–¿Has visto esto? -exclamó Francis-. ¡Disolvió el Consejo de
Estudiantes! ¡Si esto sigue así, necesitaremos permiso hasta para
rascarnos! ¡Este hombre se cree que somos
presidiarios!
–Ahora que lo pienso… ¡Yo no traje ninguna
camisa!
–Puedo prestarte una… pero lee nuevamente el artículo 3º…
¡ahí hay algo para preocuparte!
–¿Cómo? -Jim volvió a leerlo.
–Tendrás que ir a hablar con el profesor de Biología para
solucionar la situación de Willis…
-¿Qué? -Jim no consideraba a Willis
un animal y le resultó chocante la observación de su amigo-. Oh, no
puedo hacer eso, Frank. ¡El pobrecito se sentiría muy
desdichado!
–En tal caso tendrás que enviarlo de regreso a tu
casa…
–¡No lo haré! – el muchacho pareció desanimado-. ¡No quiero
hacerlo!
–¿Y entonces?
–No sé… ¡creo que no haré nada! Me limitaré a ocultarlo. Howe
no sabe que lo tengo y no tiene por qué enterarse.
–Bueno… mientras nadie te espíe, puede que te salgas con la
tuya…
–No creo que ninguno de los muchachos sea capaz de
delatarme…
Volvieron a la habitación y trataron de quitar las pinturas
de sus cascos, pero no tuvieron mucho éxito.
Estaban discutiendo el punto, cuando llegó un estudiante
llamado Smythe.
–¿Quieren que les limpie los cascos? –
preguntó.
–No es posible hacerlo… los colores han impregnado el
plástico… -repuso Jim.
–Pues en tal caso estoy dispuesto a pintar los cascos y
ponerlos como nuevos, por un cuarto de crédito… ¡Ya ven qué buen
corazón tengo!
–¡Yo sabía que habría algo sucio en tu ofrecimiento! –
exclamó Jim.
–¿Lo quieren o no? ¡Rápido! ¡Resuelvan! Mi público
espera…
–¡Me parece que eres capaz de vender entradas para el funeral
de tu abuela! – dijo Jim, sacando un billete de un cuarto de
crédito del bolsillo y entregándolo a Smythe.
–¡Qué buena idea! ¿Cuánto crees que podría cobrar? – Mientras
hablaba hizo aparecer un pequeño tarro de pintura plástica y un
pincel. Con rapidez profesional pintó el casco de Jim y se volvió
hacia Frank.
–¿Y tú? -inquirió-. ¿Qué dices, Sutton? ¿Te pinto el casco o
no? Se secará en cinco minutos…
–¡Está bien, sanguijuela! ¡Hazlo!
–¿Te parece bonito hablarle así a tu benefactor? – exclamó
con acento ofendido Smythe-. Aquí estoy, sacrificándome por
ustedes…
–Chupándonos la sangre, querrás decir, – lo interrumpió Jim-.
Oye, Smitty… ¿qué piensas de las nuevas reglas impuestas por el
Director? ¿Aguantaremos o conviene protestar?
–¿Protestar? ¿Por qué? – Smythe pintó el casco de Francis y
guardó sus herramientas-. En cada situación semejante existe la
posibilidad de que las personas inteligentes hagan un buen negocio.
Todo consiste en saberlo ver. No hablen con nadie del asunto de mi
abuelita… Si la buena anciana se entera del negocio, querrá que le
dé participación. ¡Se vuelve loca cuando oye el sonido del
dinero!
Cuando los dos muchachos fueron a la dirección, encontraron
que una larga fila de condiscípulos los precedía. Howe los fue
recibiendo en grupos de a diez, revisando cascos y máscaras y
endilgándoles la misma lección.
–Espero que con esto hayan aprendido a mantenerse alerta… De
haber leído a primera hora el boletín diario, hubieran estado en
condiciones de pasar perfectamente bien la revisación semanal. En
cuanto a la orden de mantener los cascos con su color original, es
para que comprendan que ha pasado la etapa infantil de salvajismo a
que estaban acostumbrados. No hay motivo alguno para que los
colonos sean rudos o mal educados. Yo, como Director de esta
institución, considero imprescindible que abandonen esas maneras
vulgares y aprendan a ser caballeros refinados. El principal
propósito de toda educación integral es la formación del carácter.
Yo creo hallarme en excelentes condiciones para dirigir este
instituto, pues durante doce años fui profesor en la Academia
Militar de las Montañas Rocosas, de la Tierra…
Jim había entrado en el despacho del Director dispuesto a
recibir la reprimenda sin protestar, pero el acento de superioridad
despectiva conque hablaba Howe lo sacó de quicio.
–Señor Howe… -exclamó.
–¿Cómo? ¿Qué desea?
–Esto es Marte, no la Tierra… y este Colegio no es una
Academia Militar.
Por un momento pareció que la sorpresa y cólera que
demostraba el señor Howe le provocarían un ataque de apoplejía.
Tras un esfuerzo violento sobre sí mismo, logró contenerse y dijo
entre dientes:
–¿Cómo se llama usted?
–Marlowe, señor. James Marlowe.
–Para usted sería mucho mejor que esto fuera efectivamente
una Academia Militar, Marlowe… -Howe se volvió hacia los demás-.
Pueden marcharse. Las penitencias quedan sin efecto. Marlowe… no se
retire con los otros. Tenemos que hablar en
privado.
Cuando todos hubieron salido, el Director del Colegio
dijo:
–No hay nada más ofensivo en este mundo que un chico mal
educado. Y lo peor de todo es cuando se trata de un ingrato que no
sabe ocupar el lugar que le corresponde. Usted goza de una
excelente educación, que recibe gracias a la bondad de la Compañía
Comercial Marciana. Está muy mal que falte el respeto al
funcionario encargado precisamente por la Compañía de supervisar su
instrucción y bienestar. ¿Lo comprende?
Jim no contestó.
–¡Vamos! ¡Hable! – dijo secamente Howe-. ¡Admita su
equivocación, pida disculpas! ¡Sea hombre!
Jim se mantuvo silencioso.
El Director tamborileó con los dedos sobre el
escritorio.
–¡Muy bien! – dijo por fin-. Vaya a su habitación y piénselo.
¡Tiene todo el fin de semana para meditar a solas!
Cuando el jovencito regresó al dormitorio, Francis lo estaba
esperando.
–¡Muchacho! – le dijo, meneando la cabeza con admiración-.
¡Yo siempre dije que eras un aventurero!
–Bueno… ese hombre necesitaba que alguien se lo
dijera.
–¡Efectivamente! Pero dime… ¿qué
planes tienes? ¿Piensas cortarte el cuello
o simplemente entrarás a un monasterio?
Creo que hasta ser tu compañero de pieza puede resultar
peligroso…
–¡Maldito seas! Si así lo crees, puedes tratar de conseguir
otro dormitorio…
–Tranquilízate… no voy a abandonarte en la boca del
lobo…
Frank sonrió mientras hablaba. Jim se sentó sobre su
cama.
–Me parece que no me aclimataré a este sitio… -dijo-. No me
gusta que me traten injustamente…
–No sé qué decirte…
–Mira…: a ninguno de los muchachos le gusta la forma en que
Howe lleva las cosas. Tal vez si nos unimos, el asunto
mejore…
–Me parece difícil. Tú eres el único que tiene coraje para
enfrentarlo. ¡Ni siquiera yo me atreví a decir nada, y sin embargo
estaba totalmente de acuerdo contigo!
–Supongamos que escribiéramos a nuestros respectivos
padres…
Francis hizo un gesto negativo.
–Si Howe llegara a enterarse, te comería crudo… Además, ¿qué
podrías decir en una carta? Estas cosas contadas son menos reales
que vividas. Yo sé lo que pensaría mi padre de todo
esto…
–¿Qué?
–Papá siempre me contaba historias sobre la escuela en que se
educó y lo difícil que era seguir adelante… creo que está orgulloso
de haber resistido. Si me quejo porque Howe no nos permite tener
bizcochos en nuestro dormitorio, se reiría de mí.
–¡Demonios, Frank! ¡Tú sabes que no es por eso solamente! Se
trata de todo lo demás… Howe cree que somos
criminales…
–¡Claro… claro! Pero trata de substanciar una acusación que
no resulte ridícula al ser contada a distancia.
A medida que pasaban las horas las palabras de Francis
resultaban proféticas. Poco a poco comenzaron a desfilar otros
estudiantes, algunos para estrechar la mano de Jim y felicitarlo
por su comportamiento, la mayor parte para ver de cerca al extraño
personaje que se había atrevido a disputar con el Director de la
Academia.
Jim comprendió que a nadie le gustaba el nuevo Director, pero
ninguno se sentía capaz de unirse a una causa que parecía condenada
al fracaso de antemano.
El domingo Francis salió a pasear por Syrtis Menor; Jim quedó
a solas, estudiando y conversando con Willis.
A la hora de cenar Frank regresó con un paquete, que entregó
a su amigo.
–Te he traído un regalo -le dijo.
–¡Gracias, viejo! ¿Qué es?
–Ábrelo y verás.
Era un disco recién llegado de la Tierra en el Albert Einstein; un tango titulado "Adiós,
muchachos".
Francis había recordado el entusiasmo que experimentaba
habitualmente su amigo por la música sudamericana. Colocando el
disco en la victrola, Jim se preparó a escucharlo.
–¡Espera un momento! – exclamó Frank-. ¡Están llamando a
cenar!
Cuando terminó de comer, Jim volvió al dormitorio y escuchó
varias veces el tango. Antes de que las luces se apagaran volvió a
ponerlo en la victrola y lo oyó suavemente.
Hacía quince o veinte minutos que reinaban las tinieblas en
los dormitorios, cuando "¡Adiós, muchachos!" volvió a resonar
claramente.
–¡Jim! – exclamó Frank, sentándose de golpe en la cama-.
¿Estás loco?
–¡Debe de ser Willis! – repuso el muchacho.
–¡Eh, Willis! ¡Cállate! – exclamó.
Willis probablemente ni siquiera lo oyó. Estaba en el centro
de la habitación, marcando el compás con dos pseudopodios y
cantando con acompañamiento orquestal y acústica
perfecta:
–"Adiós muchachos, compañeros de mi
vida.… "
Jim lo alzó.
–¡Suficiente, muchacho! – dijo.
Pero Willis prosiguió cantando a los gritos.
La puerta se abrió de un empellón y apareció el Director de
la Academia con mirada triunfal en los ojos.
–¡Tal cual lo imaginaba! – exclamó-. ¡Ninguna consideración
por los derechos del prójimo! ¡Cierre ese transmisor y considérese
sin salidas durante todo el mes próximo!
–"… barra querida, de aquellos
tiempos…" -continuó cantando Willis. Jim trató de ocultarlo con
su cuerpo.
–¿No has oído mi orden? – rugió Howe-. ¡Cierre la
victrola!
Avanzando hacia el mueble, cerró el conmutador del combinado.
Pero como estaba ya cerrado, lo único que consiguió fue quebrarse
una uña. Con furia suprimió una expresión muy poco didáctica que
estaba a punto de salir de sus labios y se mordió la uña
rota.
–"….mi cuerpo enfermo no resiste
más!" -decía Willis con el mayor entusiasmo,
Howe giró sobre sí mismo y avanzó hacia Jim.
–¿Qué trata de ocultar? ¿Cómo puede
hacer sonar esa victrola sin cables? ¿Qué es eso? – la última
pregunta partió de los labios del Director al ver a
Willis.
–¿Qué? ¿Eso? Es Willis -contestó Jim con acento
desdichado.
Howe no era totalmente estúpido; gradualmente comprendió que
la música aquella surgía de esa pelota de basketball… que no era
después de todo una pelota.
–¿Y qué es Willis, si me permiten
preguntarlo? – inquirió lentamente.
–Bueno… algo así como un marciano -tartamudeó Jim-. No de los
que estamos acostumbrados a ver en las ciudades. Pero es un ser
inteligente… no un animal.
Willis dijo:
–¡Buenas noches! – con voz de contralto y quedó por un
momento silencioso.
–¡Nunca oí hablar de esta clase de marcianos! – gritó
Howe.
–Bueno… poca gente los ha visto. Creo que son algo
escasos.
–A mí me parece más bien una especie de papagayo
marciano…
–¡Oh, no!
–¿Qué quiere decir con eso?
–Lo que ya le dije antes. Es un ser inteligente… no es un
animal. ¡Además es mi amigo!
Howe recordó el motivo de su visita y
carraspeó.
–Usted vio mi orden sobre la tenencia de animales en los
dormitorios.
–¡Pero Willis no es un animal! – replicó Jim alzando la
voz.
–¿Qué es?
–¿No comprende? Somos amigos… no me pertenece. Viene conmigo
porque me quiere. ¡Willis es… es Willis!
Willis escogió ese momento para reproducir la conversación
sostenida después de la primera vez que Jim tocara el tango en la
victrola.
–¡Cuando escucho esta música me olvido hasta de ese viejo
cascarrabias de Howe! – dijo con la voz de Jim.
Luego agregó con la voz de Francis-: Lamento no haberle dicho
lo que tú te atreviste a decirle ayer en su despacho. Me parece que
Howe tiene complejos de infancia… por eso es tan
retorcido.
Howe palideció y alzó una mano como para pegar a alguien;
luego la bajó, incierto de sus acciones. Willis, asustado, escondió
todas sus protuberancias y pseudopodios.
–¡Esto es un animal! – dijo duramente y agachándose recogió a
Willis, dirigiéndose con él hacia la puerta.
Jim corrió tras él.
–¡Oiga, señor Howe! ¡Usted no puede llevarse a Willis! –
exclamó.
El Director se volvió.
–¿Ah, no? Acuéstese y mañana por la mañana preséntese en mi
oficina.
–Si llega a lastimar a Willis, yo… yo…
–¿Usted qué? Vuélvase a dormir. No
tema por su animalito. Nada le ocurrirá.
Sin detenerse para ver si su orden se cumplía, salió cerrando
tras él.
Jim permaneció inmóvil en su sitio, con el rostro bañado en
lágrimas de ira e impotencia. Frank se le acercó y le pasó una mano
sobre los hombros.
–No te preocupes… lo peor que puede ocurrir es que te veas
forzado a enviar a Willis a tu casa mañana por la
mañana.
Jim permaneció un momento silencioso y luego asintió
lentamente.
–Supongo que tienes razón.
–¡Claro que sí! Es lo que diría el doctor McRae. Ahora vete a
dormir.
Pero ninguno de los dos durmió mucho aquella noche; al
amanecer Jim tuvo una pesadilla y soñó que Howe era un marciano que
estaba enrollado y a quien quería sacar de su posición, pese a que
sabía que no le resultaría muy conveniente
hacerlo.
Al día siguiente apareció un nuevo aviso en el
boletín.
–No comprendo -dijo Jim-. ¿Por qué tenemos que molestarnos
hasta el extremo de depositar las armas y retirarlas cada vez que
se nos ocurra salir de aquí? Al fin y al cabo casi todos tenemos
permiso para portarlas…
Frank lo pensó un momento.
–¿Sabes lo que pienso? – dijo por fin.
–No. ¿Qué?
–Creo que ese tipo nos tiene miedo. ¡Y sobre todo a
ti!
–¿A mí? ¿Por qué?
–Por lo que ocurrió anoche. Lo miraste con cara de asesino…
creo que te tiene miedo y quiere quitarte toda posibilidad de
hacerle daño.
–¡Hum! En tal caso es una suerte que nuestras pistolas no
estén por el momento en la armería…
–¿Y qué piensas hacer con la tuya?
Jim meditó un momento.
–No estoy seguro, pero sé que a mi padre no le gustaría que
yo entregara mi arma. Sería deshonroso. Estoy autorizado a llevarla
y presté juramento.
Durante el almuerzo Francis tuvo una idea al respecto y habló
en voz baja con Jim, que asintió sonriendo.
Esa tarde buscaron a Smythe y lo llevaron al
dormitorio.
–Mira, Smitty -dijo Jim-. Yo sé que tú tienes muchas
habilidades… eres un hombre de recursos…
–Hum… ¿Qué necesitas?
–¿Viste la noticia que apareció esta mañana,
verdad?
–Ajá.
–¿Piensas entregar tu pistola?
–Ya está en la armería. Nunca llevo armas pues con mi
prodigioso cerebro me basta.
–En tal caso no tienes problemas. Supongamos ahora que
quieres ocultar un par de paquetes. ¿Tienes un sitio seguro,
realmente seguro, donde dejarlos? Piénsalo bien.
–Esta clase de servicios tiene honorarios muy
elevados…
–¿Cuánto?
–No puedo hacerlo por menos de dos créditos
semanales.
–¡Ladrón! – exclamó Francis.
–Bueno, considerando los amistosos sentimientos que los
animan, les cobraré ocho créditos por año.
–Demasiado dinero.
–Digamos seis. Pero no rebajo ni un centavo. Tienen que
pagarme el riesgo que corro.
–De acuerdo -asintió Jim antes de que Frank pudiera continuar
regateando.
Cuando salió del dormitorio, Smythe llevaba consigo un
paquete que al llegar no tenía.
Cap. 5
La memoria de Willis
El Director Howe hizo esperar a Jim treinta minutos antes de
recibirlo. Cuando finalmente pudo pasar, el jovencito advirtió que
Howe estaba muy satisfecho consigo mismo.
–¿Sí? ¿Usted pidió una entrevista?
–Usted me dijo que lo viera, señor…
–¿Yo? ¿Cómo se llama,
alumno…?
–El condenado conoce perfectamente mi
nombre -pensó Jim con furia salvaje-. Está
tratando de sacarme de quicio.…
Luego, recordando los consejos de Francis, hizo un esfuerzo y
dominándose contestó:
–James Marlowe, señor.
–Ah, sí, Marlowe… ¿Qué quería decirme?
–Usted me dijo que lo viera para arreglar el asunto de
Willis.
–¿Willis? Ah, sí… el animalito marciano. Un espécimen
científico de gran interés.
–He venido a buscarlo para enviarlo de regreso a
casa.
Howe sonrió más ampliamente.
–¿Ah, sí? ¿Y tendría la bondad de
explicarme cómo piensa mandar ese animal hasta su casa, si tiene
prohibido salir del edificio del Colegio durante los próximos
treinta días?
Jim creyó oír la voz de Frank, advirtiéndole que se
mantuviera calmo. Así lo hizo.
–Está bien, señor. Lo enviaré por medio de alguno de mis
condiscípulos. ¿Me entrega a Willis, por favor?
Howe se echó hacia atrás y cruzó las manos sobre el
estómago.
–Esto se está tornando muy interesante, Marlowe. Anoche usted
declaró enfáticamente que Willis no es un animal doméstico de su
pertenencia.
–¡Es claro!
–Lo que es más, dijo que se trataba de un amigo suyo,
¿verdad?
–Así es. – Jim dudó un momento. Se daba cuenta que se trataba
de una trampa, pero no alcanzaba a percibir los alcances de las
palabras del Director del Instituto.
Howe volvió a inclinarse hacia adelante.
–Pues bien… ¿Con qué derecho reclama usted a esa criatura, si
ha reconocido que no le pertenece?
–Pero… pero… -el muchacho se interrumpió por falta de
palabras con que continuar hablando-. ¡Usted no puede hacerme esto!
¡No tiene ningún derecho de mantenerlo encerrado!
Howe unió cuidadosamente la punta de los
dedos.
–Ése es un punto que aún falta determinar… Si bien usted ha
aclarado que no es el dueño de Willis, puede resultar que después
de todo se trate de un animal doméstico, por lo que al haber sido
hallado en el Colegio, sin que nadie declare tener derechos sobre
él, la Academia puede reclamarlo como propio para estudiarlo como
espécimen científico.
–¡Pero… usted no puede hacerme esto! ¡No es justo! ¡Si Willis
pertenece a alguien, es mío! Usted no tiene derecho
de…
–¡Silencio! – Jim se calló. Howe prosiguió hablando con mayor
tranquilidad-. No me diga qué debo o no hacer. Recuerde que yo
estoy aquí in loco parentis (3). Cualquier
derecho que usted pueda tener, ha sido transferido a mí, como si
fuera su propio padre. Esta tarde hablaré con el Representante
General de la Compañía y resolveré al respecto.
La frase en latín confundió algo al muchacho, pero las
intenciones de Howe eran suficientemente claras como para pasarlas
por alto.
–¡Voy a hablar con mi padre de esto! – exclamó Jim
indignado-. ¡Usted no se saldrá con la suya!
–¿Amenazas, eh? – el Director sonrió agriamente-. Lamento
verme forzado a prohibirle el uso del teléfono. No pienso permitir
que los alumnos llamen a sus casas cada vez que los corrijo. Si
quiere, escriba una carta a su padre y cuéntele lo que pasa. Pero
le aconsejo que antes de enviarla, se ponga en contacto conmigo y
me la haga leer. Ahora puede retirarse.
Francis aguardaba en el exterior del
despacho.
–Bueno… -dijo-. No veo manchas de sangre…
–¡Oh, ese miserable…!
–Las cosas no marchan, ¿eh?
–Frank, no quiso devolverme a Willis.
–¿Lo enviará él mismo a tú casa? Yo te dije que no te dejaría
tenerlo…
–¡No es eso! ¡Piensa retenerlo para la Academia, como
espécimen científico! – Jim pareció a punto de echarse a llorar-.
¡Pobrecito Willis! ¡Tan tímido y bueno! ¿Qué haremos,
Frank?
–No alcanzo a comprender… -murmuró Francis lentamente-. ¡No
puede retener a Willis para siempre! ¡Es tuyo!
–Ha estado pensándolo mucho y no acepta que yo tenga derecho
alguno sobre Willis… ¡ese hombre es un canalla!
(3) En lugar del padre. (N.
T.)
Mientras hablaban habían llegado al dormitorio. Jim entró y
se detuvo asombrado. Todo estaba en desorden.
–¿Qué pasó? ¿Resolviste destrozar la habitación? – preguntó a
su amigo.
–¿Por el desorden reinante? No… ocurre que vinieron dos de
los pajarracos de Howe y revolvieron todo. Buscaban nuestras
pistolas. Yo me hice el tonto.
–¿Conque esas tenemos, eh? Está bien. ¡Tengo que buscar a
Smitty!
–¡Un momento! – Francis pareció sentirse preocupado-. ¿Qué
estás planeando hacer?
–Voy a conseguir mi pistola y después visitaré a Howe.
¡Rescataré a Willis a cualquier precio!
–¡Jim! ¡Estás loco!
El muchacho no contestó, pero se dirigió hacia la puerta;
Frank estiró un pie y le tiró una zancadilla. Cuando su amigo cayó
de bruces, se zambulló sobre él y le hizo una llave semi-Nelson,
torciéndole el brazo derecho tras la espalda.
–Ahora te quedarás así hasta que hayas
reaccionado.
–¡Suéltame!
–Cuando estés más tranquilo.
Jim no contestó.
–Está bien. Yo puedo quedarme sentado sobre tu espalda todo
el tiempo que sea necesario… -Jim trató de resistir, pero Francis
le retorció el brazo hasta hacerlo gritar, forzándolo a quedarse
quieto-. Tú eres un excelente tipo pero te excitas y no piensas.
Tranquilízate… si vas y asustas a Howe, puede que te devuelva a
Willis. Pero… ¿Cuánto tiempo lo tendrías? ¿Crees que mucho? La
policía de la Compañía te lo volvería a quitar y te encerrarían.
Esto sin contar los pesares que provocarías a tu familia.
Reflexiona…
A estas palabras siguió un prolongado silencio. Luego Jim
murmuró:
–Está bien. Tienes razón.
–¿Estás seguro?
–Sí.
–¿Palabra?
–Palabra.
Francis soltó a su amigo; Jim se reincorporó, frotándose el
brazo derecho.
–¡No tenías necesidad de retorcerme el brazo con tanta
fuerza!
–Tú eres el menos indicado para quejarte. Tendrías que
agradecerme. Ahora busca tu cuaderno de apuntes: llegaremos tarde a
la clase de química.
–No pienso ir.
–Eres un tonto. No creo que valga la pena hacerse aplazar en
una materia porque estés enojado con el Director.
–No es eso, Frank. No puedo continuar en este Colegio. Me
marcho.
–¿Cómo? ¡No te apresures así! Comprendo cómo te sientes, pero
recuerda que en Marte no hay otro colegio, y tu familia no puede
darse el lujo de enviarte a la Tierra a cursar estudios
secundarios.
–Entonces no estudiaré. No puedo quedarme aquí. Permaneceré
el tiempo necesario para sacar a Willis de su encierro y llevármelo
a casa conmigo.
–Bueno… -Francis se rascó la coronilla-. Después de todo,
mientras resuelves cuándo te marcharás, puedes continuar asistiendo
a clase y…
–¡No!
Francis pareció preocupado.
–¿Me prometes esperarme aquí hasta que yo vuelva del
laboratorio?
–¿Por qué tienes que preocuparte?
–¡Prométeme o no voy!
–¡Está bien, está bien!
–¡Hasta luego!
Cuando regresó, Francis encontró a Jim acostado boca
abajo.
–¿Duermes?
–No.
–¿Planeaste algo?
–No.
¿Deseas algo?
–No.
–¡Oh, qué conversación interesante que
tienes!
–Lo siento.
Durante el resto de la tarde no tuvieron ninguna noticia de
Howe. Al día siguiente Francis logró que Jim asistiera a clases,
con el pretexto de que no convenía que llamara la
atención.
El martes también transcurrió sin que Howe diera señales de
vida. Esa noche, unas dos horas después que las luces habían sido
apagadas, Frank oyó que algo se movía en el
dormitorio.
–¡Jim! – llamó en voz baja.
Nadie contestó. Francis extendió la diestra y encendió las
luces. Jim estaba junto a la puerta, totalmente
vestido.
–¿Qué pretendes? – se quejó Francis-. ¿Matarme de un
susto?
–Lo siento.
–¿Qué ocurre? ¿Qué haces fuera de la cama?
–Nada. Vuélvete a dormir.
Frank se levantó.
–¡Oh, no! Cuéntale a papá… ¿Qué piensas
hacer?
–No quiero verte mezclado en este asunto, Francis… vete a
dormir.
–¿Crees que eres suficientemente grande como para obligarme?
Vamos… déjate de tonterías y habla.
Sin muchos deseos de hacerlo, Jim explicó a su amigo el plan
que había trazado. Suponía que el Director tenía encerrado a Willis
en su despacho; él pensaba ir y tratar de rescatar al pequeño
ser.
–¡Ahora vete a dormir! Si alguien te pregunta algo, no sabes
absolutamente nada -concluyó diciendo.
–¿Y dejarte solo en este lío? ¡Nunca! – Francis comenzó a
revolver el ropero.
–¿Qué buscas?
–¿Nunca oíste hablar de las impresiones digitales? – diciendo
esto, Francis sacó un par de guantes de laboratorio y los extendió
a su amigo-. Póntelos…
–¡Bah! Total Howe sabrá de entrada quién robó a
Willis.
–Sí, pero no podrá demostrarlo. Toma…
Jim obedeció y se calzó los guantes, con lo que estaba
aceptando tácitamente la colaboración de Frank.
Tras violar una cerradura con el cortaplumas que Francis
llevaba, penetraron en la antesala del despacho de Marquis Howe.
Pero la segunda puerta estaba dotada de cerrojos a prueba de
cortaplumas.
–Bueno… creo que la fiesta ha terminado, Jim -murmuró
Frank.
–¿No puedes cortar un panel de la puerta?
–Más fácil sería perforar la pared… -el muchacho probó la
punta del pequeño cuchillo en el plástico. Jim se inclinó y observó
el tejido de alambre que daba salida al aire acondicionado y que
evidentemente conectaba con el despacho de Howe. Arrodillándose, el
jovencito acercó la boca al pequeño enrejado y
llamó:
–¡Willis!¡Eh, Willis!
–¡Cállate! – exclamó Francis, a su lado-. ¿Quieres que nos
descubran?
Pero desde la habitación contigua llegó la voz del pequeño
ser, algo velada por la pared.
–¡Oh, Jim! ¿Qué dices, chico?
–¡Es Willis! – dijo Jim-. Lo tienen encerrado en algún
sitio!
–¡No cabe duda alguna!-repuso Francis-. Vamos a dormir,
¿eh?
–¡Vete a dormir tú! ¡Yo me quedaré aquí hasta sacar a Willis
y llevármelo conmigo!
–¡Lo malo contigo, Jim, es que nunca sabes cuándo estás
liquidado! ¡Vamos!
–¡No! ¡Shhh! ¿Oyes algo?
–Sí… parece que Willis está tratando de escapar. Pero no
puede hacerlo. ¡Vamos!
–¡No!
El sonido se fue haciendo más próximo. Era como si alguien
rasqueteara la pared. De pronto se oyó un ¡plop! suave y algo silencioso corrió por el piso de
plástico de la habitación contigua.
–¿Jim? ¡Oye, chico!
–Sí, Willis… ¿Qué ocurre?
–¿Jim se llevará a Willis a casa?
–Sí, pero primero tenemos que sacarte de
allí.
–Willis saldrá -la afirmación era absoluta y
positiva.
Jim se volvió hacia su amigo.
–¡Está del otro lado del enrejado del aire… si conseguimos
una palanca podremos arrancarlo y abrirle paso!
–No tenemos absolutamente nada que pueda servirnos para eso.
Volvamos al dormitorio antes de que nos descubran. – Francis se
interrumpió- ¡Eh! ¿Qué está haciendo ahora Willis?
El sonido era cada vez más claro. De pronto en torno al
enrejado comenzó a trazarse un fino círculo y sin solución de
continuidad apareció el cuerpo esférico de Willis. De él surgía un
pseudopodio de veinte centímetros de largo por dos de ancho, que
aparentemente le había servido para cortar el plástico de la
pared.
Los dos muchachos se atragantaron.
–¿Qué diablos es eso? – alcanzó a exclamar
Frank.
–¡Que me cuelguen si lo comprendo! ¡Es la primera vez que veo
algo así!
El extraño miembro desapareció en el cuerpo del pequeño ser,
que saltó a los brazos de Jim.
–¡Jim abandonó a Willis! – dijo con tono acusador-. ¡Jim se
fue!
–Sí, pero ahora se quedará con Willis.
–¡Bueno!
Jim acarició a Willis. Francis carraspeó.
–Sería una buena idea regresar al dormitorio
-dijo.
Así lo hicieron a toda marcha y sin
inconvenientes.
Acababan de cerrar la puerta, cuando Willis
exclamó:
–¡Buenas tardes!
–¡Cállate, Willis! – ordenó Jim. Pero el pequeño ser
continuó, hablando con distinto tono de voz.
–¡Buenas tardes, Mark! ¡Siéntate,
muchacho, siéntate!
–Yo he oído esa voz -dijo Francis
sorprendido.
–Gracias, general -esta vez se
trataba de la voz de Howe-. ¿Cómo está usted,
señor?
–Bastante bien para un viejo…
-contestó la otra voz.
–¡Ya sé! – exclamó Frank-. ¡Es Beecher, el Representante
General de la Compañía!
–¡Calla! – lo interrumpió Jim-. Puede ser interesante oír la
conversación…
–¡Tonterías, general! ¡Usted no es
viejo!
–¡Muy amable de su parte, muchacho, muy
amable! ¿Qué traes en esa caja? ¿Contrabando?
Willis reprodujo exactamente la risa forzada y antipática de
Howe.
–Difícilmente, general. Se trata de un
espécimen científico que confisqué a uno de los
estudiantes.
Se produjo una nueva pausa y luego la voz cascada del
Representante de la Compañía exclamó:
–¡Por Dios, muchacho! ¿Sabes lo que
tienes en tu poder? -el acento era entusiasta.
–Sí, un ejemplar de Areocephalopsittacus
Bron…
–¡Suprime el latín! Es un "cabeza redonda
de Marte", ¿verdad? ¿Crees que puedes comprarlo al dueño,
Mark?
La voz de Howe se tornó cautelosa.
–Precisamente comprarlo, no… -luego
explicó su teoría sobre la posesión de Willis. El general lanzó una
estruendosa carcajada.
–Parece que tu tío te explicó bastante
bien las cosas de la vida antes de mandarte a Marte, ¿eh?
-luego la voz se serenó-. ¡Este animalito puede
reportarnos sesenta o setenta mil créditos de ganancia, si lo
entregamos al Zoológico de Londres, Mark!
–¿En serio? Creo que la Compañía se
sentiría muy interesada, ¿verdad?
–¡Vamos, muchacho! ¡No serás tan ingenuo
como para creer que la Compañía se inmiscuye en los asuntos
privados de sus funcionarios!
La voz de Howe era cautelosa y fría.
–¿Podríamos venderlo nosotros,
considerándolo un asunto particular, general?
-preguntó.
El Representante de la Compañía Comercial Marciana lanzó otra
estruendosa carcajada.
–¡Muy hábil, muchacho, muy hábil! Hablaré
con tu tío para que te ponga, al frente de una Agencia de la
Compañía… después de todo, cuando apliquemos la política de
no-migración, este Colegio perderá su importancia y se
reducirá…
Frank y Jim se miraron inquietos.
–¿Qué querrá decir…? – comenzó el primero,
pero
Jim lo interrumpió de un codazo.
–¡Shhh!
–¿Qué hay de nuevo al respecto?
-preguntó la voz de Howe, con acento de amable
interés.
–Hoy recibí un mensaje cifrado de tu tío.
La Colonia Sur se quedará donde está todo el invierno. Los dos
próximos cargamentos de colonos que lleguen de la Tierra serán
enviados directamente a la Colonia Norte. Allí tendrán doce meses
para aclimatarse al invierno marciano. ¿De qué te
ríes?
-De nada importante, señor. ¡Pensaba en
la cara que pondrá uno de los alumnos, un mal educado de apellido
Kelly, que me amenazó con las represalias que tomaría conmigo su
padre cuando la Colonia Sur emigrara al Norte! Cuando le diga que
su padre se quedará en la Colonia, sufrirá
una…
–¡Un momento, muchacho! ¡No vas a decirle
absolutamente nada!
–¿Cómo?
–Tu tío no quiere que haya problemas con
los colonos. Nadie debe saber que se ha suspendido la migración de
este año, hasta que no sea posible resistir a los planes de la
Compañía… Los colonos se opondrían, si bien sabemos que el invierno
marciano puede pasarse perfectamente sin peligro alguno, con sólo
permanecer a cubierto del clima exterior. Mi plan es posponer la
migración dos semanas y luego volverla a posponer. Cuando por fin
pueda anunciar el cambio de planes, los colonos no estarán en
condiciones de reaccionar, pues los hielos los bloquearán durante
casi doce meses.
–¡Un plan muy
ingenioso!
–¡Gracias muchacho! Es la única forma de
manejar a estos colonos. Tú no has estado el tiempo necesario para
juzgarlos como yo. Son en su mayor parte neuróticos emocionalmente
inestables, fracasados en la Tierra. ¡Si no se tiene mano firme con
ellos, son capaces de enloquecer a cualquiera! No parecen
comprender que todo cuanto son se lo deben a la Compañía… Por
ejemplo, si los dejamos a ellos, insistirán en seguir el camino
anual del Sol, como si fueran millonarios… ¡a expensas de la
Compañía!
Haciendo una breve pausa, Willis cambió de tono y adoptó la
voz de Howe.
–Estoy de acuerdo en todo, general. ¡Si
sus hijos son una demostración en escala reducida del carácter de
los colonos, imagino que se trata de patanes
incorregibles!
–¡Exactamente! -asintió la voz de
Beecher-. A propósito… ¿No quieres dejarme él
espécimen ése? Así no correremos peligro de que pase
algo…
–No es necesario -la voz de Howe se
tornó algo seca-. En mi despacho estará
seguro.
Luego se produjeron las despedidas y Willis dejó de
hablar.
Frank lanzó una salvaje maldición.
cap. 6
Fuga
Jim sacudió a su amigo del hombro.
–Tranquilízate y ayúdame -exclamó-. Va a hacerse demasiado
tarde si no me apresuro.
–Me gustaría saber cómo le sentaría un invierno en Charax
-dijo Francis suavemente-. Tal vez se sentiría encantado de pasar
once o doce meses bajo techo, o salir al exterior con cien grados
bajo cero de temperatura.
–¡Claro, claro! – asintió Jim-. Ayúdame y no hables
tanto.
Frank se volvió y descolgó el traje térmico de Jim y su casco
respirador; luego sacó el suyo y comenzó a ponérselo rápidamente.
Jim lo miró.
–¡Eh! ¿Qué haces?
–Voy contigo.
–¿Cómo?
–¿Crees que voy a quedarme aquí tranquilamente sentado,
esperando que dejen a mi madre todo el invierno en el Polo Sur?
Mamá tiene el corazón débil. La baja temperatura le hace mucho
daño.
Francis comenzó a sacar sus cosas del
ropero.
–Comprendo, Frank -murmuró Jim-. Pero si abandonas el
Colegio, nunca llegarás a ser piloto…
–¿Y qué? Esto es más importante.
–Yo puedo advertirles a todos sin necesidad de que tú
vengas…
–No pierdas tu tiempo hablando… ya estoy
dispuesto.
–¡En tal caso, vamos!
Jim se cerró el traje térmico, recogió a Willis y lo colocó
en la parte superior de su bolsa de viaje,
diciéndole:
–Escucha, amiguito: vamos a casa. Quiero que te quedes aquí,
quieto y cómodo. ¿De acuerdo?
–¿Willis va de paseo?
–Sí, pero hasta que te saque de la bolsa, no quiero que digas
una sola palabra. ¿Comprendido?
–¿Willis no debe hablar?
–No.
–¿Willis toca música?
–¡No! ¡Ni palabras ni música!
–¡Está bien, muchacho!
Jim esperó a que Willis se acomodara en la bolsa de viaje y
la cerró.
–¡Vamos a buscar a Smitty para que nos devuelva las pistolas
y comencemos el viaje! – exclamó Frank-. ¿Cuánto dinero te
queda?
–No mucho. ¿Por qué?
–Tenemos que pagar el pasaje de regreso a casa,
tonto.
Jim había estado tan preocupado por los acontecimientos, que
recién entonces pensó en los pasajes. Necesitarían
efectivo.
Los dos muchachos contaron el dinero que tenían: ¡no
alcanzaba para un solo pasaje!
–¿Qué hacemos? – preguntó Jim.
–Le pediremos a Smitty. ¡Vamos!
–¡No olvides tus patines de hielo!
Smythe tenía una habitación para él solo, como tributo a su
personalidad en ascenso. Los dos muchachos entraron sin llamar y
Frank sacudió al durmiente, que entre sueños
murmuró:
–Está bien, oficial. Iré voluntariamente…
–¡Smitty! – exclamó Jim-. Queremos que nos devuelvas el
paquete que nos guardaste.
–De noche no trabajo. ¡Vuelvan mañana!
–¡Lo necesitamos ahora mismo!
Smithe se levantó con aire de sonámbulo.
–Hay una tarifa extra por servicios nocturnos -dijo. Luego se
inclinó, quitó el enrejado del conducto de aire acondicionado, sacó
del hueco el paquete con las pistolas.
Jim desenvolvió las armas y enfundando la suya, entregó la
otra a Frank. Smythe observaba, con las cejas
curvadas.
–Necesitamos que nos prestes algo de dinero -dijo Francis,
agregando la cantidad.
–¿Por qué me pides a mí?
–Porque sé que tienes.
–¿Qué gano prestándoles? ¿Las gracias?
Francis sacó del bolsillo su regla de
cálculos.
–¿Cuánto me das?
–¡Hum! Seis créditos.
–¡No seas vampiro! Mi padre pagó
veinticinco…
–Ocho… nadie me pagará más de diez, vendiéndola
usada…
–Tómala como garantía y préstame quince.
–Diez y nada más. No tengo negocios de
préstamos…
La regla de cálculos de Jim se sumó a la de Frank por una
cantidad ligeramente superior; a esto se agregaron los relojes y el
resto de sus pertenencias por sumas menores. Por fin los dos
muchachos quedaron con sólo sus patines para el hielo, que se
negaron a vender.
–Tendrás que confiar en nosotros y prestarnos la diferencia
sin ninguna garantía, Smitty -dijo Frank.
Smythe miró al cielo raso y carraspeó.
–Considerando que han sido buenos clientes, les diré que
también colecciono autógrafos.
–¿Qué?
–Pagaré al seis por ciento mensual.
–Prepáralos.
Dos minutos después los muchachos se preparaban para
abandonar el dormitorio.
–¡Un momento! – exclamó Smythe-. Mi bola de cristal me dice
que ustedes están a punto de desaparecer… ¿Cómo?
–Simplemente utilizando la puerta.
–¡Je! ¿No saben que Howe ha colocado una nueva cerradura que
clausura herméticamente la salida desde la puesta del sol hasta el
amanecer…?
–¡Estás bromeando!
–Vayan a verlo…
Francis tiró de la manga de Jim.
–¡Vamos! – dijo-. ¡Si es necesario, tiraremos la puerta
abajo!
–¿Para qué hacen las cosas violentamente? Vayan por la
cocina… -les sugirió Smythe.
–¿La puerta posterior está abierta? – inquirió
Jim.
–¡Oh, no!
–¿Y entonces?
–¡Queda el vertedero de basura!.
–¿El vertedero? – estalló Jim.
–No hay otro camino…
–Está bien -resolvió Francis-. Vamos, Jim.
–¡Un momento! Uno de ustedes puede abrir la tapa del
vertedero para el otro, pero ¿quién la sostendrá mientras baja el
segundo?
–Ya veo -Francis le clavó la mirada-. Tú nos
ayudarás.
–¿Y qué me ofrecen? El trabajo debe ser
remunerado…
–¡Maldito seas! ¿Te gustaría un buen golpe en la
nuca?
Smythe hizo un gesto apaciguador.
–Está bien, está bien… ¿Acaso me he negado a algo que me
pidieron esta noche? Lo haré gratis, a modo de publicidad para mi
negocio. Por otra parte, no me gusta ver a mis clientes abandonados
a su suerte…
Se dirigieron rápidamente a la amplia cocina del Colegio. La
tranquilidad con que avanzaba Smythe pese a las tinieblas, indicaba
su familiaridad con aquel escenario, con evidente menosprecio hacia
el reglamento.
Una vez en la parte posterior de la cocina, Smitty
dijo:
–Muy bien. ¿Quién sale primero?
Jim miró el vertedero de basura con evidente disgusto. Se
trataba de un cubo de acero, del diámetro de un barril, ubicado en
la pared y que podía girar sobre su eje, en forma tal que los
desperdicios salían al exterior sin que la presión atmosférica de
la cocina disminuyera. Su tapa era en consecuencia
hermética.
Jim se colocó el casco y bajó la máscara sobre su
rostro.
–Espera un segundo -exclamó Francis. Había estado mirando los
estantes, llenos de alimentos envasados. Con movimientos rápidos
sacó algunas prendas de vestir de su bolsa de viaje y colocó latas
de conserva en su lugar.
–No pierdas tiempo -urgió Smythe nerviosamente-. ¡Quiero
acostarme antes que suene la campana!
–¿Para qué haces eso, si total dentro de algunas horas
estaremos en casa? – dijo Jim, fastidiado.
–Una corazonada -repuso Frank-. Está bien.
Vamos.
Jim abrió el vertedero, se introdujo en el cilindro y luego
la tapa se cerró tras él. El cilindro giró y la tapa exterior se
abrió; el muchacho sintió que, caía y se encontró de pronto sobre
el pavimento de la calle.
Tras él, el vertedero volvió a funcionar y dos minutos
después aparecía Francis.
–¡Estás lleno de basura! – exclamó Jim, sacudiéndose
involuntariamente.
–También tú… pero no podemos perder tiempo. ¡Qué frío
hace!
–Pronto saldrá el sol. Vamos.
Los dos muchachos se dirigieron a la calle lateral del
Instituto. Aquella parte de la ciudad era totalmente moderna y
terrestre, pero a cierta distancia se alzaban las gráciles torres
de Syrtis Menor, la antigua ciudad marciana, desmintiendo el
aspecto humano de los edificios que rodeaban al
Colegio.
Caminando rápidamente, los muchachos llegaron hasta una rama
secundaria del canal. Sentándose en la orilla, se calzaron los
patines de hielo, que eran modelos especiales para alcanzar grandes
velocidades sobre la endurecida superficie de los
canales.
–Conviene que nos apuremos -dijo Jim,
incorporándose.
Así lo hicieron. A un centenar de metros de distancia el
pequeño canal desembocaba en el curso principal. Desde allí los dos
muchachos tardaron poco en llegar a la estación del
coche-correo.
Sintiéndose casi helados pese a las ropas térmicas, entraron.
Un solo empleado montaba guardia. Francis se
adelantó.
–¿Hay coche hacia la Colonia Sur hoy? –
pregunto.
–Dentro de veinte minutos -repuso el empleado-. ¿Quieren
enviar alguna encomienda?
–No. Vamos a viajar nosotros -Frank entregó el importe de dos
pasajes. El empleado lo atendió silenciosamente.
Jim, al oír que faltaban veinte minutos para que partiera el
coche-correo hacia Colonia Sur, se sintió aliviado. No todos los
días había vehículos de pasajeros entre la colonia y Syrtis
Menor.
Nuevamente les tocó viajar solos con el conductor, que los
dejó ubicar en el observatorio. Empero, diez minutos después de
haber partido, Jim, fatigado, anunció a su
compañero:
–Creo que iré a acostarme abajo… tengo
sueño.
–Pediré al conductor que ponga la radio -repuso
Frank.
–¡Al demonio! Tú también tuviste una mala noche. Ven a
dormir.
–Bueno… está bien.
Bajaron al compartimiento inferior, buscaron dos cuchetas y
se acostaron a dormir.
El vehículo prosiguió su silenciosa marcha sin detenerse en
Hesperidum, llegando a Cynia a mediodía. Como la estación estaba
bastante avanzada, no había temor de que el hielo cediera bajo el
peso de los patines; el conductor se sentía contento al poder
mantenerse dentro del horario establecido, y cuando llegaron a la
Estación Cynia detuvo el motor y se dirigió al compartimiento donde
dormían los dos muchachos, mirándolos especulativamente: la radio
acababa de transmitir una noticia que le hizo fruncir el ceño
molesto.
–¡Paramos veinte minutos! – exclamó, despertando a los
jovencitos-. ¡Todo el mundo afuera!
–No tenemos apetito -repuso Frank.
El conductor pareció desconcertado.
–Conviene que bajen -insistió-. Con el motor parado el coche
se enfría rápidamente.
–No nos molesta soportar un poco de frío…
–¿Qué ocurre, chicos? ¿Están arruinados? – algo en la expresión de los dos
estudiantes confirmó sus sospechas, y el hombre sonrió-. Vengan…
les pagaré un emparedado caliente.
Francis comenzó a agradecerle, moviendo negativamente la
cabeza, pero Jim se incorporó de un salto.
–¡Aceptamos encantados, señor! – dijo-. ¡Vamos, Frank, no
seas tonto!
El encargado de la Estación Cynia estudió especulativamente a
los dos muchachos, pero les sirvió el sándwich caliente sin hacer
comentarios. El conductor ingirió su almuerzo a toda velocidad y se
dirigió hacia la puerta.
–Quédense tranquilos, muchachos -dijo antes de salir-. Aún
debo descargar algunos bultos y la correspondencia… tienen veinte
minutos más…
–¿No quiere que lo ayudemos? -se ofreció
Jim.
–No, gracias. No están acostumbrados a esta clase de trabajo
y molestarán en lugar de facilitarme las cosas.
–Bueno… gracias por el sándwich.
–De nada.
El hombre salió y los dos muchachos permanecieron sentados
junto al mostrador. Diez minutos después llegó hasta ellos el
sonido del motor del coche-correo, que se alejaba. Frank y Jim
corrieron hasta la ventana de observación y vieron cómo el vehículo
se perdía tras una curva del canal.
–¡Eh! – gritó Frank-. ¡No nos esperó!
–¡No! – repuso el empleado.
–¡Pero dijo que nos avisaría!
–Sí -el nombre tomó un diario terrestre de dos años atrás y
comenzó a leer.
–Pero… ¿por qué?
El representante de la Compañía dejó el periódico con gesto
de aburrimiento.
–Lo que ocurre es así -explicó-. Cien es un hombre pacífico.
Oyó por radio la orden de detención que daban las autoridades del
Colegio y resolvió lavarse las manos…
–¿Cómo? ¿Orden de
detención?
–Sí. Yo también la escuché. Pero por mí no se preocupen. No
pienso intentar nada contra ustedes. Ya ven que no tengo mi
pistola.
–¿De qué nos acusan para pedir que nos detengan? -inquirió
Jim.
–De todo un poco. Robo con escala, ratería, destrucción de
propiedad ajena, fuga… Parece que ustedes son una pareja de
desesperados, pese a que no tienen el aspecto de dos
forajidos.
–¿Qué piensa hacer usted al respecto? – inquirió
Francis.
–Ya les he dicho que nada. Mañana por la mañana vendrá un
coche especial fletado por la policía de la Compañía para
buscarlos.
–Comprendo. Ven, Jim -se alejaron del mostrador y
conferenciaron en voz baja. Por fin se dirigieron a la cabina del
teléfono con intenciones de llamar a Colonia Sur.
Pero una nueva sorpresa les aguardaba. La voz fría de la
telefonista les anunció:
–Debido a circunstancias que escapan a nuestro control, no es
posible recibir llamadas de Estación Cynia a Colonia
Sur.
Jim comenzó a preguntar si había algún desperfecto técnico,
pero la comunicación quedó interrumpida.
–Parece que nuestro amigo Howe quiere tenernos aislados hasta
que nos vengan a buscar -murmuró Francis
amargamente.
–Tal vez se trata de una disposición general adoptada por
Beecher para aislar a la Colonia y no a nosotros -repuso con aire
lúgubre Jim-. No podemos seguir perdiendo nuestro tiempo… debemos
avisar a los nuestros en alguna forma…
–¿Y si patinamos?
–¿Estás loco? Estamos a más de mil kilómetros de distancia de
casa.
–Sí, pero cada cien kilómetros más o menos, debe de haber
refugios preparados para los trabajadores del Proyecto de
Restauración de Oxígeno… podríamos patinar de noche y dormir de
día. Así no nos helaríamos y sería fácil recorrer trescientos
kilómetros diarios (4).
–Me parece que estás engañándote a ti mismo. Recuerdo haber
visto una vez a un tipo que estuvo de noche a la intemperie. Con
traje térmico y todo, cuando lo trajeron parecía un pedazo de
madera. ¿Cuándo quieres partir?
–¡Ahora mismo!
–¡Vamos!
El representante de la Compañía los vio dirigirse hacia la
puerta y alzó la vista.
–¿Adonde van?
–A dar una vuelta.
–Les conviene dejar las bolsas de viaje. Total tendrán que
pasar la noche aquí…
Los muchachos no contestaron. Cinco minutos más tarde,
patinaban velozmente hacia el sur por la rama oeste del canal
Strymon.
Cuando el sol se ponía tras el horizonte, los dos muchachos
llegaron al primer refugio junto a la orilla del canal. Habían
recorrido casi ciento cincuenta kilómetros y estaban
fatigados.
El refugio se caldeaba fácilmente por medio de una unidad
termostática atómica. Jim la puso en funcionamiento y pronto la
temperatura se tornó confortable. Frank miró en derredor y
sonrió.
(4) Esto en Marte no es extraordinario, pues como debe
recordar el lector, el planeta rojo tiene una gravedad equivalente
al 37 % de la terrestre. (N. T.)
–¡Parece que hemos encontrado una casa! –
comentó.
–Sí. Lástima que no hay ni siquiera una lata de habichuelas
abandonada…
–Ahora agradecerás mi idea de robar unas cuantas latas de
conservas antes de huir, ¿eh?
–¡De acuerdo! ¡Tienes un verdadero talento para el crimen!
¡Te felicito! – Jim observó el tanque de reserva que había
instalado junto a la cocina del refugio-. ¡Magnífico! ¡Hay bastante
agua para los dos!
–Me alegro… tengo que llenar mi máscara. Los últimos
kilómetros los hice con el depósito completamente
seco.
La parte superior de los grandes cascos tenía un receptáculo
lleno de agua por donde se filtraba el aire comprimido antes de
pasar a la máscara respiratoria, para adquirir el grado de humedad
necesario para los pulmones humanos.
–Hubieras avisado… me parece que ya tendrías que saber que
eso es peligroso.
–Olvidé llenarlo antes de salir de la Estación
Cynia.
–¡Turista!
–Ya sabes que nos marchamos con cierta
prisa…
–¿Cuánto tiempo estuviste sin agua?
–No podría decirlo.
–¿Cómo tienes la garganta?
–Un poco seca.
–Déjame ver.
Frank lo apartó, insistiendo:
–Estoy perfectamente, no te preocupes.
–Bueno… si tú lo dices.
Comieron el contenido de una lata de carne en conserva y se
acostaron a dormir. Willis se acurrucó sobre el estómago de Jim y
cuando el muchacho comenzó a roncar, lo imitó
sonoramente.
Al día siguiente desayunaron los restos de carne que
quedaran, pues Francis insistió en que no desperdiciaran nada.
Willis no comió nada pues había ingerido su ración dos semanas
atrás y aún faltaban otras tantas para completar su digestión. Sin
embargo absorbió medio litro de agua.
Luego se pusieron en marcha, pues no deseaban perder tiempo;
Jim encontró una linterna eléctrica y la llevó en calidad de
préstamo.
En el momento de salir, Jim advirtió que Francis tenía el
rostro arrebolado.
–¿Te sientes bien? – le preguntó-. Te noto excesivamente
colorado…
–Son los colores de la salud -insistió Frank-.
Vamos.
Jim temía que su amigo tuviera un ataque de "gripe marciana",
pero como no estaba en condiciones de hacer nada, se vio forzado a
resignarse. La mal llamada "gripe marciana" no es más que una
resultante de las condiciones atmosféricas excesivamente secas de
Marte, cuya humedad ambiente es prácticamente cero. Se trata de una
deshidratación de la mucosa de la nariz y garganta, que provoca
fiebre y agudos dolores, así como una tos muy
molesta.
La tarde transcurrió sin incidentes. Cuando el sol comenzó a
ponerse, los muchachos calcularon que no estaban a más de
setecientos kilómetros de distancia de la Colonia. Jim había estado
observando a Francis, que parecía patinar con la energía de
siempre. Tal vez sus temores eran injustificados…
–Convendría que buscáramos refugio para la noche…
-dijo.
–Estoy de acuerdo.
Pronto pasaron frente a una de las rampas de piedra
construidas miles de años atrás por los marcianos, pero no
advirtieron la menor señal de actividad terrestre. Luego una
segunda rampa de arcaico origen quedó atrás, sin que vislumbraran
rastro alguno del refugio esperado.
La tercera rampa ofreció el mismo panorama; los muchachos se
detuvieron.
–Subamos a ver -dijo Jim-. Es imposible que lleguemos a otra
antes de la puesta del Sol.
–Subamos -asintió Francis.
Los últimos rayos del sol iluminaban tangencialmente la
orilla del canal y el desembarcadero marciano, en desuso desde
siglos atrás.
–¡Nada! – murmuró Jim, preocupado-. ¿Qué
hacemos?
–Seguir adelante hasta que nos caigamos de narices… -sugirió
amargamente Francis.
–Lo más probable sería que nos heláramos en un par de
horas.
–Personalmente no creo que estoy en condiciones de patinar
dos horas más -reconoció Frank-. Estoy agotado.
–¿No te sientes bien?
–¡Eso es presentar las cosas con criterio optimista… me
siento auténticamente mal!
En ese momento Willis salió de la bolsa de viaje y rodó por
la orilla del canal. A una hora más temprana, hubiera desaparecido
bajo la vegetación marciana, pero al llegar el crepúsculo aquellas
plantas se curvaban sobre su eje, cerrándose en forma más o menos
esférica para resistir al intenso frío nocturno.
Jim corrió desesperado, gritando:
–¡Willis! ¡Willis! ¡Si no te detienes me marcharé y te dejaré
abandonado! – pero la amenaza no surtió efecto.
–¡No podemos permanecer aquí! – exclamó Francis, corriendo
dificultosamente a su lado.
–¡Quién me hubiera dicho que en un momento así iba a jugarme
semejante mala pasada!
–¡Si quieres mi opinión, es una desgracia
ambulante!
En ese momento resonó la voz de Willis, o mejor dicho, la voz
de Jim usada por Willis:
–¡Jimmy! ¡Ven con Willis!
Los dos muchachos avanzaron entre las plantas dormidas,
saltando para evitar las raíces, hasta llegar a un gigantesco
espécimen de "repollo del desierto". Junto a la monstruosa planta
estaba Willis, inmóvil. El vegetal, semejante a un repollo de
quince metros de diámetro, con sus hojas occidentales aún
extendidas para absorber los últimos rayos del sol poniente, ya
había plegado su parte oriental para protegerla del frío y las
tinieblas.
Los muchachos sabían que cuando el sol se pusiera por
completo, aquella planta extraordinaria se cerraría, formando una
bola monstruosa, semejante a un repollo terrestre con dimensiones
de pesadilla.
Willis vio llegar a los dos jovencitos y de un salto se ubicó
sobre una de las hojas abiertas y rodó hasta el corazón de la
planta.
–¡Maldito seas, Willis! ¡Ven acá! – gritó
Jim.
–Ten cuidado… esa planta puede cerrarse sobre ti… no te
acerques demasiado -le advirtió Francis.
–No me acercaré. ¡Oh, Willis! ¡Por favor!
¡Ven!
–¡Jim y Frank vengan! ¡Afuera hace frío… aquí
tibio!
Jim miró a su amigo con desesperación.
–¿Qué hacemos, Frank? El sol se está poniendo rápidamente…
quedan pocos minutos de luz.
Willis repitió su llamado.
–¡Aquí está tibio, Jimmy, muchacho!
–Tal vez ese bicho sepa algo que nosotros ignoramos. Recuerda
lo que dijo el doctor McRae. Conoce instintivamente al planeta y
quizás sea una forma de salvarnos -exclamó
Francis.
–¡Pero no podemos meternos dentro de un vegetal! ¡Nos
ahogaríamos!
–Quién sabe. De cualquier modo, yo no puedo seguir patinando,
y si nos quedamos afuera, moriremos de frío -Frank apoyó un pie
sobre una de las hojas abiertas a modo de abanico y entró en la
cavidad que formaban las hojas cerradas. Jim lo miró un instante y
después lo siguió.
–¡Buen muchacho, Frank! ¡Buen muchacho, Jim! – exclamó
Willis, lleno de entusiasmo-. ¡Aquí está tibio!
¡Agradable!
El sol se deslizaba tras una duna distante y el viento helado
comenzó a golpearlos directamente. Las hojas más lejanas de la
planta se curvaban y movían al mismo tiempo que el astro rey,
cerrándose lentamente.
–¡Nos aplastará! – murmuró Jim, convencido.
–Tal vez. Pero es peor helarse.
Las hojas internas se curvaron más rápidamente que las
exteriores. Una rozó el hombro de Jim, que la golpeó nerviosamente.
La hoja se retiró con movimiento vivo.
–¡Nos ahogaremos, Frank!
Francis miró aprensivamente a su amigo, estudió las hojas y
exclamó:
–¡Rápido, Jim! Siéntate, abre las piernas y tómame de las
manos, para hacer un arco.
–¿Para qué?
–Así quedará más espacio para respirar.
¡Rápido!
Los dos muchachos formaron un arco que les dejó una cavidad
de un metro y medio de diámetro. Las hojas parecieron tantearlos
nerviosamente y por fin se unieron sobre ellos, moldeándose a sus
cuerpos, pero sin apretar demasiado. Pronto todas las hojas
estuvieron cerradas y una oscuridad profunda reinó en la pequeña
cavidad.
–Ya podemos soltarnos, ¿no te parece, Frank? – dijo
Jim.
–Espera que las hojas exteriores se
acomoden.
Un rato después aflojaron la presión cautelosamente, pero las
hojas no se movieron.
–No veo por qué tomar tantas precauciones. Total, moriremos
asfixiados -se quejó Jim.
–¡Cállate! Gastas oxígeno de más hablando… trata de dormir
y tal vez lleguemos hasta
mañana.
Pronto en la pequeña cavidad resonaron los ronquidos de
Frank, imitados por Willis. Jim no podía dormir, dominado por una
sensación opresiva y desagradable. Hubiera
deseado tener un reloj para saber qué hora era; el tiempo
transcurría en forma pesada y lenta,
y de pronto el muchacho se sintió asaltado
por un temor vago que cobró forma lentamente: ¿y si aquel repollo marciano estaba invernando, para abrirse al
comenzar la primavera? Aterrado buscó su linterna y la encendió. Francis dejó de roncar y parpadeó.
–¿Qué pasa? – inquirió.
–Nada. Recordé que teníamos este artefacto con
nosotros.
–¡Apágalo y
duérmete!
–¡Si no consumo oxígeno!
–Puede ser, pero estando despierto, tú lo consumes. ¡Duérmete
y déjame dormir!
–¿Y si estamos atrapados por todo el invierno aquí dentro?
¡Me parece que ya hubiera debido amanecer!
–¡Estás loco! No hace más de una hora que el repollo cerró
sus hojas. ¡Duérmete y déjate de soñar despierto!
Con la luz encendida el lugar parecía menos sofocante. Jim
apoyó la linterna contra Willis y trató de relajar sus músculos
tensos. Lentamente, sin darse cuenta, fue quedándose dormido. Soñó
y tuvo pesadillas. En su sueño Howe los perseguía para arrebatarles
a Willis y luego se encerraban en un repollo gigantesco, que estaba
a punto de comenzar su hibernación de doce meses…
Con un esfuerzo trató de despertar, y se sumergió
imperceptiblemente en un sueño menos intolerable.
cap. 7
Persecución
Willis volvió a tocar el pecho de Jim con un pseudopodio, y
al no conseguir que se moviera, comenzó a quejarse
lúgubremente.
Jim abrió un ojo inyectado en sangre.
–¡Eh! ¡Acaba con ese canto infernal! – exclamó. Luego miró en
derredor. La luz del sol los acariciaba suavemente y las grandes
hojas del "repollo marciano" se habían abierto, formando un abanico
inmenso. Era de día.
Frank despertó y se sentó, pero Jim tardó un rato en hacerlo,
endurecido por la posición forzada en que pasara la
noche.
–¿Cómo estás? – preguntó a su amigo.
–Bien -la afirmación fue desmentida por un ataque de violenta
tos, que Frank logró controlar dificultosamente.
–¿Quieres comer algo?
–No tengo apetito… prefiero buscar un refugio donde hacerlo
cómodamente.
–Está bien. Vamos al canal.
Abriéndose paso a través de la vegetación, que dirigía sus
hojas hacia el sol y se tornaba más tupida a medida que se
acercaban al canal, los dos muchachos llegaron a la orilla y cuando
Francis estaba a punto de descender por la rampa, Jim lo tomó del
brazo y lo forzó a retroceder, señalando hacia el
norte.
Un coche-motor sobre esquíes, más pequeño y veloz que los
correos ordinarios, avanzaba lentamente, siguiendo las huellas que
los muchachos dejaran con sus patines la tarde
anterior.
Francis alzó la cabeza para observar mejor, pero Jim lo forzó
a agacharse.
–¡Con cuidado! – exclamó-. ¡Tienen
binóculos!
Dos hombres estaban de pie sobre la parte superior del coche,
oteando ambas orillas del canal con sus anteojos.
–¿Qué podemos hacer?
–Habrá que seguir caminando por la orilla, al amparo de la
vegetación, hasta llegar a la próxima rampa de descenso. Así tal
vez logremos despistarlos.
Comenzaron a caminar rápidamente; Frank respiraba
sonoramente, jadeando.
De pronto una rama secundaria del canal les cerró el paso. Se
detuvieron y Francis se sentó sobre una roca, sosteniéndose la
cabeza con una mano. Un nuevo espasmo de tos lo
sacudió.
Jim le pasó la mano sobre el hombro.
–¿Te sientes muy mal, viejo?
Frank, tosiendo violentamente, no pudo contestarle. Willis
dijo:
–¡Pobre Francis! Tch… tch…
Por fin Frank alzó la cabeza nuevamente, más
sereno.
–No es nada -afirmó-. Ya puedo seguir.
–Escúchame, muchacho… tú vas a entregarte ahora mismo. Te
llevarán de regreso al Colegio, pero no te harán nada por el
momento y entretanto yo seguiré viaje hacia la Colonia. Así te
curarán mientras yo aviso a los nuestros. ¿Qué te
parece?
-¡No!
–¡Déjame terminar! Esto es lógico… tú estás demasiado enfermo
para seguir adelante. Si te quedas aquí, morirás indefectiblemente.
Alguien tiene que avisar a los nuestros. Yo estoy en condiciones de
seguir adelante. ¿Sí?
–No.
–¿Pero por qué? ¡Eres terco!
–No -repitió Frank-. Ante todo, no estoy dispuesto a
entregarme a esa gente. ¡Prefiero morir tosiendo!
–¡Tonterías!
–Tonterías para ti… no para mí. En segundo lugar, aunque yo
me entregue seguirán persiguiéndote y te atraparán
mañana.
–¿Qué propones?
–No sé. Pero deja de lado ese plan tuyo y piensa otra
cosa.
–El problema real eres tú. ¿Puedes seguir patinando? En caso
afirmativo, todo se reduce a continuar adelante por la orilla y
luego patinar.
–Estoy dispuesto -repuso Francis, incorporándose-.
¡Vamos!
Caminaron cuatro kilómetros más por la orilla y luego bajaron
al curso helado del canal, dispuestos a proseguir con sus
patines.
Manteniendo una velocidad regular recorrieron casi sesenta
kilómetros, cuando las orillas comenzaron a hacerse más bajas. Al
verlas, Jim experimentó el desagradable presentimiento de
encontrarse en una rama secundaria que no se unía a la principal,
sino que iba a terminar en el desierto. Sus temores pronto se
vieron confirmados; el canal concluía en un pantano, que a la sazón
estaba helado.
Continuaron patinando hacia el este, y en los puntos donde el
hielo era demasiado débil, vadearon con los patines al
hombro.
Por fin Francis se sentó sobre una mata de pasto del pantano,
diciendo:
–Imposible seguir, Jim… habrá que caminar el resto del
trayecto.
–Lo lamento, Frank.
–No podemos hacer nada al respecto, Jim. Pero no debe de
faltar tanto.
Prosiguieron vadeando y pronto salieron del pantano,
encontrándose sobre la arena rojiza del desierto
marciano.
Willis insistió en que Jim lo dejara sobre la arena. Lo
primero que hizo cuando estuvo en el suelo fue refregarse por la
oxidada superficie. Luego echó a correr, explorando y adelantándose
a los muchachos.
Jim acababa de subir a una duna, cuando oyó un alarido
agónico de Willis; miró en derredor y vio que Frank caminaba hacia
él, precedido por la pequeña criatura, que chillaba
desesperadamente sin que el jovencito se diera por aludido. Jim en
cambio advirtió que un buscador-de-agua
cargaba en dirección de su amigo.
La distancia era excesiva, aun para un tirador experimentado.
Para Jim la escena pareció adquirir una extraña irrealidad, como si
su compañero hubiera estado inmóvil y el monstruo marciano cargara
al trote, en lugar del furioso galope característico en su especie;
el muchacho desenfundó, apuntó cuidadosamente y oprimió el
disparador. La bestia recibió la descarga de energía en medio de su
cuerpo, pero siguió avanzando sin disminuir su velocidad. Jim
volvió a hacer fuego, convirtiendo su pistola en una larga sierra
de fuego, que seccionó en dos al animal de presa, que se desplomó
retorciéndose. Las enormes garras con forma de cimitarra se
detuvieron a escasos centímetros de Willis; mientras Jim corría
descendiendo la duna, Frank se volvió hacia el sitio donde cayeran
los restos del monstruo.
–Gracias balbució cuando Jim llegó a su lado. El muchacho no
le contestó, mirando con repugnancia al buscador-de-agua.
–¡La inmunda bestia! – murmuró con acento de repugnancia-.
¡Me gustaría poder quemar de una vez a todas las que hay en
Marte!
Cuidadosamente siguió disparando su pistola contra los puntos
vitales del monstruo, quemando el saco de los huevos para evitar
que sus crías sobrevivieran.
Willis sollozaba suavemente, inmóvil. Jim lo alzó en sus
brazos y tras acariciarlo, lo volvió a su lugar en la bolsa de
viaje.
–No volvamos a separarnos, ¿eh? – dijo.
–De acuerdo -repuso Francis.
–¿Frank?
–¿Eh? ¿Qué pasa, Jim? – la voz de Francis era
opaca.
–¿Qué ves adelante?
–¿Cómo? – Frank intentó centrar su vista sobre el horizonte,
sin lograrlo.
–¡Es el canal… el cinturón verde de vegetación que rodea al
canal! ¡Hemos llegado!
–¡Ah!
–Y hay una torre… ¿no la ves?
–¿Qué? ¿Cómo? Ah, sí… es una torre…
–¿No te das cuenta que eso significa que hay marcianos
cerca?
–Supongo que sí.
–Pues nos pueden ayudar… los marcianos son buena gente.
Además recuerda que Gekko nos hizo beber agua en la ceremonia de la
amistad. En la ciudad tendrás un lugar tibio y confortable donde
descansar.
Francis pareció animarse. Se sentía realmente
mal.
Una hora después llegaron a la ciudad. Era tan pequeña que
tenía una sola torre.
Pronto se encontraron frente a una puerta, que se abrió sin
dificultad. Entraron, tomando un corredor que los condujo al centro
de la ciudad, y pronto Jim se sintió profundamente deprimido: aquel
sitio estaba abandonado. Tal vez se trataba de una ciudad desierta
desde millares de años atrás…
Francis se sentó sobre una piedra, su rostro rojo a causa de
la fiebre que lo consumía.
–Conviene que descanses un rato -dijo Jim-. Luego buscaremos
la forma de descender hasta el canal.
–Yo no puedo seguir adelante, Jimmy. Estoy extenuado -repuso
Francis con acento apagado.
Jim pensó un momento.
–Te diré lo que podemos hacer. Buscaremos en los subterráneos
de la ciudad un sitio adecuado para pasar la noche. No te muevas…
-Jim comenzó a moverse, cuando advirtió que Willis había saltado al
suelo y no estaba a la vista-. ¡Willis! ¿Dónde diablos te has
escondido?
La voz de Willis le contestó desde cierta
distancia.
–¡Aquí, Jim… aquí estoy, muchacho! – y Willis reapareció,
pero no solo. Un marciano lo llevaba en brazos.
El nativo se acercó y se inclinó hacia Jim, hablándole
suavemente.
–No comprendo bien su dialecto… ¿Qué dice, Frank? – preguntó
el muchacho.
–¿Qué? Oh, no sé… dile que me deje en paz -Francis parecía
dominado por una profunda somnolencia.
El marciano volvió a hablar; Jim abandonó su idea de hacerse
traducir por Frank las palabras del nativo, y trató de
interpretarlo. El marciano le formulaba una pregunta. Luego había
una invitación imposible de descifrar.
El muchacho formuló un gesto interrogativo que indicaba su
falta de comprensión. Willis le contestó:
–Vamos, muchacho… Willis encontró amigos.
–¿Por qué no? – se dijo en alta voz
Jim-. Vamos, Willis…
Luego miró al marciano y asintió con el monosílabo gutural
que indicaba su aceptación. El marciano se volvió y echó a andar,
sin volver la cabeza hasta llegar a veinte pasos de distancia. Allí
se detuvo y pareció advertir que no era seguido. Girando la cabeza,
expresó el símbolo de interrogación.
–Willis… pídele que cargue a Francis… -pidió Jim con voz
urgente.
–¿A Francis? – inquirió el pequeño
ser.
–Sí, como Gekko, cargó a Jim.
–Gekko no está aquí. Este es K'Boomch.
–¿Se llama K'Bomk? – inquirió Jim.
–K'Boomch -le corrigió Willis.
–Bueno. Quiero que K'Boomch lleve a Frank… Pídeselo,
Willis.
Willis y el marciano conferenciaron un momento; luego el
nativo se inclinó y alzó con dos de sus manos a Francis, que estaba
tan febriscente que ni siquiera pareció darse cuenta de
ello.
Jim corrió tras el nativo, deteniéndose un momento para
recoger los patines que su amigo dejara caídos sobre la piedra del
patio.
Entraron en un amplio edificio cuyas paredes estaban
vivamente iluminadas. K'Boomch guió al muchacho terrestre hacia una
rampa que se internaba bajo el nivel del piso; los marcianos no
parecían haber inventado la escalera. En realidad el planeta rojo,
con su menor gravedad, permitía la construcción de rampas que en la
Tierra hubieran sido desastrosamente inclinadas.
La presión atmosférica había aumentado paulatinamente, como
ocurriera en Cynia, y Jim comprendió que se debía a algún medio
artificial utilizado por los marcianos, sin que le fuera posible
advertir aparato alguno.
Llegaron por fin a una amplia cámara iluminada sin que se
viera la fuente luminosa; K'Boomch se detuvo y formuló una pregunta
a Jim, que alcanzó a comprender la palabra:
"Gekko".
Jim buceó en su memoria para formar una
frase:
–Gekko y yo compartimos agua. Gekko y yo somos
amigos.
El marciano pareció satisfecho. Entrando en una pequeña
habitación en la que había varios bastidores de los utilizados por
los marcianos a modo de lechos, depositó en el piso a Francis;
luego se ubicó en uno de los bastidores. Jim sintió de pronto que
lo asaltaba un vértigo inesperado y se sentó junto a su
amigo.
–¿Cómo estás, Frank? – inquirió, algo
asustado.
La respiración del muchacho era dificultosa; Jim le quitó la
máscara y le tocó la frente. Estaba muy caliente, pero en aquel
momento nada podía hacer por él.
K'Boomch no parecía dispuesto a hablar; Willis se había
convertido en una bola sin ninguna saliencia. Jim por su parte
trató de no pensar y cerró los ojos.
Por fin la sensación opresiva desapareció; Jim abrió los ojos
para ver cómo el marciano se inclinaba sobre él y decía algo,
recogiendo luego a Frank y saliendo del recinto. Sintiéndose
perfectamente bien, Jim lo siguió.
En la gran cámara adyacente había treinta o cuarenta nativos.
Al aparecer K'Boomch con Frank y Willis en sus brazos, seguido por
Jim, uno de los marcianos se separó del grupo:
–¡Jim Marlowe! – exclamó, utilizando el símbolo marciano para
saludar a un viejo amigo.
–¡Gekko! – gritó alegremente Jim. El marciano se inclinó y lo
alzó en sus brazos. Luego echó a andar, seguido por K'Boomch que
continuaba cargando a Francis y Willis.
Sin detenerse, Gekko tomó por uno de los túneles y por fin se
detuvo en una cámara, de menores dimensiones que la anterior. Allí
K'Boomch depositó a Francis en el suelo, junto a
Jim.
–¿Dónde estamos? – inquirió Frank, abriendo finalmente los
ojos.
Jim miró en derredor. Reconocía los decorados del recinto… el
cielo simulado y el sol que giraba señalando las horas. Estaban en
la ciudad marciana de Cynia, a tres kilómetros de la Estación de la
Compañía, de donde huyeran para avisar a los habitantes de la
Colonia Sur el peligro que corrían…
–¡Oh, Dios mío! – murmuró el muchacho, no sabiendo si echarse
a llorar o reír a carcajadas-. ¡Estamos de regreso en Cynia, Frank!
¡En Cynia!
Cap. 8
El Otro Mundo
Tras una larga sesión semejante a la realizada durante la
anterior visita de los muchachos a Cynia, Jim se encontró dominando
mucho mejor la lengua hablada por aquellos marcianos. Así logró
explicar a Gekko que Francis estaba muy enfermo y que necesitaba
reposo y tranquilidad.
El nativo encontró una pequeña habitación apartada de las
demás donde instaló a los dos jovencitos, ofreciéndose para cuidar
al enfermo, pues eran "hermanos de agua", lo que equivalía a una
relación familiar entre los marcianos. Pero Jim se negó, temiendo
que aquella terapéutica exótica matara a su amigo. En cambio, pidió
que le dieran abundante cantidad de agua, sedas y mantas para
acostar a Francis y que los dejaran solos.
La habitación era confortable y tibia. Jim se quitó su traje
térmico y desvistió a Francis, cubriéndolo con las mantas marcianas
para evitar que se enfriara. Luego buceó en la bolsa de viaje de su
amigo, buscando provisiones. Abriendo una lata de pollo sintético y
otra de zumo de naranja vitaminizada, se alimentó tarareando una
canción de moda.
Willis había desaparecido, pero no se preocupó pues sabía que
mientras estuviera en la ciudad marciana, el pequeño ser se hallaba
seguro.
Francis dormía, sus mejillas arreboladas. Jim comprendió que
si bien la presión atmosférica y la temperatura eran favorables, la
humedad ambiente seguía siendo muy escasa. Humedeciendo dos
pañuelos, colocó uno sobre la nariz de su amigo y se anudó el otro
en la misma forma.
Gekko regresó después de algunas horas, seguido por
Willis.
–Jim Marlowe -dijo, con el símbolo del saludo en su
acento.
–Gekko -repuso Jim, que estaba humedeciendo el pañuelo que
cubría boca y nariz de Francis.
El marciano permaneció inmóvil y silencioso, hasta tal punto
que el muchacho pensó que había entrado en uno de aquellos trances
que los nativos llamaban "el otro mundo". Pero al mirarlo advirtió
que estaba perfectamente despierto y consciente, mientras seguía
con sus tres ojos la escena que se desarrollaba ante él. Jim se
creyó en la necesidad de aclararle:
–Los humanos necesitamos respirar cierta humedad con el
oxígeno… -pero pese a sus progresos en el dialecto de aquella zona
no pareció hacerse comprender. Gekko lo miró durante casi veinte
minutos, siempre silenciosamente, y luego se marchó, llevándose
consigo a Willis.
Poco después Jim advirtió que el pañuelo que llevaba sobre su
boca y nariz no se secaba tan rápidamente; tocó el de Francis y lo
encontró tan mojado como diez minutos atrás. ¡La humedad ambiente
había aumentado sensiblemente!
El muchacho quitó los pañuelos, pues evidentemente ya no eran
necesarios. Gekko entró nuevamente en la habitación y esta vez
tardó tan sólo diez minutos en hablar, con lo que demostró una
prisa extraordinaria para su raza.
–¿El agua que vuela en el aire es suficiente para que
respiren tu amigo y tú? – preguntó claramente. Jim asintió,
demasiado asombrado para pedir explicaciones.
Gekko volvió a marcharse tras otra media hora de silencio.
Jim, a solas con el enfermo, se tendió sobre una manta marciana
policroma y se durmió.
Cuando despertó, advirtió que Francis estaba sentado junto a
él, con aire de hallarse perfectamente bien. Mientras preparaba el
contenido de dos latas de conserva para desayunarse, Jim contó a su
amigo todo lo ocurrido.
Al saber que estaban en Cynia nuevamente, Frank se asombró y
se sintió consternado al mismo tiempo.
–¿Quieres decirme que hay un subterráneo que bordea el canal
Strymon desde una ciudad abandonada hasta aquí?
¡Increíble!
–¡Sin embargo, aquí estamos!
Jim miró en derredor. Willis seguía ausente. Comieron y luego
celebraron "consejo de guerra".
–Si los marcianos han podido traernos hasta aquí tan
rápidamente y sin que lo advirtieras casi, están en condiciones de
llevarnos otra vez hasta el punto donde nos hallaron -dijo
Francis-. ¿Qué te parece?
–Buena idea. Probemos.
–En tal caso busquemos a Gekko… es lo primero que debemos
hacer.
–Te equivocas. Lo primero que haremos será buscar a
Willis.
–¡Uf! ¿No ha causado suficientes problemas? Si no fuera por
él, no estaríamos aquí…
–¡Eres injusto con Willis! – exclamó Jim ofendido-. Nos sacó
de una mala situación… y gracias a él hemos sabido el plan de la
Compañía. Además…
–¡Suficiente… suficiente! ¡Vete a buscar a Willis, mientras
yo limpio un poco esto!
Jim salió de la habitación y preguntó por Gekko al primer
marciano que encontró. Cuando lo ubicó le pidió que le entregara a
Willis. El marciano le contestó que lamentaba profundamente, pero
que era imposible devolverle a Willis. El muchacho se sintió
indignado, pero no logró experimentar odio hacia Gekko, cuya
poderosa personalidad despertaba tan sólo una profunda simpatía.
Tras mirar al marciano durante dos o tres minutos sin saber qué
decirle, Jim comenzó a recorrer los túneles, llamando a los gritos
a Willis.
Gekko lo siguió de cerca. Por fin lo alcanzó y lo tomó de los
hombros, alzándolo suavemente.
–¡Jim Marlowe! – dijo cálidamente-. ¡Jim Marlowe, mi
amigo!
El muchacho le golpeó el poderoso tórax con los puños
cerrados, pero el marciano no pareció sentirlo.
–¡Quiero a Willis! – gimió Jim-. ¡Ustedes no tienen
derecho!
–Se trata de algo más allá de mis posibilidades -repuso
dulcemente el marciano-. Tendremos que ir al "otro
mundo"…
Sin agregar palabra, llevando al jovencito en sus brazos,
Gekko comenzó a descender por una empinada rampa, hasta que
estuvieron en un nivel mucho más profundo de lo alcanzado por
terrestre alguno en el planeta rojo.
Por fin Gekko se detuvo en una pequeña cámara que a
diferencia de los demás recintos de la ciudad marciana, no tenía
adorno alguno. Sus paredes eran color gris perla.
Depositando a Jim en el piso, el marciano le
dijo:
–Ésta es una de las puertas para "el otro
mundo".
Jim se levantó.
–¿Cómo? -preguntó.
Pero Gekko no le contestó; con sus tres piernas firmemente
extendidas, estaba inmóvil. Pese a que sus ojos estaban abiertos,
la mirada vidriosa que tenía indicaba claramente que había entrado
en trance.
–¡Oh, maldita sea mi suerte! – exclamó Jim-. ¿Tenía que
hacerme esto precisamente ahora?
Sentándose sobre el piso, cruzó las manos sobre las rodillas,
resignándose a esperar.
Tras un lapso indefinible, la habitación se oscureció
lentamente. Luego una pequeña luz apareció en la distancia y creció
constantemente, sin iluminar el interior del pequeño recinto. Era
algo semejante a una proyección estereoscópica en colores,
realizada sobre una de las paredes de la
habitación.
Primero Jim vió un matorral de plantas del canal, tomadas
desde una altura que no llegaba al medio metro. La escena varió
como si hubiera sido impresionada con una cámara errática y sin
propósito fijo. Trozos de panorama, vegetación y dunas desfilaron
por la pantalla. Sin embargo el objetivo no parecía haberse alejado
nunca del suelo. De pronto, en uno de los movimientos, enfocó la
figura monstruosa de un buscador-de-agua,
gigantesco, que cubrió toda la pantalla en su carga. Jim podía casi
oler al monstruo, tan real resultaba su aparición.
El punto desde donde la cámara tomaba el ataque, se mantuvo
inmóvil; cuando ya parecía que la bestia iba a sobrepasar la línea
focal, pareció disolverse bajo una descarga de irresistible
energía. El cuadro varió un poco, y un rostro humano, grotesco y
enorme, reemplazó al buscador-de-agua,
mientras una voz fresca decía:
–¡Caramba! Qué tipo más gracioso y simpático! – el rostro,
totalmente desfigurado, era evidentemente el de un colono con su
máscara respiratoria y su casco. Lo que asombró a Jim fue reconocer
la pintura del casco: a rayas, como la piel de un tigre. ¡Era él
mismo! Entonces comprendió por qué la voz había resultado familiar.
Sin saber cómo reaccionar, se oyó decir alegremente-. Bueno… te
llevaré conmigo para que no vaya a atacarme otro de estos
bichos…
La escena varió y se vieron los edificios plásticos de la
Colonia Sur, que se acercaban con cada paso dado por el muchacho
cuyos pies entraban de tanto en tanto en cuadro. Jim, resignado,
vio una representación de sí mismo según la imagen mental de
Willis. Otros "actores" fueron apareciendo, primero como formas
vagas, y luego cobrando parecido con el Dr. McRae, la madre de Jim,
el padre, Frank… En cambio los sonidos eran perfectos, una
reproducción exacta del natural. Willis evidentemente amaba a su
joven amigo, pero no lo respetaba, y la imagen mental que de él se
formara era intensamente humana, pero irrespetuosa y a veces hasta
cómica. En cuanto a los demás hombres eran seres inofensivos pero
de reacciones imprevistas y hasta molestas.
Esto divirtió mucho a Jim Marlowe. Así fue pasando poco a
poco todo el tiempo en que Willis y el muchacho habían estado
vinculados, día tras días, reproducido según el punto de vista de
la pequeña criatura.
Howe apareció como dos pies y una voz desagradable. Beeclier
por su parte fue tan sólo una masa informe de voz
antipática.
Todo esto divirtió a Jim, que no sintió en ningún momento ni
fatiga ni aburrimiento.
Luego el punto luminoso se esfumó y la luz volvió lentamente.
Jim vió que Grekko seguía inmóvil; una de las paredes se había
corrido, permitiendo ver otro recinto, mayor y decorado según la
costumbre marciana con murales que representaban el mundo
exterior.
Un marciano ocupaba el recinto. Más adelante Jim no pudo
recordar su aspecto general, pues fueron los ojos y el rostro del
nativo lo que más llamaron su atención. Para un terrestre es
difícil estimar la edad de un marciano, pero aquel era
evidentemente muy anciano. Jim comprendió que no solamente era
mucho mayor que su padre, sino que también era infinitamente más
viejo que el doctor McRae.
–Adelante, Jim Marlowe -dijo el marciano con voz clara,
hablando en inglés básico-. Amigo de mi pueblo, eres mi amigo. Te
ofrezco agua.
El acento del marciano era vagamente familiar; para Jim sonó
parecido al de su padre y también al del doctor McRae. Aquélla era
la primera vez que oía a un nativo hablando un idioma terrestre, si
bien sabía que algunos podían hacerlo.
–Bebo contigo -contestó, escogiendo cuidadosamente las
palabras-. Que tengas siempre agua pura y
abundante.
–Te agradezco, Jim Marlowe. ¿Qué pesares te aquejan? Tu
desdicha es nuestra. ¿Qué podemos hacer para
consolarte?
–Quiero volver a mi casa y llevarme a Willis conmigo. Me lo
quitaron… no hubieran debido hacerlo.
El silencio que siguió fue mayor que el anterior. Por fin el
marciano habló:
–Cuando estamos de pie sobre el piso no vemos más allá del
horizonte. Sin embargo a veces Phobos está a punto de aparecer… -el
marciano vaciló antes del nombre "Phobos", como si le hubiera
costado trabajo pronunciarlo asociándolo con el satélite del
planeta rojo-. Jim Marlowe tiene que perdonarme, pero aprendí su
idioma hace demasiado poco tiempo para hablarlo correctamente. A
veces vacilo…
–¡Oh, usted lo habla muy bien! – repuso sinceramente el
muchacho.
–Las palabras, las conozco… las imágenes resultan a veces
borrosas. Dime, Jim Marlowe. ¿Qué es el Zoológico de
Londres?
Jim tuvo que hacerse repetir la pregunta y luego trató de
explicar el concepto involucrado. Ante sus palabras, el marciano
irradió un odio tan evidente que el jovencito sintió miedo. Pero
casi de inmediato el anciano lo miró y nuevamente se mostró
afectuoso y comprensivo.
–Dos veces salvaste al pequeño a quien llamas Willis, Jim
Marlowe. Te lo agradezco. Tal vez tres veces. Tú y el pequeño son
amigos. No te vayas de aquí, Jim Marlowe. Quédate. Eres bienvenido
como hijo y como amigo.
–¡Tengo que marcharme! – repuso Jim, sacudiendo la cabeza-.
Es más, tengo que irme lo antes posible, porque los míos corren un
serio peligro…
El muchacho explicó lo mejor que pudo la situación al
marciano, que lo escuchó silenciosamente.
–¿Quieres regresar a la ciudad donde te encontraron? ¿No
prefieres volver directamente a tu casa?
–Desde el sitio donde ustedes nos salvaron a Frank y a mí
podremos patinar hasta la Colonia sin dificultades. ¿Por qué no
pregunta a Willis si quiere venir conmigo o quedarse aquí? Sería lo
más justo.
El anciano marciano suspiró como acostumbraba a hacerlo el
padre de Jim cuando sostenía una discusión infructuosa con su
hijo.
–Hay leyes para la vida y para la muerte, que en conjunto son
las leyes del camino. Tienes que comprender, hijo mío, que el
pequeño a quien llamas Willis tarde o temprano te
dejará…
–Supongo que sí… pero… ¿Puede regresar ahora Willis conmigo a
casa?
–Vamos a hablar con el pequeño a quien llamas
Willis.
El anciano habló a Gekko, que se estremeció y salió del
trance.
Luego los tres salieron del recinto y siguiendo un túnel que
ascendía imperceptiblemente, llegaron a una gran cámara que estaba
iluminada con una luz suave. Jim advirtió que desde el piso hasta
el techo había allí una serie de nichos, ocupados por bolas lisas,
todas exactamente iguales. Eran réplicas de Willis cuando
dormía.
Desde un extremo del recinto resonó un grito
alborozado:
–¡Jimmy! ¡Hola!
El muchacho miró en derredor, pero no pudo identificar al que
gritara, porque las demás criaturas se unieron en un coro que
imitando la voz de Jim a la perfección, aullaron:
–¡Jimmy! ¡Hola!
Jim se volvió hacia Gekko y le preguntó:
–¿Cuál es Willis?
De inmediato el coro repitió:
-¿Cuál es Willis ¿Cuál? ¿Cuál?
¿Cuál?
A la derecha una de las criaturas saltó al piso y rodó hasta
los pies del muchacho.
–¿Jim alza a Willis? – inquirió. Jim así lo hizo
alborozado.
–Jim está por marcharse. ¿Quiere Willis
acompañarlo?
–¿Jim se va? – repitió la criatura, como si no hubiera
comprendido bien la afirmación del muchacho.
–Sí. ¿Willis lo acompaña o se queda aquí?
–Si Jim se va, Willis también se va.
–Está bien. Díselo a Gekko.
–¿Por qué?
–Díselo o te quedarás aquí…
Willis se dirigió a Gekko con una serie de cloqueos. Ninguno
de los dos marcianos hizo la menor objeción a sus
palabras.
Gekko tomó a Jim y Willis en sus brazos y siguió viaje por el
túnel. Llegaron a la habitación asignada a los dos
muchachos.
Francis estaba sentado ante dos latas de conserva abiertas,
esperando.
–¡Por fin te has acordado de volver! –
exclamó.
Jim sintió remordimientos por haber tardado tanto en
regresar. Ignoraba cuánto tiempo había estado
ausente.
–Perdóname, Frank. ¿Te alarmaste? – dijo.
–No era para tanto… pero faltaste por lo menos tres
horas…
¿Tres horas? ¿En tres horas había recorrido un año de su
vida, desde que encontrara por primera vez a Willis? ¿Era posible? La lógica
indicó a Jim que así debía de ser, pues apenas comenzaba a sentir
apetito.
–Sí, claro… si no tienes inconvenientes, comeremos más tarde.
Gekko y otro de nuestros amigos nos conducirán al sitio donde nos
encontraron…
–Bueno… está bien… -Frank comenzó a enfundarse en su traje
térmico. Jim lo imitó. Mientras se vestían, comieron algunos
bocados.
–Podemos terminar de comer mientras nos llevan -comentó
Frank.
–No olvides de llenar de agua tu
receptáculo…
–No te preocupes. A mí no me pasan dos veces las mismas
desgracias.
Recién cuando se pusieron en marcha, Jim comprendió que la
pequeña habitación con bastidores donde K'Boomch los llevara, no
era otra cosa que un vehículo que alcanzaba una aceleración
extraordinaria y por eso provocaba aquella sensación de mareo y
pesadez que lo obligara a sentarse en el suelo en aquella
oportunidad.
En la puerta Gekko y el anciano se despidieron de ellos. Una
vez en el interior del pequeño recinto, los dos muchachos y Willis
se acomodaron lo mejor posible y la sensación de intolerable
pesadez los oprimió durante algunos minutos.
Por fin la desagradable impresión desapareció y los muchachos
se pusieron de pie. La puerta se abrió y se encontraron ante un
túnel que ascendía bruscamente.
Llenos de entusiasmo, echaron a correr, ansiando salir a la
superficie para reanudar el viaje; cuando estaban a mitad de camino
se vieron forzados a colocarse nuevamente sus máscaras
respiradoras, pues la presión atmosférica disminuyó
sensiblemente.
Por fin, diez o doce minutos después de haber salido del
vehículo subterráneo, se encontraron en el exterior, bañados por la
luz solar.
Al salir, Frank miró en derredor y luego se volvió para
clavar la vista en su amigo.
–Oye, Jim… yo no me sentía bien cuando llegamos al sitio
donde nos encontró K'Boomch, pero… ¿no era una pequeña población,
con solo una torre?
–Sí.
–Ésta tiene varias…
–En efecto.
–¡Entonces estamos perdidos!
–Tienes razón, Frank. ¡Estamos perdidos!
cap. 9
Migración invernal
Se encontraban en un amplio patio, característico en muchas
construcciones marcianas. Desde allí podían ver las altas torres
que los rodeaban, pero nada más.
–¿Qué crees que podemos hacer? – preguntó
Francis.
–¡Hmn! Buscar un nativo para que nos diga dónde
estamos…
–¡Bah! Este sitio parece desierto. Me parece que esos tipos
nos arrojaron por la borda.
–¡Nos arrojaron por la borda! – repitió
Willis.
–Oh, no son capaces de semejante acción -protestó Jim, con
acento preocupado. Moviéndose un poco por el patio, miró en
derredor-. Oye, Frank…
–¿Qué?
–¿Ves esas tres torrecillas que se alzan a la derecha? Desde
aquí se alcanza a distinguir la parte superior…
–Sí… ¡Caramba! ¡Me parece conocerlas!
–Es claro. ¡Vamos!
Corrieron y pronto se encontraron en una avenida. Ya no
dudaron. Estaban en la zona desierta de Charax. A tres kilómetros
de distancia se alzaban las cúpulas plásticas que protegían las
construcciones de la Colonia.
Una vez en la Colonia los dos muchachos se separaron
dirigiéndose cada cual a su casa.
Jim esperó frente a la segunda puerta de entrada de su hogar
que la presión atmosférica se equilibrara, gozando por anticipado
con la sorpresa que daría a los suyos. Por el micrófono instalado
en la puerta intermedia le llegó la voz de su madre preguntando
quién era, pero no contestó.
Por fin se encontró en el vestíbulo de la casa, frente a
Phyllis, que por un instante quedó helada y luego le echó los
brazos al cuello, gritando:
–¡Mamá! ¡Es Jimmy! ¡Es Jimmy!
Y Willis, saltando sobre la alfombra, coreó a la
niña:
–¡Mamá! ¡Es Jimmy! ¡Es Jimmy!
La madre, pálida, apartó a Phyllis y lo abrazó
llorando.
–¡Mi pobre hijito! ¿Estás bien?
–¡Naturalmente que estoy bien! – protestó Jim, sintiendo su
rostro mojado por las lágrimas maternas-. Oye… ¿está
papá?
La madre pareció repentinamente preocupada.
–No, hijito. A estas horas trabaja en el laboratorio… tú lo
sabes.
–Necesito hablarle inmediatamente.
–Está bien -la señora Marlowe se dirigió al teléfono y llamó
a su esposo. Con pocas palabras le hizo comprender la necesidad de
que regresara inmediatamente.
Phyllis entretanto hablaba con su hermano.
–Eh, Jim… ¿qué has estado haciendo?
–Mira, chiquita, si te lo contara no me
creerías…
–No me cabe la menor duda. Pero quiero saberlo igual. Todos
hemos pasado bastantes malos ratos por ti.
–No interesa. ¿Qué día es?
–Sábado.
–¿Qué sábado?
–Sábado 14 de Ceres.
Jim parpadeó. Le parecía imposible que en sólo cuatro días
hubieran pasado tantas cosas.
–¡Oh, menos mal! Todavía estoy a tiempo…
–¿Qué significa eso de "a tiempo"?
–No me comprenderías. Tendrás que esperar algunos
años…
–¡Malo!
La madre se acercó.
–Tu padre vendrá en seguida. ¿Quieres comer
algo?
–Oh, no tengo mucho apetito, pero me gustaría tomar algo
caliente…
–Está bien, hijito.
–Aprovecha y come todo lo que puedas -terció la niña-, porque
no sabemos si podrás hacerlo cuando…
–¡Phyllis!
–¡Pero mamá! Estaba por decirle que…
–¡Cállate o vete a tu dormitorio!
La niña se rindió y dejó de hablar. Mientras Jim bebía una
taza de chocolate sintético, llegó James Marlowe.
–Me alegro de verte de regreso, hijo -dijo, estrechándole la
diestra como si se hubiera tratado de un adulto.
–A mí me gusta estar de regreso -Jim bebió de un trago el
resto de su taza y miró en derredor-. ¿Dónde está Willis? No
podemos perder tiempo… tengo que contarte algo muy
serio.
–¡Deja a Willis! Quiero saber qué…
–¡Pero Willis es esencial en todo esto!
Willis apareció en ese momento y el muchacho lo
alzó.
–Ya tienes a Willis. Ahora explícanos… -comenzó a decir el
padre. Pero no pudo terminar pues Phyllis lo
interrumpió.
–¡Hay una orden de captura contra ti, Jim! –
exclamó.
-¡Jane! ¡Por favor trata
de que tu hija permanezca
callada!
–¡Ya has oído a tu padre,
Phyllis! – exclamó la madre.
–¡Pero mamá! ¡Todo el mundo sabe que esa orden
existe!
–Sí, pero tal vez tu hermano lo ignoraba y…
–Es inútil, mamá. Lo sé. Durante la mitad del viaje nos
estuvieron tratando de atrapar. Pero nosotros los burlamos. ¡Los
policías de la Compañía son tontos!
James Marlowe frunció el ceño.
–Oye, Jim -dijo-. Voy a avisar al Representante de la
Compañía para avisarle que estás aquí. Pero no pienso entregarte.
Cuando te rindas, yo iré contigo hasta Syrtis Menor y hablaremos
con las autoridades. Ahora quiero saber…
–¿Rendirme? ¿De qué estás hablando,
papá? – Jim se puso de píe.
Marlowe pareció muy viejo y cansado.
–Tú sabes que yo te apoyaré, no interesa lo que hayas hecho.
Pero debes enfrentar la realidad como un hombre,
hijo.
Jim miró a su padre seriamente.
–Papá: si crees que he recorrido casi dos mil kilómetros de
canales y desiertos para venirme a entregar aquí, estás equivocado.
Quien me quiera atrapar va a pasar un mal rato. Te lo
aseguro.
–¡Hijo, no puedes hacer eso!
–¡Pues lo haré! ¿Por qué no esperas a saber lo que ha
ocurrido antes de hablar de rendición? – su voz era algo aguda.
Phyllis lo miraba con los ojos enormemente abiertos y su madre
lloraba.
–Tiene razón, James… ¿Por qué no lo escuchas
primero?
–¡Es claro que quiero escucharlo! – gritó Marlowe. perdiendo
la paciencia-. ¡Pero no puedo quedarme tranquilo oyendo cómo mi
propio hijo habla como un forajido!
–¡Habla de una vez, hijito! – rogó la madre, enjugándose las
lágrimas.
Jim miró en derredor y repuso amargamente:
–No sé si tengo ganas de hacerlo. ¡Hermosa bienvenida que me
dan! ¡Cualquiera diría que soy un criminal
fugitivo!
–Lo siento, hijo -dijo su padre con mayor serenidad-. Veamos
qué ha ocurrido. Habla.
Con palabras entrecortadas que se hicieron cada vez más
serenas, el muchacho relató lo ocurrido.
–Esto es bastante complicado -murmuró James Marlowe cuando su
hijo concluyó. Había tomado nota de todo el relato en un cuaderno
que le alcanzara Phyllis-. En realidad de no saber que eres un
muchacho sincero, creería que se trata de una novela inventada por
ti.
–¿Sigues creyendo que debo entregarme?
–¡No, no! Déjame hacer a mí. Llamaré al Representante de la
Compañía y…
–¡Un momento, papá!
–¿Eh?
–Olvidé decirte algo…
–No debes dejar nada de lado, hijo… habla.
–Antes contéstame una pregunta… ¿No se supone que la Colonia
a esta altura del año debe comenzar su migración
invernal?
–Sí… en realidad hubiéramos debido partir ayer, pero hubo una
contraorden postergando la fecha.
–No es una postergación, papá. Es una trampa. La Compañía no
piensa enviar este año la Colonia al norte.
–¿Qué? Eso es ridículo, hijo… ¡Esta región no es apropiada
para que permanezcamos en ella durante el invierno! ¿De dónde
sacaste la idea?
–Ya verás… Vamos, Willis… repite aquello de
"Buenas tardes"…. la conversación de
Howe y Beecher… ¿Recuerdas?
Willis repitió textualmente conversaciones sin importancia,
cantó "Adiós muchachos" y repitió noticiosos radiales, pero no pudo
o no quiso reproducir la conversación entre Beecher y
Howe.
Jim estaba luchando con su amiguito, cuando sonó la
campanilla del teléfono.
–Atiende, Phyllis -ordenó James Marlowe.
La niña así lo hizo y pronto regresó con la
noticia:
–Es el Representante General de la Compañía, papá… quiere
hablarte… -Marlowe fue al aparato.
–He sabido que su hijo ha regresado. Reténgalo que enviaré un
policía a buscarlo.
–No es necesario, señor Kruger. Mi hijo no se marchará y
estoy averiguando lo que ha ocurrido.
–Hay una orden de arresto contra él, Marlowe. Usted no puede
interferir con la justicia y…
–No se moleste en enviar a buscar a mi hijo, Kruger, No
pienso entregarlo.
Con estas palabras, James Marlowe cortó la comunicación. Casi
de inmediato el teléfono volvió a sonar.
–Si es Kruger, no quiero hablar con él -exclamó Marlowe-. Le
diría algo que luego lamentaría…
Pero era el padre de Francis.
–¡Hola, James! Es Patt Sutton… tengo que hablar
contigo.
Los dos hombres se pusieron de acuerdo para escuchar lo que
Willis tenía que contarles y Sutton anunció que iba de inmediato
hacia la casa de los Marlowe.
James Marlowe cerró la puerta principal y los túneles para
evitar que intentaran entrar en su casa por la fuerza. Casi al
mismo tiempo sonó el timbre de la puerta exterior.
–¿Quién es? – preguntó el padre de Jim.
–Asuntos de la Compañía.
–¿Qué asuntos?
–Soy el Agente del Representante General de la Compañía en la
Colonia Sur. Vengo a buscar a James Marlowe hijo. Traigo una orden
de arresto.
–Pues pueden marcharse. No pienso entregar a mi
hijo.
Por un momento se escucharon murmullos y luego la primera
puerta se abrió para dejar salir a los agentes del Representante de
la Compañía.
Sin embargo pronto hubo nuevos sonidos y el indicador de
presión indicó que el pequeño pasillo entre las dos puertas estaba
ocupado otra vez.
–¡Si han regresado pierden su tiempo! – gritó James Marlowe-.
¡Pueden volverse a marchar como vinieron, que no tengo la menor
intención de abrirles!
–¡Caramba! ¿Se trata los amigos? – repuso la voz de Patt
Sutton, el padre de Francis.
–¡Perdón, Patt! ¿Estás solo?
–Con Frank. Tropecé con dos agentes del Representante, pero
les hice pasar un mal rato.
–¡Papá les dijo que si se me acercaban los iba a moler a
palos -esta vez era la voz juvenil de Frank, llena de orgullo-. ¡Y
lo hubiera hecho!
Marlowe abrió la puerta y los Sutton entraron llenos de
entusiasmo.
–¡Veamos qué es lo que tiene que decirnos ese amigo de tu
hijo!
–Yo estuve tratando de hacerlo hablar, pero no lo
conseguí.
Francis se adelantó sonriendo.
–No probaron en la forma exacta… -dijo-. A ver, Willis…
"¡Buenas tardes! ¡Buenas tardes, Mark!
Siéntate, muchacho, siéntate".
De inmediato Willis reanudó la conversación sostenida entre
Howe y Beecher y la reprodujo con exactitud
fonográfica.
Cuando todo terminó, James Marlowe miró a su
amigo.
–¡Esto es terrible! ¿Qué hacemos?.
–¡No sé qué piensas hacer tú, pero yo me iré mañana mismo a
Syrtis Menor y no dejaré piedra sobre piedra!
–Sería una forma admirable de expresar nuestros sentimientos,
pero éste es un asunto que concierne a toda la Colonia. Yo propongo
que citemos a una Asamblea y expliquemos a los demás lo que
ocurre.
–Tienes razón. ¡Pero le quitas todo el atractivo al
asunto!
Marlowe sonrió sin alegría.
–Creo que antes que este asunto termine, tendrás toda la
acción que quieres y algo más…
Los dos padres llevaron a sus hijos al consultorio del doctor
McRae para que los examinara, pues temían que el prolongado
ejercicio les hubiera hecho daño,
–No vayan a salir de aquí por nada del mundo -dijo
Marlowe.
–¡Me gustaría que trataran de llevarnos los hombres de la
Compañía! – repuso Jim, y Frank asintió
vehementemente.
–Todo lo que quiero es que no los atrapen antes que hayamos
el asunto ese de la orden de arresto -exclamó Marlowe-. Iremos a
ver a Kruger y le propondremos pagar el importe de la comida que
ustedes sacaron de la despensa del Colegio. Además pagaré por el
daño que Willis hizo en la pared del despacho de
Howe…
–¡Pero papá! – dijo Jim indignado-. ¡Howe no tenía derecho de
encerrar a Willis! Por eso el pobre rompió la
pared…
–Creo que tu hijo tiene razón, James. Pagaremos la comida,
pero nada más -terció Sutton.
–De acuerdo. Pero conviene que dejemos sin efecto todos los
cargos, fundamentados o no, porque pienso procesar a Howe por robo.
Quiéranlo o no, Howe intentó robar a Willis y a mi hijo,
consiguiéndolo por unas cuantas horas…
–No vas a contarle a Kruger que hemos descubierto los planes
de la Compañía, ¿verdad, papá? – preguntó Jim-. Llamaría a Beecher
para informarlo…
–No le diremos nada hasta que hayamos citado a todos los
colonos a la Asamblea. Luego será demasiado tarde para telefonear
vía Deimos, pues dentro de dos horas habrá bajado la línea del
horizonte y las comunicaciones quedarán interrumpidas hasta
mañana.
–Perfectamente, papá…
–Bueno, chicos. Entren en la casa del doctor, que nosotros
tenemos mucho trabajo por delante…
Los muchachos se despidieron de sus respectivos padres y
penetraron en el consultorio del viejo doctor McRae, que al verlos
lanzó una exclamación:
–Parece que tenemos peligrosos criminales de visita, ¿eh?
Adelante… en interés de la ciencia médica quiero que me cuenten
todo lo que han hecho…
Una hora y media más tarde, después de haber explicado todo
al médico, los dos muchachos se dejaron revisar para cumplir con
las órdenes paternas.
–Vivirán -dijo McRae por fin-. Cualquier chico capaz de
llegar desde Syrtis Menor hasta Charax por sus propios medios,
vivirá un buen rato si no lo matan antes…
La Asamblea de la Colonia se reunió aquella tarde. Cuanto
Marlowe y Sutton llegaron al local, encontraron a los agentes de
Kruger cuidando la puerta de acceso.
–Tenemos que abrir antes de que comiencen a llegar los
invitados -dijo Marlowe. Pero el mayor de los agentes, un empleado
de la Compañía llamado Dumont repuso:
–¡Hoy no habrá reunión!
–¿Por qué no?
–Órdenes del señor Kruger.
–Esta reunión ha sido anunciada regularmente -exclamó
Marlowe-. Hágame el favor de apartarse…
–Por favor, señor Marlowe. No empeore las cosas… -dijo el
agente-. Tengo que cumplir mis órdenes…
En ese momento llegaron Jim y Frank, que se colocaron tras
sus padres sonriendo. Los cuatro estaban armados.
Dumont miró nerviosamente a padre e hijos.
–¡Ustedes no tienen derecho a ir armados dentro del confín
urbano de la Colonia! – exclamó.
–¡Ah, conque ésas tenemos! – Pat Sutton desenfundó su pistola
y la entregó a su hijo. Luego avanzó dos pasos, deteniéndose ante
los agentes de la Compañía-. Ahora bien: ¿se apartarán
voluntariamente o prefieren que los haga rodar por el
suelo?
Sutton no era mucho más alto que Dumont, pero antes de
emigrar a Marte había sido ingeniero en zonas tan peligrosas como
el planeta rojo, donde había dependido de su fuerza y habilidad
para la lucha para dominar a las cuadrillas de obreros que
trabajaran bajo sus órdenes.
El agente retrocedió un paso, y en ese momento a espaldas del
padre de Frank resonó una voz autoritaria:
–¡Oiga, Sutton! ¿Está usted interfiriendo con mis
hombres?
Era Kruger, el Representante local de la Compañía Comercial
de Marte.
–No, Kruger… en realidad son ellos quienes interfieren
conmigo… dígales que se aparten.
Kruger sacudió la cabeza negativamente.
–La reunión ha sido cancelada.
James Marlowe avanzó hacia el Representante.
–¿En virtud de qué autoridad? La Asamblea ha sido citada por
los miembros del Consejo y de ser necesario puedo exhibirle a usted
las firmas de veinte colonos pidiendo que se realice. Con esto
basta.
Pero el Representante de la Compañía era un hombre
terco.
–Los Estatutos de la Colonia dicen claramente que las
Asambleas podrán reunirse tan sólo a los efectos de tratar asuntos
de interés público. No pienso consentir que ustedes agiten la
opinión de la Colonia para salvar a sus hijos del destino que
merecen.
Mientras los dos hombres discutían, habían llegado numerosos
colonos citados para la asamblea.
–No reconozco que usted esté en lo cierto al decir que la
suerte de estos dos muchachos sea algo que no concierne a la
colonia -insistió Marlowe-. La mayor parte de estas personas tienen
hijos en edad escolar, que están bajo la tutela, si así podemos
llamarla, del Director Howe. Tienen derecho de saber cómo son
tratados sus hijos. Pero de cualquier forma le doy mi palabra de
honor que ni el señor Sutton ni yo hemos venido para hablar de
nuestros muchachos. ¿Le bastará esto y retirará sus agentes de la
puerta?
–¿Cuál es el propósito de esta reunión? – insistió
Kruger.
–Se trata de algo que interesa a todos los habitantes de la
Colonia. Lo discutiré en el interior del recinto y no
afuera.
–¡Hum! – numerosos Consejeros estaban entre la multitud que
se había ido formando en torno a la puerta del recinto. Uno de
ellos, Juan Montez, carraspeó.
–¡Un momento, señor Marlowe! Cuando usted me avisó que se
realizaría esta reunión, no tenía idea de que el Representante de
la Compañía se opondría…
–El Representante no tiene voz ni voto en este
asunto.
–Bueno… ¡pero esta situación es inaudita! ¿Por qué no nos
informa sobre los motivos de la Asamblea?
–¿Qué clase de pollino es usted, Montez? – esta vez era el
doctor McRae-. Lamento haberlo votado… ¡No vaya a ceder,
James!
–No tengo la menor intención de hacerlo, doctor. Quiero que
toda la Colonia esté en el recinto y las puertas cerradas cuando
comience a hablar.
Montez y los demás Consejeros se reunieron aparte y cambiaron
ideas. Luego se adelantó el Presidente del Consejo, Hendrix, y
encaró al padre de Jim.
–Para evitar cualquier eventualidad, señor Marlowe -dijo-,
¿no quiere explicar usted al Consejo lo que
ocurre?
Marlowe sacudió negativamente la cabeza.
–Usted autorizó la Asamblea cuando se lo pedí. En caso
contrario hubiera buscado veinte firmas de colonos para realizarla.
¿No se atreven a enfrentar a Kruger?
–¡No los necesitamos, James! – rugió el doctor McRae-. ¡A
ver! ¿Quién quiere que se realice la reunión? ¿Quién quiere
escuchar lo que Marlowe tiene que decirnos.
–¡Yo quiero! – contestó alguien.
–¿Quién es? ¡Ah, Kelly! ¡Muy bien,
Kelly, adelántese! ¿No hay otros dieciocho que se atrevan a
estornudar sin pedir permiso a Kruger? ¡Hablen!
Dos minutos después había veinte hombres más junto a McRae,
que sin aguardar un instante se volvió hacia el Representante de la
Compañía:
–¡Saque del camino a sus dos sabuesos,
Kruger!
Kruger farfulló algo incomprensible; Hendrix lo tomó del
brazo y le dijo algo al oído. Luego hizo un gesto hacia los dos
agentes de la Compañía, que interpretaron el movimiento como una
orden de Kruger y se marcharon apresuradamente.
La multitud entró en el recinto y se ubicó. Kruger se sentó
en la última fila. Habitualmente lo hacía sobre la plataforma donde
sesionaba el Consejo.
Como ninguno de los consejeros se atrevió a presidir la
reunión, James Marlowe se ubicó en el estrado y golpeó el martillo
para imponer silencio.
–Vamos a proceder en orden. ¿Quién dirigirá el debate? –
exclamó.
–Hágalo usted, James -era la voz del doctor
McRae.
–¿Alguien propone un nombre?
–¡Lo propongo a usted! – esta vez era Konski, otro de los
colonos.
–¿Nadie se opone? – el asentimiento fue general y Marlowe
presidió la reunión. Para comenzar, informó a los presentes la
forma en que su hijo y Frank habían debido huir del Colegio,
llevándose a Willis para salvarlo de la codicia del Director
Howe.
–¡Marlowe! – exclamó Kruger cuando hubo escuchado parte del
relato.
–¡Diríjase a la presidencia, por favor! – lo interrumpió el
padre de Jim.
–Está bien… señor presidente -Kruger pareció morder las
palabras-. Usted me dio su palabra de que no se referiría al asunto
de los dos muchachos y está faltando a ella…
–¡En lo más mínimo! Mi hijo y Francis han traído noticias de
interés general.
–¡Eso es falso! Usted pretende…
–¡Silencio! Usted está fuera de la cuestión.
–¡Me niego a callarme! Esto es absolutamente irregular
y…
–Señor Kelly… queda designado comisario de esta Asamblea.
Puede nombrar sus ayudantes para mantener el
orden.
De inmediato el Representante de la Compañía se sentó y dejo
de protestar.
James Marlowe prosiguió explicando los pormenores del viaje
de los dos muchachos y habló luego de Willis. Todos los colonos
conocían a los "cabezas redondas de Marte" y sabían la
extraordinaria facilidad con que los pequeños seres reproducían
sonidos y voces con absoluta fidelidad. Al llegar su padre a esta
parte de su exposición, Jim subió al estrado llevando consigo a
Willis.
–¡Vamos! ¡Hazle hablar! – dijo en voz baja
Marlowe.
–Trataré -repuso el jovencito -. ¡A ver, Willis! "¡Buenas tardes!"
–¡Buenas tardes, Mark. Siéntate,
muchacho, siéntate!" -prosiguió Willis, reproduciendo
íntegramente la conversación entre Beecher y Howe.
Alguien reconoció inmediatamente la voz de Beecher y un
murmullo se extendió por la asamblea cuando el conocimiento circuló
entre los demás.
Cuando la voz de Beecher comenzó a exponer su teoría sobre
los colonos, Kruger se incorporó a punto de interrumpirlo, pero
Kelly, que se había ubicado tras él, lo hizo sentar de un empellón
forzándolo a mantenerse silencioso.
Cuado Willis concluyó, se produjo un pesado silencio, que
pronto se convirtió en un murmullo amenazador.
Marlowe golpeó con su martillo sobre la mesa para imponer
orden, y un joven técnico llamado Andrews subió al
estrado.
–Señor Presidente… -dijo-. Sabemos la importancia de lo que
acabamos de oír. Pero… ¿Hasta qué punto podemos confiar en este
animalito?
–No creo que Willis o cualquiera de sus congéneres sea capaz
de alterar una conversación que ha oído y mucho menos de
inventarla. ¿Hay un experto en biología experimental1? ¿Qué dice usted, doctor
Ibáñez?
–Estoy de acuerdo con usted, señor Marlowe. Una conversación
complicada como la que acabamos de escuchar, está más allá del
nivel mental de un "cabeza redonda de Marte"… Tiene que ser
real.
–¿Lo satisface esto, Andy?
–Hum… no. Todos sabemos que uno de estos animalitos no puede
inventar algo así, pero… ¿Es ésa la voz de Beecher? La hemos oído
por radio, nada más. ¿No será una imitación?
Alguien gritó desde la platea:
–Es Beecher… tuve que oírlo demasiadas veces cuando estuve
estacionado en Syrtis para equivocarme.
Andrews sacudió la cabeza.
–No podemos dejar un asunto tan serio sin resolver en forma
absolutamente cierta. Podría tratarse de un buen
imitador.
Kruger había quedado demasiado asombrado para hablar; Beecher
no le había dicho nada sobre sus planes, pero en su despacho tenía
suficiente elementos de juicio como para comprender que lo que
acababa de reproducir Willis era real. Nada se había hecho para
preparar la migración anual, y él lo sabía.
Empero el comentario de Andrews le dio una pauta para
defenderse.
–Me alegro de ver que hay alguien suficientemente inteligente
como para no dejarse engañar -dijo, levantándose-. ¿Cuánto tiempo
tardó en enseñarle eso, Marlowe?
–¿Lo amordazo, jefe? – preguntó Kelly.
–No. Es algo que debemos enfrentar. ¿Alguien quiere formular
alguna otra pregunta?
Un hombre alto y flaco, que estaba sentado en la última fila,
se incorporó.
–Yo puedo zanjar la cuestión -dijo.
–Adelante, señor Toland -invitó Marlowe.
–Tengo que buscar algunos aparatos… en seguida
vuelvo.
Toland era ingeniero electrónico y técnico de
sonidos.
–Creo comprender lo que piensa hacer… va a comparar las
voces…
–Efectivamente. Tengo varios modelos de la voz de Beecher
pues Kruger me hizo grabar todos los discursos que transmitían por
radio…
Mientras el técnico iba en busca de sus aparatos, la señora
Pottle reaccionó indignada contra las sospechas que se estaban
demostrando en el recinto y se negó a permanecer más tiempo
escuchando los cargos que se formulaban contra la
Compañía.
–Tenía esperanzas de que nadie intentara salir del recinto
mientras no hubiéramos llegado a una decisión -dijo Marlowe-. Si la
Colonia resuelve actuar, resultará ventajoso hacerlo
sorpresivamente. ¡Señor Kelly… no permita la salida a
nadie!
–¡Encantado, jefe!
Toland regresó con sus aparatos; Willis volvió a repetir la
conversación, esta vez frente a un micrófono, y el técnico grabó en
cinta magnética una buena parte. Luego buscó palabras que se
repitieran, como "buenas tardes", "Compañía", "estimado", y las
hizo pasar por un analizador, que señalaba en una pantalla las
distintas oscilaciones de cada sonido. Hecho esto, seleccionó
algunos párrafos de discursos pronunciados por el Representante
General de la Compañía Comercial de Marte y los pasó también por el
analizador.
Por fin se irguió y miró seriamente a los
colonos.
–Es la voz de Beecher -anunció con voz
grave.
Nuevamente James Marlowe tuvo que golpear el martillo para
reclamar orden; luego alzó la voz y preguntó:
–¿Qué sugieren?
–¡Vayamos a Syrtis Menor y linchemos a Beecher! – gritó
alguien. Marlowe propuso que se limitaran a cosas
prácticas.
–¿Qué tiene que decir Kruger de todo esto? – inquirió otra
voz.
–Eso es… ¿Qué dice usted, señor Representante? – preguntó
James Marlowe.
–Suponiendo que esa bestezuela haya dicho…
–¡Basta de tonterías! Toland probó que la conversación es
real.
Kruger miró en derredor, enfrentándose con una decisión que
no alcanzaba a atreverse a tomar.
–Yo no tengo nada que ver. De cualquier forma, están por
transferirme…
McRae se puso de pie.
–Veamos, señor Kruger. Usted es el custodio de nuestros
derechos. ¿Acaso no piensa defenderlos?
–¡Caramba, doctor! Yo trabajo para la Compañía Comercial de
Marte. Si ésta es una decisión de la Compañía, y observe usted que
aún no lo he admitido, no puede esperar que vaya contra sus propios
intereses…
–Yo también trabajo para la Compañía -gruñó McRae-, pero no
me vendí a ella en cuerpo y alma… -sus ojos se pasearon por los
concurrentes-. ¿Qué dicen ustedes? ¿Echamos
a patadas de aquí a este miserable?
Marlowe agitó el martillo para restablecer el
orden.
–Siéntese, doctor. No tenemos tiempo para perder en
locuras.
–Señor Presidente…
–¿Sí, señora Palmer?
–¿Qué sugiere usted que debemos hacer?
–Preferiría que las propuestas llegaran de la
sala.
–Eso es una tontería. Usted debe de tener una opinión
formada. Después de todo, conoce este asunto desde mucho antes que
nosotros
Marlowe advirtió que éste era el deseo de la
mayoría.
–Está bien. Yo hablaré en mi nombre y en el del señor Sutton.
La Compañía tiene la obligación legal de proporcionarnos los medios
de emigrar con cada cambio de estación. Propongo que nos pongamos
en marcha de inmediato.
–¡De acuerdo!
–¡Secundo la moción!
–¡Un momento! ¡Un momento! ¡Pido la palabra!
Se trataba de un hombrecillo preciso y escrupuloso llamado
Humphrey Gibbs.
–El señor Gibbs tiene la palabra -dijo Marlowe, bajando el
martillo.
–Opino que no debemos tomar la ley en nuestras manos. Si no
nos envían los elementos necesarios para emigrar, debemos
comunicarnos primero con el general Beecher, en segundo término con
el Directorio de la Compañía y en definitiva, iniciar juicio frente
a los tribunales regulares de la Tierra.
McRae se levantó como movido por un resorte.
–¿Le molesta a alguien que hable? – inquirió con acento
feroz-. No quiero hollar el código de procedimientos… ¿Así que este
pollerudo quiere iniciar juicio? ¿Cuándo? ¿Cuando en el exterior
haya ciento treinta grados bajo cero? Si ustedes quieren que la
Compañía cumpla con el contrato que ha firmado con la Colonia,
tienen que forzarla… ¿No se dan cuenta lo que hay en el fondo de
todo? La Compañía pretende traer más inmigrantes para ganar más
dinero sin invertir un centavo extra… en lugar de ampliar la
Colonia, pretende tener pobladas las dos latitudes simultáneamente…
Pero el asunto no se relaciona solamente con lo que podemos hacer o
no. No es una cuestión de saber si es posible vivir con una
temperatura exterior de ciento treinta grados bajo cero. Se trata
de resolver de una vez por todas si Marte ha de ser una colonia
gobernada por amos que están a ochenta millones de kilómetros de
distancia, o si seremos hombres y mujeres libres. Cuando el
proyecto de restauración de la atmósfera marciana haya dado
resultados positivos, vendrán millones de emigrantes en busca de su
lugar, para transformar los desiertos en campos fértiles. ¿Qué les
ofreceremos? ¿Una patria libre o una factoría? Ahora ha llegado el
momento de emanciparnos. ¡Ahora o nunca!
Se produjo un momento de silencio y luego resonaron algunos
aplausos.
James Marlowe golpeó con su martillo.
–¿Alguien más desea hablar? – inquirió.
Patt Sutton se puso de pie.
–El doctor dijo lo que pienso yo mismo… nunca me gustó saber
que hay amos lejanos que usufructúan mi trabajo.
–¡Tienes razón, Patt! – gritó Kelly.
–Rechazo la afirmación porque no tiene nada que ver con lo
que tratamos -exclamó Marlowe-. Nos estamos refiriendo
exclusivamente a la migración invernal. Nada más.
Cuando llegó el momento de la votación, ninguno de los
presentes votó en contra de la moción de James Marlowe, si bien
algunos se abstuvieron.
Luego se resolvió designar un Comité de Emergencia para
dirigir la migración. Se designó Presidente provisorio a James
Marlowe padre, quien imaginando la participación del doctor McRae
en su designación, lo incluyó en la lista de miembros ejecutivos
del Comité.
La Colonia Sur tenía en aquellos momentos quinientos nueve
pobladores, contando desde él viejo doctor McRae hasta el bebé más
pequeño. Para realizar el viaje disponían de once coches-motor, lo
que les dejaba muy poca comodidad y ningún espacio para carga.
Habitualmente las migraciones eran realizadas en tres etapas
distintas, contándose además con vehículos supernumerarios
provistos por Syrtis Menor.
El padre de Jim resolvió realizar el traslado de toda la
población en masa, considerando que era probable que el curso de
los acontecimientos permitiera a los colonos enviar más tarde a
buscar sus pertenencias de uso corriente. Muchos protestaron ante
esta decisión, pero el Comité de Emergencia la apoyó en su
resolución y a nadie se le ocurrió citar a una nueva reunión. El
tiempo apremiaba demasiado.
La fecha de partida se fijó para el lunes a las cero
horas.
Kruger permaneció arrestado en su oficina, bajo la custodia
de Kelly, que siguió siendo una especie de Jefe de Policía
de facto.
El domingo por la tarde el propio Kelly fue a buscar a
Marlowe para avisarle que había llegado un coche-correo de la
Compañía con dos policías enviados por Beecher en busca de Jim y
Francis. Evidentemente Kruger había telefoneado a Syrtis Menor
apenas enterado de la aparición de los muchachos.
–¿Dónde están ahora? – preguntó.
–En la oficina de Kruger. Nosotros los arrestamos a ellos.
–Tráigalos. Quiero interrogarlos.
–Bien, jefe.
Kelly y un ayudante honorario escoltaron pronto a los dos
policías hasta la oficina del Presidente
provisorio.
–¡Ustedes no pueden salirse con la suya! – protestó uno de
ellos.
–Nadie les ha hecho daño y pronto quedarán en libertad
-repuso gravemente Marlowe-. Tan sólo quiero que contesten a
algunas preguntas que necesito formularles.
Empero lo único que obtuvo fueron una serie de gruñidos; diez
minutos después Kelly lo llamó por el teléfono interno con
expresión profundamente excitada.
–¡No me creerá si se lo digo, jefe! – exclamó-. ¡Ese viejo
zorro de Kruger aprovechó mi momentánea ausencia para salir de su
oficina y huir utilizando el coche-correo de los dos policías! ¡Yo
ni siquiera imaginaba que podía manejarlo!
Marlowe hizo un esfuerzo para controlar sus sentimientos y se
mantuvo imperturbable…
–Tendremos que anticipar la hora de la partida. Dejen todo lo
que están haciendo y avisen que nos marchamos apenas se haya puesto
el sol… dentro de dos horas y diez.
Las protestas aumentaron de tono, pero cuando el sol rozó el
horizonte, el primer coche-motor abandonaba la Colonia, seguido por
los demás con quince segundos de intervalo entre cada uno. Cuando
el astro-rey hubo desaparecido por completo, la Colonia Sur había
quedado totalmente desierta.
cap. 10
Encerrados
Cuatro de los coches-motor eran viejos modelos de marcha
lenta, que apenas alcanzaban los trescientos kilómetros por hora.
La columna se vió pues forzada a disminuir su velocidad para evitar
que quedaran rezagados.
McRae y James Marlowe viajaban en el último coche, en el que
se había establecido el Cuartel General del Comité de
Emergencia.
–¿Planea detenerse en Hesperidum, James? – inquirió el viejo
doctor, mientras pasaban frente a la Estación Cynia sin disminuir
la marcha.
Marlowe frunció el ceño.
–Prefiero no hacerlo -repuso-. Si nos quedamos allí,
significará esperar hasta la puesta del sol a que el hielo se
solidifique lo suficiente como para ser seguro… eso nos haría
perder un día íntegro y no estamos en condiciones de desperdiciar
tiempo alguno. Con Kruger suelto, Beecher se enterará del asunto y
podrá planear la mejor forma de detenernos…
La columna estaba cerca del Ecuador, donde los hielos se
licuaban todas las mañanas, helándose recién después de la puesta
del sol y retardando así la marcha.
–¿Qué planea hacer, capitán?
-inquirió entonces el médico.
–Seguiremos hasta los embarcaderos y nos apoderaremos de
todos los lanchones que haya en Syrtis Menor. Apenas los hielos se
hayan fundido, reanudaremos viaje hacia el norte. No tengo ningún
plan, excepto forzar los acontecimientos antes de que Beecher tenga
tiempo de organizarse y tratar de detenernos…
McRae asintió alegremente.
–Hay que ser audaces, muchacho. ¡Ésa es la clave del
éxito!
–Temo que el hielo ceda y haya un accidente… si llega a morir
alguien, yo seré el responsable, doctor.
–Los conductores son suficientemente hábiles como para
evitarlo, James. Soy un hombre viejo y he aprendido que en la vida
de tanto en tanto hay que correr riesgos para poder seguir
adelante… En caso contrario, el hombre sería un simple vegetal,
¡listo para ir a la cacerola! Veo luces adelante, James… debe de
ser Hesperidum.
Marlowe no contestó, y poco después las luces quedaban tras
la columna.
Eran poco más de las nueve de la mañana cuando pasaron frente
a la estación de coches-correo de Syrtis Menor. Sin detenerse
prosiguieron hacia los muelles, ubicados en el punto terminal del
gran canal del Norte.
Cuando el vehículo de Marlowe atracó, el Comité de Emergencia
descendió en pleno y pronto los pasajeros de los demás coches
comenzaron a bajar al muelle. Marlowe llamó a
Kelly:
–¡Dígales que permanezcan donde están! – ordenó. Al oírlo,
Jim se colocó tras él, tratando de pasar
inadvertido.
En los muelles no había ninguna embarcación. Marlowe miró
irritado hacia los depósitos.
–Bueno, doctor… -dijo a McRae, que estaba a su lado-. Estoy
en la copa del árbol… ¿cómo bajo?
–Hubiera sido peor detenernos en Hesperidum,
James.
–No estamos en mejor situación aquí.
Un hombre salió de la hilera de depósitos y se dirigió hacia
el muelle.
–¿Qué es esto? – inquirió-. ¿Un circo?
–Es la migración de la Colonia Sur.
–Me estaba preguntando cuándo pensarían viajar… Hasta ahora
no había oído nada al respecto.
–¿Dónde están los lanchones?
–Diseminados por los canales del norte… yo no tengo nada que
ver. Llame a la Dirección de Tráfico.
Marlowe frunció el ceño.
–¿Hay un teléfono por aquí? – preguntó.
–En mi oficina. Yo soy el guardián de los depósitos… vaya y
hable.
–Gracias.
McRae lo siguió a la oficina.
–¿Qué planea hacer, hijo?
–Voy a llamar a Beecher.
–Tiempo perdido.
–¡Hay que solucionar el problema del alojamiento para esta
noche, doctor! En los coches tenemos quinientos seres humanos
esperando… mujeres y niños. ¡No pueden pasar la noche
sentados!
McRae se encogió de hombros.
–Usted es el cocinero de este pastel -dijo
simplemente.
Marlowe llamó por teléfono a Beecher. En la pantalla
televisora apareció el rostro del Representante General de la
Compañía de Marte, que lo miró sin reconocerlo.
–Hable, buen hombre. ¿Ocurre algo en los
depósitos?
–Soy Marlowe, Presidente provisorio del Comité de Emergencia
de Colonia Sur. Tengo quinientas personas en los muelles. Necesito
alojamiento para esta noche y barcazas para seguir viaje mañana
rumbo al norte. ¿Qué hacemos?
Beecher sonrió con expresión desagradable.
–¡Ah, el famoso señor Marlowe! – exclamó-. Mire, Marlowe, su
gente puede regresar esta misma noche al punto de partida. Usted y
su hijo se quedarán aquí para ser sometidos a
juicio.
Marlowe estaba por responder, pero haciendo un esfuerzo se
contuvo y cortó la comunicación.
–Tenía razón, doctor. No valía la pena perder tiempo
hablándole… -murmuró.
–¡Bah! No nos perjudicó en lo más mínimo.
En el muelle Kelly había tendido una línea de ayudantes
armados protegiendo los coches. Marlowe se le
acercó.
–¿Qué ocurre?
–Vi a uno de los sabuesos de Beecher husmeando por aquí y
adopté algunas precauciones elementales, jefe -repuso
Kelly.
–Usted es mejor general que yo… bien hecho.
–¿Por qué no lo detuvo para interrogarlo? -inquirió
McRae.
–No quise disparar contra él.
–Mal hecho -gruñó el belicoso médico.
–¿Qué es esto? – preguntó Kelly, dirigiéndose a Marlowe-.
¿Una guerra o un incidente con la Compañía?
–No se preocupe, Kelly. Procedió
correctamente.
McRae lanzó un resoplido de fastidio. Marlowe lo
miró.
–¿No está de acuerdo, doctor?
–Mire, James, esto me recuerda un caso que presencié en el
Oeste norteamericano hace muchísimo tiempo. Un respetable ciudadano
baleó por la espalda a un conocido pistolero. Cuando le preguntaron
por qué no le había dado una oportunidad de defenderse, contestó:
"Porque me hubiera matado; así está muerto él y yo sigo viviendo".
Si en este asunto usted se comporta como un buen deportista, está
dándoles ventaja a ellos, que son un grupo de
canallas.
–No tenemos tiempo para contar anécdotas dudosas, doctor. Hay
que acomodar a esta gente para que pasen la noche
bien…
–Está equivocado. El primer punto es otro.
–¿Cuál?
–Formar una fuerza de voluntarios para capturar a Beecher y
los jefes de la Compañía estacionados aquí. Yo me ofrezco para
conducir a los hombres.
–¡Eso queda fuera de la cuestión! – exclamó irritado Marlowe,
con un gesto de fastidio-. Somos un grupo de ciudadanos que
queremos hacer valer nuestros derechos, no una banda de
forajidos.
McRae sacudió la cabeza con tristeza.
–Usted no justifica ni siquiera las acciones que ha
realizado, James… Para Beecher nosotros ya somos delincuentes ¡y
así piensa tratarnos!
–¡Tonterías! ¡Lo único que hacemos en forzarlo a cumplir un
contrato! ¡Si se comporta como debe, reconoceremos su
autoridad!
–¡La única forma de tratar a las víboras es aplastarles la
cabeza, hijo!
–Doctor McRae, si usted está tan seguro sobre los métodos que
debemos emplear, ¿por qué no aceptó la jefatura del grupo en lugar
de proponerme a mí?
El médico enrojeció.
–Le pido disculpas, señor Marlowe. ¿Cuáles son sus
órdenes?
–Usted conoce Syrtis Menor mejor que yo, doctor. ¿Dónde
podemos alojarnos?
Jim creyó oportuno tomar la palabra.
–Papá, estamos cerca del Colegio y…
–¡Silencio, hijo! ¡Este no es momento para
charlar!
–¡El chico tiene razón, James! – exclamó el médico-. ¡En el
Colegio hay comodidad para todos, camas y cocina!
–Hum… tal vez así sea. ¿Convendrá instalar a las mujeres y
las criaturas en la sección femenina?
–No divida nuestras fuerzas, James -aconsejó el doctor
McRae-. Y lo digo arriesgándome a que me vuelva a
retar…
–Tiene razón, doctor. ¡Kelly!
–¡Sí, jefe!
–Que todos bajen al muelle. Ponga un hombre a cargo de cada
columna. Vamos a ocupar el Colegio.
–¡Comprendido!
En las calles de Syrtis Menor, en el sector terrestre por lo
menos, había poco tránsito. Los caminantes preferían comunicarse
por los túneles; así, los pocos que se cruzaron con los colonos, no
intentaron interferir, ni siquiera averiguar qué
ocurría.
En el vestíbulo del Colegio estaba Howe, con su máscara, a
punto de salir. Los primeros veinte colonos que entraron lo
detuvieron.
–¿Quiénes son ustedes? – inquirió con acento ofendido el
Director.
–Me llamo Marlowe -dijo el Presidente provisorio del Comité
de Emergencia-. Tenemos que ocupar por esta noche el edificio para
alojar a las familias de la Colonia Sur.
–¡Absurdo! ¡Ustedes no pueden hacer esto! – rugió Howe. Pero
los colonos lo forzaron a entrar nuevamente al
edificio.
–Pero… -murmuró. Luego pareció pensarlo mejor y se alejó por
un corredor.
Treinta minutos más tarde Marlowe, McRae y Kelly clausuraban
la entrada tras el último grupo de colonos. En el gran hall los
aguardaba Sutton.
–Tengo noticias agradables, James -dijo-. La señora Palmar me
informa que dentro de treinta minutos estará preparada la
comida.
–Me alegro. Ya sentía apetito.
–La cocinera del Colegio está que trina. Quiere
hablarte.
–Atiéndela tú. ¿Dónde está Howe?
–Que me registren… Lo vi alejarse con aire de querer tragarse
a medio mundo.
Entretanto los hijos de los colonos que estaban internados en
el colegio corrían a abrazar a sus padres. Pronto corrió la voz de
las indignidades que Howe había hecho sufrir a los muchachos. Kelly
palmeaba la espalda de una réplica reducida de sí mismo, que a su
vez le golpeaba el hombro alegremente.
Un hombre se acercó a James Marlowe y le habló al
oído.
–Howe está escondido en su despacho -le
dijo.
–Déjelo que se quede allí. ¿Quién es usted?
–Jan van der Linden, profesor de Ciencias Naturales. ¿Y
usted?
–James Marlowe. Estoy a cargo de la migración por razones de
fuerza mayor. Oiga… ¿puede hacernos el favor de separar a los
alumnos externos y mandarlos a sus casas? Tendremos que quedarnos
en el Colegio un día o dos.
El profesor miró dubitativamente a Marlowe.
–Al señor Howe no le gustará que proceda sin sus órdenes
específicas -dijo.
–Es algo que pienso hacer de cualquier forma. Usted puede
apresurar las cosas. Por otra parte, yo me hago
responsable.
Entretanto, Jim vio a su madre entre los que entraron
últimos. Sostenía al pequeño Oliver en sus brazos y parecía muy
fatigada. A su lado estaba Phyllis.
–¡Mamá! – gritó, corriendo hacia ella-. Ven, que tengo un
sitio para ti… Así podrás descansar cómodamente.
–¡Oh, no podría dar un sólo paso, hijito!
–¡Vamos! – suavemente forzó a su madre a seguirlo basta el
dormitorio que ocupara con Francis y la hizo tender en su cama-. Ya
estás mejor, ¿verdad?
–¡Eres un ángel, Jimmy!
–Phyl, tú puedes traerle luego algo de comer… ahora cuídame a
Willis.
–¿Por qué? ¡Quiero ver lo que pasa afuera!
–Tú no eres más que un estorbo en el camino… ¡no te muevas de
aquí!
–Tengo tanto derecho como tú y…
–¡No peleen, chicos! Nosotros cuidaremos a Willis, hijo…
Avísale a tu padre que estamos aquí -intervino la
madre.
En el salón de actos del Colegio se realizaba una Asamblea.
En el momento en que llegó Jim, hacía uso de la palabra un colono
llamado Linthicum, un hombre corpulento y de aire
agresivo.
–¡Sostengo que el doctor tiene razón! Necesitamos los botes,
Beecher los tiene, pero no quiere entregarlos, ¿verdad? ¡Pues vamos
a tomarlos! La Compañía no dispone de más de ciento cincuenta
hombres armados… nosotros somos el doble. ¡Propongo que vayamos a
buscarlo y lo obliguemos a cumplir con su parte del
contrato!
McRae alzó los ojos al cielo y murmuró:
–¡Dios me proteja de mis amigos!
Otros colonos pidieron la palabra. Marlowe se la concedió a
Humphrey Gibbs.
–Señor Presidente… vecinos… ¡nunca oí un discurso más absurdo
y alocado! El señor Marlowe nos convenció de embarcarnos en esta
absurda aventura, que nunca aprobé totalmente, y ahora nos hallamos
en una situación desesperada. ¡Propongo que acudamos a los medios
legales y no a la fuerza!
–Si quiere decir que debemos pedir transporte adecuado al
general Beecher, ya lo hemos hecho y se negó…
Gibbs sonrió acremente.
–Me perdonará si le digo que a veces la personalidad del
peticionante influye en el ánimo de quien escucha el pedido… ¿No
sería inteligente hacer que el Director Howe hable por nosotros al
general Beecher?
–¡Sería la última persona en hacerlo! – lo interrumpió
Sutton.
–¡Dirígete a la presidencia, Patt! – le observó Marlowe. Sus
ojos se pasearon sobre los presentes-. Yo creo lo mismo, pero si
alguien piensa lo contrario, pienso que lo correcto es hacer la
prueba. ¿Dónde está Howe?
–Sitiado en su despacho -repuso Kelly con una sonrisa de
profunda satisfacción-. Hay un asuntito personal que quiero
arreglar con él y no me deja…
–¡Caramba, señor Kelly! – exclamó escandalizado
Gibbs.
–Supongo que el señor Kelly dejará de lado su cuestión
personal si se lo pedimos -insinuó Marlowe, golpeando con el
martillo sobre la mesa para imponer orden.
Se votó y los únicos que demostraron interés en que
interviniera Howe en aquel asunto fueron el propio Gibbs y el
matrimonio Bottle.
–Queda por determinar el curso de nuestras próximas acciones.
¿Peleamos o tratamos de negociar? – insistió
Marlowe.
–Soy partidario de tomar lo que necesitamos -dijo Konski-,
pero tal vez no sea ése el camino. ¿Por qué no volvemos a hablar
con Beecher, señor Marlowe?
Así se hizo. Beecher apareció en la pequeña pantalla con
expresión satisfecha.
–¡Ah, mi buen amigo Marlowe! ¿Llama para
entregarse?
Marlowe explicó en forma impersonal el pedido del
llamado.
–¿Lanchones para viajar a Copais? – repuso sardónicamente
Beecher-. Los coche-motor estarán listos a medianoche para que
regresen a Colonia Sur. Quienes lo hagan tranquilamente, escaparán
al castigo merecido por sus acciones. Usted no,
naturalmente…
–¿Es ésta su última decisión?
–¡Algo más… suelte inmediatamente al señor Howe o a los
cargos que pesan sobre usted agregaremos el de
secuestro.
–Howe puede abandonar el edificio cuando quiera. Está
perfectamente seguro en su despacho, y si no quiere salir es por un
asunto personal con el padre de uno de sus alumnos… yo nada tengo
que ver con él.
Beecher meditó un momento.
–¡Tiene que darle un salvoconducto! –
insistió.
–Se equivoca, ¡No pienso interferir con las cuestiones
personales de mis compañeros!
Beecher lo miró un momento y luego interrumpió la
comunicación.
Marlowe se rascó el mentón.
–No puedo tener prisionero a Howe, pero mientras se quede en
este edificio, estamos a salvo de cualquier idea absurda que se le
ocurra a Beecher… Parecía muy seguro de su poder.
–Trataba de engañarnos -observó Kelly.
–No lo creo. – Marlowe volvió al salón de actos y explicó la
conversación sostenida. De inmediato la señora Pottles se puso de
pie.
–¡Mi marido y yo aceptaremos el amable ofrecimiento del
general Beecher y regresaremos a Colonia Sur inmediatamente! ¡Y
espero que ustedes sean castigados en forma adecuada por su
conducta! ¡Vamos, querido!
Seguida por su esposo, que trotaba tras ella como una
obediente sombra, la mujer abandonó el recinto.
Marlowe miró en derredor.
–¿Alguien más quiere salir? – dijo.
Gibbs se apresuró en marcharse tras el
matrimonio.
–¡Propongo que nos organicemos para entrar en acción! –
mocionó entonces Toland.
Todos estuvieron de acuerdo en confirmar a Marlowe como jefe
de la Colonia. En ese momento reapareció Gibbs, pálido y
tembloroso.
–¡Están muertos! – exclamó-. ¡Los mataron!
–¿A quién? – inquirió James Marlowe.
–¡A los Pottles! ¡Casi me alcanzan también a mí! – cuando se
tranquilizó como para articular su historia, explicó que habían
salido, la señora Pottles al frente como de costumbre. Pero
mientras él se ajustaba la máscara tras la puerta, una lengua de
fuego había abatido al matrimonio, matándolos instantáneamente.
Gibbs pareció sufrir un ataque de nervios y comenzó a gritar,
señalando a Marlowe-. ¡Ha sido su culpa! ¡Usted es
responsable!
–¡Un momento! – lo interrumpió Marlowe violentamente-. ¿Iban
desarmados, verdad?
Gibbs asintió y se apartó. McRae lanzó una
interjección.
–No es ésa la cuestión -exclamó-. ¡El hecho es que estamos
encerrados!
cap. 11
Trampa mortal
Las palabras del doctor McRae resultaron terriblemente
ciertas. Las dos salidas del Colegio estaban cubiertas por policías
de la Compañía, que apuntaban con sus armas, bloqueando totalmente
el paso.
Por desgracia el Colegio estaba alejado de la población y no
tenía túnel alguno que lo conectara con otros
edificios.
–Ahora podemos llevar adelante nuestras decisiones, sea como
sea -dijo Marlowe cuando el silencio se hubo restablecido-. Pero
antes, si alguien más quiere rendirse, que lo haga. Estoy seguro
que los Potles salieron apresuradamente y los policías creyeron que
trataban de huir. Si ven aparecer a alguien con las manos en alto,
comprenderán…
Sin hablar, con la vista baja, media docena de matrimonios
aceptaron el ofrecimiento de Marlowe y salieron del
salón.
Luego los demás comenzaron a planear la forma en que podían
librarse de aquella situación. Toland y Sutton recibieron el
encargo de fabricar escudos portátiles que permitieran rechazar las
descargas de energía de las pistolas de los guardias y se
dirigieron al laboratorio del Colegio para ponerse a
trabajar.
Entretanto Jim y Frank discutían las posibilidades que tenían
de pedir auxilio a Gekko y sus amigos marcianos.
–Bastaría que media docena de ellos se pasearan frente a la
puerta principal del Colegio para que pudiéramos salir sin que los
agentes de la Compañía se atrevieran a disparar por temor de
herirlos… -decía Frank-. Ya sabes las tremendas dificultades que
hubo para instalar los puestos comerciales. La Compañía no puede
darse el lujo de pelear contra los marcianos y Beecher lo
sabe.
Jim lo pensó. En aquella idea había algo práctico y
realizable…
–El problema es… ¿Cómo avisaremos a Gekko?
Francis hizo un gesto.
–Willis puede hacerlo.
–¿Willis? ¡Lo matarán!
–¿Por qué habrían los guardias de disparar sobre Willis?
Además, es preferible que corra cierto pequeño riesgo él y no uno
de nosotros…
–No… no me convence tu idea. Frank se encogió de
hombros.
–En tal caso tal vez prefieras ver a tu madre y tu hermanito
pasando un invierno en Colonia Sur…
Jim inspiró profundamente y oprimió los
puños.
–Está bien -dijo por fin-. Llamemos al doctor McRae para que
prepare el mensaje en dialecto marciano… él lo habla mejor que
nosotros.
Buscaron al doctor y lo encontraron gesticulando y gritando
en el teléfono.
–¡Quiero hablar con el doctor Rawlings! ¡Exijo que lo llamen!
Díganle que es el doctor McRae… ¡Ah! ¡Hola. Rawlings! ¿Cómo va el
negocio? ¿Sigues enviando tus errores al crematorio? Claro… claro…
todos nos equivocamos. Oye… estamos aquí sitiados en el Colegio. S…
I… T… I… A… D… O… S. Sí. No. No hay motivo alguno. Se trata de ese
retardado mental de Beecher, que en lugar de cumplir con su
contrato trata de asesinar a los colonos. Acaban de matar al flaco
Potter y la mujer. ¡No bromeo, hombre! Puedes ver los cadáveres
tirados en la calle, frente a la entrada del Colegio. Si vienes…
-la pantalla se oscureció repentinamente y McRae dejó de hablar.
Acababan de desconectar el teléfono.
–¿Qué estaba haciendo, doctor? – preguntó
Jim.
–Hablando con personas importantes de Syrtis Menor… hasta que
cortaron la línea. Por lo menos logré comunicarme con
tres…
–Oiga, doctor… ¿puede perder unos minutos?
–¿Qué ocurre? Tengo que hacer unas cuantas cosas,
chicos.
–Tenemos una idea que puede resultar -explicóle Francis-.
Escuche… McRae prestó atención y sus ojos
brillaron.
–Buena idea, Frank. Tendrías que dedicarte a la política…
Busquen al animalito y encuéntrense conmigo en el aula C. La estoy
usando de oficina.
Una vez en el salón de clases, el doctor McRae tradujo el
mensaje que los muchachos querían enviar a Gekko pidiéndole ayuda,
y luego Jim lo leyó frente a Willis, con cierta dificultad en su
pronunciación.
–A ver… repítelo, Willis -dijo cuando hubo
terminado.
–¡Salud! -comenzó a decir Willis en
marciano-. Este es un mensaje de Jim Marlowe,
hermano de agua de Gekko.…
El mensaje prosiguió textual y con la voz de Jim, hasta su
parte final. Jim entonces explicó pacientemente a Willis que tenía
que buscar a un marciano y hacérselo oír, para que lo llevaran
hasta donde estaba Gekko.
–¡Puede que resulte! – dijo por fin con un suspiro-. ¡Si
Willis no se distrae, entregará nuestro mensaje!
Cargando al pequeño ser en sus brazos, el hijo de Marlowe se
dirigió a la puerta exterior, se colocó la máscara y la abrió.
Willis echó a correr en zig-zag. Nada ocurrió. Jim, maldiciendo su
falta de imaginación, pensó que hubiera debido llevar un espejo
para usarlo a modo de periscopio y seguir los progresos de su
amiguito sin asomar la cabeza. Por fin, desesperado ante la
incertidumbre, entreabrió nuevamente la puerta y se asomó. Casi de
inmediato oyó un crujido sobre su cabeza y la madera y el plástico
del marco lanzaron olor a quemado. Rápidamente cerró la puerta: uno
de los guardias había disparado contra él.
Volviendo junto a sus amigos, el jovencito hizo un esfuerzo
infructuoso para librarse de la desagradable sensación que tenía en
la boca del estómago. En su fuero íntimo estaba seguro que nunca
volvería a ver a Willis.
cap. 12
¡No hagan fuego!
El día transcurrió lentamente para Jim y Frank. Nada podían
hacer; los jefes naturales de la Colonia sostenían frecuentes
consultas, pero los muchachos no fueron invitados a
ninguna.
Comieron con cierto alivio, en parte porque tenían apetito y
en parte porque la cocina quedaría desierta después de la cena, lo
que les dejaría mayor libertad de movimientos para usar el
vertedero de basura si resolvían hacerlo; Jim estaba seguro que
Willis había fracasado en su misión y que la única posibilidad que
les quedaba era intentar salir al caer la noche por el mismo camino
que utilizaran durante su fuga días atrás.
Estaban discutiendo esta posibilidad, cuando repentinamente
las luces se apagaron. Al mismo tiempo un silencio profundo se hizo
en todo el edificio.
El aire acondicionado había dejado de
circular.
Luego una mujer gritó y tras ella otras. Los niños pequeños
comenzaron a llorar.
Jim vio de pronto que una luz se movía por uno de los
corredores y oyó la voz de su padre, que llevaba una linterna en la
mano y trataba de tranquilizar a las mujeres.
–¡Ustedes vayan a dormir, muchachos! – dijo Marlowe al
divisar a Jim y Frank.
Del otro extremo del corredor llegaba la voz del doctor
McRae, rugiendo sus órdenes para que los que lloraban dejaran de
hacerlo.
–Tal vez éste sea un buen momento para abandonar el Colegio,
Jim -sugirió Francis-. Nadie nos prestará atención, con tanta
oscuridad…
–No… en la cocina hay gente y nos oirán.
McRae apareció frente a ellos y Jim lo
detuvo.
–¿Cuánto tardarán en arreglar el desperfecto de las luces,
doctor? – le preguntó.
–¿Bromeas, hijo?
–¿Por qué, doctor?
–Ésta es una de las sucias tretas de Beecher para hacernos
rendir. Ha desconectado los cables que traen energía al Colegio
desde la usina y las máquinas se han parado…
–¿Está usted seguro?
–No cabe la menor duda. Hemos comprobado el funcionamiento de
los motores y están perfectamente. Beecher espera que nos rindamos
a causa del frío y la falta de oxígeno…
Las palabras del doctor parecieron proféticas. La temperatura
del edificio comenzó a descender bruscamente, y la presión
atmosférica disminuyó en forma considerable.
En el hall estaban reunidos Marlowe y sus ayudantes; Jim y
Frank, aprovechando la semipenumbra que dejaban las linternas, se
adosaron a la pared para no perder nada de lo que allí
ocurría.
Joseph Hartley, uno de los técnicos en hidroponía de la
Colonia, acompañado por su esposa que llevaba en brazos la cuna
hermética de su pequeña hija, buscó a Marlowe.
–Señor… hay que hacer algo inmediatamente… mi hijita acaba de
tener difteria y no puede pasar mucho tiempo así… el frío le haría
daño -le dijo.
McRae se adelantó y observó a la criatura con su
linterna.
–A mí me parece que está bastante bien, Joe… -dijo-. Claro
que no puedo sacarla de la cuna para revisarla, pero a simple vista
creo que…
–¡No trate de serenarme, doctor! – lo interrumpió Hartley
indignado-. ¡Mi hijita no está bien! ¡Ustedes tienen que hacer algo!
Marlowe miró serenamente al joven.
–Si quiere puede entregarse -le dijo. Luego le volvió la
espalda y se separó del pequeño grupo.
Hartley pareció a punto de contestar algo, pero su esposa le
tocó el brazo y ambos se dirigieron hacia la entrada
principal.
–¿Qué esperan de mí? – inquirió Marlowe a McRae-.
¿Milagros?
McRae suspiró.
–Exacto, muchacho. La mayor parte de la gente nunca crece…
todos esperan que alguien solucione todo
por ellos.
–Si Sutton y Toland no logran armar el escudo que les pedí,
no sé qué ocurrirá…
–No podemos esperar más tiempo, muchacho -el viejo doctor
suspiró-. Habrá que salir y atacar a la gente de Beecher. Yo iré al
frente.
–¡Eso nunca, doctor! ¡Yo iré al frente!
–Usted tiene mujer e hijos que cuidar, James. Yo soy un viejo
solterón que hubiera debido morirse hace veinte años. No tengo nada
que perder.
–¡Yo soy el responsable de este asunto y saldré al
frente!
–¡En tal caso, me niego a obedecer!
La discusión fue interrumpida por un fuerte sollozo. La
puerta de salida se abrió para dar paso a la esposa de Hartley, que
lloraba abrazada histéricamente a la cuna de su hijita. Su esposo
había sido muerto al salir del edificio.
Era la escena de la muerte de los Potter reproducida con toda
exactitud. Joseph había salido primero, con los brazos en alto. Un
reflector iluminaba la entrada en forma tal que su figura se
divisaba claramente. Pero apenas Hartley había dado dos pasos, la
descarga se produjo, derribándolo sin vida.
McRae se volvió hacia los otros.
–Que alguien me alcance una silla -ordenó-. Tú, Jim… ven
conmigo. Tengo una idea.
El médico salió con Jim y la silla, y regresó cinco minutos
después. El respaldo de la silla estaba perforado por varias
quemaduras.
–Como lo sospechaba -dijo-. Hay un dispositivo
automático…
–¿Cómo? – inquirió Marlowe.
–Un rifle apuntando hacia la puerta, con una célula
fotoeléctrica conectada a su mecanismo. Cuando alguien se cruza en
su camino, dispara. Pero lo importante es que lo hace a unos
setenta centímetros por encima del suelo… un hombre con buen
sistema nervioso puede deslizarse por debajo de la línea de
tiro…
James Marlowe meditó un minuto y luego se volvió hacia
Kelly:
–¡Consígame veinte voluntarios, Kelly! – le
ordenó.
Los voluntarios fueron doscientos… Marlowe aceptó únicamente
a los hombres solteros y mayores de edad.
–Usted queda a cargo, doctor -dijo a McRae-, Si dentro de dos
horas no he regresado, resuelva según su juicio…
Con estas palabras, el padre de Jim salió seguido de sus
hombres.
Apenas la puerta se hubo cerrado, McRae se volvió hacia Jim y
Frank, que estaban con él.
–¡Muy bien! ¡Búsquenme otros Veinte
voluntarios!
–¿Cómo? – era Kelly-. ¡Marlowe dijo que esperara dos
horas!
–Tú dedícate a tu tejido -repuso el médico-. ¡Vamos,
muchachos!
Frank y Jim lo siguieron con otros dieciocho
hombres.
Una vez que la puerta estuvo abierta, el doctor esperó un
momento. Los cuerpos retorcidos del matrimonio Pottle y del
desdichado Joseph Hartley estaban fiados donde
cayeran.
–Denme la silla y les demostraré el truco -dijo el médico.
Así lo hizo. Dos rayos violáceos partieron del extremo de la calle
y perforaron el respaldo de la silla, a la altura de los
otros.
–¡Que pase el primero! – ordenó McRae. Jim tragó saliva y se
adelantó-. ¡Vamos!
El muchacho se echó de bruces y comenzó a arrastrarse hacia
el extremo de la calle, llevando su pistola en la mano. Nada
ocurrió y llegó hasta la esquina, que estaba sumida en profundas
tinieblas.
A su izquierda había una curiosa armazón. Alguien se le
acercó y al verlo girar, pistola en mano, exclamó:
–¡No tires! ¡Soy yo! – era Frank.
–¿Y los otros?
–Creo que me siguen…
Una luz brilló entre los edificios, tras el armazón de donde
surgían los rayos.
–Creo que alguien viene -susurró Jim.
–¿Puedes verlo? ¿Tiramos?
–No sé…
Alguien más se acercaba, desde el extremo opuesto de la
calle. En el sitio donde brillara la luz se produjo una descarga.
El rayo pasó por encima de las cabezas de los muchachos y Jim
contestó casi con un movimiento reflejo.
–¡Lo derribaste! – exclamó Frank.
Jim advirtió que estaba temblando.
–¿Y el tipo que estaba a mis espaldas? –
inquirió.
–Aquí viene…
–¿Quién disparó contra mí? – inquirió el recién llegado, sin
levantarse del suelo-. ¿Dónde están?
–En ningún lado -repuso Frank-. ¡Era uno solo y Jim lo
derribó!
–¡Ah! – el recién llegado era Smythe.
–¡Tú! ¡El hombre práctico! – exclamó Francis, en el colmo de
la sorpresa.
–¿Qué tiene? Los seguí porque los dos me deben dinero -dijo
el muchacho con acento indignado.
–Creo que por lo menos Jim pagó su parte…
–No veo por qué. Se trata de dos asuntos totalmente
distintos.
Los demás del grupo seguían llegando y por fin apareció el
doctor McRae.
–¡No se queden amontonados, cerebros de mosquito! – bufó-.
Vamos a atacar las oficinas de la Compañía. ¡Al trote! ¡No se
amontonen, les digo!
–¿Por qué no desarmamos ese aparato antes, doctor? – preguntó
Jim-. Yo abatí al tipo que montaba guardia en la
esquina…
–¿Hay alguien con conocimientos técnicos suficientes como
para hacerlo? – inquirió el doctor.
Uno del grupo se ofreció y se deslizó rápidamente hacia el
artefacto que bloqueaba tan efectivamente la salida del
Colegio.
Cinco minutos después regresaba al trote.
–¡Listo!
–¿Seguro?
–Absolutamente. Corté todas las conexiones y después
inutilicé el aparato.
–Perfecto -McRae se volvió hacia otro del grupo-. Vaya y
avise a Kelly que hemos desarmado el rifle que cubría la salida… El
resto, que me siga.
Avanzaron en las tinieblas; McRae dividió sus fuerzas para
atacar por todos los sectores simultáneamente y él mismo se dirigió
hacia la puerta principal del edificio.
Jim, pistola en mano y con los ojos enormemente abiertos para
perforar las tinieblas, había sido estacionado en una de las
esquinas. De pronto vio que la puerta se abría y comenzaban a salir
hombres. Estaba ya por abrir fuego, cuando reconoció la figura
corpulenta del doctor McRae. La situación estaba enteramente bajo
su control.
En el edificio de la Compañía había tan sólo cuatro hombres,
que se entregaron sin pelear.
–Llévenlos de regreso al Colegio -ordenó McRae-. Maten al que
trate de escapar. El resto, que me siga. Aún debemos tomar los
edificios de la Administración y capturar a
Beecher.
En ese momento resonó un grito tras ellos; McRae se volvió.
Era Kelly que se les acercaba al trote con varios colonos armados.
Rápidamente el pelirrojo explicó que había tendido un cordón de
guardia en torno al Colegio, dejando las cosas bajo el mando de uno
de los ingenieros, un joven llamado Álvarez.
–Supuse que necesitaría más gente, doctor -concluyó diciendo
Kelly.
–Perfectamente. Tú capturarás los edificios de
comunicaciones. ¡Yo me reservo a Beecher! ¡Vamos!
Jim y Frank corrieron tras el médico, que pese a su edad
continuaba siendo un verdadero atleta. Tras cruzar el canal
principal sobre el hielo, evitando los puentes pues eran demasiado
visibles, se reunieron a la sombra de uno de los
depósitos.
–De aquí en adelante no nos separaremos pues correríamos el
riesgo de atacarnos mutuamente en las tinieblas -susurró el doctor-
¡Que nadie hable!
Tras rodear el edificio principal de la Administración, McRae
se preparó con media docena de hombres para asaltarlo, mientras el
resto les cubrían las espaldas.
Jim formó parte del grupo de ataque.
–¡Vamos! – ordenó McRae, agitando el brazo armado. Sin que
nadie se opusiera a su avance, el médico llegó hasta la puerta
principal. Estaba cerrada. Con cierta lentitud accionó el mecanismo
que accionaba el micrófono de comunicación. Nadie
contestó.
–¡Abran! – gritó-. Tengo un importante mensaje para el
general Beecher!
Nada ocurrió.
–¡Está bien… abran o no me responsabilizo por lo que ocurrirá
si se niegan! Les doy treinta segundos; después volaré la
puerta!
En voz baja agregó, mirando a Jim:
–¡Me gustaría que fuera cierto! – luego volvió a gritar-. ¡Ya
ha pasado el plazo!
La puerta comenzó a girar, mientras el aire comprimido
silbaba. McRae y los suyos se apartaron, apuntando con sus armas.
Tras un momento de tensión, apareció la figura de un hombre con
respirador y casco.
–¡No hagan fuego! – dijo con voz agradable y clara-. ¡Todo ha
terminado!
McRae lanzó una exclamación de alegría:
–¡Doctor Rawlings! ¡Bendito sea tu feo
rostro!
cap. 13
El ultimátum
Rawlings y media docena de funcionarios que habían intentado
oponerse a la voluntad de Beecher estuvieron encerrados la mayor
parte de la noche en el interior de la Administración de Syrtis
Menor. El propio Kruger y el ingeniero encargado de la usina
eléctrica habían terminado por negarse a colaborar con el general,
siendo también encerrados en el sótano del edificio. Pero el doctor
Rawlings, tras una paciente conversación, había logrado convencer
al guardia que los dejara escapar. Después de esto poco tardaron en
controlar la situación, apoderándose del propio Representante
General de la Compañía.
Marlowe, McRae y Rawlings se encerraron en la oficina de
Beecher para preparar un informe de lo ocurrido para ser enviado a
los demás establecimientos humanos de Marte y también a la
Tierra.
–Beecher no será juzgado por un tribunal ordinario -sentenció
McRae.
–No cabe duda alguna al respecto… es un paranoico con
delirios persecutorios -asintió Rawlings, mirando hacia una puerta,
tras la que estaba encerrado el Representante General de la
Compañía Comercial de Marte-. Un caso bastante
difícil.
–¿Y Howe? ¿Qué planea hacer con él, James? – los dos médicos
se volvieron hacia Marlowe, que frunció el ceño.
–Nada. Lo devolveremos a la Tierra.
McRae asintió.
–Con un buen puntapié en las nalgas…
–Lo que me preocupa es quién puede reemplazarlo… La escuela
debe ser manejada por alguien mientras se nombra un nuevo Director…
¿No aceptaría usted, doctor McRae?
Temporariamente…
McRae lo miró.
–¿Yo? ¡Dios no me lo permita!
–Alguien tiene que manejar a esos muchachos… alguien que no
use látigo para hacerse obedecer. Todos lo aprecian,
doctor.
–No -repitió enfáticamente el médico-.
¡Imposible!
–Hay un joven profesor que es decente y los muchachos lo
quieren -aventuró Rawlings-. Se trata de Van der
Linden…
–Ya lo encontré cuando tomamos el Colegio. Claro que no tengo
autoridad para nombrarlo…
–¡James! ¡Usted será la causa de mi muerte! – exclamó el
médico. Marlowe lo miró con sus ojos enrojecidos.
–Estoy agotado… me acostaré a dormir aquí mismo. Hágame el
favor, doctor Rawlings, de llamarme dentro de un par de
horas.
–¡Naturalmente! – se apresuró a intervenir McRae, resuelto a
dejar dormir unas cuantas horas a James Marlowe.
Jim y Frank estaban agotados pero se sentían demasiado
excitados para dormir. Bebían café en la cocina del Colegio cuando
apareció Smythe.
–Oye… me enteré que realmente mataste al policía que hizo
fuego sobre mí…
–No lo maté… lo herí solamente. Acabo de verlo -rectificó
Jim.
–Bueno, lo importante es que me salvaste la vida -Smythe
parecía molesto-. ¡Oh, esto es algo que ocurre una vez cada cien
años! ¡Toma tu pagaré!
–¡Smythe! ¡Estás enfermo!
–Puede ser. ¡Toma el pagaré!
Jim buceó en su memoria, y por fin recordó una frase de su
padre.
–No, gracias. ¡Los Marlowe siempre pagan sus
deudas!
Smythe frunció el ceño y luego con expresión dolorida rompió
el pagaré en pequeños pedazos y lo arrojó al
suelo.
–¡Eres un desagradecido! – sentenció,
marchándose.
En ese momento resonó un grito en el exterior de la
cocina.
–¡Marlowe! ¡Jim Marlowe! – era uno de los muchachos-. ¡Te
buscan en la puerta principal!
Jim, seguido de Frank, se puso el respirador y echó a correr
hacia la puerta.
–¿Qué ocurre?
–No lo creerás… a mí me cuesta trabajo… ¡Hay unos marcianos
que te buscan!
Los dos jovencitos salieron y se encontraron frente a una
docena de marcianos, al frente de los que estaba el propio
Gekko.
–¡Salud, Jim Marlowe! ¡Salud, Francis Sutton! ¡Hermanos de
agua! ¡Amigos! – entonó el nativo en su idioma.
De una de las manos de Gekko surgió una voz idéntica a la del
hijo de James Marlowe.
–¡Hola, Jim, muchacho! – era Willis, que había regresado
llevando la ayuda pedida, algo tardía pero de cualquier manera,
generosa.
–¿Dónde está el que robó al pequeño? – inquirió entonces
Gekko.
Jim, inseguro, miró sin comprender.
–¿Quién?
–Quiere saber dónde puede encontrar a Howe… -repuso Frank,
que cambió algunas palabras con el marciano. Howe seguía encerrado
en su despacho privado.
Gekko indicó que entraría en el edificio; los dos muchachos
se sorprendieron, pues era algo nunca oído en las relaciones
previas entre marcianos y terrestres. El nativo produjo en el
Colegio la misma impresión que si se hubiera introducido un
elefante en una iglesia.
Sin perder tiempo, Gekko se dirigió hacia el despacho de
Howe. La puerta estaba cerrada; el marciano se inclinó para dejar a
Willis en brazos de Jim y luego tiró. La puerta crujió, sus goznes
gimieron, y por fin la hoja de plástico quedó en las manos del
marciano, que entró como un huracán en la oficina.
Los dos muchachos permanecieron en el exterior,
mirándose.
–¿Qué significa esto? – oyeron decir a Howe, con acento de
indignación y temor. Luego se produjo un largo silencio, y por fin
Gekko volvió a salir.
–¿Qué le habrá hecho? – preguntó Jim.
–Veamos… -sugirió Frank.
Entraron. La oficina no tenía ninguna otra salida, pero Howe
no estaba en ella. Simplemente había desaparecido.
Profundamente sorprendidos, Jim y Frank corrieron tras Gekko
y lo alcanzaron en la salida.
–¿Dónde está el otro que trató de robar al pequeño? –
inquirió Gekko suavemente.
Frank le explicó que se hallaba en otro edificio, lejos de
allí.
–Nos llevarás hasta él -resolvió Gekko, alzándolo. Otro
marciano levantó a Jim y Willis y siguiendo las instrucciones de
los muchachos corrieron hasta el edificio de la
Administración.
Cinco minutos después entraban en la oficina de Beecher.
McRae apareció sin demostrar la menor excitación.
–¿Qué diablos pasa? – preguntó.
–Quieren ver a Beecher -explicó Frank.
McRae y Gekko conversaron en marciano
rápidamente.
–Está bien -dijo por fin. Un minuto después el médico volvía
empujando al general Beecher.
–¿Este es el hombre? – preguntó Gekko.
–No hay duda alguna -repuso McRae
alegremente.
–¿Qué quieren de mí? – inquirió el Representante de la
Compañía con acento autoritario. Los marcianos se acercaron y lo
rodearon lentamente, hasta formar un círculo que lo ocultó por
completo a la vista de los demás ocupantes de la
habitación.
–¡Déjenme! ¡Yo no hice nada! ¡Ustedes no tienen dere…! – la
voz de Beecher se cortó bruscamente. Luego los marcianos se
separaron.
El general se había esfumado sin dejar la menor señal sobre
el piso.
Los marcianos se dirigieron lentamente hacia la puerta, y
desde allí Gekko preguntó:
–¿Vienes con nosotros, Jim Marlowe, mi
amigo?
–No… lo siento, pero tengo que quedarme…
–¿Y el pequeño?
–¡Willis se queda conmigo!
–¡Es claro, Jimmy! – asintió Willis.
Gekko se despidió tristemente de los dos muchachos y del
pequeño ser esférico y salió, tras sus compañeros.
McRae y Rawlings parecieron ajenos a su partida, pues estaban
ensimismados en una conversación en voz baja, que no parecía tocar
ningún punto agradable para ellos.
–Hablemos con Marlowe -dijo por fin McRae.
Los muchachos salieron tras los nativos, para encontrarlos en
el exterior, inmóviles.
–Queremos ver al hombre sabio que habla nuestro idioma -dijo
Gekko suavemente.
–Se refieren a McRae -dijo Frank-.
Busquémoslo…
El médico estaba tratando de abrirse paso entre un grupo de
excitados colonos para llegar hasta James Marlowe; Jim lo
llamó.
–Gekko quiere hablarle… el marciano, doctor…
–¿A mí? ¿Por qué? – inquirió sorprendido
McRae.
–No sabemos.
James Marlowe se acercó en ese momento y alcanzó a oír el
diálogo.
–¿Qué dice, capitán? ¿Vamos a ver de
qué se trata? – inquirió el médico.
–Prefiero que vaya usted solo, doctor. Me siento demasiado
confundido.
Frank y Jim presenciaron desde cierta distancia la entrevista
entre McRae y los marcianos, que se prolongó largo rato. Finalmente
el médico dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo en ademán de
impotencia y los nativos se alejaron.
–¿Qué querían, doctor? – preguntó Jim, cuando el anciano
regresó junto a ellos.
–¿Eh? Tengo que hablar con tu padre…
Una vez en el interior del edificio, McRae llamó a Marlowe y
Rawlings. Cuando los dos jovencitos estaban por salir de la
oficina, el médico hizo un gesto:
–Ustedes pueden quedarse… están en este asunto desde el
principio…
–¿Qué ocurre? – inquirió James Marlowe-. ¿Por qué está usted
tan preocupado?
–Quieren que nos marchemos -susurró McRae-. ¡Nos han dado un
ultimátum para que abandonemos definitivamente
Marte!
–¿Pero por qué? – inquirió ansiosamente James
Marlowe.
–No han dado motivos. Simplemente no quieren que nos quedemos
un día más en Marte… tenemos que marcharnos o aceptar las
consecuencias!
–¡Que salgan todos! – dijo el médico. Marlowe hizo un gesto y
los demás ocupantes de la habitación la
abandonaron.
–¿Recibió mi mensaje? – inquirió entonces McRae-. ¿Está lista
la proclamación de la independencia? ¿Qué dijeron los
demás?
–Están de acuerdo… agregamos algunos
párrafos…
–No me interesa la retórica…
–Todos los colonos y habitantes de Syrtis Menor la
ratificaron. Tenemos que agradecer a Beecher que haya provocado
esta situación…
–¡No tenemos que agradecerle nada! Casi nos hizo matar a
todos!
–¿Cómo es eso?
–Ya le explicaré, pero necesito antes que me explique
detalladamente cómo fue el asunto. Yo tuve que hacer algunas
promesas…
–Anoche enviamos la Declaración por radio a la Tierra… aún es
demasiado pronto para tener resultado alguno. ¿Y
usted?
McRae se frotó los ojos, irritados por la falta de
sueño.
–Tuve éxito. Podemos quedarnos… ¡Oh, fue una pelea terrible!
Pero resulté mejor diplomático que ellos. Gané.
–¿Quiere grabar su explicación para no tener que repetirla
después, doctor?
–No. Antes debemos depurarla cuidadosamente para evitar
probables líos. ¡Oh, estos marcianos son extraordinarios! No tienen
nada que ver con los seres humanos. ¡Con decirle que dominaron el
vuelo interplanetario hace un millón de años y lo dejaron de
lado!
–¿Cómo? ¡Pero es fantástico!
–Esto es algo de lo que aprendí hablando con el anciano que
rige la ciudad de Cynia, y que parece ser un mandatario de todo el
planeta… Hay muchas cosas que no alcancé a
comprender…
–¿Cómo era ese marciano, doctor?
McRae pareció sorprendido.
–No podría describirlo. Era tan viejo que en un momento
preguntó a Gekko en qué milenio estamos… Me mostró una proyección
telepática de Marte, cómo era antes de la construcción de los
canales… -el médico sacudió la cabeza-. No sé… tal vez ni siquiera
se trata de un ser viviente en el sentido que nosotros damos al
término… En fin. El hecho es que Jim tiene que devolver
inmediatamente a Willis.
–Lo siento. A mi hijo no le gustará la idea. ¿Pero por
qué?
–Usted no comprende… Willis es la clave de todo. De no haber
sido por el afecto existente entre Willis y Jim, hubiéramos tenido
que marcharnos. Pero los marcianos son un pueblo extraño… son
sentimentales.
–¿Qué tiene que ver Willis con los
marcianos?
–Usted cree, como creía yo, que Willis era un animalito de
cierta inteligencia, capaz de aprender inglés, y con una memoria
prodigiosa, ¿verdad? Pues estábamos equivocados. ¿Sabe cuál es el
nombre de Willis en marciano?
–¡No!
–Se lo traduciré. "Aquel en quien se
cifran nuestras esperanzas". ¿Comprende ahora?
–No.
–Willis es un niño marciano -suspiró McRae-.
¿Entendido?
–¡Pero es absurdo! ¡No tiene nada que ver con un marciano
adulto!
–¿Qué parecido tiene un gusano con una
mariposa?
Marlowe abrió la boca para hablar y luego pareció pensarlo
mejor y quedó mudo.
–Tras un período de larga hibernación, Willis se transformará
en un marciano. No hay nada de sobrenatural en ello. Es simplemente
asombroso -concluyó McRae.
–Todo lo que concierne a Marte es asombroso.
–Es más… puede ser que me equivoque, James. Hay otra
posibilidad… Marte quizás está habitado por tres razas de seres
inteligentes que colaboran entre sí. Los que nosotros llamamos
marcianos, los "cabezas redondas" y los semejantes al anciano que
habló conmigo en… "el otro mundo"…
–No comprendo.
–Tal vez en Marte los fantasmas siguen en contacto con los
seres vivos -prosiguió el médico.
–¡Bah! Quizás todos somos eso… fantasmas de la imaginación
doctor -repuso Marlowe suspirando.
–Aunque lo más probable es que en el fondo Willis sea en
efecto un marciano niño y todo lo demás se deba a fenómenos
hipnóticos, como la desaparición de Beecher y Howe… que ninguno
quiso explicarme.
–Muy bien. Entonces devolveremos a Willis y llevaremos
adelante la Declaración de la Independencia de las colonias humanas
en Marte -concluyó James Marlowe-. ¿Qué más?
–Quiero darme un baño, afeitarme y dormir -repuso McRae-.
Luego hablaré con Jim.
–Un momento, doctor. ¿Cree que habrá problemas con la
Tierra?
–¿Por la Declaración de la Independencia? No. Es la única
condición impuesta por los marcianos para permitirnos quedarnos…
cuando las plantas regeneradoras de atmósfera comiencen a trabajar
vendrán millones de inmigrantes terrestres… si los marcianos nos
permiten recibirlos. Así que a la Humanidad le conviene que Marte
siga abierto a la colonización…
–Yo me refiero a la oposición de los políticos,
doctor.
–Eso no tiene importancia, James, muchacho… el Hombre siempre
ha tenido que luchar por sus libertades y siempre deberá hacerlo.
Ganaremos.
–Ojalá tenga usted razón.
–A la larga la tendré, James. Bueno… creo que antes de
bañarme iré a hablar con Jinimy.
–Lamentará tener que separarse de Willis…
–Pero se recuperará. Tal vez la próxima primavera encuentre
otro "cabeza redonda de Marte" y le enseñe inglés… luego crecerá y
no necesitará más animalitos domésticos… o como quiera llamarlos…
-el viejo médico pareció pensativo-. Pero lo que realmente quisiera
saber es otra cosa. ¿En qué se convertirá Willis? ¡Oh, esto sí que
me gustaría saberlo!
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19/10/2009
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v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006;
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