutton llegaron al local, encontraron a los agentes de Kruger cuidando la puerta de acceso.

–Tenemos que abrir antes de que comiencen a llegar los invitados -dijo Marlowe. Pero el mayor de los agentes, un empleado de la Compañía llamado Dumont repuso:

–¡Hoy no habrá reunión!

–¿Por qué no?

–Órdenes del señor Kruger.

–Esta reunión ha sido anunciada regularmente -exclamó Marlowe-. Hágame el favor de apartarse…

–Por favor, señor Marlowe. No empeore las cosas… -dijo el agente-. Tengo que cumplir mis órdenes…

En ese momento llegaron Jim y Frank, que se colocaron tras sus padres sonriendo. Los cuatro estaban armados.

Dumont miró nerviosamente a padre e hijos.

–¡Ustedes no tienen derecho a ir armados dentro del confín urbano de la Colonia! – exclamó.

–¡Ah, conque ésas tenemos! – Pat Sutton desenfundó su pistola y la entregó a su hijo. Luego avanzó dos pasos, deteniéndose ante los agentes de la Compañía-. Ahora bien: ¿se apartarán voluntariamente o prefieren que los haga rodar por el suelo?

Sutton no era mucho más alto que Dumont, pero antes de emigrar a Marte había sido ingeniero en zonas tan peligrosas como el planeta rojo, donde había dependido de su fuerza y habilidad para la lucha para dominar a las cuadrillas de obreros que trabajaran bajo sus órdenes.

El agente retrocedió un paso, y en ese momento a espaldas del padre de Frank resonó una voz autoritaria:

–¡Oiga, Sutton! ¿Está usted interfiriendo con mis hombres?

Era Kruger, el Representante local de la Compañía Comercial de Marte.

–No, Kruger… en realidad son ellos quienes interfieren conmigo… dígales que se aparten.

Kruger sacudió la cabeza negativamente.

–La reunión ha sido cancelada.

James Marlowe avanzó hacia el Representante.

–¿En virtud de qué autoridad? La Asamblea ha sido citada por los miembros del Consejo y de ser necesario puedo exhibirle a usted las firmas de veinte colonos pidiendo que se realice. Con esto basta.

Pero el Representante de la Compañía era un hombre terco.

–Los Estatutos de la Colonia dicen claramente que las Asambleas podrán reunirse tan sólo a los efectos de tratar asuntos de interés público. No pienso consentir que ustedes agiten la opinión de la Colonia para salvar a sus hijos del destino que merecen.

Mientras los dos hombres discutían, habían llegado numerosos colonos citados para la asamblea.

–No reconozco que usted esté en lo cierto al decir que la suerte de estos dos muchachos sea algo que no concierne a la colonia -insistió Marlowe-. La mayor parte de estas personas tienen hijos en edad escolar, que están bajo la tutela, si así podemos llamarla, del Director Howe. Tienen derecho de saber cómo son tratados sus hijos. Pero de cualquier forma le doy mi palabra de honor que ni el señor Sutton ni yo hemos venido para hablar de nuestros muchachos. ¿Le bastará esto y retirará sus agentes de la puerta?

–¿Cuál es el propósito de esta reunión? – insistió Kruger.

–Se trata de algo que interesa a todos los habitantes de la Colonia. Lo discutiré en el interior del recinto y no afuera.

–¡Hum! – numerosos Consejeros estaban entre la multitud que se había ido formando en torno a la puerta del recinto. Uno de ellos, Juan Montez, carraspeó.

–¡Un momento, señor Marlowe! Cuando usted me avisó que se realizaría esta reunión, no tenía idea de que el Representante de la Compañía se opondría…

–El Representante no tiene voz ni voto en este asunto.

–Bueno… ¡pero esta situación es inaudita! ¿Por qué no nos informa sobre los motivos de la Asamblea?

–¿Qué clase de pollino es usted, Montez? – esta vez era el doctor McRae-. Lamento haberlo votado… ¡No vaya a ceder, James!

–No tengo la menor intención de hacerlo, doctor. Quiero que toda la Colonia esté en el recinto y las puertas cerradas cuando comience a hablar.

Montez y los demás Consejeros se reunieron aparte y cambiaron ideas. Luego se adelantó el Presidente del Consejo, Hendrix, y encaró al padre de Jim.

–Para evitar cualquier eventualidad, señor Marlowe -dijo-, ¿no quiere explicar usted al Consejo lo que ocurre?

Marlowe sacudió negativamente la cabeza.

–Usted autorizó la Asamblea cuando se lo pedí. En caso contrario hubiera buscado veinte firmas de colonos para realizarla. ¿No se atreven a enfrentar a Kruger?

–¡No los necesitamos, James! – rugió el doctor McRae-. ¡A ver! ¿Quién quiere que se realice la reunión? ¿Quién quiere escuchar lo que Marlowe tiene que decirnos.

–¡Yo quiero! – contestó alguien.

¿Quién es? ¡Ah, Kelly! ¡Muy bien, Kelly, adelántese! ¿No hay otros dieciocho que se atrevan a estornudar sin pedir permiso a Kruger? ¡Hablen!

Dos minutos después había veinte hombres más junto a McRae, que sin aguardar un instante se volvió hacia el Representante de la Compañía:

–¡Saque del camino a sus dos sabuesos, Kruger!

Kruger farfulló algo incomprensible; Hendrix lo tomó del brazo y le dijo algo al oído. Luego hizo un gesto hacia los dos agentes de la Compañía, que interpretaron el movimiento como una orden de Kruger y se marcharon apresuradamente.

La multitud entró en el recinto y se ubicó. Kruger se sentó en la última fila. Habitualmente lo hacía sobre la plataforma donde sesionaba el Consejo.

Como ninguno de los consejeros se atrevió a presidir la reunión, James Marlowe se ubicó en el estrado y golpeó el martillo para imponer silencio.

–Vamos a proceder en orden. ¿Quién dirigirá el debate? – exclamó.

–Hágalo usted, James -era la voz del doctor McRae.

–¿Alguien propone un nombre?

–¡Lo propongo a usted! – esta vez era Konski, otro de los colonos.

–¿Nadie se opone? – el asentimiento fue general y Marlowe presidió la reunión. Para comenzar, informó a los presentes la forma en que su hijo y Frank habían debido huir del Colegio, llevándose a Willis para salvarlo de la codicia del Director Howe.

–¡Marlowe! – exclamó Kruger cuando hubo escuchado parte del relato.

–¡Diríjase a la presidencia, por favor! – lo interrumpió el padre de Jim.

–Está bien… señor presidente -Kruger pareció morder las palabras-. Usted me dio su palabra de que no se referiría al asunto de los dos muchachos y está faltando a ella…

–¡En lo más mínimo! Mi hijo y Francis han traído noticias de interés general.

–¡Eso es falso! Usted pretende…

–¡Silencio! Usted está fuera de la cuestión.

–¡Me niego a callarme! Esto es absolutamente irregular y…

–Señor Kelly… queda designado comisario de esta Asamblea. Puede nombrar sus ayudantes para mantener el orden.

De inmediato el Representante de la Compañía se sentó y dejo de protestar.

James Marlowe prosiguió explicando los pormenores del viaje de los dos muchachos y habló luego de Willis. Todos los colonos conocían a los "cabezas redondas de Marte" y sabían la extraordinaria facilidad con que los pequeños seres reproducían sonidos y voces con absoluta fidelidad. Al llegar su padre a esta parte de su exposición, Jim subió al estrado llevando consigo a Willis.

–¡Vamos! ¡Hazle hablar! – dijo en voz baja Marlowe.

–Trataré -repuso el jovencito -. ¡A ver, Willis! "¡Buenas tardes!"

¡Buenas tardes, Mark. Siéntate, muchacho, siéntate!" -prosiguió Willis, reproduciendo íntegramente la conversación entre Beecher y Howe.

Alguien reconoció inmediatamente la voz de Beecher y un murmullo se extendió por la asamblea cuando el conocimiento circuló entre los demás.

Cuando la voz de Beecher comenzó a exponer su teoría sobre los colonos, Kruger se incorporó a punto de interrumpirlo, pero Kelly, que se había ubicado tras él, lo hizo sentar de un empellón forzándolo a mantenerse silencioso.

Cuado Willis concluyó, se produjo un pesado silencio, que pronto se convirtió en un murmullo amenazador.

Marlowe golpeó con su martillo sobre la mesa para imponer orden, y un joven técnico llamado Andrews subió al estrado.

–Señor Presidente… -dijo-. Sabemos la importancia de lo que acabamos de oír. Pero… ¿Hasta qué punto podemos confiar en este animalito?

–No creo que Willis o cualquiera de sus congéneres sea capaz de alterar una conversación que ha oído y mucho menos de inventarla. ¿Hay un experto en biología experimental1? ¿Qué dice usted, doctor Ibáñez?

–Estoy de acuerdo con usted, señor Marlowe. Una conversación complicada como la que acabamos de escuchar, está más allá del nivel mental de un "cabeza redonda de Marte"… Tiene que ser real.

–¿Lo satisface esto, Andy?

–Hum… no. Todos sabemos que uno de estos animalitos no puede inventar algo así, pero… ¿Es ésa la voz de Beecher? La hemos oído por radio, nada más. ¿No será una imitación?

Alguien gritó desde la platea:

–Es Beecher… tuve que oírlo demasiadas veces cuando estuve estacionado en Syrtis para equivocarme.

Andrews sacudió la cabeza.

–No podemos dejar un asunto tan serio sin resolver en forma absolutamente cierta. Podría tratarse de un buen imitador.

Kruger había quedado demasiado asombrado para hablar; Beecher no le había dicho nada sobre sus planes, pero en su despacho tenía suficiente elementos de juicio como para comprender que lo que acababa de reproducir Willis era real. Nada se había hecho para preparar la migración anual, y él lo sabía.

Empero el comentario de Andrews le dio una pauta para defenderse.

–Me alegro de ver que hay alguien suficientemente inteligente como para no dejarse engañar -dijo, levantándose-. ¿Cuánto tiempo tardó en enseñarle eso, Marlowe?

–¿Lo amordazo, jefe? – preguntó Kelly.

–No. Es algo que debemos enfrentar. ¿Alguien quiere formular alguna otra pregunta?

Un hombre alto y flaco, que estaba sentado en la última fila, se incorporó.

–Yo puedo zanjar la cuestión -dijo.

–Adelante, señor Toland -invitó Marlowe.

–Tengo que buscar algunos aparatos… en seguida vuelvo.

Toland era ingeniero electrónico y técnico de sonidos.

–Creo comprender lo que piensa hacer… va a comparar las voces…

–Efectivamente. Tengo varios modelos de la voz de Beecher pues Kruger me hizo grabar todos los discursos que transmitían por radio…

Mientras el técnico iba en busca de sus aparatos, la señora Pottle reaccionó indignada contra las sospechas que se estaban demostrando en el recinto y se negó a permanecer más tiempo escuchando los cargos que se formulaban contra la Compañía.

–Tenía esperanzas de que nadie intentara salir del recinto mientras no hubiéramos llegado a una decisión -dijo Marlowe-. Si la Colonia resuelve actuar, resultará ventajoso hacerlo sorpresivamente. ¡Señor Kelly… no permita la salida a nadie!

–¡Encantado, jefe!

Toland regresó con sus aparatos; Willis volvió a repetir la conversación, esta vez frente a un micrófono, y el técnico grabó en cinta magnética una buena parte. Luego buscó palabras que se repitieran, como "buenas tardes", "Compañía", "estimado", y las hizo pasar por un analizador, que señalaba en una pantalla las distintas oscilaciones de cada sonido. Hecho esto, seleccionó algunos párrafos de discursos pronunciados por el Representante General de la Compañía Comercial de Marte y los pasó también por el analizador.

Por fin se irguió y miró seriamente a los colonos.

–Es la voz de Beecher -anunció con voz grave.

Nuevamente James Marlowe tuvo que golpear el martillo para reclamar orden; luego alzó la voz y preguntó:

–¿Qué sugieren?

–¡Vayamos a Syrtis Menor y linchemos a Beecher! – gritó alguien. Marlowe propuso que se limitaran a cosas prácticas.

–¿Qué tiene que decir Kruger de todo esto? – inquirió otra voz.

–Eso es… ¿Qué dice usted, señor Representante? – preguntó James Marlowe.

–Suponiendo que esa bestezuela haya dicho…

–¡Basta de tonterías! Toland probó que la conversación es real.

Kruger miró en derredor, enfrentándose con una decisión que no alcanzaba a atreverse a tomar.

–Yo no tengo nada que ver. De cualquier forma, están por transferirme…

McRae se puso de pie.

–Veamos, señor Kruger. Usted es el custodio de nuestros derechos. ¿Acaso no piensa defenderlos?

–¡Caramba, doctor! Yo trabajo para la Compañía Comercial de Marte. Si ésta es una decisión de la Compañía, y observe usted que aún no lo he admitido, no puede esperar que vaya contra sus propios intereses…

–Yo también trabajo para la Compañía -gruñó McRae-, pero no me vendí a ella en cuerpo y alma… -sus ojos se pasearon por los concurrentes-. ¿Qué dicen ustedes? ¿Echamos a patadas de aquí a este miserable?

Marlowe agitó el martillo para restablecer el orden.

–Siéntese, doctor. No tenemos tiempo para perder en locuras.

–Señor Presidente…

–¿Sí, señora Palmer?

–¿Qué sugiere usted que debemos hacer?

–Preferiría que las propuestas llegaran de la sala.

–Eso es una tontería. Usted debe de tener una opinión formada. Después de todo, conoce este asunto desde mucho antes que nosotros

Marlowe advirtió que éste era el deseo de la mayoría.

–Está bien. Yo hablaré en mi nombre y en el del señor Sutton. La Compañía tiene la obligación legal de proporcionarnos los medios de emigrar con cada cambio de estación. Propongo que nos pongamos en marcha de inmediato.

–¡De acuerdo!

–¡Secundo la moción!

–¡Un momento! ¡Un momento! ¡Pido la palabra!

Se trataba de un hombrecillo preciso y escrupuloso llamado Humphrey Gibbs.

–El señor Gibbs tiene la palabra -dijo Marlowe, bajando el martillo.

–Opino que no debemos tomar la ley en nuestras manos. Si no nos envían los elementos necesarios para emigrar, debemos comunicarnos primero con el general Beecher, en segundo término con el Directorio de la Compañía y en definitiva, iniciar juicio frente a los tribunales regulares de la Tierra.

McRae se levantó como movido por un resorte.

–¿Le molesta a alguien que hable? – inquirió con acento feroz-. No quiero hollar el código de procedimientos… ¿Así que este pollerudo quiere iniciar juicio? ¿Cuándo? ¿Cuando en el exterior haya ciento treinta grados bajo cero? Si ustedes quieren que la Compañía cumpla con el contrato que ha firmado con la Colonia, tienen que forzarla… ¿No se dan cuenta lo que hay en el fondo de todo? La Compañía pretende traer más inmigrantes para ganar más dinero sin invertir un centavo extra… en lugar de ampliar la Colonia, pretende tener pobladas las dos latitudes simultáneamente… Pero el asunto no se relaciona solamente con lo que podemos hacer o no. No es una cuestión de saber si es posible vivir con una temperatura exterior de ciento treinta grados bajo cero. Se trata de resolver de una vez por todas si Marte ha de ser una colonia gobernada por amos que están a ochenta millones de kilómetros de distancia, o si seremos hombres y mujeres libres. Cuando el proyecto de restauración de la atmósfera marciana haya dado resultados positivos, vendrán millones de emigrantes en busca de su lugar, para transformar los desiertos en campos fértiles. ¿Qué les ofreceremos? ¿Una patria libre o una factoría? Ahora ha llegado el momento de emanciparnos. ¡Ahora o nunca!

Se produjo un momento de silencio y luego resonaron algunos aplausos.

James Marlowe golpeó con su martillo.

–¿Alguien más desea hablar? – inquirió.

Patt Sutton se puso de pie.

–El doctor dijo lo que pienso yo mismo… nunca me gustó saber que hay amos lejanos que usufructúan mi trabajo.

–¡Tienes razón, Patt! – gritó Kelly.

–Rechazo la afirmación porque no tiene nada que ver con lo que tratamos -exclamó Marlowe-. Nos estamos refiriendo exclusivamente a la migración invernal. Nada más.

Cuando llegó el momento de la votación, ninguno de los presentes votó en contra de la moción de James Marlowe, si bien algunos se abstuvieron.

Luego se resolvió designar un Comité de Emergencia para dirigir la migración. Se designó Presidente provisorio a James Marlowe padre, quien imaginando la participación del doctor McRae en su designación, lo incluyó en la lista de miembros ejecutivos del Comité.

La Colonia Sur tenía en aquellos momentos quinientos nueve pobladores, contando desde él viejo doctor McRae hasta el bebé más pequeño. Para realizar el viaje disponían de once coches-motor, lo que les dejaba muy poca comodidad y ningún espacio para carga. Habitualmente las migraciones eran realizadas en tres etapas distintas, contándose además con vehículos supernumerarios provistos por Syrtis Menor.

El padre de Jim resolvió realizar el traslado de toda la población en masa, considerando que era probable que el curso de los acontecimientos permitiera a los colonos enviar más tarde a buscar sus pertenencias de uso corriente. Muchos protestaron ante esta decisión, pero el Comité de Emergencia la apoyó en su resolución y a nadie se le ocurrió citar a una nueva reunión. El tiempo apremiaba demasiado.

La fecha de partida se fijó para el lunes a las cero horas.

Kruger permaneció arrestado en su oficina, bajo la custodia de Kelly, que siguió siendo una especie de Jefe de Policía de facto.

El domingo por la tarde el propio Kelly fue a buscar a Marlowe para avisarle que había llegado un coche-correo de la Compañía con dos policías enviados por Beecher en busca de Jim y Francis. Evidentemente Kruger había telefoneado a Syrtis Menor apenas enterado de la aparición de los muchachos.

–¿Dónde están ahora? – preguntó.

–En la oficina de Kruger. Nosotros los arrestamos a ellos.

–Tráigalos. Quiero interrogarlos.

–Bien, jefe.

Kelly y un ayudante honorario escoltaron pronto a los dos policías hasta la oficina del Presidente provisorio.

–¡Ustedes no pueden salirse con la suya! – protestó uno de ellos.

–Nadie les ha hecho daño y pronto quedarán en libertad -repuso gravemente Marlowe-. Tan sólo quiero que contesten a algunas preguntas que necesito formularles.

Empero lo único que obtuvo fueron una serie de gruñidos; diez minutos después Kelly lo llamó por el teléfono interno con expresión profundamente excitada.

–¡No me creerá si se lo digo, jefe! – exclamó-. ¡Ese viejo zorro de Kruger aprovechó mi momentánea ausencia para salir de su oficina y huir utilizando el coche-correo de los dos policías! ¡Yo ni siquiera imaginaba que podía manejarlo!

Marlowe hizo un esfuerzo para controlar sus sentimientos y se mantuvo imperturbable…

–Tendremos que anticipar la hora de la partida. Dejen todo lo que están haciendo y avisen que nos marchamos apenas se haya puesto el sol… dentro de dos horas y diez.

Las protestas aumentaron de tono, pero cuando el sol rozó el horizonte, el primer coche-motor abandonaba la Colonia, seguido por los demás con quince segundos de intervalo entre cada uno. Cuando el astro-rey hubo desaparecido por completo, la Colonia Sur había quedado totalmente desierta.


cap. 10

Encerrados


Cuatro de los coches-motor eran viejos modelos de marcha lenta, que apenas alcanzaban los trescientos kilómetros por hora. La columna se vió pues forzada a disminuir su velocidad para evitar que quedaran rezagados.

McRae y James Marlowe viajaban en el último coche, en el que se había establecido el Cuartel General del Comité de Emergencia.

–¿Planea detenerse en Hesperidum, James? – inquirió el viejo doctor, mientras pasaban frente a la Estación Cynia sin disminuir la marcha.

Marlowe frunció el ceño.

–Prefiero no hacerlo -repuso-. Si nos quedamos allí, significará esperar hasta la puesta del sol a que el hielo se solidifique lo suficiente como para ser seguro… eso nos haría perder un día íntegro y no estamos en condiciones de desperdiciar tiempo alguno. Con Kruger suelto, Beecher se enterará del asunto y podrá planear la mejor forma de detenernos…

La columna estaba cerca del Ecuador, donde los hielos se licuaban todas las mañanas, helándose recién después de la puesta del sol y retardando así la marcha.

–¿Qué planea hacer, capitán? -inquirió entonces el médico.

–Seguiremos hasta los embarcaderos y nos apoderaremos de todos los lanchones que haya en Syrtis Menor. Apenas los hielos se hayan fundido, reanudaremos viaje hacia el norte. No tengo ningún plan, excepto forzar los acontecimientos antes de que Beecher tenga tiempo de organizarse y tratar de detenernos…

McRae asintió alegremente.

–Hay que ser audaces, muchacho. ¡Ésa es la clave del éxito!

–Temo que el hielo ceda y haya un accidente… si llega a morir alguien, yo seré el responsable, doctor.

–Los conductores son suficientemente hábiles como para evitarlo, James. Soy un hombre viejo y he aprendido que en la vida de tanto en tanto hay que correr riesgos para poder seguir adelante… En caso contrario, el hombre sería un simple vegetal, ¡listo para ir a la cacerola! Veo luces adelante, James… debe de ser Hesperidum.

Marlowe no contestó, y poco después las luces quedaban tras la columna.

Eran poco más de las nueve de la mañana cuando pasaron frente a la estación de coches-correo de Syrtis Menor. Sin detenerse prosiguieron hacia los muelles, ubicados en el punto terminal del gran canal del Norte.

Cuando el vehículo de Marlowe atracó, el Comité de Emergencia descendió en pleno y pronto los pasajeros de los demás coches comenzaron a bajar al muelle. Marlowe llamó a Kelly:

–¡Dígales que permanezcan donde están! – ordenó. Al oírlo, Jim se colocó tras él, tratando de pasar inadvertido.

En los muelles no había ninguna embarcación. Marlowe miró irritado hacia los depósitos.

–Bueno, doctor… -dijo a McRae, que estaba a su lado-. Estoy en la copa del árbol… ¿cómo bajo?

–Hubiera sido peor detenernos en Hesperidum, James.

–No estamos en mejor situación aquí.

Un hombre salió de la hilera de depósitos y se dirigió hacia el muelle.

–¿Qué es esto? – inquirió-. ¿Un circo?

–Es la migración de la Colonia Sur.

–Me estaba preguntando cuándo pensarían viajar… Hasta ahora no había oído nada al respecto.

–¿Dónde están los lanchones?

–Diseminados por los canales del norte… yo no tengo nada que ver. Llame a la Dirección de Tráfico.

Marlowe frunció el ceño.

–¿Hay un teléfono por aquí? – preguntó.

–En mi oficina. Yo soy el guardián de los depósitos… vaya y hable.

–Gracias.

McRae lo siguió a la oficina.

–¿Qué planea hacer, hijo?

–Voy a llamar a Beecher.

–Tiempo perdido.

–¡Hay que solucionar el problema del alojamiento para esta noche, doctor! En los coches tenemos quinientos seres humanos esperando… mujeres y niños. ¡No pueden pasar la noche sentados!

McRae se encogió de hombros.

–Usted es el cocinero de este pastel -dijo simplemente.

Marlowe llamó por teléfono a Beecher. En la pantalla televisora apareció el rostro del Representante General de la Compañía de Marte, que lo miró sin reconocerlo.

–Hable, buen hombre. ¿Ocurre algo en los depósitos?

–Soy Marlowe, Presidente provisorio del Comité de Emergencia de Colonia Sur. Tengo quinientas personas en los muelles. Necesito alojamiento para esta noche y barcazas para seguir viaje mañana rumbo al norte. ¿Qué hacemos?

Beecher sonrió con expresión desagradable.

–¡Ah, el famoso señor Marlowe! – exclamó-. Mire, Marlowe, su gente puede regresar esta misma noche al punto de partida. Usted y su hijo se quedarán aquí para ser sometidos a juicio.

Marlowe estaba por responder, pero haciendo un esfuerzo se contuvo y cortó la comunicación.

–Tenía razón, doctor. No valía la pena perder tiempo hablándole… -murmuró.

–¡Bah! No nos perjudicó en lo más mínimo.

En el muelle Kelly había tendido una línea de ayudantes armados protegiendo los coches. Marlowe se le acercó.

–¿Qué ocurre?

–Vi a uno de los sabuesos de Beecher husmeando por aquí y adopté algunas precauciones elementales, jefe -repuso Kelly.

–Usted es mejor general que yo… bien hecho.

–¿Por qué no lo detuvo para interrogarlo? -inquirió McRae.

–No quise disparar contra él.

–Mal hecho -gruñó el belicoso médico.

–¿Qué es esto? – preguntó Kelly, dirigiéndose a Marlowe-. ¿Una guerra o un incidente con la Compañía?

–No se preocupe, Kelly. Procedió correctamente.

McRae lanzó un resoplido de fastidio. Marlowe lo miró.

–¿No está de acuerdo, doctor?

–Mire, James, esto me recuerda un caso que presencié en el Oeste norteamericano hace muchísimo tiempo. Un respetable ciudadano baleó por la espalda a un conocido pistolero. Cuando le preguntaron por qué no le había dado una oportunidad de defenderse, contestó: "Porque me hubiera matado; así está muerto él y yo sigo viviendo". Si en este asunto usted se comporta como un buen deportista, está dándoles ventaja a ellos, que son un grupo de canallas.

–No tenemos tiempo para contar anécdotas dudosas, doctor. Hay que acomodar a esta gente para que pasen la noche bien…

–Está equivocado. El primer punto es otro.

–¿Cuál?

–Formar una fuerza de voluntarios para capturar a Beecher y los jefes de la Compañía estacionados aquí. Yo me ofrezco para conducir a los hombres.

–¡Eso queda fuera de la cuestión! – exclamó irritado Marlowe, con un gesto de fastidio-. Somos un grupo de ciudadanos que queremos hacer valer nuestros derechos, no una banda de forajidos.

McRae sacudió la cabeza con tristeza.

–Usted no justifica ni siquiera las acciones que ha realizado, James… Para Beecher nosotros ya somos delincuentes ¡y así piensa tratarnos!

–¡Tonterías! ¡Lo único que hacemos en forzarlo a cumplir un contrato! ¡Si se comporta como debe, reconoceremos su autoridad!

–¡La única forma de tratar a las víboras es aplastarles la cabeza, hijo!

–Doctor McRae, si usted está tan seguro sobre los métodos que debemos emplear, ¿por qué no aceptó la jefatura del grupo en lugar de proponerme a mí?

El médico enrojeció.

–Le pido disculpas, señor Marlowe. ¿Cuáles son sus órdenes?

–Usted conoce Syrtis Menor mejor que yo, doctor. ¿Dónde podemos alojarnos?

Jim creyó oportuno tomar la palabra.

–Papá, estamos cerca del Colegio y…

–¡Silencio, hijo! ¡Este no es momento para charlar!

–¡El chico tiene razón, James! – exclamó el médico-. ¡En el Colegio hay comodidad para todos, camas y cocina!

–Hum… tal vez así sea. ¿Convendrá instalar a las mujeres y las criaturas en la sección femenina?

–No divida nuestras fuerzas, James -aconsejó el doctor McRae-. Y lo digo arriesgándome a que me vuelva a retar…

–Tiene razón, doctor. ¡Kelly!

–¡Sí, jefe!

–Que todos bajen al muelle. Ponga un hombre a cargo de cada columna. Vamos a ocupar el Colegio.

–¡Comprendido!

En las calles de Syrtis Menor, en el sector terrestre por lo menos, había poco tránsito. Los caminantes preferían comunicarse por los túneles; así, los pocos que se cruzaron con los colonos, no intentaron interferir, ni siquiera averiguar qué ocurría.

En el vestíbulo del Colegio estaba Howe, con su máscara, a punto de salir. Los primeros veinte colonos que entraron lo detuvieron.

–¿Quiénes son ustedes? – inquirió con acento ofendido el Director.

–Me llamo Marlowe -dijo el Presidente provisorio del Comité de Emergencia-. Tenemos que ocupar por esta noche el edificio para alojar a las familias de la Colonia Sur.

–¡Absurdo! ¡Ustedes no pueden hacer esto! – rugió Howe. Pero los colonos lo forzaron a entrar nuevamente al edificio.

–Pero… -murmuró. Luego pareció pensarlo mejor y se alejó por un corredor.

Treinta minutos más tarde Marlowe, McRae y Kelly clausuraban la entrada tras el último grupo de colonos. En el gran hall los aguardaba Sutton.

–Tengo noticias agradables, James -dijo-. La señora Palmar me informa que dentro de treinta minutos estará preparada la comida.

–Me alegro. Ya sentía apetito.

–La cocinera del Colegio está que trina. Quiere hablarte.

–Atiéndela tú. ¿Dónde está Howe?

–Que me registren… Lo vi alejarse con aire de querer tragarse a medio mundo.

Entretanto los hijos de los colonos que estaban internados en el colegio corrían a abrazar a sus padres. Pronto corrió la voz de las indignidades que Howe había hecho sufrir a los muchachos. Kelly palmeaba la espalda de una réplica reducida de sí mismo, que a su vez le golpeaba el hombro alegremente.

Un hombre se acercó a James Marlowe y le habló al oído.

–Howe está escondido en su despacho -le dijo.

–Déjelo que se quede allí. ¿Quién es usted?

–Jan van der Linden, profesor de Ciencias Naturales. ¿Y usted?

–James Marlowe. Estoy a cargo de la migración por razones de fuerza mayor. Oiga… ¿puede hacernos el favor de separar a los alumnos externos y mandarlos a sus casas? Tendremos que quedarnos en el Colegio un día o dos.

El profesor miró dubitativamente a Marlowe.

–Al señor Howe no le gustará que proceda sin sus órdenes específicas -dijo.

–Es algo que pienso hacer de cualquier forma. Usted puede apresurar las cosas. Por otra parte, yo me hago responsable.

Entretanto, Jim vio a su madre entre los que entraron últimos. Sostenía al pequeño Oliver en sus brazos y parecía muy fatigada. A su lado estaba Phyllis.

–¡Mamá! – gritó, corriendo hacia ella-. Ven, que tengo un sitio para ti… Así podrás descansar cómodamente.

–¡Oh, no podría dar un sólo paso, hijito!

–¡Vamos! – suavemente forzó a su madre a seguirlo basta el dormitorio que ocupara con Francis y la hizo tender en su cama-. Ya estás mejor, ¿verdad?

–¡Eres un ángel, Jimmy!

–Phyl, tú puedes traerle luego algo de comer… ahora cuídame a Willis.

–¿Por qué? ¡Quiero ver lo que pasa afuera!

–Tú no eres más que un estorbo en el camino… ¡no te muevas de aquí!

–Tengo tanto derecho como tú y…

–¡No peleen, chicos! Nosotros cuidaremos a Willis, hijo… Avísale a tu padre que estamos aquí -intervino la madre.

En el salón de actos del Colegio se realizaba una Asamblea. En el momento en que llegó Jim, hacía uso de la palabra un colono llamado Linthicum, un hombre corpulento y de aire agresivo.

–¡Sostengo que el doctor tiene razón! Necesitamos los botes, Beecher los tiene, pero no quiere entregarlos, ¿verdad? ¡Pues vamos a tomarlos! La Compañía no dispone de más de ciento cincuenta hombres armados… nosotros somos el doble. ¡Propongo que vayamos a buscarlo y lo obliguemos a cumplir con su parte del contrato!

McRae alzó los ojos al cielo y murmuró:

–¡Dios me proteja de mis amigos!

Otros colonos pidieron la palabra. Marlowe se la concedió a Humphrey Gibbs.

–Señor Presidente… vecinos… ¡nunca oí un discurso más absurdo y alocado! El señor Marlowe nos convenció de embarcarnos en esta absurda aventura, que nunca aprobé totalmente, y ahora nos hallamos en una situación desesperada. ¡Propongo que acudamos a los medios legales y no a la fuerza!

–Si quiere decir que debemos pedir transporte adecuado al general Beecher, ya lo hemos hecho y se negó…

Gibbs sonrió acremente.

–Me perdonará si le digo que a veces la personalidad del peticionante influye en el ánimo de quien escucha el pedido… ¿No sería inteligente hacer que el Director Howe hable por nosotros al general Beecher?

–¡Sería la última persona en hacerlo! – lo interrumpió Sutton.

–¡Dirígete a la presidencia, Patt! – le observó Marlowe. Sus ojos se pasearon sobre los presentes-. Yo creo lo mismo, pero si alguien piensa lo contrario, pienso que lo correcto es hacer la prueba. ¿Dónde está Howe?

–Sitiado en su despacho -repuso Kelly con una sonrisa de profunda satisfacción-. Hay un asuntito personal que quiero arreglar con él y no me deja…

–¡Caramba, señor Kelly! – exclamó escandalizado Gibbs.

–Supongo que el señor Kelly dejará de lado su cuestión personal si se lo pedimos -insinuó Marlowe, golpeando con el martillo sobre la mesa para imponer orden.

Se votó y los únicos que demostraron interés en que interviniera Howe en aquel asunto fueron el propio Gibbs y el matrimonio Bottle.

–Queda por determinar el curso de nuestras próximas acciones. ¿Peleamos o tratamos de negociar? – insistió Marlowe.

–Soy partidario de tomar lo que necesitamos -dijo Konski-, pero tal vez no sea ése el camino. ¿Por qué no volvemos a hablar con Beecher, señor Marlowe?

Así se hizo. Beecher apareció en la pequeña pantalla con expresión satisfecha.

–¡Ah, mi buen amigo Marlowe! ¿Llama para entregarse?

Marlowe explicó en forma impersonal el pedido del llamado.

–¿Lanchones para viajar a Copais? – repuso sardónicamente Beecher-. Los coche-motor estarán listos a medianoche para que regresen a Colonia Sur. Quienes lo hagan tranquilamente, escaparán al castigo merecido por sus acciones. Usted no, naturalmente…

–¿Es ésta su última decisión?

–¡Algo más… suelte inmediatamente al señor Howe o a los cargos que pesan sobre usted agregaremos el de secuestro.

–Howe puede abandonar el edificio cuando quiera. Está perfectamente seguro en su despacho, y si no quiere salir es por un asunto personal con el padre de uno de sus alumnos… yo nada tengo que ver con él.

Beecher meditó un momento.

–¡Tiene que darle un salvoconducto! – insistió.

–Se equivoca, ¡No pienso interferir con las cuestiones personales de mis compañeros!

Beecher lo miró un momento y luego interrumpió la comunicación.

Marlowe se rascó el mentón.

–No puedo tener prisionero a Howe, pero mientras se quede en este edificio, estamos a salvo de cualquier idea absurda que se le ocurra a Beecher… Parecía muy seguro de su poder.

–Trataba de engañarnos -observó Kelly.

–No lo creo. – Marlowe volvió al salón de actos y explicó la conversación sostenida. De inmediato la señora Pottles se puso de pie.

–¡Mi marido y yo aceptaremos el amable ofrecimiento del general Beecher y regresaremos a Colonia Sur inmediatamente! ¡Y espero que ustedes sean castigados en forma adecuada por su conducta! ¡Vamos, querido!

Seguida por su esposo, que trotaba tras ella como una obediente sombra, la mujer abandonó el recinto.

Marlowe miró en derredor.

–¿Alguien más quiere salir? – dijo.

Gibbs se apresuró en marcharse tras el matrimonio.

–¡Propongo que nos organicemos para entrar en acción! – mocionó entonces Toland.

Todos estuvieron de acuerdo en confirmar a Marlowe como jefe de la Colonia. En ese momento reapareció Gibbs, pálido y tembloroso.

–¡Están muertos! – exclamó-. ¡Los mataron!

–¿A quién? – inquirió James Marlowe.

–¡A los Pottles! ¡Casi me alcanzan también a mí! – cuando se tranquilizó como para articular su historia, explicó que habían salido, la señora Pottles al frente como de costumbre. Pero mientras él se ajustaba la máscara tras la puerta, una lengua de fuego había abatido al matrimonio, matándolos instantáneamente. Gibbs pareció sufrir un ataque de nervios y comenzó a gritar, señalando a Marlowe-. ¡Ha sido su culpa! ¡Usted es responsable!

–¡Un momento! – lo interrumpió Marlowe violentamente-. ¿Iban desarmados, verdad?

Gibbs asintió y se apartó. McRae lanzó una interjección.

–No es ésa la cuestión -exclamó-. ¡El hecho es que estamos encerrados!


cap. 11

Trampa mortal


Las palabras del doctor McRae resultaron terriblemente ciertas. Las dos salidas del Colegio estaban cubiertas por policías de la Compañía, que apuntaban con sus armas, bloqueando totalmente el paso.

Por desgracia el Colegio estaba alejado de la población y no tenía túnel alguno que lo conectara con otros edificios.

–Ahora podemos llevar adelante nuestras decisiones, sea como sea -dijo Marlowe cuando el silencio se hubo restablecido-. Pero antes, si alguien más quiere rendirse, que lo haga. Estoy seguro que los Potles salieron apresuradamente y los policías creyeron que trataban de huir. Si ven aparecer a alguien con las manos en alto, comprenderán…

Sin hablar, con la vista baja, media docena de matrimonios aceptaron el ofrecimiento de Marlowe y salieron del salón.

Luego los demás comenzaron a planear la forma en que podían librarse de aquella situación. Toland y Sutton recibieron el encargo de fabricar escudos portátiles que permitieran rechazar las descargas de energía de las pistolas de los guardias y se dirigieron al laboratorio del Colegio para ponerse a trabajar.

Entretanto Jim y Frank discutían las posibilidades que tenían de pedir auxilio a Gekko y sus amigos marcianos.

–Bastaría que media docena de ellos se pasearan frente a la puerta principal del Colegio para que pudiéramos salir sin que los agentes de la Compañía se atrevieran a disparar por temor de herirlos… -decía Frank-. Ya sabes las tremendas dificultades que hubo para instalar los puestos comerciales. La Compañía no puede darse el lujo de pelear contra los marcianos y Beecher lo sabe.

Jim lo pensó. En aquella idea había algo práctico y realizable…

–El problema es… ¿Cómo avisaremos a Gekko?

Francis hizo un gesto.

–Willis puede hacerlo.

–¿Willis? ¡Lo matarán!

–¿Por qué habrían los guardias de disparar sobre Willis? Además, es preferible que corra cierto pequeño riesgo él y no uno de nosotros…

–No… no me convence tu idea. Frank se encogió de hombros.

–En tal caso tal vez prefieras ver a tu madre y tu hermanito pasando un invierno en Colonia Sur…

Jim inspiró profundamente y oprimió los puños.

–Está bien -dijo por fin-. Llamemos al doctor McRae para que prepare el mensaje en dialecto marciano… él lo habla mejor que nosotros.

Buscaron al doctor y lo encontraron gesticulando y gritando en el teléfono.

–¡Quiero hablar con el doctor Rawlings! ¡Exijo que lo llamen! Díganle que es el doctor McRae… ¡Ah! ¡Hola. Rawlings! ¿Cómo va el negocio? ¿Sigues enviando tus errores al crematorio? Claro… claro… todos nos equivocamos. Oye… estamos aquí sitiados en el Colegio. S… I… T… I… A… D… O… S. Sí. No. No hay motivo alguno. Se trata de ese retardado mental de Beecher, que en lugar de cumplir con su contrato trata de asesinar a los colonos. Acaban de matar al flaco Potter y la mujer. ¡No bromeo, hombre! Puedes ver los cadáveres tirados en la calle, frente a la entrada del Colegio. Si vienes… -la pantalla se oscureció repentinamente y McRae dejó de hablar. Acababan de desconectar el teléfono.

–¿Qué estaba haciendo, doctor? – preguntó Jim.

–Hablando con personas importantes de Syrtis Menor… hasta que cortaron la línea. Por lo menos logré comunicarme con tres…

–Oiga, doctor… ¿puede perder unos minutos?

–¿Qué ocurre? Tengo que hacer unas cuantas cosas, chicos.

–Tenemos una idea que puede resultar -explicóle Francis-. Escuche… McRae prestó atención y sus ojos brillaron.

–Buena idea, Frank. Tendrías que dedicarte a la política… Busquen al animalito y encuéntrense conmigo en el aula C. La estoy usando de oficina.

Una vez en el salón de clases, el doctor McRae tradujo el mensaje que los muchachos querían enviar a Gekko pidiéndole ayuda, y luego Jim lo leyó frente a Willis, con cierta dificultad en su pronunciación.

–A ver… repítelo, Willis -dijo cuando hubo terminado.

¡Salud! -comenzó a decir Willis en marciano-. Este es un mensaje de Jim Marlowe, hermano de agua de Gekko.

El mensaje prosiguió textual y con la voz de Jim, hasta su parte final. Jim entonces explicó pacientemente a Willis que tenía que buscar a un marciano y hacérselo oír, para que lo llevaran hasta donde estaba Gekko.

–¡Puede que resulte! – dijo por fin con un suspiro-. ¡Si Willis no se distrae, entregará nuestro mensaje!

Cargando al pequeño ser en sus brazos, el hijo de Marlowe se dirigió a la puerta exterior, se colocó la máscara y la abrió. Willis echó a correr en zig-zag. Nada ocurrió. Jim, maldiciendo su falta de imaginación, pensó que hubiera debido llevar un espejo para usarlo a modo de periscopio y seguir los progresos de su amiguito sin asomar la cabeza. Por fin, desesperado ante la incertidumbre, entreabrió nuevamente la puerta y se asomó. Casi de inmediato oyó un crujido sobre su cabeza y la madera y el plástico del marco lanzaron olor a quemado. Rápidamente cerró la puerta: uno de los guardias había disparado contra él.

Volviendo junto a sus amigos, el jovencito hizo un esfuerzo infructuoso para librarse de la desagradable sensación que tenía en la boca del estómago. En su fuero íntimo estaba seguro que nunca volvería a ver a Willis.


cap. 12

¡No hagan fuego!


El día transcurrió lentamente para Jim y Frank. Nada podían hacer; los jefes naturales de la Colonia sostenían frecuentes consultas, pero los muchachos no fueron invitados a ninguna.

Comieron con cierto alivio, en parte porque tenían apetito y en parte porque la cocina quedaría desierta después de la cena, lo que les dejaría mayor libertad de movimientos para usar el vertedero de basura si resolvían hacerlo; Jim estaba seguro que Willis había fracasado en su misión y que la única posibilidad que les quedaba era intentar salir al caer la noche por el mismo camino que utilizaran durante su fuga días atrás.

Estaban discutiendo esta posibilidad, cuando repentinamente las luces se apagaron. Al mismo tiempo un silencio profundo se hizo en todo el edificio.

El aire acondicionado había dejado de circular.

Luego una mujer gritó y tras ella otras. Los niños pequeños comenzaron a llorar.

Jim vio de pronto que una luz se movía por uno de los corredores y oyó la voz de su padre, que llevaba una linterna en la mano y trataba de tranquilizar a las mujeres.

–¡Ustedes vayan a dormir, muchachos! – dijo Marlowe al divisar a Jim y Frank.

Del otro extremo del corredor llegaba la voz del doctor McRae, rugiendo sus órdenes para que los que lloraban dejaran de hacerlo.

–Tal vez éste sea un buen momento para abandonar el Colegio, Jim -sugirió Francis-. Nadie nos prestará atención, con tanta oscuridad…

–No… en la cocina hay gente y nos oirán.

McRae apareció frente a ellos y Jim lo detuvo.

–¿Cuánto tardarán en arreglar el desperfecto de las luces, doctor? – le preguntó.

–¿Bromeas, hijo?

–¿Por qué, doctor?

–Ésta es una de las sucias tretas de Beecher para hacernos rendir. Ha desconectado los cables que traen energía al Colegio desde la usina y las máquinas se han parado…

–¿Está usted seguro?

–No cabe la menor duda. Hemos comprobado el funcionamiento de los motores y están perfectamente. Beecher espera que nos rindamos a causa del frío y la falta de oxígeno…

Las palabras del doctor parecieron proféticas. La temperatura del edificio comenzó a descender bruscamente, y la presión atmosférica disminuyó en forma considerable.

En el hall estaban reunidos Marlowe y sus ayudantes; Jim y Frank, aprovechando la semipenumbra que dejaban las linternas, se adosaron a la pared para no perder nada de lo que allí ocurría.

Joseph Hartley, uno de los técnicos en hidroponía de la Colonia, acompañado por su esposa que llevaba en brazos la cuna hermética de su pequeña hija, buscó a Marlowe.

–Señor… hay que hacer algo inmediatamente… mi hijita acaba de tener difteria y no puede pasar mucho tiempo así… el frío le haría daño -le dijo.

McRae se adelantó y observó a la criatura con su linterna.

–A mí me parece que está bastante bien, Joe… -dijo-. Claro que no puedo sacarla de la cuna para revisarla, pero a simple vista creo que…

–¡No trate de serenarme, doctor! – lo interrumpió Hartley indignado-. ¡Mi hijita no está bien! ¡Ustedes tienen que hacer algo!

Marlowe miró serenamente al joven.

–Si quiere puede entregarse -le dijo. Luego le volvió la espalda y se separó del pequeño grupo.

Hartley pareció a punto de contestar algo, pero su esposa le tocó el brazo y ambos se dirigieron hacia la entrada principal.

–¿Qué esperan de mí? – inquirió Marlowe a McRae-. ¿Milagros?

McRae suspiró.

–Exacto, muchacho. La mayor parte de la gente nunca crece… todos esperan que alguien solucione todo por ellos.

–Si Sutton y Toland no logran armar el escudo que les pedí, no sé qué ocurrirá…

–No podemos esperar más tiempo, muchacho -el viejo doctor suspiró-. Habrá que salir y atacar a la gente de Beecher. Yo iré al frente.

–¡Eso nunca, doctor! ¡Yo iré al frente!

–Usted tiene mujer e hijos que cuidar, James. Yo soy un viejo solterón que hubiera debido morirse hace veinte años. No tengo nada que perder.

–¡Yo soy el responsable de este asunto y saldré al frente!

–¡En tal caso, me niego a obedecer!

La discusión fue interrumpida por un fuerte sollozo. La puerta de salida se abrió para dar paso a la esposa de Hartley, que lloraba abrazada histéricamente a la cuna de su hijita. Su esposo había sido muerto al salir del edificio.

Era la escena de la muerte de los Potter reproducida con toda exactitud. Joseph había salido primero, con los brazos en alto. Un reflector iluminaba la entrada en forma tal que su figura se divisaba claramente. Pero apenas Hartley había dado dos pasos, la descarga se produjo, derribándolo sin vida.

McRae se volvió hacia los otros.

–Que alguien me alcance una silla -ordenó-. Tú, Jim… ven conmigo. Tengo una idea.

El médico salió con Jim y la silla, y regresó cinco minutos después. El respaldo de la silla estaba perforado por varias quemaduras.

–Como lo sospechaba -dijo-. Hay un dispositivo automático…

–¿Cómo? – inquirió Marlowe.

–Un rifle apuntando hacia la puerta, con una célula fotoeléctrica conectada a su mecanismo. Cuando alguien se cruza en su camino, dispara. Pero lo importante es que lo hace a unos setenta centímetros por encima del suelo… un hombre con buen sistema nervioso puede deslizarse por debajo de la línea de tiro…

James Marlowe meditó un minuto y luego se volvió hacia Kelly:

–¡Consígame veinte voluntarios, Kelly! – le ordenó.

Los voluntarios fueron doscientos… Marlowe aceptó únicamente a los hombres solteros y mayores de edad.

–Usted queda a cargo, doctor -dijo a McRae-, Si dentro de dos horas no he regresado, resuelva según su juicio…

Con estas palabras, el padre de Jim salió seguido de sus hombres.

Apenas la puerta se hubo cerrado, McRae se volvió hacia Jim y Frank, que estaban con él.

–¡Muy bien! ¡Búsquenme otros Veinte voluntarios!

–¿Cómo? – era Kelly-. ¡Marlowe dijo que esperara dos horas!

–Tú dedícate a tu tejido -repuso el médico-. ¡Vamos, muchachos!

Frank y Jim lo siguieron con otros dieciocho hombres.

Una vez que la puerta estuvo abierta, el doctor esperó un momento. Los cuerpos retorcidos del matrimonio Pottle y del desdichado Joseph Hartley estaban fiados donde cayeran.

–Denme la silla y les demostraré el truco -dijo el médico. Así lo hizo. Dos rayos violáceos partieron del extremo de la calle y perforaron el respaldo de la silla, a la altura de los otros.

–¡Que pase el primero! – ordenó McRae. Jim tragó saliva y se adelantó-. ¡Vamos!

El muchacho se echó de bruces y comenzó a arrastrarse hacia el extremo de la calle, llevando su pistola en la mano. Nada ocurrió y llegó hasta la esquina, que estaba sumida en profundas tinieblas.

A su izquierda había una curiosa armazón. Alguien se le acercó y al verlo girar, pistola en mano, exclamó:

–¡No tires! ¡Soy yo! – era Frank.

–¿Y los otros?

–Creo que me siguen…

Una luz brilló entre los edificios, tras el armazón de donde surgían los rayos.

–Creo que alguien viene -susurró Jim.

–¿Puedes verlo? ¿Tiramos?

–No sé…

Alguien más se acercaba, desde el extremo opuesto de la calle. En el sitio donde brillara la luz se produjo una descarga. El rayo pasó por encima de las cabezas de los muchachos y Jim contestó casi con un movimiento reflejo.

–¡Lo derribaste! – exclamó Frank.

Jim advirtió que estaba temblando.

–¿Y el tipo que estaba a mis espaldas? – inquirió.

–Aquí viene…

–¿Quién disparó contra mí? – inquirió el recién llegado, sin levantarse del suelo-. ¿Dónde están?

–En ningún lado -repuso Frank-. ¡Era uno solo y Jim lo derribó!

–¡Ah! – el recién llegado era Smythe.

–¡Tú! ¡El hombre práctico! – exclamó Francis, en el colmo de la sorpresa.

–¿Qué tiene? Los seguí porque los dos me deben dinero -dijo el muchacho con acento indignado.

–Creo que por lo menos Jim pagó su parte…

–No veo por qué. Se trata de dos asuntos totalmente distintos.

Los demás del grupo seguían llegando y por fin apareció el doctor McRae.

–¡No se queden amontonados, cerebros de mosquito! – bufó-. Vamos a atacar las oficinas de la Compañía. ¡Al trote! ¡No se amontonen, les digo!

–¿Por qué no desarmamos ese aparato antes, doctor? – preguntó Jim-. Yo abatí al tipo que montaba guardia en la esquina…

–¿Hay alguien con conocimientos técnicos suficientes como para hacerlo? – inquirió el doctor.

Uno del grupo se ofreció y se deslizó rápidamente hacia el artefacto que bloqueaba tan efectivamente la salida del Colegio.

Cinco minutos después regresaba al trote.

–¡Listo!

–¿Seguro?

–Absolutamente. Corté todas las conexiones y después inutilicé el aparato.

–Perfecto -McRae se volvió hacia otro del grupo-. Vaya y avise a Kelly que hemos desarmado el rifle que cubría la salida… El resto, que me siga.

Avanzaron en las tinieblas; McRae dividió sus fuerzas para atacar por todos los sectores simultáneamente y él mismo se dirigió hacia la puerta principal del edificio.

Jim, pistola en mano y con los ojos enormemente abiertos para perforar las tinieblas, había sido estacionado en una de las esquinas. De pronto vio que la puerta se abría y comenzaban a salir hombres. Estaba ya por abrir fuego, cuando reconoció la figura corpulenta del doctor McRae. La situación estaba enteramente bajo su control.

En el edificio de la Compañía había tan sólo cuatro hombres, que se entregaron sin pelear.

–Llévenlos de regreso al Colegio -ordenó McRae-. Maten al que trate de escapar. El resto, que me siga. Aún debemos tomar los edificios de la Administración y capturar a Beecher.

En ese momento resonó un grito tras ellos; McRae se volvió. Era Kelly que se les acercaba al trote con varios colonos armados. Rápidamente el pelirrojo explicó que había tendido un cordón de guardia en torno al Colegio, dejando las cosas bajo el mando de uno de los ingenieros, un joven llamado Álvarez.

–Supuse que necesitaría más gente, doctor -concluyó diciendo Kelly.

–Perfectamente. Tú capturarás los edificios de comunicaciones. ¡Yo me reservo a Beecher! ¡Vamos!

Jim y Frank corrieron tras el médico, que pese a su edad continuaba siendo un verdadero atleta. Tras cruzar el canal principal sobre el hielo, evitando los puentes pues eran demasiado visibles, se reunieron a la sombra de uno de los depósitos.

–De aquí en adelante no nos separaremos pues correríamos el riesgo de atacarnos mutuamente en las tinieblas -susurró el doctor- ¡Que nadie hable!

Tras rodear el edificio principal de la Administración, McRae se preparó con media docena de hombres para asaltarlo, mientras el resto les cubrían las espaldas.

Jim formó parte del grupo de ataque.

–¡Vamos! – ordenó McRae, agitando el brazo armado. Sin que nadie se opusiera a su avance, el médico llegó hasta la puerta principal. Estaba cerrada. Con cierta lentitud accionó el mecanismo que accionaba el micrófono de comunicación. Nadie contestó.

–¡Abran! – gritó-. Tengo un importante mensaje para el general Beecher!

Nada ocurrió.

–¡Está bien… abran o no me responsabilizo por lo que ocurrirá si se niegan! Les doy treinta segundos; después volaré la puerta!

En voz baja agregó, mirando a Jim:

–¡Me gustaría que fuera cierto! – luego volvió a gritar-. ¡Ya ha pasado el plazo!

La puerta comenzó a girar, mientras el aire comprimido silbaba. McRae y los suyos se apartaron, apuntando con sus armas. Tras un momento de tensión, apareció la figura de un hombre con respirador y casco.

–¡No hagan fuego! – dijo con voz agradable y clara-. ¡Todo ha terminado!

McRae lanzó una exclamación de alegría:

–¡Doctor Rawlings! ¡Bendito sea tu feo rostro!


cap. 13

El ultimátum


Rawlings y media docena de funcionarios que habían intentado oponerse a la voluntad de Beecher estuvieron encerrados la mayor parte de la noche en el interior de la Administración de Syrtis Menor. El propio Kruger y el ingeniero encargado de la usina eléctrica habían terminado por negarse a colaborar con el general, siendo también encerrados en el sótano del edificio. Pero el doctor Rawlings, tras una paciente conversación, había logrado convencer al guardia que los dejara escapar. Después de esto poco tardaron en controlar la situación, apoderándose del propio Representante General de la Compañía.

Marlowe, McRae y Rawlings se encerraron en la oficina de Beecher para preparar un informe de lo ocurrido para ser enviado a los demás establecimientos humanos de Marte y también a la Tierra.

–Beecher no será juzgado por un tribunal ordinario -sentenció McRae.

–No cabe duda alguna al respecto… es un paranoico con delirios persecutorios -asintió Rawlings, mirando hacia una puerta, tras la que estaba encerrado el Representante General de la Compañía Comercial de Marte-. Un caso bastante difícil.

–¿Y Howe? ¿Qué planea hacer con él, James? – los dos médicos se volvieron hacia Marlowe, que frunció el ceño.

–Nada. Lo devolveremos a la Tierra.

McRae asintió.

–Con un buen puntapié en las nalgas…

–Lo que me preocupa es quién puede reemplazarlo… La escuela debe ser manejada por alguien mientras se nombra un nuevo Director… ¿No aceptaría usted, doctor McRae? Temporariamente…

McRae lo miró.

–¿Yo? ¡Dios no me lo permita!

–Alguien tiene que manejar a esos muchachos… alguien que no use látigo para hacerse obedecer. Todos lo aprecian, doctor.

–No -repitió enfáticamente el médico-. ¡Imposible!

–Hay un joven profesor que es decente y los muchachos lo quieren -aventuró Rawlings-. Se trata de Van der Linden…

–Ya lo encontré cuando tomamos el Colegio. Claro que no tengo autoridad para nombrarlo…

–¡James! ¡Usted será la causa de mi muerte! – exclamó el médico. Marlowe lo miró con sus ojos enrojecidos.

–Estoy agotado… me acostaré a dormir aquí mismo. Hágame el favor, doctor Rawlings, de llamarme dentro de un par de horas.

–¡Naturalmente! – se apresuró a intervenir McRae, resuelto a dejar dormir unas cuantas horas a James Marlowe.

Jim y Frank estaban agotados pero se sentían demasiado excitados para dormir. Bebían café en la cocina del Colegio cuando apareció Smythe.

–Oye… me enteré que realmente mataste al policía que hizo fuego sobre mí…

–No lo maté… lo herí solamente. Acabo de verlo -rectificó Jim.

–Bueno, lo importante es que me salvaste la vida -Smythe parecía molesto-. ¡Oh, esto es algo que ocurre una vez cada cien años! ¡Toma tu pagaré!

–¡Smythe! ¡Estás enfermo!

–Puede ser. ¡Toma el pagaré!

Jim buceó en su memoria, y por fin recordó una frase de su padre.

–No, gracias. ¡Los Marlowe siempre pagan sus deudas!

Smythe frunció el ceño y luego con expresión dolorida rompió el pagaré en pequeños pedazos y lo arrojó al suelo.

–¡Eres un desagradecido! – sentenció, marchándose.

En ese momento resonó un grito en el exterior de la cocina.

–¡Marlowe! ¡Jim Marlowe! – era uno de los muchachos-. ¡Te buscan en la puerta principal!

Jim, seguido de Frank, se puso el respirador y echó a correr hacia la puerta.

–¿Qué ocurre?

–No lo creerás… a mí me cuesta trabajo… ¡Hay unos marcianos que te buscan!

Los dos jovencitos salieron y se encontraron frente a una docena de marcianos, al frente de los que estaba el propio Gekko.

–¡Salud, Jim Marlowe! ¡Salud, Francis Sutton! ¡Hermanos de agua! ¡Amigos! – entonó el nativo en su idioma.

De una de las manos de Gekko surgió una voz idéntica a la del hijo de James Marlowe.

–¡Hola, Jim, muchacho! – era Willis, que había regresado llevando la ayuda pedida, algo tardía pero de cualquier manera, generosa.

–¿Dónde está el que robó al pequeño? – inquirió entonces Gekko.

Jim, inseguro, miró sin comprender.

–¿Quién?

–Quiere saber dónde puede encontrar a Howe… -repuso Frank, que cambió algunas palabras con el marciano. Howe seguía encerrado en su despacho privado.

Gekko indicó que entraría en el edificio; los dos muchachos se sorprendieron, pues era algo nunca oído en las relaciones previas entre marcianos y terrestres. El nativo produjo en el Colegio la misma impresión que si se hubiera introducido un elefante en una iglesia.

Sin perder tiempo, Gekko se dirigió hacia el despacho de Howe. La puerta estaba cerrada; el marciano se inclinó para dejar a Willis en brazos de Jim y luego tiró. La puerta crujió, sus goznes gimieron, y por fin la hoja de plástico quedó en las manos del marciano, que entró como un huracán en la oficina.

Los dos muchachos permanecieron en el exterior, mirándose.

–¿Qué significa esto? – oyeron decir a Howe, con acento de indignación y temor. Luego se produjo un largo silencio, y por fin Gekko volvió a salir.

–¿Qué le habrá hecho? – preguntó Jim.

–Veamos… -sugirió Frank.

Entraron. La oficina no tenía ninguna otra salida, pero Howe no estaba en ella. Simplemente había desaparecido.

Profundamente sorprendidos, Jim y Frank corrieron tras Gekko y lo alcanzaron en la salida.

–¿Dónde está el otro que trató de robar al pequeño? – inquirió Gekko suavemente.

Frank le explicó que se hallaba en otro edificio, lejos de allí.

–Nos llevarás hasta él -resolvió Gekko, alzándolo. Otro marciano levantó a Jim y Willis y siguiendo las instrucciones de los muchachos corrieron hasta el edificio de la Administración.

Cinco minutos después entraban en la oficina de Beecher. McRae apareció sin demostrar la menor excitación.

–¿Qué diablos pasa? – preguntó.

–Quieren ver a Beecher -explicó Frank.

McRae y Gekko conversaron en marciano rápidamente.

–Está bien -dijo por fin. Un minuto después el médico volvía empujando al general Beecher.

–¿Este es el hombre? – preguntó Gekko.

–No hay duda alguna -repuso McRae alegremente.

–¿Qué quieren de mí? – inquirió el Representante de la Compañía con acento autoritario. Los marcianos se acercaron y lo rodearon lentamente, hasta formar un círculo que lo ocultó por completo a la vista de los demás ocupantes de la habitación.

–¡Déjenme! ¡Yo no hice nada! ¡Ustedes no tienen dere…! – la voz de Beecher se cortó bruscamente. Luego los marcianos se separaron.

El general se había esfumado sin dejar la menor señal sobre el piso.

Los marcianos se dirigieron lentamente hacia la puerta, y desde allí Gekko preguntó:

–¿Vienes con nosotros, Jim Marlowe, mi amigo?

–No… lo siento, pero tengo que quedarme…

–¿Y el pequeño?

–¡Willis se queda conmigo!

–¡Es claro, Jimmy! – asintió Willis.

Gekko se despidió tristemente de los dos muchachos y del pequeño ser esférico y salió, tras sus compañeros.

McRae y Rawlings parecieron ajenos a su partida, pues estaban ensimismados en una conversación en voz baja, que no parecía tocar ningún punto agradable para ellos.

–Hablemos con Marlowe -dijo por fin McRae.

Los muchachos salieron tras los nativos, para encontrarlos en el exterior, inmóviles.

–Queremos ver al hombre sabio que habla nuestro idioma -dijo Gekko suavemente.

–Se refieren a McRae -dijo Frank-. Busquémoslo…

El médico estaba tratando de abrirse paso entre un grupo de excitados colonos para llegar hasta James Marlowe; Jim lo llamó.

–Gekko quiere hablarle… el marciano, doctor…

–¿A mí? ¿Por qué? – inquirió sorprendido McRae.

–No sabemos.

James Marlowe se acercó en ese momento y alcanzó a oír el diálogo.

–¿Qué dice, capitán? ¿Vamos a ver de qué se trata? – inquirió el médico.

–Prefiero que vaya usted solo, doctor. Me siento demasiado confundido.

Frank y Jim presenciaron desde cierta distancia la entrevista entre McRae y los marcianos, que se prolongó largo rato. Finalmente el médico dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo en ademán de impotencia y los nativos se alejaron.

–¿Qué querían, doctor? – preguntó Jim, cuando el anciano regresó junto a ellos.

–¿Eh? Tengo que hablar con tu padre…

Una vez en el interior del edificio, McRae llamó a Marlowe y Rawlings. Cuando los dos jovencitos estaban por salir de la oficina, el médico hizo un gesto:

–Ustedes pueden quedarse… están en este asunto desde el principio…

–¿Qué ocurre? – inquirió James Marlowe-. ¿Por qué está usted tan preocupado?

–Quieren que nos marchemos -susurró McRae-. ¡Nos han dado un ultimátum para que abandonemos definitivamente Marte!

–¿Pero por qué? – inquirió ansiosamente James Marlowe.

–No han dado motivos. Simplemente no quieren que nos quedemos un día más en Marte… tenemos que marcharnos o aceptar las consecuencias!


EPÍLOGO


Cuatro días después el doctor McRae entró en la misma oficina tambaleándose. James Marlowe parecía fatigado, pero el viejo doctor estaba evidentemente exhausto.


–¡Que salgan todos! – dijo el médico. Marlowe hizo un gesto y los demás ocupantes de la habitación la abandonaron.

–¿Recibió mi mensaje? – inquirió entonces McRae-. ¿Está lista la proclamación de la independencia? ¿Qué dijeron los demás?

–Están de acuerdo… agregamos algunos párrafos…

–No me interesa la retórica…

–Todos los colonos y habitantes de Syrtis Menor la ratificaron. Tenemos que agradecer a Beecher que haya provocado esta situación…

–¡No tenemos que agradecerle nada! Casi nos hizo matar a todos!

–¿Cómo es eso?

–Ya le explicaré, pero necesito antes que me explique detalladamente cómo fue el asunto. Yo tuve que hacer algunas promesas…

–Anoche enviamos la Declaración por radio a la Tierra… aún es demasiado pronto para tener resultado alguno. ¿Y usted?

McRae se frotó los ojos, irritados por la falta de sueño.

–Tuve éxito. Podemos quedarnos… ¡Oh, fue una pelea terrible! Pero resulté mejor diplomático que ellos. Gané.

–¿Quiere grabar su explicación para no tener que repetirla después, doctor?

–No. Antes debemos depurarla cuidadosamente para evitar probables líos. ¡Oh, estos marcianos son extraordinarios! No tienen nada que ver con los seres humanos. ¡Con decirle que dominaron el vuelo interplanetario hace un millón de años y lo dejaron de lado!

–¿Cómo? ¡Pero es fantástico!

–Esto es algo de lo que aprendí hablando con el anciano que rige la ciudad de Cynia, y que parece ser un mandatario de todo el planeta… Hay muchas cosas que no alcancé a comprender…

–¿Cómo era ese marciano, doctor?

McRae pareció sorprendido.

–No podría describirlo. Era tan viejo que en un momento preguntó a Gekko en qué milenio estamos… Me mostró una proyección telepática de Marte, cómo era antes de la construcción de los canales… -el médico sacudió la cabeza-. No sé… tal vez ni siquiera se trata de un ser viviente en el sentido que nosotros damos al término… En fin. El hecho es que Jim tiene que devolver inmediatamente a Willis.

–Lo siento. A mi hijo no le gustará la idea. ¿Pero por qué?

–Usted no comprende… Willis es la clave de todo. De no haber sido por el afecto existente entre Willis y Jim, hubiéramos tenido que marcharnos. Pero los marcianos son un pueblo extraño… son sentimentales.

–¿Qué tiene que ver Willis con los marcianos?

–Usted cree, como creía yo, que Willis era un animalito de cierta inteligencia, capaz de aprender inglés, y con una memoria prodigiosa, ¿verdad? Pues estábamos equivocados. ¿Sabe cuál es el nombre de Willis en marciano?

–¡No!

–Se lo traduciré. "Aquel en quien se cifran nuestras esperanzas". ¿Comprende ahora?

–No.

–Willis es un niño marciano -suspiró McRae-. ¿Entendido?

–¡Pero es absurdo! ¡No tiene nada que ver con un marciano adulto!

–¿Qué parecido tiene un gusano con una mariposa?

Marlowe abrió la boca para hablar y luego pareció pensarlo mejor y quedó mudo.

–Tras un período de larga hibernación, Willis se transformará en un marciano. No hay nada de sobrenatural en ello. Es simplemente asombroso -concluyó McRae.

–Todo lo que concierne a Marte es asombroso.

–Es más… puede ser que me equivoque, James. Hay otra posibilidad… Marte quizás está habitado por tres razas de seres inteligentes que colaboran entre sí. Los que nosotros llamamos marcianos, los "cabezas redondas" y los semejantes al anciano que habló conmigo en… "el otro mundo"…

–No comprendo.

–Tal vez en Marte los fantasmas siguen en contacto con los seres vivos -prosiguió el médico.

–¡Bah! Quizás todos somos eso… fantasmas de la imaginación doctor -repuso Marlowe suspirando.

–Aunque lo más probable es que en el fondo Willis sea en efecto un marciano niño y todo lo demás se deba a fenómenos hipnóticos, como la desaparición de Beecher y Howe… que ninguno quiso explicarme.

–Muy bien. Entonces devolveremos a Willis y llevaremos adelante la Declaración de la Independencia de las colonias humanas en Marte -concluyó James Marlowe-. ¿Qué más?

–Quiero darme un baño, afeitarme y dormir -repuso McRae-. Luego hablaré con Jim.

–Un momento, doctor. ¿Cree que habrá problemas con la Tierra?

–¿Por la Declaración de la Independencia? No. Es la única condición impuesta por los marcianos para permitirnos quedarnos… cuando las plantas regeneradoras de atmósfera comiencen a trabajar vendrán millones de inmigrantes terrestres… si los marcianos nos permiten recibirlos. Así que a la Humanidad le conviene que Marte siga abierto a la colonización…

–Yo me refiero a la oposición de los políticos, doctor.

–Eso no tiene importancia, James, muchacho… el Hombre siempre ha tenido que luchar por sus libertades y siempre deberá hacerlo. Ganaremos.

–Ojalá tenga usted razón.

–A la larga la tendré, James. Bueno… creo que antes de bañarme iré a hablar con Jinimy.

–Lamentará tener que separarse de Willis…

–Pero se recuperará. Tal vez la próxima primavera encuentre otro "cabeza redonda de Marte" y le enseñe inglés… luego crecerá y no necesitará más animalitos domésticos… o como quiera llamarlos… -el viejo médico pareció pensativo-. Pero lo que realmente quisiera saber es otra cosa. ¿En qué se convertirá Willis? ¡Oh, esto sí que me gustaría saberlo!


FIN



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19/10/2009


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